El drenaje de la finca resultó ser un éxito y justo a tiempo, comenzamos a plantar con caña esas tierras para que al cabo de unos pocos meses nuestro trabajo rindiera sus frutos y tuviéramos la primera cosecha. El destino hizo coincidir el corte con la llegada del portugués trayendo un nuevo embarque humano y tras venderlo y acomodar en sus bodegas el preciado ron, volví a casa con otros cinco negros que servirían para abrir nuevos campos. Tal y como esperaba y ansiaba, Mariana estaba esperando con inquietud mi llegada, ya que a pesar de mis continuas idas y venidas a Rio de Janeiro era la primera vez que mi ausencia se prolongaba durante un mes entero. Por eso al verla en la puerta, no pude más que observar alborotado lo mucho que había crecido su vientre desde que no la veía.

            ―Estás preciosa― comenté al comprobar que lejos de menguar su belleza, la africana estaba radiante con la curvatura que había adquirido.

            ―No me mienta, estoy hecha una vaca― respondió con una mano en la cintura debido al peso de mi retoño.

            Verla tan incómoda me alertó que faltaba poco para que diera a luz y nuevamente volvieron a mí los temores acerca del color con el que nacería mi heredero. Sin mencionárselo, deseé que fuera lo más claro posible para que su existencia le fuese más fácil y tomándola de la mano, le mostré los nuevos esclavos de los que dispondríamos para hacer florecer la hacienda. Para mi pasmo, su felicidad se convirtió en pesar al ver entre ellos al único ejemplar de su raza que permanecía erguido mientras se los enseñaba. No tuve que ser muy ducho para percatarme de que lo había reconocido y por ello, quise saber de qué lo conocía.

            ―Es Ajani, el jefe de mi tribu― replicó demostrando un dolor que nunca había visto en ella.

            Queriendo hacerle saber que eso era algo del pasado y que, a pesar de haber ostentado la jefatura de su gente, ahora era mi esclavo, comenté:

            ―Te equivocas. Dile que Ajani murió el día que fue capturado y que ahora se llama Felipe.

            Por un momento, la embarazada dudó por lo que, alzando la voz, exigí de malos modos que se lo dijera. Sin otro remedio que obedecer, tradujo mis palabras. El sujeto que hasta entonces se había mostrado como una propiedad dócil y dispuesta, no aceptó ser minusvalorado en presencia de alguien de su etnia y con la cabeza alzada pronunció una retahíla incomprensible para mí, pero que interpreté como un reto.

            ― ¿Qué ha dicho? ― pregunté molesto.

            Mariana tardó unos segundos en traducirme sus palabras y cuando lo hizo, todo su cuerpo tembló al saber que me indignaría:

            ―Ha dicho que su padre Ade le puso Ajani y que Ajani morirá.

            El respeto con el que trataba a esa mercancía de dos patas me sacó de las casillas y llamando a Manuel, le pedí que atara a ese negro al poste de castigo. Mi segundo no lo pensó antes de obedecer y viendo su rebeldía, tuvo que usar la violencia para inmovilizarlo. Ya inmóvil, llamé a Mariana y le exigí que le dijera que su nombre de esclavo era Felipe antes de coger la fusta. Temiendo por el futuro de su paisano, la negrita intentó convencerle de que mostrara humildad ante su dueño, pero el antiguo monarca de su pueblo mirándome a los ojos repitió no una sino una media docena de veces “Ajani”.

            Fuera de mí, azoté con saña al sujeto mientras le gritaba el nombre con el que lo había bautizado. Felipe no solo aceptó con entereza el castigo, sino que alzando su voz se mantuvo firme insistiendo en que no aceptaba su apelativo cristiano.  Reanudando los fustazos dejé mi impronta en su espalda y cuando la sangre ya corría a raudales por su piel, volví a pedir a la negrita que le preguntara cómo se llamaba.

            ― ¡Ajani! ― chilló sacando fuerzas de su orgullo.

            Sabiendo que no podía debilitar más a mi propiedad con una nueva serie, llegué hasta él y tomando la bolsa de su virilidad entre mis manos, la retorcí mientras le decía a Mariana que le avisara que si no se plegaba instantáneamente su nombre sería Felipa y que, tras convertirlo en un eunuco, se lo entregaría al resto de los esclavos para que satisficieran sus necesidades carnales en él.

El dolor y la certeza de que no dudaría en despojarle de su hombría hizo recular al hombretón y llorando como un niño, esta vez respondió:

―Felipe.

Satisfecho liberé el receptáculo de sus huevos y sonriendo, pregunté a mi atemorizada negrita, qué me había preparado de comer. La joven con lágrimas en los ojos me dijo que todavía faltaba unos minutos al guiso, pero que mientras tanto entrase a la casa a asearme tras el viaje. Sabiendo que, por primera vez, Mariana había tenido que afrontar su existencia en África con su presente a mi lado, no insistí en su dolor y accedí a que me bañara.  En esa ocasión, sus mimos, aunque diligentes, no mostraron el cariño al que me tenía acostumbrado y por ello, no tuve más remedio que avisarla que tendría que elegir entre ser la mujer que educara a mi retoño o solo la esclava que lo amamantaría.

―Soy la hembra de mi amo y deseo ser quien cuide de su hijo― con la esponja en la mano replicó, haciéndome ver que aceptaba el estatus que le otorgaba y que renegaba de sus orígenes.

Sonriendo, la metí en la bañera y busqué sus besos. Por unos momentos, no se dejó llevar por la pasión, pero al sentir mis labios apoderándose de sus pechos, aulló de gozo al saber que a pesar del enojo su dueño seguía sintiendo pasión por ella. 

            ―Mi señor, deje que su sierva sea la que reforme al esclavo rebelde. Desde ahora, le digo que protegeré su bienestar y el de su hijo por encima de todo.

            Acariciando su piel, solté una risotada para acto seguido hacerle ver que llevaba un mes sin disfrutar de ella. La chavala se despojó de su ropa y riendo, me preguntó si prefería que me diera los buenos días o por el contrario hacer uso de su gatita. Desternillado de risa, respondí que, aunque me apetecía mucho la tersura de sus labios, era menester que se empalara sobre mí y así hacerme ver lo mucho que me había extrañado.

            Maullando se dejó caer sobre mí, hundiendo mi virilidad dentro de su hinchado vientre.

            ―Os amo, mi adorado dueño― exclamó al ver colmada su intimidad.

            Asumiendo que era verdad y que esa negrita daría su vida por mí, la azucé a cabalgarme mientras recreaba mis yemas tomando posesión de su trasero. El apasionado grito que brotó de su garganta cuando mordí su cuello me llenó de felicidad y cerrando los ojos, me puse a imaginar la dicha que sentiría cuando en pocos días me entregara a mi retoño. Viéndome acunando a mi chaval, azucé a la joven a exprimirme. Mi calentura en su interior demolió sus pasadas reticencias y tomando velocidad, usó mi cuerpo para mandar al olvido su pasado africano y preparar su futuro. La urgencia con la que el placer la zarandeó me informó de que, antes que miembro de su tribu, se sabía mía y por eso orgulloso escuché sus gemidos de esclava satisfecha al ser inseminada por su señor:

―Marina, hembra de amo―rugió mientras anegaba mis piernas con el templado aceite de su interior.

―Robinson, dueño de su gatita― repliqué aguardando el día que los senos que tenía en la boca manaran su blanco manjar y dejara de ser mi felina, para convertirse en mi vaquita …

Tal y como se había comprometido, Mariana consiguió aleccionar a Felipe para que dejara de sentirse jefe y se convirtiera en un esclavo productivo al que apenas había que ordenar que cumpliera su labor. Para ello usó tanto su proverbial mano izquierda como la vara de Manuel si veía en el negro cualquier atisbo de rebeldía. Por eso ni mi segundo ni yo tuvimos que aplicar ningún otro correctivo, porque llegado el caso fue siempre ella quien levantó la mano sobre el que había regido al pueblo de sus padres.

―Señor Robinson, se nota que gracias a usted Felipe aprendió ser humilde y si no le importa me gustaría ponerlo al frente de la cuadrilla de esclavos que deben despejar las nuevas tierras― antes de nacer mi heredero comentó mi orondo criado.

Recordando que era un hombre acostumbrado a mandar, accedí sabiendo que siempre estaría Mariana al acecho buscando cualquier señal de rebeldía en él.

―Dale una ración extra de comida y permite que habite en la casita de los encargados― respondí sin comentar que el cambio que había sufrido era más por las enseñanzas de mi atractiva esclava que por las mías.

Su nuevo estatus congratuló al hombretón curtido en años y desde ese día, ni siquiera mi fiel sierva tuvo que llamarlo al orden. Es más, varias veces sorprendí en su mirada un afecto creciente por ella que realmente me preocupó. Al comentárselo un tanto celoso a Mariana, la joven se echó a reír y luciendo un desparpajo poco habitual en ella, me aseguró que Felipe antes saciaría su hombría en uno de sus subalternos antes de pensar en hacerlo con ella. La seguridad de la negrita no logró tranquilizarme y por ello, aunque fuera de reojo, vigilé al africano no fuera a ser que intentara sobrepasarse con mi más preciada posesión, pero he de reconocer que jamás mostró ningún interés carnal con ella mientras que si lo hacía con cualquier hembra que llegara a la finca.

Un ejemplo de ello, fue el encontronazo que tuvo con una negrita cuando su amo, un portugués próximo, la mandó con un encargo. Desde el porche, observé que nada más llegar al verlo trabajando en el jardín, la joven se dirigió a él en su indescifrable jerga. Aunque no entendí lo que se dijeron, me quedó claro que era algo libidinoso al contemplar el cambio en la chavala y su forma de menear el pandero mientras se metía en la casa. Interesado, esperé a que saliera y tal cómo había anticipado, en vez de dirigirse de vuelta a su hogar, se escabulló con mi esclavo tras unos árboles. Unos diez minutos después, la vi salir acomodándose la ropa y con una sonrisa en su rostro.

«Debe haberla dado un buen meneo», me dije al reparar en la felicidad de la joven.

Felipe me confirmó lo sucedido de dos maneras. La primera al emerger de entre los matorrales subiéndose los pantalones y la segunda más evidente, despidiéndose de ella con una expresiva nalgada. Nalgada que fue recibida por la receptora con un breve y emotivo gemido. De haber sido mi esclava quizás hubiera dicho algo, pero como era la propiedad de un vecino sonreí satisfecho al saber que al menos por unos días mi siervo estaría tranquilo.

«Nadie ha salido perjudicado y tanto su amo como yo salimos ganando», me dije pensando en que si se quedaba preñada su valor se incrementaría.

Esa noche al comentárselo a Mariana, ésta estuvo de acuerdo con mi valoración al comentar que el antiguo jefe de su tribu era famoso por engendrar hijos fuertes y sanos. Lo curioso del asunto fue que aprovechando el suceso mi negrita me insinuó la conveniencia de que en el siguiente embarque comprara al menos un par de esclavas para mantener saciados carnalmente tanto a mis criados blancos como a los africanos.

Al pedirle que se extendiera y me diera razones para hacerlo, me contestó:

―Sus hombres trabajarán mejor si saben que su desempeño puede ser premiado con una noche de pasión. Además, piense que si trae mujeres a la finca, Manuel y Michel no tendrían que gastar su paga en las putas del pueblo.

Confieso que no había pensado en el bienestar de mis criados y sabiendo que si traía una hembra con la que pudieran satisfacerse se incrementaría su fidelidad hacía mí, decidí comprar al menos tres. Una para cada cinco hombres. Haciendo números, ratifiqué la decisión ya que una hembra joven y sana sería capaz de parir al menos media docena de cachorros con lo que recuperaría de sobra la inversión.

El destino quiso que no tuviese que esperar a la vuelta del portugués porque tras la muerte de un terrateniente cercano, su viuda vio en ello la oportunidad de desprenderse de las cuatro africanas con las que su marido desahogaba sus apetencias. La humillación que para ella era la presencia de esas mujeres en su casa la hizo llegar a mí para ofrecérmelas a precio de saldo. Tras una breve discusión quedó en traspasarme esas esclavas a cambio de cien libras.  La noticia corrió como la pólvora en mi finca y cuando al día siguiente llegó para formalizar el contrato, de alguna manera todos los hombres de la finca se las ingeniaron para estar presentes.

Como nunca las había visto, me sorprendió que entre las cuatro muchachas hubiera una mulata de tez muy clara, hija del difunto, la cual no dejó de llorar mientras su ama me la entregaba. La juventud y la hermosura de esa cría, apenas salida de la adolescencia, me hizo pensar que su valor bien podía la mitad de lo invertido en el grupo y por ello, llamando a Mariana le pedí que la apartara para el servicio doméstico.  Mirando al resto, me alegró comprobar que todas estaban sanas y llamando a Manuel, pedí que las acomodara en una choza independiente de los esclavos. Supe del gusto peculiar de mi orondo empleado al ver la forma tan lujuriosa con la que miraba a una esclava entrada en carnes y por ello, muerto de risa, le di permiso para que dos o tres días a la semana durmiera con él en sus aposentos.

―Señor, ¿le importaría que yo use a esta hembra? ― preguntó Michel, el francés, señalando a una espigada africana de grandes ubres.

―Para nada, pero no os encariñéis con ellas y menos con los hijos que engendren― respondí mientras cumplían mis mandatos.

Comprendí que, al menos las tres destinadas al campo estaban contentas al haber cambiado de dueño. No tuve que esforzarme mucho para saber que, a raíz de la muerte de su marido, esa mujer había descargado su frustración en ellas y que eso motivó el alivio que sintieron al despedirse de la viuda.  El caso contrario pasó con la bastarda, la cual había perdido no solo a su progenitor sino también los privilegios que le daba el ser hija de su antiguo amo y por eso al entrar en la casona seguía llorando.

―Mi señor, no se preocupe. Esta joven estará lista para que esta noche haga uso de ella― malinterpretando mis intenciones, comentó Mariana.

El desatino de sus palabras me hizo reír y atrayéndola hacia mí, susurré en su oído que mientras tuviese en ella todas mis necesidades cubiertas, no pensaba depreciar mi inversión desvirgándola. La negrita me dio que pensar cuando sin mostrar ningún tipo de celos me hizo ver el aspecto económico del asunto diciendo:

―Debería meditar bien lo que hace. Si preña a esta hembra los esclavos que engendre serán casi blancos y se cotizarían muy caros sobre todo si son niñas.

La desproporción entre hombres y mujeres en esa zona avalaba su respuesta, pero asumiendo lo difícil que me resultaría desprenderme de alguien de mi sangre preferí dejar el tema y viendo los harapos que llevaba puestos, pedí a la embarazada que le prestara un vestido en condiciones antes de mostrarle sus obligaciones.

―Renata, deja de berrear. Nuestro dueño es un buen hombre, pero no acepta niñerías― le dijo a la joven plañidera, llamándola al orden, mientras se la llevaba hacia la habitación del servicio.  

  Al escuchar su nombre comprendí el enojo de la viuda, ya que su marido se llamaba René, la versión masculina de ese apelativo y olvidándome del asunto fui a comprobar cómo iba la siembra.  El desarrollo de las cañas y la rapidez con las que crecían me hizo caer en que todavía no había concertado la venta y por ello tras una mañana maratoniana en la que recorrí mis campos, decidí volver y tomarme un tiempo para redactar una carta al ingenio azucarero de la zona, pidiendo una cita.

Ya en mi despacho y mientras la escribía, recibí la visita de mi nueva esclava trayéndome agua. Por un momento, recreé la mirada en los evidentes atributos de la joven, pero viendo su incomodidad preferí dejar de observarla y concentrarme en el escrito.

«Tiene buenas hechuras», sentencié pensando que en cuanto embarneciera un poco la tal Renata se convertiría en una hermosa tentación por la que cualquier hombre pagaría su precio en oro.

Esa impresión se afianzó durante la comida cuando tanto Manuel como Michel mostraron su admiración por la nueva criada. Cuando el francés pidió    mi opinión al respecto, vi que Mariana me observaba con interés y por ello, minusvaloré su atractivo diciendo que le faltaban pechos. Supe que había hecho bien al escuchar a mi negrita decir:

―Mi señor, su problema es que lo tengo mal acostumbrado. Aunque no tiene mis atributos, ya verá que Renata es una preciosidad.   

La aludida se removió incomoda con el comentario y más cuando desternillado respondí que la sobrevaloraban, pero que, dada la escasez de hembras en la zona, no tardaría en llegarme ofertas por ella. No supe interpretar en el momento la determinación que intuí en sus ojos y es que al escuchar que pensaba venderla, la joven decidió hacer todo lo posible para que eso no ocurriera. En su mente, debió de pensar que era preferible permanecer con un amo que al menos trataba con respeto a la esclava con la que compartía caricias, a arriesgarse a caer en manos de un desalmado.

Muestra de ello fue la serie de sonrisas que me brindó mientras servía la comida y su diligencia al insistir en ser ella quien recogiera los platos de la mesa. Su cambio de actitud no pasó desapercibido a ojos de Mariana, ya que mientras se despedía de mí en la puerta cuando me disponía a revisar el área de la laguna, me soltó que a la vuelta iba a ser la nueva quien me bañara. Al preguntar los motivos, contestó:

―Mi señor, mi avanzado estado de gestación pronto me impedirá cuidarle como merece y he pensado que Renata podría sustituirme en su cama.

Sus palabras me hicieron sospechar que no solo era mi esclava quien hablaba sino la mujer y por eso se me ocurrió preguntar cuántas esposas solían tener los hombres de su tribu.

―Las que pudiesen alimentar― replicó: ―Mi padre poseía tres, mi señor.

Comprendí que su viejo debía ser un hombre pudiente entre sus paisanos y con ese pensamiento rondando en mi cabeza, me fui a trabajar. Tras meditar sobre el asunto, comprendí que según su mentalidad al ser el dueño de la finca y por tanto un hombre adinerado, le resultaba lógico pensar en que dispusiera de varías hembras con las que satisfacer mis apetencias y veía en la recién llegada una ayudante más que una rival.

«Debo de hacerle comprender que eso no es de buen cristiano», concluí sin advertir mi hipocresía, dado que siendo Elizabeth la dueña mi corazón compartía sábanas con Mariana.

Esa misma jornada supe de lo difícil que me resultaría no caer en una poligamia de facto cuando al retornar a mi hogar, mi negrita me estaba esperando con una sonrisa y casi a empujones, me rogó que me metiera en la bañera por lo sucio que venía. Creyendo que mi embarazada deseaba mis besos, permití que me desnudara y ya como vine al mundo sobre la tina, esperé que me trajera el agua para asearme. Para mi sorpresa, no fue ella la encargada de traerla porque todavía permanecía a mi lado cuando Renata apareció cargando dos palanganas. Reconozco que, apenas me fijé en ella, mis ojos quedaron prendados en su belleza dada la desnudez que mostraba.

Conteniendo la respiración, admiré sus juveniles curvas y la claridad de su tez mientras se ponía a asearme bajo la atenta mirada de mi negrita. La perfección de su trasero, el indudable atractivo de sus senos y la dulce dedicación que demostró a recorrer mi piel con la esponja despertaron al traidor que tengo entre las piernas.

―Mi señor debe decidir si desde hoy dormiremos tres en su cama― concluyó la pícara embarazada señalando el estado mi virilidad.

Mi asombro llegó a límites insospechados cuando tomando entre sus manos los senos de la muchacha me preguntó si acaso no los veía dignos de mis mordiscos. El sonrojo de Renata se magnificó cuando atrayendo a mi bella negrita, la metí en la bañera.

―Ya que has sido tú la culpable de levantarla, deberás ser también quién la haga menguar – riendo la besé.

Las risas de Mariana mientras se desnudaba y el cariño con el que su dueño la trataba provocaron que en mi nueva adquisición creciera su determinación de quedarse en nuestro hogar y sin mostrar ningún apuro en ser testigo de nuestros actos permaneció a poco más de un metro mientras compartía con ella esas caricias. Es más, su presencia a nuestro lado hizo crecer la audacia en mi morena y mientras se inmolaba usando mi hombría no dudó en comentar la cercanía del parto y que cuando diera a luz, por lo menos durante un mes ella sería la encargada de calentar mis sábanas.

―No dude que sabré valorar ese privilegio― Renata la contestó mientras no perdía detalle de la alegría con la que Mariana comenzaba a saltar sobre mí.

Observándola de reojo descubrí en su mirada cierta envidia al ser partícipe del modo en que me apoderaba de sus cántaros con mis labios mientras usaba mis manos para imprimir el ritmo con el que me montaba.

―Gatita, te recuerdo que estoy esperando ansioso que me regales tu leche― comenté mientras hacía un intento de ordeñarla.

Los gemidos de gozo de mi amorosa esclava causaron que involuntariamente las aureolas de la mulata se erizaran. Al percatarse de ello, Marina no tuvo empacho en ordenar a la joven que se acercara y pusiera sus dos meloncitos a nuestro alcance. La chavala no dudó en obedecer pensando que sería yo quien los lamiera, pero entonces haciéndole ver su error la negrita se apoderó de uno y se puso a mordisquearlo mientras mis risas resonaban en la habitación.  Por un momento, la joven no supo cómo comportarse ya que jamás había sospechado que entre sus deberes estaría el satisfacer carnalmente a la amante de su amo. Pero azuzada por su determinación de quedarse en la finca y quizás por las gratas sensaciones que esos femeninos mimos provocaban en ella, decidió dejarse llevar y girándose hacía mí, me preguntó si no quería probarlos.

―Con una zorrita lujuriosa, tengo bastante― de estupendo humor rechacé sus pretensiones y tomando entre mis brazos a la embarazada, la llevé hasta mi cama sin advertir que Renata nos seguía insatisfecha al no ver cumplido su deseo.

Tras depositarla sobre las sábanas, hundí mi estoque nuevamente en ella y comencé a demostrarle mi ternura haciendo uso de su germinado cuerpo una y otra vez. Los sollozos de mi negrita al recibir mis embistes no me permitieron darme cuenta de la envidia que corroía a mi nueva adquisición hasta que tras descargar mi simiente escuché que murmuraba en voz alta que sería una boba si no aprovechaba la oportunidad de quedarse con un amo tan atento con sus esclavas.

― ¿Qué has dicho? – pregunté mirándola a los ojos.

Totalmente sonrojada, mintió:

―Perdone, mi señor. Estaba pensando en lo bello que es usted y en la suerte que he tenido al caer en sus manos.

Pasé por alto su pecado al considerarlo venial, pero aun así de malos modos le ordené que nos dejara y que se fuera a preparar la cena. Con un gesto de resignación, la mulata obedeció dejándonos solos. Marina esperó a que se fuera para riendo comentar:

― ¿Has visto las ganas que tienes esa putita por sustituirme? Lo que no sabe es que, con anterioridad, tendrá que actuar como yo y demostrar a tu preferida que sabe usar su lengua.

No tuve duda de que se refería a Xuri y al modo en que tuvo que satisfacerla oralmente antes de acudir entre mis brazos.

― ¿Te he dicho que eres una zorra avariciosa? ¿No te basta con mis caricias? ― sonriendo de oreja a oreja pregunté.

―Mi señor, es por usted. Se lo mucho que le place ver que sus esclavas se llevan bien― haciendo gala de su desparpajo africano contestó…

21

Una hora después, me senté a cenar en compañía de Manuel y de Michel. Por sus caras comprendí que habían hecho buen uso de las esclavas que había puesto a su disposición y por ello no me extrañó comprobar su alegría mientras las dos chavalas y Renata nos servían bajo la supervisión de Marina. Es más, la presteza con la que las dos mozas rellenaban sus platos me hizo saber que daban por buena mi decisión de permitir que sus úteros sirvieran de alivio a mis criados blancos. La más contenta parecía la gordita, la cual no mostró vergüenza en reconocer lo mucho que había disfrutado con su momentánea pareja al rellenar el plato de Manuel:

―Señor, debe comer para que cuando esta noche tenga fuerzas para repetir con su Tomasa.

Las risas de mi orondo ayudante me confirmaron que esa tarde había disfrutado carnalmente de la muchacha al menos una vez y por ello, le avisé que le hiciera caso porque al día siguiente teníamos mucho trabajo que hacer y no quería oír que estaba cansado.

 ―No se preocupe, míster Robinson. Mañana, desempeñaré mi labor― contestó desternillado.

Mirando a Michel, quise que me confirmara lo mismo. El joven entendió mi mirada y sin que se lo tuviera que preguntar, ratificó que él también acudiría sin demora a su trabajo.

―Lo que no le puedo decir es que llegue entero― señalando a su negra comentó: ―dada la maña de Sabina en deslecharme.

La ordinariez del francés me hizo reír y fue entonces cuando caí en la cuenta que faltaba una de las hembras. Al preguntar por ella, mi segundo contestó con descaro:

―Doña Mariana insistió en que fuera Felipe el primero en ser premiado con su presencia y no me cabe duda que en estos momentos debe de estar intentando darle un nuevo esclavo.

El revelador color rojo de sus mejillas me alertó que era así, pero como ese hombre había demostrado su valor trabajando, me abstuve de comentar nada y preferí darlo por bueno mientras Renata me miraba molesta al saber que era la única hembra de toda la finca que no había recibido su revolcón.

«Esta noche te quedarás con las ganas», sonriendo medité al saber de la encerrona que sin lugar a dudas Mariana había planeado para ella sin advertir que con ello aceptaba el hecho que tarde o temprano haría uso de ella.

Tras el postre, mis ayudantes me pidieron permiso para ausentarse llevándose con ellos a las dos negras. Estaba a punto de dárselo, cuando ejerciendo de gobernanta Marina comentó que antes debían limpiar los platos y asear la cocina.  

―Ya habéis oído a su jefa. Esperad en vuestros aposentos su llegada― respondí haciendo mención que el deber estaba antes que la devoción.

Con la esperanza de una noche llena de pasión, los dos criados se largaron a sus habitaciones mientras las esclavas se afanaban en realizar el aseo con celeridad. Viendo que no hacía nada ahí, pedí que me llevaran un oporto a la biblioteca y sin mirar atrás, las dejé con los quehaceres domésticos. Estaba enfrascado haciendo las cuentas de las últimas compras de ron cuando escuché la llegada de Renata con la botella y un vaso. Observando como servía el vino, me percaté de que la joven quería decirme algo y por eso cuando terminó, directamente le pregunté qué deseaba.

Después de unos segundos de indecisión, la joven mulata se hincó ante mí y llorando me rogó que le dijera qué había hecho mal para que fuera solo ella quien no había recibido su bienvenida a la finca. He de confesar que tardé en comprender a qué se refería:

―Vales más siendo virgen― respondí finalmente al caer en el significado de su pregunta.

Lejos de alegrarse de que respetara su honra, mis palabras azuzaron sus lloros y comportándose como si fuera una mujer libre, me exteriorizó su deseo de perderla conmigo como también de su interés en permanecer a mi lado. Estaba a un tris de azotarla para colocarla en su lugar cuando apareció en escena Mariana y le soltó un mandoble que la hizo trastabillar:

― ¿Quién te crees para hablar así a nuestro amo? Mi siquiera esta negra que lleva en su vientre a su retoño tiene asegurado su sitio aquí― gritó fuera de sí, justo antes de abrir un cajón y sacar una vara.

Aterrorizada, la mulata imploró nuestro perdón, pero sus ruegos no consiguieron atenuar el enojo de la africana que sin ceder un ápice le exigió que se desnudara. Sabiendo que solo podía obedecer, Renata comenzó a despojarse del vestido. Fue entonces cuando descubrí que mi bella embarazada realmente no estaba enojada y que iba a aprovechar el error de la joven para darle una lección.

―Vístete y vuelve a empezar. Espero que esta vez, lo hagas despacio para que nuestro amo pueda comprobar si llegado el momento podrá obtener un buen precio contigo― descargando un varazo sobre su espalda, comentó. 

Asumiendo que iba a ser interesante, acomodé mi trasero en el sofá y me quedé observando como la cría de tez clara se volvía a subir el vestido.

―Ahora demuestra que eres capaz de despertar el apetito de un hombre― insistió Mariana con tono duro.

Dos lagrimones corrieron por la mejilla de Renata mientras comenzaba lentamente a deslizar su ropa. Tras liberar sus pechos, la negra le ordenó que parara y acercándose, tomó a esos atributos casi adolescentes y guiñándome un ojo, quiso saber mi opinión.

―No están del todo mal –repliqué sabiendo que a su manera Mariana estaba imitando las lecciones recibidas por la mora.

Mi respuesta desmoralizó a la joven porque toda su vida había estado orgullosa de la forma de sus senos. Sonriendo satisfecha, mi negra me preguntó si los había visto bien porque en su opinión y a pesar de su exiguo tamaño, le parecían atractivos y suculentos.

―Pruébalos tú y dime qué te parecen― respondí desde mi sitio.

Sacando su lengua a relucir, recorrió ambas areolas antes de contestar:

―Mi señor, siento decirle que son un poco sosos para su gusto, pero nada que un buen pellizco no pueda solucionar.

La sorprendida criatura no pudo reprimir un sollozo cuando la que ejercía de ruda capataz usó sus manos para retorcérselas. El dolor de esa imprevista tortura la hizo palidecer, pero entonces ejecutando el viejo modo de doma Mariana calmó su escozor con la humedad de sus labios.

―Mucho mejor ahora― recalcó mientras su víctima no sabía si llorar o disfrutar.     

Atento a la forma en que mezclaba el castigo y el placer, aguardé a que a siguiera desnudando. La orden al respecto no tardó en llegar y desde el sofá vi cómo lentamente Renata dejaba caer su ropa quedándose solo con las enaguas como única vestimenta. Con ella semidesnuda, Mariana usó la vara para señalarme su vientre sin estrías.

―Parece ser que esta joven no ha tenido parentela― comentó mientras recorría con la punta del palo su estómago.

―Dime gatita― ya interesado pregunté: ― ¿Cómo de áspera es su piel?

Recorriendo con sus yemas el dorso de la joven, contestó:

―Para ser medio portuguesa, sigue manteniendo la frescura de sus antepasados africanos.

Sonreí al percatarme que esas suaves caricias la habían afectado y que tenía los vellos de sus brazos erizados, pero también que el menosprecio a su parte europea la había preocupado porque no en vano esperaba que su color fuera determinante para que la permitiera quedarse junto a nosotros.

―Ya sabes lo mucho que me satisface la firmeza de su epidermis en una hembra― comenté incrementando sus miedos: ―Muérdela y dime si recupera rápido su consistencia.

Cerrando sus dientes en las caderas de Renata, le dejó una rojiza marca que tardó unos segundos en desaparecer.

―Nuevamente le he de confesar que no tiene el vigor que a usted le gusta, pero para salir del paso puede servir― fue su respuesta para a continuación exigirle que se despojara de las enaguas.

Brevemente pude observar entre sus piernas una feminidad bien poblada antes que la girara y se pusiera a examinar su trasero. Como acababa de hacerla sufrir con el mordisco, usó sus dedos para acariciar los impresionantes cachetes de la mulata antes de separárselos.

―Mi señor, le alegrará saber que su antiguo amo no hizo uso de su entrada trasera y que está lista para ser explorada por primera vez― conociendo mis gustos por ese tipo de forma de monta, comentó mientras hundía una de sus yemas en el interior de la muchacha.

El berrido de Renata al ser hoyada me reveló más que las palabras de mi negra que esa fortaleza nunca había sido conquistada y complacido con esa certeza, le pedí que examinara si mantenía intacta su feminidad. Poniéndola sobre la mesa de mi despacho, Mariana le ordenó que separara las rodillas para ser objeto de estudio. Abochornada hasta la médula, la mulata se abrió de par en par dejándonos deleitar con la exquisita decoración que sus pelos lacios otorgaban a su tesoro. Desde mi punto de observación, ese bosquecillo me despertó el recuerdo en oscuro del rojizo pubis de Elizabeth y relamiéndome por anticipado, insistí en que comprobara si seguía manteniendo su virginidad.

Usando las yemas, la negra separó sus pliegues y sonriendo, confirmó la existencia de esa telilla todavía pululando en su interior. Mi hombría reaccionó bajo mi pantalón al escuchar ese dato y sin poder ocultar mi interés, pregunté por su sabor. La humillación de Renata mutó en alborozo al recibir por vez primera la húmeda visita de una lengua y descompuesta, no pudo más que gemir cuando hundiendo su boca en ella, Mariana se puso a mimar tal y como había aprendido de Xuri el botón que escondía en esa apetecible gruta. La imprevista dedicación de mi embarazada lamiendo sin parar su feminidad destrozó la entereza de la joven y sollozando de gusto, rogó a su maestra que siguiera con esa lección. Consciente de que esa cría compartiría nuestros momentos de placer, la africana continuó saboreando ese manjar hasta que presa de tanto estímulo mi nueva esclava explotó derramando el gozo que sentía sobre su boca. Entonces y solo entonces, se separó y llegando a mí, me besó.

He de reconocer que disfruté de los labios de la embarazada impregnados con la esencia de mi adquisición y gratamente sorprendido por su sabor, decidí probar el manjar directamente de su envase. Renata sonrió al verme acercar y separando al máximo sus rodillas, puso a mi disposición su feminidad pensando que por fin la tomaría. Su turbación y miedos volvieron cuando en vez de hacerlo comencé a recorrer con mis manos su cara y sin hacer caso al resto de su anatomía, exigí que abriera su boca. Tras comprobar que disponía de todas las piezas de dentadura, mordí sus labios mientras con las manos me apoderaba de sus senos. Al magrearlos, sus gemidos volvieron a aflorar. Satisfecho con la sensibilidad de esos meloncillos, dediqué unos segundos a pellizcarlos antes de acercar mi cara y valorar si era capaz de meterme uno por entero en la boca.

― ¡Amo! ― sollozó al verse sacudida por un nuevo éxtasis que naciendo en su intimidad recorría su cuerpo.

Convencido de que si me esmeraba esa esclava sería capaz de darme momentos inolvidables, corté de cuajo su gozo diciendo a Mariana que me había convencido y que montando a la potrilla, la llevara hasta mi cama. La mulata empalideció aún más cuando bajándola de la mesa, mi fiel sirviente la puso a cuatro patas y subiéndose a horcajadas sobre ella, azuzó su galope con una enérgica nalgada en su trasero.

―No tenga prisa en terminarse el oporto― girándose hacia mí, comentó la negra: ―Antes debo terminar de domar a su potrilla.

 Rellenando mi copa, la vi marchar usando la cabellera de Renata como riendas. Avezado en esas lides, supe que debía darla tiempo para que pudiera no solo disfrutar de la joven sino también hacerla saber qué ella siempre sería mi favorita. Dando un primer sorbo a la bebida, extrañado comprobé que el dulzor de ese vino no era comparable con la deliciosa ambrosía de una mujer.

«Por mucho que el ser humano se esfuerce nunca podrán sus obras igualarse a las de nuestro señor», concluí mientras esperaba.

Las agujas de mi reloj discurrieron con pasmosa lentitud y cuando apenas llevaba quince minutos solo, fui a ver cómo se las había agenciado la negrita. Al llegar al cuarto me agradó escuchar el gozo de la embarazada mientras la mulata devoraba con fervor su feminidad e impactado por la visión de esas dos mujeres entregándose una a la otra, me quedé observando desde la puerta el contraste de sus pieles sobre las sábanas.

«Soy un hombre afortunado», me dije mientras observaba embelesado la escena.

La certeza de que la mulata iba a mostrarse en la cama al menos tan ardiente como Mariana me llegó de sus labios cuando dominada por la lujuria quiso que le contara qué debía hacer para gustarle a su dueño mientras se acariciaba el botón que escondía entre sus piernas.

Soltando una carcajada, mi negrita respondió mirándome a los ojos:

―Pregúntaselo directamente a él.

―Dando placer a la que va a darme un heredero― respondí mientras me desembarazaba de mi ropa.

Encantada al escuchar de mis labios que la daba un lugar prominente, Mariana espoleó a la muchacha a seguir amándola y mientras ésta volvía a hundir la cara entre sus piernas, me rogó que la desvirgara. Como hipnotizado acudí a la cama con la mirada fija en el paraíso que para mí representaba el pubis de Renata y por ello antes de tomar posesión de su cuerpo, saqué la lengua y probé por fin el sabor picante de su feminidad.

― ¡No puede ser! ― exclamó al sentir esa húmeda caricia y notar que todo su ser se incendiaba.

Instintivamente intentó apagar las llamas que amenazaban con chamuscarla liberando un cálido torrente sobre mis labios. Todavía hoy recuerdo con añoranza el aroma que desprendía y como al saborearlo, me volví loco e inútilmente intenté recolectar ese preciado regalo con mi boca. Mi insistencia incrementó su gozo y una nueva avalancha líquida brotó de su interior haciendo imposible el desecarla.

―Mi señor, hágame suya― suspiró llena de dicha al saber que se acercaba el momento que tanto ansiaba.

El trepidar de su cuerpo fue el empujón que necesitaba para mandar al olvido mis últimos reparos y acercando mi hombría a su anegada cavidad, delicadamente inserté su cabeza en ella hasta toparme con la telilla que confirmaba su pureza. Mariana aceptando y favoreciendo que la hiciera mía, me rogó que no la hiciera sufrir más.

―Hazla conocer el placer de su amo― me dijo con impaciencia.

― ¡Por favor!¡Haga saber a esta insensata quién es su dueño! ― fuera de sí, me exhortó a continuar.

Ese postrero ruego me impulsó a demoler su última barrera y cogiendo impulso, asalté su hogareño refugio con mi virilidad. El chillido de satisfacción de Renata al verse invadida me cogió desprevenido y más cuando en vez de quejarse, comenzó a moverse buscando magnificar las placenteras sensaciones que sentía.

―Por fin, soy la esclava de mi señor― chilló con alegría al ver colmado su deseo.

            La genuina felicidad de la chavala me hizo comprender que veía en mí al sustituto de su padre y mientras este la había mimado como hija, supe que yo debía hacerlo como su amo. Por eso, poniendo mis manos en su cadera, profundicé con mi tallo en ella dando inicio a un combate a muerte donde yo era el conquistador y ella el castillo que debía de someter.

            ―Muévete, potrilla― ordené mientras extraía y volvía a insertar mi espada en su femenino baluarte.

Cumpliendo con entusiasmo mi mandato, la bella mulata imprimió un raudo compás a su cuerpo mientras sentía los mandobles de mi masculinidad golpeando las paredes de su vagina.

― ¡Dómala! ¡Hazla sentir quién manda! ― desde la cabecera de la cama, insistió Mariana mientras presionaba la cabeza de la joven contra su vulva.

 Azuzado por la negrita, marqué el ritmo con el que la montaba con sonoros azotes sobre las ancas de mi montura. La intensidad de sus relinchos al recibir esos estímulos me informó por anticipado de su gozo y por ello al sentir sobre mis piernas que derramaba su esencia, aceleré más si cabe el vaivén de mis caderas.

―Márcala, deja tu impronta en ella― me rogó la negrita.

Alzando la mirada, vi que en la embarazada las señales del placer y obedeciéndola, acerqué mi boca al cuello de la mulata y sellé su captura, cerrando mis dientes sobre su piel. No fue el dolor del mordisco lo que la hizo colapsar sino la confirmación que tenía dueño y derrumbándose sobre las sábanas, comenzó a llorar de felicidad mientras se sentía morir y renacer con cada latigazo de gozo.

Su entrega y los suspiros de la negrita al sumergirse en brazos de Eros azuzaron mi masculinidad, la cual habiendo cumplido con lo que se demandaba de ella explotó regando en interior de Renata con la simiente de su amo. La joven suspiró al notar su vientre anegado por mí y cerrando los ojos, musitó:

―Soy y seré siempre su potrilla.

Satisfecho, me tumbé y atrayendo por la cintura a mis dos esclavas, comenté muerto de risa:

― ¡Qué pésimo negocio he hecho! En vez de venderos y conseguir recuperar mi inversión, ahora sé que jamás podré desprenderme de vosotras.

―Ni falta que hace, mi señor. Si nos vende, ¿quién alegrará sus noches? ― acudiendo en busca de más besos, Mariana preguntó…

22

Seguía durmiendo en brazos de esas dos bellezas cuando un gemido de dolor me despertó. Todavía medio adormilado, comprobé que Mariana se removía inquieta al sentir los primeros síntomas del parto. Asustado por mi próxima paternidad, corrí a despertar al resto de la casa en busca de ayuda mientras Renata se ocupaba de calmar a mi negrita. El altísimo tuvo piedad de este pecador mandando su auxilio en la persona de Tomasa. La gordita, al oír la noticia de la llegada de mi retoño, no lo dudó y levantándose desnuda de la cama de Manuel, corrió a la cocina a calentar agua mientras pedía a Sabina que recolectara unos trapos. Mi estado de nervios era tal que pregunté casi llorando si sabía lo que se hacía:

            ―Señor, he ayudado ya a tres bebés a venir al mundo― sin aminorar la carrera la esclava entrada en carnes respondió.

            Poniendo el destino de Mariana y de mi futuro hijo en sus manos, volví a la habitación donde me encontré con que mi negrita había roto aguas.

            ―Tranquila, mi bella gatita. Ya viene ayuda― susurré en su oído totalmente aterrorizado. 

            Ni siquiera me escuchó. Las contracciones de su vientre y el sufrimiento que llevaban aparejadas, la hicieron gritar incrementando mi turbación. La llegada de Tomasa con las cubetas de agua caliente y de Sabina con los trapos me convencieron que de nada servía mi presencia y dejando a mi amada negrita en compañía de las tres, me fui a salón a rezar. Hincado frente a nuestro Dios martirizado pedí por ella y por el niño que llevaba en sus entrañas mientras a mis oídos llegaban los lamentos de Mariana.

            ―Señor, aunque ese crio sea producto de mi lujuria, sé que en tu divina misericordia no descargarás tu ira sobre él ni sobre su madre. El único culpable soy yo. Por favor, haz que sobrevivan y puedan ser buenos cristianos― desolado, oré con gran fervor.

            El sufrimiento de mi esclava se prolongó durante más de una hora. Sesenta minutos en los que prometí al altísimo reconducir mi vida y hacerme acreedor de su piedad. Tres mil seiscientos segundos durante los cuales hice un repaso de mis actos, de mis errores y durante los que me conjuré a no repetirlos. Por eso cuando el lloro del chiquillo llegó a mis oídos corrí de vuelta a la habitación y al ver a los dos salvos, cogí a la criatura entre mis brazos, lloré alabando a nuestro creador.

            ―Amo, su hijo necesita un nombre― aún adolorida musitó su progenitora.

            Asumiendo que era un regalo divino y en ausencia de un pastor que lo bautizara, siguiendo con los dictados de mi iglesia derramé un poco de agua sobre su cabeza mientras recitaba las oraciones del bautismo.

―Se llamará James como su abuelo― comenté al terminar mientras lo depositaba en brazos de su madre.

Mariana tomó al niño y llorando susurró al crio:

―Mi James…

El amor de la negrita acariciando a mi retoño me enterneció y regalando un beso casto sobre su mejilla, le pedí que descansara. Mi bella esclava llevó al bebé hasta sus pechos y sonriendo al ver sus intentos en amamantarla, suspiró:

―Coma señorito, beba de mí para crecer fuerte y guapo como su padre.

La belleza de la escena me hizo ver que todavía no había dado gracias al señor y por eso, arrodillándome a los pies de la cama, elevé mis plegarias al cielo. Mariana desde las sábanas y las otras tres africanas junto a mí se unieron a mi padre nuestro con presteza, haciéndome ver que la finca era desde ese momento un hogar cristiano.

 Gracias a la nutritiva leche de su madre, James no tardó en incrementar su peso haciéndome el hombre más feliz del mundo. Su carita clara y sus rollizas lonjas me hicieron sonreír al acunarlo entre mis brazos ocultando ante mis ojos los negros rizos que había heredado de su otra progenitora.      

            ―Crece mi bien para que cuando muera puedas heredar la mitad de mi fortuna― murmuré en su oído al no olvidar a su hermano de Inglaterra que por esos días cumpliría también años.

            Mariana, a mi lado, sonreía todavía convaleciente al saber que con esas palabras hacia honor a mi promesa de reconocerlo como hijo mío y que su destino no iba a ser el vivir como esclavo:

            ―Amo, deme al señorito para que coma― me rogó al oír su llanto.

            Lleno de ternura, me quedé observando como el crio se lanzaba sobre los pechos de la negrita con gran apetito. Esa maternal escena no fue óbice para que en mi mente creciera el interés por probar ese blanco manjar y acercándome a ella, hundí mis dedos en su espesa cabellera mientras le recordé que había prometido dármelo a probar.

            ―Mi señor, produzco suficiente para cuatro bebés y me hará un favor si me los vacía.

            Al escuchar su oferta, aguardé impaciente a que James terminara y con gran alborozo, vi que tras atiborrarse de los senos de mi negrita seguía manando sin parar ese blancuzco elixir. Aun así, esperé a que lo llevara a la cuna. Tras comprobar que el bebé dormía, Mariana se giró y llevando a mí, puso uno de sus cantaros en mis labios riendo:

―Es su turno, mi amado amo.

Las primeras gotas me parecieron pocas y por eso abriendo de par en par la boca, comencé a mamar de ella con un ansia brutal mientras la joven me pedía que siguiera ordeñándola. Las risas de la negrita llamaron la atención de Renata, la cual entrando en la habitación nos pidió permiso para también ella disfrutar de su sabor.

― ¡Bebed ambos de mí! ― exclamó Mariana presa de un extraño frenesí.

No me opuse a satisfacer su capricho y viendo mi mutismo, la mulata se agachó y llevó sus labios a la erizada areola. La recién madre sollozó al sentir que nos alimentaba y gimiendo nos exteriorizó el placer que sentía al ser ordeñada por nosotros. Sus suspiros azuzaron nuestra hambre y olvidando reservar algo para James, nos lanzamos a sacar todo el jugo de esos negros surtidores.

― ¡Está riquísima! ― con dos gotas corriendo por su barbilla, gritó Renata totalmente embelesada por su sabor.

En total sintonía con mi esclava, también yo alabé la delicada sazón de esa golosina líquida. Ante mi sorpresa, la negrita se vio inmersa en el gozo y temblando de la cabeza a los pies, sacó al exterior el placer que la consumía ensalzando las placenteras emociones que nuestras bocas le producían.

―Amo, mame de su vaquita y hágala feliz.

Su felicidad terminó de despertar mi lujuria y sabiendo que no podía hacer uso de ella, pedí a la de tez clara que hiciera algo por aliviar la tensión que crecía entre mis piernas. La rapidez con la que se despojó de las enaguas y el hecho que ni siquiera se quitara el vestido antes de empalarse en mi virilidad, me informaron que también ella se había visto afectada por ese afrodisiaco natural.

―Ame a Renata pensando en mí― sollozó envidiosa mi amorosa concubina.

Alternando entre sus senos mis caricias, le hice ver que estaba soñando con el día que pudiese volver a poseerla mientras la mulata sollozaba con mi tallo campeando en su interior. Aun sabiendo que era prudente el dejar que su vientre se recuperara tras el parto, la lujuria la hizo presa y con los celos corroyéndola, me rogó que usara su entrada trasera para tomarla. 

―No, mi adorada gatita. Me tienes que durar muchos años y sería del todo precipitado no dejarte descansar.

Sin nada que objetar, me besó al sentirse amada y pegando una sonora nalgada sobre su rival, la impelió a cuidar de su amado dueño mientras convalecía amenazándola con castigarla cruelmente si no lo hacía.

―No se preocupe, mi señora. La potrilla del amo cumplirá con su deber― relinchó sin dejar de zarandear mi hombría con el movimiento de sus caderas.

No quise rectificar a Renata y obviando que de sus palabras se podía deducir que más que esclava la consideraba mi pareja, preferí volver a la miel que brotaba de sus cántaros.

―Eso espero, zorra. Tanto tú como yo nos debemos a nuestro señor― feliz replicó Mariana mientras la aludida por el insulto derramaba su gozo por mis muslos.

El placer de la joven llamó al mío y mientras mi esencia anegaba aún más su interior, abracé a mi negrita diciendo en su oído que quizás esa noche si seguía deseando ser tomada daría mi brazo a torcer y satisficiera sus deseos, usando su trasero.

―No necesito esperar para saber lo que apetecerá en unas horas― en voz alta declaró, mi amorosa propiedad: ―Cuando llegue a su cama, tendrá a ésta gatita maullando… ¡Mariana, hembra de su amo!

23

Mientras James crecía y su madre convalecía descubrí casualmente que el antiguo dueño de Renata había enseñado a su bastarda no solo a leer sino las reglas de la aritmética. Y es que una mañana, mirando por encima de mi hombro, señaló un error que había cometido al hacer las cuentas del ron que había adquirido para el portugués:

            —Amo, ha sumado el costo del licor en vez de restarlo, falseando su beneficio.

            Levantando la mirada de los pápeles, me quedé observándola y lleno de curiosidad, le pedí que me mostrara cómo se debía calcular. La mulata cogió la pluma y tras mojarla en el tintero, comenzó a reescribir todos mis cálculos sin advertir mi sorpresa. 

            —Lo ve, el resultado correcto es de doscientas veinte libras— comentó.

            Francamente impresionado con la joya que había adquirido, me fijé en la perfección de su escritura y en la exactitud de sus cálculos.

            —Niña, a partir de hoy y además de tus deberes domésticos, me ayudarás a llevar la economía de la finca. 

            —Será un placer, mi señor— musitó e ilusionada por su nueva función, sin que yo se lo tuviera que pedir se puso a revisar desde el principio mis números hasta que al cabo de unos pocos minutos concluyó que el beneficio obtenido en la zafra de la caña era mayor: —El resultado de la cosecha fue de doscientas treinta y dos libras, mi señor.

            Desternillado de risa, expresé mi satisfacción al haberla comprado tan barata sabiendo lo inusual que era por esos lares que alguien supiese leer. Demostrando una picardía impropia en una esclava, garabateó sobre el papel:

            “Precio de la esclava: 25 libras. Valor de una joven fecunda: 35 libras. Sobre valor al ser mulata: 10 libras. Coste anual de un secretario: 5 libras. Años de vida estimados que le quedan a su sierva: 30. Beneficio total compra de Renata:  170 libras”.

            Tras lo cual y ante la sonrisa de mis labios, se atrevió a decir:

            —Mi señor estafó a la viuda de mi antiguo amo.

            Con una carcajada, le quité el papel y añadí otra línea:

            “Precio de la paciencia de míster Robinson aguantando el descaro de Renata: 250 libras”, para acto seguido exclamar que me debía ochenta libras,

            Sin aceptar mis cálculos, la joven se lanzó a mis brazos en busca de besos mientras me decía al oído que dedicaría su vida a resarcir el quebranto de mis finanzas.  La alegría de la chiquilla me obligó a comprometerme con ella a que esa noche recibiría doble ración de caricias.

            —Mi amado amo, quiere también estafarme. Me merezco al menos tres noches seguidas de su amor.

Desternillado por su fresca respuesta, le di un anticipo en forma de azote en uno de sus cachetes. La mulata sin parar de reír exigió que premiara al otro con el mismo tratamiento.

—No seas avariciosa— repliqué de buen humor mientras corría a hacer coparticipe de la noticia a Mariana.

Al llegar al cuarto, sorprendí a Felipe con James entre sus brazos. Mi estado de ánimo mutó de improviso en desesperación al temer por la vida de mi retoño y sacando mi pistola de un cajón, ordené al esclavo que lo volviera a depositar en la cama. Confieso que había decidido matar a ese hombretón por ese acto y ya estaba apuntándolo a la cabeza cuando entrando en la habitación Mariana me pidió que no lo hiciera tirándose a mis pies.

  —Amo, Felipe no deseaba hacerle daño. Solo estaba conociendo a su nieto.

Fue entonces cuando descubrí su parentesco y en mi mente, todo encajó. Siendo su padre fue lógica su vergüenza de verse como esclavo, el interés de Marina en ser ella quien lo castigara, las prebendas que sutilmente había obtenido para él. Desmoralizado, pensé en lo que yo sentiría viendo a mi progenitor denigrado y guardando mi arma en el cincho, salí de ahí sabiendo que no podía castigar al esclavo y que de haber alguien al que dirigir mis iras era a Mariana.

Incapaz de hacer sufrir a la mujer que había dado a luz a mi retoño preferí obviar el tema y nunca lo comenté con ella…

Mes y medio más tarde, previendo que don Lope no tardaría en arribar a Rio trasladé el ron que todavía permanecía en la finca a las bodegas del puerto y ya en la ciudad me puse a organizar la subasta del nuevo cargamento de esclavos. Pasé una semana sin tener noticias de mi socio y aunque era hasta cierto punto lógico ese retraso, me comenzó a pesar la ausencia de mi chaval y de mis esclavas.

            «La próxima vez vendrán conmigo», me decía todas las noches al llegar al hostal y ver mi cama vacía. Todavía hoy me arrepiento de no haber hecho caso a mis lúbricos deseos cuando en varias ocasiones estuve a punto de mandar un propio a que me trajera a los tres junto a mí, pero siempre pudo más la certeza que no era prudente el exponer al bebé al viaje y por ello, seguí solo esperando la llegada de los barcos provenientes de África. 

            Llevaba ya diez días de espera cuando me llegó la noticia que los contrarios a la esclavitud habían conseguido que la Reina decretara el bloqueo de ese comercio hacia Brasil y que por tanto usarían sus armas contra cualquier barco negrero que se aproximara a sus costas.

 «Don Lope es un hábil navegante y sabrá eludir a los pesados buques ingleses», me dije tratando de avivar mis esperanzas.

Desgraciadamente, once jornadas más tarde a través de un carguero portugués de especias me enteré que la armada de mi patria de nacimiento había asaltado los barcos de mi socio y se lo habían llevado preso. Sabiendo que según el decreto de su majestad le esperaba la horca, comprendí la necedad de seguir en Rio y dejando el licor a buen resguardo, volví desolado a mi hogar.

Los oscuros nubarrones que enturbiaban mi mente se volvieron más negros al observar desde la lejanía el humo que salía de la finca y azuzando a mi jamelgo, me lancé desbocado a averiguar los motivos de esa humareda.  Ya a pocos metros de la casa mis esperanzas que se debiera a un incendio quedaron hechas trizas cuando me topé de frente con la imagen de cinco desconocidos crucificados y con más fuerza jaloneé a mi montura. Al llegar, Felipe y cuatro de mis negros armados con arcabuces y machetes me recibieron en la puerta. Dando por hecho que el abuelo de mi retoño había organizado una revuelta, me encaré valientemente con él preguntando por James y por su hija.

Fue entonces cuando saliendo del interior Renata corrió hacia mí. Entre lloros me contó que unos forajidos habían asaltado la hacienda violando a las mujeres y matando a los encargados. Aunque me dolió saber de la muerte de Manuel y de Mitchell respiré aliviado al creer que, aunque mancillada, Mariana seguía viva y por eso insistí en que me llevaran con ella.

 —Amo, mi hija murió defendiendo a su bebé— destrozado comentó el hombretón: —Siento no haber estado. Cuando llegué con los hombres del campo, el mal ya estaba hecho y no pude evitar sus muertes. Solo pude darles cristiana sepultura.

Hundido por la noticia, escuché lejanamente que Felipe había organizado la venganza y tras capturar a los maleantes, les había dado muerte despellejándolos.

—Sé que usted hubiera hecho lo mismo— me dijo comprendiendo mi dolor de padre ya que no en vano él había perdido, además de a su hija, a su nieto.

—Por favor, ¡llevadme con ellos! — rogué destrozado al asumir que todo era culpa de mi comportamiento.

En completo silencio, me llevaron ante sus tumbas. Al contemplar sus dos cruces, lloré su pérdida y avergonzado lamenté no haber dado el lugar que le correspondía a esa amorosa criatura, liberándola y casándome con ella. No tengo vergüenza en reconocer que me pasé día y medio abrazando la tierra donde descansaban eternamente, mientras imploraba a nuestro señor que obrara un milagro y retornaran a mí sanos. Todo ese tiempo, Felipe permaneció pegado a mí mirando el horizonte sin hablar y respetando mi duelo.

Al irse a cumplir el segundo día, levantándome del suelo, me dijo:

—Amo, la vida sigue. Debe volver a la casa.

Que mi esclavo me dijera lo que ya sabía me destrozó y sacando de mi bolsa el precio del pasaje hacía su tierra, se lo di diciendo:

—Debí liberar a Mariana y hacerla mi mujer. Toma este dinero, eres libre. Vuelve con los tuyos.

—Míster Robinson, acepto la libertad, pero no así su dinero. Mi pueblo ya no existe y prefiero quedarme a su lado como criado para poder llorar por mi hija y por mi nieto.

Apabullado, no pude más que abrazar al orgulloso africano y en su compañía retorné a la mansión donde Renata me esperaba.  Rehuyendo sus abrazos fui a mi despacho y extendí dos cartas de libertad. Una para Felipe y otra para ella.

—Mi niña búscate un marido que te haga feliz. Mi corazón está cerrado— dándola un beso en la mejilla, le pedí.

—Amo, no acepto la libertad. Quiero seguir siendo su esclava— insensatamente declaró tirándose a mis pies.

Llamando al abuelo de mi hijo le pedí que sacara a esa mujer libre de la finca y que no la dejara volver. El liberto no me obedeció de inmediato. En vez de cumplir la orden, se acercó a la joven que seguía llorando y levantándola del suelo, le comentó:

—Doña Renata, míster Robinson nos necesita. Acate sus deseos y quédese en la finca como su gobernanta.

No me pasó desapercibido que no se había dirigido a ella como a una esclava, sino dando por buena su emancipación. La mulata enjuagándose las lágrimas se plantó ante mí y denotando la fuerza de su carácter, puso sus condiciones.

—Aunque me dé la libertad, sigo debiéndole ochenta libras. Quiero que me las descuente de mi salario. Si no se compromete a hacerlo, me venderé y con el dinero que consiga, pagaré mi deuda.

Con una triste sonrisa, acepté al saber que esa monada no dudaría en hacer efectiva su amenaza. Por ello, mientras me iba a mi habitación a seguir llorando, pedí que la cena estuviera lista a la hora acostumbrada y dirigiéndome a Felipe le informé que desde esa noche compartiría mesa con nosotros:

—Míster Robinson, ¿le puedo pedir un favor? Me gustaría ser llamado por el nombre que me dio mi padre.

—No faltaría más— respondí: —Ajani.…

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