Con la perspectiva que dan los siglos, he de decir que me conmovió el dolor de mi antepasado la primera vez que leí sus escritos al plasmar en ellos lo que sintió al dejar en manos del portugués su bien más preciado. A su manera, R. Crusoe fue un adelantado a su tiempo e incluso al nuestro, aceptando que un europeo al que consideraba su amigo hubiese cambiado de confesión y abrazara el islam como religión. Tampoco es de desdeñar que lejos de romper con él, una vez pasado el duelo de saber que Xuri nunca volvería a sus brazos, su amistad se afianzara y juntos crearan un pequeño emporio en tierras brasileñas mientras Mariana, la esclava africana, se hacía con la parte de su corazón que se había quedado huérfana al tener que desprenderse de su morita. Nuevamente pido a los lectores que comprendan que el siglo XVII no debe ni puede enjuiciarse bajo la óptica de nuestros días al leer los capítulos que dedica a la cuarta mujer importante de su vida…

Las siguientes dos semanas de travesía fueron un infierno. Hundido en una depresión sin fin, no pude salir siquiera del camarote. Temía enfrentarme a Xuri y a su prometido. Aun sabiendo que, en manos de un hombre de su misma religión y costumbres, mi amada morisca sería feliz y obtendría el reconocimiento que jamás yo le hubiese podido dar, me seguía resultando doloroso solo pensar en que el portugués pudiera ponerle la mano encima. Afortunadamente, por sus creencias y ya siendo una mujer libre, mi futuro socio se abstuvo de compartir sus caricias con ella hasta que un imán sacralizara su matrimonio. Aun así, las risas de mi antigua amante al recibir el constante galanteo del hombretón aumentaron mi resentimiento y ni siquiera las constantes atenciones de Mariana pudieron amortiguar mi sufrimiento. Respecto a esta última debo de mencionar que, a pesar de su belleza y sus ganas de consolarme, no me sentía con fuerzas de intentar siquiera aliviar mis penas con ella.

            ―Amo, use a Mariana. Se sentirá mejor― ya más ducha en mi idioma, no dejaba de decir mientras descansaba desnuda a mi lado cuando a través de las paredes escuchaba que don Lope conseguía satisfacer su hombría tomando alternativamente o juntas a las hermanas.

―Lo siento, gatita. No puedo― contestaba al tiempo que evocando el recuerdo de Elizabeth trataba de olvidarme de la mora.

La negrita nunca se dio por vencida y aprovechaba cualquier instante, para recalcar su disposición en ser mía. Hoy pasados tantos años, comprendo que mi ausencia de respuesta y el amor que demostraba por mi antigua esclava despertó su interés y que sin nada más a qué aferrarse, el sueño de que algún día conseguiría reemplazar el hueco que Xuri había dejado en el alma de este pecador fue el tablón al que se agarró para dar sentido a su existencia.

―Mi señor Robin debe salir del cuarto― me decía mientras reposaba a mi lado.

Sabiendo que tenía razón, no podía seguir su consejo y me quedaba postrado. Aunque no me daba cuenta, mi único consuelo en esos días consistía en acariciarla, en disfrutar de su piel de ébano mientras la joven intentaba que esos mimos se profundizaran y la tomara. Reconozco la bellaquería de ese comportamiento, ya que la usé para hacer pagar a todo el género femenino mi desgracia. Multitud de veces, encendí su cuerpo para acto seguido dejar de mimarla y así en mi mente, castigar a las descendientes de Eva. Mi ingratitud con esa criatura llegó al extremo de prohibirle el uso de sus dedos para satisfacer sus carencias cuando una noche me desperté y la pillé mimando su feminidad. Curiosamente, mi perverso comportamiento no hizo más que aumentar la adoración de la joven esclava, al ver en ello una especie de flagelo que su dueño la hacía compartir. Prueba de ello, fue su respuesta:

―Amo, tiene razón. No es bueno que su Mariana disfrute mientras usted sufre.

Mi estado llegó a preocupar a todos, varias veces don Lope tocó a mi puerta invitándome a acompañarle a cubierta, pero sus intentos fueron en vano y reiteradamente, me negué a aceptar su ayuda. Fue la madre naturaleza la única que me hizo salir de esa espiral autodestructiva cuando una mañana noté desde la cama que la mar se encrespaba y que el buque se hallaba en dificultades. Pensando en que, si nos íbamos a pique, mi adorada morita sufriría el mismo destino que el resto del pasaje, me levanté y acudí a ayudar a la tripulación con las velas. Hoy todavía me sorprende mi actuación ese día, ya que cuando mayor era la marejada y el viento más arreciaba, exponiendo mi vida subí al palo mayor y aseguré los anclajes de la única vela que seguía luchando contra la tempestad.

Fueron unas horas angustiosas en las que, como una cascara de nuez, el bajel combatió por mantenerse a flote. Sabiéndonos en manos del Altísimo, todos a bordo sin distinción de credo rezamos por nuestra salvación. Afortunadamente, poco a poco fue menguando la intensidad del vendaval y cuando todavía no habíamos alcanzado la calma, pero el peligro había pasado, don Lope llegó a mí y alabando mi valentía, me pegó un abrazo:

―Si no llega a ser por usted, hubiésemos quedado a la deriva. Le debo mi fortuna y la vida.

Su halago me incomodó al saber que, si me había subido al mástil, no había sido por él, ni siquiera por mí. Mi arrojo se debió a la mujer de ojos negros con la que iba a compartir los años que le quedaban. Quizás por ello me vi incapaz de rechazar su invitación a cenar en su camarote.

―Iré― escuetamente respondí mientras tomaba fuerzas para enfrentarme a Xuri.

Al llegar a mi aposento, hallé a Mariana hincada orando como tantas veces me había visto hacer. Al escucharla recitar el padre nuestro, mi corazón se llenó de alegría y tomé la decisión de comprarla para mí, cuando saliera a subasta.

«Además de buena moza, ya es mi hermana en fe», me dije mientras me ayudaba a vestir correctamente para acudir a la cena.

Ya con mis mejores ropas, tomé aire para afrontar la dolorosa compañía de mi antigua morita y crucé el pasillo que separaba nuestros camarotes. El portugués me recibió en la puerta y sin mayor prolegómeno, me llevó hasta la mesa. Las dos hermanas que usaba para dar rienda suelta a sus apetitos, corrieron a rellenar las copas mientras me percataba de que la novia de mi anfitrión no estaba a la vista. Creyendo que no me iba a castigar con su presencia, respiré y de un trago bebí el estupendo oporto con el naviero que me gratificaba.

Mis esperanzas se hicieron añicos al abrirse la puerta del otro compartimento y salir mi adorada. Confieso que me costó reconocer en esa gran dama a la humilde muchacha con la que había compartido tantas horas de pasión y levantándome, le acerqué la silla:

―Señora.

―Gracias, Míster Robinson, por alegrarnos con su presencia― sonriendo respondió.

Su sonrisa me hizo temblar y sé que ella percibió el sufrimiento que había provocado en mí, ya que el resto de la velada se abstuvo de volverlo a hacer. Aun así, no pude abstraerme del cariño que su pretendiente la profesaba ni de la satisfacción de Xuri al saberse valorada.

«Es un buen hombre y la hará feliz», pensé cambiando de actitud y haciéndola participe de la conversación cuando comenzamos a planear nuestra futura asociación.

―Usted, señora, ¿qué piensa? ¿Deberíamos fundar una base en el puerto mientras adquirimos unas tierras en el interior?

―Sinceramente creo que, para hacerse un nombre, deberán ambos tener un negocio abierto al público donde la gente pueda acudir a vender su ron y a interesarse por los nuevos cargamentos de esclavos. Otra cosa son las tierras, hasta que no demuestre que es capaz de plantar y obtener rendimiento, no me atrevería a aconsejar a don Lope que invierta en ellas.

Aunque me había chafado los planes y tendría que aportar yo toda la inversión en la finca, no pude dejar de agradecer que no se refiera al portugués como su futuro esposo. Hablando de él, al escuchar sus palabras, la tomó de la mano y luciendo una sonrisa, comentó:

―No puedo dejar de agradecer tu buen juicio, querida.

El color de sus mejillas no hizo más que agrandar la sensación que tenía de que, tras una vida llena de penurias, la mujer que me había salvado dos veces por fin iba a obtener lo que se merecía: un marido, un hogar y un sitio en la sociedad de su país que yo jamás podría ofrecerla. Por ello me enorgullece comentar qué venciendo mis pasados resquemores, pregunté cuando sería la boda.

―Todavía falta. Quiero hacerlo en Dakar por todo lo alto y en su mezquita― respondió el bigotón.

―Siento oírlo, porqué siendo así y aunque me gustaría asistir a su enlace, no puedo― repliqué y alzando la copa, brindé por su futuro juntos.

Mi antigua amante se derrumbó al saber que me alegraba por ella y llorando me abrazó. Esa fue la última vez que sentí sus pechos y cayendo en la reacción de mi cuerpo, sollocé en su oído:

―Princesita mía, sé feliz.

Tras lo cual, cerrando ese capítulo de mi vida, me excusé y volví a la habitación donde Mariana me esperaba expectante. Supo que todo había salido bien cuando levantándola del suelo donde me esperaba postrada, la besé. La tersura de sus gruesos labios abriéndose ante la presión de mi lengua avivó mi alicaído espíritu y cediendo por primera vez a sus deseos, lentamente fui despojándola de la camisola. La belleza de sus pechos se magnificó al sentir mi mirada y como avergonzadas, sus areolas se erizaron. No dudé en tomarlas en mi boca y gratificarlas con un suave mordisco. La africana no pudo reprimir su sollozo al experimentar ese dulce castigo:

―Tome posesión de su hembra, mi señor.

La ternura de su ruego me hizo recordar que no era su dueño sino un mero usufructuario y sabiendo que no debía minimizar el valor de esa magnífica propiedad haciéndola mía, decidí al menos complacerla como mujer. Por ello, cerrando su boca con mis labios, terminé de desnudarla y la llevé hasta la cama.  La divinidad de sus formas y la espléndida sonrisa con la que me esperaba sobre las sábanas me aguijonearon a despojarme de mis ropas. Encantada al ver el tamaño de mi hombría, Mariana me rogó que acudiera a su lado e hiciera realidad el sueño de que su vientre sirviera para aliviar mis penas. Por eso no entendió que, en vez de hundir mi virilidad en ella, me tumbara a su lado y comenzara a acariciarla.

―Gatita, cállate y disfruta de mis mimos― susurré en su oído mientras la besaba.

Sorprendida pero insatisfecha, no se quejó y aguardó en silencio lo que el destino y el hombre al que consideraba su amo tuviesen planeado para ella. Asumiendo que no debía desgarrar la telilla que certificaba su virginidad, me deslicé sobre ella y sacando la lengua, dejé un húmedo surco hasta sus pechos. Al llegar a ellos, sus negros botones me esperaban encogidos y duros, prueba de la excitación que la corroía.  Reprimiendo la tentación, jugueteé con los bordes de sus areolas antes de abrir la boca y apoderarme de ellas. El gemido de Mariana me informó de la temperatura que eso provocaba en ella y congraciándome con las Evas de este mundo, me recreé en ellas durante un par de minutos antes de seguir mis pasos hasta la meta.

Al sentir mi lengua acercándose, la africana nuevamente suspiró y separando de par en par sus rodillas, puso a mi disposición su única posesión. El penetrante olor que manaba de ella y la extraña belleza de ese pubis poblado de rizos azuzaron mis prisas y usando dos dedos, separé sus pliegues sacando a la luz el montículo con el que tantas noches la había martirizado.

―Tranquila gatita, hoy vas a disfrutar― susurré al oír su maullido rogando que no la hiciese sufrir.

Mis palabras consiguieron calmarla brevemente, ya que al experimentar la húmeda caricia de mi lengua recorriendo esa protuberancia se volvió loca e intentó hundir mi estoque en su interior. Sabiendo lo cerca que había estado de sucumbir, decidí acelerar mis pasos y mientras mordisqueaba su manjar, usé mis yemas para estimular sus pechos. Mis pasados actos prohibiendo su gozo le pasaron factura y de improviso, sin que nada me hubiera alertado de ello, el cuerpo de la negrita colapsó y un manantial brotó de su negra oquedad empapándome la cara.

Con las mejillas totalmente embadurnadas, me dediqué a profundizar y alargar su gozo bebiendo del templado y sabroso líquido de su feminidad. Mi insistencia en secar y absorber todo lo que salía de su seno, aunque no consiguió su objetivo, provocó que la joven esclava descubriera el placer que era capaz de brindarla no solo por segunda vez, sino muchas más. Tras la segunda, vino la tercera y tras la tercera, una cuarta hasta que totalmente exhausta me rogó que la dejara descansar.

―Duérmete, mi gatita – le pedí y acogiéndola entre mis brazos, puse mi pecho a su disposición para que le sirviera de almohada.

Cerrando los ojos, posó su cara y susurrando me dio las gracias.

―Te he pedido que descanses, no me obligues a enfadar― ordené al sentir que sus dedos tomaban preso al traidor que permanecía erguido entre mis piernas.

Sonriendo, obedeció…

17

A partir de esa noche, nuestra relación cambió y aunque durante el resto de la travesía no la dejé hundir mi virilidad en ella, lo que sí le permití fue mostrarme su cariño dándome los buenos días. Pensando quizás que, llegando al continente la compraría, puso todo de su parte y no solo se acostumbró a despertarme con los mimos de su boca, sino que aprovechó cada momento, cada oportunidad para hacerme ver su fogosidad devorando mi simiente.

―Me vas a dejar seco, gatita― llegué a protestar dada su terquedad en ordeñarme.

―La culpa es de mi amo y del manjar que brota de su hombría cuando la mimo― lamiéndose los labios respondió ante mi queja.

La picardía y el cariño de la negrita ratificó en mi la decisión de adquirirla, pero me abstuve de comentárselo no fuera a ser que, su precio en la subasta subiera como la espuma, haciendo imposible su compra para mi nada boyante tesorería. Al llegar a Rio de Janeiro y amarrar el buque, no tuve fuerzas de despedirme de ella cuando el segundo al mando del buque llegó para llevársela y con el corazón encogido, vi como la desnudaban y le ponían unos grilletes para exhibirla en la mitad de la plaza donde se llevaría a cabo la subasta.

Sus lloros y sus ruegos pidiéndome que no dejara que la separan de mí me llenaron de estupor al percatarme con sorpresa que esa negrita no me era indiferente y que albergaba por esa esclava unos sentimientos nada apropiados en un caballero. Confieso que estuve a punto de hablar con don Lope y que me la vendiera, pero la certeza de que mi socio malbarataría su inversión al ser yo, me hizo comprender que no era la forma de empezar una sociedad y por ello, recogiendo las joyas de la pirata, fui a cambiarlas oro. Como en esa ocasión, el marchante al que fui era conocido de don Lope, conseguí un buen precio y con la bolsa a reventar, acudí a la subasta en compañía con dos miembros de la tripulación que habían accedido a quedarse en Brasil y pasar a mi servicio.

  Al llegar a la concurrida plaza llena de curiosos y de futuros compradores observé no solo que, mi socio y su prometida asistían a la subasta desde un pequeño pedestal, sino también que la oferta se circunscribía a los hombres dejando las mujeres para el final. Por ello, pedí consejo a los que ya eran mis criados para que me señalaran los especímenes más sanos, aunque no fueran los más fuertes. Su conocimiento tras haber manejado sus vidas los últimos cuarenta días, me permitió ir con ventaja. De forma que no tardé en ser propietario legalmente de un lote de doce fornidos africanos que me servirían de mano de obra cuando adquiriera las tierras. Con mis necesidades cubiertas, esperé con impaciencia a que terminara la venta del resto de desdichados y empezara la subasta de las mujeres.    

Mi alma se me cayó a los pies cuando en la hilera de hembras no hallé el bello rostro de Mariana y más cuando desesperado me giré hacia mi socio, Xuri me sonrió. Creyendo que de alguna forma la morita estaba usando a la negrita para castigarme, indignado acudí a preguntar y negociar con don Lope su precio. El portugués escuchó mi petición con interés y sin soltar prenda. Solo cuando enfadado le pedí que pusiera una cifra, riendo me soltó:

―Lo siento, pero no está en venta. Ya está reservada.

Mi mundo se desmoronó al saber que por tercera vez quería a una mujer para mí y por tercera vez, la perdía.  Desternillado de risa, ese descerebrado nacido en la península ibérica comentó:

―Tranquilo, mi buen Robinson. Esa muchacha tenía su nombre y por eso no salió a subasta.

Respirando por fin, pregunté qué le debía. Sin dejar de reír, me insultó llamándome pésimo negociante:

―Usted se negó a ponerle un precio a mi felicidad y gratuitamente, me la entregó. Sería un malnacido si no le correspondiera, su esclava está esperándole en el hostal vestida como una dama, pero le advierto no sabe que usted es su dueño.

Las risas de su futura me hicieron que saber que no mentía y que me regalaba a Mariana. Su alegría al ver mi desconcierto me impulsó a castigarla sutilmente y dirigiéndome al bigotón, le hice una petición:

―Quiero que sepa que me deberá obediencia y nunca sueñe con librarse de mí en brazos de otro hombre, ¿podría despojarla de toda ropa y que espere con los ojos vendados la llegada de su nuevo propietario?

A pesar de saber que era una crítica a la actuación de su amada, soltó una carcajada:

― ¿Desea que además la ate?

―Me parece bien. Así no podrá sacar sus uñas cuando la tome― respondí mientras tomaba una copa de la mesa que tenía al lado y me servía una generosa dosis de su mejor oporto: ―Por lo que veo ha obtenido buenas ganancias, brindemos porque su suerte… nuestra suerte siga floreciendo.

Don Lope no pudo más que chocar su copa con la mía mientras terminaba la venta del resto de africanas y preparaban a la mía para recibir la visita de su propietario. Con la felicidad ficticia del alcohol ingerido me despedí de ellos y acudí a su encuentro. Al llegar a la posada y abrir la puerta de la habitación, sonreí al comprobar que Mariana aguardaba llorando su destino. Sin hablar para que no descubriera el engaño, manoseé sus pechos mientras inmóvil ella recibía las lisonjas de un desconocido con lágrimas. Reconozco que su dolor me hizo dudar si seguir martirizándola, pero la sensación de saberla indefensa nubló mi mente y con aviesas intenciones, la tumbé sobre la mesa. La pobre no dejó de temblar al notar unos dedos recorriendo su trasero. Temiendo que fuera esa entrada la primera que usase el que la había comprado, sollozó y gritando mi nombre, pidió mi ayuda.

Que la joven buscara en mí ese auxilio me complació de sobre manera, pero actuando como un perfecto malnacido hice que se abriera de piernas y hundiendo la nariz entre sus pliegues, olí su desesperación. De nuevo sus gritos resonaron entre los muros de la casa y acercando mi virilidad hasta sus pliegues, la hundí de un solo embiste. Mariana al experimentar esa intrusión se quedó muda al asumir que su amo la había olvidado dejándola en manos de un malnacido. Sin revelar mi identidad, comencé a machacar su interior con fiereza, provocando muy a su pesar que su cuerpo adquiera vida propia. La certeza de su excitación llegó a mis papilas al descubrir en ellas ese aroma familiar, que tan bien conocía y que no era otro más que el olor de esa hembra necesitada de caricias. Contagiándome de su inesperada calentura, me aferré a sus senos y cabalgué sobre mi nueva adquisición lleno de alegría. Mis continuas embestidas la llevaron al límite y mientras su cuerpo estallaba de gozo, la muchacha enfrentó con valentía al que la tomaba, diciendo:

―Podrá usted hacer uso de mí e incluso hacerme disfrutar, pero nunca obtendrá mi cariño. Mi amor está reservado y estará para el amo Robinson. Máteme si quiere, haga que mi vientre germine, nada de lo que usted haga me hará cambiar de opinión.

Riendo a carcajada limpia, respondí:

―Ni falta que hace.

Al escuchar mi voz, la negrita sonrió y moviendo sus caderas con alegría, me dijo que me odiaba y que en la primera ocasión que tuviera, huiría de mí.  

―Lo sé, gatita. Por eso, te ataré a la cama. Ahora mueve tu trasero y hazme disfrutar.

No hizo falta que tuviese que repetir la orden, sintiéndose dichosa convirtió sus caderas en un torbellino que no menguó hasta que, descargando, deposité la blanca semilla en su interior. Fue entonces cuando haciendo alarde de una pícara gallardía, me soltó:

―Será mejor que cumpla su amenaza y use unas sogas para atarme, porque desde ahora le aseguro que no le dejaré dormir.

Mordiendo sus labios con dureza, musité en su oído:

― Eso espero, gatita mía. Solo te digo que, si algún día sacas tu mal genio a relucir y te niegas a satisfacerme, no dudaré en castigarte.

Desternillada y mientras me rogaba que la liberase, declamó su grito de guerra.

―Mariana, hembra de amo…

18

El ajetreo de esos días corriendo de arriba abajo en busca de un lugar donde comenzar el negocio de compra de ron y venta de esclavos no me permitió estudiar el mercado de tierras. Por ello, tuve que esperar a abrir la sede brasileña y que mi socio partiera para casarse a Dakar, para visitar las posibles oportunidades que ese inhóspito país me ofrecía. Sin vergüenza reconozco que llegaba tan cansado a los brazos de Mariana que la mayoría de las veces me quedaba dormido sin haber siquiera hecho el intento de satisfacerla. Todo era nuevo para mí y el calor no facilitó las cosas. La presencia de esa negrita me hacía sudar y por eso, en varias ocasiones la mandé a dormir al suelo para poder descansar. Nunca jamás se quejó ni protestó al sentirse abandonada. Es más siempre me recibía con una sonrisa y me pedía que le narrase que había pasado con mi vida en las horas que ella no había estado presente. Sin darme cuenta como una mancha de aceite, la africana fue apropiándose del puesto reservado para mi esposa, convirtiéndose en mi asesora e incluso en mi interprete, ya que su facilidad para los idiomas la hizo rápidamente desenvolverse con soltura en portugués.   

Por eso, reconozco haber usado sus servicios para que me acompañase a visitar las posibles tierras que me ofrecían. Llegué a pensar que no deseaba que comprase una hacienda por las críticas que exteriorizaba ante todas las que nos enseñaban. A la que no le veía el inconveniente de la ausencia de un surco de agua que las recorriera, me hacía notar la fuerza del viento que las azotaba o la distancia que tendría que recorrer para acudir al negocio que había fundado.

― ¡Voto a Dios que nada te satisface! ― llegué a exclamar.

―Amo, haga caso a su hembra. El clima de estas latitudes es parecido a donde nací y sabré cuál es la apropiada en cuanto la vea.

Asumiendo lo bien que me había ido haciendo caso a las mujeres que Dios había puesto en mi camino, me quedaba callado y buscaba otra. Más de veinte haciendas visitamos y más de veinte rechazamos, hasta que un día llegamos a una que fue de su agrado. Nada más ver que disponía de una laguna y que contaba con una impenetrable selva poblada de enormes árboles, se giró hacía mí y dijo:

―Esta es la elegida.

Al hacerle ver las dificultades que acarrearía el despejarla, Mariana comentó:

―Donde usted ve un bosque, yo veo madera y donde usted se queja del tamaño, yo veo la confirmación que a diferencia de varias que hemos visitado, ésta jamás ha sido pasto del fuego ni de las tormentas. Hágame caso y cómprela. ¡No se arrepentirá!

Reconozco que me quedé perplejo por la sabiduría innata de la mujer y predispuesto a aceptar su consejo, en compañía del dueño fuimos a visitar la edificación que, de adquirirla, se convertiría en mi hogar. Ante mis ojos, apreció una luminosa casona de estilo colonial. Sus paredes blancas y el espectacular porche de entrada, me hicieron soñar con Carlos, el hijo de Elizabeth, saliendo a recibir a su padre.

―Tienes razón, me veo aquí formando una familia.

La sonrisa de la africana me alertó que en su mente era con ella con quién la formaría y no queriendo rectificarla, empecé a negociar su precio. Para mi sorpresa el propietario debía estar más urgido de lo que quería demostrar porque, tras un rápido intercambio de ofertas, accedió a desprenderse de la finca a un precio menor del que había previsto y ese día de fecha 2 de diciembre de 1657 tomé posesión de mis primeras tierras.  

Apenas unos días después, con un carromato lleno de enseres, entré en la finca en compañía de mis dos criados blancos, doce esclavos negros y por qué no decirlo, de la sabia y espectacular hembra que me colmaba de caricias de nombre Mariana. Mi felicidad no hizo más que incrementarse cuando tras haber acomodado nuestros primeros muebles y sin nada otra cosa qué hacer hasta el amanecer, me dispuse a cenar en compañía de mis dos ayudantes de piel blanca. La negrita nos había preparado un singular banquete a la usanza de ese país de adopción y descubrí por primera vez el suculento guiso de alubias negras y carne de cerdo con arroz que los portugueses denominaban “feijoada”.

―Está estupendo, gatita― comenté.

            La muchacha, ronroneó a mi lado satisfecha, pidiéndome a continuación permiso para irse a cenar a la cocina. Fue entonces cuando cometí el error de invitarla a hacerlo en la misma mesa que su dueño. Mientras Xuri nunca hubiese aceptado sentarse junto a mí, Mariana lo contrario. Radiando de felicidad, acomodó su negro trasero en la silla de enfrente, obviando o quizás sabiendo que ese lugar era el que correspondería a Elizabeth.          

            ―Vente a aquí, prefiero tenerte cerca― en vez de recriminárselo, señalé la silla de mi izquierda.

            Algo en ella me reveló que se había percatado y que, aunque lo aceptaba, no le hacía gracia ser el segundo plato de su señor. Cabreado, pedí a Manuel, un cincuentón cuya felicidad había premiado haciéndolo mi segundo, que me trajera unos grilletes. El bonachón supo de mis intenciones y presto fue por esos elementos con los que castigaba la rebeldía de los esclavos a su cargo. Tras dármelos en la mano, los deposité en la mesa frente a Mariana.

            ―Esta noche al terminar de lavar los platos, quiero que te los pongas y que esperes desnuda en la habitación de tu amo― dije sin dar mayor importancia al hecho.

            Sé que mis palabras avinagraron la velada de mi sierva, pero no me importó ya que era una forma no violenta de recordarle cuál era su lugar en la creación y que nunca volviera a arrogarse unos derechos que no le correspondían.   Tras lo cual y de buen humor, di instrucciones para que al día siguiente comenzaran a talar la selva.

            ―Mi señor, ¿puedo decir algo? ― preguntó la joven negra todavía enfadada.

            Al dar mi aquiescencia, comentó:

            ―Debe pedir que tengan cuidado en no dañar los troncos, porque le serán de gran utilidad para levantar las cuadras donde vivirá el ganado de mi raza.

            Solté una carcajada al percatarme tanto que no había dudado en referirse a ella y a los doce africanos como reses para poner de manifiesto su enojo, como la sabiduría que revelaban sus palabras. Por ello, di por bueno el consejo y pedí a mis hombres que redoblaran el esmero al cortar los árboles.

            ―Pida que los coloquen bajo techo y así se sequen en vez de pudrirse― añadió indignada.

            De nuevo, valoré su prudencia y rectificando las órdenes, señalé el porche como el lugar donde debían depositar la madera obtenida en la tala.

            ―Mi señor, sería bueno para sus intereses que quemaran las ramas y la hojarasca que sobre, porque además de no atraer alimañas podrá usar las cenizas como abono.

            Su insistencia en hacerme quedar como un pelele en presencia de los dos blancos me indignó y demostrando tanto mi enfado como lo acertado de sus medidas, tiré la servilleta sobre la mesa mientras decía:

            ―Manuel, mañana al amanecer ve por esta hembra y sigue sus consejos― para acto seguido y dirigiéndome a la esclava, decir: ―Al terminar de cenar, quiero que vayas afuera y te ates al poste.

            ― ¿Me va a azotar, mi señor? ― musitó sin mostrar temor alguno.

            ―Así es, gatita― cogiendo una cucharada de alubias, respondí.

            Tal y como había dispuesto, tras lavar los platos y recoger la mesa, Mariana fue al poste y se encadenó mientras en el interior de la casona, este servidor intentaba sosegar su ánimo.

            «Aunque sea una propiedad valiosa, debe aprender cuál es su sitio y no comportarse como haría una mujer libre y menos como mi esposa», refunfuñé todavía con la sangre hirviendo en mis venas.

            Al salir a castigarla y demostrar así que no había sido una bravuconería mi amenaza, descubrí que excediéndose en mis órdenes la joven aguardaba desnuda su escarmiento. Su entereza me sacó de las casillas y llamando a sus compatriotas, los hice coparticipes del castigo. Eligiendo una flexible vara, descargué mi ira sobre la piel que tanto me complacía acariciar. Me sorprendió el valor con el que recibió cada uno de los mandobles y su gallardía reprimiendo su dolor mordiéndose los labios para no gritar. Pero no por ello, me apiadé y teniendo buen cuidado de no dejar marcas permanentes sobre el cuerpo en el que me aliviaba mis penas, descargué al menos treinta varazos antes de darme por satisfecho.

            ―Hasta mañana, gatita― comenté mientras la dejaba llorando a merced de los elementos.

            De vuelta en mi cuarto y mientras intentaba dormir, caí en la cuenta de que hacía bastantes meses que no disfrutaba de una cama sin la compañía de una mujer. Tratando de olvidar a la belleza atada al poste, me puse a rememorar las caricias de Elizabeth, pero a mi mente solo llegaron las que tan alegremente había compartido con la víctima de mi mal humor:

            ―Mariana, hembra de amo― me pareció escucharla sollozar a través de las ventanas abiertas de la habitación….

19

Al día siguiente, desperté antes de salir el sol y apesadumbrado comprobé que nadie me daba “los buenos días”. Con mi hombría a lo alto, me vestí y acudí presuroso a comprobar su estado. Al salir de la casona, no tengo emparo en reconocer que mi estómago se revolvió al observarla embarrada de cabeza a pies con las marcas rojizas de mi desatino luciendo en su espalda.

            «Menudo imbécil soy, Marina es mi propiedad más valiosa», pensé y sin confesar los sentimientos que albergaba sobre esa criatura, la desprendí de los grilletes para acto seguido, tomándola en mis brazos, llevarla de vuelta a mi habitación.

            Agotada y débil, la negrita protestó al sentir que la depositaba suavemente en la bañera y que cogiendo una esponja comenzaba a bañarla:

            ―Mi señor, puedo sola.

            ―Cállate y deja que sea yo quien lo haga― respondí liberando con sumo cuidado el barro que cubría su piel.

            La ternura de mi tono y mi orden la hicieron callar mientras horrorizado descubría las señales de los varazos que imprudentemente había descargado sobre ella.

            ―Lo siento, gatita― a punto de llorar, susurré.

Mi sollozo la hizo sonreír y por enésima vez desde que era su dueño, la africana demostró su valía haciéndome recordar que Manuel no tardaría en irla a buscar cuando me pidió ayuda para levantarse.

―Tranquila, le diré que estás enferma.

―No, mi señor. Debo vestirme y organizar la tala. No vaya a ser que esos insensatos desperdicien la mejor madera al no conocerla― respondió.

Asumiendo que tenía razón, mordí sus labios, haciéndola saber que nunca debía ponerme en mal lugar frente a mi gente.

―Su esclava ha aprendido la lección y no volverá a ocurrir. Si algún día veo que comete un error, lo llamaré a un rincón y se lo haré saber.

La cordura de sus palabras me obligó a sonreír y dando un cariñoso azote en sus posaderas, respondí que eso esperaba. Frotando el cachete que había recibido la caricia, se giró y con gran picardía, señaló que afortunadamente no había descargado mi ira en su trasero ya que teniéndolo sano, al terminar la jornada, podía volver a que su amo disfrutara de él.

―No dudes que lo haré, mi lujuriosa gatita.

Sus risas me hicieron ver que no me guardaba rencor y por ello tras terminar de vestirse, la tomé de la mano y la llevé a que me diera de desayunar.

― ¿No prefiere que antes le dé los buenos días? ―con la mano acariciando mi pantalón, dejó caer.

―No, gatita. Debes ahorrar fuerzas para que por la noche me des las caricias que me debes.

Llena de alegría, no insistió.

La jornada fue agotadora. Todos los hombres entre los que me incluyo fuimos la mano de obra que ella dirigió. Su conocimiento sobre la calidad de la madera nos permitió acumular la más valiosa en el porche y despreciar la menos útil, mandándola a la quema. Por ello al anochecer, con orgullo, observé que habíamos conseguido despejar casi media hectárea de terreno de las doscientas que tenía la propiedad. Al comentarlo con ella, Mariana me llevó aparte:

―Mi señor, aunque sé que han trabajado fuerte, hágase el enfadado y diga a su gente que a este paso tardaríamos un año en tener lista la finca para empezar a plantar.

― ¿Qué debo hacer para aligerar el ritmo? ― pregunté al no tener respuesta.

―Deje que su hembra piense. Algo se le ocurrirá― contestó enfadada consigo misma, para a continuación susurrar: ―Es hora que mi amo cene, para recuperar las energías que necesitará mientras me fustiga con su virilidad.

El descaro con el que comparó lo sucedido con lo que iba a ocurrir en nuestra habitación me cautivó y pegando mi vara a ella, le aseguré que nada me complacería más que oírla berrear esa noche.

―Juro que estoy ansiosa de servirle de alivio, mi señor.

Interesado en comprobarlo, urgí a mis hombres a acompañarnos tras asegurar a los esclavos, para que ninguno tuviese la funesta idea de huir. Por eso unos minutos después los tres estábamos sentados en la mesa aguardando con gran apetito las viandas que Mariana había preparado. Fue entonces cuando reparé en el respeto que tanto Manuel como Michel le mostraban, porque en vez de quedarse callados, dieron las gracias a la negrita cuando les sirvió e incluso aguardaron a que se sentara antes de comenzar a comer.

―Mi señor, debería usted ofrecer a Dios estos alimentos― guiñando uno de sus inmensos ojos, señaló.

Impresionado por su devoción, no dudé en hacerle caso:

―Señor, danos hambre de ti a los que tenemos pan, y pan a los que tienen ya disfrutan de tu consuelo― recé mientras a mi lado, la joven sonreía.

Supe que de la creciente admiración de mis hombres cuando directamente preguntaron a ella, en vez de a mí, cuáles eran las tierras que al día siguiente tendrían que desbrozar. Dándome el lugar que me correspondía, contestó:

―Mi amo me ha anticipado que deberán talar el área pegada a la laguna para no esperar a terminar de desforestar la zona y empezar a plantar.

―Así lo haremos, doña Mariana― respondió Michel, el joven francés sin darse cuenta que estaba tratando como una dama a una servil esclava.

            Preferí guardar silencio y no rectificar al normando tras ver que, sin darle mayor importancia, la aludida respondía que si deseaban repetir podían hacerlo dado que la sierva del patrón había preparado guiso suficiente.

            «¡Qué inteligente! Sin reprochárselo directamente, le ha hecho ver que se equivocó al olvidar cuál es su condición», me dije mientras empezaba a cenar. Aun así, no me cupo duda que de haber nacido en Inglaterra esa chavala no hubiese tardado en escalar por el escalafón social y que hubiera terminado al menos dirigiendo la casa de un noble, cuando no casándose con él. Jactándome de que fuera de mi propiedad di gracias al Altísimo por haberla puesto en mi camino.

            Tras la cena, ratifiqué mi suerte cuando tras despedir a los capataces me pidió que pasase al salón. Sin saber qué era lo que esa negrita se proponía me senté en el sofá a esperar que volviera. Cuando lo hizo totalmente desnuda y con una botella de oporto en sus manos, desternillado pregunté a qué se debía.

            ―Amo, tenía preparado entregarle el regalo que Xuri me pidió hacerle llegar la primera noche que durmiera en la finca, pero que mi insensatez y su sabiduría hicieron imposible.

Recordando lo mucho que había querido a esa morita y el dolor que su abandono había producido en mí, pregunté si además del presente le había dado algún mensaje:

―Sí, mi señor. Me rogó que le dijera que siempre sería su princesa y que, si le había pedido su liberación, era solo por su bien. Según ella, usted debía ser libre para ser feliz entre los brazos de su Elizabeth y que siempre recordara que lo amaba en la distancia.

Con el corazón en un puño, quise que me dijera si le había dicho algo más:

―Me pidió que en su ausencia lo cuidara por ella e intentara hacerlo feliz― bajando su mirada, avergonzada reconoció.

El mensaje de amor que me mandaba mi añorada morita me hizo llorar y recordando la noche que había compartido soñando que estábamos solos en el mundo sin pensar en nada más, caí en que nunca había brindado la oportunidad de sentirse así a Mariana. Por ello, acercándome a ella, le hice una carantoña diciendo:

―Vete y vístete. Al volver, trae otra copa. Hoy no necesito una esclava, sino una compañera.

Sin saber a ciencia cierta qué pretendía su amo, la africana corrió a obedecerme y al cabo de un rato, la vi llegar con su mejor vestido y con la copa. Quitándosela de la mano, comenté que estaba bellísima. Mi piropo la dejó descolocada, pero aún más que rellenando ambas copas, brindara con ella diciendo:

―Porque los años que pasemos juntos sean tan felices como Xuri nos desea.

―Amo, eso es lo que más deseo.

Rectificándola pedí que por esa noche hablara conmigo como haría con su hombre y no como su dueño. Con dos gruesos lagrimones corriendo por sus mejillas, alzó la copa y brindó diciendo:

―Nuestro señor permita que mi Robin sea feliz con su Mariana.

Sonreí recordando que solo mi difunta madre me llamaba así y señalando el sofá, le pedí cortésmente que se sentara. La negrita sin saber a qué atenerse me obedeció, pero no con la actitud de alguien a mi servicio sino como una dama y con su copa en la mano, aguardó a que tomara asiento.

―Cariño, ¿has pensado en lo que te dije? Para que la finca empiece a producir, debemos acelerar su limpieza.

Más que el dulce apelativo con el que la había llamado, lo que la impactó fue que valorara su cerebro y le pidiera abiertamente consejo. Quizás por ello, enjuagándose las lágrimas, respondió:

―Robin. En mi tribu, cuando queríamos liberar una superficie extensa, la quemábamos, pero para ello deberemos esperar a la temporada seca porque tal y como ahora está de encharcada, sería imposible prenderle fuego.

― ¿Y si la drenáramos? ― pregunté: ―Piensa que aprovechando la suave pendiente, podríamos forzar al agua y verterla en la laguna.

La avispada criatura meditó sobre el esfuerzo que ello conllevaría y respondió:

―Si durante una semana no lloviera, podría ser suficiente.

Sonriendo, tomé su mano y susurré que no sabría qué hacer sin ella. Con una sonrisa de oreja a oreja, contestó:

―Buscarte una mujer blanca que compartiera sus sábanas, pero la cual nunca podría darte lo que tu Mariana ya te va a dar.

Desternillado, le pedí que me dijera qué era eso que una británica no me podía otorgar y ella sí. Abriéndose el vestido, señaló su estómago plano:

―El nuevo esclavo que crece en mi vientre.

Reconozco que tardé en asimilar la noticia. Durante unos instantes no supe ni qué decir ya que nunca me había planteado tener un hijo con ella.

― ¿No te complace que tu Mariana sea fecunda y pueda incrementar tu riqueza?

Mi educación hizo aguas y confieso que sus palabras desarbolaron las bases aprendidas. Durante unos minutos luché entre haber engendrado un esclavo o un hijo mientras Marina esperaba en silencio que dijera algo. Al final venció mi lado más humano y aunque sabía que a ese niño le costaría por su color abrirse paso en la sociedad, no pude dejar de recordar que según las leyes portuguesas un liberto mulato tenía los mismos derechos que un hombre nacido libre. Tomando aire, respondí:

―Mariana. No vas a incrementar mi riqueza, sino a darme un heredero.

Emocionada, preguntó si eso era cierto y si la daría la carta de libertad.

―No, cariño. No volveré a cometer ese error. ¡Eres mía y siempre lo serás! Reconoceré a tu hijo como mío y lo educaré en los mejores colegios, pero su madre seguirá cuidándome hasta el final de mis días. ¿Lo comprendes?

―Sí, Robin― sollozó: ―Aunque mañana Mariana vuelva a ser la hembra de su amo, permite que hoy sea la madre de tu retoño y nada más.

Tomándola con una de mis manos, usé la otra para coger la botella y la llevé hasta la cama que por una noche sería nuestro lecho conyugal. Comprendí el nerviosismo de la negrita; después de ser capturada y considerarse como una cosa, su dueño le daba la oportunidad de sentirse libre por unas horas.

―Relájate, gatita. Quiero que disfrutes y sientas mi cariño― musité en su oído mientras entrelazaba los dedos en sus rizos.

Mis palabras en vez de tranquilizarla, la pusieron más nerviosa y sin poder ocultar su excitación, buscó desnudarme mientras palpaba mi urgencia bajo el pantalón.

―Mi Robin― sollozó tan urgida como yo al tiempo que usaba sus yemas para ir desbotonando mi camisa.

Supe que para ella era novedad el llevar la voz cantante y por eso dejé que fuera besando cada porción de piel que liberaba al irme despojando de la ropa. Tras unos inicios dubitativos, al comprobar que sus carantoñas iban elevando mi tensión se fue tranquilizando fortaleciendo el ardor que se acumulaba en su feminidad.

―Soy todo tuyo― susurré al ver que le daba miedo quitarme el pantalón.

Demostrando con hechos que había entendido mis palabras, acercó sus manos para comenzar a acariciar mi virilidad todavía presa. Al encontrarse con mi dureza, no lo dudó y desabrochándome el cinturón, dejó caer el bombacho hasta los tobillos. Con la única separación que brindaba mis calzones largos, se relamió al ser evidente el efecto que sus caricias habían producido y preguntó si podía continuar.

―Ya te he dicho, gatita, que esta noche es tu noche― respondí sin ocultar lo grato que me estaba resultando su diligencia.

Al verme casi desnudo ante sus ojos, acercó su cara al creciente bulto y con gran esmero y cariño, usó sus mejillas para descubrir la fortaleza de mis sentimientos bajo la tela. Mi hombría se reveló y resurgiendo aún más, se mostró en plenitud cuando la liberó. La visión de mi tallo mirando al cielo enervó a la negrita y sintiendo que era una invitación a que lo tocara, lo cogió entre sus dedos. Tras acariciarlo brevemente, lo tomó abarcándolo para a continuación empezar a menearlo lentamente.

― ¿Te gusta? ― escuché que me decía con él en su mano.

Mi respiración agitada fue la respuesta a su pregunta. Sus propios senos me revelaron que a ella tampoco le estaba siendo indiferente al percibir el tamaño de sus negras areolas. Por eso anticipé antes de que Mariana se atreviera a dar el siguiente paso lo que se me avecinaba y sonriendo, cerré los ojos mientras aproximaba sus labios a mi virilidad.

«¡Dios!», exclamé para mí al sentir su beso en la punta de mi erección y sin poder contener mi lujuria manoseé sus pechos con manifiesta efusividad.

No contenta con esa pecaminosa caricia de sus labios, sacó la lengua y recorrió con ella el inhiesto capuchón de mi apetito con tanta dulzura como determinación. Tras apoderarse de la gota que relucía en él, el sabor debió de resultar de su agrado al contemplar y experimentar que, cogiéndolo entre sus yemas, se dedicaba a lamerlo con progresivo interés. Aprovechando que tenía ambas manos ocupadas en satisfacerme, la despojé de su blusa y sacando sus hinchados cántaros a relucir, pensé en la satisfacción que ellos me producirían cuando a raíz del embarazo adquirieran mayores proporciones. Al hacérselo saber y decirle lo mucho que me gustaría competir por su leche con mi retoño, la joven gimió de gozo al imaginarse siendo ordeñada.

―Me encantará sentir tu boca bebiendo de mí. Aunque deberás esperar a que tu hijo se alimente antes, ¡lo que sobre será tuyo! ― casi gritando, confirmó. 

Su entrega me permitió anticipar lo que sentiría cuando de sus pechos aflorara ese blanco néctar llevando mi boca hasta ellos. El gozo que experimentó al ser objeto de los mimos de mis labios me permitió quitarle la falda y las enaguas para disfrutar de la visión del poblado bosque que crecía entre sus piernas. Esa selva impenetrable me obligó a usar dos dedos para descubrir su intimidad.

―Ámame, Robin― suspiró al sentir mis yemas tan cerca y tan lejos del oscuro y ansiado botón que resplandecía erguido entre sus pliegues.

 No vi nada inmoral en apoderarme de ese inhiesto montículo, pero antes de tomar posesión de él, me recreé besando y acariciando los muslos de Mariana mientras esta no paraba de gemir. Teniéndola totalmente desnuda y a mi merced, fui incrementando la profundidad de mis lisonjas acercándome a la meta, consciente de su pasión. Por ello mientras iba ascendiendo hacía su feminidad, usé mis yemas para pellizcar las fuentes de las que mamaría mi retoño. Esa acumulación de estímulos azuzó más si cabe el deseo de la negrita por ser mía y debido a eso, sus sollozos de gozo al experimentar la humedad caricia de mi lengua me sonaron a música celestial.

―Hazme tu mujer― exigió la joven creyéndose mujer libre y no esclava.

La cercanía de su placer me azuzó a lamer su oquedad mientras con un par de dedos tomaba el pulso de su interior. La felicidad de mi negrita al sentir a su amo dando ese estimulante trato en sus labios inferiores hizo que se desbordara y gritando su gozo entre las paredes de nuestra habitación, inundó mi boca con sus fluidos. Fluidos a los que no pude ni quise abstraerme y con gran vivacidad, me puse a saborear mientras la muchacha se rendía a mis pies.

― ¡Mi hombretón! ― explotó temblando al ver sobrepasadas sus esperanzas.

Abusando de ella y de su buena fe, todavía no se había recuperado del gozo, cuando viendo la agitación de sus senos, puse las piernas de Mariana sobre mis hombros y acerqué mi atributo sin introducirlo en ella. Con un brillo intenso en su mirada, se mordió los labios al sentir la cabeza de mi miembro jugando a lo largo ese estrecho tragaluz que daba acceso a su interior.

―No me tortures más― pidió ya rendida y deseando ser tomada por mí.

Con un suave empujón de caderas, invadí finalmente su intimidad. La negrita dio la bienvenida a mis ejércitos exteriorizando el placer que se acumula dentro de ella. La debacle de sus defensas y sus gemidos aguijonearon mi lento vaivén insertando unos centímetros más mi hombría. Mariana al notar mi glande chocando en su interior mientras con mis yemas azuzaba su fervor torturando su preciado botón, colapsó nuevamente sobre las sábanas derramando su dicha sobre las sábanas. La postura que habíamos adoptado hizo que mi virilidad hurgara en su cuerpo sacando a la luz nuevos puntos de placer:

―Por nuestro señor, ¡no pares y usa a tu gatita! ― maulló en plan felino mientras hundía sus uñas en mi trasero.

Impulsado por su entrega, profundicé más hondamente en la negrita maximizando su gozo carnal hasta extremos nunca antes experimentados y babeando de placer, notó mis huestes conquistando una y otra vez su seno con una dulce pero consistente violencia.

― ¡Me estás rompiendo! ― rugió dichosa mientras mi tallo se sumergía en la humedad hogareña de su cuerpo.

Dominado por mi naturaleza masculina, aumenté el ritmo de mis embestidas poco a poco hasta conseguir que ese tranquilo trote se convirtiera en un desenfrenado galopar en los que su ser fue azotado con una intensidad tal que le hacía rebotar contra las sábanas mientras su interior era vigorosamente azotado por mi hombría. Demostrando la alegría que la consumía movió sus caderas al paso marcado por mis empujes hasta que reconociendo su derrota me pidió que liberara mi simiente en su germinado vientre. Al oír la necesidad que la corroía, maximicé su gozo con tres últimas penetraciones y dejando explosionar mi tallo derramé mi placer dentro de ella.

―Mi señor, mi dueño, mi conquistador― alcanzó a decir mientras arqueaba su espalda para disfrutar de esos postreros estallidos que estaban asolando su interior.

Agotada y exhausta, se abrazó a mí rogando que no extrajera mi todavía erguido miembro y llorando de gozo, me pidió que la dejara sentir como perdía fuelle palpitando en su ser. Sin embargo y para sorpresa de ambos, mi excitación era tan inmensa que lejos de menguar mi tallo creció en su vagina y tras besar su boca y magrear sus pechos, vi que también ella dispuesta. Por ello dándole la vuelta y colocando la almohada bajo su vientre, me dispuse a demostrarle la atracción que ella me provocaba amándola otra vez.  La visión de su trasero y sus nalgas expuestas junto con la humedad de su vulva me volvieron a enardecer. Colocándome a su espalda, usé mis yemas para separar los negros cachetes de la cría y haciendo uso de mi estoque, fui insertándolo de nuevo en su interior. Ese asalto inesperado en el que embutí toda mi extensión dentro de ella, despertó de nuevo su gozo y chillando me rogó que la acuchillara.

Su placer me permitió tomarla sin recato ni precaución mientras aprovechando esa postura, tomaba agarre en sus senos y aceleraba mis caderas. Al sentir el brío y la satisfacción con la que recibía cada uno de mis empellones, reinicié su monta imaginando cómo sería amarla una vez su seno se hinchara. La imagen de poseerla cuando el crecimiento de mi retoño convirtiera su liso vientre en un curvado edén me impulsó a cabalgarla con nuevas energías. Mi renovado entusiasmo la hizo gemir:

―Te amo, Robin.

Como amo y por tanto propietario de esa mujer debió de molestarme los sentimientos de la esclava, pero no fue así e imitándola, usé su nombre para decirla que la amaba. Al escuchar mis palabras, algo se rompió en su ser y con lágrimas surcando sus mejillas, buscó mis besos mientras me daba las gracias por no ceder y mantenerla atada a mí:

―Si algún día piensas en desprenderte de tu sierva, ¡mátame antes! Mi señor, mi dueño, mi amor.

El cariño y su fidelidad hicieron que volviera a anegar su vientre con mi blanca esencia. Cayendo entre sus brazos, ratifiqué en su oído que jamás le otorgaría carta de libertad, porque la quería mía por siempre.

―Su Mariana, su fiel gatita le cuidará hasta el último aliento― musitó con una sonrisa en sus labios mientras soñaba con que el niño que crecía en su interior no fuera el último y con esa feliz imagen en su cerebro, me dejó descansar …

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