Como podréis comprobar la vida de mi antepasado no fue un camino de rosas. A los años donde la fortuna y el placer le sonreían siempre los seguían épocas de ruina e infortunio. Lo impresionante de él fue su capacidad de levantar la cabeza, tomar aire y afrontar el destino con nuevas fuerzas y prueba de ello son los capítulos de su biografía dedicados a su llegada a la isla y a las penurias que pasó para sobrevivir en ella. Por eso no dudo en señalar, desde el siglo XXI, que Robinson Crusoe es un ejemplo de superación para todos aquellos que vivimos hoy en día. No en vano tuvo que constantemente reinventarse. Ya habéis leído cómo el estudiante se convirtió en marino, como el marino mutó en comerciante, el comerciante en esclavo, para a continuación ser un rico terrateniente. Ahora toca, como ese hombre tiene que luchar en soledad para subsistir…

Tras haberse desmoronado mi vida, solo me quedó el recuerdo. Todas las mañanas me dirigía a las tumbas de mis seres queridos y hablaba con ellos como si siguieran vivos. A James le hacía participe del amor y el orgullo que había sentido al acunarle entre mis brazos, mientras que en Mariana buscaba su consejo contándole no solo como se desarrollaba la actividad de la finca, sino también mis problemas con Renata.

—Amor mío, la joven sigue sin aceptar que ya no tiene hueco entre mis sábanas. Todas las noches llega medio desnuda buscando mis mimos y todas las noches tengo que rechazarla. No entiende que traté de expiar mis pecados y por mucho que intento explicarle que tu muerte y la de nuestro hijo se debió a mi comportamiento libertino, no entra en razón.

—No la regañes. Dale tiempo— me parecía escuchar su voz directa a mi mente.

Juro que tomaba como reales nuestras conversaciones y por eso, acudía puntualmente a nuestra cita. Nuestro amor rebasaba las fronteras de este mundo y hablaba con ella en el más allá, llegándola incluso a preguntarla por su vida en el cielo y si nuestro bebé seguía creciendo. A ojos de un extraño, mi comportamiento durante esas semanas podría catalogarse como locura, pero para mí era el tronco al que me aferraba para no hundirme en la desesperación.

—Te quiero, mi bella Mariana— siempre le decía antes de volver a casa y enfrentarme con la realidad.

Por fortuna, conté en esos tiempos difíciles con la inestimable ayuda de Ajani y de la mulata. Mientras el africano dirigía con mano firme a los ocho esclavos supervivientes, Renata se ocupaba de llevar al día los libros de la hacienda. Por ello fue ella la que me señaló que tenía la mitad de mi ahora exigua fortuna invertida en ron y que había que tomar una decisión al respecto.

—Debido al bloqueo inglés, Brasil no puede exportar sus excedentes y si intenta desprenderse de él aquí, tendrá que malbaratarlo.

—Lo sé, pero tampoco podemos dejar que se eche a perder en las bodegas— comenté y viendo en su cara que veía una solución a mis males, pregunté qué era lo que se le había ocurrido.

Demostrando nuevamente su gran inteligencia, la muchacha me contó que había recibido la visita de varios hacendados necesitados de mano de obra preguntando por los nuevos embarques de esclavos.

—Robinson, saben que tienes experiencia en África y sé que estarían dispuestos a sufragar una expedición a esas tierras, si tú estás al mando. Ya que ellos fletarían el buque, podrías aprovechar para llevar el ron y venderlo en esos países donde no dudo que conseguirás buen precio.

La idea no era mala, pero muy peligrosa.  Para evitar los galeones de su majestad, tendríamos que bordear el continente americano metiéndonos de lleno en un mar repleto de corsarios. Asumiendo que, si moría en el intento, iría directamente a brazos de Mariana y volvería a ver a mi chaval, pero también que si conseguía volver recuperaría mi dinero y podría retornar a Inglaterra a reclamar lo que era mío, decidí que en ambos casos salía ganando.

—Habla con ellos y diles que acepto. Ahora solo falta buscar un barco que nos lleve.

Sonriendo, respondió:

—Ya lo he previsto, mañana recibirás la visita del capitán Oliveira y de una delegación de tus futuros socios. Si todo se desarrolla como preveo, la nao podrá alzar el ancla en tres semanas.

Mirando a la maquiavélica criatura, comenté que tenía suerte de no ser mi esclava porque de serlo no dudaría en azotarla con mis propias manos por el modo en que había planeado todo sin mi conocimiento. Desternillada, apoyó las manos sobre la mesa y poniendo su trasero a mi disposición respondió:

—Ésta mujer libre estaría encantada con recibir ese escarmiento de manos de su jefe.

Su descaro me hizo reír y regalando una caricia en forma de nalgada, rompí hostilidades con ella y la besé. La pasión de la mulata me cogió desprevenido y olvidando mi celibato, busqué el consuelo de sus pechos. Renata no solo permitió que mi lengua recorriera sus areolas sino también se sirvió de mi caída a los infiernos de la lujuria para sacarme otro compromiso:

—Ya que vas a pasarte cuatro meses de viaje, ¿no crees que deberías aprovechar estas tres semanas para aliviar tu pena en mí?

—Cariño, sabes que para mí soy viudo. Acabo de perder a mi mujer— respondí sin soltarla.

—Yo también la perdí. ¿O no te acuerdas del amor que nos demostrábamos y de las noches que pasé con Mariana?

Sus palabras me hicieron comprender que, cegado por el dolor, me había olvidado del que ella había sentido y quizás por ello, enternecido y excitado, mordí sus labios mientras susurraba a mi bella secretaria que esa noche no la rechazaría cuando acudiera a la cama.

—Gracias por dejarme ser tu potrilla— sollozó…

Tal y como había previsto, las exigencias de los hacendados entraban dentro de la lógica y por ello, acepté dirigir la expedición en busca de nuevos esclavos. La noche anterior a mi partida, me reuní con Renata y con Ajani para leerles mi testamento. Ninguno de los dos se esperaba tal cosa y por ello cuando les hice saber que, dado el peligro que representaba el viaje, había dispuesto que, si moría o no volvía en cinco años, la finca pasara a manos de la mulata teniéndose ella que comprometer a mantener en el puesto de capataz al africano, la muchacha se echó a llorar y me pidió que la llevara conmigo.

—No, tu puesto está aquí y debes quedarte a llevar la hacienda. No me fío más que de vosotros dos— respondí.

            No le quedó otro remedio que aceptar al ver que mi rotunda negativa y todavía desolada, me rogó que pasáramos a cenar. Ya en la mesa, me dediqué a plantear los trabajos que se deberían efectuar durante mi ausencia. Ajani comprendió que intentaba evitar el tema de mi marcha y por eso, no se quejó que le recordara unas labores que conocía a la perfección. Otra cosa fue la joven que durante la cena ni siquiera abrió la boca.

Al terminar y antes de retornar a su vivienda, el hombretón se tomó unos segundos para hacerme una confidencia:

—Míster Robinson, le tengo que confesar que al llegar aquí y ver que tenía a mi hija como esclava, pensé en matarlo. No lo hice al confesarme ella que estaba enamorada de usted y que, a pesar de negarse a liberarla, a todos los efectos la trataba como su mujer. Ahora que ya no está con nosotros, sé que actué correctamente y si me permite, me gustaría abrazar a mi yerno.

Con lágrimas en los ojos, fui yo quien extendió los brazos sin esperar a que él lo hiciera y juntos lloramos nuestra pérdida mientras Renata miraba orgullosa la humanidad del hombre que había sido su dueño. Ya los dos solos, me tomó de la mano y me llevó a la habitación:

—Robinsón, es nuestra última noche. Déjame soñar con ser tu esclava y que el recuerdo de mi señor me quede grabado en la memoria.

No supe que decir al escuchar su petición. A Xuri y a Mariana les había dado la oportunidad de sentirse libres por una noche y en cambio lo que me pedía ella era exactamente lo contrario, no teniendo un dueño quería retroceder a los tiempos en que me pertenecía.

— ¡Qué haces que no estás desnuda para servir al amo! — exclamé sin darle tiempo a prepararse asumiendo que con su fidelidad se había ganado ese capricho.

La rudeza de mi tono hizo aflorar las areolas de la mulata bajo el vestido. Sintiéndose realizada, con estudiada lentitud, dejó caer sus tirantes. Sin reconocer que su belleza quedaba realzada al sentirla de mi propiedad, le exigí que se acercara y que pusiera sus pechos a mi alcance. Sus senos temblaron al comprobar que sacando la lengua comenzaba a recorrerlos y cerrando los ojos, sollozó pidiendo que los mordiera. No dudé en complacerla y agarrando entre mis dientes una de sus areolas, pellizqué la otra duramente mientras me quejaba de su poco entusiasmo.

—Mi señor debe castigar a su esclava— musitó descompuesta haciéndome ver su deseo de experimentar por última vez los azotes del que había sido su dueño.

Asumiendo que debía de premiar su lealtad con esa ruda caricia, le ordené que se pusiera a cuatro patas sobre el colchón para poder así cumplir ese antojo. Contra toda lógica, al contemplar su trasero puesto en pompa esperando el castigo, mi lado menos cristiano se despertó y sintiendo que la pecaminosa lujuria iba tomando el control de mi cuerpo, abrí la mano y descargué sobre una de sus nalgas un sonoro manotazo. Con mis dedos marcados sobre su piel, Renata se desmoronó y me rogó que la continuara castigando por haber tenido el atrevimiento de haberse enamorado de su amo.

—Potrilla, jamás te di permiso de hacerlo— susurré al sentir que ese sentimiento no era compartido ya que, aunque la tenía en gran estima, mi corazón estaba seco.

—Deme un recuerdo imborrable al cual acudir cuando usted no esté— poniendo su otro cachete a mi disposición, me suplicó.

Esa vez no transigí, sino que cediendo a mi naturaleza tomé mi virilidad y de un solo arreón, la hundí en su interior. El gritó de satisfacción con el que recibió esa puñalada de mi estoque me hizo sentir poderoso y tomando su melena entre mis manos, comencé a cabalgar sobre la que había sido mi potrilla. La violencia de mi galope la dejó sin habla mientras sentía sobre su ser la serie de azotes que tanto ansiaba. Marcando en ella el ritmo de mis embestidas, usé a la mulata para liberar la angustia que me dominaba con el viaje mientras ella aprovechaba para disfrutar el ser poseída.

— ¡Usé a su sierva, amo! — chilló descompuesta por fin.

Imbuido en mi papel, maximicé el compás de mis caderas al percibir la humedad creciente de Renata.

— ¡Muévete! ¡Satisface a tu señor! — le grité demostrando que por esa noche la consideraba de mi propiedad

 Mi grito la enervó y mientras su feminidad se derramaba sobre mis muslos, me imploró que siguiera castigándola porque con cada uno de mis embistes me adoraba aún más. Sus palabras consiguieron enfadarme al sentirlas totalmente fuera de lugar y clavando mis dedos en sus pechos, prohibí que me amara mientras le exigía que me mostrara el respeto debido.

—Usted siempre será mi amado dueño y yo, su potrilla— contestó derrumbándose en el colchón.

 Enfadado y enternecido al mismo tiempo, tiré de su negro cabello y llevando sus labios a mi boca, se los mordí con fiereza. El dolor y el placer se mezclaron en la bella mulata y mientras su cuerpo entraba en ebullición, volvió a pedirme que la llevara conmigo. Supe entonces que si se había entregado a mí era para forzar a que renunciara a liberarla. Sintiendo que crecía en mí la tentación de conservarla, decidí darle una lección. Sacando mi hombría, la inserté en su entrada trasera y sin darle tiempo a acostumbrarse, reinicié la monta. La mujer aulló al experimentar ese cruento asalto, pero lejos de intentarse separar buscó con desesperación aliviar al hombre que sentía que pertenecía.

—Seré eternamente suya— insistió con el propósito de que me apiadara de ella.

—Te equivocas, fuiste mía en el pasado. Ahora eres solo mi secretaria— chillé sintiendo la cercanía de mi gozo.

Asumiendo finalmente que no cedería, comenzó a llorar al tiempo que su cuerpo se rendía al placer. Su claudicación permitió que me dejara llevar y explotando en su interior, bañé con mi simiente ese hogareño cobijo que nunca me volvería a hospedar.

—Mi dueño, mi amo, mi Robinsón— gimió desolada cayendo de bruces sobre la cama.

Girándola, la besé y acurrucándome entre sus brazos, me despedí de ella mientras le pedía que, como último favor, durmiera conmigo. Sonriendo tristemente, respondió:

—Robinson, nada en este mundo podría hacer que me fuera de tu lecho.

Su fidelidad y su cariño me hicieron comprender que de no sentirme viudo bien podría aceptarla como compañera y por eso, acariciando su negra melena, volví a pedirle que se buscara un hombre al que amar.

—Ya tengo uno y pienso esperar su vuelta— cerrando los ojos, musitó…

25

Al día siguiente, marché hacia Río de Janeiro a embarcarme. No me avergüenza reconocer que le dije adiós con el corazón encogido cuando en la puerta, esa preciosa muchacha me volvió a repetir que me esperaría.

—Si no vuelvo. Todo será tuyo— conseguí recalcar con lágrimas en los ojos, sospechando quizás que jamás volvería mientras daba un abrazo al que había sido mi suegro.

El hombretón, viendo mi dolor, me aseguró que en mi ausencia no faltarían flores sobre las tumbas:

—Vaya usted con bien, cuidaré de su hacienda como si fuera mía.

No queriendo postergar mi partida, azucé a mi caballo y me marché. Ya en lo alto de la loma, paré y miré a la finca con una funesta sensación que me persiguió no solo en la ciudad sino también en los primeros días embarcado y es que, a pesar del buen tiempo, algo me decía que nuevamente mi suerte se torcería y que nunca llegaría a tierras africanas. El barco que junto a mis socios había fletado dejó el puerto el primero de septiembre de 1659.

Durante los cinco primeros días, nada hacía presagiar un nuevo desastre. El capitán Oliveira demostró que sabía navegar y bordeando la costa brasileña, consiguió romper el bloqueo de su majestad. Ya en las aguas de la Guyana francesa y por tanto lejos de los barcos ingleses, pidió mi opinión sobre si enfilar hacía Guinea o por el contrario seguir navegando por la costa.

— ¿Qué es lo que teme? — pregunté.

—A los piratas. Aunque para evitar la armada británica lo correcto sería no variar el rumbo, si seguimos nos adentraremos en mares repleto de corsarios. Pienso que lo prudente es virar hacia el norte cincuenta millas y antes de llegar a Barbados, dirigirnos hacia el este rumbo a África.

Aceptando la prudencia de sus palabras, di mi conformidad al plan. Dando las órdenes pertinentes a su tripulación, Oliveira desplegó todo el velamen hacia el mar Caribe, desconociendo que en esos precisos instantes se estaba formando en él uno de sus temidos sus temidos huracanes. Nos dimos cuenta de su presencia a los dos días de no ver tierra cuando el vigía desde el palo mayor nos avisó de los negros nubarrones que descubrió en el horizonte. A penas nos dio tiempo de arriar la mitad de las velas para evitar los vientos sin perder impulso.

—Míster Robinson: ¿Qué dispone? — preguntó desplegando un mapa: —No nos da tiempo de huir y solo nos queda o bien rezar y afrontar la tormenta, o intentar llegar a estás islas deshabitadas en busca de refugio.

—Usted es el capitán. Pero si pide mi opinión, creo que lo más sensato es dirigirnos hacia esos islotes.

 Sin querer confesar que no pensaba que nos fuera posible acercarnos a esas tierras, estuvo de acuerdo conmigo y puso proa hacia ellas. Durante doce horas, recibimos los embates de la tormenta dejando el buque en pésimas condiciones. De los tres mástiles, solo se mantenía en pie el trinquete cuando esperanzados sentimos que la fuerza del viento aminaba. Los marinos comenzaron a gritar de alegría al ver la calma chicha, pero no así su jefe. Oliveira era un avezado marino y supo hacerme ver que el peligro no había pasado.

—Estamos en lo que los expertos llaman el ojo del huracán. Debemos reservar energías porque no tardaremos en volver a sufrir los efectos de la tormenta— dijo a todo el mundo presente en cubierta.

Mirando lo maltrecho del barco y en vista a la mala suerte que me perseguía, creí prudente atar una soga a un barril y pasándola por la cintura, anudarla a mi cuerpo. Sé que eso despertó los resquemores del navegante, pero eso no me importó cuando apenas cuarto de hora después nos vimos nuevamente inmersos en la tempestad. El terrorífico tamaño de las olas que azotaban el casco fue el preludio de lo que ocurriría después cuando a lo lejos Oliveira descubrió una isla a estribor y sin caer en que si se dirigía a ella dejaría el bajel a merced del mar, cambió de rumbo.

Confieso que, por unos momentos, creí que había realizado la maniobra correcta al ver que se acercaba, pero entonces una gran masa de agua azotó sobre cubierta lanzándome por la borda. Aunque el capitán me vio caer nada pudo hacer por rescatarme y por ello, aferrado al barril, creí que había llegado mi muerte mientras observaba al buque acercarse peligrosamente a unos arrecifes. El ruido del casco quebrándose contra las rocas, me informó de su final y deseando que sus ocupantes tuvieran tiempo de aferrarse a algo antes de hundirse, comencé a rezar.

Mi destino dio otra vuelta de tornillo cuando una ola gigantesca se batió sobre mí y me lanzó hacia la costa. Sujeto al barril con las fuerzas que da la desesperación vi a lomos de la cresta de esa montaña de agua que me acercaba la playa. Como buen nadador comprendí que debía soltarme y alcanzar la orilla a nado y tras más de diez minutos braceando como loco, me dejé caer sobre la arena dando gracias al altísimo por apiadarse de mí. Haciendo acopio de mis fuerzas solo pude levantarme para observar la ruina del barco. Al no descubrir a ningún marino luchando por su vida, supe que debía buscar abrigo entre los árboles y por ello, con el paso que me permitieron mis alicaídas energías me interné en la foresta.  

Cinco horas pasé orando mientras de reojo miraba los restos del navío sobre el arrecife y con la esperanza que al día siguiente siguieran ahí, me dormí…

Al día siguiente, desperté totalmente empapado y tras observar que el navío seguía ahí, a escasos cien metros de la costa, decidí buscar en la playa si había algún superviviente. No hallando rastro de ninguno de mis compañeros de naufragio, supe que estaba solo y por ello, sentándome frente al mar, medité sobre mi destino y el recuerdo de Elizabeth y el hijo que había tenido con ella me hizo reaccionar:

—Debo sobrevivir para volver con ellos.

Tras esa decisión y la alegría inicial por haberme salvado, tomé conciencia de mi situación. Era el único sobreviviente y aunque visible, el barco está lejos de la costa. Sin nada más que una pipa y un poco de tabaco en mi poder, comencé a pensar acerca de los posibles peligros con los que me encontraría. Mi primer pensamiento fue acerca de las posibles alimañas con las que me podría topar, y aunque sentía que era difícil que hubiese un animal salvaje que fuera capaz de darme muerte, mis temores siguieron presentes al temer más a los de dos patas.

«Los marinos hablan de los caníbales que infestan estas islas», recordé asustado.

Dejando el tema para más tarde, me interné en el bosque en busca de una fuente de agua, ya que sin ella mis días sobre este mundo estarían contados.  Sabiendo que de haber alguna charca o riachuelo debía de estar cerca de la montaña que dominaba esa zona, tomé un palo a modo de lanza me dirigí hacía allá. No tardé en escuchar los balidos de unas cabras y temiendo que tuviesen dueño, me escondí. Afortunadamente, comprobé que parecían asilvestradas y suponiendo que su presencia allí se debía a haberse escapado tras sufrir otro naufragio, me olvidé de ellas y seguí buscando algo que beber.

Ya bien entrada la mañana, descubrí en una de las laderas del monte una pequeña cascada y sin meditar si era potable o no, la sed pudo más que la cordura y bebí de sus aguas. Su frescura y sabor me informaron que no había nada malo en ellas y emocionado me permití incluso el disfrutar de un buen baño que quitara la sal de mis ropas mientras pensaba que dada la existencia de esa cascada no correría peligro de deshidratación, era menester el buscar alimento. Sabiendo que en las bodegas del barco además de alcohol había víveres, volví a la costa.

Ya en la orilla, me agencié unos troncos y haciendo una improvisada balsa, decidí no esperar más e ir al barco a intentar recuperar todo lo posible del naufragio. Gracias a nuestro señor, la suave brisa y la ausencia de oleaje me permitieron llegar hasta el casco el barco. El casco partido por la mitad no solo me habló de la fuerza del choque sino también de la fragilidad del mismo y que un nuevo temporal, lo haría desaparecer. Nuevamente obtuve la piedad de Dios al permitirme escalar hasta la borda donde me recibieron con alegría tanto el perro del capitán como dos de los gatos que habíamos embarcado para acabar con las ratas. Revisando los restos, cargué cuantas provisiones pude, dejando el resto, las armas y demás enseres para los siguientes viajes y con ellas, remé de vuelta a la playa. Tras descargarlas, las encaramé a una palmera no fuera a ser que llegaran las cabras y me las arrebatara. Teniéndolas a buen recaudo, volví a la nave y recuperé diez escopetas, dos pistolas, cerca de dos cientos kilos de pólvora y munición suficiente con la que cargarlos.  Ya pertrechado defensivamente descubrí un par de hachas, unas azadas. Con todo ello sobre la balsa, decidí que debería hacer más viajes para recuperar todo lo aprovechable y con ello en la mente, volví a la isla llevando conmigo a los gatos y al perro.

Los animales nada más sentir tierra firme bajo sus pies se internaron en el bosque, cosa que no me importó al saber que en cuanto tuviesen hambre volverían por su sustento. Ocupándome de lo realmente perentorio, construí un pequeño refugio con los trozos de velas que había traído y acomodé en su interior todo lo que a priori pudiese echar a perder si se mojaba. Supe de lo acertado de mi decisión cuando observé las primeras gotas caer y cogiendo un trozo de carne seca, me puse a comer mientras esperaba a que terminara la lluvia. Un rayo destrozando un árbol a escasos doscientos metros de mí, me alertó de que si caía donde yo me hallaba la pólvora explotaría acarreando mi muerte. Como tampoco podía sacarla fuera porque mojada no serviría de nada, preferí correr el riesgo por esa tarde.

«Si sobrevivo, será lo primero que haré será distribuirla en pequeños paquetes», me dije aterrorizado.

El caprichoso clima de esos lares me mantuvo cautivo sin poder salir hasta el día siguiente en el que me despertó un cielo radiante. Cumpliendo con la promesa que me había hecho el día anterior, corté parte de las velas y distribuí la pólvora en pequeños fardos, los cuales escondí en diferentes lugares por las cercanías asegurando de antemano que fueran secos. Solo dejé en la tienda de campaña unos pocos puñados para poder cargar la pistola por si llegado el caso, tuviese que usarla. Tras lo cual, volví al barco. En esa ocasión mi registro fue más minucioso y tras localizar en la despensa un fardo con galletas secas, dediqué varios viajes básicamente a llevar unos cuarenta sacos de trigo y arroz que me permitirían vivir más tiempo sin preocuparme por la alimentación.

En los primeros once días de estancia en la isla, realicé más trece viajes al buque donde cogí ropa, herramientas, sogas y demás utensilios, e incluso el cofre donde guardaba el dinero para comprar los esclavos. No fue hasta el último de ellos cuando encontré en una bodega un conjunto de velas. Sabiendo de su importancia, acarreé con todas y viendo que me sobraba sitio, decidí bajar a la balsa cuatro barriles llenos de ron. Tras trasladarlos, decidí dar una última vuelta por cubierta y fue entonces cuando encontré algo que me facilitó la vida, el arca del carpintero con todo su equipo. Sabiendo de su importancia, lo aseguré bien antes de volver a la playa.

Una vez en la playa empecé a descargar los suministros, trabajo en el que demoré todo el resto del día. Llegada la noche y viendo que amenazaba con llover, afiance mi improvisada cabaña usando parte de las tablas que la corriente había llevado hasta la arena.  Esa noche dormí muy bien, rendido por la fatiga, soñé por vez primera con Elizabeth y sus besos.

Al día siguiente, me llené de tristeza al ver que el oleaje había conseguido desencallar los restos del barco y que ya no estaba. Quizás fue entonces cuando caí en que había dado por cierto el estar en una isla, cuando perfectamente podía estar en el continente. Por eso, mirando la montaña, decidí escalarla y comprobar cuál era la realidad. Armado con una escopeta y una pistola, me dirigí hacia dicho lugar. En su cima, comprendí lo triste de mi destino, pues advertí que me hallaba en una isla y que, desde ese promontorio, solo se distinguían dos islotes menores que aquel en que me encontraba, situados a unas cuantas millas hacia el oeste.

Asumiendo que la única forma de regresar a la civilización era que recibir la ayuda de un barco que pasara por los alrededores, vi conveniente trasladar mi campamento cerca del agua dulce que había hallado. Tras hallar una llanura frente a un peñasco que me protegería del viento y desde la cual se podía otear el horizonte, con las tablas, los clavos y los utensilios del carpintero, procedí a construir mi primera choza en esas tierras. Fue una semana intensa de trabajo, tras la cual guardé en ella todo cuanto podía ser destruido por la lluvia y el sol.

La primera noche que pasé ahí, caí en la cuenta de lo vulnerable que era ante el ataque de un depredador o de una horda de salvajes, por eso dediqué la siguientes dos semanas en fortificar la zona construyendo una empalizada. De esa forma obtuve una construcción bien sólida e invulnerable a cualquier tentativa por forzarla o escalarla.  

Al mes de estar varado allá, comprendí que mis provisiones no durarían eternamente y por ello tomé la decisión de preparar terreno para plantar e hice mis primeros intentos de cazar. Durante todo el tiempo que dediqué a este trabajo, no dejé de salir por lo menos una vez al día con mi escopeta, ora para recrearme, ora para cazar alguna pieza buena para mi comida, o bien para informarme sobre lo que la isla producía. Durante esas salidas, muchas veces contemplé el rebaño de cabras, pero con desaliento descubrí que dichos animales eran tan salvajes, astutos y ligeros, que resultaba imposible aproximarse a ellos. Aun así, no me dejé vencer y tras observarlos largamente, pude advertir que cuando ellos se encontraban sobre las rocas y yo en el llano, escapaban velozmente, pero que, si ellos se encontraban en la llanura y yo sobre las peñas, no se movían ni hacían caso alguno de mi presencia.

Eso me indujo a pensar que dada su naturaleza no se esperaban que el peligro les llegara desde arriba y por eso al cabo de una temporada, comencé a cazarlos con eficacia. El destino nuevamente se alió a mí cuando tras haber matado a la madre, sus dos cabritos permanecieron al lado del cadáver y pude capturarlos.  Con ellos en mi poder, volví a la choza y los solté tras la empalizada, dando comienzo a mi faceta como ganadero.

            Llevaba medio año viviendo en soledad cuando corté las primeras espigas de trigo cultivadas por mí. Reflexionando sobre mi suerte, supe que tenía mi subsistencia asegurada gracias tanto a mi trabajo como al hecho de haber recogido del naufragio esa gran cantidad de suministros, armas y granos.

—¿Qué habría sido de mí? —exclamé en voz alta—. ¿Qué habría hecho sin armas para cazar, sin ropas para cubrirme, sin herramientas para trabajar, sin choza para protegerme?

Postrándome ante el señor, oré dando gracias porque a pesar de estar solo, al menos seguía vivo y no como mis compañeros de viaje, de los cuales no pude recuperar ni sus cuerpos.  Haciendo cálculos y dado que fue un treinta se septiembre cuando puse por primera vez los pies en la isla, supe que estaba el treinta de marzo de 1660. Por ello, levanté un poste de madera cuadrado donde fui estampando los días haciendo una pequeña muesca. Con ese sistema marqué los días, las semanas y los meses sin saber que permanecería ahí más de veintiocho años.

Con tiempo de sobra, procedí a construirme algunos muebles que me resultaban indispensables, tales como una mesa y una silla, en la cual comencé a escribir estas memorias usando los papeles, la tinta y la pluma que había conseguido recoger del naufragio. Para evitar alargarme mucho, solo transcribo a esta biografía los extractos más importantes de mi vida ahí y no el monótono discurrir de mis días…

26

Mi perseverancia me hizo explorar el islote en busca de cualquier fruta o vegetal que me pudiera servir para complementar mi dieta. Gracias a su benigno clima y a la fecundidad de su tierra no tardé en hallar mandioca, caña de azúcar, cacao, tabaco e incluso cítricos como limones y naranjas. De manera que, a pesar de mi soledad, me sentía un hombre afortunado al disponer de un perro con el que pasear.  La fortuna quiso que en una de mis salidas el chucho atrapara un loro y quitándoselo de las fauces, lo cuidé y tras un par de meses conseguí que aprendiera unas frases. Eso me permitió oír una voz que no fuese la mía y aunque con ese pájaro nunca tuve una verdadera conversación, reconozco que sus graznidos me sirvieron de compañía. Otra cosa a mencionar, fue la presencia de una especie de enormes tortugas, las cuales me proporcionaron no solo un abastecimiento inacabable de carne sino también un buen surtido de huevos que hallé especialmente deliciosos. Estas junto con las cabras que nacieron ya en cautiverio, me permitieron ahorrar tanto pólvora como munición y eso hizo menos frecuente que saliera a cazar.

            Mi tranquilidad se esfumó de pronto cuando acababa de cumplir cinco años allí. Una mañana por la playa recolectando lo que las olas pudiesen haber traído, descubrí algo que me llenó de pavor. Impresas sobre la arena, contemplé las huellas de un pie desnudo. En un principio pensé que eran mías, pero al ver su tamaño comprendí que eran más grandes. La impresión hizo que me detuviera en seco, como si hubiera sido alcanzado por un rayo o hubiese visto algún fantasma. Aterrorizado busqué hacia todos lados la presencia de un salvaje, pero no vi ni oí nada. En absoluto tranquilo, trepé a un pequeño promontorio para otear más lejos y tras no encontrar al causante, volví tras la empalizada tomando por hombres las matas que encontraba.

Sintiéndome acosado, el pánico que se apoderó de mí y por eso hoy guardo pocos recuerdos de tan precipitada fuga. Aquella noche no pude conciliar el sueño. Espantosas pesadillas me asediaron al suponer que esos extraños no podían ser otros que los salvajes del continente.

«¡Antropófagos!», me repetí recordando la fama de los caribes y su predilección por la carne humana.

Durante más de un mes, apenas salí de la fortificación a no ser para ir en busca de agua y siempre llevando dos pistolas al cinto, listas para descargarlas sobre un enemigo. Finalmente llegué a acostumbrarme, volviéndome más confiado al hacerme a la idea de que me había dejado engañar por la imaginación. Aun así, decidí incrementar la seguridad de la choza insertando alambre de pino en la empalizada.  Esas medidas, a la postre, se verá que en ningún caso resultaron inútiles, ya que me salvaron la vida.

Poco a poco la normalidad retornó y con ello mis salidas. Un día, después de haber caminado un buen rato, y cuando me encontraba en un lugar poco explorado por mí, descubrí que no era tan raro hallar en la isla huellas humanas, y que si la Providencia no me hubiera arrojado por la parte donde no llegaban los salvajes, habría sabido antes de las canoas arribaban a mi isla. Supe de esto porque en la costa suroeste observé que la tierra por aquella parte se encontraba sembrada de cráneos y huesos humanos dispuestos alrededor de una fogata, en donde seguramente esos salvajes celebraban sus macabros festines. Asumí también que esos malnacidos se traían con ellos a sus víctimas y eso me tranquilizó ya que, al estar convencidos que estaba desierta, no arribarían nunca a la isla con la intención de buscar humanos que les dieran esa carne fresca que tanto ansiaban.

De todos modos, a partir de ese día, vigilaba más que antes y apenas disparaba la escopeta por temor de ser oído. Si alguna vez cogía alguna cabra montesa, lo hacía valiéndome de trampas. Sin embargo, jamás salía sin el mosquete y un par de pistolas al cinto, así como armado con uno de los enormes cuchillos que tenía. También planeé un posible enfrentamiento con ellos Tras buscar el mejor lugar donde emboscarlos, planté una serie de artilugios mortales con los que defenderme.  A tal fin bajé varias veces al lugar del festín, para familiarizarme con el terreno. Así encontré un lugar apropiado, desde el cual podría verlos desembarcar para luego bajar a lo más espeso del bosque y apostarme detrás de un árbol corpulento y hueco. Desde allí me resultaría fácil observar todos sus movimientos y descargar mis armas, de modo que tras los primeros disparos dejara fuera de combate a gran cantidad de ellos.

Con todo ello preparado el azar quiso que mi primer combate con los salvajes no tuviese lugar donde había previsto. Llevaba ocho años ahí cuando cierta mañana de diciembre salí de mi morada muy de madrugada y a través de la oscuridad de esa noche, distinguí una luz en la orilla del mar como a una milla de distancia. El miedo de ser descubierto me hizo volver de prisa a la empalizada y tras cargar todas mis armas, usé un catalejo para observar a nueve salvajes, sentados en círculo alrededor de una hoguera, dispuestos a servirse alguno de sus truculentos banquetes.

Los caníbales traían consigo dos canoas que habían dejado en la playa y de una de ellas, les vi sacar de una chalupa a dos desgraciados. Uno de ellos cayó en tierra muerto tras ser derribado por un mazazo. Ante mi espanto, inmediatamente se arrojaron sobre él abriéndole el cuerpo y despedazándolo para luego repartirse los trozos de su carne. El otro sujeto, que se hallaba esperando que le llegara el turno, echó a correr, con una rapidez extraordinaria, en dirección al sitio en que yo me encontraba. Declaro que me asusté muchísimo al verlo tomar dicho camino. Pero pronto hube de tranquilizarme al ver que sólo cuatro hombres lo seguían, y que les había ganado tanto terreno que sin duda alguna llegaría a escapar si lograba sostener aquella carrera durante media hora. Entre el fugitivo y mi fortaleza había una pequeña bahía, y aunque la marea estaba muy alta, se tiró al agua y la cruzó a nado. Después continuó corriendo con igual celeridad que antes.

Sus perseguidores debieron pensar que no valía la pena el esfuerzo y solo dos de ellos, la cruzaron mientras los otros retornaban al lugar del festín. Supe que era la ocasión propicia para conseguir un compañero, y convencido que Dios me asignaba la misión de salvar a aquel infeliz, bajé de la roca y tomando mis escopetas, me encaminé a su encuentro. No tardé en interponerme entre los perseguidores y el fugitivo, al que hice entender mediante gritos y señas que se detuviera. En un principio, el sujeto me tuvo tanto miedo como a aquellos de quienes escapaba y por eso se mantuvo alejado mientras descargaba un potente culatazo sobre el primero de los caníbales. El otro se paró en seco como espantado, pero al ver que ajustaba una flecha en el arco que llevaba, me obligó a despacharlo del primer disparo.

El atemorizado fugitivo se encontraba tan aterrado por la detonación, que se quedó como clavado en el suelo, reflejando en su semblante mayores deseos de escapar que de aproximarse a mí. Fue entonces cuando me percaté de que era una mujer. El impacto de que fuera una fémina me hizo dudar y por señas le pedí que se acercase. La joven morena sólo dio unos pasos hacia mí antes de volverse a detener como si tuviese miedo de volver a caer prisionera. Por eso tuve que llamarla por una tercera vez. Mi cara sonriente le permitió aproximarse, y arrodillándose ante mí, se lo colocó uno de mis pies sobre la cabeza, para darme a entender que me juraba fidelidad.

Acababa de levantarla del suelo, cuando nos percatamos de que el salvaje al que había derribado de un culatazo no estaba muerto, sino aturdido. Entonces la morena pronunció unas palabras que no interpretar, pero por las señas que hacía me di cuenta de que deseaba que le prestara el sable que llevaba anudado a mi cintura. Apenas lo hubo tomado, se precipitó sobre su enemigo y de un solo golpe le cortó la cabeza. Impresionado por su destreza, le ordené que me siguiera y dándole a entender mi temor de que los salvajes nos dieran caza. Pero entonces la joven me hizo saber por gestos que iba a ocultar a los que habíamos matado, para evitar que, al descubrir sus cadáveres, el resto de los caníbales buscaran venganza. Admitiendo que era algo lógico, se lo permití y usando arena y ramas lo realizó en un momento.

Tomadas esas precauciones, me la llevé a una gruta de la montaña donde en previsión de algún altercado había guardado pan, un racimo de pasas y agua fresca. Tras compartir con ella esos alimentos, la criatura se abrazó a mí quedándose dormida de inmediato.  Enternecido, pero sobre todo alborotado, al sentir la piel desnuda de una mujer después de tantos años, cogí una manta y la cubrí en un intento de evitar la tentación. Y es que mi nueva compañera era una moza bien formado, de unas veinticinco primaveras. Siendo delgada poseía unos pechos hinchados y un cuerpo fuerte y ágil, pero lo que realmente me sorprendió fue la dulzura de su rostro. 

 «Es guapísima», concluí viendo sus facciones, su larga melena, su frente despejada y sus ojos negros.

Sabiendo que no debía seguir mirando el color aceitunado de su piel, su boca pequeña y su nariz bien formada o correría el riesgo de buscar sus caricias, me alejé de ella con el corazón lleno de alegría al saber que mis días en soledad habían terminado. Mientras dormía, saqué mi catalejo y me puse a observar al grupo de salvajes. Durante unas dos o tres horas, buscaron a sus compañeros, pero al llegar el anochecer, decidieron dejar la playa y abandonaron la isla.

Ya bien entrada la noche, la joven se despertó y viéndome en la puerta de la gruta, nuevamente se postró ante mí y volvió a repetir la ceremonia esa extraña ceremonia en la que me juraba fidelidad. Al sentir que hundía mis manos en su melena, me tomó de la mano y me llevó al lecho en que había descansado. En su mirada descubrí que, agradecida, estaba dispuesta a entregarse a su salvador. Su cercanía despertó mi virilidad, pero haciendo gala de un coraje que dudaba tener, rehuí sus caricias. La joven no entendió que no la usara, pero consciente de que tendría tiempo para demostrarme su agradecimiento, posó su cara en mi pecho y se durmió.

Esa noche descansé como un bendito entre los brazos de la chiquilla soñando con Elizabeth, con Xuri, con Mariana, pero sobre todo con sus besos. Quizás por eso no comprendí hasta que fue tarde, que era su interior el que agasajaba mi hombría. La placentera sensación que experimenté al empalarse con mi tallo me hizo despertar y fue entonces cuando descubrí que aprovechando mi dormitar, esa joven alocada estaba dando rienda a su lujuria. La belleza de sus senos rebotando al ritmo de sus caderas me impidió rechazarla nuevamente y llevando mi boca ante esas dos maravillas de la creación, usé mi boca para recorrer sus areolas.

El incomprensible sollozo que emitió me hizo saber lo complacida que estaba con ese agasajo. Eso, unido a mi largo celibato, derribó mis cautelas y llevando mis manos hasta su trasero, la azucé a continuar. Denotando el carácter ardiente de su raza, la muchacha no cejó de moverse usando mi virilidad mientras daba muestras de su gozo. Los gemidos y gritos que dio me llenaron de dicha al saber que mis días de penurias carnales habían terminado y cambiando de postura, la deposité en el suelo y ya preso de pasión, volví a sumergirme en ella. La humedad de su femineidad aguijoneó mi naturaleza y tomándola de la melena comencé a cabalgar sobre ella con dureza. La salvaje, lejos de verse indignada por ese trato, se derritió ante mí y aullando como loba en celo, mediante gestos, me rogó que no parara.

Nadie, ni siquiera mi antiguo pastor, puede criticar que tras esa prolongada época sin una mujer a la que amar, viera en ella mi pareja y tomándola de los pechos, buscara aliviar mis carencias. Aletargada tras tantos años sin uso, mi hombría tardó en explotar consiguiendo con ello que la muchacha llegara al clímax en innumerables ocasiones antes que, derrotado al fin, derramase en su interior mi blanca simiente. La sonrisa de la salvaje me informó de lo mucho que había gozado, pero no de que tras haberse repuesto esa criatura quisiese repetir y por eso no comprendí el brillo de sus ojos hasta que agachándose entre mis piernas buscara reanimar mi alicaído miembro.

La acogedora tersura de sus labios y la frescura de su lengua recorriendo mi tallo consiguieron su objetivo y ante sus ojos volvió a crecer mi apetito. Recibiendo con entusiasmo mi renovada dureza, no dudó en volvérsela a insertar mientras en su cara lucía una rara satisfacción. Satisfacción que no tardé en interpretar como que ella veía en mí no solo a su salvador sino a su hombre, cuando golpeando mi pecho y el suyo alternativamente con las manos, las juntó entrelazando los dedos.

—Sí, pequeña. A partir de hoy, seremos uno— respondí dichoso aceptando esa unión.

La joven pareció entenderme y llena de un nuevo frenesí, se lanzó desbocada en busca del placer con tanta ansia que por un momento temí por la integridad de mi aparato. En cambio, ella no pareció importarle la violencia con la que mi glande chocaba con las paredes de su anegada cueva y prueba de ello, fue el mordisco con el que me regaló en un hombro. El dolor me hizo saber que era una forma de marcarme como suyo y por eso cuando puso su cuello a disposición de mis fauces, hundí mis dientes profundamente en él. Al sentir mi dentellada, su moreno cuerpo comenzó a temblar mientras su vientre confirmaba su gozo derramándose sobre mis muslos.

Ese cálido presente llamó a mi placer y premiándola con otro mordisco, sembré de blanca semilla su ser. Al saber que había recolectado su premio dentro de ella, me abrazó y cerrando los ojos, como si nada hubiese ocurrido, volvió a quedarse dormida con una espléndida sonrisa entre sus labios. Con ella acurrucada sobre mí, intenté imitarla, pero no pude. Estaba demasiado contentó para conciliar el sueño y por eso el amanecer me sorprendió todavía despierto.

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