Justo el día en que John cumplía seis meses y viendo la velocidad inusitada con la que crecía, decidí probar la chalupa. Como era demasiado grande para moverla a remos, le coloqué un mástil, una vela y un timón. Tras lo cual, llamando a Viernes, pregunté si quería acompañarme a probarla. Su prudencia me hizo ver que no debía y que prefería quedarse cuidando de nuestro retoño mientras no estuviésemos seguro de su desempeño. Asumiendo sus reparos, me fui sólo y satisfecho confirmé que no solo se desenvolvía con soltura en el mar, sino que era una embarcación digna del mejor artesano de mi Inglaterra natal.  Es más, al sentir la brisa de esa mañana en la cara, recordé el por qué me había hecho marino y olvidando mi propósito inicial, di la vuelta a la isla navegando. Imbuido en disfrutar de ella, me olvidé de todo y ya era tarde cuando volví a la playa. 

La cara de mi parienta esperándome me hizo comprender su enfado aún antes de que abriera la boca y me recriminara mi comportamiento:

―Pensé que nos habías abandonado― llena de ira, señaló.

Queriendo congraciarme con ella, la tomé de la cintura y quise besarla. Supe que no me iba a resultar sencillo que me perdonara cuando rechazándome me soltó que antes de cenar tenía que ordeñar a las cabras, regar los campos y arreglar el cercado. Estaba tan poco acostumbrado a que me hablase con tono duro que no dudé en complacerla y ya era noche cerrada cuando volví a la choza. Nuevamente me hizo comprender que seguía molesta cuando en vez de uno de sus guisados, puso ante mí un trozo de pan duro y un vaso de agua. Sabiéndome culpable, acepté su condena sin rechistar.

Si de por sí, me parecía excesiva la pena, mi turbación se incrementó cuando al ir a entrar al lecho que compartíamos, señalando el suelo, me dijo que me tocaba dormir allí. Indignado quise revelarme diciendo que era el hombre de la casa y que mi sitio estaba en la cama.

―Yo en cambio soy la mujer y por eso te digo que hoy no duermes aquí― respondió mientras se tapaba con una manta.

A pesar de medir poco más de metro y medio mi adversaria, no quise montar una bronca. Replegando velas, cogí una hamaca y me dispuse a dormir a la intemperie para evitar discutir. Estaba todavía anudándola a un árbol cuando desde el interior de la choza, escuché que me llamaba. Creyendo que se había apiadado de mí, acudí a su encuentro con la idea de amarla. Pero entonces demostrando que mi exilio continuaba, únicamente musitó que no le había dado las buenas noches.

―Buenas noches― maldiciendo el día en que la había conocido, respondí al saberme burlado.

Sus risas no hicieron más que confirmar ese extremo y rabiando, me encaramé a la hamaca. Sube que esa hija de satanás no me permitiría descansar cuando a mis oídos llegaron los reconocibles sonidos de que estaba satisfaciendo sola. Tratando de devolver esa afrenta, gritando contesté a sus gemidos diciéndola que en la primera oportunidad que tuviera me buscaría una esclava con la que aliviarme. Desternillada de risa, no cayó en mi provocación y con el descaro propio de las de su raza, replicó:

―Ojalá lo hagas, pero trae también un esclavo a ver si ese sí es capaz de saciarme.

Reconozco que la idea de que otro hombre la tocara me sacó de las casillas y bajándome de mi improvisado lecho, fui a cantarle las cuarenta. Cual no fue mi sorpresa cuando al llegar, desnuda y con sus piernas abiertas de par en par, preguntó a qué esperaba. Avergonzado al saber que nuevamente me había manipulado, la embestí con mi ariete mientras le prometía en serio que me no sabía cómo pero que me agenciaría a otra. Empalada, no dejó de reír y como digna hija de Eva, me dio las gracias por pensar en ella. Por enésima vez caí en sus redes cuando preguntando porque decía que pensaba en ella al buscarme otra, Viernes contestó:

―Mi amado barbudo, ¿piensas acaso que, compartiendo la misma cama, tu esposa no haría uso de ella?

Derrotado, no me quedó otra salida que amarla y continuando con mi certero asalto, comencé a imaginar en voz alta cómo sería tener a dos mujeres solo para mí. Nunca esperé que al escucharme esa pérfida criatura se excitara y menos que, con gran calentura, me rogara que siguiera narrando el modo en que gratificaría a ambas. Estimulando su interés, tomé sus pechos entre mis labios, haciéndole ver que no era mi boca la que mamaba de ellos sino la de la desconocida.

―Ojalá sea una inglesa la que traigas–sollozó mientras meneaba la cintura en busca de más placer.

Su ruego provocó el recuerdo de mi madrastra y visualizando en mi mente lo que sería tener a las dos en ese instante, me atreví a sugerirlo. Como en multitud de ocasiones la había hablado de ella, Viernes se vio siendo amada por la pelirroja y cerrando los ojos para imaginárselo mejor, pidió a Elizabeth que mordiera sus areolas.  Más excitado de lo que un caballero puede reconocer, llevé mis dientes a los negros botones que decoraban sus senos y los mordí. Juro que no anticipé el gozo que recorrió a mi esposa al sentir mis mandíbulas cerrándose y menos que su intimidad se desbordara como pocas veces, mientras me pedía que siguiera con mi relato. Impresionado por el volumen de sus gritos, tuve que seguir y le conté mientras la ponía a cuatro patas sobre el colchón que no era a ella a la que estaba amando sino a mi madrastra.

―No sabes cómo ansío su acogedora feminidad― dije mientras la ensartaba de un solo golpe.

―Tómala. Ama a tu Elizabeth― sollozó mordiendo la almohada sin dejar de moverse.

Impulsado por ella, la cogí de la melena e imaginando que era la de mi pelirroja, comencé a cabalgarla desbocado. En mi mente, los gritos de placer que oí fueron los de la mujer que permanecía esperándome en mi tierra natal y disfrutando por primera vez en décadas de su amor, continué acuchillándola con mi estoque.

―Mi Robinson― escuché a Elizabeth decir mientras su cuerpo se estremecía con cada una de mis embestidas e incrementando el ritmo y la profundidad de las mismas, me lancé al encuentro de mi gozo.

Antes de encontrarlo, el nuevo compás llamó al de Viernes la cual, bramando y mientras toda su anatomía amenaza con incendiarse, me rogó que derramara mi esencia en ella. Incapaz de retener mi virilidad, ésta estalló anegando su interior al tiempo que llegaba a mis oídos su nueva claudicación. Exhausto y extrañamente complacido, me derrumbé sobre mi esposa agradeciendo su comprensión.

―No tienes nada que agradecerme― comentó al ver mi cara: ―He disfrutado como nunca, soñando que era ella.

Sonriendo, la besé y acariciando sus pechos, pregunté si quería repetir. Muerta de risa y cogiendo mi alicaído tallo entre sus manos, respondió que sí…

31

A partir de entonces, se volvió una costumbre que cada vez que salíamos a navegar los tres juntos durante el día, al llegar de noche a nuestra choza y tras dejar a John en su cuna, Viernes y yo nos amáramos soñando con la presencia de Elizabeth entre nosotros y así sobrellevamos nuestra soledad otros ocho años. A pesar de lo feliz que fuimos, no tardamos en comprender que no sería justo para nuestro hijo permanecer aislados y tras largas conversaciones, viendo los pros y los contras de acudir en busca de otros humanos, decidimos intentar llegar a la patria de mi esposa. Con ello decidido, nos pusimos a recolectar los víveres necesarios, llegando a matar a un par de cabritos para salando su carne tener suficiente sustento por si la travesía se prolongaba más de lo deseado.  

            El día que íbamos a salir de viaje y mientras preparaba los últimos detalles del viaje del mismo, mandé a Viernes y al niño a la playa para que cazaran alguna tortuga. Apenas hacía un rato que había salido, cuando le vi volver a toda carrera llevando a John entre sus brazos y sin darme tiempo de preguntar, nada exclamó:

—Robinson, ve por las armas.

Espantado, grité qué ocurría.

―Están llegando tres canoas.

Apresuradamente, nos dirigimos tras la empalizada y mientras cargaba los distintos mosquetones de pólvora, quise saber si le había dado tiempo a ver cuántos hombres venían.

―No, pero son muchos.

―Tranquila, cariño. Tenemos suficiente artillería para armar a un batallón y piensa que los que no matemos al principio estarán tan asustados por el ruido que no sabrán cómo contratacar.

Recordando el terror que había sentido al escuchar por primera vez la detonación de un arma de fuego, asintió. Su sosiego permitió que, tras dejar al crío escondido en una cueva y pertrechados con todas nuestras armas, trepáramos a la colina desde donde observar que era lo que sucedía en la playa y si habían desembarcado. Mi alma cayó a los suelos al distinguir que así era y que nuestros enemigos eran veintiún hombres.

―Traen también tres prisioneros― señaló mi esposa.

Mirando la zona de desembarco, caí en que en esa zona el bosque se extendía casi hasta el mar y eso me dio nuevos ánimos, ya que desde la espesura podíamos dispararlos sin que nos vieran y descubrieran así que no éramos los duendes que poblaban sus leyendas sino humanos. Buscando un lugar donde emboscarlos, ordené a Viernes que me siguiera y que no disparara ni hiciera ruido alguno sin que yo se lo mandase. Tras confirmar que me había entendido, entramos al bosque con la mayor precaución y silencio posibles. Así casi arrastrándonos, llegamos hasta un lugar en que ya no quedaba sino una pequeña mancha de arbustos entre los salvajes y nosotros.

Allí ordené a mi esposa que aprovechara su agilidad y que trepara en un árbol muy alto para poder así observar mejor sus movimientos. Aceptando lo sensato de mis palabras, se encaramó y desde ahí, me informó que los salvajes estaban sentados alrededor de la hoguera, comiéndose a una de sus víctimas mientras los otros esperaban su turno tendidos en la arena.

―Robinson, los prisioneros no son de mi raza, son blancos.

 Ese detalle hizo que mi ira y determinación aumentaran, pero doy gracias a Dios que supe controlar mi indignación y en vez de atacarlos directamente, me deslicé entre las matas hasta un árbol que se encontraba a escasa distancia de los salvajes. Cuando siguiéndome, llegó a mí, le hice ver que no había que perder un solo momento, pues diecinueve de aquellos bárbaros estaban sentados en el suelo, apretujados entre sí:

―Están tan juntos que no podemos fallar― susurré mientras señalaba a los dos que dirigían machete en mano hacia los pobres cristianos.

 Ya le estaban desatando los pies a uno de ellos, cuando me volví a Viernes y le dije:

—Cuando yo te diga dispara contra el grupo.

Viendo que tomaba el mosquete y se ponía a apuntar, la imité.

― ¡Fuego! ― grité.

El sonido de nuestros trabucos retumbó en la playa y mientras se despejaba el humo, dejamos las armas en el suelo y cogimos dos de las que teníamos ya preparadas. Es difícil describir el terror que se apoderó de los salvajes cuando se aclaró. Con cuatro muertos y muchos heridos, los que resultaron ilesos se levantaron sin saber qué hacer ni hacia dónde huir, puesto que no sabían de qué lado les llegaba la muerte.  Aprovechando su desconcierto, mi esposa y yo disparamos al mismo tiempo sobre la espantada cuadrilla una segunda andanada.

Como nuestras armas estaban cargadas con gruesos perdigones el radio de desolación fue muy amplio y a pesar de que solo matamos a tres, la gran mayoría de los restantes quedaron heridos. No pude más que quedar satisfecho al verlos correr de un lado a otro, cubiertos de sangre y profiriendo alaridos, para luego desplomarse, medio muertos, tres de ellos.

No queriendo perder el factor sorpresa, me lancé fuera del bosque, esgrimiendo el segundo mosquete y seguido a pocos pasos por Viernes. En cuanto los caníbales nos vieron, proferí un grito terrible y corrí todo lo rápido hacia ellos. Nuestros enemigos debieron creer que era un diablo el que los atacaba por que en vez de tratar de huir o atacar se quedaron paralizados por el miedo.

Mientras mi mujer hacía gala de su puntería sobre ellos, aproveché su desconcierto para acercarme a los europeos y sacando el cuchillo, cortar sus ligaduras. Los dos blancos se alegraron al verme y más cuando les hice entrega de sendas espadas a cada uno. Con ellas en las manos, no dudaron en vengar a su compatriota lanzando sablazos a diestro y siniestro sobre sus captores que bastante tenían que hacer intentando ponerse a salvo de los disparos de mi amada.

Por mi parte, intenté acabar con los dos encargados de degollar a los prisioneros, pero por desgracia ese par habían abandonado la playa al oír nuestra primera descarga y solo pude observar cómo se subían a una de las canoas e huían. Enfadado al saber que si llegaban a su patria volverían con refuerzos, me di la vuelta a tiempo de acabar con un hombre que había tenido el suficiente valor de intentar contratacar.

―Mierda, ¡moveos! ― grité a los cristianos viendo que agotados trataban de recobrar el resuello: ― ¡Todavía quedan cinco en pie!

―Cuatro― gritó mi valiente dama tras descerrajar un tiro en la cara de uno de los salvajes.

Uno de los españoles cogió una de las escopetas que yo portaba y cargándola apresuradamente, mató al siguiente.

―Tres― imitando a mi señora, señaló.

Mientras Viernes, esgrimiendo el hacha iba rematando a los heridos, apunté a los que huían y disparé. En el acto, cayó uno de ellos mientras sus dos compañeros se lanzaban a nado intentando alcanzar la canoa que se alejaba. Como los de la canoa se habían puesto fuera del alcance de nuestras armas, uno de los europeos me pidió que los siguiéramos en otra de las piraguas, ya que si lograban llegar a sus costas era muy probable que regresaran para destruirnos irremediablemente. Al encontrar su ruego muy razonable y acompañado por ellos, me dirigí hacía las embarcaciones donde hallé en una de ellas a otro prisionero, en este caso a un caribeño. El desdichado al hallarse amarrado no sabía lo que había sucedido y gritó al verme. De inmediato procedí a cortar las cuerdas que lo sujetaban e intenté incorporarlo, Creyendo sin duda que había llegado su fin, pidió ayuda. Viernes, en cuanto lo oyó hablar, empezó a abrazarlo riendo y llorando al mismo tiempo.

He de confesar que, viendo a mi mujer abrazando a ese hombre, me entraron celos y de muy malos modos, pregunté quién era. Pero era tanta su alegría que no me escuchó y ante mi pasmo, comenzó a bailar y dar vueltas tomada de las manos con ese tipo. Ya cabreado, volví a insistir en que me dijera de qué lo conocía. Calmándose por fin, me explicó que aquel salvaje… ¡era su padre! El feliz incidente nos hizo olvidarnos de perseguir a los de la canoa y eso fue una gran suerte para nosotros, puesto que dos horas después se desató una fuerte galerna que nos hubiera sorprendido en alta mar. Como durante toda la noche una marejada golpeó la zona, asumimos que sin duda los salvajes sobrevivientes naufragaron en su frágil embarcación.

De vuelta a la choza, fue muy emotivo ver la alegría con la que el abuelo cogió en volandas a su nieto, como también la cariñosa reprimenda que le dio a su hija al darse cuenta de que John no hablaba su idioma.

―Debes enseñárselo para que cuando yo muera ocupe su puesto como jefe del pueblo.

Sabiendo que era cierto, la joven se defendió diciendo que al ser mi hijo también heredaría la isla, nombrándome así como jerarca absoluto de esas tierras. Curiosamente, esa designación no fue discutida por los españoles que agradecidos por haberlos salvado me juraron fidelidad. Aceptando el mismo, comprendí que habiendo aumentado el número de personas que poblaban la isla era mi deber el darles tanto cobijo como alimento y por eso mi primera orden fue que levantaran una casita donde alojarlos. Llamándome al orden, Viernes resolvió que antes de ello debían reponer fuerzas y por eso me mandó matar un cabrito joven con el que preparó un suculento caldo y un rico estofado.

Mientras comíamos, Ernesto uno de los blancos nacido en la península ibérica, me preguntó cuánto tiempo llevaba en esa isla. Al decirle que iba ya para diecinueve años.  El saber que en ese tiempo no había pasado ningún barco que me rescatara, le hizo ver que su destino era que sus huesos terminaran allí y volviéndome a prometer su lealtad, me preguntó si había alguna posibilidad de mandar a Moa, el padre de mi esposa, de vuelta a su pueblo para que informara tanto a los quince españoles que seguía ahí como a la mujer que había dejado de que seguía vivo. No tuve que pensarlo y pidiendo a su hija que me tradujera, ofrecí al caribeño mi chalupa para que retornara, haciéndole saber que su gente era bienvenida a mis dominios siempre que se olvidaran de comer carne humana.

El español, quien hablaba muy bien la lengua de los nativos, fue el que me trasladó su respuesta:

―Así lo haré una vez repuesto. Pero antes, y ya que John es el único familiar que me queda, quiero saber si yo también puedo volver. Me gustaría vivir aquí y cuidarlo.

Únicamente, objeté que le enseñara el culto a sus dioses ya que lo había educado como cristiano. Interviniendo en la conversación, Viernes comentó:

―Padre, las enseñanzas de su iglesia son buenas y también creen en la Diosa, aunque crean que es un varón.

El íbero se echó a reír diciendo:

―Mi señor, aunque hemos conseguido cristianizar a esta gente, siguen firmes en que Dios es mujer y en su modo de pensar, la Virgen es tan importante como Jesucristo. Según ellos, la inmaculada concepción explica por si sola este aspecto.

Me alegró saber que el mensaje de la cristiandad había calado en sus corazones, aunque cometieran el error de seguir al obispo de Roma y di mi consentimiento, sin saber que mi amada había seguido con interés esa conversación. Lo supe cuando nada más terminar preguntó qué era eso de la inmaculada concepción y quiso que se la explicara.

―Solo creen en ella los católicos― le aclaré: ―Según ellos, la virgen nació sin pecado original.

Meditando sobre ello y a pesar de saber que me enfadaría, me soltó que eso le cuadraba, ya que como representante de la Diosa y siendo su vientre el que había dado a luz a Jesús, era lógico que no tuviese un pecado de nacimiento.

―Te prohíbo convertirte en papista― exclamé fuera de sí.

Indignada y demostrando que se sentía mi igual, contestó:

―Soy yo la que te prohíbe no serlo. Bastante tengo con aceptar que sigas pensando en la Diosa como hombre, para que no aceptes que su valedora no fue una mujer digna.

Maldiciendo entre dientes, supe que tenía el enemigo en casa y con ganas de estrangularla me quedé callado y terminé de comer mientras el resto de los presentes sonreían al ver mi derrota.

Terminado ese primer banquete la comida y mientras Viernes se llevaba a John a jugar fuera, consideré oportuno charlar con mis nuevos súbditos, empezando a hacerlo con su padre. Al cual pregunté por los salvajes y si debíamos temer su regreso a la isla. A esto me contestó que lo más probable era que hubieran naufragado por la tempestad, pero que de no ser así dada la dirección del viento habrían sido arrastrados hacia el sur y que al estar habitada esa zona por enemigos, en ese caso estos los matarían. Interviniendo entonces, Rodrigo, el otro español, señaló que, si habían tenido la suerte de llegar hasta sus costas, a buen seguro achacarían la debacle que habían sufrido a demonios y explicarían a su gente el horror que habían sentido por el fuego y el estruendo de nuestras armas.

―Dudo que tengan los arrestos de regresar― concluyó el hispano.

Apoyando ese extremo, Moa confesó que desde la balsa había oído a los fugitivos preguntarse quién eran esos hombres que podían lanzar rayos y matar a gran distancia sin siquiera levantar las manos. Dando por buenas sus opiniones, decidí que no había que bajar la guardia por si volvían y comencé a discutir con ellos sobre la posibilidad de acompañarlos en el viaje al continente, alentado por la seguridad que me daban todos acerca del recibimiento que tendríamos de parte de los miembros de la tribu natal de mi señora.

Aprovechando que el jefe se había levantado a jugar con su nieto, Ernesto y Rodrigo me explicaron cómo habían llegado a ser los huéspedes de esa gente. Así me enteré que, tras un naufragio, solo veinte hombres se habían salvado y que, gracias a la ayuda de esa tribu, había evitado que murieran de hambre. Al preguntar cómo era posible que no los hubieran atacado, respondieron que era menos feroz que las demás y que Moa creyó prudente no luchar al ver sus armas.

― ¿Tenéis armas? ― sorprendido exclamé.

―Sí, pero ahora mismo son inútiles, ya que la pólvora y las municiones que conseguimos salvar, las consumimos en los primeros días al ir de caza.

Conociendo que yo me había visto en el mismo dilema, no les eché en cara su falta de previsión y solo pregunté si nunca habían intentado volver a la civilización.  Tomando la palabra, Rodrigo contestó que lo habían pensado; pero que no tenían una embarcación ni herramientas para construirla por lo que todos sus proyectos habían fracasado.

―Si accedo a que vengan a mi isla, temo que quieran rebelarse. Para mí sería muy duro que, tras haberlos ayudado, me llevasen como prisionero a España, donde todo inglés es considerado un enemigo. De no ser por eso, reconozco que me encantaría tenerlos aquí ya que entre todos podíamos construir una nave con la que viajar a una tierra neutral como puede ser Brasil.

Tras escucharme con atención, los dos españoles respondieron que su gente era hombres de honor a los que les repugnaría el premiar así al hombre al que les debían la vida.

—Si lo juzgáis conveniente —añadió Ernesto― yo iré con Moa y antes de entrar en trato alguno con ellos y revelar donde se haya esta isla, les haré jurar sobre la biblia que os reconocen como su comandante y que se obligan a seguiros a cualquier país cristiano que tengáis a bien elegir.

Ante eso, resolví aceptar y enviarlo con el salvaje. Pero entonces, el hispano me aconsejó que debíamos aplazar el viaje por unos meses. Al cuestionar esa opinión me explicó que, siendo tantas las almas que traería de vuelta, mis existencias no bastarían para alimentarlos y por eso sugirió sembráramos nuevos campos y esperáramos a la cosecha antes de ir por sus compañeros. Admitiendo que el hambre podría socavar cualquier promesa y que no era juicioso sacarlos de una desgracia para caer en otra, resolví seguir su consejo.

Viernes apoyó esa decisión, ya que ese retraso le daba la oportunidad de que su padre pudiera disfrutar de su nieto. De forma que, al día siguiente y ayudado por mis vasallos, todos juntos nos pusimos a arar los campos suficientes para alimentar las bocas hambrientas de todos esos supervivientes.   De manera paralela, aproveché la llegada de la cosecha incrementando mis rebaños, para lo que unas veces iba de caza con Viernes y otras mandaba a los españoles, llegando a capturar casi medio centenar de cabritos.

El cálculo inicial de seis meses se convirtió en nueve, pero afortunadamente, el clima nos acompañó y llegada la época de corte, tuvimos una espléndida recolecta, la cual nos puso en un aprieto, ya que, a pesar de haberlo previsto, nuestros almacenes se quedaron cortos y tuvimos que improvisar convirtiendo unas cuevas en graneros.

Terminada la cosecha y demás preparativos, autoricé al español para que fuera por sus compatriotas, dándole la orden de no volver con nadie que no hubiese jurado antes fidelidad a mí y que obedecerían mis órdenes. Tras prometer cumplir mis deseos, les di armas, pólvora y municiones suficientes para defenderse durante el viaje, haciéndoles hincapié en que solo las usaran en caso de urgencia. También les proporcioné las herramientas necesarias para construir al menos dos chalupas con las que traer a sus compatriotas. Mi señora, por su parte, se encargó de proporcionarles tal cantidad de comida que despertó mis suspicacias. Al hacerle notar que se había excedido, únicamente se rio:

―Cariño, piensa que, si van con las manos vacías, puede que no les crean y se nieguen a correr el peligro de venir aquí.

No pude más que agradecer a Dios el haberme otorgado una compañera tan sabia y con todo preparado, nos dispusimos a decirles adiós. Para Viernes fue duro ver a nuestro hijo despidiéndose del abuelo y por ello, no pudo contener las lágrimas cuando saltando a la chalupa, desplegaron las velas y se marcharon.

―Papá, el abuelo me ha dicho que mi destino cuando sea mayor será convertirme en el jefe de su tribu. ¿Tú que piensas? ― me preguntó el chaval mientras desde la orilla veíamos cómo se perdía la pequeña embarcación por el horizonte.

Fue entonces, cuando comprendí muy a mi pesar que mi hijo y su madre serían desgraciados en Inglaterra y supe que, llegado el momento, no podría dejar tampoco yo la isla…

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