Era poco antes de las seis cuando mi móvil comenzó a sonar. Todavía adormilado, pensé que era Alboz con noticias e inmediatamente lo cogí. No tardé en darme cuenta de que no era así al reconocer la voz de mi secretaria. Cómo es normal, me espabilé de golpe y le pedí que me dijera cómo estaba y si la habían hecho daño. Llorando como una magdalena, la mulata me dijo que su secuestrador la había liberado para que me hiciera llegar un mensaje.

― ¿Dónde estás para que vaya a por ti? ― parcialmente aliviado al saberla a salvo, pregunté.

―En un taxi, pero no sé a dónde ir.

Asumiendo que lo más rápido era que se acercara ella, le di la dirección de mi amigo para acto seguido pedirle que me anticipara algo de lo que debía notificarme. Certificando mis sospechas, me adelantó:

―Ese hombre está loco. Quiere que usted renuncie y que el consejo le nombre Grande entre los Grandes. Mejor se lo cuento en persona.

― ¿Cuánto tardas en llegar? – comprendiendo sus reservas a decírmelo por teléfono, murmuré.

―Unos quince minutos.

Dando por buena esa precaución, me despedí de ella y colgué.

― ¿Quién era? ― desde su lado de la cama, Rosa quiso saber.

―Verónica, una de las acólitas secuestradas― respondí mientras me comenzaba a vestir.

Consciente de la importancia, se levantó y se puso algo de ropa para recibirla. Siendo algo lógico, no dejé de advertir que había elegido el vestido más elegante que llevaba en la maleta con la que llegó a Madrid. Al cuestionarle esa elección, sonriendo contestó:

―Según dijiste, esa muchacha me considera alguien inalcanzable, casi una diosa y quiero darle una buena impresión.

 Desternillado, susurré que no era la única que la considera así y que para mí ella representaba todo.

―Eso se lo dices a todas― replicó riendo.

―A todas no, ¡solo a cinco!

Indignada con mi respuesta, se cruzó de brazos:

―Eres más falso que una moneda de tres euros, ¡te había creído!

Supe que era una pose, pero aun así decidí no tentar la suerte y estrechándola entre mis brazos, musité en voz baja que como mi favorita las otras mujeres le pertenecían. Una sonrisa iluminó su cara y mandándome a la mierda, salió del cuarto. Eso me permitió meditar sobre lo que la mulata me había dicho y siendo poco, había corroborado mis sospechas de que el enemigo era miembro de la hermandad. 

«Vencerle ya no es una cuestión de mera supervivencia, no puedo dejar que se apodere de la organización», me dije al entender que siendo el jefe supremo acumularía un poder tal que podría trastocar el futuro de toda Europa.

Con ello en mente, me planteé diversos escenarios hasta que cabreado comprendí que era inútil y que antes de intentar siquiera planear una respuesta debía conocer tanto la identidad del tipo al que me enfrentaba como el contenido de su mensaje. Estaba intentando adivinar quién era ese maldito cuando desde la entrada los policías allí apostados me notificaron la llegada de la mulata.

―Déjenla pasar― ordené.

Avisando a la viuda, me acerqué a la entrada del piso para darle la bienvenida. Tal y como preveía, la muchacha venía en un estado de nervios tal que apenas podía caminar. Para facilitarle el trance, fui por ella y tomándola en brazos, la llevé al salón.

―Le he fallado― histérica sollozó echándose quizás la culpa de seguir viva.

Decidido a que captara mi apoyo, sin dejar de abrazarla, la senté en un sofá:

―Tranquila― murmuré en su oído mientras le acariciaba su encrespada melena en un intento de que se tranquilizase.

Lejos de calmarla, mi ternura profundizó su angustia. Su supuesto fallo no la dejaba pensar y por ello la llegada de la morena con un café fue providencial. Y es que al ver a la mujer que tenía idolatrada, cayendo postrada a sus pies, dejó de llorar.

Si ya de por sí tenía a Rosa en buen concepto, su reacción en ese momento lo mejoró. Asumiendo el papel que el cretino de su marido había creado para ella, con dulzura en los ojos le extendió la mano a la acolita.

― ¡Mi señora! ― impresionada por el honor que le estaba confiriendo, Verónica musitó al besársela.

 Sin dejar la pose de gran sacerdotisa, la levantó del suelo y tomando la barbilla de la anonadada mulata, la premió con un breve pico en los labios mientras le decía lo feliz que le hacía el conocerla.

― ¿A mí? ¡Si no soy nadie! ― con lágrimas en los ojos, exclamó la premiada.

―Te equivocas, criatura. Eres mi acólita― con una sonrisa, Rosa refutó sentándola de nuevo en el sofá.

La felicidad de la joven en ese momento es difícil de describir. Colorada y con los ojos abiertos de par en par no paraba de sonreír sin llegarse a creer todavía el hallarse en presencia de esa mujer. Aprovechando su calma, dejé caer si sabía algo de Danka y de las otras dos mujeres.

―Las tres están en poder de Ibrahim Zarqai― respondió para acto seguido, centrándose en mi novia, comentar que la habían herido en un hombro pero que estaba fuera de peligro.

Aunque me alegró saber que seguían vivas, no pude dejar de temer por ellas al enterarme quién era su secuestrador. No en vano lo poco que sabía de ese zumbado era que pasó de profesor de la Complutense a ser el islamista que planeó un ataque contra instalaciones del ejército español en el Líbano:

«Es un fanático que quiere llevar la Guerra Santa a Europa e instalar mundialmente un califato».

Ratificando la decisión de que bajo ningún concepto podía cederle el mando de la Hermandad, pregunté a Verónica por el contenido de su mensaje:

―Es una locura. A raíz de que usted haya evitado el atentado contra las bases, sostiene que ha traicionado la memoria de don Xavi y creyéndose su verdadero heredero, le da veinticuatro horas para aceptar su oferta.

― ¿Qué es lo que quiere?

―Ese hombre ofrece dejarle vivir si le cede el puesto e intercambiar a sus rehenes por doña Rosa. Según él, ningún miembro de la hermandad pondrá en duda su autoridad si es quien educa a la descendencia del fundador y tiene a su lado a la gran Dama.

De inmediato, la viuda aceptó ese intercambio siempre que no incluyera a Lara:

― ¡No digas memeces! Nunca permitiré que ostente el mando y menos que te pongas en peligro― exclamé.

Acaba de decirlo cuando de pronto caí en que quizás Verónica había malinterpretado la segunda exigencia y dirigiéndome a ella, quise confirmar mis sospechas:

― ¿Cuándo ofreció el intercambio la mencionó por su nombre o textualmente habló de la Gran Dama?

―De la Gran Dama, pero son la misma― desolada, reconoció mientras la viuda me miraba sin entender por dónde iba.

―Te equivocas, Rosa no es la Gran Dama― contesté.

Viendo que la mulata no me creía, le expliqué que Lara no era más que una de las tres hijas reconocidas por Xavi y que ese maldito había usado a sus mujeres como vientres de alquiler y que la madre biológica era otra.

―Si lo que dice es cierto, entonces… ¿quién es?

―Ese es el problema, ¡no lo sé!…

Cómo la identidad de la Gran Dama era algo primordial pero no urgente, decidí atacar los problemas uno a uno y llamando a Alboz, le notifiqué la liberación de su hija. Tras lo cual, y mientras la mulata desayuna, informé a la ministra de quién había organizado el ataque sin entrar en muchos detalles y sobretodo sin revelar el mensaje que me había hecho llegar el islamista.  Eran poco más de las ocho cuando aparecí por la puerta del CNI en compañía de Verónica. La noticia de su llegad corrió rápidamente por el pasillo de la agencia. Prueba de ello fue recibir la visita de Ordoñez, el agente al que había encomendado la investigación del atentado pidiendo poder entrevistarla. Por un momento dudé de la conveniencia al no querer que una indiscreción por nuestra parte sacara a la luz la existencia de la organización. El tal Camilo debió de entender mis reticencias porque cerrando la puerta se presentó como miembro de la misma al besar mi mano.

            ―Grande entre los grandes. Para ayudarle, debo conocer todos los detalles.

            Fue mi propia secretaria la encargada de despejar mis últimas dudas al pasarme una nota diciendo que ese hombre estaba en el segundo escalafón de la hermandad, solo por debajo del consejo. Con todo aclarado, me abstuve de hacerle un resumen y dejé que fuera él quien se hiciera una idea preguntando sin ningún tipo de interferencia. E hice bien porque, demostrando su profesionalidad, antes de nada, pidió que le contara el ataque. Es más, obligándola a bajar al detalle, fue entonces cuando me enteré que habían sido argelinos los cinco sicarios que asaltaron mi piso.

            ― ¿Por qué sabe que eran de ese país en particular?

            ―Hablaban Darja― contestó aludiendo al dialecto hablado por los nacionales de Argelia.

Su contundencia reveló que entre otras muchas cualidades esa mujer dominaba el árabe y por eso Ordoñez dio por buena esa afirmación y preguntó por sus armas. Nuevamente Verónica me dejó impresionado al responder que llevaban Zastavas M70, la versión yugoslava del AK―47. Como ese fusil me era conocido por mi estancia en Kosovo, seguí escuchando. Tras narrar el heroísmo de  Dušek y de Morgado, tampoco dudó cuando detalló su muerte:

―Estaban heridos cuando fueron rematados con un disparo en la frente. Fueron asesinados a sangre fría.

Su relato no se quedó ahí y demostrando gran entereza, describió cómo las habían sacado del edificio y la clase de vehículo que usaron.

―Nos subieron en la parte trasera de una Ford Transit blanca.

Siendo importante, ese dato no nos llevaba a nada al ser una de las camionetas más comunes en España. Quizás por ello, Camilo se centró en el tiempo que tardaron en llegar a la nave donde había permanecido secuestrada.

―Una media hora y aunque no estoy segura debió de coger la M―30 o una autopista.

Al ser cuestionada por esa última afirmación, la mulata señaló que de haber permanecido circulando por Madrid, hubiese notado las paradas en los semáforos. Oyéndola, Ordoñez sacó un mapa y pintando sobre el mapa un círculo de unos veinte kilómetros, buscó cuantos polígonos quedaban dentro de esa área.

―Son demasiados― comenté desilusionado.

―No crea― contestó el agente y dirigiéndose a Verónica, le preguntó si había tenido la oportunidad de ver la nave.

―Sí, pero no creo que le pueda decir nada relevante. Era de unos quinientos metros con muros hechos con paneles de hormigón y vigas de acero.

―Niña acabas de descartar el 70% por ciento de ese tipo de instalaciones. Si he entendido tu observación, la nave debe ser de reciente construcción, máximo veinte años.

Y tachando en el plano los polígonos más antiguos, decidió centrar sus pesquisas en cinco de ellos al ser sus naves de pequeño tamaño.

―Siguen siendo muchas, pero tenemos por dónde empezar― concluyó mientras le pedía que continuara narrando su estancia allí. Así me enteré que había permanecido atada, que la primera que trajeron había sido Consuelo sobre medio día mientras que Patricia llegó bien entrada la tarde.

― ¿Os dieron algo de comer?

―Sí, trajeron hamburguesas. Pero antes de que lo pregunte, tuvieron la precaución de quitarle las cajas por lo que no sé dónde las compraron.

―No te preocupes, pero dime… ¿venían calientes?

―Templadas, se podían comer.

Buscando en internet, descartó dos de los polígonos al estar a más de quince minutos del Burger más cercano y sonriendo, agradeció a la muchacha el poder haber podido estrechar el cerco.

«No fue ella, sino sus preguntas», me dije mientras Ordoñez le preguntaba el porqué de que la hubiesen liberado a ella.

― Ibrahim Zarqai me eligió al ser, además de la acolita de don Juan, su secretaria― respondió.

―No lo comprendo. Siendo miembro del CNI, tú hubieses sido mi última elección. Para qué arriesgarse a que tal y como has confirmado tuvieses buena capacidad de observación.

―Eso se lo puedo contestar yo, Consuelo y Patricia eran demasiado valiosas para desprenderse de ellas y el peso en la política checa de Danka también tiene un valor― interviniendo dejé caer para a continuación pedir a la mulata que le contara el mensaje.

Como miembro de la hermandad, Camilo comprendió a la primera lo que significaba ese chantaje, pero al enterarse de las existencias de las trillizas comenzó a sudar. Al preguntar por su reacción, el agente replicó que entre los de su escalafón corría el rumor que la hermandad era un matriarcado y que si no conocían a la verdadera jerarca era porque no había llegado el momento.

―Siempre creí que era falso, pero Zarqai se lo cree. Asumiendo que sea real, tiene sentido que su opositor quiera tener bajo su órbita a esas niñas para asegurarse el control de su madre biológica.

Me preocupó que se refiera a Ibrahim de esa forma tan suave y que hablar de tener a las niñas bajo su órbita en vez de definirlo como cautividad. Llamando a las cosas por su nombre, respondí:

―Si ese perturbado quiere dar un golpe de estado para imponer su forma de ver el mundo, tendrá que matarme y desde ahora te digo que no dejaré que tome como rehenes a mis hijas.

 Camilo vio en el tono de mi respuesta una reprimenda y no para que no pudiera pensar de él que era un tibio, puso su cabeza a mi disposición:

―Don Juan, soy su servidor y le soy fiel.

 Todavía mosqueado, le pedí que se extendiera en lo del rumor por si esas habladurías escondían alguna pista para encontrar a la mujer en cuestión. Tras exponerme lo que sabía, no saqué nada en claro.

― ¿Sabes si hay alguna base genética secreta o no que nos sirva para conocer quién es? ― pregunté.

Tecleando en su portátil, sacó todas las disponibles y se comprometió a cruzar la información de las niñas con las de las mujeres ahí registradas:

―Pero dudo mucho que, si realmente existe y pensando en el cuidado que ha tenido para no mostrar su existencia, vaya a haber cometido ese error.

No pude estar más que de acuerdo y cuando ya creía que la búsqueda era un callejón sin salida, Verónica me propuso usar una herramienta al acceso de cualquier mortal siempre que fuera joven.

― ¿De qué hablas? ― quise saber.

Desternillada, replicó que existía en internet múltiples aplicaciones con la que envejecer un rostro.

―No te sigo― reconocí.

Sin dejar de sonreír, añadió:

―Es un hecho que los hijos al crecer se van pareciendo cada vez más a sus padres biológicos. Por tanto, partimos de la foto de una trilliza y le añadimos años, podemos hacernos una idea de cómo va a ser de mayor. Si sale a su madre, quizás seamos capaces de reconocerla.

  Tanto Ordoñez como yo nos quedamos petrificados con la simpleza de la solución. Bastante avergonzado de que no se me hubiese ocurrido a mí, busqué en mi movil una foto de frente de mi ahijada para usarla en el experimento. Eligiendo entre las que tenía la que me le había hecho su madre para la guardería, la mandé a su teléfono.

―A ti, no se parece― comentó la morena mientras introducía el archivo en la aplicación: ― ¿Qué edad le pongo?

Aunque en otro momento, puede que me hubiese molestado ese comentario, me alegró oírlo y esperanzado, aguardé que me mostrar la cara de mi querida Lara con treinta años. El minuto y medio que tardó en dar una estimación fueron los noventa segundos más largos de mi vida y por eso cuando me informó que ya estaba, le arrebaté el movil sin miramientos.

«Me resulta familiar, pero no caigo a quién se parece», pensé mientras se lo devolvía para que lo

imprimiera en grande.

Mi sensación fue compartida por ambos, pero ninguno pudo decir a qué mujer les recordaba. Ya con la foto en la mano, me puse a observarla con mayor detenimiento y curiosamente reconocí como mía la forma de su cara.

―La boca, los ojos y el color del pelo debió sacarlo de ella― señalé: ―Estamos buscando a una castaña de ojos azules y boca grande.

Verónica que era más ducha en esos temas, añadió que debíamos además debía ser de pelo rizado y de al menos uno setenta y cinco. Mientras los motivos de que tuviese rizos era algo evidente, no supe de donde se sacaba lo de esa estatura.

―Don Juan, esta mañana he conocido a sus hijas y se salen de percentiles. Aunque usted es alto, su dama debe serlo también.

A pesar de advertir que la mulata al hablar de ella en vez de decir la gran dama dijera su dama, me abstuve de rectificarla al comprender que considerándose mi acolita veía en esa mujer a mi igual.

Dejando a un lado a esa desconocida, decidí que debía hablar personalmente con cada miembro del consejo para garantizarme su fidelidad. Como la única forma que tenía de contactar con ellos era por medio del email de la web oscura, decidí mandarles un mensaje adjuntando el número de un móvil nunca usado y que desecharía tras la ronda de llamadas.  Fue a la hora de ponerles una hora a cada uno cuando me enteré que, siguiendo la tradición romana, Xavi los había dado un número como apelativo. Sonriendo mientras lo tecleaba, cité a Primis a las nueve y media, a Secundo a las diez y así sucesivamente hasta Decimatio al cual ordené llamarme a las dos del mediodía.

Con ello resuelto, usé todos los tentáculos del CNI para que conocer cualquier vínculo, piso franco o persona que pudiese tener relación con Zarqai en España. Mientras esperaba la primera llamada, los datos elaborados por las distintas agencias de inteligencia amigas empezaron a llegar a una velocidad de vértigo, por lo que no me quedó otra que involucrar al equipo de Camilo en su análisis. Tras ordenar que detuvieran a cualquier cómplice con el que se encontraran, les sugerí que descartaran lo que ya sabíamos y se centraran en lo nuevo.

―Ya habéis oído al director. Ahora moved el culo y demostrar porque os considero los mejores analistas― interviniendo Ordoñez, dio por terminada la reunión.

Ya solo en mi despacho, recibí la llamada del primer consejero en la que antes de nada le exigí que ratificara su fidelidad a mi o que dimitiera. Tal y como me esperaba, no dudó en comprometerse conmigo.  Habiendo conseguido que al menos nominalmente me reconociera como su máximo superior, indagué si sabía el nombre de la Gran Dama.

―Confieso que no le puedo ayudar. Solo don Xavi lo conocía― contestó y sin negar su existencia, sugirió que esperara ya que a buen seguro ella se me presentaría.

Uno tras otro, los consejeros con los que hablé hasta las doce no me supo decir nada y quejándome ante Verónica de la falta de resultados, la astuta joven se permitió apuntar que cambiase de táctica:

―Ya que no sabe quién es la Gran Dama, invéntese una.

― ¿Para qué? ¿De qué serviría?

Riendo contestó:

―Viniendo de usted, la Hermandad aceptará como real a la impostora y para no perder su influencia, es mujer deberá dejar el anonimato.

No demasiado convencido, acepté pensar en ello mientras llamaba a Ordoñez para que me informara sobre nuestros intentos de neutralizar a Zarqai y a su gente.

―Don Juan. Por ahora, hemos detenido a veinte sospechosos de pertenecer al Califato, pero no hemos conseguido extraerles nada del caso. 

La falta de progreso en la investigación me preocupó y como el reloj pasaba, me tuve que volver a plantear la opción de la mulata.

«Para ser creíble, la mujer en cuestión debe ser alguien con poder», medité y buscando candidatas, no se me ocurrió nadie que encajara mejor que mi teórica jefa, ¡la ministra!: «Doña Paloma cumple todos los requisitos. Por edad, inteligencia y ambición nadie pondrá en duda que ella es la Gran Dama».

Seguía dando vueltas a cómo hacerlo para que no quedar como un falso al revelarse quien era realmente, cuando el azar quiso que recibiera una llamada de la secretaria de dicha política exigiéndome que fuera a verla.

―Nuestra excelsa matriarca me llama y donde hay patrón no manda marinero― tras colgar el teléfono, comenté a Camilo que seguía en mi despacho.

Ese comentario irónico sobre nuestra jefa provocó que sin quererlo el miembro de la hermandad diera por sentado que finalmente había localizado a la mujer que buscábamos.

―No la haga esperar, ¡debe ponerla al día de lo sucedido! ― contestó el agente.

Confieso que me extrañó su nerviosismo, pero no le di importancia alguna    hasta que ya en el coche Verónica me llamó preguntando que había de verdad en lo que Camilo le había dicho.

― ¿A qué te refieres? – pregunté todavía en Babia.

― ¡Que la has encontrado y que te vas a reunir con ella!

Por un momento no supe qué contestar. Aunque todavía no había decidido seguir su plan, preferí hacer cómo si nada y sin afirmar ni negarlo, únicamente contesté que iba a ver a doña Paloma.  

La joven comprendió mis reservas y cambiando de tema, me informó que Rosa le había pedido que al salir del trabajo fuera a verla.

―No vemos en la casa― respondí…

13

Veinte minutos después estaba entrando en el ministerio. Al llegar a su oficina, la secretaria me hizo entrar de inmediato. Doña Paloma estaba caminando mientras hablaba por teléfono y por ello, me quedé de pie esperando. Eso me permitió observarla. Siendo algo mayor que yo, seguía siendo una mujer joven y era indudable su atractivo.

«No sería algo descabellado que la gente aceptara que tenemos un affair si hago correr el rumor», me dije recordando que esa mujer estaba divorciada y que desde hacía años no se le conocía pareja.

Meditando todavía sobre la conveniencia de hacer creer que era la gran dama, me fijé en sus pechos y valorándolos con un notable alto decidí que, de tener la oportunidad de darles un tiento, no la desaprovecharía. Pero fue al girarse y darme la espalda cuando reparé en un detalle que hasta entonces me había pasado inadvertido… ¡esa mujer tenía un culo de campeonato y sabía moverlo! Prendado por el vaivén de esa belleza, seguí cada uno de sus pasos sin poder pensar en otra cosa.

Tan ensimismado me quedé que no me percaté que iba a darse la vuelta y por ello me pilló observándola con cara de lelo. Lo curioso fue que no se enfadó y regalándome una sonrisa, señaló una silla para que me sentara mientras seguía discutiendo con su interlocutor por el movil. Avergonzado, obedecí y sin atreverme a levantar la mirada, esperé a que terminara. Para mi sorpresa, cuando finalmente se sentó junto a mí, la mujer me informó que había decidido confirmarme en la dirección del CNI.

―No podemos dejar el puesto vacante― añadió – y nadie mejor que tú para ocuparlo.

Siendo su tono afectuoso, jamás me esperé que la ministra me pidiese acompañarla a comer porque quería hablar conmigo de otro tema. Asumiendo que era de la muerte de Morgado, respondí que traía en mi maletín la información que demostraba la implicación del extremismo islámico en el atentado.

―Tanto tú como yo sabemos que eso es falso― sonriendo señaló.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al oírla y no sabiendo qué decir, preferí que fuera ella la que me revelara lo que sabía. Por ello, al verla recogiendo para marcharnos, pregunté donde quería ir a comer.

―Vamos a un sitio seguro y discreto― contestó sin aclarar nada.

―Me parece perfecto― murmuré siguiéndola por el pasillo hacia el ascensor.

Una vez ahí, la vi marcar la planta once donde estaba su residencia oficial. Todavía estaba tratando de asimilar que no íbamos a un restaurante cuando de improviso posó la mano en mi trasero.

―No me extraña que la traigas loca― comentó divertida al verme la cara.

Completamente cortado, pregunté de quién hablaba mientras encantada por mi falta de reacción la política seguía magreándome:

―De tu Gran Dama― susurró al restregarse contra mí incrementando el acoso.

Al llegar a ese edificio jamás hubiese supuesto que terminaría siendo manoseado por la jefa y quizás por ello, no pude reaccionar cuando empezó a susurrar en mi oído que llevaba mucho tiempo sin pareja y que por lo que le habían contado yo era un buen amante.

―Señora, ¡paré! ¡Por favor! ― gemí al sentir que no contenta con lo que ya hacía doña Paloma estaba intentando bajarme la bragueta justo cuando la puerta del ascensor se abría.

Obviando la queja, me bajó el pantalón y demostrando que era una mujer acostumbrada a tomar lo que le apetecía, metiendo la mano en mi calzón, comentó que desde que me conoció en persona tenía ganas de follarme. Ese descaro, pero sobretodo la seguridad que tenía de que sucumbiría ante ella me encabronaron. Decidido a demostrar que se había equivocado conmigo, la empujé contra la pared y levantando su vestido, le desgarré las bragas.

Mi brutalidad le hizo reaccionar e insultándome trato de huir. Para su desgracia iba subida en unos zancos y no pudo hacerlo lo suficientemente rápido.

― ¿No era esto lo que querías? ― grité y sin esperar a que terminara de asimilar que había pasado de acechadora a víctima, aproveché que ella misma había liberado mi pene para de un solo empujón clavárselo en la vagina.

― ¡No! ¡Por favor! ― gimió al sentir su conducto violado.

Sin apiadarme de ella, forcé su integridad a base de brutales embestidas mientras con las manos le pellizcaba los pezones con crueldad. Indefensa, la mujer tuvo que soportar que al darse por vencida y dejarse de mover, mis manos azotaran su trasero insistiera diciendo si no era eso lo que buscaba.

―Sí, pero no así― hecha un mar de lágrimas, reconoció.

Su confesión le sirvió de catarsis y paulatinamente, el dolor y la humillación que la turbaban se fueron diluyendo, siendo reemplazadas por una excitación creciente.  El primer síntoma de su claudicación fue la humedad de su coño. Completamente anegado por el flujo, su placer se desbordó por sus piernas, dejando un charco bajo sus pies. Pero lo que realmente me reveló que esa mujer estaba a punto de correrse fue el movimiento de sus caderas. Con una ferocidad inaudita, forzó su sexo hacia adelante y hacia atrás, empalándose en mi miembro sin parar de gemir.

Ya sin nada que perder si me denunciaba, le prohibí correrse mientras afianzaba el ataque en sus hombros con mis manos y reiniciaba un galope endiablado. La nueva postura hizo que mi pene chocara contra su útero.

―Maldito― gritó al saberse indefensa.

Descojonado, castigué sus nalgas con sendos azotes mientras le exigía demostrar el tipo de puta que era. Quizás fue experimentar por primera vez que no estaba al mando o por el contrario que el sexo duro era algo que le entusiasmaba, pero lo único que tengo claro es que esas nalgadas la volvieron loca y aullando como loba en celo, me rogó que la dejara dejarse llevar por el placer. Ni siquiera la contesté porque abducido por la lujuria, en ese momento, mi miembro explotó en su interior regando con mi semen su conducto. Completamente insatisfecha, se quedó inmóvil consciente que un movimiento más le llevaría al orgasmo.

Encantado con su entrega, eyaculé como poseso, tras lo cual, sin decir nada, saqué mi miembro y la dejé sola tirada en el suelo. Doña Paloma me miró desconsolada al saber que no me apiadaría de ella. Y así fue. Tirándome en el sofá y con una sonrisa en mis labios, le exigí que se masturbara sin correrse mientras yo descansaba.

Sorprendiéndose hasta ella misma, dócilmente obedeció y cumpliendo mis deseos, torturó su clítoris con sus dedos sin quejarse. Esa paja se convirtió en un cruel martirio que estuvo a punto de hacerla flaquear en varias ocasiones y solo mi mirada evitó que el deseo la dominase, corriéndose.  Lo que no evitó fue que su calentura se fuera convirtiendo en una hoguera y la hoguera en un incendio que estuvo a punto de incinerarla y por eso al cabo de unos minutos, le ordené que se acercara cuando ya estaba a punto de estallar.

― ¿Quieres correrte? ― pregunté sabiendo la respuesta de antemano.

Sudando a chorros, me llamo cerdo, pero no se retiró cuando metí dos dedos en su vulva y empapándolos bien de flujo, le pedí que se diera la vuelta y me mostrara el ojete. Nuevamente, acató la orden y usando las dos manos, separó las nalgas. Riéndome de ella, le informé que su culo acababa de ser nacionalizado mientras introducía un dedo en su interior.

 La ministra se creyó morir al experimentar la acción de la falange de un subordinado jugueteando en su entrada trasera, pero lejos de tratar de zafarse, apoyó los brazos en el sofá.

―Eres una zorra― musité mientras sumaba otra yema en su ojete.

La facilidad con la que absorbió ese segundo dedo, me informó de que, aunque lo negara, esa mujer deseaba que siguiera. Por eso la estuve pajeando en ambos agujeros durante cinco minutos hasta que, temblando como un flan, me suplicó que la tomara. No pude dejar de complacerla y colocándome a su espalda, cogí mi pene y apuntando a su entrada trasera, la fui ensartando con suavidad. Mi lentitud la hizo sollozar y queriendo forzar su gozo, me ayudó echándose hacia atrás.

― ¡Por favor! ― gritó casi vencida por la urgencia por soltar lastre –Déjame correrme.

―Todavía, ¡no! ― contesté, disfrutando del morbo de tenerla al borde de la locura.

Reforzando mi dominio, al sentir mi verga hundida por completo en sus intestinos, me quedé quieto mientras con los dedos le pellizcaba los pezones. La brillante política chilló como una cerda a la hora del sacrificio y sin pedir mi opinión, se empezó a empalar con rapidez.

― ¿Te gusta la forma en que te agradezco el ascenso? ― le dije incrementando la presión de mis dedos sobre su aureola.

― ¡Me encanta! ― sollozó tiritando al intentar retener su placer.

Sin saber por qué, me compadecí de ella y acelerando mis incursiones, le di permiso de llegar al orgasmo. Lo que ocurrió a continuación es difícil de describir. Al oírme, dejó salir la presión acumulada y berreando con grandes gritos, se corrió mientras su cuerpo convulsionaba contra el sofá.

― ¡Fóllame! ― ladró sin voz al sentir el ardiente geiser que, brotando de su cueva, se derramaba por oleadas sobre sus muslos.

No necesitaba pedírmelo, impresionado por su orgasmo, había incrementado el vaivén de mis caderas y llevándola al límite, mi pene acuchilló su culo al compás de los gritos de la mujer. Convertidos en una máquina de placer mutuo, nuestros cuerpos se sincronizaron en una ancestral danza de apareamiento con la música de la completa sumisión de esa mujer ambientando el salón. Doña Paloma uniendo un orgasmo al siguiente, se sintió desfallecer y cayendo sobre el sofá, me rogó que terminara.

Para el aquel entonces, el rencor que sentía por su acoso había desaparecido y contagiado de su éxtasis, sembré su culo con mi simiente. Ella, al percibir mi eyaculación, no pudo evitar su colapso y desplomándose, se desmayó. Viéndola transpuesta, decidí que no era sensato dejarla ahí y cogiéndola en brazos, la llevé a la cama. Después de depositarla sobre el colchón, me tumbé a su lado a descansar. No sé el tiempo que estuvimos tumbados en silencio, lo que sí puedo deciros es que, al despertar esa mujer, me besó y pegándose a mi cuerpo, intentó y consiguió reactivar mi maltrecho instrumento, Una vez con él tieso entre sus manos, se agachó y antes de metérselo en la boca, me preguntó si podía contarle a la Gran Dama lo sucedido entre nosotros.

―No sé de quién hablas – convencido que por su actitud conmigo era imposible que esa mujer fuese miembro de la Hermandad, contesté.

Poniendo cara de santa, sonrió y después de dar un lametazo a mi glande, dejó caer que no me creía. 

―En serio, no tengo ni idea de quién es.

―Pues ella bien que te conoce, Es más, nunca te ha olvidado. Siempre dice que terminará contigo algún día.

Si hacía caso a su afirmación, la desconocida que buscaba era una mujer de mi pasado. Revisando el repertorio que había ocupado mis sábanas, busqué una mujer alta de pelo castaño y boca grande, pero había demasiadas que cumplían esos requisitos. No teniendo otra que sonsacar a la ministra, permití que continuara con la mamada mientras le rogaba que me dijera quién era.

―No es eso lo que me ha pedido― contestó sacándosela brevemente de la boca.

― ¿Entonces qué? ― pregunté.

Soltando una carcajada al ver que mi miembro había recuperado la dureza, cambió de postura y empalándose por tercera vez, contestó:

―Quería que te dijera que no te preocuparas por tu harén y que le dejaras ocuparse a ella de Zarqai. 

― ¿No esperará que me quede sin hacer nada? ― protesté mientras doña Paloma comenzaba a galopar sobre mí.

Acelerando el movimiento de caderas, replicó:

―Anticipándose a lo que me has dicho, sugirió que mientras resolvía el problema podías dedicar el tiempo de conocer a las hijas que tenéis en común…

Hora y media después, tras haber sido ordeñado otras dos veces por la voracidad de esa mujer, dejé el ministerio con más dudas con la que entré. Como interiormente sabía que debía hacer caso al mensaje y no tratar de actuar en contra del islamista, no fuera ser que nuestros esfuerzos colisionaran y en vez de acabar con ese enemigo, fuera el quién nos derrotara, decidí no volver al CNI y tomando el camino de vuelta hacia la casa de mi amigo, aparecí en su puerta.

Sin explicarme el porqué, nada más entrar busqué a las trillizas y me puse a jugar con ellas mientras intentaba localizar a la cómplice por excelencia de Xavi. Desechando el aspecto físico, me concentré en las personas de género femenino que teníamos en común:

«Debe haber pasado por mi cama y ser al menos tan ambiciosa como ese cabrón», me dije empezando el recuento desde el día que conocí al fundador de la hermandad.

Tras revisar a nuestras compañeras de promoción, a pesar de haberme tirado a alguna, rechacé la idea. Además de pocas, la gran mayoría eran lesbianas.  Siguiendo el orden cronológico, repasé nuestras conquistas de esos años y nuevamente me topé contra la pared.

―Papi, te he matado. ¡Debes hacerte el muerto! ― protestó Lara al ver que no caía al suelo desplomado.

Despertando de la ensoñación, me derrumbé abrazándola mientras la llenaba de besos. Sus dos hermanas no quisieron quedarse sin su ración de arrumacos y lanzándose en tromba sobre mí, comenzaron a hacerme cosquillas.

―Me rindo― grité al sentir la acción coordinada de esas tres pequeñas arpías.

            Si me quedaba duda alguna que ese trio sería mi perdición, esta desapareció cuando actuando como un comando perfectamente entrenado abusaron con auténtica saña de mí.

            ―He dicho que me rindo― desternillado protesté viendo que no cesaban en su ataque.

            Lo que jamás esperé fue que demostrando quien era la mujer que la había criado, Lorena me soltó:

            ―Mamá siempre dice que no hay que tener compasión del enemigo.

            Aunque seguro que había sacado esas palabras de su contexto, me recordó la traición de Patricia y su papel como mano armada de la Hermandad. Cabreado, senté a las tres en mis rodillas y con toda la ternura que pude, respondí:

            ―Uno demuestra lo fuerte que es cuando perdona al que nos ofende― y poniendo un ejemplo que pudiesen entender, proseguí diciendo: ―Imaginar que llegáis al cole y vuestra mejor amiga no os ha esperado para ponerse a jugar… ¿dejaríais de hablar con ella por eso?

            ―Seria tonta si lo hiciera porque entonces al día siguiente no tendría con quién divertirme― contestó Luisa demostrando un criterio impropio de su edad,

               ―Bien dicho, mi niña― desde la puerta, intervino Rosa.

            Las tres enanas corrieron a saludarla. Siendo lógico que Lara lo hiciera, cuando las otras dos buscaron sus brazos me hizo ver la buena sintonía que esa mujer había conseguido con ellas.  Pero lo que realmente me confirmó que en menos de veinticuatro horas las había conquistado fue cuando oí cómo se referían a ella:

             «¡La llaman Mamá Rosa!», murmuré para mí sorprendido al notar que hasta su hija lo hacía.

Pero no fui el único. Verónica, que había llegado con la viuda, al ver la escena comentó que se notaba que éramos una familia unida. Juro que aluciné escuchándolo y es que, hasta ese instante, no había caído en que lo quisiera ver o no, las tres niñas, sus madres y yo formábamos parte de una. Lo que todavía no tenía claro es que cual sería la función de la desconocida en ella.

 «No podré saberlo hasta enterarme de quién es», concluí mientras me servía una cerveza…

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