Nuevamente el biógrafo oficial de mi antepasado, Daniel Defoe, faltó a la verdad al describir a Viernes y es que, dado el puritanismo existente en su época, creyó oportuno disfrazar la relación de igual que existió entre ellos, tergiversando su sexo y haciéndola aparecer como hombre cuando en realidad fue una mujer. En su descargo, os recuerdo que en ese siglo la idea que un cristiano se uniera carnalmente con una infiel de otra raza estaba pésimamente visto, pero que además su importancia fuera equiparable a la hora de afrontar los peligros era básicamente una blasfemia. Por ello y para evitar las críticas pienso que se permitió el lujo de cambiar la historia y hacer de Viernes, un hombre esclavizado. El éxito de su libro nos hace ver que desde un punto de vista económico tenía razón al presentar a Crusoe como el blanco bueno, temeroso de Dios y no hacerlo aparecer como lo que realmente fue… ¡un ser humano imperfecto!

En la mañana, su cuerpo desnudo me llenó de turbación y dudando de la conveniencia de caer entre sus brazos nuevamente, decidí postergarlo y mediante gestos, le hice comprender que me siguiera para ya en mi precaria vivienda darle uno de los vestidos de mujer que había conseguido salvar del buque. De camino a casa, pasamos junto al lugar en que había ocultado los cuerpos. Allí, me dio a entender que deseaba desenterrarlos y comérselos. Sabiendo que entre los pueblos caribeños esa práctica era común, simulé encolerizarme y le expresé la desazón que ello me causaba. Su insistencia en descubrir los cadáveres me terminó de enfadar y haciendo como si fuera a vomitar, le ordené que se apartara de ellos. Mostrando sus reticencias, la joven sin nombre obedeció.

            Prudentemente, antes de volver a mi hogar, la llevé a lo alto de la colina para ver si no habían vuelto esos malditos. Con ayuda del catalejo, comprobé que la playa seguía desierta. No estando seguro, le di mi espada antes de encaminarnos al lugar del festín.  Con la pistola en la mano y la muchacha pegada a mí, bajamos a la arena. Allí presencié un espectáculo horrible poco apto para personas débiles de carácter: todo el campo estaba sembrado de huesos y carne humana semidevorada. Reteniendo las ganas de vomitar realmente esa vez, vi tres cráneos y otros miembros dispersos. La morena moza me explicó por señas que tras una batalla librada entre sus enemigos y la tribu a la que ella pertenecía, esos sujetos la habían hecho prisionera junto con otros tres y que solo por mi intervención, ella no sufrió la misma suerte.     Asqueado, le ordené que recogiera aquellos despojos y que los redujera a cenizas en una hoguera. Aunque lo hizo sin protestar, advertí en sus ojos que deseaba aprovechar esa carne. Sabiendo que seguía siendo una caníbal, demostré mi repugnancia por esa práctica. Al ver mi negativa, no se atrevió a insistir y comenzó a echar los restos al fuego mientras yo lo alimentaba con más leña.

Mirando a la bella salvaje, comprendí que debía darle un nombre y meditando sobre ello, me percaté que esa mujer se iba a convertir en una de las más importantes de mi vida. Haciendo recuento de las féminas más importantes de mi existencia, las conté. La primera y antes de nada, mi madre, ya que me dio a luz. La segunda, mi amada madrastra. La tercera y a pesar de su funesto recuerdo, la pirata.  Sonriendo numeré a Xuri y a Mariana. A Renata la nombré quinta y por tanto esa salvaje iba a ser la sexta. Haciendo honor al idioma que hablaban en Brasil, recordé que al Viernes le denominaban sexta feira y sonriendo, decidí llamarla con ese apelativo mientras no hacía de ella una buena cristiana.

—Te llamaré Viernes— en voz alta comenté señalándola.

Sé que no me entendió, pero no me importó al dar por sentado que ya se acostumbraría a él y junto a ella, volví tras la empalizada. Ya a salvo, tras dar de comer a las cabras, las ordeñé mientras la joven me observaba. No tuve que hacer ningún esfuerzo en comprender que jamás había visto a nadie haciéndolo. Tras llenar un par de recipientes, metí en ellos un poco de pan y comencé a comer. Viernes, viéndolo, me imitó y en su cara comprendí que encontraba bueno ese mejunje. Después de ese frugal desayuno, le enseñé mis posesiones. Atendiendo con detalle mis indicaciones, recorrimos tanto la huerta como los campos de trigo. Al llegar a la casa y ver el colchón donde dormía, me preguntó por gestos su uso. Al hacerla entender que allí descansaríamos, se le iluminó la cara y atrayéndome hacia ella, buscó mis caricias.

Rechazando sus pretensiones, le hice ver que no podíamos porque antes debía de realizar mis actividades diarias. Fue entonces cuando me percaté por primera vez de que para ella éramos iguales. Mostrando su enfado cogió mis manos y entrelazó sus dedos con los míos. La seriedad de su semblante mientras ponía alternativamente nuestras palmas sobre su pecho y el mío me informó que, ya que nos consideraba uno, era mi deber cumplir con ella. A mi mente llegó el versículo de Corintios sobre la obligación de un marido con la mujer que Dios le dio y asumiendo que pasaría mi vida en esa isla, supe por tanto que, para los ojos del creador, Viernes ya era mi esposa.

 “No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer”, recité para mí mientras la caribeña me llevaba hasta la cama.

Notando mi claudicación, me despojó de la ropa y liberando mi hombría, sonrió al verla en plenitud. Sin esperar un permiso que según ella y nuestro señor no necesitaba, abrió sus labios regalando un primer lametazo sobre mi piel. La acción de su lengua demolió mi resistencia y cediendo al placer, la tumbé sobre el colchón. Admirando su exótica belleza, no pude más que comparar su raza con las de las mujeres que habían pasado por mi lecho. Su tez aceitunada me recordaba a Xuri, mientras el grosor de sus labios me hacía rememorar los de Mariana. El tamaño y forma de sus pechos eran semejantes a los de Renata. Pero fue el bosquecillo que decoraba su entrepierna lo que realmente me terminó de cautivar al ver la similitud del mismo con la rojiza feminidad de Elizabeth. Pensando que Viernes no solo era la definitiva, sino también un cúmulo de las anteriores, sentí la sequedad de mi boca y sacando mi lengua a relucir, busqué calmar la sed con la humedad que destilaba.

Por un momento no comprendió esa forma de amar, pero al experimentar el gozo que ello le provocaba abrió de par en par sus rodillas. Su entrega aguijoneó la hambruna que me corroía y sin más preparativos me lancé a devorar el manjar que me ofrecía concentrando mis acciones en su botón. Nuevamente, el tremendo gemido que brotó de su garganta al sentir que ese hinchado montículo era objeto de mis mimos me hizo saber que jamás nadie la había agasajado de esa manera y usando las yemas para separar los pliegues que lo escondían, me dediqué a él. Chillando en su ininteligible idioma, Viernes se sumió en la dicha mientras con las manos sobre mi cabeza, me obligaba a seguir saboreando su intimidad. Deseando demostrarla lo mucho que valoraba su gozo y que de cierta forma lo priorizaba al mío, continué usando la lengua y los dedos para hacerla disfrutar mientras retenía al pecador que tenía entre las piernas.

La primera oleada de su placer no me pilló desprevenido y recogiendo con la boca el torrente que brotaba de su interior, profundicé y alargué la misma mientras la joven no paraba de gemir exigiéndome más. Poco acostumbrado, por no decir nada, me impresionó los modos de la salvaje ordenando que continuara y es que comportándose como solo puede hacer una mujer libre, la muchacha comenzó a azuzar los movimientos de mi mojado apéndice con entusiasmo verbal mientras usaba sus piernas para aprisionarme.

Juro que por primera vez me sentí cautivo de una fémina y actuando como un reo en manos de su captora, comencé a mordisquear su gema mientras hundía un dedo en su interior. Ese doble estímulo fueron los alicientes que necesitaba para escalar nuevas cimas de gozo y bramando palabras incoherentes para mí, se derrumbó tiritando sobre la sábana. Vi entonces el momento de calmar mi virilidad y sin darle tiempo a que se sosegara su ánimo, la inserté plenamente en su acogedora mansión.

Viernes demostró su alegría moviendo sus caderas y con los ojos en blanco, disfrutó de cada uno de mis embistes con pasión. He de confesar que para entonces en mi mente solo existía un pensamiento: ¡Hacer disfrutar a la mujer que me tenía prisionero! Por ello, acelerando la velocidad de mi cuerpo busqué su dicha mientras usaba sus pechos como agarre. De nuevo, la joven en plan felino exteriorizó su felicidad mordiéndome en el cuello. En esa ocasión no la imité clavando mis mandíbulas en ella, sino tomándola de la barbilla la besé. Ese gesto tan común en nuestro mundo para la salvaje era desconocido y por unos instantes no supo que hacer al sentir mi lengua jugando dentro de sus labios. Rápidamente comprendió ese mimo y metiendo la suya en el interior de mi boca, se sumergió en lo que consideraba un juego. No pude más que disculpar su atrevimiento y asumiendo que no había nada de malo en que tomara para sí esa costumbre que nuestra mentalidad reservaba para los hombres, dejé que mi ser colapsara entre sus piernas anegándola. Las detonaciones de mi hombría en ella llamaron a su placer y uniéndose a mí en la dicha, sucumbió llena de felicidad a nuestro incipiente amor regalándome la mejor de sus sonrisas.

Fue entonces cuando uniendo nuestras manos, las posé en ella llamándola por su nombre para acto seguido ponerlas sobre mí diciendo el mío. La morena comprendió de inmediato. Riendo, se señaló diciendo “Viernes” y llevando su dedo a mí, pronunció “Robinson”. Soltando una carcajada, la premié con un beso. Beso que ella interpretó como que deseaba hacer uso de ella. Sin asumir que acabábamos de terminar y que mi tallo necesitaba tiempo para reponerse, quiso volver a que la demostrara mi cariño.

Esa vez no cedí. Tomándola del brazo la llevé fuera y me puse a dar de comer al rebaño de cabras que para entonces debía de rondar la media centena. Su innata inteligencia le hizo comprender mis actos y cogiendo un cubo, lo llenó de hierba y me ayudó a cumplir con esa actividad que repetiría durante casi dos décadas. Tras ejercer de ganadero, me llegó el momento de ejercer de agricultor y en su compañía le hice ver que una parte del sembrado necesitaba agua. En su pueblo el cuidado de una plantación debía ser algo corriente porque sin que se lo tuviese que enseñar abrió el surco que había cavado para ese fin y regó el cereal.

Con esas funciones ya realizadas, me fijé que seguía desnuda y aunque su piel estaba habituada a los rayos del sol, no lo vi correcto y cogiendo su mano, la llevé de vuelta a la choza. Una vez ahí, abrí el arcón donde había resguardado los vestidos de mujer y eligiendo uno de su talla, se lo di. En su rostro leí que no entendía la función de esas telas. Por ello, tuve que armarme de paciencia y ser yo quien la vistiera. Desde el principio, la joven mostró su incomodidad y solo se mantuvo vestida como una europea el tiempo que permanecimos en la casa, porque al ver que le pedía que me acompañase, se lo quitó.

Dando por sentado que ya tendría tiempo de enseñar a esa criatura como debía comportarse una dama, preferí obviar su cuerpo desnudo y cogiendo un fusil, fui a patrullar por los alrededores consciente de que nuestros enemigos podían volver. Acabábamos de dejar la empalizada cuando mi chucho apareció entre los árboles despertando en ella gran inquietud. Solo pude reír al ver su miedo y llamando al perro que para entonces ya debía rondar los diez años, le hice ver que ese animal no entrañaba ningún peligro al estar domesticado.

   Aun así, mostró su recelo a acariciarlo a pesar que el canoso bicho meneaba la cola e intentaba congraciarse con ella, lamiéndola. Dándola por imposible, reinicié la caminata. Aprovechando ese paseo en algo productivo, fui nombrando todo lo que nos encontrábamos en inglés, no volviendo a iniciarlo hasta que ella lo repitiera. Así conoció como se llamaba en una lengua cristiana a los distintos pájaros, a los diferentes árboles y demás parte de la creación con la que nos topamos, dando inició a su educación. La facilidad con la que aprendió mi idioma fue comparable con la de Mariana por eso os anticipo que en pocos meses su dominio era tal que pudimos tener largas conversaciones entre nosotros sin que la lengua fuera un obstáculo. Antes de volver a mi historia, reconozco que a partir de ese día mi vida se hizo mucho más agradable, y de no haber temido por la presencia de los caníbales, me hubiera gustado terminar mi existencia en la isla con ella.

Retrocediendo a esa mañana, supe que antes de nada debía de hacerla olvidar la predilección de su pueblo por la carne humana, decidí enseñarle que había otras fuentes de alimento y llevándola de la mano me dirigí hacia la playa donde anidaban las tortugas. Tal y como había aprendido, permanecimos ocultos tras un matorral hasta que uno de esos enormes animales apareció por la arena. Entonces y solo entonces, corrí hacía él y le di la vuelta. La dura y pesada concha que le servía de protección era también su mayor debilidad, ya que al voltearla sobre el suelo se veía totalmente indefensa. Comprendí que era algo que ya sabía cuándo sacando el machete que le había proporcionado le cortó la cabeza dándole muerte y a continuación, se puso a cortar las patas y la cola antes de usar ese instrumento para abrir su caparazón, haciéndome ver que la forma en que yo había obtenido su carne hasta entonces era al menos mucho menos eficaz.

—También yo debo aprender de ti— le dije agasajándola con un suave azote en el trasero.

La morena sonrió al ser objeto de esa caricia y repitiendo la misma sobre mis posaderas, me hizo ver de nuevo que de ella podía y debía esperar que me tratara de la misma manera que yo a ella. Extrañamente complacido con ese igualitario trato me puse a ayudar a despiezar a la tortuga. Tras cortarla, volvimos tras la empalizada donde la joven sin intentar explicar que era lo que se proponía se puso a cavar en la tierra. Dando por sentado que lo hacía para de alguna forma tratar esa carne y que no se echase a perder, no dije nada mientras lo hacía. Con una pericia aprendida desde niña, hizo un agujero de casi un metro de diámetro por uno y medio de hondo donde ante mi incredulidad encendió una fogata.  Ejerciendo de aprendiz, me obligó a cargar unas piedras de gran tamaño y echarlas sobre las brasas.

«No entiendo nada», confieso que pensé al ver que cortando unas ramas de un platanero envolvía los restos de la tortuga. Mi desconcierto se incrementó cuando tras colocar el fardo allí comenzó a taparlo.

Al advertir en mi cara que desconocía el propósito de todo ello, sonrió y por gestos me pidió que confiara en ella. No teniendo motivo de desconfiar, me dejé llevar a la choza donde para mi sorpresa me obligó a sentarme sobre la cama. Juro que creí que iba volverme a exigir más besos, pero entonces empezó a hurgar en mi pelo. No tuve que ser un genio para comprender que esa chavala actuaba según sus costumbres cuando se puso a revisar mi melena y tal y como había visto hacer a los indígenas en África, me empezó a despiojar comiéndose esos infames insectos. Por unos breves instantes estuve a punto de apartarla de mí por el asco que me provocaba, pero entonces caí en que esa extraña práctica tenía dos efectos, ambos positivos. Por una parte, tenía una función higiénica al desprenderme de esos parásitos y por otra, no menos importante, eran otra fuente de alimento que no había que despreciar. Por ello, busqué en su larga melena esos bichos e imitándola, los comí nada más extraerlos. Por la sonrisa que me regaló advertí que para ella ese gesto era algo que solo hacían en familia.

—Esto además de asqueroso es demasiado laborioso— me reí y cogiendo un peine de púas estrechas, comencé a peinarla aligerando de manera sustancial ese trabajo.

Al percatarse de la cantidad de esos insectos que retiraba, se quedó quieta. Después de recolectar un verdadero enjambre en un plato, no tuve fuerzas para ingerirlo en su totalidad y arriesgándome a que pusiera mala cara, deseché el resto. Demostrando lo rápido que aprendía, tomó el utensilio y copió mis movimientos. Tras ver la cosecha que había conseguido no pude más que agradecer que me hubiese dado esa lección de higiene con un beso.

—Robinson Viernes, Viernes Robinson — susurró encantada mientras se levantaba la falda y se subía a horcajadas sobre mí.

La lujuria que desprendían sus ojos azuzaron la mía aún antes de que su mano se hiciera fuerte en mi entrepierna y por ello cuando sus dedos aferraron mi virilidad, está ya lucía dispuesta.

—Robinson Viernes— repitió feliz al empalarse.

Sorprendido por la humedad de su vulva no fui capaz de rehusar su capricho y tumbándola sobre las sábanas, comencé a desnudarla. Las risas de la morena al apoderarme de sus pechos me resultaron música celestial y olvidando cualquier recato, mamé de ellos.

—Viernes cabra Robinson— gimió descompuesta al notar que intentaba ordeñarla como me había visto hacer con los animales que tenía en el cercado.

Su sollozo me recordó a los que pegaba Mariana cuando me alimentaba con su leche y con ese recuerdo en mi mente, seguí disfrutando de sus senos todavía más intensamente. La acción de mi lengua recorriendo sus areolas despertó su lado más ardiente. Demostrando su agilidad, de un salto se colocó a cuatro patas sobre la cama y con una reveladora sonrisa, señaló el oscuro edén que escondía entre sus piernas. Sabiendo que deseaba ser tomada, me acerqué a ella con mi virilidad en alto. Al verme, se mordió los labios y susurrando en su idioma, usó sus manos para separar sus cachetes. Aunque lo hizo para facilitar mi entrada, no pude dejar de observar el cerrado ojal de su trasero. Instintivamente, llevé una de mis yemas a esa tentación. La salvaje no se esperaba tal cosa y menos que hoyara el mismo con un dedo. Su sorpresa me quedó clara cuando, girándose sobre las sábanas, me miró con los ojos abiertos de par en par. Supe que no solo nunca había sido amada de esa manera, sino que tampoco había oído hablar de ello. Pensando en ello y en el placer que había obtenido al hacerlo, no quise forzarla y sin sacar mi falange de ese agujero, la tomé de la forma habitual.

— ¡Robinson! — chilló al sentir mi embestida.

Su placentero grito me permitió seguir jugando con su trasero y mientras aceleraba el ritmo con el que la tomaba, introduje una segunda yema en ella. Esa doble incursión azuzó a la muchacha y mediante señas, me rogó que continuara. Por sentado queda que, al notar su permiso, continué relajando ese hoyuelo mientras con mayor decisión me ponía a cabalgarla. Sus aullidos me hicieron conocedor del gozo que sentía. Cambiando de estrategia, cogí su negra melena a modo de riendas al tiempo que profundizaba y alargaba cada una de mis acometidas. Su entrega me hizo recordar mi época de abstinencia, mis años de soledad en la isla, mi angustia al no ver ningún futuro y queriendo barrer ese recuerdo, usé una de mis manos para azuzarla a continuar. Esa sonora nalgada la hizo reír y demostrando la felicidad que la embargaba, se lanzó a disfrutar del hombre que el destino había puesto en su camino.

—Viernes contenta— suspiró moviendo las caderas.

La facilidad con la que mi hombría entraba y salía de ella anticipó su placer y por ello no me pillaron desprevenido sus aullidos cuando su interior se convirtió en un huracán. Maximizando el meneo de su cuerpo, zarandeó y exprimió mi tallo mientras se derramaba su dicha por los muslos. Al notar el júbilo que la embargaba, aligeré mi paso y ya sin reparo la usé a plena satisfacción. Entusiasmada con el nuevo compás de mi asalto, comenzó a gritar marcándome el ritmo. Que la muchacha llevase la voz cantante, me impresionó y excitó:

—Menuda zorra estás hecha— comenté riendo mientras me acoplaba a lo que ella marcaba.

La compenetración de nuestros cuerpos fue tal que ambos coincidimos en el placer y mientras yo derramaba su esencia en ella, Viernes se vio sacudida por un intenso clímax. La energía de las sensaciones que recorrieron su mente la dejó agotada y cayendo sobre el colchón, sonrió.

—Viernes mujer. ¿Robinson feliz? — musitó.

—Mucho, zorrita— declaré también exhausto.

28

Con Viernes a mi lado, mi vida adquirió tintes de normalidad enmascarando el miedo a los caribes. Es más, gracias a su profundo conocimiento de esas tierras y de su entorno natural mejoró mi dieta añadiendo a la misma lo que pescaba. Por ello, llegó un momento que apenas cazaba reservando la munición para cuando realmente lo necesitara. Con dos bocas que alimentar, ampliamos la plantación para lo que escogí un campo más extenso, cercándolo con la ayuda de la mujer. En estas labores demostró mucha habilidad, ayudándome también a batir el trigo, limpiarlo y aventarlo. Ese noveno año fue el más agradable de los veintiocho pasé en la isla. Su dominio del inglés me permitió disfrutar de largas conversaciones con ella sobre los más diversos temas. Entre ellos, un día le pregunté que si echaba de menos a su gente. Reconociéndome que sí ya que le gustaría que su familia supiera que seguía viva y que había encontrado un marido en el hombre que le había salvado. Eso me dio pie a preguntarla si su pueblo vivía esclavizado por otro. Mi pregunta la indignó y negando tal extremo, que se vanaglorió de la valentía de sus paisanos.

            —Nuestros guerreros son los mejores.

            Midiendo mis palabras para no enfadarla insistí:

            —Si tan bueno son, ¿por qué os capturaron?

            —Estábamos pescando cuando nos atacaron y eran muchos más. Pero estoy segura que mi gente se vengó— respondió explicándome que el jefe no se quedaría satisfecho hasta matar a cinco enemigos por cada uno de los que cayeron en esa encerrona.

             Dando por buenas sus palabras, pregunté por el destino de los prisioneros:

            —Su carne habrá servido para calmar a los dioses.

            Asumiendo que también eran antropófagos, quise saber dónde los ejecutaban. Aunque no se lo había preguntado directamente, la morena me reconoció que su tribu usaba tanto mi isla como otras para llevar ese salvaje rito.

            — ¿Habías venido aquí con tus hermanos?

—Sí—comentó mientras señalaba con la mano hacia el noroeste de la isla.

La dureza de esa revelación me dejó sin habla y por ello no volví a sacar el tema. Pero unos días después, cuando estábamos recorriendo juntos dicha zona, Viernes reconoció el lugar y me contó que en una oportunidad había ayudado a comer a veinte hombres, dos mujeres y un niño. Las cantidades las indicaba colocando piedras en la arena. Asqueado con la imagen, cambié y le pregunté si era fácil llegar al continente. Así fue como me enteré que, internándose en el mar, por la mañana se podía aprovechar el viento y la corriente para navegar hacía ahí y que por la tarde cambiaba de dirección lo que facilitaba la vuelta. Sacando una guía náutica comprendí que la isla se hallaba al sureste de Trinidad frente a la desembocadura del Orinoco.

— ¿No estás contento viviendo conmigo? — escamada preguntó al ver mi interés.

No fui capaz de reconocer que en mi interior deseaba volver a la civilización y mintiendo respondí que mis preguntas iban encaminadas a saber dónde nos hallábamos. En su ingenuidad me creyó y queriendo complacerme, me contó que al oeste de donde vivía su tribu había hombres blancos y barbudos como yo, que habían matado a muchos de sus paisanos. No tuve duda que se refería a españoles y mostrando cierta apatía, quise saber cómo podría arreglármelas para ir hacia aquel lugar.

—Necesitarías una canoa más grande de la que tienes— contestó escuetamente.

Tanteando el terreno, le enseñé la chalupa que había conseguido rescatar del naufragio y que había escondido a buen recaudo. Al verla, me dijo que había visto una igual.

—Es muy parecida a una que usaban unos blancos que mi pueblo salvó de ahogarse.   

Me puse nervioso al oír esa información y más cuando comentó usando sus dedos que, de ellos, diecisiete se habían salvado y llevaban viviendo con ellos cuatro años.

— ¿No os lo comisteis? — pregunté extrañado dada su dieta.

Molesta, respondió:

—Solo nos comemos a nuestros enemigos.

Saber que había gente como yo en los alrededores, me llenó de esperanza y aprovechando que era un día despejado, la llevé a lo alto de la montaña. Ya en la cima, al mirar hacia el este, la joven rompió a llorar de alegría.

— ¡Allí viven mis hermanos, allí está mi país!

Su entusiasmo me preocupó, al asumir que, si se le presentaba la ocasión de regresar a su país, pronto me olvidaría, así como todo cuanto yo le había enseñado. Al observar mi cara, comentó:

—Eres mi hombre y donde tú estés, ese será mi sitio.

Aunque confiaba en ella, no pude evitar pensar en que me podría abandonar y que ya de vuelta en su tribu, volvería a sus antiguas costumbres, y que incluso hablaría con sus compañeros de mí. Consciente del rumbo de mis pensamientos, Viernes vio necesario darme una prueba de fidelidad e intentó tranquilizarme:

—Nunca volveré a comer carne humana y menos la del hombre que amo. Mi futuro está a tu lado y si tú me lo permites me gustaría tener un hijo contigo.

Ese último comentario me descolocó, ya que muchas veces había fantaseado con hacerla madre.

—Me encantaría, pero algo nos lo impide. Llevamos un año, amándonos y no he conseguido que mi simiente germine— contesté.

— ¿En serio quieres ser padre? ¿Por qué no me lo has dicho?… Pensaba que no querías y por eso llevo tomando unas hierbas para evitar quedarme preñada.

Confieso que no supe que decir. No sabía que tal cosa fuera posible. Al hacerle ver que desconocía que hubiera una medicina semejante, la morenita sonrió mientras se lanzaba a darme besos:

—Tenemos que recuperar el tiempo perdido. Llévame a casa.

Su alegría me hizo ver que no mentía y sacando tajada de sus palabras, susurré en su oído que no hacía falta volver para poder comenzar a intentarlo. Muerta de risa, llevó sus manos a mi entrepierna:

—A partir de hoy, no te dejaré dormir hasta que mi vientre florezca.

            Haciendo realidad su amenaza, sacó mi virilidad de su encierro y a carcajadas, se quejó que la tenía dormida. Herido en mi amor propio, la tumbé sobre las hojas y mientras me apoderaba de sus pechos, respondí:

—Yo no dormiré, pero a ti te va a costar hasta andar, zorrita mía.

La rápida respuesta de mi tallo la llenó de felicidad y antes de que yo pudiera estimular su interior, Viernes se empaló:

 —Hazme tuya, mi amado barbudo.

Su calentura me enervó y sin esperar a que la humedad hiciera su aparición en ella comencé a montarla. Afortunadamente, tras un breve intercambio de empujones, su cueva se anegó permitiendo el paso de mi hombría con fluidez, cosa que aproveché para acelerar el ritmo de mis embestidas.

—Dame el hijo que ambos ansiamos— gritó al notar mis dientes recorriendo sus areolas mientras campeaba dentro de ella.

Convencido que era la voluntad de nuestro señor, mordí sus pechos deseando saborear su leche como había hecho con la de Mariana y que tanta satisfacción me dio. Sabiendo que podía quedarse embarazada con mi permiso, la joven se entregó con una pasión desaforada y de improviso, su ser colapsó al sentir el primer arrebato de gozo:

—No pares— chilló llena de placer moviendo sus caderas.

Su calentura era total. Olvidando que estábamos en mitad del monte, izándose sobre mí, intentó introducírsela más profundamente. Convencido que era un regalo divino, me recreé viéndola mientras trataba infructuosamente de ensartarse con mi virilidad. Estaba como poseída, sus ganas de ser tomada eran tantas que incluso me hizo daño.

—No seas bruta— le grité y alzándola, la puse a cuatro patas.

Si ya era hermosa de frente, por detrás lo era aún más. Sus poderosas nalgas escondían un tesoro virgen que estuve a punto de desflorar y si no lo hice fue solo por lo incómodo del lugar.  Y colocando nuevamente mi tallo entre los labios de su gruta, le rogué que se echara despacio hacia atrás. No sé si no me entendió o por el contrario tenía demasiadas ganas de ser preñada, porque nada más notar la punta abriéndose camino dentro de ella de un solo golpe se lo insertó. Viernes gimió al sentirse llena y demostrando su natural lujuria, empezó a mover sus caderas, recreándose en mi monta.

—Mi hombre— sollozó al sentir que me asía a sus pechos iniciando mi cabalgata mientras la apuñalaba sin piedad.

Escuchar sus placenteros sollozos, cada vez que mi sexo chocaba contra la pared de su vagina, y el chapoteo de su cueva inundada al sacar ligeramente mi miembro, fue el banderazo de salida para que acelerara mis incursiones. Y cambiando de posición, agarré su lacia melena como si de riendas se tratara y palmeándole el trasero, la azucé a incrementar su ritmo. Eso, excitó más si cabe a la salvaje, y con su respiración entrecortada, no dejaba de exigirme que la tomara, que quería sentirse regada por mí. Como todavía no quería derramar mi simiente ya que antes me apetecía verla convulsionar por segunda vez en el gozo, dándole la vuelta, me apoderé del botón que escondía entre las piernas mientras hoyaba con mis dedos su femineidad. El sabor agridulce que brotó de su ser me volvió loco, y usando mi lengua como si fuera mi hombría, la metí en ella mientras sorbía ansioso el flujo que manaba su interior. Esta vez la muchacha berreó brutalmente al notar como su placer la envolvía derramándose sobre mi boca y sin poderlo evitar, el placer la dominó retorciéndose sobre las hojas.

Insatisfecha, y queriendo más, me tumbó boca arriba, y poniéndose a horcajadas sobre mí, volvió a montarme mientras lágrimas de placer mojaban mis piernas. Sus pechos rebotaban al compás de sus movimientos y su vientre rozaba el mío en un sensual contacto. Hipnotizado con sus senos, su bamboleo me había puesto a cien. Mojando mis dedos en su sexo, los froté humedeciéndolos, tras lo cual le pedí que fuera ella quien los besase. Llena de lujuria me hizo caso y estirándolos se los llevó a su boca para acto seguido, sacando su lengua, besarlos con lascivia. La visión de la hembra que Dios había puesto en mi camino y que consideraba mi mujer devorando con ansiedad mis yemas manchadas de ella fue demasiado para mi torturada virilidad y naciendo en el fondo de mi ser, el placer se extendió por mi cuerpo explotando en el interior de su cueva.

Viernes, al sentir que mi semilla bañando su vientre, aceleró las embestidas consiguiendo culminar conmigo su gozo. Justo cuando terminaba de ordeñar mi miembro y la última oleada de gozo salía expulsada, ella empezó a brutalmente retorcerse sobre mí. Con su cara desencajada por el esfuerzo, se enroscó en mi tallo moribundo mientras imploraba a la diosa Tierra que la permitiese tener el hijo que ansiaba.

Totalmente exhausto, no pude olvidar que seguía siendo una infiel, pero asumiendo que tendría tiempo para hacerla una buena cristiana, no dije nada. Durante unos minutos, descansamos en lo alto de la isla hasta comprendí que debíamos volver. La caribeña sonrió y mirándome a los ojos, me dijo:

—En cuanto lleguemos a casa, debes volver a inseminarme.

Soltando una carcajada, contesté:

—Todas las veces que usted quiera, mi dueña…

29

Fueron tres los meses que tardamos en conseguir que su vientre floreciera, tres meses en los que mi esposa buscó con diligencia mi esencia mañana, tarde y noche. Cegada por la necesidad de ser madre, aprovechaba cualquier instante de relajación para obligarme a tomarla. Le daba igual dónde, cómo y cuándo. Lo mismo me usaba al despertar, que después de ordeñar a las cabras. Con su mente fija en sentir un retoño creciendo en ella, no cejó en su empeño hasta que en mitad de la noche se levantó a vomitar. Poco versado en esos temas, pensé que el estofado de la cena le había sentado mal y por ello no le di mayor importancia. Supe que algo había pasado cuando por la mañana no me exigió que la amara. Al preguntarle con mi tallo erizado el porqué, la endemoniada muchacha se rio y me dijo que a partir de ese día ya no hacía falta. Por su sonrisa comprendí que estaba embarazada.

            ― ¿Entonces me vas a dejar así? ― pregunté señalando el tamaño de mi atributo.

            Radiando felicidad, lo tomó entre sus dedos:

            ―No, pero ahora lo haremos por placer.

            La calentura de su mirada me hizo comprender que no tendría motivo de queja en los meses que durara su gestación y más relajado, dejé que me dedicara sus caricias. Demostrando lo mucho que le gustaba su sabor, sacó la lengua y con ella recorrió mi dureza mientras susurraba su satisfacción al saberse preñada. Compartiendo sus mismas esperanzas, di gracias al creador por ello. Al escuchar que hablaba de nuestro señor en masculino, quiso rectificarme antes de embutírselo en la boca:

―La diosa es mujer. Ella engendró nuestro mundo.

Perdonando su desconocimiento de las sagradas escrituras, le expliqué que el mundo había sido creado y no engendrado sin importarme que en ese momento la morena estuviera intentando darme placer. Mi planteamiento le pareció una memez:

―Esposo, ¿acaso puedes tener hijos? ¡Eso es algo reservado a nosotras!

Tuve que esforzarme para no enfadarme y recitándole la biblia, le enumeré como había dispuesto nuestro señor crear el mundo en siete días. Para mi sorpresa no me lo rebatió y únicamente expresó su extrañeza sobre el papel del sexo femenino.

―Robinson, la diosa no la engendró como compañera del hombre sino como su representante en la tierra para que en su nombre diera luz a las siguientes generaciones. Hasta tu Jesucristo nació de una mujer.

La ternura de su voz al refutar mis creencias evitó que me cabreara y más cuando en ese momento, izándose sobre mí se insertó mi masculinidad. Aun así, le hice ver que, si bien Jesús había nacido de una hembra era hijo de Dios. Riendo mientras cabalgaba sobre mí, replicó:

― ¿No te das cuenta de que tú mismo lo dices? Siendo su hijo, la diosa es mujer.

La sensatez de sus palabras me destanteó y queriendo defender mis posiciones, insistí en que María solo había sido un medio que Dios usó para encarnarse en hombre. La discusión teológica lejos de aminorar su lujuria la exacerbó y moviendo sus caderas con rapidez, comentó:

―El medio sois los hombres, las mujeres el fin. Piensa que nuestro retoño… llevabas tiempo sembrando mi vientre, pero no germinó hasta que yo quise. Tu semilla fue necesaria pero la razón última de que nazca es mi barriga. Tu gente debería tener a la madre de tu Jesús al menos a su altura, cuando no más alto.

La cercanía de sus postulados con los de los papistas, dada la insistencia de los seguidores del obispo de Roma en la virginidad de la madre de nuestro señor, me dejó perplejo y sin argumentos con los que replicar, preferí olvidar el tema amándola. Por ello, aumentando el ritmo de mis embestidas, busqué mi satisfacción carnal al no haber conseguido la cristiana. Mi esposa agradeció el cambio de velocidad con gritos de gozo. Prueba de ello fue que su interior se derramara por mis muslos. Al sentirlo, exploté en su germinado vientre y como si fuera un imán, mi placer atrajo al suyo sucumbiendo ambos en él.

Ya entre mis brazos, Viernes me hizo saber que no pensaba dejar el tema:

―A lo mejor mi error se debe a que no sé muy bien tu idioma. Para ti, ¿soy hombre o mujer?

―Mujer― respondí.

Desternillada al escuchar mi respuesta, contestó:

―Entonces, esta noche cuando reces, llámala por su nombre y da gracias a la Diosa.

Dándola por imposible, me reí y tomándola de la cintura, la besé sabiendo que para el altísimo eso era algo insignificante…

Esa fue la primera vez en que hablamos de religión, pero no la última ya que demostrando una inteligencia que solo había observado unas pocas veces, Viernes quiso saber más del mensaje de Dios. Continuamente puso en duda mis creencias y eso nunca dejó de molestarme. Uno de los ejemplos más claros fue cuando le comenté que durante la misa comíamos un pedazo de pan que representaba a Jesucristo. Interesada, me rogó que me explayara más, por eso recité de memoria los versículos de la última cena:

―Entonces Jesús tomó pan y lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío». De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».

Al escucharme, se echó a reír y sin importarle que me cabreara, me soltó:

―No entiendo que critiques a mi pueblo cuando vosotros os coméis a vuestro Dios. Al menos nosotros solo nos comemos a nuestros enemigos.

Por mucho que intenté explicarle que era una representación y que solo los católicos creían que la hostia consagrada era Dios, no lo conseguí y lleno de ira, le pregunté si acaso eso significa que si algún día regresara a su tierra volvería a comer carne humana. Mi pregunta pareció disgustarle y meneando la cabeza, lo negó diciendo que de volver enseñaría a su pueblo lo que de mí había aprendido y que se podían criar cabras para satisfacer sus necesidades alimenticias. Su respuesta despertó mi interés y decidí que deberíamos intentar llegar a su país para que su gente dejara esa funesta práctica.

―Lo que tú quieres es reunirte con los de tu raza y olvidarme― llorando comentó.

―Nunca lo haría, eres mi mujer― al ver en su dolor que me había malinterpretado, recurrí a lo emocional: ― y me gustaría que nuestro hijo creciera entre sus semejantes, que pudiera jugar con otros de su edad.

Llevando las manos a su creciente abdomen, sonrió y olvidando sus temores de que mi propósito fuera reunirme con aquellos blancos, a quienes suponía ser españoles o portugueses, prometió que me ayudaría a realizar esa travesía.  

Por ello, a partir de ese día, nos pusimos a construir una canoa del tamaño que necesitábamos para el viaje. Lo primero fue hallar un árbol apropiado y que estuviera lo bastante próximo a la playa. Demostrando nuevamente lo mucho que conocía de la naturaleza que nos rodeaba, Viernes descubrió uno cuya madera me era desconocida. Debido a su embarazo y nuestras demás ocupaciones trabajamos durante dos meses en ahuecarlo, para a continuación darle forma de chalupa. Ya construida, nuestro siguiente problema fue llevarla al agua. Dado su peso, tuvimos que valernos de unos rodillos hechos de madera para deslizarla hasta la arena. Esa tarea nos demoró otros quince días que coincidió con su parto.

            Todavía recuerdo con horror las horas que tardó en dar a luz, horas en la que sufrí lo indecible al no poder ayudarla, pero también mi alegría al escuchar por vez primera el llanto de John, el pequeño diablillo que engendré con ella y que por fortuna heredó de su madre la fortaleza suficiente para sobrevivir sin más cuidados que los que pudimos darle al estar solos.

            ― ¡Gracias Dios mío! ― exclamé al tenerlo en mis brazos y comprobar que estaba sano mientras, desde el lecho, Viernes nos miraba llena de felicidad.

Sabiendo que era mi tercer hijo, pero el único del que podía disfrutar, me dediqué en cuerpo y alma a protegerlo mientras crecía aferrado al pecho de la morena. Su cuidado multiplicó mis obligaciones al no disponer casi de la ayuda de mi esposa, pero eso no me importó y con mayor celo, cuidé del ganado y de la plantación sabiendo que éramos tres los que había que alimentar. Pensando en ello me dediqué a arar otro campo con el que incrementar nuestras provisiones, sin saber que ese esfuerzo acarraría una de las pocas discusiones que tuve con esa mujer. Y es que llegaba tan cansado a la choza, que descuidé mis deberes de marido sin caer en ello y tuvo que ser mi amada quien me lo recordara al decirme una noche si ya no la quería.

― ¿Por qué dices eso? ― recuerdo preguntar.

Dejando al niño en la cuna que había tejido trenzando unas ramas, se encaró a mí y me pidió explicaciones del porqué ya no la tocaba, haciendo hincapié en que, a pesar de las muchas veces que había fantaseado con su leche, no había intentado siquiera probarla. Desconociendo donde me metía, le expliqué que no deseaba privar a nuestro chaval de su sustento.

―Mientes, lo que pasa es que ya no me quieres― sollozó mientras me hacía ver que sus pechos producían de más pellizcándoselos.

El chorrito que emergió de sus negros pezones me resultó una tentación irresistible y llevando mis labios a ellos, usé la lengua para recorrerlos. El sabor dulzón de ese blanco néctar obró su magia y olvidando el cansancio, mi hombría se elevó entre mis piernas. Al contemplar mi erección, no se lo pensó dos veces y tomándola entre sus dedos, la llevó en volandas a su refugio mientras me decía lo sola que la había dejado. No pude contestar al tener mi boca ocupada ordeñándola. Riéndose de las gotas que caían por mis mejillas, presionó sus pechos al tiempo que se empalaba.

―Mi bebé barbudo― susurró olvidando sus quejas.

El volumen de leche se incrementó al presionarlo llenando mis cachetes. Por un breve instante, creí que sería incapaz de beberme todo aquello mientras escuchaba sus risas exigiendo que me saciara con ella. Sus caderas absorbiendo golosas mi tallo me llenaron de pasión y mientras devoraba con ansia la ambrosia que me brindaba, suspiré pidiendo que siguiera montándome. Mi petición no cayó en saco roto e incrementando la velocidad y la profundidad de sus arremetidas buscó extraer mi esencia.

― ¡Cómo echaba de menos a mi hombre! ― exclamó alzándose y dejándose caer repetidamente.

Su insistencia me volvió loco y tomándola en brazos, la puse de rodillas en el colchón para a continuación volver a sumergir mi virilidad en ella. Esa brutal embestida la hizo gemir satisfecha y demostrando su natural calentura, me rogó que usara mis manos para marcarle el ritmo. Consintiendo a mi amada, descargué en su trasero una serie de azotes antes de que de pronto el placer la tomase presa y chillando me implorara que deseaba más. Impresionado por el modo en que gozaba, cogí su melena y tirando de ella, acerqué su boca a la mía mientras le decía que parecía una cabra en celo pidiendo macho. Aprovechando mi cercanía, la insensata mordió mis labios hasta hacerlos sangrar y no contenta con ello, los lamió diciendo el tiempo que llevaba soñando con darme un bocado. Que me recordara su pasado caníbal, me indignó y fuera de mí, reinicié el castigo sobre sus posaderas. Eso en vez de calmar su lujuria, la incrementó y chillando como una energúmena, amenazó con devorarme en cuanto tuviese oportunidad.  

― ¡Serás zorra! ― grité y queriéndole demostrar que con eso no se jugaba, le recordé que hasta entonces había respetado su entrada trasera, pero que, si seguía en su locura, la iba a tomar.

―Te cortaré una pierna y me la comeré― replicó retándome.

Su insistencia me nubló y sin pensar en las consecuencias de mis actos, saqué mi hombría de su interior para a continuación incrustársela entre las nalgas. El aullido que pegó al ver violentado su inmaculado ojuelo me hizo recapacitar sobre lo que había hecho y reconozco que estaba a punto de sacársela y pedirle perdón cuando comportándose como una perturbada, la salvaje insistió:

―En cuanto te despistes, te sajaré el cuello y me beberé tu sangre.

            A pesar de ser consciente de que lo hacía para molestarme, no pude contenerme y comencé a martillear su trasero con sus gritos resonando en el interior de la choza. Tan obsesionado estaba con castigar su supuesto canibalismo que no advertí el placer que sentía y por ello me sorprendió cuando se desplomó en el colchón riendo como una perturbada. Al preguntar por la razón de sus risas, la endiablada salvaje me contestó que se reía de lo fácil que era manipular a un hombre blanco.

―Os creéis dueños y señores de la creación cuando la realidad es que sois esclavos de vuestros instintos.

Admitiendo parcialmente sus palabras, quise saber entonces a qué se debía su actitud. Sin dejar de mofarse de mi persona, contestó:

―Desde que te conozco, te oí hablar de esta clase de sexo y sabiendo tus recelos a practicarlo conmigo, no me quedó más remedio que darte un empujón.

Enfadado comprendí que esa arpía tenía razón cuando sostenía la facilidad que tenía para hacerme obrar a su antojo, pero también que al menos en esa ocasión no podía quejarme, ya que en cierta manera me había brindado la posibilidad de cumplir un sueño inconfesable. Por ello, tras meditarlo unos segundos, volví a introducir mi falo entre sus nalgas y sin pudor, me lancé en busca del gozo…

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