14

A la mañana siguiente, aparcada frente a casa de su padre, Patricia esperó nerviosa que su amiga cumpliera con la rutina y se fuera al gimnasio para llamar a la puerta y hablar con la única persona que podría confirmar o negar el romance del que le habían hablado. Sabía por ella que solía salir a las nueve y media y necesitada de respuestas, llegó con tiempo suficiente de verla tomar el coche y marcharse. Como al menos invertiría un par de horas ejercitándose, aguardó diez minutos antes de continuar, no fuera a ser que se hubiese olvidado algo. Entonces y solo entonces se bajó del coche. Mientras cruzaba el jardín, trató de pensar en lo que diría. Sabiendo que no podía llegar y directamente preguntar a la criada si su padre se estaba tirando a Estefany, decidió que debía charlar con ella por si en la conversación se le escapaba.

            Tras tocar el timbre, escuchó los pasos de la pelirroja corriendo hacia la puerta.

            ―Señorita Patricia―la oyó decir mientras observaba el cambio que había experimentado en el mes que llevaba sin verla.

            Haciendo uso de la educación que había recibido en esa misma casa, la rubia le preguntó por doña Bríxida mientras entraba. La criada sintiendo el cariño de su tono respondió que mejorando mientras respondía si había desayunado.

            ―Sí, pero me vendría bien un café.

            La amistad que habían forjado durante el tiempo que esa cría había vivido en la casa con ella, le permitió ponerse otro mientras Patricia daba el primer sorbo al suyo.

            ― ¿A qué se debe tu visita? ¿Te has vuelto a cabrear con don Gonzalo? ― preguntó conociendo los vaivenes de la relación paterno filial que mantenían.

            ―Para nada, solo venía a hablar contigo y ver cómo seguías― mintió mientras observaba de reojo que tal y como siempre había sospechado era una mujer de bandera.

            Por su tono, la pelirroja comprendió que no era cierto y, aun así, se extendió comentando los pormenores de la recuperación de su anciana. La poca atención que prestó al escucharla ratificó sus sospechas de que venía buscando algún tipo de información, y por eso cuando dejó caer que tal se había adaptado su amiga a vivir con ellos, supo que de algún modo le habían llegado con el chisme de que eran amantes. Si no llega a saber que Gonzalo había sido hechizado, directamente se lo hubiese confirmado para que ella misma la sacara de las greñas del chalet. Pero dado su embrujo, comprendió que en el caso que las dos veinteañeras se enfrentaran y a pesar de lo mucho que la quería, su padre optaría por la hispana. Por ello, no vio nada malo en ocultarle la realidad o al menos enmascararla:

― Poco a poco se va acostumbrado al ritmo de esta casa. Ya sabes, don Gonzalo sale a primera hora y solo vuelve para cenar, por lo que a Estefany no le queda otra que pasarse las horas charlando conmigo.

― ¿Y qué opinas de ella? ― insistió sin dejar de mirarle el escote.

Si hubiese sido su hermana menor, la cual se declaraba abiertamente bisexual, hubiese interpretado esa mirada como deseo, pero siendo Patricia la achacó al cambio de look y recordándolo decidió usarlo para despejar sus sospechas.

―Es un amor. Desde que llegó, no paró de darme la lata hasta que ha conseguido que me corte el pelo. Según ella, era una pena que me vistiera como una vieja teniendo solo treinta y un años.

―Y tiene razón, eres guapísima.

Que la piropeara de esa forma, le alertó que algo pasaba y para su sorpresa descubrió en el ambiente un olor que conocía y que no era otro que el que le había llegado al contactar con María de Zozaya, su pariente que había sido quemada en Zugarramundi. Nada más sentirlo recordó la funesta fama de la difunta y el modo con el que ejerció su poder.

«Con esta niña aquí, ¡no!», gritó para sí al asumir que había llegado el momento en que ese fantasma poseyera su cuerpo.

Temiendo por ella, quiso que Patricia se fuera de inmediato. Pero cuando intentó advertirla, se oyó devolviendo el piropo mientras acariciaba una de sus mejillas:

―Si hay un ser hermoso y angelical, ese eres tú.

La inesperada caricia hizo que la rubia la mirara y a bocajarro le confesara los motivos de su visita mientras Antía intentaba recuperar el control.

―No es con él con quien se manceba, sino conmigo― horrorizada escuchó que usando su voz era su ancestro quien contestaba.

 La rubia enmudeció al escucharla y con lágrimas en los ojos en las que extrañamente intuyó alguna clase de esperanza, le preguntó si era lesbiana.

―Cariñosa criatura. Es a vuestro padre al que realmente ansío, pero previendo que esa advenediza proveniente de ultramar osara meterse en su lecho, he visto a bien que harte su liviandad en la mía― nuevamente se escuchó decir usando unas expresiones en castellano a todas luces anticuado.

La alegría con la que recibió la confirmación de que adoraba a su viejo y que su amiga no tenía nada qué hacer teniéndole a ella deambulando por la casa rápidamente mutó en desesperación y se puso a llorar. La difunta, en vez de reírse de su llanto, se compadeció de ella y reanudando sus dulces carantoñas le preguntó qué era lo que le pasaba. Ante su sorpresa, ya que nunca había advertido ninguna señal Patricia confesó que si se había ido a vivir sola era porque no soportaba estar junto a ella sabiendo que nunca seria suya.

―Nunca me opondría a que te casaras con papá, aunque eso me hiciera sufrir― sollozó reafirmando sus sentimientos.

Con el corazón encogido, Antía observó que Maria de Zozaya la tomaba de la barbilla y que simulando una ternura que esa zorra fue incapaz de tener viva y menos muerta, la besaba. La rubia al sentir los labios de su amor secreto se lanzó desesperada en sus brazos pidiéndole que, aunque fuera una sola vez, la amara.

―Nada me complacería más que sosegar con piadosos y caritativos agasajos la zozobra que tanto te violenta.

Nuevamente la gallega intentó infructuosamente recuperar su cuerpo, pero rápidamente comprendió que no podría hacerlo, cuando sin que pudiese hacer nada por evitarlo, su mano tomó de la cintura a Patricia y la llevó al cuarto, donde lentamente fueron sus yemas las que desabrocharon uno a uno los botones de su camisa.

―Debes jurarme que mi padre no sabrá esto― suspiró Patricia mientras sus ojos brillaban de deseo: ―Nada me haría más feliz que saber que está a salvo teniéndote a su lado.

La hija de perra de la que descendía ni siquiera la escuchó y a base de tiernos besos, fue bajando por su cuello mientras le susurraba palabras de amor. Desarmada por la fuerza de lo que sentía, la rubia comenzó a gemir aun antes de sentir que la boca de la mujer que amaba se apoderaba de sus pechos.

―Por favor, deja que sea yo quien te desnude― asustada por lo que iba a ocurrir, Antía escuchó a Patricia sollozar mientras le bajaba el cierre de su uniforme.

El deseo que la meiga intuyó sus ojos se incrementó al verlo caer y por eso no le extrañó que, acercando la cara, la sumergiera entre sus pechos con una pasión indescriptible.

―Mi inexperta niña, no es entre estas pétreas mamas donde debes aliviar la sequedad de tu garganta― su propia voz fue la que oyó mientras era sus manos las que presionaba la melena de Patricia hacia su femineidad.

Su familiar no tuvo necesidad de insistir ya que fue la propia hija de Gonzalo la que pegando un berrido de alegría se lanzó entre sus piernas a adorarla. La rapidez con la que se iban desarrollando las cosas la pilló desprevenida y por ello apenas se sentía excitada cuando de pronto sintió que la rubia estaba ya recorriendo con la lengua todos y cada uno de los recovecos de su sexo mientras susurraba las veces que había soñado con hacerlo.

―Por esta risueña jornada, ¡todos mis dones son de vos! ― separando sus rodillas, María de Zozaya apremió sus deseos con el español que se usaba en sus tiempos.

La calentura que para entonces la dominaba le hizo seguir aprovechando ese permiso sin saber que se lo había dado un fantasma y por eso tras hacer localizado entre los pliegues el clítoris de la pelirroja comenzó a mordisquearlo llena de ansiedad. Su insistencia comenzó a rendir frutos y Antía descubrió alucinada que no era inmune a esos mimos. Es más, de haber tenido control de su cuerpo, ella y no la difunta hubiese sido la autora de los gemidos que salieron de su garganta.

―Primor, mancilla tu intimidad con las yemas del pecado y hazme saber que estás dispuesta a recibir mi querencia― se oyó nuevamente decir.

Mientras en su mente, no comprendía cómo Patricia no se hubiese dado cuenta de que jamás ella usaría ese tipo de lenguaje, la vio llevar una mano a su sexo y ponerse a masturbar.

―Así, bella mozuela. Sigue hoyando tu tesoro mientras sacias tu hambruna de la que no tardará demasía en convertirse en vuestra madre― insistió la difunta del siglo XVII mientras su descendiente empezaba a notar que las sensaciones se iban acumulando en su cerebro.

Sintiendo que apenas podía respirar, la joven meiga observó las mismas señales en la hija de su amado. Sabiendo que el placer mutuo no tardaría en llegar aceptó lo inevitable y se dejó llevar. Por ello, fue ella y no su ancestro, la que se corrió mientras Patricia compartía su gozo.

«Ojalá con esto doña María haya tenido suficiente», esperanzada disfrutó del placer que su familiar había provocado de manera tan insensata.

Sus esperanzas quedaron en nada, cuando la rubia se encaramó sobre ella y entrelazando las piernas son las suyas, sus dos coños entraron en contacto.

―Sigue regocijándote en esta vetusta haciéndole rememorar las mieles de la carne con vuestra concupiscencia― el fantasma la apremió.

―No eres ninguna vetusta― sollozó la joven sin dejarse de restregar con energía contra ella.

Antía supo de inmediato que le quedaba poco para ser liberada cuando notó que tanto su cuerpo como el de la chavala caían bajos los efectos de un hechizo. No tuvo que esforzarse mucho para comprender que su pariente quería sentir otro orgasmo antes de desaparecer. Lo que no previó y menos anticipó fue la intensidad y la duración del mismo.

― ¡Virgen santa! ― se oyó decir mientras todo su ser era sometido, zarandeado y masacrado por un placer tan largo como virulento hasta que agotada cayó sobre la joven.

Mientras ambas se recuperaban abrazadas, observó la cara de felicidad de Patricia y más tranquila al ver que acogía con alegría la sensual escaramuza que habían protagonizado, tiernamente la besó.

Afortunadamente a la rubia le faltaban las fuerzas para intentar reanudar hostilidades y dándole las gracias por su comprensión, se comenzó a vestir. Sabiendo que eso era algo que nunca debía volverse a repetir, ya desde la puerta y mientras se despedía de ella, hizo un último intento comentando lo excitada que se había sentido cuando la escuchó hablar de ese modo tan pedante.

―Era como si estuvieras poseída por otra mujer.

Riendo para no llorar, Antía contestó:

―La única que me ha poseído eres tú, ¡pedazo de zorrón! Ahora vete si no quieres que le diga a tu padre la clase de hija que tiene.

Desternillada, Patricia abrió la puerta y se marchó …

15

Increíblemente serena después de haber sido amada de forma tan inesperada por la joven, Antía meditó sobre las razones que habían llevado a doña María cobrar parte del precio acordado justo entonces. Por lo que ella misma le había dicho cuando pidió su ayuda, esa mujer y alguna antepasada de Estefany se habían enfrentado en el pasado. Es más, se había referido a su enemiga como la “bastarda del hombre al que amó y luego odió”. Sabiéndolo, supo que para la muerta auxiliarla en su misión iba más allá de su petición.

«Lo ve como un tema personal y quiere vengar algo que le sucedió mientras estaba el mundo de los vivos», se dijo.

Aunque estaba convencida de ello, eso no explicaba la extraña ternura que demostró con Patricia, cuando según todos los documentos a los que había tenido acceso esa mujer decían, además de que era una arpía, que había sido ejecutada por practicar magia negra.

«Todos sus contemporáneos temían su propensión a causar dolor en sus continuos arrebatos de ira». Conociendo ese extremo, la única explicación que le halló fue que previera que en un futuro iba a necesitar la ayuda de Patricia y amándola se aseguraba un aliado.

Seguía martirizándose con lo sucedido cuando escuchó a Estefany llegar y para que no sospechara nada, fue a recibirla a la puerta. La morena llegaba sudada después del gimnasio, pero eso no le importó cuando la estrechó entre sus brazos. Ese sudor y las feromonas reconcentradas en él rápidamente afectaron a la gallega y nuevamente sintió la necesidad de disfrutar entre sus brazos. Pero entonces, rechazándola, la colombiana comenzó a recorrer la planta baja del chalet olfateando todo a su paso. Observándola sin saber qué pasaba, Antia se percató que no solo estaba molesta sino preocupada.

«¿Qué le ocurre?», pensó sin desear interrumpirla.

De haber podido sondearla sin descubrirse, Antía se habría enterado que si se había separado de ella era porque le había llegado el tufo que había dejado doña María y que en él había descubierto magia. Por eso cuando de pronto se plantó frente a ella y directamente preguntó quién había estado allí durante su ausencia, no pudo más que confesar que Patricia.

― ¿Quién más? ¡Necesito que me digas a quién has dejado pasar!

 La histeria de su voz le hizo comprender que de alguna forma había advertido una presencia y daba por hecho que quién la había dejado era un enemigo. Por eso, con tono servil, contestó:

―Mi señora, le juro que nadie más. Si no sé lo diría.

 Gracias a los muros que había levantado en su mente, la bruja la creyó cuando de manera brutal escaneó su cerebro en busca de información. Pero eso, no la tranquilizó:

«Si Antía no le ha dado permiso de entrar, eso significa que ha traspasado mis defensas», concluyó completamente nerviosa: «Su poder debe ser enorme».

Esa certeza unida a que seguía sin saber quién la acosaba la puso al borde del infarto y sin importar que lo viera la criada, sacó de su bolso un frasco lleno de cenizas, cenizas que ella misma había recogido en el volcán del Cerro Bravo y las tiró al aire. La gallega gritó mientras a duras penas conseguía que la nube de polvo no se pegara a su ropa. Lo que no pudo evitar fue que las escorias se posaran en todos los lugares en los que había estado mientras doña María tenía el control de su cuerpo.

Obviando nuevamente su presencia, Estefany comenzó a seguir el rastro hasta llegar a la cama donde había retozado con la joven y girándose hacia ella, directamente le preguntó con quién se había acostado.

―Con la hija de don Gonzalo― sollozó cayendo ante sus pies.

― ¿Me estás diciendo que te has cogido a mi amiga?

―Mi señora, tuve que hacerlo. La señorita Patricia llegó furiosa preguntando si usted era la amante de su padre y para evitar que lo descubriera, dije que no, que era yo a la que usted se follaba.

―Eso no explica que hayas terminado con su coño en la boca― indignada, insistió.

―Al enterarse de que era su puta, me amenazó con contárselo a su viejo para que la echara, si no me acostaba con ella― llorando como una magdalena, se defendió.

 Conociendo a su amiga, la creyó incapaz de tal felonía y atribuyó su comportamiento a que al hacerla no tuviese el mando de su cuerpo y que al violarla estuviese poseída.

«Es así como el que me acosa consiguió cruzar mis hechizos. Teniendo a Patricia en su poder, fue la propia Antía quien lo dejó pasar», sentenció todavía más preocupada ya que para poseer a un ser humano era necesario ser un mago extremadamente poderoso…

Mientras eso ocurría, en el interior del Golf, Patricia se sentía feliz y radiante tras conseguir hacer realidad el sueño de tener a ese bellezón en sus brazos. Le daba igual que su amor no fuera correspondido y que esa mujer estuviera enamorada de su padre. Para ella había sido suficiente el haber disfrutado, aunque fuera brevemente, de sus besos. Tampoco envidiaba la suerte de su amiga:

«Pobre, no quiero pensar en lo que va a sufrir cuando se entere que solo se ha acostado con ella para sacarla de la depresión».

            Lo único que le cabreaba era la ceguera de su viejo.

«No entiendo cómo nunca se ha dado cuenta de que esa preciosidad suspira por él».

 Tentada a llamarlo y hacerle ver que estaba perdiendo el tiempo con amiguitas cuando la solución a su soledad la tenía en casa, prefirió no hacerlo y que fuera la gallega quien lo sedujera. No en vano pensaba que era algo que caería por su propio peso ahora que había decidido dejar los hábitos de monja y vestir de acuerdo a su edad.

«Papá no se va a poder contener en cuanto se percate de que es un bombón», pensó divertida mientras estacionaba el parking de su edificio.

Hasta el contoneo de su pandero mientras iba a hacía el ascensor denotaba su alegría. Haciendo recuento de sus últimos meses, comprendió que Manuel había pasado a mejor vida y que jamás volvería a echarlo de menos.

«Ojalá le vaya bien, pero lo dudo», pensó entrando al cubículo que la llevaría hasta su piso: «Nunca va a poder superar las secuelas de su enfermedad».

Dando por cerrado ese capítulo de su vida, decidió que debía salir al mercado y a pesar de ese rifirrafe lésbico, pensó en qué hombre le convenía.

«Debe ser alguien dulce y trabajador, que desee formar una familia y si es guapo, mejor», involuntariamente comenzó a enumerar una serie de cualidades que curiosamente su ex no cumplía ni por asomo.

Al darse cuenta, comprendió la razón por lo que lo había elegido como pareja:

«Quería molestar a papá».

En vez de horrorizarle esa conclusión, la hizo reír y abriendo la puerta entró a su apartamento, donde de pronto se encontró con Ricardo Redondo sentado en un sofá.

― ¿Qué coño hace usted aquí? ― indignada con la intromisión del sujeto, exclamó.

            Atusándose el bigote, el maduro sonrió mientras se levantaba. La seguridad que mostraba y el nulo caso que había hecho a su pregunta, la terminaron de enfadar.

            ― ¡Fuera de mi casa! ― chilló mientras señalaba la puerta.

            Haciendo oídos sordos a su petición, el intruso se sirvió una copa y retrocediendo sobre sus pasos, se volvió a sentar sin dirigirle la palabra. Sin otra cosa qué poder hacer, Patricia cogió el teléfono para llamar a la policía. Es más, ya estaba tecleando el número cuando escuchó por primera vez la voz del padre de su amiga.

            ―Siéntate. Tenemos que hablar.

            Aunque no elevó su voz, su tono fue tan enérgico que la rubia se vio impulsada a obedecer y tomando asiento frente a él, aguardó a que le dijera de que quería hablar. Lo malo fue que Ricardo no mostró ninguna prisa en comenzar y mientras la observaba como un tratante revisa el ganado que piensa comprar, se dedicó a saborear el ron añejo que se había servido.

―Por favor, dígame a qué ha venido y márchese― casi histérica, gritó a su indeseada visita.

Disfrutando de la turbación de la joven, el magnate se puso cómodo y dando un vistazo a su alrededor, comentó:

―Tienes un apartamento elegante, pero insuficiente.

― ¿Insuficiente para qué? ― replicó ya furibunda.

Desternillado de risa, se terminó su copa antes de contestar:

―Tu padre me robó mi bien más preciado, luego es lógico que yo viva con el suyo.

            La ira se tornó en terror al escucharlo y sabiendo que se refería a Estefany y a ella, se puso a temblar mientras le prometía no decir nada si se iba.

―Todavía no has entendido que, si me voy a alguna parte, ¡es contigo! ― fue su respuesta.

Cada vez más nerviosa Patricia se quiso levantar, pero no pudo. ¡Algo la retenía en el asiento! Retorciéndose, volvió a intentar huir y nuevamente se vio incapaz al estar sujeta por unas ataduras invisibles. 

― ¿Qué me pasa? ― se preguntó en voz alta mientras el colombiano sacaba una bolsa de su pantalón.

Su miedo se convirtió en terror cuando Ricardo cogió un puñado de polvo verde de su interior y por medio de un soplido, se lo lanzó a la cara. Al respirarlo, se vio inmersa en una pesadilla en la cual todas las células de su cerebro se vieron sacudidas por un dolor insoportable hasta que lentamente el sufrimiento fue transmutando en placer y avergonzada, se escuchó gemir como una marrana en celo. La violencia del orgasmo la dejó sin fuerzas de seguir luchando y por eso solo pudo asentir y obedecer al oír que ese sujeto le pedía que bailara para él.

Azuzada por el hechizo, Patricia se levantó y comenzó a mover su cuerpo al ritmo de una melodía inexistente, pero claramente sensual. Necesitaba, le urgía conseguir el beneplácito del hombre que la observaba y por eso, creyó necesario deslizar los tirantes de su vestido. Al hacerlo y descubrir sus pechos, se apoderó de ella una sensación de alivio al ver que éste sonreía.

―Soy una mujer muy guapa― ronroneó excitada mientras terminaba de dejarlo caer.

Sin que el tipo tuviera que decir nada, se giró y lució su pandero ante él. Ese exhibicionismo tan impropio de su carácter acentuó la calentura que la embargaba mientras volvía a bailar. Para entonces, solo existía en su mente un propósito, una idea, un afán: ¡seducirlo! Por ello, tomó el tanga que todavía conservaba y lentamente, se lo bajó. Ya desnuda, se acercó para que el maduro pudiese valorar la belleza de su feminidad.

Tenerlo a escasos centímetros de su boca, le hizo soñar con recibir un lametazo que confirmara que daba su aceptación y separando los pliegues que lo decoraban, se escuchó rogando que la premiara con un suspiro, con un sollozo o a poder ser con una caricia de su lengua. En vez de hacer caso de su ruego, Ricardo le ordenó que le acercara el maletín que había dejado sobre la mesa. Haciendo de esa orden su razón de existir corrió a buscarlo y retornando sumisamente se lo dio.

―Arrodíllate― dijo mientras metía la mano y sacaba un collar negro de su interior.

 Al contemplar ese accesorio, Patricia se sintió dichosa y cayendo hincada a sus pies, alargó el cuello para recibirlo.

― ¿Sabes lo que significara cuando lo lleves?

–Sí― suspiró: ― ¡qué soy la esclava de mi señor!

Satisfecho con su respuesta, Ricardo se lo abrochó…

16

Esa tarde noche al volver a su hogar, Alberto se encontró con Estefany cabreada y sin ganas de juegos. Ni siquiera cuando la besó, la morena le mostró el cariño al que se había acostumbrado y pensando que ya se le pasaría, fue por una cerveza a la cocina. Una vez allí y antes de pasar a su interior, observó desde la puerta a su criada cantando mientras cocinaba. Que estuviera feliz, no fue lo que le sorprendió sino verificar nuevamente el cambio que había dado y que todo en ella destilaba sensualidad. Ya no solo fueron esos pechos que su uniforme realzaba al llevarlo tan ajustado, ni su cintura de avispa, sino ese trasero con forma de corazón lo que lo tenían absorto.

«¡Qué pedazo de culo!», se dijo abochornado al sentir que bajo su pantalón crecía a ritmo imposible la voracidad de su apetito.

Deseando todavía mantener las distancias, la saludó y abriendo la nevera buscó en su interior una lata con la que saciar su sed. Al no encontrarla, se giró y preguntó a Antía si se habían acabado.

―No, don Gonzalo. Todavía quedan en el cajón de abajo.

Tan ensimismado estaba con el surco que se formaban entre sus pechos, que ni siquiera la oyó y tuvo que ser ella quien fuera a cogerla. Al hacerlo, se agachó sin prever que su pandero iba a entrar en contacto con la erección de su señor. Petrificada y excitada, se quedó inmóvil disfrutando de esa dureza entre sus nalgas. Es más, al darse cuenta de que su jefe tampoco hacía nada por retirarse, lenta pero insistentemente comenzó a frotarse con ella. El maduro no sabía cómo actuar, La educación aprendida desde niño le impulsaba a rechazar los mimos de su empleada, pero la insana atracción que sentía por ella le obligó no solo a quedarse sino llevar las manos a su cintura y colaborar con ella.

 Sin necesidad de hablar o decir nada, ambos dieron su aprobación a lo que ocurría y poco a poco se fue incrementando la velocidad y la potencia de ese restregar mutuo que sabían que terminaría convirtiéndolos en amantes. Mientras para ella sentir esa virilidad contra su sexo era un deseo largamente postergado, para Gonzalo resultó tan pecaminoso como atrayente y por eso ninguno de los dos hizo intento alguno de pararlo.

«Por dios, ¿qué estamos haciendo?», se lamentó el hombre al notar que la falda de su criada ya no era impedimento y que su bragueta estaba en contacto directo con el tanga de la gallega.

 Sabiendo que ella había empezado y que jamás podría sostener que la había forzado, seguía sintiéndose un bellaco, pero no por ello dejó de rozarse contra ella.

«Sigue mi amor, hazme tuya», en silencio, sollozó la meiga deseando que esa mañana no se hubiera puesto bragas.

Para entonces, Gonzalo había perdido parte de su pudor y cambiando de posición sus manos, comenzó a amasar los duros cachetes de Antía con delicadeza, pero firmemente. Nada más sentir los dedos del que sabía que el destino había reservado para ella, la meiga comenzó a gemir calladamente demostrando tanto que le gustaba como que le excitaba sentirse manoseada por él. Esos gemidos fueron el desencadenante que llevó a una de sus manos a subir por el cuerpo de su criada y tantear por vez primera, la rotundidad de sus pechos.

«¡Qué maravilla!», exclamó para sí al notar no solo la firmeza y volumen, sino que sus pezones estaban completamente erizados.

La ternura con la que su amado acarició sus senos avivó todavía más el incendio que sentía entre los muslos y ya completamente entregada al placer, notó que se iba acumulando a pasos agigantados en su interior. Tal y como previa y ansiaba, de pronto todo colapsó a su alrededor y de corrió completamente en silencio. Gonzalo se contagió del placer de su criada y mientras sus caderas seguían simulando poseerla, derramó avergonzado su simiente en el calzón.

Completamente entusiasmada por lo sucedido, le extendió la cerveza y acercando la boca a su oído, susurró:

―Muchas gracias, don Gonzalo.

Tras lo cual, huyó hacia su cuarto por lo que nunca vio la sonrisa de su señor observándola marchar.

«Esta niña siente adoración por mí y yo jamás me había dado cuenta», pensó y sintiendo orgullo mezclado de vergüenza, fue en busca de la que realmente era su pareja.

Al encontrarla leyendo un ajado volumen en la biblioteca, decidió imitarla y ponerse a leer. Por lo que cogió uno cualquiera, el cual no pudo ni abrir al estar rememorando cada suspiro, cada gemido que Antía dio mientras se entregaba a él. Desmoralizado por el desliz, miró hacia la colombiana temiendo que la chavala ya no le resultara maravillosa. Rápidamente comprobó que la atracción que sentía por ella seguía ahí y que incluso se había incrementado.

«Soy un pervertido», pensó y disimulando comenzó a pasar las páginas, mientras se imaginaba lo que sería tener a las dos entre sus brazos.

            Desconociendo tanto lo que acababa de pasar en la cocina, como el rumbo de los pensamientos de Gonzalo, Estefany estaba desesperada al no encontrar en ese libro de magia nada que pudiese usar contra el enemigo que desde las sombras sabía que la vigilaba.

            «Necesito contactar con mis muertos en busca de ayuda», se lamentó sintiéndose indefensa.

            Y habiendo tomado ya la decisión, de pronto comprendió que para ello debía de estar sola. Fijándose en el hombre que estaba a su lado y aunque lo amaba a su manera, lo sintió un estorbo. Por un momento estuvo tentada de ordenar a la criada que tenía en su poder que lo entretuviera, pero solo imaginar que la estrenaría sin ella le pareció una idea atroz.

            «Debo estar presente cuando la desvirgue», sentenció.

En vez de ello, optó por lo más fácil, después de cenar, le haría beber a alguna pastilla que les hiciera dormir profundamente y así poder conjurar a los espíritus sin ninguna interferencia…

 Tal y como había decidido al terminar de cenar y mientras Antía se ocupaba de limpiar los platos y adecentar el comedor, la bruja se acercó a la cocina a hervir agua para preparar una infusión que iba a usar para caer en trance. Lo que nunca se imaginó fue que la criada iba a reconocer por el olor las hierbas que estaba usando.

            «¿Para qué quiere un té de ayahuasca?», se preguntó al saber que esa mezcla se hacía con enredaderas oriundas de la región del río Amazonas y que, siendo un potente somnífero, también tenía caracteres alucinógenos. Asumiendo que lo iba a usar en algún tipo de ritual chamánico, no dijo nada y decidió que cuando lo hiciera ella la iba a espiar.

            Por eso, al cabo de unos minutos, apareció ante ella con una gragea y se la dio, lo único que se atrevió a preguntar para qué y que era. Sin ningún tipo de miramiento y sobre todo sin ocultar sus intenciones, Estefany contestó:

― Es una pastilla de eszopiclona, un potente somnífero que quiero que te tomes y que inmediatamente te vayas a dormir.

Simulando ser incapaz de desobedecer, la gallega abrió la boca y metiéndosela, bebió simulando que la tragaba. Tras lo cual, se dirigió al cuarto y se hizo la dormida.

«Nos quiere sedados para actuar libremente», meditó mientras daba tiempo a que la bruja se confiara y así poder observar el propósito de lo que pensaba realizar.

No tardó demasiado en empezar a escuchar el sonido de un tambor y la voz de su enemiga entonando unos cantos cuyas palabras no pudo identificar al estar en uno de los idiomas indígenas.

«Todavía no es el momento», se dijo mientras se removía incómoda en la cama: «Debo esperar a que la ayahuasca le haga efecto».

Cuando de pronto el retumbe se aceleró y tras alcanzar un clímax comenzó a menguar, supo que había llegado la hora de levantarse. Descalza para que sus pasos no produjeran algún ruido que pudiese alertarle recorrió el pasillo y sin entrar, vio a la morena bailando al son de una música imaginaria totalmente desnuda y con un penacho de plumas en la cabeza.

Por su experiencia como Meiga supo que Estefany estaba en trance y que a partir de ese momento nada de lo que ocurriera a su alrededor tendría de importancia, porque su mundo era otro. Sabiéndolo, se sentó en el suelo ya sin necesidad de ocultarse mientras la hispana se ponía a saltar sobre la alfombra entonando de nuevo una canción.

«Podría haber un terremoto y no se enteraría», confiada pensó mientras seguía interesada el ritual que la joven estaba llevando a cabo. 

La voluptuosidad de sus pechos saltando y rebotando al ritmo de sus saltos la hizo recordar cuando los había tenido entre los labios y se sorprendió excitada. Rechazando con eficacia el rumbo de sus pensamientos, se concentró en lo que hacía y por eso pudo ser testigo cuando se desplomó y comenzó a llamar a sus espíritus en español:

―Ancestros, parientes, reyes y dioses de la amazonia, vuestra elegida necesita de vuestros consejos. Bosques verdes, aguas azules, fuegos purpúreos, aires cristalinos, oídme y prestadme vuestra atención. Un enemigo ronda esta casa y no sé quién es, ni cómo combatirlo.

Al escuchar esa súplica, la meiga se vio en peligro porque de ser escuchada su presencia quedaría al descubierto y por eso trató de salir corriendo para tomar el bolsón donde tenía todos sus amuletos, todos sus runas, todas sus pócimas y así poder defenderse. Aterrorizada, se vio totalmente atenazada mientras oía el susurro de doña María de Zozaya diciéndola que estuviese tranquila porque no tenía nada que temer.

― ¿Cómo quiere que me calme si me va a descubrir? ― gritó al fantasma que no podía ver, pero si escuchar.

―Hija de la hija de mi hija, nada maléfico puede provenir de la descendiente de mi idolatrada.

― ¡Por dios! ¿Quién es tu idolatrada? ― histérica al no poder moverse, preguntó.

―Soy yo― levantándose del suelo donde había caído, Estefany contestó: ―Rosana María Guajardo y Esquivel.

Ante su estupefacción, doña María tomó su control y corriendo hacia la mujer se fundió con ella en un beso eterno. Ni siquiera fue algo sexual, fue tan íntimo y bonito que de haber podido Antía se hubiese echado a llorar. Durante unos minutos ninguna de las dos habló y solo disfrutaron de unas tiernas caricias producto de un amor que los siglos no pudieron menguar ni atenuar su fulgor.

― ¿Cómo he añorado la tersura de tus labios y el surco de tus maravillosas arrugas? ― demostrando que para ella doña María conservaba la misma apariencia que cuando fue quemada, sollozó.

―Yo también, mi hermosura. No ha transcurrido ni un día en estos más de cuatrocientos años que no haya clamado que por mi culpa nos hayamos consumido en la pira que encendió las manos del inquisidor.

― ¡No hables del criollo! Te lo prohíbo― sollozando, le rogó: ―Ese maldito que nos unió y luego nos persiguió como si fuéramos alimañas.

―Lo sé, princesa mía. Pero ha vuelto y desea repetir su maldad en las niñas cuyos cuerpos estamos usando.

― ¡Debemos advertirlas! Debemos alertarlas antes de que su infausta semilla germine en ellas y se vean abocadas a nuestra misma maldición.

«¿Qué maldición?», se preguntó Antia desde el interior de su cuerpo mientras Estefany hacia lo mismo desde el suyo.

Aunque en ese momento, ambas supieron de que podían oírse, pero estaban tan sorprendidas que ninguna lo intentó y gracias a ello, ambas pudieron oír la respuesta de Rosana:

― Benigno Carvajal ya era el marido de mi amada María cuando me llevó a su casa en calidad de mucama. Allí tras seducirnos y convencernos con bellas palabras, nos obligó a entregarle nuestros divinos dones y a que saciáramos sus perversos sentidos retozando entre nosotras. Lo que nunca pudo prever que fue que a raíz de ello nacería un amor tan puro que no pudo romper con su magia.

― ¿También él era brujo? Creía que habías dicho que era un inquisidor.

―Los más fieros inquisidores de la historia han sido grandes nigromantes y entre ellos, Benigno, el peor― interviniendo contestó doña María.

― ¿Cuál fue la maldición que os lanzó?

―Realmente fueron dos. La primera y de la cual vosotras sois por nuestra vía, víctimas de ella, fue dejarnos en cinta…― contestó y haciendo un breve parón, prosiguió: ―Ambas sois descendientes del criollo.

Tomando la palabra, Rosana añadió llorando:

―La segunda fue que ni después de muertas pudiésemos estar juntas

 El dolor de los dos fantasmas la enterneció, pero cayendo en las similitudes y que al igual que ellas, una había sido la criada mientras otra ejercía de señora, escandalizada la pelirroja chilló:

― ¡Gonzalo es un buen hombre! ¡No es ningún inquisidor!

―Tampoco es a él a quien debes temer― contestó doña María mientras en compañía de su amada se separaba de ella y juntas se desvanecían en el aire.

― ¿Entonces a quién? ― insistió la meiga mientras sentía que recuperaba el control de su cuerpo.

Echándose a llorar, la morenita contestó:

―A Ricardo Redondo, el que fue mi mentor y del que estoy huyendo.

―Pero ese hombre, ¡es tu padre!

― ¡Nunca lo fue! Solo es el que siendo niña ¡me adoptó!

Ya solas, bruja y meiga se quedaron escudriñándose entre ellas y mientras la hispana todavía estaba tratando de asimilar que la pelirroja no era la desvalida criada que siempre creído, ésta no sabía qué pensar. Y es que a pesar de todas las razones que tenía para odiar a la mujer que la miraba con ojos tiernos, ¡no podía! Furiosa consigo misma, se echaba en cara que le resultara imposible aborrecer a la mujer que había atacado a su madre, a la zorra que le había robado el marido y que encima había querido esclavizarla con un hechizo.

            «Juré que combatiría a todas aquellas que practican la magia negra», se lamentó sabiendo que había fallado en la misión que le encomendaron las ancianas: «Debería aprovechar que la ayahuasca sigue limitando sus poderes para matarla».

            Con ello en mente, cogió una figura de bronce de un estante y la levantó mientras la morena, todavía arrodillada, la observaba indefensa:

            «¡No soy una asesina!», dejándola caer al suelo, huyó del salón para refugiarse en su habitación.

            Al contemplar lo cerca que había estado de morir en manos de la que hasta minutos antes pensaba que era su sierva, Estefany se echó a llorar consciente de la rastra de motivos que tenía para odiarla…

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