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De antemano aviso que el principio de esta historia puede llevar a confusión y que quizás penséis encontrar en esta historia la vida de una mujer entregándose al mejor amigo de su marido. Aunque finalmente eso fue lo que ocurrió y no lo niego, la verdad es que tras leer nuestras vivencias disculpareis nuestra actitud y descubriréis que, aun traspasando los límites que marca la moral, lo nuestro es una historia de supervivencia mutua.

            Para empezar, debo presentarme. Me llamo Juan de Urbieta. Mi nombre quizás no os diga nada o por el contrario os suene por la calle de Madrid, pero lo cierto es que mis padres tampoco se devanaron mucho el seso el día en que lo eligieron. Soy el décimo tercero en llevarlo. Mi familia desciende de un militar guipuzcoano que pasó a la historia por haber apresado a Francisco I, rey de Francia y desde entonces los primogénitos somos bautizados como él. Además, otra ley no escrita es que desde que nacemos sabemos que nuestros destinos es servir en el ejército.

            ¿Por qué he introducido este dato antes de empezar a narrar mi vida?

            Se debe a que, durante mi estancia en la academia de Zaragoza, donde estudié para oficial del ejército de tierra, fue cuando conocí a Xavi, el hombre que es el verdadero protagonista de esta historia. Habiendo hecho esta aclaración, voy a empezar el relato con mi llegada a esa institución militar:

Con dieciocho años y deseando servir a mi país, entré por las puertas de la academia cargando un macuto y el pelo recién cortado, pero todavía vestido de civil. Tras presentar mis credenciales al sargento encargado de darnos la bienvenida, me asignó un pabellón y cargando mi equipaje, marché raudo a enfrentar mi futuro. Allí, la primera persona que me encontré fue con Xavi, un catalán de pura cepa, devorando un fuet casero que había traído con él. Como durante el viaje apenas había probado bocado, miré ese embutido con auténtica envidia. El hambre que sentía no le pasó inadvertida a ese muchachón de casi dos metros y cortando un trozo, me invitó a compartirlo.

―Soy Juan― conseguí balbucear mientras devoraba ese manjar.

―Lo sé― contestó señalando el cartelito de la cama donde había dejado mis cosas.

Mirando al suyo, leí que mi benefactor se llamaba Xavi Vilas Salat. Su acento y el origen de sus apellidos me informaron que me hallaba en presencia de un culé y descojonado le di las gracias por el obsequio mientras le reconocía mis preferencias por el Real Madrid.

―Estupendo, así tendré de quien reírme cuando mojemos la oreja a los merengones.

 Así era ese gigantón y nunca me defraudó. Era capaz de ver siempre en las diferencias un aspecto positivo y por eso nos hicimos los mejores amigos. Juntos pasamos los rigores de la instrucción, sobrevivimos a los malos momentos y disfrutamos de buenas juergas hasta que al tercer año se ennovió. Reconozco que al principio me cabreó perder al compañero de correrías y que estaba celoso de la preciosa chavala que le había echado el guante, pero poco a poco la ternura con la que lo trataba y el amor que lucía en su rostro cuando lo miraba me fueron conquistando y terminé aceptándola como amiga.

Hija de militar como yo, nos unían demasiadas cosas para que nos lleváramos mal, pero no penséis mal. Por aquel entonces, Rosa para mí era un ser asexuado al ser la pareja de mi amigo. No es que no fuera consciente de su impresionante cuerpo, o que de vez en cuando no recreara la mirada en su trasero con forma de corazón, sino que para mí era tema tabú y jamás pasó por mi cabeza el darme un homenaje con ella. Mi cuadriculada mente solo me permitía valorar de vez en cuando el pedazo de hembra que se había agenciado mi colega, pero nada más. Era territorio vedado a pesar del contraste de sus ojos verdes con su tez morena. Aun así, no puedo ocultar que, de no estar saliendo con él, a buen seguro hubiese hecho el intento de seducirla.

Pero no fue así y mientras yo saltaba de cama en cama, ellos fueron afianzando su relación de modo que al acabar la carrera y mientras estábamos esperando destino, se casaron. Todavía recuerdo y es algo que sin duda me reconcome, la alegría de esa mujer al decir el “sí quiero” a mi amigo. Y él no se quedaba corto, totalmente enamorado de ese primor de mujer, se sintió realizado al convertirse en su marido.

Seguían de luna de miel cuando llegó a mi casa la carta informándome de mi incorporación a la base que el Grupo de Operaciones Especiales del ejército tiene en Alicante. Como ese era el destino que había soñado desde niño lo primero que hice fue llamar a Xavi y contarle la buena nueva. Tras felicitarme, el hombretón me pasó a la que ya era su esposa y para mi sorpresa no le gustó mi destino al saber por su padre, un general, que los GOES iban a ser desplegados a Bosnia, donde en ese momento había guerra.

―Por favor, cuídate. No soportaría que Xavi perdiera a su mejor amigo.

Asumiendo que era su cariño el que hablaba y no la mujer de un militar, le prometí no hacer locuras y evitar en lo posible arriesgar mi vida más de lo que marcasen las circunstancias. Tras insistir en que me cuidara, se despidió de mí casi llorando. Extrañado por su reacción, anoté ese hecho en mi cerebro y me marché a la antigua Yugoslavia. Aunque la misión en esas tierras duró veintitrés años, yo solo me pasé allí cinco. Tiempo durante el cual mi carrera creció como la espuma al igual que mi cuenta corriente, gracias a la generosa prima de peligrosidad que nos pagaban. Así, el mismo día en que me convertí en padrino de Lara, la hija de mis amigos, me compré un piso en lo más selecto del barrio de Salamanca (con la inestimable ayuda del ricachón de mi viejo que aportó el noventa por ciento de la entrada).

Reconozco que fueron unos años felices, en los que sin nada que me atara, deambulé sentimentalmente de una mujer a otra convertido en un semental. Mi vuelta a Madrid como uno de los comandantes más jóvenes y más condecorados de mi promoción no menguó mi ardor por las féminas. Lo único que varió fue el origen de las mismas. Las eslavas pasaron a segundo plano y me centré en el producto genuinamente español.

Así fueron los siguientes dos años y coincidiendo con el ascenso a Teniente Coronel, llamé a la pareja para darles la buena noticia y celebrar con ellos mi promoción.  Aunque llevaba menos de dos meses sin ver a Xavi, me sorprendió su deteriorado estado, pero aun así me abstuve de preguntar si estaba enfermo y preferí que fuera él quien me lo contara. La delgadez de mi compadre era evidente. Al menos había perdido veinte kilos en el tiempo que no nos veíamos, pero aun así esa noche no me dijo nada quizás para no enturbiar mi éxito con sus problemas.

Preocupado al llegar a casa apenas pude dormir y por ello a la mañana siguiente decidí tomar el toro por los cuernos y llamar a Rosa.  La pobre, que había conseguido mantener la entereza durante la cena, se desmoronó al oír mi pregunta a bocajarro. Y olvidando que su marido detestaba que la gente supiera de su enfermedad, me reconoció que le habían diagnosticado un cáncer muy agresivo y que se tenía que someter a quimioterapia semanalmente. La confirmación de su enfermedad me cogió con el pie cambiado, pero reaccionando de inmediato, me puse a sus órdenes para todo aquello que necesitara. Así, de la noche a la mañana, me convertí en el guardián de mi ahijada, en la cuidadora que la recogía de la guardería cuando su madre no podía e incluso en el paciente profesor con el que hacía la tarea al volver a casa. Aunque mi presencia debió de alertar a Xavi de que conocía la existencia del carcinoma que estaba devorando su cuerpo, jamás me dejó entrever que lo sabía y a pesar de las horas que pasaba metido en su hogar cuidando de Lara, jamás me dio las gracias.     

¡Ni falta que hacía! ¡Era mi obligación!

Aunque era raro el día que no me pasaba por su piso y su deterioro crecía a pasos agigantados, me sorprendió la llamada cuando apenas habían pasado seis meses informándome de su ingreso en Urgencias y de que las cosas no pintaban bien. Como es lógico, pidiendo permiso a mi superior, dejé la oficina y corrí al Hospital Gomez Ulla donde le trataban el cáncer. Al llegar a su habitación, sorprendí a su mujer llorando. Consciente de su gravedad, nunca esperé que mi amigo hubiese fallecido sin haber tenido la oportunidad de despedirme de él. El puñetazo que pegué a la pared al contemplar sus ojos sin vida resonó por el pasillo y el doctor Mendoza, uno de nuestros compañeros de profesión, entró a ver qué había pasado.

Os parecerá imposible pero acostumbrado a lidiar con la muerte en las diversas misiones que me habían encargado, no comprendí el fallecimiento de mi amigo. Habiendo perdido a hombres bajo mi mando, su muerte me pareció una completa injusticia y derrumbándome en el sofá del cuarto, me eché a llorar en vez de intentar consolar a su viuda. Rosa, haciendo gala de sus genes castrenses, fue la que acudió a mi lado para abrazarme. Mi dolor se incrementó al oírla susurrar que tenía que ser fuerte y que si su marido me había ocultado la gravedad de su estado era por lo mucho que valoraba mi amistad.

―Lo sé― respondí secándome las lágrimas con la manga de mi uniforme mientras me echaba en cara no haber tenido el valor de hablar hombre a hombre con él de su enfermedad.

―Xavi no quería que nadie le mostrara compasión y menos tú. Deseaba que lo recordaras como el amigo que nunca se amilanó ante nada y no como un enfermo.

Sabiendo que así era y que ese cabezota era incapaz de reconocer que iba morir, me quedé junto a la viuda toda la noche velando el cuerpo de su amado sin verla desmoronarse en ningún momento. Durante el entierro de Xavi fue otra cosa. Al ver la bandera de España y la de Cataluña sobre su ataúd, la morena debió comprender al fin que no volvería a verlo y buscando mi apoyo se pasó llorando toda la ceremonia cogida de mi mano mientras Nuria, su suegra, era la que cargaba a Lara. Con tres añitos, mi ahijada no entendía el alcance de lo ocurrido. Solo sabía que su papá se había ido y que la cuidaría desde el cielo. Prueba de ello, fue que cuando el oficio terminó y el sepulturero cerró la tumba, la chiquilla pidió a su abuela que la dejara en el suelo y corriendo hasta su madre, le preguntó por qué lloraba. Rosa no tuvo fuerzas de contestar y hundiendo la cara en mi pecho, se preguntó cómo podría educar a esa niña ella sola.

            ―No estarás sola. Estaré yo allí para ayudarte― me salió del corazón decir sin que con ello quisiera insinuar un sentimiento por ella.

            ―Tienes a tus múltiples conquistas y pronto te olvidarás de nosotras― contestó sin alzar la voz, pero segura de lo que decía.

            Indignado, repliqué que siempre estaría para lo que necesitara y que podía descargar toda la responsabilidad sobre mis hombros sin necesidad de preguntar, que además de padrino de Lara, era su amigo.

            ― ¿Y qué opinara Maria de que su novio se pase tanto tiempo en otra casa? – señaló mencionando el nombre de la pareja que había tenido antes que la actual.

            Sin reconocer que lo habíamos dejado y que en ese momento salía con Patricia, le dije que me daba igual lo que pensara y que desde el momento en que había bautizado a su hija había empeñado mi palabra en que nada le faltara. Mi determinación le hizo sonreír y dándome las gracias, desapareció en compañía de los padres de Xavi rumbo al coche…

Esa tarde hubo un responso en honor de Xavi en su casa. Sabiendo la amistad que me unía con el difunto, Patricia se ofreció a acompañarme consciente de mi dolor, pero no pude aceptar su oferta y fui solo. No podía confesarle que me avergonzaba presentársela a Rosa y confirmar así que era un empedernido mujeriego incapaz de mantener una relación a largo plazo. Ajena a los verdaderos motivos de mi negativa, la pelirroja prefirió no insistir y pensando que quería pasar el duelo solo, me invitó desde el otro lado del teléfono a pasar la noche con ella.

            ―Gracias, cariño. Ahí estaré― prometí mientras me desprendía del uniforme y me metía a bañar.

            Al salir de la ducha, me puse una corbata negra y vestido de civil salí hacia la casa de mi amigo donde me encontré que solo yo y la familia más cercana íbamos a asistir a ese rezo. Un tanto fuera de lugar en un evento tan íntimo, saludé a la viuda y a sus suegros. El dolor de Rosa apenas le dejó musitar un hola, pero no fue así en el caso de don Pere, el padre de Xavi, que dándome un afectuoso abrazo me pidió si podía hablar conmigo a solas. Incapaz de rechazar su pedido, seguí al payés por el pasillo. El anciano al entrar en la cocina me informó que su hijo me había nombrado albacea en su testamento y que por eso debía estar yo al día siguiente en la apertura del mismo.

            ―No se preocupe, no faltaré― respondí sorprendido de que Xavi confiara tanto en mí que hubiese concedido el honor de verificar el correcto reparto de sus bienes.

            Con una honda tristeza, don Pere me dio las gracias y volviendo al salón donde el cura iba a comenzar la escueta ceremonia de adiós, me senté al lado de mi ahijada. Lara es una niña tan cariñosa que no dudó en subirse sobre mis piernas mientras yo y el resto de los presentes orábamos por el alma de su padre. Acabábamos de terminar cuando exteriorizó la pregunta que rondaba en su infantil mente:

            ―Padrino, ahora que papá ha muerto. ¿Voy a ser tu hija?

            Reconozco que, con su tierna voz, esa criatura involuntariamente me llenó de angustia al saber que crecería sin una referencia paterna. Queriendo pasar el mal trago cuanto antes, susurré en su oído que siempre sería la niña de mis ojos. Curiosamente, esa respuesta la hizo feliz y bajándose de mi regazo, corrió a su madre diciendo que en cuanto llegara a su escuela diría a las amigas que tenía un nuevo padre. Rosa, que había permanecida atenta a nuestra conversación, no la corrigió y regalándome una sonrisa, me hizo saber que había escuchado nuestra conversación y entendía esa respuesta. Aun así, no me dejó tranquilo la naturalidad con la que esa morena se tomó la ocurrencia de su hija. Pensando que veía moros con trinchetes y que solo era la reacción lógica de una madre no queriendo hacer daño a su retoño, esperé a que los invitados comenzaran a marcharse para huir de ahí y acudir a mi cita.

En el coche, repasé lo ocurrido una y otra vez hasta que deseché por completo que Rosa me viera como el sustituto lógico de su esposo. El poco tráfico de esa tarde en Madrid me permitió llegar antes de tiempo a casa de Patricia y que la pillara recién salida de la ducha. Si eso la molestó, no lo demostró. Nada más cerrar la puerta de su apartamento dejó caer la toalla en la que se había envuelto diciendo si me apetecía hacer ejercicio antes de cenar. Mi respuesta fue la que buscaba y tomándola en volandas, la llevé hasta su cama mientras me iba desembarazando de la ropa. Una vez la había dejado sobre la cama, no le di cuartelillo y separando sus rodillas, hundí toda mi hombría en su interior. La humedad que destilaba me avisó de que de algún modo había anticipado ese tipo de llegada y tomando impulso, le hice el amor con decisión.

―Dios, ¡me encanta cómo me tomas! ― gritó con alegría a pesar de lo imprevisto de mi asalto.

La rapidez con la que había pasado del coche a la hogareña recepción de su vagina me hizo olvidar el duelo que me consumía y acelerando mis caderas, me concentré en darle placer mientras mi novia azuzaba ese comportamiento pellizcando sus pezones. Verla torturando sus areolas, exacerbó mi lívido y sin ningún freno tomé sus pechos como agarre de mis incursiones. 

―Sigue, cerdo mío. Fóllate a tu puta― rugió descompuesta al sentir mi pene chocando contra la pared de su vagina a una velocidad inusitada.

Su entrega sobrepasó la de otras veces y decidido a aplacar mi dolor entre sus piernas, le di la vuelta y poniéndola a cuatro patas sobre la cama, comencé a cabalgar sobre ella hundiendo mi estoque cada vez más rápido. Los gemidos que pegaba cada vez que sentía mi verga entrando a cuchillo en ella me excitó. Olvidando el cuidado que había tenido las dos semanas desde que éramos amantes, con un sonoro azote, le reclamé que se moviera. El aullido que pegó al sentir mi mano sobre su cachete lleno de pecas no fue de dolor sino de placer. Viendo que me quedaba pegado por la vergüenza de lo que había hecho, Patricia se echó a reír:

―Ya aprenderás que me vuelven loca las nalgadas.

Esa confesión diluyó mis remordimientos e iniciando una serie de las mismas, repartí mis sonoras caricias a ambos lados de su trasero mientras le exigía que meneara más rápido sus caderas.

―Así lo haré, mi general― bramó elevándome de escala militar antes de obedecer.

Lejos de reclamar que parara, si abrió su boca fue para exigirme que no fuera tan condescendiente con ella y que la tratara como si fuera una soldado bajo mis órdenes. Comprendiendo que sus intenciones no eran otras que excitarme, me abstuve de decir que jamás abusaría de mi puesto de esa forma y cumpliendo sus deseos, convertí mi galopar en frenético. Maximizando la profundidad y la velocidad con la que la montaba, cogí su rojiza melena como riendas y cabalgué hacia hacía el placer.

―Me corro― escuché que decía segundos antes de desplomarse sobre el colchón en mitad del orgasmo.

Su caída no calmó mis ansias de poseerla y reduciendo el tiempo entre mis penetraciones, la llevé de un clímax a otro sin que el cansancio hiciera mella en mi cuerpo.

―No puedo más― chilló agotada, pero solo obtuvo un nuevo azote reclamando más pasión.

Pocas veces, o quizás ninguna, había sido tratada de esa forma, pero lejos de indignarla que menospreciara su entrega aumentó su excitación y bramando como cierva en celo, convirtió su trasero en una máquina de placer que no paró de menear en busca de su objetivo. Es más, he de reconocer que al sentir que me derraba en ella, siguió insistiendo con intensidad hasta que consiguió ordeñar hasta la última gota de semen que atesoraba en mis huevos. Entonces y solo entonces, se permitió el lujo de sugerir que esperaba que pudiese recuperar fuerzas durante la cena porque esa noche pensaba dejarme seco.

―No creas que me basta con esto― añadió con una sonrisa: ―Para quedarme saciada, necesito al menos otros tres polvos.

Su amenaza no se quedó sin respuesta y mordiendo los labios de la pelirroja, le avisé que yo en cambio no me iba a conformar con su coño.

― ¿Insinúas que quieres que te haga una mamada? – rugió divertida: ― ¿O acaso pretendes que te entregue el culo?

Sin dejar de bromear, contesté:

―Si me das a elegir, opto por lo segundo.

Patricia no solo no puso mala cara, sino que meneando el trasero camino de la cocina, respondió que si no había aprendido en el ejército de que nunca se debe avisar al enemigo que vas a tomar algo por asalto. Creo que jamás supuso que reaccionara de esa forma y menos que, sin dejar que descansara, corriera tras ella y aplastándola contra la mesa, le obligase a permanecer quieta mientras me ponía a embardunar su ojete con aceite.

― ¿Qué haces? ― suspiró al sentir mis dedos forzando su entrada trasera.

―La mejor forma de evitar la respuesta de un oponente, es tomarlo por sorpresa― contesté mientras sustituía las yemas por mi pene.

El sonido de su alarido cuando empotré mi trabuco hasta el fondo de sus intestinos me azuzó a continuar y sin prisa, dejé que se acostumbrara a la invasión antes de empezar a hacer uso de su culo. Tras el dolor inicial, poco a poco, la lentitud de mis incursiones le fue tranquilizando hasta que pasado menos de un minuto ella misma me pidió que acelerara diciendo:

― ¿Qué esperas para romperme en dos? No ves que lo estoy deseando.

No tuvo que repetírmelo y acatando marcialmente sus deseos, marqué un ritmo rápido a mis caderas y lo mantuve al observar el gozo con el que mi novia recogía cada empujón por mi parte.

―Cabrón, ¡qué polla tienes! ― gritó al experimentar que su cuerpo entraba en ebullición y yo seguía sin aminorar el compás con el que la estaba sodomizando.

Reconociendo en su respiración lo cerca que estaba de alcanzar otro orgasmo, le exigí que se masturbara mientras volvía a incrementar la velocidad de mis ataques. Como la recluta que decía ser, obedeció a su superior torturando su clítoris mientras cada vez más rápido mi sexo campeaba en su trasero.

― ¡Te deberían dar la medalla al mejor amante! ― vociferó pegando un chillido al verse nuevamente presa del placer.

No contento con haber ganado esa escaramuza, decidí vencer la guerra y sacando mi pene de su culo, lo incrusté hasta el fondo de su vagina. Su gozo fue evidente y tras un par de empellones, retorné a mi lugar original y volví a sodomizarla. Repitiendo una y otra vez la experiencia, la hice encadenar placer y dolor en una progresión creciente hasta que, rindiéndose a mis pies, me rogó que la dejase descansar.

―Puta, no te he dado permiso de parar― reclamé sin dejarla de encular.

Mi insulto la insufló nuevos ánimos y pegando un berrido, me aseguró que se vengaría mientras se ponía a menear el pandero al ritmo que le marcaba apretando alternativamente sus pechos. Mi estado de forma me permitió alargar ese combate hasta que con ella ya exhausta llené sus intestinos con mi simiente. Al notar su ojete rebosando de leche, se echó a reír en plan histérica y cuando le pregunté qué ocurría, la muy cretina me reconoció que nadie había plantado su pica con anterioridad en su trasero. Abochornado por no haber tenido la precaución de preguntar si era virgen y de no haberle dado el trato de una primeriza, le pedí perdón y prometí que no volvería a intentar aprovecharme de ella de esa forma.

No comprendí su carcajada hasta que muerta de risa me sugirió que dejara de ser tan caballeroso con ella y que no me preocupase:

―Me ha encantado que me trataras como una zorra y solo espero que esta noche vuelvas a comportarte así….

2

La reunión en el notario era a las cuatro. Previendo que quizás Rosa necesitaría alguien que la llevara en coche, la llamé. Una voz metálica me informó que tenía su teléfono apagado y asumiendo que en su caso yo tampoco lo encendería, decidí no insistir.

«Debe estar harta de contestar llamadas de pésame», me dije mientras iba a hablar con mi mando para decirle que esa tarde no podía contar conmigo.

El general Terán no solo no puso ningún impedimento a que me ausentara, sino que incluso me sugirió que me tomara unos días libres.

―Juan, ¿hace cuánto tiempo que no tomas vacaciones? La situación está tranquila y puedo pasarme un par de semanas sin ti― añadió.

Manteniéndome en posición de firme, le agradecí el detalle y prometí que lo pensaría.  El andaluz comprendió que esa respuesta era una cortés negativa y que jamás le pediría ese permiso.

―Muchacho, la vida no es solo el ejército. Deberías hacerme caso e irte unos días a la playa. Acabas de perder a tu mejor amigo― insistió.

―Señor, ya le he dicho que lo pensaré― recalqué antes de preguntar si tenía algo para mí.

Dándome por imposible, se abstuvo de insistir y me encomendó revisar los informes de inteligencia sobre el Líbano que le acababan de llegar. Conociéndolo, supe que esa encomienda no era casual y que cómo uno de los pocos oficiales del ejército que hablaba correctamente árabe quería saber mi opinión no solo sobre lo que reflejaban esos documentos sino incluso sobre el sentido que podía haber obviado el traductor al convertirlo en español.

―Esta mañana tendrá mi informe― contesté mientras me despedía.

Ya en mi despacho de la calle Vitruvio, me puse a leer el dossier. Lo primero que me preocupó fue un mail que el CNI había interceptado donde un cabecilla del ISIS urgía a llevar la guerra santa a Al Ándalus y así castigar a los apóstatas. Recordando que para esos fanáticos el pueblo español había renegado del islam y que por tanto el deber de todo buen musulmán era acabar con nosotros, me puse a indagar sobre el autor de esa proclama, un tal Ibrahim Zarqai. Al descubrir que ese exaltado se había convertido solo unos pocos años antes y que antes de su conversión había sido un reputado profesor de la Universidad Complutense de nombre Fernando Gastón, decidí mandar un mensaje a mi enlace dentro del Centro Nacional de Inteligencia para que me mandaran todo lo que sabían del sujeto.

«No hay nada más peligroso que un converso», me dije mientras seguía estudiando el resto de documentos.

Las continuas referencias a la base “Miguel de Cervantes” que teníamos en ese país árabe también me llamó la atención y meditando sobre ello, escribí en mi informe una recomendación para decretar la situación ámbar en dicha instalación no fuera a ser objeto de un atentado.

«Aunque sea una exageración, mejor prevenir», concluí sabiendo que lo más probable era que la ministra rechazara mi petición. A pesar de su valía, esa mujer tenía alergia a que la opinión pública se le pusiera en contra y una medida así, sería todo menos popular.

Con mi informe ya elaborado, miré el reloj:

«Tengo tiempo de comer algo», pensé al ver que apenas eran las dos.

Con ello en mente, salí del edificio del Estado Mayor y me dirigí al restaurante donde habitualmente almorzaba. Al verme entrar, la camarera se acercó y saludándome con un beso en la mejilla, me llevó hasta la mesa de siempre. La cercanía con la que me trataba iba más allá de la que otorgaba a un cliente habitual y sabiéndolo, le comenté que ese día estaba preciosa mientras me sentaba. Evelin se sonrojó al escuchar mi piropo y meneando el trasero, fue por una cerveza para mí mientras me ponía a revisar la carta.

―Amor, ¿ya sabes lo que vas a comer? ― con su acento típicamente venezolano preguntó al volver con ella.

Cumpliendo el ritual al que la había acostumbrado y que a ella le volvía loca, contesté que, además de una caraqueña, ese día me apetecía el gazpacho y el lenguado del menú. Asumiendo que era una diablura sin mala intención, la morena se quejó que nunca pasaba de ahí y me preguntó cuándo la invitaría a cenar.

―Te tengo miedo. Eres demasiada mujer para mí― respondí muerto de risa mientras le echaba un vistazo a las impresionantes ubres que lucía bajo el delantal.

Lejos de enfadarle el riguroso examen al que la sometía, sonrió y haciéndome una breve carantoña en la mejilla, desapareció a notificar mi orden a la cocina. Mientras la veía marchar, me quedé pensando que en cuanto lo mío con Patricia terminara, buscaría consuelo entre sus brazos.  Al hacerlo caí en la cuenta de que Rosa tenía razón cuando sostenía que era un inmaduro incapaz de buscar en una mujer algo que no fuera un polvo.

«Todavía no he encontrado la mujer ideal», me traté de disculpar sin hacer ningún intento de cambiar.

Lo quisiera reconocer o no, daba lo mismo. Me encontraba a gusto con mi soltería y no veía un motivo por el que variar de vida. Tenía un trabajo que me entusiasmaba, una ahijada a la que quería como una hija y multitud de mujeres con las que saciar mi exacerbada fogosidad.

«¿Qué más puede un hombre desear?», concluí mientras daba cuenta del estupendo gazpacho que mi próxima conquista me había traído…

Una hora después aparecí por la notaría de la calle Altamirano el primero y tras personarme ante la recepcionista, me hizo pasar a la sala de espera. Eso me dio la ocasión de observar a los presentes y tal y como me había habituado desde que me ocupa de labores de inteligencia, inconscientemente me puse buscar en sus actos la razón por la que habían llegado hasta ahí. Así, por ejemplo, di por sentado que una pareja joven de mirada ilusionada había acudido a firmar la compra de su primera casa, mientras que el vejete que tenían enfrente era el vendedor. De igual modo, di por sentado que el trajeado que los acompañaba era el representante del banco que les proveería de fondos y con el que irremediablemente estarían en deuda los siguientes veinticinco años.

            Estaba tratando de dilucidar los motivos de la presencia de una cincuentona cuando Rosa apareció por la puerta y me saludó sentándose a mi lado. No contenta con haberse separado de su familia, tomó mi mano y susurrando en mi oído, me preguntó cómo había pasado la noche.  Sin poderle reconocer el combate cuerpo a cuerpo que había protagonizado con Patricia, únicamente pude contestar que había dormido poco.

―A mí, me pasó igual. No pude dejar de pensar en que Xavi nos había dejado y que nunca vería crecer a Lara.

Avergonzado, me quedé callado mientras la viuda, usando mi hombro, se echaba a llorar. Comprendiendo y compartiendo su dolor, apreté su mano y en un intento de confortarla le dije que su marido velaría por ellas desde el más allá.

―Sé que lo hará― sollozó desmoronándose.

Justo en ese momento, el oficial del notario dijo nuestros nombres y levantándonos, pasamos una sala de juntas donde su jefe, Antonio Regules, nos esperaba. A pesar de que ese hombre era amigo de mis padres, no me saludó y comenzando con el asunto nos hizo saber que el finado había elevado testamento con él solo quince días antes de fallecer y dirigiéndose en especial a su viuda, nos preguntó si alguien sabía de la existencia de unas últimas voluntades posteriores a la que nos iba a leer. Rosa tomó la palabra y cuando lo hizo, lo único que declaró fue que no, que estaba segura de que no había otra, ya que, entre otras cosas, ella había estado presente cuando se firmó.

Haciendo especial mención a esa posible salvedad, el notario comenzó a narrarnos el contenido del mismo, empezando por mi nombramiento cómo albacea y que siguiendo el derecho catalán designaba a su hija Lara como su hereu, su heredera universal, dejando el usufructo del cincuenta por ciento a su esposa. Al ser lo habitual, apenas presté atención al anciano hasta que de improviso lo escuché decir que Xavi había determinado, con la aquiescencia de su mujer, que fuera yo el administrador de los bienes de mi ahijada hasta su mayoría de edad.

Asustado por la responsabilidad que había arrojado sobre mis hombros, miré a su viuda. La cual con una sonrisa teñida de tristeza únicamente señaló que su esposo no se fiaba más que de mí. Juro que no entendí que mi amigo no hubiese tomado en cuenta mi opinión antes de lanzarme un lastre que me tendría ocupado los próximos quince años y mirando a su viejo, busqué lo que pensaba de ello.

«No puede estar contento con la decisión de su hijo», exclamé para mí al ver su cara de satisfacción cuando sabía que don Pere había le traspasado las acciones de su compañía y que incluso la masía familiar estaba a nombre de Xavi.

Pero lo peor estaba por llegar y es que al firmar en conformidad todos los presentes, don Antonio me pidió que me quedara porque tenía que darme un encargo personal del finado. Sin saber que me haría entrega de una carta, pedí a Rosa que me esperara y pasé con él a su despacho, intrigado.

Una vez ahí y sin mayor prolegómeno, puso en mi mano un sobre. Al abrirlo, reconocí su letra y me puse a leer en silencio:

Juan:

Si estás leyendo esta misiva es que he muerto y abusando de la amistad quiero pedirte un favor. Como sabrás ya, te he nombrado albacea de mi herencia y administrador de mis bienes hasta que mi niña pueda valerse por sí misma. Sé que te preguntarás qué me ha llevado a hacerlo. La respuesta es sencilla. Además de buen amigo eres el hombre más honesto que conozco. Rosa, mi mujer, está de acuerdo porque se ve incapaz de gestionar su vida sin tu ayuda. Cuando digo su vida, no me refiero solo al dinero. Lo he hablado con ella en estos mis últimos días. Me ha reconocido que necesita la presencia de un hombre que le dé la seguridad que yo le daba y que deseaba que hombre fueras tú. Aunque no me lo ha dicho y sé que me amaba, mi esposa ha estado secretamente enamorada de ti.

Comprendo perfectamente, la turbación que debes sentir al leer estas letras, pero quiero que sepas que no solo no te guardo rencor, sino que confío es que seas capaz de corresponderla y eduques a Lara como tu hija.

 Contigo, siempre

Xavi

Tras leer el contenido de esa misiva, las preguntas se acumularon en mi mente. La primera que me hice fue hasta qué grado era verdad lo que acababa de leer o si eran solo los desvaríos de un moribundo. Revisando los años que había pasado con la pareja, no pude hallar ningún atisbo de lo que hablaba. El trato de Rosa conmigo había sido intachable y la dedicación que había demostrado a su marido había sido total. Es más, conociendo a Xavi, de ser así tampoco me cuadraba que me hubiese abierto su casa o que me hubiese nombrado padrino de su hija:

«Yo al menos no dejaría que mi rival deambulara alrededor de mi esposa», medité mientras me inclinaba a pensar que producto de su enfermedad ese hombretón se había aferrado a esa ilusión para no tener que asumir que las dejaría solas.

Por ello, antes de salir de la oficina del notario, ya había decidido mantener en secreto el desbarre de mi amigo para no enturbiar mi relación con su esposa y así poder cumplir con la labor de administrar su herencia. 

«Rosa no debe saberlo nunca», concluí dando por sentado el dolor que le produciría saber lo que su esposo había compartido conmigo.

Aun así, he de reconocer que salí preocupado por si había algo de veracidad en ese disparate. Cuando llegué donde la viuda, ésta me preguntó qué era lo que me había informado don Antonio en privado. Piadosamente mentí sonriendo:

―Xavi me pedía que hiciera lo posible para que Lara no entrara en el ejército.

―Siempre fue un machista― respondió y creyéndose el embuste, añadió: ―Eso lo decidirá ella y desde ahora te digo que no haré nada por evitarlo.

Parcialmente aliviado contesté que yo tampoco, señalando además que las mujeres eran tan aptas como los hombres para servir a la patria. El padre del difunto, que hasta entonces se había quedado en segundo plano, aprovechó para decirme que debíamos hablar mientras me daba una carpeta:

―Para que puedas administrar los bienes de la familia, lo primero es que los conozcas. Como sabía de antemano los deseos de mi hijo, he preparado unos pequeños informes de la situación real de la empresa y de los demás intereses de los que deberás hacerte cargo.

Pequeños, ¡mis huevos! La documentación que me había hecho entrega era tan voluminosa como pesada. Asumiendo que ese bonachón necesitaba una respuesta, respondí qué precisaría de tiempo para analizar esa información.

―Lo sé. Por eso, he pensado que sería bueno que este fin de semana acudas a la masía y así poderte resolver las dudas que tengas.

Con esa invitación y sin desearlo me había chafado el viaje que había programado con Patricia. Asumiendo que de nada servía excusarme y que debía de acudir, quedé en que la tarde del viernes llegaría a Barcelona.

―Entonces, no se hable más. Nos vemos― siendo parco de palabras, contestó mientras desaparecía con su nuera del brazo hacía la calle.

Al haber informado al General que no acudiría esa tarde a la oficina, me dirigí directamente a casa donde sin más premura me puse a estudiar el legajo que había puesto en mis manos. Así me enteré que Xavi no solo había sido rico, sino millonario y que solo con los dividendos que anualmente producían sus inversiones la viuda y Lara podrían llevar una vida de lujo.

«No sabía el alcance de su riqueza», reconocí al leer que además de ser dueño de la empresa líder del sector del embutido catalán, gracias al buen hacer de don Pere, sus intereses eran diversos y que incluían un gran patrimonio inmobiliario.

«¡Qué callado se lo tenía!», pensé al leer que una consultora había valorado su herencia en una cifra impensable para el común de los mortales. Solo como ejemplo, he de decir que entre naves, oficinas y pisos mi ahijada había heredado casi cincuenta millones de euros.

«Solo con que conserve el valor de sus activos, habré cumplido de sobra como administrador cuando le pase el mando», sentencié abrumado nuevamente con la labor que me había caído encima…

Al día siguiente, al aparecer por el Estado Mayor, me informaron de una cita en el Ministerio de Defensa a la que acudiría la propia ministra. Que doña Paloma fuese a participar en la misma no era lo habitual y por eso no dudé en llamar al general Terán por si podía anticiparme algo.

―Parece ser que tu recomendación ha causado conmoción en el ministerio― señaló mi superior antes de decir que, aunque chocara frontalmente con la de sus asesores, mi punto de vista coincidía con el del CNI, y que por eso quería verme en persona.

El protagonismo que había echado sobre mí el escrito que redacté la tarde anterior me preocupó. No queriendo parecer un inepto y que la ministra me pillara en un renuncio, me puse a repasar la información que me había llevado a esa conclusión. Al volverla a estudiar, confirmé el peligro que corrían nuestros hombres y más cuando desde inteligencia respondieron mandándome la información de Fernando Gastón, el fanático que ahora se hacía llamar Ibrahim Zarqai. Según los datos que me hicieron llegar, ese sujeto era uno de los responsables políticos de Al Qaeda y aunque no se le conocía responsabilidad militar alguna, se daba por hecho que era una de las personas que marcaban los objetivos a la organización.

«O mucho me equivoco o en estos momentos se está preparando un atentado contra nuestras tropas», concluí ya seguro.

Por eso, cuando el chofer me avisó que debíamos irnos, supe que era mi deber insistir en que se elevara la alerta en la base “Miguel de Cervantes” u ocurriría una desgracia. Meditando sobre ello llegué a la sede del ministerio dispuesto a debatir con quien tuviese en frente esa recomendación. Lo que jamás me esperé fue que al llegar a la reunión entre los asistentes estuviera el general Álvarez, un militar que recientemente había sido nombrado jefe de la misión de la ONU en el Líbano. Intimidado por su hoja de servicios, me cuadré ante él antes de pasar a la sala donde vería por primera vez a la política que mandaba en Defensa.

―Descanse, Urbieta y explíqueme en que se basa para hacer tal afirmación― me ordenó.

Obedeciendo le hablé del error que había cometido el traductor al subestimar el riesgo de nuestra gente y que para mí no era la clásica bravuconada a la que nos tenían acostumbrados los islamistas y que la consideraba un peligro real.

 ―No ha tomado en cuenta quién lanzó la proclama ni que, en vez de hablar genéricamente de atacar los intereses españoles, hacía referencia directa a la base Cervantes al recordar el cautiverio del escritor en tierras argelinas.

―Es un aviso a navegantes y creo que debemos darle la importancia que merece― añadí haciendo hincapié en que, si nos dejábamos guiar por el tiempo verbal que el autor había usado, el ataque sería casi inmediato.

―Lo mismo opina mi intérprete― sentenció mientras entrábamos a la sala.

Satisfecho de que un alto oficial como Álvarez diese credibilidad a mis sospechas, me senté en la única silla que seguía vacía cuando entré. Cosa que agradecí al estar bastante alejada de la que ocupaba la ministra. En persona, esa mujer parecía más joven que en la tele, pero no por ello me dejé engañar por su juventud, dada la prudencia y buen hacer que había demostrado desde que estaba en el cargo.

―Teniente Coronel, he leído su recomendación y aunque en un principio estuve tentada de desecharla, me han convencido de escuchar en persona porqué gente muy cualificada considera que debemos hacerle caso.

Con esa alusión directa, me estaba ordenando que expusiera la cadena de hechos que me habían llevado a tal conclusión y repitiendo el mismo razonamiento que al general, inserté en mi exposición la información que me había llegado acerca del autor de la proclama. El cabreo de doña Paloma al escuchar esos datos que le debían haber notificado a ella antes que nadie fue tan evidente que nadie se atrevió a rebatir frontalmente mi postura. Eso llevó a que desde el ministerio se diese la orden de fortificar más si cabe las instalaciones españolas en ese país. Que incluyeran la embajada en Beirut fue prueba la credibilidad que dieron a mis palabras.

―Muchacho, dime. ¿Cómo es posible que domines tan bien el árabe? – quiso saber Álvarez antes de despedirse.

―Esa cultura siempre me interesó, pero a raíz de mi estancia en Bosnia fue cuando empecé a estudiarlo para no depender de un traductor cuando interveníamos los escritos que algún imán extremista dirigía a sus huestes. El tiempo era oro en estado de preguerra― respondí.

Supe que su pregunta no era baladí y que mi conocimiento de ese idioma me hacía candidato a ir al Líbano, pero como acaba de ser promocionado y estaba cursando un curso en el Estado Mayor, deseché la idea de un futuro traslado al menos en fechas próximas. Aun así, no estaba tranquilo, por las dificultades que me acarraría tal oportunidad teniendo en cuenta que además de mi carrera tenía que fungir como el administrador de mi ahijada.

«No tendría tiempo de velar por sus intereses», rumié mientras volvía a mi despacho. Mi labor diaria como principal asesor del general Terán no me dejó seguir dando vueltas al tema y lanzándome en picado a resolver el día a día, lo olvidé completamente hasta que a la salida del trabajo me reuní con Patricia.

Como tenía que explicarle la razón por la que debíamos postergar nuestro viaje a Londres, directamente le conté la sorpresa que había recibido durante la lectura del testamento, obviando por supuesto todo lo relativo a la carta manuscrita de Xavi en la que insinuaba con claridad que su esposa era partidaria de cambiar el tipo de relación que me unía con ella.

Curiosamente y quizás gracias a su profesión, esa ejecutiva no solo comprendió que me tuviese que ocupar de Lara, sino que incluso lo vio como una muestra de mi valía más allá del ejército y se comprometió en prestarme toda la ayuda que necesitara para interpretar los balances que me habían dado. Lo único que me molestó fue cuando quiso saber si cobraría un sueldo:

―No lo sé, ni me importa― repliqué asumiendo que ese fin de semana me enteraría.

Tal y como había quedado, el viernes tomé un Ave a Barcelona y gracias a la velocidad de ese tren, llegué a la ciudad Condal cuando el reloj de la estación de Sants todavía no había marcado las ocho. Cargando mi troley, me reuní con el padre de Xavi que se había tomado la molestia de desplazarse para ir conmigo en coche hasta su masía. Comprendí que su presencia encerraba un motivo de alcance cuando apenas había encendido el flamante Mercedes, el payés comenzó a alabar el buen tino que había tenido su hijo al nombrarme.

―Como es evidente, no soy un niño y con casi ochenta años, no puedo esperar que mi vida sea muy larga. Por eso respiré cuando mi chaval me preguntó qué opinaba de que tú te encargaras de que nada le faltara a su familia.

Juro que me quedé petrificado por el tono con el que dijo esto último, ya que de algún modo parecía saber la última encomienda que mi amigo me había hecho en la carta. Refutando tal posibilidad ya que un padre nunca admitiría de buen grado que, estando todavía caliente el cuerpo de su hijo, la viuda lo sustituyera por otro, me vi forzado buscar otra razón.

«Como empresario es un hombre práctico y ve a largo plazo. Esta solución le da la tranquilidad que necesita para seguir trabajando», me dije mientras salíamos del casco urbano.

Al ser final de primavera, todavía era de día y por eso de camino, pude contemplar la riqueza de esas tierras y no sintiendo como propia la finca de los Vilas, dejé que el anciano se vanagloriara de la fecundidad de la misma mientras nos acercábamos a la masía. Lo que jamás preví fue encontrarme con la magnificencia del centenario palacete que apareció ante mí y menos que en su   puerta me estuviera esperando la familia al completo. Aunque me esperaba la presencia de Nuria, su mujer, nunca sospeché que Rosa y Lara hubiesen dejado Madrid pocas horas antes que yo.

―Es lógico― contestó al señalárselo: ―Vamos a tratar la herencia de Xavi y lo que aquí decidamos será básico en el futuro.

No pudiendo revelar al payés la incomodidad que me causaba estar en la misma habitación que la viuda desde que su marido murió, me bajé a saludarla. Siendo cortés su respuesta a mi saludo, la noté fría, como si estuviese tanteando mi reacción. Su actitud fue distante hasta que mi ahijada se lanzó a mis brazos y me llenó de besos. Entonces y solo entonces, cambió por completo. Tomando mi mano y ejerciendo de cicerone, me llevó hasta el cuarto donde dormiría ese fin de semana.

Por lo poco que conocía de la cultura catalana, supe que esa habitación era la del “Hereu”, la del primogénito y un tanto cortado, le pregunté el porqué de ese honor.

―Mis suegros lo decidieron. Para ellos, representas la continuidad de su legado y por eso han creído necesario hacértelo saber… además “la niña de tus ojos” insistió. Quiere que duermas cerca para que después de cenar le leas un cuento.

Me llamó la atención que se refugiara en el cariño de Lara a la hora de explicarse, pero sin dar la menor importancia al dato dejé el equipaje y fui con ella a visitar el resto de la mansión familiar. El impresionante interior del palacete no menoscabó el idílico jardín que lo rodeaba. Impresionado por lo que estaba viendo, comprendí nuevamente lo humilde que había sido mi amigo al no hacer nunca gala de ser dueño de semejante patrimonio.

 «Lo raro es que haya terminado de militar», pensé para mí asumiendo las presiones que debía haber sufrido al ingresar en la academia por parte de sus viejos: «Lo más normal es que se hubiese puesto al frente de la empresa».

Meditando sobre ello, mi admiración por su esposa creció. Cualquier otra no se hubiese conformado con vivir del sueldo que nos pagaban y hubiese exigido una vida distinta. Al comentarlo, la morena entornó los ojos y me contestó:

― ¿Crees que derrochando su dinero hubiese sido más feliz?

Esa respuesta me dejó sin argumentos y lamenté incluso habérselo planteado, no fuera ver en mi comentario un interés monetario que no tenía. Reculando de inmediato, le di la razón y no volví a hablar de ello hasta la cena. Y no fui yo quien lo sacó a colación sino don Pere cuando haciendo una exhibición de poderío económico nos dijo que había abierto una cuenta con nosotros dos como cotitulares para que sufragáramos cualquier gasto que pudiese surgir.

―Gracias, suegro. Pero no hacía falta. Tenemos la casa pagada y la pensión que recibo es suficiente para llevar una vida digna.

―Tonterías, el dinero sirve para no pensar en el dinero― señaló el anciano mientras nos mostraba el saldo que había ingresado en dicha cuenta: ― ¡A mi nieta que no le falte de nada!

Al ver que había hecho una transferencia desorbitada, Rosa enmudeció. Fue entonces cuando interviniendo, doña Nuria añadió:

―Como abuelos tenemos el deber de mimar a Lara y sois vosotros los que tenéis la responsabilidad de educarla, poniendo los límites que consideréis prudentes.

Que me incluyera a mí, iba mucho más allá del papel de administrador y abriendo los ojos, dejé claro mi turbación cuando contestando también en mi nombre Rosa argumentó que no pensábamos hacer de su hija una mimada y que debía crecer como una niña normal.

―Contamos con ello― insistió su suegra mirándome: ― Confiamos en que hagáis de ella una mujer de provecho.

Me costó asimilar sus palabras y que nuevamente me otorgase un papel predominante en la educación de Lara. Cuando lo hice, creí prudente dejar caer que me comprometía en ayudar a la madre en todo lo que necesitara. La otoñal pareja acogió mi promesa con satisfacción. En especial, doña Nuria que me pidió que la dejase de hablar de usted y la tuteara:

―Hijo. No te olvides que somos familia y tanta formalidad me hace sentir vieja.

Las risas de su marido contrastaron con el terror que me había atenazado al escuchar a su mujer y cayendo en el más absoluto de los mutismos, preferí cenar a hablar. Sentía que caminaba entre tierras movedizas y no queriendo mostrar mi inquietud, me quedé observando cómo Rosa les pedía permiso para pasar las vacaciones de verano en la masía.

―Esta es vuestra casa y tanto tú como Juan siempre seréis bienvenido en ella.

Alucinado comprendí que nos concebían como un todo y que pensaban que lo normal es que pasáramos juntos el periodo estival:

«No puede ser. ¡Sospechan que no tardaremos en convertirnos en novios!», exclamé para mí mientras la viuda de su hija les daba las gracias y les anticipaba que hablaría conmigo para definir las fechas. 

Sin llegar a entender que se prestara a ello y que diera por sentado algo que desde ese momento me negaba hacer, bebí de un trago la copa de vino que tenía enfrente en un intento de calmar mi creciente aturdimiento. Ese acto fue en vano y elevando la voz, señalé que lo intentaría pero que quizás no podría pasar las vacaciones allí dejando caer mi posible traslado al Líbano. Juro que jamás me esperé que Rosa se echase a llorar al oír que me podían enviar a Oriente Medio y menos que cogiendo a Lara, desapareciera rumbo a su cuarto. Sé que ni siquiera me oyó cuando añadí que era una posibilidad lejana y por eso agradecí que doña Nuria se levantara diciendo que no me preocupase y que intentaría calmarla.   

Don Pere esperó a que nos quedáramos solos para echarme en cara ser tan insensato de soltar esa noticia de esa forma:

―Muchacho, te creía más inteligente. ¿Todavía no te has dado cuenta de la necesidad que tiene de tu compañía? Si al final se da ese traslado y decides aceptarlo, debes llevarte a Rosa y a mi nieta contigo.

―No somos pareja― contesté al confirmar que nos veía así.

―Todavía no, pero lo seréis. Si no te dejas llevar por un falso orgullo, comprenderás que tu lugar es junto a ella. Desde que Xavi nos la presentó, mi esposa y yo supimos qué Rosa era la mujer ideal que tanto habíamos soñado para nuestro hijo― y sin dejarme intervenir, añadió: ―Por eso cuando nos enteramos de su enfermedad, además de preocuparnos por él, entramos en crisis por lo que sería de ella cuando muriera.

―No entiendo a qué se refiere― reconocí colorado por el rumbo que estaba tomando la conversación.

―Como te decía… al saber la gravedad de su cáncer, me reuní con él y le hice ver la urgencia de buscar un plan alternativo para el día que faltara.

―Señor, le juro que me he perdido― de nuevo lo interrumpí.

― ¡Por dios! Déjame acabar o esto además de duro se hará eterno. En esa conversación de padre a hijo, le hice ver que dada la personalidad de su mujer tenía que anticiparse y buscar alguien cabal que lo pudiese sustituir cuando ya no estuviera entre nosotros. Por eso me alegró que me dijera que tú, su mejor amigo, serías quien se ocupara de su mujer y de su hija.

A pesar de haber prometido no volver a interrumpir, no tuve opción de permanecer callado y directamente le pregunté de lo que hablaba, ya que su nuera era capaz de desenvolverse ella sola.

― ¡Qué poco la conoces! ― se echó a reír el anciano: ―Acostumbrada desde cría a un padre dominante, buscó en mi hijo un hombre igual y ahora que no está, tendrás que ocuparte de dirigirla porque no puede ni debe vivir sola.

Confieso que me quedé paralizado al escuchar lo que estaba insinuando y sin llegarme a creer su afirmación, comencé a repasar las vivencias que habíamos tenido juntos y como si cayese el velo que me había mantenido ciego, comprendí que el desvelo y el cariño con el que había tratado a Xavi rallaba la sumisión.

― ¡No puede ser! ―exclamé de viva voz sin darme cuenta.

Con una triste sonrisa en los labios, el payés se levantó de su silla y mientras se marchaba rumbo a su cuarto añadió:

―Como hombre sé que mi hijo te hizo un favor cuando te puso en bandeja su más valiosa posesión y como padre, me alegro que haya tenido el coraje de comentármelo. Llevo dos meses sabiendo que tendríamos esta conversación y desde ahora te hago saber que cuentas con mi beneplácito. No me opondré cuando me comuniques que al fin has aceptado a mi nuera como mujer y a mi nieta como hija.

Completamente conmocionado, lo vi marchar antes de dirigirme al mini bar para servirme una copa que me ayudara a digerir lo que esa noche había escuchado. Tras sacudirme un par de whiskys, supe que debía hablar con Rosa para aclarar el malentendido. Disculpando a su marido por enfermo y a sus suegros por viejos, creí que había llegado el momento de poner las cosas en su sitio y hacerle ver que mi apoyo sería total, pero que no podía pedirme que éste incluyera la cama.

Como no estaba seguro de nada, empezando porque fuera consciente de los planes de su marido y que estos contaban con la aprobación de sus suegros, toqué a su puerta para tantear el terreno antes de decir algo.

―Pasa, Juan. Lara está esperando su beso de buenas noches.

Entrando al interior del cuarto, descubrí que mi amiga y comadre se había cambiado y despojándose de la ropa, se había puesto un camisón casi transparente. Cortado al reparar en sus pezones a través del encaje, me acerqué pensando en que no se había dado cuenta del detalle y que no tardaría en taparse al advertirlo. Pero en vez de usar la sábana para protegerse, me dio un libro y abriendo hueco en la cama, me rogó que me tumbara y le contase a Lara el cuento que le había prometido. Repartiendo la mirada entre el libro y el profundo canalillo que lucía entre los pechos, comencé a leer sabiendo lo poco apropiado que era mi estancia ahí.

Mi consternación se elevó a términos nunca experimentados cuando como si fuera algo habitual entre nosotros, Rosa apoyó la cara sobre mi pecho mientras cerraba los ojos. Su postura no solo era la de una esposa con su marido, sino que al reposar la cabeza así, el escoté se le abrió dejando al descubierto la totalidad de sus senos.  La belleza de sus oscuras areolas despertó al infame que vivía entre mis piernas y olvidando el propósito inicial que me había llevado hasta su habitación, me removí incómodo mientras narraba a mi ahijada la historia de la bella durmiente. 

Sin poder aceptar la realidad, aduje a la amistad su comportamiento y que tal como me había ocurrido mientras Xavi vivía, esa mujer no veía en mí un hombre sino un amigo.

«Estoy condicionado por la conversación y realmente busca en mí un apoyo», me dije a pesar de que en ese momento me estuviera acariciando tímidamente.

Temiendo que mi ahijada se percatara de que algo ocurría, aceleré el cuento para terminar al notar que Rosa metía los dedos bajo mi camisa intensificando así las caricias. Afortunadamente, la cosa no llegó a mayores y aprovechando que la cría se había quedado dormida, me fui a despedir de ella con un beso en la mejilla, pero en el último momento giró la cara y plantándomelo en los morros, susurró hasta mañana.

Aunque había sido apenas un roce, fue evidente que lo había hecho a propósito. Recordando lo que me había llevado hasta allí y sin alzar la voz para no despertar a Lara, como un autómata le repetí el discurso que había preparado en el que cortésmente rechazaba el convertirme en su amante para no enturbiar nuestra amistad. Las lágrimas que brotaron de sus ojos me hicieron creer que iba a montarme un escándalo. Pero entonces abrazándose a mí empezó a darme las gracias por ser tan comprensivo con ella y darle tiempo a acostumbrarse a la ausencia de Xavi:

―Te juro que, cuando esté preparada, seré quien te lo haga saber.

Ni que decir tiene que había malinterpretado mis palabras y que no había visto en ellas la negativa que encerraban, sino una tregua para que pasara el luto. Con su agradecimiento machacando mi cerebro, llegué al cuarto y me acosté.

Como todos comprenderán, esa noche me costó dormir ya que cada vez que trataba de conciliar el sueño, la imagen de Rosa acudiendo desnuda a mi cama aparecía en mi mente. Lo que con otra protagonista hubiese sido algo que hubiese disfrutado, se convirtió en pesadilla al ver su llegada como una traición a la memoria de mi amigo y por eso decidí que al día siguiente aclararía con ella nuestra relación.

«Debe darse cuenta de lo inmoral que resultaría que nos liáramos», concluí antes de que el sopor me llevara en volandas y finalmente me quedara dormido.

Un comentario sobre “Relato erótico: “La Hermandad, el poder oculto que amenaza Europa 1” (POR GOLFO)”

  1. ¿Por qué le cambias el nombre a un relato tuyo ya publicado?
    Antes la llamaste CON LA COMADRE Y MI NOVIA EN L MISMA CAMA
    La primera entrega la publicaste en TodoRelatos el 23/06/22 y el final el 10/05/23
    desde entonces dejaste de publicar en TodpRelatos

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