
10
Ya en la calle, me metí en el primer bar que vi abierto. Sintiéndome un puto pelele en manos de un muerto, busqué ahogar mis problemas en alcohol y por eso nada más sentarme en la barra, pedí un primer lingotazo al camarero. Lingotazo al que siguieron otros mientras intentaba aclarar las ideas y comprender el por qué Xavi me había elegido a mí como jefe de la hermandad.
«No tiene sentido que llevase cuatro años preparando el terreno», pensé al tomar en cuenta la edad de esas crías y sumarle el periodo de embarazo.
Con la certeza de que Consuelo y Patricia eran parte de su plan desde el principio, todavía me quedaba la duda del grado de participación de Rosa y si mi amiga de tantos años lo sabía. Dándole vueltas, me resultaba difícil creer que formaba parte de la siniestra secta de su marido y preferí pensar que era tan víctima como yo.
«Puede estar condicionada, pero sigue siendo una buena persona».
Haciendo un recorrido entre las tres, me centré en Consuelo y muy a mi pesar, no me quedó otra que disculparla al asumir que siempre había sido transparente y que desde que la conocí nunca había ocultado su relación con Xavi. Otra cosa era Patricia, ella me había engañado desde el principio.
«Nuestro encontronazo no fue casual sino premeditado», me dije recordando el día que me la habían presentado en una exposición. Meditando sobre ello, recordé que la conocí gracias a otro de mis colegas de profesión: «Pepe también debe formar parte de la hermandad», concluí asumiendo que no podía fiarme de nadie.
Muy molesto seguí dando vueltas a su traición y sabiendo que formaba parte de un escuadrón de asesinos, puse en duda incluso que trabajara en Ernest and Young.

«Siempre la había considerado una frágil damisela», murmuré cabreado dando un sorbo a mi whisky: «¡Un cerebrito!».
La sensación de derrota no me dejaba en paz. Pensando en volver a casa, caí en que tenía a Verónica y a Danka de okupas, y eso considerando que mi jefe y su homólogo checo se hubieran ido.
«Algo tengo que hacer. A este paso toda la hermandad terminará en el piso», me quejé mientras pagaba la cuenta.
A la salida, paré un taxi. Con alguna copa de más, había decidido echar a las acólitas y recuperar mi hogar. Por eso cuando el conductor me preguntó la dirección, pedí que me llevara directamente a casa. Supe que algo pasaba cuando al enfilar la calle donde vivía, me encontré con cinco patrullas y dos ambulancias aparcadas frente al edificio.
– ¿Qué ocurre aquí? – sacando mi documentación, pregunté al uniformado que impedía el paso de curiosos.
-Un momento, por favor- contestó éste mientras avisaba a su superior de mi presencia.
Estaba aguardando en la acera que me hicieran caso, cuando de pronto una explosión me lanzó contra una de las lecheras. Durante unos segundos, no supe reaccionar con todo dándome vueltas.
«Danka y Verónica todavía están ahí», pensé mientras me levantaba.
Temiendo por sus vidas, intenté entrar, pero los policías cayeron sobre mí y lo hicieron imposible:
-Les exijo que me dejen pasar. Soy el subdirector del CNI y tengo a dos colaboradoras y a mi jefe ahí dentro- exigí haciendo valer mi puesto.
-No puedo permitírselo hasta que los expertos en explosivos no lo autoricen- escuché que un mando me decía.
Girándome hacia él, le pedí que se presentara y me informara.
-Soy el comisario Alberche de la unidad de información-dijo mostrando sus credenciales.
– ¿Cuénteme qué ha pasado? ¡Vivo aquí!
-Lo sabemos. Su propio jefe, el director Morgado nos pidió que viniéramos a repeler un ataque que estaban sufriendo.
– ¿Quiénes lo atacaban? – musité alucinado.
-Esperábamos que usted nos lo dijera. Cuando llegamos y antes de desalojar al hallar una bomba a punto de explotar, solo pudimos certificar dos muertes – contestó puso en mis manos unas fotos donde se veía los cadáveres de mi superior y de su homologo checo para que los identificara mientras escuchaba sirenas de bomberos llegando a apagar el incendio que la detonación había provocado.
-Exijo completa discreción, nadie puede hablar de esto hasta que hablé con el ministerio- contesté al prever las consecuencias internacionales de todo ello.
– ¡Dígame al menos sus identidades! – cabreado el tal Alberche replicó.
-Lo siento, no estoy autorizado- cogiendo el móvil contesté.
Tras lo cual, separándome de él, llamé a un número de emergencia que me habían dado al asumir el puesto. Tras explicar brevemente y sin da demasiados detalles la situación, pedí que me pasaran con la ministra o alguno de sus más próximos colaboradores.
Tras dos timbrazos, fue el subsecretario Alboz el que contestó. Al ser el padre de mi secretaria y miembro de la hermandad, no tuve que guardarme nada y tras contarle la muerte del director y de su colega, tuve que confesarle que desconocía el destino de su hija y de mi otra acolita.
-Al menos no tengo constancia de que hayan muerto- añadí asumiendo su dolor.
-Ahora mismo, le mando una escolta. Espere allí- contestó desolado el pobre sujeto.
Confieso que me entraron dudas sobre si debía hacer caso y aguardar ahí o huir, al recordar la negativa de Consuelo a acudir a mi piso aludiendo que no lo consideraba seguro. Aunque en ese momento, había dado por sentado que sus reparos se debían a no querer hablar de ese tema en presencia de mi jefe, ahora no lo tenía claro:
«Solo espero que la hermandad no sea la responsable y haya sido casualidad», me dije mientras instintivamente tocaba la pistola reglamentaria que llevaba bajo la chaqueta.
El frio tacto del metal bajo mis yemas permitió que me tranquilizara y comprendiera que debía orientar mis sospechas hacia otra parte:

«No tiene sentido que una organización atente contra sus propios miembros», me dije recordando que tanto las desaparecidas como Novak Dušek, el jefe de inteligencia checo, formaban parte de su estructura.
De ser cierta esa conclusión, supondría que alguien había atentado contra la Hermandad.
«Nadie me ha hablado ni mencionado que tengamos un enemigo», sentencié preocupado. Meditando sobre ello, dirigí mis sospechas hacía alguna agencia gubernamental, tipo la CIA o el FSB ruso.
Sin gustarme la organización de la que se suponía que era el máximo dignatario, por mero instinto de supervivencia decidí hacer frente a la amenaza:
«Ante todo debo sobrevivir», acababa de concluir cuando dos blindados aparcaron y tres hombres con metralletas bajaron.
Por un momento temí por mi vida, pero entonces se presentaron como la escolta que Alboz había mandado por mí:
-Grande entre los Grandes, el consejo nos ha mandado a protegerle.
Ese saludo disolvió mis reticencias y protegido por ellos, me metí en el primero de los coches. Una vez dentro, reconocí a mi chofer al volante.
-Joaquín, ¿dónde vamos? – pregunté.
-El subsecretario me ha pedido que lo lleve directamente al paseo de la Castellana- contestó informándome del destino: -La ministra quiere verlo.
Justo entonces caí en que muerto Morgado, automáticamente me había convertido hasta que no nombraran al sustituto en director en funciones del CNI. Consciente de que ese ascenso era temporal y que difícilmente se prolongaría en el tiempo al ser un completo novato y desconocer cómo funcionaba la casa, me centré en preparar una explicación de lo sucedido.
Asumiendo que el difunto había hecho llegar a la política el supuesto objeto de la reunión, decidí mantener la versión que había manifestado.
«Así no tendré que buscar otra explicación a que además de la muerte del director y de su homólogo haya desaparecido la ultraderechista checa», concluí dando un valor menor a la de mi secretaria.
Con ello en mente, llegamos al ministerio y subiendo al último piso me planté frente a las secretarias de doña Paloma.
-Disculpen, vengo a ver a la señora ministra- comenté señalando el gafete que llevaba en la solapa.
Levantando la mirada, una de ellas sonrió y presionando el intercomunicador, informó a su jefa de la llegada del señor Urbieta:
-Pase, le está esperando.
Un tanto nervioso por el resultado de la conversación, entré a la oficina de la mandamás de Defensa sin saber que estaba acompañada los ministros de Interior y de Asuntos Exteriores.
«Debí habérmelo imaginado», me dije asumiendo que su presencia se debía a las identidades de las víctimas y sus repercusiones internacionales.
-Juan, únete a la reunión- señalando una silla vacía, comentó mi superiora: -Queremos saber qué asunto llevó a Morgado a reunirse con Dušek fuera del CNI.
No me pasó inadvertido que esa política me había tuteado mientras se abstenía de revelar a sus compañeros de gabinete que dicha reunión había tenido lugar en mi casa. No queriendo dejarla en mal lugar, me senté y comencé a explicar que al analizar la muerte de un derechista checo habíamos llegado a la conclusión que nada sugería la participación rusa en el asunto y que usando nuestros contactos Morgado y yo habíamos citado a su lugarteniente en el partido en Madrid.
-Por discreción, el director me envió en compañía de una secretaria del CNI a hablar con ella. Durante esa reunión, Danka Balusek nos informó que era una infiltrada de la inteligencia Checa en el partido y que si queríamos más información debíamos hablar con su jefe.
-De ahí, la presencia de Novak Dušek– murmuró el titular de Exteriores.
Asintiendo, comenté que ese jefe de inteligencia se había desplazado a España para que no pusiésemos en peligro la tapadera de su colaboradora:
-Para el gobierno checo, tener en nómina a la líder de esa organización ultraderechista era una oportunidad que no querían desaprovechar- añadí.
-Entonces… ¿debemos suponer que Morgado ha sido víctima colateral de un tema ajeno a la seguridad de España y que, aunque haya tenido como escenario Madrid es un asunto checo? – preguntó el ministro de Interior.
Midiendo mis palabras, contesté que no teníamos datos que nos hicieran sospechar lo contrario. Mientras los otros dos políticos respiraron y dieron carpetazo al asunto, de reojo advertí que mis argumentos no habían convencido a doña Paloma. Por eso no me extrañó que, tras despedir a sus colegas, esa mujer ordenara me quedara.
-Juan, nada de lo que has dicho justifica que los culpables del asalto se hayan llevado también a la otra mujer: ¿Qué valor puede tener para ellos Verónica Alboz para que secuestrarla cuando era más fácil matarla?
-Información- respondí comprendiendo que mi jefa se había planteado algo en lo que yo no había caído: -No debemos olvidar que era mi secretaria y quizás quieren sacarle lo que sabemos.
-Pon a los mejores hombres del CNI en este asunto. Nuestra prioridad es ella. Tenemos la obligación de recuperarla y si de paso liberamos a la tal Danka ¡mejor! Ahora vete y mantenme informada.
-Así lo haré- contesté para a continuación salir de su despacho…
Ya en el ascensor, reparé en que debía de ir a ver al subsecretario para darle las condolencias por lo de su hija y por eso en vez de ir a teclear la salida, marqué la planta donde estaba su oficina. Al entrar a verlo, estaba desencajado y asumiendo que era el dolor de padre lo que lo tenía así, fui a darle un abrazo. Pero sacándome del error, el hombre tartamudeó que el consejo le acababa de hacer llegar unas funestas noticias que tenía que conocer y que hacían posible que todo fuera un complot contra la Hermandad. Sin entender a qué podía referirse, exigí que continuara y se diese prisa en contarme:
-La primera y siento ser yo quien deba informarle, es que el asalto que usted autorizó resultó ser una encerrona y que todo el grupo ha caído bajo fuego enemigo.
Al escuchar el fracaso de esa operación, tuve que sentarme:
– ¿Patricia también ha muerto? – pregunté con el corazón partido a pesar de su traición.
-No lo sabemos… no se ha encontrado su cuerpo, pero asumimos que es una posibilidad. Pero las malas noticias no acaban ahí, debo también notificarle que doña Consuelo Mercado ha desaparecido.
Confieso que me costó asimilar el alcance de esa información y tras unos segundos de dolor, respondí indignado que no era un complot contra la Hermandad sino contra mí.
-No entiendo- murmuró Alboz.
– ¡Por dios! ¡Piense! Nos enfrentamos a alguien que conoce perfectamente nuestra estructura y conociéndola ha diseñado un plan para atacarme- viendo que seguía en la inopia, proseguí: – ¿No le parece extraño que en menos de tres horas hayan secuestrado a dos de las esposas de mi antecesor y a mis dos acólitas?
– ¿Por qué dice secuestrado y no asesinado? – preguntó con tono esperanzado al ser su hija una de ellas.
-Sea quien sea nuestro enemigo, las necesita vivas para tener algo con lo que negociar.
– ¿Negociar el qué? – insistió.
Iba a contestar que pronto lo sabríamos cuando recordé a Rosa y a las tres niñas y asumiendo que también ellas estaban en peligro, le exigí usar todos los efectivos que tuviese a mano para protegerlas. Mirando el reloj comprendí que tenía solo treinta minutos para que el tren en el que venía la viuda llegara a Atocha.

-Ocúpese de mandar dos equipos a recoger a las hijas de Patricia y de Consuelo mientras yo voy a por Rosa y su chavala. Por la hora deben ya estar en sus casas. Solo espero que llegue a tiempo de ponerlas a salvo.
Entendiendo la magnitud del problema, el subsecretario llamó al encargado de la seguridad del ministerio y le ordenó que añadiese cinco elementos a la escolta que me había llevado hasta allí. Como toda precaución era poca, acepté su ayuda y cinco minutos después un nutrido grupo de hombres armados hasta los dientes salíamos del edificio.
Afortunadamente el tráfico era fluido y diez minutos antes de que el AVE llegara a la estación, estaba esperándolas en el andén. Mientras aguardaba su llegada, comprendí que debía llevarlas a un lugar seguro y como no me fiaba de nadie, llamé a un amigo de Santander y le pedí que me dejara durante unos días su piso en Madrid al recordar que estaba en Guzmán el Bueno, frente a la dirección General de la Guardia Civil.
«Es una de las zonas más protegidas de la ciudad y cualquier operativo en mi contra, sería inmediatamente detectado por el sistema encargado de la seguridad de esas instalaciones».
Tal y como suponía, Pepe me lo prestó sin hacer preguntas al asumir que lo necesitaba de picadero. Lo único que me dijo fue que pidiera las llaves al conserje y que anduviese con cuidado porque andar con una casada era peligroso.
– ¡Qué bien me conoces! – riendo contesté justo cuando anunciaban la llegada del tren.
Avisando a mi gente la puse en movimiento para que proteger a Rosa y la niña, no fuera a ser que mi enemigo hubiese mandado secuestrarlas. Con las espaldas cubiertas, vi abrirse las puertas del vagón donde venían y me di prisa para recogerlas. La primera en verme fue Lara y soltándose de brazos de su madre corrió a besarme.
Al tener a mi ahijada en los brazos, recordé que esa cría era biológicamente mi hija y mientras concluía que no dudaría en dar mi vida por mantenerla a salvo, dos gruesos lagrimones recorrieron mis mejillas.
«Tengo una hija… ¡qué digo! ¡Tengo tres!», me dije tratando de asimilar la sensación de ser padre.
Al llegar, Rosa me encontró llorando y completamente conmovida, me abrazó comentando lo mucho que me había echado de menos. Lo que jamás se esperó fue que, producto de la tensión que había soportado, la besara con pasión.
-Juan, tenemos público- susurró en mi oído mientras su cuerpo la traicionaba e instintivamente se comenzaba a frotar contra mí.
La rapidez con la que bajo el pantalón mi pene se alzó me avergonzó y sonrojado, me separé de ella diciendo:
-Tenemos qué hablar. Hay algo que debes saber….
11
De camino al coche compré a Lara un juego para mantenerla entretenida y así poder hablar libremente con su madre. E hice bien porque me topé con incredulidad de Rosa al explicarle la clase de hombre qué había sido su marido y cómo además de manipularla había creado una organización mafiosa con tintes totalitarios.
-Xavi no era así- protestó defendiendo tanto la memoria del hombre con el que había compartido tantos años como la razón de la atracción que sentía por mí.
Sin ánimo de discutir, no quise llevarle la contraria y cambiando de tema, quise que me contara cómo habían engendrado a su hija. Cogida por sorpresa, fue incapaz de mentir y reconoció que se había sometido a un tratamiento de fertilidad echándose la culpa de no quedarse embarazada.
-El problema no era tuyo, era de él- respondí: -Me acabo de enterar que Xavi era estéril y que usó mi semen para fecundar el óvulo con el que te inseminaron.
Acaba de soltar la bomba cuando el móvil que llevaba en el bolsillo, comenzó a sonar. Viendo que era Alboz el que llamaba, contesté.
-Hemos recogido los dos paquetes, ¿dónde quiere que los llevemos? – contestó ocultando a posibles interferencias la realidad de su encargo.
Tras dar la dirección de mi amigo, le pedí que reforzara las precauciones y que le veía ahí. Al colgar, la viuda que no era tonta me preguntó qué era eso que me iban a llevar. No teniendo nada que ganar si se lo ocultaba ya que no tardaría en conocerlas, le expliqué que su difunto marido había inseminado a otras dos mujeres al mismo tiempo que a ella y que esos paquetes eran las hermanas genéticas de Lara.
-Se llaman Luisa y Lorena… y son idénticas a tu pequeña.
Rosa se quedó muda tratando de digerir lo que acababa de conocer. Aprovechando su mutismo, le expliqué que se iba a tener que ocupar de esas crías porque sus madres habían desaparecido y que por eso íbamos a un lugar seguro:
-Cuando dices que han desaparecido, ¿quieres decir que han muerto?
-Espero que no, pero no es algo descabellado- respondí.
Demostrando la clase de mujer que era, la morena contestó:
-Siendo hermanas de Lara e hijas tuyas, las trataré como si fueran mías.
Justo entonces nos dimos cuenta de que la nena había seguido atenta la conversación y es que, pegando un chillido de alegría, comentó que siempre había soñado con tener hermanas.
-Papito, ¿cuándo me las vas a presentar?
La felicidad que mostró y por qué no decirlo la forma en que se refirió a mí me enternecieron y regalándole una sesión de besos, respondí que en menos de media hora.
Veinte minutos después, ya nos habíamos instalado en el piso de Guzmán el Bueno, cuando tocaron a la puerta. Rosa que hasta entonces había permanecido serena, se colgó de mi brazo diciendo:

-No sé qué me ocurre. ¡Estoy histérica!
Compartiendo sus nervios al irme a reencontrar con Luisa y a conocer a Lorena, me quedé paralizado y fue Lara la encargada de abrirla. A nadie extrañará que, mientras su hija saludaba a sus hermanas, la viuda se echase a llorar y ¡yo con ella!
-Son igualitas- conseguí murmurar al verlas juntas y agachándome, les pedí que me abrazaran.
Luisa, a la que reconocí por llevar la misma ropa que el día anterior, se lanzó sobre mí mientras la otra trilliza se nos quedaba mirando.
-Lorena, ¿sabes quién soy? – pregunté.
-Creo que eres mi padre- con la misma voz de la que siempre había considerado mi ahijada, contestó sin hacer ningún intento de acercarse.
-Así es, mi pequeña. Y me gustaría darte un beso- imprimiendo toda la ternura que pude a mi voz para no forzarla, susurré.
– ¿Y esta señora? – manteniendo las distancias, comentó señalando a Rosa.
-Soy la madre de tu hermana Lara y buena amiga de tu mamá. ¡Considérame tu tía! Voy a ocuparme de ti mientras ella vuelve-contestó y rompiendo la tirantez del momento, se puso a cubrirla de los mismos besos que yo quería darle.
Impactada por esa demostración de cariño, la coraza de la chiquilla se disolvió como un azucarillo y con la cara posada en el pecho de la morena, se puso a llorar diciendo que quería ver a su mamá. Quitando de mis brazos a la tercera trilliza y a su hija, Rosa se unió al llanto de Lorena diciendo:
-Vuestro papá las traerá de vuelta y todos juntos seremos una familia.
Todavía arrodillado observando la escena, mis ojos se llenaron de lágrimas al no estar seguro de poder cumplir esa promesa. Por ello, dejándolas al cuidado de la viuda, llamé a mis subordinados en el CNI preguntando por las pesquisas que habían realizado y qué sabían. Era tanto el revuelo que la muerte de Morgado había provocado en la institución que tras cinco infructuosos minutos tratando de hallar al agente encargado de las investigaciones, no me quedó más remedio que reconocer que debía personarme ahí y ya in situ, ponerme a la cabeza del asunto.
Sin tenerlas todas conmigo, me acerqué donde estaba Rosa y le expliqué que debía marchar, pero que me esperara a cenar con las trillizas.
-Vete tranquilo, a todos los efectos y mientras no recuperen a sus madres, son mis hijas- aceptando mi ida y con una sonrisa, respondió…
.
La visita al CNI no pudo ser más frustrante. Sin nadie que pusiera orden, todos los departamentos hicieron suya la investigación de la muerte del director solapándose en las funciones. Ejerciendo el puesto interinamente, impuse al frente a Camilo Ordoñez, un agente bregado en mil batallas y con amplia experiencia. Tras el nombramiento, las aguas se calmaron y los resultados me comenzaron a llegar. Entre ellos una grabación en la que se podía ver a los atacantes sacando vivas a Verónica y a Danka. Sabiendo de su importancia, llamé a la ministra para informarle.
Al notificárselo, me pidió que se lo dijera al subsecretario. Obedeciendo marqué su número. Al anunciarle que su hija había salido secuestrada, pero por su pie del piso, se echó a llorar dándome las gracias por llamarlo.
-Es lo menos que podía hacer con el padre de mi acólita- contesté antes de preguntar qué sabía del destino de Patricia y de Consuelo.
Bastante abochornado, reconoció que no disponía de noticias nuevas de ninguna de las dos.
-Contacta con el consejo y muéstrales mi enfado- contesté y abusando del miedo cerval que existía en la organización a fallarme, añadí: -Pedro. Quiero avances o empezarán a caer cabezas.
Tal y como preveía, ese ultimátum cuajó en el hombre y casi tartamudeando, contestó que no pararía ni a dormir hasta que me pudiese decir algo.
-No importa la hora, cuando tenga la más mínima información, márqueme- antes de despedirme, exigí.
Cabreado, comprendí que nada útil hacía allí y que mi presencia intimidaba a los investigadores, por eso repitiendo la misma orden exhorté a Ordoñez a despertarme con cualquier noticia.
-No esperaba menos de usted después de leer su hoja de servicios- comentó el tal Camilo.
– ¿Por qué lo dice? – pregunté.
-Morgado me pidió que lo investigara y así supe del prestigio que se había formado en el frente.
– ¿De qué prestigio me habla? – ya saliendo por la puerta insistí.
-Entre los soldados a su cargo existía la confianza que siendo usted el mando no dejaría a nadie atrás.
-Yo y cualquier otro, un militar siempre ha de velar por sus hombres.
Poniendo cara de asombro, no contestó y sonriendo, me dijo adiós. Molesto por que dudara que era así, me subí al coche que me esperaba en la puerta.
-Joaquín, llévame de vuelta – dije dejándome caer en el asiento.
El conductor no necesitó más detalles y tomando la autopista de la Coruña, en menos de diez minutos me dejó en Guzmán el Bueno.
– ¿A qué hora lo recojo? – preguntó.
-Si no te llamo, a las ocho- respondí bajándome.
En el portal de mi amigo, me topé con tres Geos armados que me pidieron la documentación antes de dejarme entrar. Al dársela, se presentaron y me dijeron que les habían encomendado mi protección por orden personal de la ministra.
-Denle las gracias- respondí con prisas mientras tomaba el ascensor.
Al llegar a la quinta planta donde estaba el piso, había otro elemento custodiando la entrada. Al cual debieron notificarle mi llegada porque cuadrándose, se hizo a un lado para que pasara.
-Buenas noches- lo saludé y sin más florituras, abrí la puerta.
Ya en el hall, escuché unas risas y siguiéndolas, me encontré con Rosa tirada en el suelo jugando con las trillizas. Curiosamente, Lorena fue la primera en saltar sobre mí comentando lo bien que se lo había pasado con sus hermanas.
-Me alegro- enternecido respondí cuando olvidando sus antiguas reticencias, la más arisca de mis hijas me besó.
Imitándola, las otras se lanzaron a mis brazos y por eso, Rosa tuvo que ingeniárselas para evitando los cuerpecitos de las pequeñas darme un breve pico en los labios.

-Amor mío, te hemos echado de menos.
El cariño de la viuda y de las crías me hizo reír:
-Pero si solo he estado tres horas fuera.
-Bobo, para nosotras ha sido una eternidad- contestó y disimulando mientras usaba una mano para acariciarme el trasero, me informó que la cena estaba lista.
Desternillado le comenté que bajo su vestido se le notaban los pezones erectos. La burrada lejos de cortarla, la animó y susurrando en mi oído, me recordó que si los tenía duros era porque sabía que esa noche se entregaría a mí.
-Y ¿qué hacemos con la ropa tendida? – dejé caer señalando a las niñas.
-Las he autorizado a dormir juntas en el cuarto de al lado. Así que, si no me haces gritar mucho, no tendremos problemas- denotando sus ganas, replicó con picardía.
Sin evidenciar ante ella lo mucho que me apetecía, la llamé puta.
-No lo sabes tú bien. Llevo soñando con esta noche desde que me aceptaste como mujer- riéndose contestó.
He de confesar que después de un día tan funesto, su alegría fue reconfortante y solo el recuerdo de Xavi y cómo le había manipulado la mente evitaron que hiciese realidad su deseo en ese momento. Aun así, decidí darle un anticipo en forma de azote.
– ¡Qué bruto eres! – sorprendida chilló al recibir esa imprevista caricia mientras se palpaba las nalgas: – ¡Para eso son, pero se piden!
No pude retener una carcajada y tomándola de la cintura, musité en su oído que o pasábamos cenar o tendría que buscar mi sustento entre sus piernas. Juro que le solté esa bestialidad con la intención de sonrojarla, pero tras de ponerle brevemente las mejillas coloradas se repuso. Y en respuesta, se quitó las bragas para a continuación dármelas diciendo que las considerara un aperitivo. Divertido con esa lucha dialéctica, decidí no quedarme atrás y acercándomelas a la cara, las lamí añadiendo que las encontraba riquísimas.
– ¿No ves que están las niñas? – gruñó haciéndose la escandalizada.
Al comprender que tenía razón, me abstuve de seguir picándola.
-Nenas, ¿no tenéis hambre? Yo esto que muerdo.
Como si fueran una, las trillizas se echaron a reír y corrieron fueron a sentarse a la mesa. Ya en sus sillas, no dejaron de jugar mientras entre Rosa y yo les servíamos. Su algarabía no cesó ni siquiera cuando los mayores tomamos asiento.
-Diles algo, a mí no me hacen caso- protestó la viuda al no conseguir que empezaran a cenar.
Asumiendo que era mi deber, decidí ejercer de padre. Pero en vez de recriminarles el comportamiento, comenté que la primera en acabarse todo iba a ser la encargada de elegir el cuento que les leyera antes de dormir. Como por arte de magia, se callaron y se pusieron a devorar lo que tenían en su plato. Lorena fue la más rápida en zamparse la cena y reclamando su derecho, eligió el gato con botas. Reconozco que me resultó sumamente raro que ninguna de sus hermanas protestara. Por eso al terminar todos y después de ponerles el camisón, me tocó narrar las aventuras del hijo del molinero y de su mascota.
Las emociones de ese día no tardaron en pasarles factura y una tras otra fueron cayendo en brazos de Morfeo. Absorto velando su sueño, me sentí incapaz de diferenciarlas:
«Ni siquiera sus madres podrían», me dije al apagar la luz en dirección al cuarto principal de la casa donde pasaría la noche.
Al llegar a esa habitación, escuché a Rosa en el baño. Mirando alrededor, observé un pijama sobre la cama. Poco habituado a usarlo, no dije nada y me cambié al saber que la mujer con la que dormiría lo había elegido para mí.
«A pesar del lavado de cerebro, sigue siendo una mujer tradicional» concluí apesadumbrado al recordar la maldad del que había sido mi amigo.
Con esa dura sensación rondando en mi cerebro, dudé qué hacer al no querer ser partícipe de la misma. Debido a ello, decidí plantearle que dejáramos su estreno para otro día y que solo nos abrazáramos. Como lo último que deseaba era herirla, preparé un cariñoso discurso para justificar mi rechazo. Discurso que me tuve que tragar cuando salió del baño:
– ¡Estás preciosa! – exclamé hipnotizado mirando su belleza.
No exagero si digo que la mujer que apareció no era Rosa que conocía sino una Diosa, una visión celestial que me dejó sin habla. Consciente de la sensualidad del conjunto que se había puesto, la morena eternizó su llegada a la cama.
«Estoy soñando», sentencié mientras observaba cómo ese encaje traslucido maximizaba la belleza de sus curvas y en especial de sus pechos.
Sintiendo la caricia de mi mirada, paso a paso se fue acercando con una sonrisa en los labios. La lentitud de su caminar me recordó al de una pantera al acecho. Sobre las sábanas, me quedé paralizado al saberme su presa y por eso, no pude decir nada de lo que había preparado cuando se tumbó junto a mí.
– ¿No vas a besar a tu mujercita? – preguntó.
Cayendo en la tentación, sellé mi derrota uniendo nuestros labios en un primer y dulce beso que rápidamente se tornó en apasionado.
«Por dios ¿qué estoy haciendo?» lamenté mientras con las manos presionaba el contacto acercándola a mí.
Horrorizado, noté que reaccionaba a mi creciente erección restregándose contra mí y sintiéndome un maldito, mis intentos de separarme resultaron infructuosos.
-Te deseo desde que nos conocimos- susurró con la respiración entrecortada al sentir que mis labios se iban deslizando hacia sus pechos.
Con el corazón a mil por hora, levanté la cara y le pregunté si era cierto:
-Siempre he estado colada por ti, pero nunca pude confesártelo- fue su respuesta verbal, porque la física consistió en buscar mi pene con la mano.
– ¿Estas seguras de que es así y que no se debe a lo que te hizo Xavi? – queriendo creerla, insistí.
-Siempre has estado en mis sueños. No tienes idea de las veces que cerrando los ojos imaginé que era tú el hombre que me hacía el amor y no mi marido- con la voz teñida de lujuria, contestó mientras deslizaba los tirantes del picardías liberando sus pechos.
La visión de sus negros pezones asoló mis últimas reticencias y lanzándome en picado, me puse a mamar de ellos. Viendo mi insistencia en sacar jugo de sus senos, recordó la conversación que tuvimos y dejando que siguiera disfrutando, sollozó:

-Esta tarde cuando me dijiste que Lara era hija tuya, me di cuenta de que era algo que siempre había sospechado y que me hacía ilusión saber que no embarazarme no hubiese sido culpa mía.
– ¿Y eso? – dejando de mamar, pregunté.
Sin medir en efecto que tendrían sus palabras, exclamó:
-Al no ser estéril, ¡podremos darle otra hermanita a Lara!
Su afirmación me llenó de dudas porque no en vano todavía no había asimilado ser padre y menos de trillizas para pensar en tener otra. Evitando exteriorizarlas, usé mis dientes para mordisquear sus areolas con pasión.
-Me encanta sentir tu cariño- suspiró: -Pero por favor no me pidas que me corra. Quiero hacerlo, pero no por una orden que me des.
Comprendí de inmediato que quería confirmar que la atracción que sentía por mí era natural y no producto del adoctrinamiento que había recibido. Como esa también era mi intención, juré no hacerlo mientras la terminaba de desvestir. Mi promesa la volvió loca y desgarrando el pantalón del pijama, me rogó que la tomara.
-Todo a su tiempo, princesa mía-dejando un sendero de babas por su cuerpo me deslicé hasta llevar a su sexo.
La humedad del mismo me habló de deseo y queriendo que profundizara en él, me entretuve lamiendo sus muslos sin acercarme.
-Juan- sollozó informando de la cercanía de su orgasmo.
Decidido a que esa primera noche juntos fuera inolvidable, separando los pliegues de su sexo, di un largo lametazo en el botón que escondían antes de empezarlo a mordisquear.
-Ya viene, no pares- me imploró presionando con las manos mi cabeza sin saber que, después de haberlo catado, nada me impediría seguir disfrutando de esa ambrosia.
El sabor de ese coño tantos años prohibido elevó más si cabe las ganas que tenía de tomarla y haciendo un esfuerzo sobrehumano para no hundir mi pene en él, usé la lengua para explorar el interior de Rosa. Al sentir que la penetraba con ella y moviendo sus caderas, comenzó a reír mientras su cuerpo era sacudido por el placer:
-Soy una mujer y no un robot. Sigue amor mío, ama a tu mujer.
Lo propio hubiera sido decirle algo, pero no pude. Con una fijación enfermiza, estaba tan centrado en disfrutar bebiendo su cálido flujo que nada más existía para mí. Lametazo tras lametazo, introduciendo de vez en cuando algún mordisco, necesitaba secar el inagotable manjar que manaba de su seno.
-Me estás matando- aulló feliz al comprobar que su gozo se intensificaba sin que por ello yo menguara esas caricias.
Uniendo un enorme clímax con otro aún más gigantesco, rosa sintió que su mente expulsaba el recuerdo de su marido:
-Siempre he sido tuya. ¡Ahora lo sé! – consiguió chillar antes de sumergirse en el mayor orgasmo que jamás había tenido: Fóllame, te lo ruego. ¡No aguanto más!
Ese grito consiguió despertarme de la ensoñación y comprendiendo que había llegado el momento, incorporándome la miré:
-No me pidas que te folle, ¡ordénamelo!
Comprendiendo la razón de esa petición, sonrió:
-Cabrón, te ordeno que me folles. Quiero sentirme empalada por el padre de mi bebé.
Asumiendo que había dejado atrás parte de su condicionamiento, obedecí acercando mi glande a la entrada que deseaba horadar, pero cuando ya Rosa creía que iba calvárselo hasta el fondo, me quedé jugando con sus pliegues.
-Te he dado una orden- exasperada bramó mientras afianzaba su berrido con un azote en mi trasero.
Con la satisfacción de haber logrado mi meta, centímetro a centímetro fui tomando posesión de su interior. La alegría con la que recibió ese premio se incrementó al notarse llena: Demostrándose a sí misma que había desaparecido la esclava y que la mujer fuerte que nunca debió dejar de ser había renacido, exigió que la cabalgara con dureza.

-Lo que mi ama, ordene- respondí al tiempo que con un movimiento de caderas clavaba mi estoque en ella: -Ahora, muévete.
-Te amo, ¡mi señor! – rugió.
Sabiendo que ese término ya no significaba que era de mi propiedad sino una muestra de amor, acrecenté la profundidad y frecuencia de mis embestidas al ritmo que marcaban sus gemidos. Cómo si mi hombría fuera una navaja, cada vez que la penetraba una capa de sus miedos fue desapareciendo dejando salir su natural fogosidad:
-Córrete, me urge sentirme bañada por ti.
No sé si fue esa orden o el cúmulo de sensaciones que se habían acumulado en mi interior, pero lo cierto es que sin previo aviso exploté derramando mi esencia en su vagina. Al notarlo, Rosa se echó a llorar mientras era sacudida nuevamente por el gozo:
-Gracias, ¡por fin soy tuya! … Y ¡tú eres mío!
Supe que así era y mientras agotaba mis reservas con una nueva explosión, la besé. En esta ocasión, nuestro beso no solo fue apasionado sino cariñoso y sin hablar, descansamos abrazados unos minutos hasta que ya repuesta Rosa me preguntó si me quedaban fuerzas para amarla una segunda vez.
-Tengo suficientes para no dejarte dormir toda la noche- respondí y luciendo una sonrisa de oreja a oreja, añadí: -Pero… antes de nada, ¡córrete!
-Te odio, capullo mío- chilló al verse sumida por el placer….
