Dos horas tardó la arpía en volver al nido y cuando lo hizo lejos de mostrar arrepentimiento, se dedicó a comentar el cachondeo con el que se habían tomado las tetonas la broma que me había hecho, añadiendo además que esas tres brujas le habían señalado un efecto secundario en el que no había caído.

            ― ¿Cuál? ― pregunté preocupado no fuera a ser que ese antiséptico tuviese algún ingrediente nocivo para la integridad de mi aparato.

            Despelotada de risa, respondió:

―Me han comentado que no me tiene que preocuparme que, intentando vengarte, me pongas los cuernos, porque toda mujer sensata huiría de ti al ver tu pene de ese color.

―Para ponerte los cuernos, ¡debería ser tu novio o tu marido! ― repliqué lleno de ira.

―Yo lo sé, pero ellas no― musitó dulcemente mientras llevaba sus manos a mi bragueta: ― Al ver la forma en que te metía mano, dieron por hecho que éramos pareja.

Olvidando que era su dueño, el traidor se alzó bajo el pantalón con sus mimos y por un momento, pensé si violarla sería suficiente castigo. Afortunadamente, creyéndome en sus manos y ejerciendo una autoridad que no tenía, me ordenó que la empotrara contra la pared porque seguía bruta y le apetecía una sesión de sexo salvaje. Respondiendo a su oferta con un beso lleno de pasión, comenté que dado que sería nuestra primera vez prefería que fuese en la cama. Todavía no comprendo que me creyera, pero lo cierto es que en plan melosa me pidió que descorchara una botella de vino mientras iba a su habitación a prepararse.

Riendo le pedí que me esperara desnuda y que, si realmente quería sorprenderme, estrenara alguno de los artilugios que habíamos comprado mientras se enfriaba el champagne.

―Así lo haré― con alegría comentó mientras subía por las escaleras. El ruido de uno de los consoladores vibrando me informó de que realmente se había tragado la mentira y creyéndome a pies juntillas, había empezado sin mí.

 Satisfecho, pero en absoluto vengado, llamé al director de la sucursal donde trabajaba y me fui a jugar con él al mus. Como es lógico, dado que bastante tenía con pensar en vengarme, perdí y tuve que soportar el escarnio de don Mario diciendo que los jóvenes no sabíamos distinguir una buena jugada de un farol. Su desplante, en vez de humillarme aún más, me hizo reír y agradeciéndole haberme dado la idea, pagué las consumiciones y volví.

Al llegar a casa, María estaba enfurruñada y ni siquiera me saludó. Cosa que por otra parte no me molestó porque entraba dentro de mis planes. Sin comentarle nada, comencé a hacer el equipaje y con las maletas en la mano, fui a verla.  

―He hecho cuentas y te debo ciento veinticinco euros― poniendo el dinero en sus manos, señalé.

Mirando alternativamente la suma y los bultos de ropa, cayó en que me iba de casa y llorando me pidió que no me fuera, que estaba enamorada de mí y que no soportaría un nuevo abandono. Sus gemidos me hicieron saber que se había tragado el farol y disfrutando de antemano de su entrega, sin intentarla consolar, le dije que tenía cinco minutos para cambiarse y acudir a mi cama, rogando que la hiciese mía.

Tras lo cual, dejé las maletas y subí a la habitación. No me había acabado de desnudar, cuando la vi aparecer por la puerta de mi habitación. Tal y como le había ordenado, se había cambiado y venía envuelta en un camisón en exceso sugerente. Como sabía a qué venía, me hice el duro y pregunté qué quería. Como única respuesta, María deslizó los tirantes de su combinación y dejándola caer se quedó desnuda de pie, mirándome. Sin hacerla caso me tumbé y poniendo cara de extrañeza, dije:

―Algo más, ¡eso no es suficiente!

Comprendiendo a que me refería, se arrodilló y a gatas vino a mi lado, ronroneando de deseo al hacerlo. Lejos de parecer una gatita, mi prima me recordó a una pantera al acecho de una presa. Al llegar hasta mí, restregó su cabeza contra mi brazo y poniendo voz dulce, susurró en mi oído:

―Esta cachorrita abandonada necesita un dueño. Tiene hambre y frio y las noches son muy largas.

―Pobrecilla― contesté siguiendo la broma: ―No comprendo cómo siendo tan hermosa no ha conseguido todavía a alguien que la mime.

Con una sonrisa, se metió entre mis sábanas al sentir mi mano recorriendo sus pechos. Decidida a no dejarme huir de ella, me besó mientras se restregaba buscando calmar la calentura que la dominaba. Advirtiendo que buscaba introducir mi pene en su sexo, la separé diciendo:

―Es mi cama y por tanto mando yo.

Teniendo a mi disposición el cuerpo que me había subyugado desde niño y no quise desaprovechar la oportunidad de disfrutar de él. Por eso colocándola frente a mí, fui besando y mordiendo su cuello con lentitud mientras la oía suspirar. La increíble belleza de esos pechos que me habían vuelto loco al regresar a Luarca, se me antojó aún más codiciada al percatarme que sus pezones esperaban erectos mis mimos. Acercando mi lengua a ellos, jugué con los bordes de su areola antes de introducírmela en la boca. Satisfecho escuché a mi prima gemir cuando, sin importarme que fuera moral o no, mamé de sus tesoros. María supo que tenía que permanecer inmóvil, deseaba sentirse mujer otra vez y mis caricias lo estaban consiguiendo.

No contento con ello, fui bajando por su cuerpo sin dejar de pellizcar sus pezones. Al notar ella que me aproximaba a su sexo, abrió sus piernas. Verla tan dispuesta, me maravilló y dejando un rastro húmedo, mi boca se entretuvo en la antesala de su pubis mientras ella no dejaba de suspirar. Mi pene ya se encontraba a la máxima extensión cuando probé su flujo directamente de su envase y tras apoderarme de su clítoris, demostró su necesidad de mí cuando de su interior brotó un río ardiente de deseo. Llorando me informó que no podía más y que necesitaba ser tomada. Sonreí al oírla y haciendo caso omiso a sus ruegos, me dediqué a mordisquear su botón al tiempo que con los dedos exploraba el interior de su vulva.

Como si hubiese dado el banderazo de salida, el cuerpo de María empezó a convulsionar al apreciar los primeros síntomas del orgasmo. Convencido de que de esa tarde iba a depender que esa mujer se rindiera a mí, busqué su placer con mi lengua y bebiendo su lujuria prologué su clímax mientras ella se retorcía entre mis brazos.

―Te necesito― sollozó al comprobar que se corría sin pausa dejando una húmeda mancha sobre las sabanas y cogiendo mi cabeza, la pegó a su sexo.

Durante un cuarto de hora, no solté mi presa. Yendo de un orgasmo a otro sin descansar, mi prima se deshizo de todos sus tabúes y disfrutando por fin, cayó rendida a mis pies. Satisfecho me incorporé y besándola le pregunté si se arrepentía de haber cedido al deseo y entregarse a mí:

―No― contestó con una sonrisa, ―de lo que me arrepiento es de no haberlo hecho antes.

Fue entonces cuando decidí formalizar su sumisión y pasando mi mano por su trasero, le di un azote mientras le ordenaba darse la vuelta. Incapaz de desobedecerme se tumbó boca abajo sin saber qué era lo que quería hacerle. Sin pedirle permiso, separé sus nalgas para descubrir un esfínter rosado. Cogiendo con mi mano parte de su flujo, fui toqueteándolo ante su mirada alucinada. Se notaba que su ex nunca había hecho uso de él y saber que iba a ser yo el primero, me terminó de calentar.

―Tráete crema― ordené a mi prima.

Dominada por la lujuria, María corrió a su baño y en breves instantes volvió con un bote de nívea entre sus manos. Sin tenérselo que recordar se puso a cuatro patas y abriendo sus dos cachetes, me demostró su obediencia. Con mis dedos llenos de crema, acaricié su esfínter mientras ella esperaba expectante mis maniobras. Buscando que fuese placentera su primera vez, introduje un dedo en su interior.

― ¡Que gusto! ― gimió al sentir horadado su agujero.

Me sorprendió comprobar lo relajada que estaba y por eso casi sin pausa, metí el segundo sin dejar de moverlo. Poco a poco, se fue dilatando mientras ella no dejaba de declamar el placer que la invadía. Comprendiendo que estaba dispuesta, embadurné mi pene y posando mi glande en su entrada, le pregunté si estaba lista.  Durante unos segundos dudó, pero entonces echándose hacia atrás se fue empalando lentamente sin quejarse. La lentitud con la que se introdujo toda mi extensión en su interior, me permitió sentir cada una de las rugosidades de su ano al ser desvirgado por mi pene. Solo cuando sintió la base de mi sexo chocando con sus nalgas, me pidió que la dejara acostumbrarse a esa invasión. Haciendo tiempo, cogí sus pechos entre mis manos y pellizcando sus pezones, le pedí que se masturbara.

No hizo falta que se lo repitiera dos veces, bajando su mano, empezó a acariciar su entrepierna a la par que empezaba a moverse. Moviendo sus caderas y sin sacar el intruso de sus entrañas, la mujer fue incrementando sus movimientos hasta que ya completamente relajada, me pidió que empezara. Cuidadosamente en un principio, fui sacando y metiendo mi pene de su interior mientras ella no paraba de rozar su clítoris con los dedos. Sus suspiros se fueron convirtiendo en gemidos y los gemidos en gritos de placer al sentir que incrementaba la velocidad de mis embestidas.

Al cabo de unos minutos, totalmente entregada me pedía que acrecentara el ritmo sin dejar de exteriorizar el goce que estaba experimentando. Viendo que estaba completamente dilatada y que podía forzar mis estocadas, puse mis manos en sus hombros y atrayéndola hacía mí, la penetré sin contemplaciones. Completamente alucinada por el nuevo tipo de placer, María chilló al sentir que se volvía a correr y soltando una carcajada, me pidió que no parara:

― ¿Te gusta, putita mía? ― dije dando un azote en su trasero.

―Me enloquece― contestó al sentir el calor de mi golpe.

Percibiendo que mi azote había espoleado aún más su ardor, fui alternando mis acometidas con sonoras caricias a sus nalgas. Ella berreando me rogó que siguiera y como poseída, mordió la almohada levantando su trasero. Su enésimo orgasmo coincidió con el mío y rellenando su interior con mi simiente, me desplomé a su lado.

Exhaustos nos besamos y sin dejar de acariciarme, María esperó a que descansara, tras lo cual, pasando su mano por mi pelo, me dijo:

― ¡Qué mal disimulas! Aunque sabía que era un farol, preferí complacerte. Y ahora, tu cachorrita tiene el culo calentito, pero sigue teniendo sed.

Solté una carcajada al oírla al comprender que quería tomar del envoltorio original la blanca simiente con la que sellaría nuestra mutua liberación.

8

Seis meses después, una mañana me desperté abrazado a María, con una mano agarrando su pecho y con su culo desnudo pegado a mí. Sintiendo ganas de volver a disfrutar de su piel, empecé a acariciar sus pezones buscando despertarla, tal y como había hecho desde que, olvidándome de los prejuicios y de que la sociedad consideraba nuestra unión contra natura, la hice mi mujer. Mi prima tardó en reaccionar y solo abrió los ojos cuando sintió la presión de mi pene contra su cuerpo.

―Hola mi amor― murmuró mientras cogía entre sus manos mi sexo y se lo acomodaba entre sus piernas: ―Hoy te has levantado caliente.

―Y cuando no― respondí penetrándola sin tener que forzar su entrada.

Eso era lo que más me gustaba de ella, siempre estaba dispuesta. Bastaba con que la tocara unos segundos para que sin poderlo evitar se calentara al instante. Daba igual donde fuera, mi perversa prima se derretía al sentir mis caricias e incapaz de aguantarse, me pedía que la tomase sin importarle el lugar. Habíamos hecho el amor durante ese tiempo en los lugares más inverosímiles, en un baño público, en un juzgado e incluso bajo la atenta mirada de unos ancianos del asilo del pueblo de al lado. Siempre que no hubiese nadie conocido cualquier sitio era lo bastante bueno para dar rienda suelta a nuestra pasión. Explorando nuestros límites, habíamos jugado muchos roles. A veces era ella la sumisa para acto seguido convertirse en una adusta institutriz.

¡Nada nos estaba vedado!

Todavía recuerdo la noche que poniéndole una máscara la llevé a un club de alterne y la obligué a bailar para el selecto público que atestaba ese antro. Desde entonces solo recordarle la sensación de ser observada por esos cincuenta paletos y sus miradas de lujuria hacía que se calentara y me pidiera que al igual que en ese lugar, la tomara por detrás mientras ella berreaba de placer.

Nuestra relación era perfecta, pero en secreto. Nadie en Luarca suponía que el serio subdirector del banco y su prima, la amargada, compartieran algo más que las cuatro paredes en las que vivían. La realidad era diferente, al igual que esa mañana, no podíamos estar solos sin hacernos el amor. Nuestro repertorio de posturas haría palidecer al escritor del Kamasustra. Cada día buscábamos nuevas formas de amarnos, de pie, tumbados, en un sillón, en la escalera. Su boca, su vagina o su culo eran únicamente instrumentos, lo importante es que nos teníamos uno al otro y con eso nos bastaba. No nos hacía falta nada más.

Desgraciadamente esa mañana, después de hacerle el amor y mientras me duchaba, oí a María vomitar. Ninguno dio importancia a ese hecho y tranquilamente nos sentamos a desayunar.

―No tengo hambre― dijo mi prima al verse incapaz de terminarse la tostada: ―Algo me debe de haber sentado mal.

―Tienes mala cara― respondí sin saber lo que se nos avecinaba y como siempre a esa misma hora, la besé despidiéndome de ella hasta la hora de comer.

Durante las siguientes horas el ajetreo de la sucursal no me dejó pensar en lo ocurrido y tengo que reconocer que cuando volví a casa se me había olvidado el mal rato que había pasado la que consideraba mi mujer. Solo comprendí que algo iba mal, al entrar a la cocina y comprobar que, contra la norma que habíamos establecido, la comida no estaba preparada. Fue entonces cuando me acordé que se encontraba indispuesta y subiendo a nuestra alcoba, me la encontré llorando.

― ¿Qué te ocurre? ― pregunté sin dejar de acariciarle el pelo.

María, mi prima, mi mujer, mi amor, tardó en contestarme y cuando lo hizo, sin dejar de sollozar, me quedé petrificado al poner en mis manos un predictor:

―Estoy embarazada― soltó hundiendo su cara en la almohada ― ¿Qué vamos a hacer?

Ni siquiera se me pasó por la cabeza el abortar. Podíamos ser a los ojos de la sociedad unos amorales, pero, como ambos teníamos unos solidos principios y éramos pro vida. ¡Tomar esa vía nos resultaba imposible! Muy a mi pesar, comprendí que nuestro idílico mundo se nos venía abajo. Muchas veces habíamos hablado de que ocurriría si a nuestras madres les llegaban rumores de que sus hijos compartían lecho y siempre habíamos llegado a la conclusión de que eso las mataría. Nuestras viejas eran buenas, pero habían sido educadas en unos valores que harían que nuestro amor les resultara repugnante.

―Podemos irnos del pueblo― contesté pensando que así nadie se enteraría.

―Eres tonto. ¿Qué iban a pensar los nuestros de que dejáramos todo, nos fuéramos juntos y que a los ocho meses llegásemos con un crio? ¡Sabrían que eres el padre!

Tratando de tranquilizarla, le di un beso y acariciando su barriga, le dije que ya se nos ocurriría algo. Abrazados en la cama, rumiamos juntos nuestra desgracia y pasaron las horas sin que se nos ocurriera una solución. Como esa tarde no podía dejarla sola, llamé a un compañero y le dije que me sentía de pena y que no iba a ir a trabajar.

―No hay problema, cuídate― contestó sin sospechar nada.

Ya eran casi las seis cuando levantándose de la cama y comenzando llorar nuevamente me dijo:

―Tengo que agenciarme un novio y echarle la culpa a él.

No pude reprimirme y soltándole un guantazo, me negué:

―Eres mi mujer y no pienso compartirte con nadie. Prefiero que se descubra todo a pensar que otro hombre te acaricie.

Sé que no fue correcto, pero pensar en que fuera otro el que compartiera con ella las noches, me había sacado de mis casillas. Al darme cuenta de lo que había hecho, la atraje hacia mí y pidiendo su perdón, la besé apasionadamente. Ella me respondió como solo ella sabe hacerlo. Sus manos me empezaron a desabrochar la camisa y dejándome desnudo, se quitó las bragas para sin mayor prolegómeno, poniéndose de rodillas en la cama, pedirme que le hiciera el amor. Varias veces la había tomado vestida, pero en esa ocasión verla tan dispuesta sin haberla siquiera tocado, me enervó y pegándome a ella, le subí la falda y de un solo empellón, la penetré hasta el fondo. Convertido en un demente descargué sobre ella toda mi frustración y cabalgándola a un ritmo infernal, busqué limpiar mi pecado. María no tardó en demostrarme con sus gritos su excitación y animándome a continuar, me azuzó diciéndome que era suya y que nada ni nadie podría evitarlo. Su orgasmo fue brutal, chillando me ordenó que siguiera penetrándola mientras el placer corría por sus pantorrillas. Toda la tensión de lo ocurrido se concentró en mi sexo y descargué en su interior ya germinado, simiente inocua pero repleta de cariño.

Exhaustos caímos en la cama, y llenándonos de besos, nos dijimos que lo importante éramos nosotros y el fruto de sus entrañas. Las caricias mutuas volvieron a calentarnos y terminándonos de desnudar, volvimos a hacer el amor, pero esta vez, suavemente. Yo no lo sabía, pero mi prima había tomado una resolución y solo esperaba el momento oportuno para comentármela. Fue tras la cena, cuando sirviéndome una copa me dijo que teníamos que hablar. Aunque no me apetecía comprendí que no podíamos postergar más el asunto y acomodándome junto a ella, le di entrada.

―Pablo, te pido que no me interrumpas y no te enfades con lo que te voy a decir― me pidió casi llorando: ―Aunque me duela no puedo decir a mi madre que tú eres el padre de mi hijo. Me voy a inventar una aventura de una noche y que, a raíz de ella, me quedé embarazada…

Cabreado, saltándome mi palabra, la interrumpí:

― ¿Y qué quieres? ¿Qué mi hijo no tenga padre? ¡Me niego! Pienso educarlo.

―No te he dicho que no le eduques. Serás su padre, aunque nominalmente sea un desconocido el que me preñó. Tú le llevarás a la escuela, le enseñaras a jugar al futbol y cuando sea mayor le diremos la verdad.

Aunque esa solución no me gustaba, comprendí que era la mejor pero aun así había un problema y tomando un poco de wiski, se lo hice saber:

―Está bien, pero eso no acabará con las habladurías. ¿Cuánto tiempo crees que tardará el pueblo en chismorrear que María, la de Joaquín, se ha quedado embarazada del primo con el que vive?

―Lo sé y por eso te voy a pedir algo que es dolorosísimo para mí― contestó llorando: ― ¡Quiero te busques una novia y que ella venga a vivir a nuestra casa!

― ¡Tú estás loca! No solo no quiero buscarme otra y además si la traigo a casa, se daría cuenta de nuestra relación y un chisme de pueblo se convertiría en certeza nada más enterarse.

―Por eso tendremos que elegir con cuidado la persona, deberá de estar enamorada de ti y ser lo suficientemente manejable y sumisa para que al descubrirlo sea incapaz de traicionarnos.

Indirectamente, me estaba proponiendo que formáramos un trio y aunque sabía que en la universidad había tenido un escarceo con una mujer, María no era bisexual. Tratando de rebatir su plan, le expliqué que era imposible hallar una candidata que reuniera esas características y menos en Luarca.

―Si existe y durante los últimos tres meses, no ha hecho otra cosa que tontear contigo.

Me quedé de piedra al comprender a quien se refería.  La elegida en la que estaba pensando era Isabel, la hermana pequeña de mi amigo Rodrigo. Durante las últimas semanas, nos habíamos estado riendo de las maniobras de acoso y derribo que esa cría había intentado con el ánimo de seducirme. Aprovechando que trabajaba en la tienda de al lado del banco, venía a verme todos los días para que la invitara a desayunar.

―Estás de la olla. ¡Es una niña! No debe de tener más de veinte años.

―Veintitrés para ser más exactos y tú mismo me has dicho que si no llegas a estar conmigo ya te la hubieses tirado. Lo que te propongo es que la seduzcamos entre los dos y que esa boquita de fresa cuando se dé cuenta no pueda echar marcha atrás― masculló mientras me bajaba la bragueta: ―No podrá decir nada porque para entonces se habrá convertido en nuestra amante.

Sin mediar palabra, sacó mi pene y meneándolo me preguntó:

― ¿Te parece bien?

No pude decir que no. La idea de compartir ese culo juvenil con ella no me parecía una idea tan desagradable. Sabedora de ello, me obligó a tumbarme boca arriba y poniéndose encima, empezó a besar mi pecho. Cogiendo un pezón entre sus dedos, su otra mano me acarició mis testículos. Multiplicándose su boca mordisqueó mi torso en dirección a mi sexo. Éste esperaba erguido su llegada. Usando su larga melena a modo de escoba, fue barriendo mis dudas y miedos, de modo que, cuando sus labios entraron en contacto con mi glande, la seguridad de que iba a ceder a su ruego era total.  Ajena a mi reflexión, estaba con su particular lucha e introduciendo a su adversario hasta el fondo de su garganta, no le dio tregua. Queriendo vencer sin dejar prisioneros, aceleró sus movimientos hasta que, desarmado, me derramé en su interior.  No permitió que ni una sola gota se desperdiciara, como si mi semen fuese azúcar y ella una golosa empedernida, se bebió mi néctar e incluso limpió cualquier rastro que todavía pudiese tener mi extensión.

 Sus labores de limpieza provocaron que me volviera a excitar. Ella, mirando mi sexo erguido, se pasó la lengua por los labios y sentándose a horcajadas sobre él, se fue empalando lentamente sin separar sus ojos de los míos.

―Si te mueves, te mato― gritó mientras contorneando las caderas parecía succionarme el pene. Forzando y relajando después los músculos, daba la sensación que en vez de vagina mi prima tuviera un aspirador.

Me había prohibido moverme, pero no dijo nada de mis manos y por eso, cogiendo un pecho con cada una de ellas, los apreté antes de concentrarme en sus pezones. Al oír que sus gemidos, recordé que le gustaban los pellizcos y apretando entre los dedos sus areolas, busqué incrementar su goce. Paulatinamente, su paso tranquilo fue convirtiéndose en trote y su trote en galope. Con un ritmo desenfrenado y cabalgando sobre mi cuerpo, sintió que el placer le dominaba y acercando su boca a la mía mientras me besaba, se corrió sonoramente sin dejar de moverse. Su clímax llamó al mío y forzando mi penetración atrayéndola con mis manos, eyaculé bañando su vagina…

9

Al día siguiente, cuando llegué a comer María estaba contenta. Me sorprendió encontrármela bailando en la cocina mientras preparaba la comida y por eso le pregunté el motivo de su cambio de humor.

―Todo va sobre ruedas. Como te dije, me he encargado de todo. Esta mañana he ido a ver a nuestra futura novia y la muy tonta ha caído en la trampa.

― ¿Qué le has dicho? ― respondí alucinado por la rapidez que se había dado.

―Le he comentado que el banco te ha regalado tres viajes a Fuerteventura y que los íbamos a perder al no tener con quién ir.

―No te entiendo― solté al no comprender cuál era su plan.

― ¡Estás a por uvas! Le puse en bandeja que debido a las habladurías no podía irme sola contigo porque ya era bastante el hecho que viviéramos juntos en la misma casa.

― ¿Y qué te dijo?

―La muy tonta vio la oportunidad de irse contigo, teniéndome a mí de sujetas velas― y riendo continuó: ―Sin percatarse de donde se metía, me insinuó que ella podía acompañarnos. Cómo podrás comprender, acepté al instante.

―Cojonudo― contesté sonriendo: ― ¿Y cuándo nos vamos?

―Pasado mañana, ya he comprado los billetes― me informó mientras me acariciaba el trasero: ―Por cierto, yo he sufragado el viaje, pero tú me vas a pagar el bikini que he elegido.

Soltando una carcajada, le pregunté cómo era y porque no me lo modelaba. Ella, muerta de risa, contestó:

―Es sorpresa, pero te anticipo que es muy, pero que muy, sexy.

No me quedó duda alguna de que, si mi prima lo describía tan provocativo era porque en realidad debía de ser indecente y anticipándolo mentalmente, la abracé mientras le intentaba desabrochar la falda. Pero María tenía otros planes y separándose de mí, dijo:

―Tienes que ahorrar fuerzas, hasta el sábado vas a estar a dieta―, y poniendo cara de pícara, me explicó: ―Durante tres días seguidos vas a tener que contentar a dos mujeres.

Esa misma tarde, al salir del banco, me encontré de frente con Isabel. La cría venía vestida con un sugerente vestido que revelaba la mayor parte de su anatomía. Disimulando me fijé en ella, disfrutando por anticipado de sus contorneadas piernas y grandes pechos. Nada más verme, la veinteañera se acercó y exhibiendo una sonrisa, dijo:

― ¡Qué ganas tenía de verte! Me imagino que ya sabes que me he acoplado al viaje.

―Sí, me lo comentó María― contesté un tanto cortado: ―Me alegro que seas tú quien nos acompañes.

― ¿De verdad? ― respondió bajando la mirada: ―Temía que te enfadaras al enterarte.

― ¿Por qué me iba a enfadar? ― solté mientras le daba un repaso: ― Sería un idiota si me molestara que una preciosidad como tú nos acompañara.

Se puso colorada al oír mi piropo, pero rápidamente se repuso y mirándome a los ojos se despidió diciendo:

―Gracias, entonces nos vemos el viernes, ¿ok?

―No faltes. Si no vienes, me aburriré al ir solo con mi prima― dije dando por entendido que con ella tendría algo de acción.

Isabel soltó una risotada tras lo cual contestó a mi indirecta, diciendo:

―Aunque no fuera, nunca te aburrirías ya buscarías cómo entretenerte.

De no ser imposible, de su respuesta se podría deducir que se barruntaba que entre María y yo había algo, por lo que, para evitar el tema me despedí y directamente me fui a casa.

Ese viernes hacía frio en Asturias. El termómetro marcaba seis grados, por lo que, al salir de Luarca los tres íbamos enfundados bajo gruesas capas de ropa. Al llegar al aeropuerto, nos quitamos los abrigos lo que me permitió descubrir que, bajo los mismos, María e Isabel iban vestidas igual. La indumentaria de ambas consistía en una escotada blusa de flores y una minifalda amarilla.

«No puede ser casualidad», pensé al verlas.

Cuando ya iba a preguntar la razón de esa coincidencia, las mujeres preguntaron riéndose:

― ¿Te gustan nuestros uniformes?, somos las “Pablo Girls”.

―No― respondí ante su estupefacción:  ―En cambio me encantan los cuerpos que esconden.

Buscando incomodar, me empezaron a modelar en mitad de la sala de espera. Una rubia y una morena, pero ambos estupendos ejemplares de la raza autóctona de mi región. Asturianas de pura cepa que eran en sí un recordatorio de porqué, en España, la leche asturiana tiene tanta fama.  Si María con sus treinta y cinco años estaba buena, la juventud de Isabel la convertía en un bocado demasiado apetitoso para no ser catado y corriendo un riesgo innecesario, se los hice saber:

―Cómo sigáis tonteando, al llegar al hotel, ¡no me quedará otra que violaros.

Obtuve como única respuesta más burlas y provocaciones, por lo que, haciéndome el enfadado me alejé de ellas y me senté en el otro extremo de la terminal. Alejarme, me dio la posibilidad de contemplarlas sin que ellas se percataran de mi examen. Mis acompañantes eran dos hembras de bandera. El sector masculino de la sala las había catado bien y todos sin excepción estaban maravillados observando a ambas haciendo el tonto mientras se reían de mí. Con unos culos perfectos y unos pechos que no le iban a la zaga, traían embobados a todo aquel con el que se cruzaban. Parecían unas colegialas haciendo travesuras y su desparpajo provocaba sonrisas y babeos a su paso. Yo, por mi parte, me estaba empezando a excitar imaginándome mis próximos tres días en compañía de esas bellezas.

Recibí con gozo el aviso que teníamos que embarcar, no en vano tenía ganas de llegar a nuestro destino y que los planes que había urdido María se llevaran a cabo. Lo que no me esperaba fue que, corriendo hacia mí, mi prima e Isabel se pegaran como lapas y me abrazaran. Su actitud hizo que, tanteando el terreno, mis manos recorrieran sus traseros mientras entrabamos al avión. Ninguna de las dos se quejó, al contrario, compartiendo miradas cómplices las dos muchachas se rieron y charlando entre ellas, comentaron que si la calefacción del aeropuerto me había puesto tan caliente qué sería cuando el sol de las Canarias tostase mi piel.

―Segundo aviso― les dije: ―Si seguís cachondeándome, no respondo de las consecuencias.

Mi prima forzando la situación, guiñó el ojo a la morena y acariciando mi pelo, susurró en mi oído:

―Ya falta poco para que esta incauta caiga en nuestros brazos.

Ni que decir tiene que, al sentarme, conseguí hacerlo entre esas dos bellezas. Con Isabel a mi derecha y María a mi izquierda era la envidia de todo el pasaje.  Nada reseñable hubiera ocurrido durante el despegue sino llega a ser que, debido al aire acondicionado del avión, los pezones de mis acompañantes se erizaron y se mostraron a través de la fina tela de sus blusas. Comprendiendo que era el momento de vengarme, acariciando las piernas de ambas, les dije:

―No soy el único que está caliente.

Me miraron sin comprender a qué me refería por lo que tuve que aclarárselo:

―Tenéis los pitones pidiendo guerra.

Al mirar hacia abajo y ver a través del escote los efectos del frio, María se puso roja, pero Isabel, devolviéndome la caricia, soltó mientras su mano recorría sin disimulo mi entrepierna:

―Lo malo es que no conozco guerrero que pueda calmar mi calentura.

―Te puedo decir de uno que, si le das una hora, hará que te rindas pidiendo tregua― contesté siguiendo la broma.

            La morena, mientras pedía a la azafata una manta con la que taparse, me retó diciendo:

―Eso habrá que verlo.

Sin darse cuenta, esa cría había abierto la veda y no pensaba dejar escapar la oportunidad que me había brindado. Por eso cuando la empleada volvió trayendo consigo tres franelas con las que combatir el frio, decidí que era hora de comprobar si Isabel era tan mujer como vacilaba. Bajo el cobijo de la manta, mi mano fue acariciando su pierna, subiendo paulatinamente hacia su sexo. Ella, cortada, trató de impedirlo, retirando mi mano, pero acercándome a su oreja, le dije:

―Me has dado una hora, así que te aguantas.

Con un brillo en sus ojos, producto de la excitación que la embargaba, me dio permiso y tratando de disimular se puso a mirar por la ventanilla.  No sé cuánto tarde en llegar a su tanga, lo que sí me consta es que cuando mis dedos acariciaron la tela, esta se hallaba completamente empapada. Nada más sentir mis yemas centrándose en su pubis, la muchacha, totalmente entregada, separó sus rodillas permitiendo que mi exploración fuese completa. Al comprobar su disposición y siempre por fuera de sus bragas, mimé el clítoris de Isabel mientras ella se mordía los labios tratando de evitar un gemido que exteriorizara su placer.

Sin saber qué hacer o cómo reaccionar, en voz baja, me pidió que parara, a lo que me negué y cada vez más nerviosa, comprendió que no iba a cejar hasta que su cuerpo se liberara por lo que, cerrando los ojos, buscó lo inevitable. Dando la espalda a mi prima, que desde su asiento no perdía comba, usé mi otra mano para rozar uno de sus pechos. Sus pezones, ya de por si erectos, me recibieron contrayéndose aún más y mientras sopesaba el volumen de sus senos, me dediqué a pellizcarlos suavemente. Sentir mis dedos, recorriendo su areola, completó su derrota y presionando, con las suyas, la mano que acariciaba la indefensa vulva, se corrió en silencio. Buscando afianzar mi victoria, levanté su cara y dulcemente le di un beso en los labios mientras le decía:

― ¿Quieres que siga?

―Aquí no― respondió dándome por entendido que en otro lugar y con menos público sí quería.

Durante unos minutos se mantuvo callada, tras lo cual se levantó de su asiento porque quería ir al baño. Caballerosamente le cedí el paso, esos sí, aprovechando a tocarle el trasero mientras lo hacía. Ella, lejos de molestarse, posó su mano en mi sexo y apretando su presa, susurró:

― ¡Eres un cabrón! Pero me gustas.

Mi prima esperó a que cerrara la puerta del aseo, para soltar una carcajada y pegándose a mi cuerpo, exclamó:

―Estoy celosa y cachonda. ¡No sabes cómo me ha puesto ver que la masturbabas! ― y cogiendo mis dedos impregnados en el flujo de su rival, se los llevó a la boca mientras me decía: ―De esta noche no pasa que pruebe directamente el coñito de esa cría.

Confieso que me sorprendió la lujuria de sus palabras y entonces comprendí que, para ella, la caza y captura de Isabel había empezado siendo una solución a su embarazo, pero se había convertido en un fin. ¡Mi prima ansiaba tener a esa mujer entre sus piernas! Encantado por la transformación, pasé mis manos por sus pechos mientras le decía:

―No sé si será esta noche, pero no debemos apresurarnos. Tenemos un plan y habrá que cumplirlo.

―Lo sé, pero es que me ha puesto brutísima.

La llegada de la morena nos impidió seguir hablando por lo que tuvimos que posponer la conversación. Durante el resto del viaje, los tres estuvimos charlando sobre lo qué íbamos a hacer durante nuestra estancia en la isla, de manera que casi sin darme cuenta estábamos aterrizando. Al salir y comprobar que en el exterior rondaban los veintiséis grados de temperatura, decidí que elegir Lanzarote había sido acertado porque no solo nos habíamos alejado del frio asturiano, sino que podríamos darnos unos chapuzones en la playa.

«Tengo ganas de verlas en bikini», pensé mientras cargaba el equipaje en el taxi que nos llevaría al hotel.

El conductor tardó cerca de veinte minutos en hacer el trayecto entre el aeropuerto de Lanzarote y nuestro hotel. Durante ese tiempo, María e Isabel se encargaron de tomarme el pelo por medio de reiteradas insinuaciones e indirectas, todas ellas encaminadas a excitarme. Sin cortarse por la presencia del taxista y descojonadas de risa, me exigieron que me enterara donde estaba la playa nudista más cercana porque tenían ganas de comprobar si era cierto que calzaba una xl. Tratando de pasar el trago lo más rápidamente, les dije que si lo que querían era vérmela solo tenía que pedirlo.

La primera en contestar fue la cría, que, poniendo cana de viciosa, comentó:

―No solo queremos verla, queremos disfrutarla.

― ¿Queremos? ― preguntó María, un tanto extrañada que la cría usara el plural.

―Quiero― rectificó al darse cuenta del significado que escondían sus palabras.

Yo, por mi parte, me percaté que lejos de ser un error o una ligereza, Isabel había dejado claro que intuía que entre nosotros había algo más que el parentesco y que de ser así, no le molestaba.

«Quizás sea aún más sencillo desde lo que pensaba», me dije mientras pagaba el taxi.

Aunque no nos lo había informado, María había reservado dos habitaciones contiguas con una puerta de comunicación entre ellas y por eso al entrar, me quedé agradablemente sorprendido:

―Nosotras dormiremos aquí― me dijo mi prima señalando la habitación con dos camas: ― y el tuyo es el otro. Así que vete que tenemos que cambiarnos para ir a cenar y nos vemos en una hora.

De mala gana, me fui a mi cuarto. No había terminado de deshacer la maleta cuando oí el ruido de la puerta. Al darme la vuelta, me encontré con María casi desnuda que, corriendo hacia mí, me bajó la bragueta de mi pantalón mientras me decía:

―Tenemos cinco minutos para que me hagas el amor. No te imaginas cómo estoy. ¡Esa niña me tiene loca! Nada más llegar, se ha desnudado frente a mí y antes de meterse a duchar, exhibiéndose, ha empezado a contarme qué te iba a violar esta noche ― me soltó mientras se bajaba las bragas: ―La muy zorra me ha prometido que hoy mismo va a conseguir que le llenes todos sus agujeros.

― ¿Todos? ― respondí, metiendo mi pene en su sexo.

―Sí. Esa mosquita muerta quiere que la folles bien follada y que, aunque nunca lo ha hecho, le apetece que le desvirgues el culo.

Saber que ese hermoso trasero estaba a mi disposición hizo que me excitara más aún y dándome prisa, tomé a mi prima de sus hombros. Mi pene encontró su cueva completamente lubricada y de un solo empujón, lo incrusté hasta el fondo. María gimió al sentir mi glande chocando contra la pared de su vagina y como una posesa, me pidió que fuera brutal. Obedeciendo y con un ritmo infernal, mi extensión acuchilló su sexo mientras ella se masturbaba. María no tardó en correrse y sin pedirme opinión, se lo sacó para, a continuación, encastrárselo en su entrada trasera.

―Cuéntame… ¿cómo te la vas a follar? ― me rogó fuera de sí.

Mordiendo la almohada para no hacer ruido, mi prima esperó que empezara a hablar:

―Pensando en ti, voy a dejar la puerta entornada para que puedas observar cómo me la tiro. Podrás verme desnudando a esa putita y disfrutar de cómo le voy a mordisquear sus pechos como si fueran los tuyos.

Sus berridos quedaron amortiguados por la almohada, pero estaba claro que mi relato la estaba llevando a unos extremos de excitación nunca antes alcanzados. Sabiendo que teníamos poco tiempo, aceleré mis penetraciones mientras le decía:

―Lo primero que voy a obligarla es que me haga una mamada y con su boca, limpie los restos de ti. Quiero que, entre tanto, te masturbes pensando en su boca, relamiendo tu clítoris y que cuando se trague mi semen, te imagines que es tu flujo el que está bebiendo.

Al visualizar esa imagen, el cuerpo de mi prima se retorció derramando su placer por los muslos, momento que aproveché para darle un azote en el culo.

―Entonces, la voy a tumbar en la cama y abriéndole sus piernas, voy a tomarla como a ti te gusta. Sin prisas, mi pene va a llenar su cueva mientras mis dedos pellizcan sus pezones y cuando la vea correrse, utilizaré su flujo para dilatar su ano y entonces sin consideración, la desvirgaré para ti.

Desplomándose sobre el colchón, María se corrió coincidiendo con mi clímax y tras unos momentos de descanso, se levantó de la cama y mientras se volvía a poner las bragas, en voz baja murmuró:

―Gracias, lo necesitaba. Me vuelvo al cuarto antes de que salga, no vaya a darse cuenta.

Satisfecho, la vi marcharse tras lo cual terminé de acomodar mi ropa en los estantes y ya tranquilamente, me duché pensando que esa noche iba a ser vital para nuestros planes. Al salir envuelto en una toalla, descubrí que Isabel estaba sentada en un sofá de mi habitación. Me recibió con una mirada picarona y acercándose, me dijo:

―Aprovechando que Isabel se está cambiando, he venido a comprobar si es verdad que calzas tan grande― y antes que pudiera hacer algo, me despojó de la toalla, dejándome en pelotas.

Su cara se iluminó al verme desnudo y pegando su cuerpo al mío, besó mis labios mientras me decía:

―Llevo tres meses soñando este momento. No te imaginas las veces que me he masturbado pensando que hacías conmigo lo mismo que con tu prima.

―No te entiendo― respondí disimulando, pero bastante excitado.

―No hace falta que lo niegues. Acababas de llegar al pueblo cuando un día os descubrí haciendo el amor en una playa y desde entonces, os he seguido.  Cada vez que cogíais el coche, con mi moto os alcanzaba.  No sabes la cantidad de kilómetros que he hecho y la gasolina que he gastado para veros.

―No te creo― contesté todavía inseguro.

La muchacha me miró y sacando unas fotos de su bolso, me las dio muerta de risa.

―Mira qué guapa estaba María mientras te la tirabas en ese asilo, o fíjate qué buen plano de tu pene en su boca.

― ¿Qué quieres? ― pregunté totalmente acojonado por las pruebas que esa cría tenía de nosotros.

―Habéis despertado en mí sensaciones que no conocía y si no quieres que esto se haga público, tenéis que admitirme en vuestros juegos y que cada vez que te la folles, también lo hagas conmigo.

La muy hija de puta nos estaba haciendo chantaje sin saber que eso mismo era lo que habíamos pensado hacer con ella, por lo que, haciéndome el indignado, le solté:

―Si quieres eso, lo tendrás. Pero con dos condiciones: la primera es que esta noche entre tú y yo seduzcamos a María sin que ella se entere de nuestro trato y la segundas es que…me hagas una mamada.

Sonrió al escuchar mi respuesta, y arrodillándose a mis pies, besó mi glande mientras con sus manos acariciaba mis testículos. Verla postrada y sumisa, hizo que mi pene se izara orgulloso y que antes que sus labios se abrieran, ya estuviera completamente erecto. Con sus ojos pidió mi aprobación y lentamente se lo fue introduciendo en su boca. La parsimonia con la que lo hizo, me permitió disfrutar de la suavidad de sus labios recorriendo cada centímetro de mi extensión y que su humedad lo envolviera. Increíblemente, la cría no cejó hasta que desapareció en su interior, completamente introducida hasta su garganta y entonces usando su boca como si de su sexo se tratara empezó un movimiento de vaivén, sacándola y metiéndola sin pausa mientras sus dedos acariciaban mis nalgas desnudas. Con mis manos en su nuca, forcé tanto la rapidez como la profundidad de sus mamadas y sin importarme la muchacha busqué, mi placer. Este no tardó en llegar y como si fuera un torrente, me derramé dentro de ella con una explosión de gozo que pocas veces había experimentado.

Isabel, sabiendo que la primera vez era importante, se esmeró no dejando que ninguna gota de mi esperma se desperdiciara y con su lengua limpió todos los restos de mi pasión, tras lo cual, se levantó y acomodándose el vestido, me dijo:

―Ni esta noche ni ninguna otra, tendrás queja de mí. Seguiré todas tus órdenes. Si lo que deseas es que ella no lo sepa, no lo sabrá y usaré todos mis encantos para llevarnos a tu mujer a la cama.

Alucinado por sus palabras, la vi saliendo del cuarto, pero antes que cruzara la puerta la agarré y forzando sus labios, la besé mientras mis manos acariciaban su trasero. Dejándose llevar, la muchacha respondió mi beso con pasión y gimiendo me rogó que la tomara.

―Ahora, ¡no! Quiero que sea mi prima la primera en hacerte el amor y cuando ya te hayas corrido en sus piernas, entonces entre los dos te tomaremos hasta que no puedas más.

― ¿Lo prometes? ― preguntó con una sonrisa.

Por toda respuesta, recibió un azote en el culo, tras lo cual, me terminé de vestir, convencido que nuestros problemas se habían acabado y que Isabel nos iba a dar la cobertura que necesitábamos.

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