Reconozco que creí que esa noche acudiría a mi cama. Por eso me sentí defraudado cuando no llegó y me tuve que dormir con un calentón de los que hace época. Calentón que se incrementó a niveles insoportables cuando a través de las paredes la escuché masturbándose mientras repetía mi nombre. Asumiendo que mi prima deseaba que fuera yo el que diera el paso, me quedé en mi habitación con las hormonas alteradas al saber que si la quería totalmente entregada debía ser ella la que cruzara el pasillo tal y como le había pedido. Si bien pude mantenerme firme en esa decisión, no fui capaz fue de dormir sin antes hacerme un pajote en su honor, recordando la lujuria de su mirada mientras se exhibía ante el camionero.

            «Tranquilo machote, ella debe venir a ti», me dije sintiendo que hasta la última célula de mi cuerpo me pedía acudir a ella…

Mi propia excitación me hizo dormir poco y ya habían dado las diez cuando un ruido en el baño que compartíamos me despertó. Al escuchar el ruido de la bañera llenándose, pensé que María se iba a dar uno de sus baños matinales. Imaginándola enjabonando su cuerpo desnudo, mi pene se alborotó y ya completamente espabilado, decidí esperar a que se metiera al agua para hacerme el encontradizo entrando sin saber que ella tenía otros planes. Y es que, al terminar de llenarla, ese engendro del demonio se acercó a donde yo seguía acostado y comentó que ya tenía la tina lista. Confieso que me descolocó su petición y más cuando reparé en las trasparencias de su camisón. Pensando que deseaba que la diera un buen revolcón ahí, no hice ningún intento por tapar mi erección. Sé que hice bien al ver su sonrisa cuando dándome la mano, me ayudó a entrar.

―Ojalá no fueras mi primo― susurró mordiéndose los labios.

Al escuchar su queja, comprendí que seguía luchando contra el deseo y cerrando los ojos, me puse a disfrutar del momento mientras ella tomaba asiento frente a mí.

―Me encantó lo que me hiciste hacer anoche. Sin tu ayuda jamás me hubiese atrevido― musitó con voz temblorosa.

Dando por sentado que, en ese instante, debía estar devorándome con los ojos le pregunté qué era lo que más le había gustado. Por su tono supe que debía tener las mejillas coloradas cuando me contestó:

―La libertad que sentí al mostrarme tal y como soy sin que me enjuiciaras.

Al escucharla, preferí mostrar mi extrañeza y simulando estar en la inopia, quise que exteriorizara a qué se refería.

―Con mi ex, nunca tuve esa confianza. Y en cambio contigo, me pareció natural el hacerlo.

―No sé de qué hablas― insistí.

Avergonzada, me reconoció lo bruta que se había sentido al tocarse en el asiento de al lado:

―De haberme invitado a tu cama, me hubiese entregado a ti, aunque seas mi primo.

Abriendo los ojos, contesté:

―Ya te dije que estoy disponible para ti, pero que tienes que ser tú quien me lo pida.

―Todavía no estoy lista― murmuró sin dejar de mirarme.

            Curiosamente, me alegraron sus reparos y sabiendo lo nuestro sería una guerra de desgaste, le dejé caer si le apetecía que esa mañana fuera yo el que se tocara. Al escuchar mi pregunta abrió los ojos de par en par.

            ―Mucho― consiguió mascullar.

            Llevando una mano a mi entrepierna, comencé a describir la desilusión que había sentido al llegar a Luarca y ver vestida como una monja a la mujer que había poblado mis sueños adolescentes.  

            ―Se me cayó el alma a los pies cuando te vi con esa ropa. Afortunadamente no tardé en observar que bajo ese disfraz seguías teniendo un culo antológico.

            ― ¿Cuando fue eso? ― me preguntó casi suspirando.

            Sin nada que perder, le expliqué que fue al llegar y verla fregando las escaleras:

            ―Si no llega a ser por miedo a que me montaras un escándalo, te hubiese empotrado ahí mismo― repliqué mientras lentamente jaloneaba mi sexo.

            Con la mirada fija en mi mano, respondió que menos mal que no lo había intentado porque me hubiera denunciado por violación. No pude más que sonreír y siguiendo con mi relato, comenté que fue entonces cuando decidí que era un desperdicio que una hembra así no tuviera macho.

― ¿Qué tipo de hembra soy? ― sollozó.

Señalando el tamaño de mi verga, contesté:

―Una zorra hambrienta de caricias que siempre ha soñado con tener una polla entre los labios.

Involuntariamente cerró sus piernas mientras respondía:

― ¿La de mi primo o cualquier otra?

Nunca esperé esa respuesta y alucinado, intuí que nunca lo había hecho. Queriendo salir de dudas, le solté a bocajarro si jamás se la había mamado a su marido. Para mi sorpresa, totalmente colorada, me informó que no, que su ex nunca le había dado pie ya que pensaba que eso solo lo hacían las putas.  Desternillado de risa, comenté que Dios daba pan a quien no tenía dientes y que, en mi caso, me encantaría que me ordeñara. El tamaño que adquirieron sus areolas fueron prueba suficiente de que eso era algo que había soñado. Como ya había probado mi semen de mis calzoncillos, la tenté a catarlo directamente.

― ¿No te importa? ― susurró con el deseo impreso en la voz.

Saliendo de la ducha, puse mi pene al alcance de su boca. Por un momento dudó y por ello no me quedo más remedio que forzarla. Acariciando sus labios con mi glande, le dije que si lo hacía nadie tenía porqué enterarse.

―Júrame que no se lo contarás a ningún amigote― sin apartarse, suspiró.

―Lo juro― repliqué mientras, presionando con mi falo, le hacía abrir los labios.

Durante un par de segundos disfrutó teniéndola en la boca, pero entonces debió recordar nuestro parentesco y tras pensárselo nuevamente, huyó dejándome solo e insatisfecho. Aunque pude correr detrás de ella y obligarla a terminar lo que había empezado, no lo hice al saber que más temprano que tarde esa mujer caería. Por ello, volví a mi cuarto y cogiendo el calzón que había usado el día anterior, descargué en él. Con mi regalo a buen recaudo, me vestí y fui a por ella.

Encontré a María llorando en la cocina y sin hacer mención a la forma en que me había dejado, le extendí mi calzoncillo embadurnado de lefa.

―Yo siempre cumplo mis promesas― comenté al ver su cara.

Con lágrimas en los ojos, cogió la prenda y se puso a lamerla con un ansia que volvió a despertar mi lujuria. Juro que tuve que hacer un esfuerzo para no tomarla del brazo y poseerla allí mismo. En vez de eso, midiendo las palabras comenté que la próxima que quisiera beber de mi hombría tendría que hacerlo de su envase.

―No sé si seré capaz― protestó.

Haciendo caso omiso de sus quejas, le exigí que me diera sus bragas. No comprendí el color de sus mejillas al pedírselas hasta que tartamudeando me informó que no llevaba y que las últimas que había usado, eran las que ya tenía en mi poder. Haciéndome el enfado, comenté que eso no era en lo que habíamos quedado.

―Deja que me ponga unas y que te las dé después― desolada, me rogó.

No quise dar el brazo a torcer y señalando la mesa, le ordené que se sentara con las piernas abiertas. Su rostro palideció al saber que me proponía saborear su esencia directamente de su coño. Intentando hacerme recapacitar, se negó diciendo que una cosa era jugar y otra diferente era eso.

―Para mí, no es un juego― repliqué: ―Ya te he dado tu ración, ahora quiero la mía.

La dureza de mi tono la desarboló y mientras se subía sobre el tablero, hizo un último intento:

―Por favor, no lo hagas. Soy tu prima.

―Ahora mismo eres la hembra que me va a dar de beber su flujo y nada más― respondí mientras tomaba asiento frente a ella.

Aceptando esa deuda, cerró los ojos mientras usando las manos le separaba las rodillas. Al contemplar su sexo tan cerca, se me hizo la boca agua y acercando la lengua caté por primera vez su feminidad. El gemido que brotó de su garganta me hizo comprender lo mucho que ansiaba ese contacto, aunque fuera incapaz de reconocerlo y por ello, delicadamente recorrí sus pliegues antes de apoderarme de su botón.

―No sigas.  Te lo ruego― sollozó con la respiración entrecortada al notar que tomaba su clítoris entre mis dientes.

Sin hacerla caso, me dediqué a esa belleza alternando breves mordiscos con profundos lametazos. Toda ella tembló al sentir mis caricias. Consciente del placer que estaba experimentando dejó de debatirse y totalmente aterrorizada, notó mi lengua introduciéndose en su interior:

―No quiero― alcanzó a balbucir mientras intentaba que su cuerpo no colapsara.

Durante poco más de un minuto, bebí de su coño hasta que viendo lo cerca que estaba de sumergirse en un orgasmo, decidí que no iba a concedérselo tan fácilmente. Separándome de ella, el brillo de sus ojos me alertó de que secretamente deseaba que continuara. Por ello, actuando como un cerdo, le agradecí el modo en que había resarcido su deuda y que ahí en adelante, no me importaría que me pagara así. Por su rostro supe de su cabreo, pero no dijo nada y bajándose de la mesa, me preguntó si había pensado en algo que hacer con ella ese fin de semana.

Cayendo en que indirectamente me estaba insinuando que quería la hiciera participe de más travesuras, le pregunté si alguna vez había ido a un sexo shop. Al contestar que no, miré mi reloj:

―Son las once menos diez. Te doy cinco minutos para vestirte.

Sabiendo que, llegada la hora, me la llevaría sin importarme cómo estuviera, María salió corriendo hacia su cuarto. Sonreí al ver sus prisas y me serví un café. No me lo había acabado cuando la vi volver con un vestido de tirantes y sin sujetador. Al comentarlo, riendo comentó que no le había dado tiempo de ponérselo.

― ¿Y bragas? ― pregunté.

Por el color de sus mejillas comprendí que tampoco y tomándola del brazo, salimos hacia el coche. Ya en su asiento, aguardó sin moverse a que le abrochara el cinturón de seguridad. Tal y como esperaba, “casualmente” estimulé el tamaño de sus pezones con un roce de mis yemas en ellos.

―Me encanta sentir tus mimos― sonrió.

Su descaro me hizo reír y recorriendo sus pechos con la mirada, quise saber que esperaba encontrar en el local que íbamos a visitar. Desternillada, respondió:

―Todos los tipos de artilugios que una mente tan enferma como la tuya sea capaz de imaginar.

Por sus palabras pude deducir que daba por sentado que si llegaba a comprar algo lo iba a estrenar con ella y únicamente pregunté donde prefería ir si a Avilés o a Gijón.

―A Gijón. Allí es más difícil que nos encontremos a alguien― contestó.

Coincidiendo con ella, recordé que en la calle Ezcurdia había uno y directamente, me dirigí hacía allí. Tras aparcar frente a la playa de San Lorenzo, caminamos dos manzanas antes de toparnos de frente con ese local. Al llegar y leer los carteles que había cabinas triple X, Maria me preguntó qué era eso.

―Hay de varias clases y se diferencias por su función ― respondí: ― Las más comunes sirven para disfrutar de una sesión de sexo en vivo sin que nadie te vea.

― ¿Qué otras hay? – intrigada por lo que podíamos encontrar, dejó caer mi prima.

Su evidente interés me hizo gracia y a pesar de desconocer si había uno semejante, contesté:

―En alguno de estos sitios hay salas específicas para que se practique “Glory Hole”.  

Al comprender que desconocía qué era eso, le expliqué que era una práctica en la que los hombres liberaban sus urgencias metiendo su pene en unos agujeros de una pared.

―No entiendo. ¿Qué placer puede brindarles eso? ― me interrumpió.

Despelotado, contesté:

―En la habitación de al lado, se supone que hay una mujer u otro hombre que la usará para su propia satisfacción. Al meterla no sabes qué te encontrarás… si una boca, un coño o un culo.

Sus ojos se iluminaron al oírlo y sé que, en su interior, se imaginó mamándomela sin tener que pasar la vergüenza de que la viera. 

―Cariño. Si tanto corte te da, no hace falta llegar a estos extremos. Si no quieres que te vea, con ponerme un antifaz basta.

El brillo de su mirada me hizo asumir que la idea no le resultaba indiferente y que llegado el caso que insistiera en que me la mamara podía usarla. Por eso, dándole un sonoro cachete en el trasero, le sugerí que en la bolsa de la compra metiera uno. No contestó y sin que se lo tuviese que pedir, entró al local. La rapidez con la que traspasó su puerta fue por una mezcla de miedo a que pillaran entrando en algo así y de la curiosidad que sentía por ese mundo. Ya dentro pudo más ésta última y con la cara desencajada, señaló en una vitrina. Al fijarme en ella, descubrí una completa colección de pollas que iban desde un tamaño normal a algunas que rivalizarían con la de un burro.

―Eso no le cabe a una mujer― susurró impresionada mirando una en particular cuyo diámetro debía rondar los diez centímetros.

            ―Te equivocas… a mí, me entra― desde el otro lado del mostrador, comentó la dependienta, una madura totalmente tatuada.

            Aprovechando su intromisión, le pedí que me asesora sobre qué juguetes comprar para que mi prima se olvidara de la educación recibida en el colegio de monjas.

            ― ¿No te da vergüenza el querer emputecer a tu prima? ― preguntó.

―La verdad es que no. Lleva tanto tiempo sin ser follada, ¡que necesita un buen meneo!

― ¿De qué presupuesto dispongo?

Tirando la casa por la ventana, respondí que mil euros. Ese despilfarro desconcertó a María, la cual se quejó diciendo si no prefería comprarle ropa. Sonriendo, la empleada comentó:

―Por eso no te preocupes, de aquí saldrás con un ajuar con el que satisfacer a tu hombre.

Tras lo cual y sin darle opción a oponerse, la metió en un vestidor. Durante cinco minutos, fue un continuo ir y venir de la tatuada con diferentes prendas hasta que satisfecha me informó que ahora era mi turno. Creí que me iba a elegir algún tanga o algo semejante, pero en vez de ello metió en la bolsa unas esposas, un bozal y una fusta mientras me decía que al principio no la forzara.

―Parece una zorrita bien dispuesta y sería una pena echarla a perder.

―No te preocupes― contesté mirando a María: ―No abusaré de ella… demasiado… ¡solo lo suficiente!

Profesionalmente, la mujer se puso a teclear los precios en la máquina y solo cuando mi tarjeta aceptó el cargo, me soltó muerta de risa que, dado el monto que me había dejado en la tienda, me había hecho un regalo y sin más explicaciones, puso una cajita rectangular en mis manos. Al abrirla, descubrí un mando a distancia con seis botones, tres verdes y tres rojos. Asumiendo que los verdes accionaban algo y que los rojos lo paraban, presioné el primero de los verduzcos. El grito de mi prima mientras cerraba las piernas me hizo ver que de alguna forma llevaba adosados esos artilugios. Al preguntarle a la vendedora en que consistían, levantó la falda de María diciendo:

―El que has tocado, enciende una especie de “Satisfyer” que lleva pegado al clítoris. El segundo acciona un estimulador en su vagina y el tercero el que lleva incrustado en el trasero.

Asumiendo que tenían pila, no pude más que sonreír pensando en el uso que les daría de camino a casa y regalándole un anticipo, encendí los tres mientras me despedía de la madura. Ni siquiera habíamos alcanzado la puerta cuando observé divertido las dificultades que tenía mi prima para evitar correrse. Deseando hacerla sufrir al ir elevando poco a poco su calentura sin llegar al orgasmo, los apagué para dejarla descansar…

5

El destino le jugó a mi prima una de las suyas al ir por el coche cuando se encontró de frente con una amiga de sus padres. María quiso pasar de largo haciéndose la despistada, pero no pudo seguir simulando cuando su conocida la saludó.

            ―Doña Mercedes, perdón. No la había visto― intentó disculparse.

            La anciana comentó que no se preocupara que a ella eso le ocurría muy a menudo, para a continuación preguntar quién era el mozo que la acompañaba.

―Mi primo Pablo, el hijo de Pepita― rápidamente contestó María para evitar chismorreos.

Ya dirigiéndose a mí, la señora quiso saber cómo andaba mi santa. Al contestarle que estupendamente, no se quedó contenta con esa escueta información y nos invitó a desayunar con ella. María quiso escaquearse, pero entonces encendiendo uno de los sensores, accedí a acompañarla mientras mi víctima intentaba que la vieja no notara lo que le ocurría entre las piernas.

―No seas cabrón― susurró en mi oído.

Mi prima comprendió que su petición había caído en saco roto cuando a la vez entraron a funcionar todos los aditivos que llevaba en el cuerpo.   Tambaleándose a duras penas consiguió llegar hasta el bar y allí se dejó caer en una silla mientras me acuchillaba con la mirada. Ajena a lo que ocurría con la hija de sus amigos, la tal Mercedes me preguntó qué hacía que no estaba en Madrid.

―Llevo viviendo en Luarca desde principios de mes.

― ¿Y eso? ― insistió en plan metiche la señora.

Sonriendo, le respondí que no me había quedado otra cuando el banco me trasladó a la sucursal del pueblo.

―Pues te han hecho un favor, en el pueblo se vive mejor.

Consciente de los problemas que pasaba María para no chillar, decidí minorar la intensidad de los instrumentos mientras respondía que lo único malo era que me había encontrado a mi prima como ocupa en la casa. La anciana se echó a reír:

―Calla, niño. María siempre ha sido una moza responsable y teniéndola a ella ahí, no te va a faltar nada.

Desternillado de risa, contesté que si era capaz de afirmar tal cosa era porque apenas la conocía, ya que desde que llegué había sido yo quien tuvo que ocuparse de todo mientras ella vagueaba.  Viendo que la rubia iba a defenderse, se lo impedí accionando el dispositivo que llevaba adosado en el trasero y por ello, se mantuvo callada mientras relataba a la anciana que incluso tenía que cocinar para ella.

― ¡Debería darte vergüenza no cuidar al hombre de tu casa! – sabiendo por mi tono que era broma, doña Mercedes exclamó sin advertir el alcance de sus palabras: ― ¿Acaso no te dijo tu madre que, si no se les mima, buscaran fuera a una que si lo haga?

 Acallando el nuevo intento de María de justificarse encendiendo el de su sexo, incrementé su estupor al comentar:

―Eso le digo siempre pero ya sabe cómo son las jóvenes de hoy en día. Para ellas solo es importante el lucir su palmito a los vecinos.

Mirando con cariño a María, intentó disculparla diciendo que de eso no podía quejarme porque era importante que una mujer se mantuviera guapa para su esposo.

―No es mi esposo, sino mi primo― consiguió balbucear mientras se estremecía por el creciente placer de su entrepierna.

Me quedó claro que doña Mercedes estaba empezando a chochear cuando contestó que si aún no era mi pareja era su culpa y que debía de poner más de su parte olvidando el parentesco que nos unía. Cambiando de tema para evitar que en su otoñal mente quedara grabado que no tardaríamos en liarnos, le pregunté si ya tenía nietos. La buena señora se lamentó:

―El bobo de mi hijo no quería y ahora que los desea, su esposa es demasiado mayor― y volviéndose hacía la rubia, le aconsejó que no dejara pasar más tiempo porque tampoco ella era una cría y el tiempo pasa sin darnos cuenta.

―En cuanto encuentre un novio, me pondré a ello― replicó María mirándome a los ojos.

El tamaño de sus pitones y el ardor de su mirada me hicieron palidecer al advertir que ser madre era una de sus asignaturas pendientes y no queriendo siquiera imaginar el dejarla preñada, dudé por primera vez si estaba haciendo bien al seducirla. Por ello, llamando al camarero, pagué la cuenta y me despedí de la paisana. Para mi sorpresa, María se abstuvo de ponerse en pie y fue entonces cuando caí en que con los aditivos a pleno funcionamiento no podía y los apagué. El remedio fue peor que la enfermedad ya que, al cesar ese estímulo, el placer llamó a su puerta y en nuestra presencia, se corrió dando un largo, acallado pero evidente gemido.

―Nena, ¿te encuentras bien? ― preocupada quiso saber la anciana.

―No. Algo debió de sentarme mal― disimulando el gozo que sentía, contestó.

Desternillado, pero sin demostrarlo, pasé mi brazo por su cintura mientras comentaba que, al llegar a casa, le daría un poco de leche caliente para que se recuperara. No advirtiendo el verdadero significado de mis palabras doña Mercedes me aconsejó que le añadiera un poco de miel para asentarle el estómago.

―Eso haré, señora― respondí mientras, abrazada a mí, María luchaba por evitar la carcajada.

Tras despedirnos, me dirigí en compañía de mi prima hacia el coche. Sabiendo que llevaba a buen recaudo en la bolsa los juguetes sexuales que habíamos comprado, le pregunté cuándo y cómo quería estrenarlos. Luciendo una picardía que no existía en ella antes de mi llegada, contestó:

―Con el mal cuerpo que tengo, antes debo tomar la medicina de la que hablabas.    

            Premiándola anticipadamente con un azote, repliqué que se la prepararía en cuanto llegáramos a la casona…

De camino y con la sana intención de que no se enfriara por mi culpa, puse en acción todos los instrumentos que la rubia llevaba adosados. Tal y como había previsto, siendo objeto de mis atenciones, no se quejó y en silencio disfrutó de unos placenteros orgasmos como pocas veces había experimentado. Por ello, al aparcar, era tal su agotamiento que tuve que ayudarla a salir y llegar hasta la casa. La felicidad que lucía en su rostro me informó que el trato recibido había sido de su agrado y por ello, no puse ningún impedimento a que se marchara a descansar. Al subir María por las escaleras, descubrí la mancha que el placer había dejado en su vestido y recochineándome de ella la señalé, sin saber que su reacción sería quitarse las bragas y lanzármelas.

            ―Inspírate con ellas― con una carcajada, me soltó.

            El aroma a hembra satisfecha que manaba de ellas me impulsó a llevarlas a la nariz y mientras su dueña no perdía detalle, las olí impresionado. Consciente de que María seguía observando no quise defraudarla y con la lengua saboreé el producto de su excitación. Al verlo, pegó un nuevo gemido para a continuación insistir en que necesitaba su medicina. Echando un órdago a la grande que pensaba que no iba a aceptar, pregunté si la quería tomarla en un vaso o directamente de su recipiente.

            ―Si me das a elegir, prefiero lo segundo― replicó mientras desaparecía rumbo a su habitación.

            Pálido comprendí que había minusvalorado su calentura y aunque por un momento dudé si era conveniente para mis intereses el satisfacer su deseo, pudo más el morbo de sentir nuevamente sus labios mientras me ordeñaba. Recordando el aditivo que nos aconsejó la vieja, corrí a la cocina y cogiendo de un estante el tarro de miel, embadurné mi erección mientras la imaginaba haciéndome esa mamada.

            «Espero que sea golosa», medité y con mi tallo pidiendo guerra recorrí los pasillos de la casa.

            Al llegar frente a su puerta, he de confesar que mis miedos volvieron y que estuve a punto de huir, pero entonces desde el interior escuché a María pidiéndome que pasara. Haciendo acopio de valor, entré y comprobé que, aprovechando mi demora, se había cambiado. Costándome hasta respirar, observé que se había envuelto en un picardías transparente que no dejaba nada a la imaginación.

            ― ¿Te gusta lo que me has regalado? ― preguntó con voz melosa sin importarle que sus negras areolas y su recortado pubis fueran visibles a primera vista.

            Recreando mi mirada en ellos, me acerqué a la cama con el arma cargada saliendo de mi bragueta. Al ver que seguía con los pantalones puestos, me brindó una sonrisa pidiendo que me desnudara. Tan absorto estaba admirando su belleza que no la escuché y por eso tuvo que ser ella, quien gateando hacía mí me los quitara.  No me había repuesto de la impresión de verla acercándose de esa forma cuando sacando de su escote un antifaz lo colocó sobre mis ojos.

―Todavía no estoy preparada para que me veas― comentó mientras volvía a deslizarse por mi cuerpo.

Admitiendo con desgana su deseo, no pude evitar gemir al sentir la humedad de su lengua recogiendo la miel que se desbordaba por mis testículos. Ese sollozo le permitió continuar y después de ensalivarlos a placer tomó mi pene entre sus dedos y sin decir nada, empezó a soplar con delicadeza sobre mi glande.

―Primito, estás demasiado caliente― susurró explicando el motivo de esa técnica.

Sabiendo que deseaba experimentar a su modo lo que sentía antes de devorar mi esencia, permití que jugara con mi falo durante unos segundos antes de acercar su boca.  Sin dejar de acariciar mi tronco, sacó la lengua y me regaló unos primeros lametazos a modo de saludo.

― ¡Qué ganas tenía de tenerte para mí sola sin que el pervertido de tu dueño me vea! ― hablando a mi pene, exclamó.

Deseando que acelerara sus pasos, me sentí un juguete en sus manos. Pero no me quejé asumiendo que debía ser ella quién marcara el ritmo. Desconociendo que me tenía reservado, supe que esa zorrita me haría sufrir y estuve a un tris de implorarla que se diera prisa. Y por ello agradecí con un gemido, que abriendo los labios se pusiera a saborear el dulce condimento que embadurnaba mi glande.

― ¿Te imaginas que un día se entera doña Mercedes de la forma en que seguimos su consejo? ― preguntó buscando una respuesta.

Por suerte, el placer me había dejado mudo y por ello no contesté a esa sandez con una burrada. Aunque no pude verla, algo me dijo que estaba sonriendo cuando lentamente se puso a recolectar el resto de la miel mientras con, fingida timidez, se dedicaba a pajearme. Impactado con su maestría, no pude más que sollozar cuando su lengua empezó a serpentear en círculos por mi pene, llegando al límite al sentir que explorando intentaba introducirla en el minúsculo orificio del que saldría mi semen. Como si un rayo le hubiese impactado, mi verga cimbreó en su mano y ya desbordado por tanto estímulo, no pude aguantar e imploré que se la metiera en la boca.

Habiendo alcanzado su objetivo, decidió que ya estaba listo y abriendo sus labios, satisfizo mi deseo introduciéndosela un par de centímetros en su hogareña humedad.  Incapaz de agradecérselo, al saber que si lo hacía ella ganaría, suspiré al sentir que jugando con ella golpeaba sus mofletes. De nuevo interiormente reconocí que lo mucho que me gustaba lo que me estaba haciendo cuando ya sin hacerse de rogar, la hizo desaparecer en su garganta.

― ¡Dios! Si esta es la primera vez que haces una mamada, no me puedo imaginar las que me harás cuando tengas práctica― conseguí decir gratamente sorprendido.

―No hables. Para mí, ¡no existes! ¡Solo tu polla! ― protestó al oír mi exabrupto.

Confieso que temí que la diera por terminada y por eso cuando después de unos segundos de inactividad reanudó la misma, respiré. Disfrutando en completo silencio sentí que volvía a sumergírsela en la boca y no contenta, al terminarla de absorber, llevó las manos hasta mi culo obligándome a mover las caderas siguiendo la cadencia que ella marcaba. Sin poder verla, me imaginé que era su coño al que empalaba e instintivamente comencé a follarme su boca. María me hizo partícipe de que exactamente eso era lo que estaba buscando cuando sin quejarse comenzó a gemir mientras metía una y otra vez mi hombría en su garganta. Para entonces, mi entrega era total y por eso nunca anticipé su siguiente paso. Y es que de improviso noté uno de sus dedos acariciándome el ojete.

― ¿Qué vas a hacer? ― asustado pregunté.

―Te he pedido que te calles― respondió mientras violentaba la sacrosanta virginidad de mi ano con una de sus yemas.

 Perplejo, quise apartarla, pero ella no cedió y reanudó la mamada mientras seguía explorando en mi trasero. No pude quejarme de lo que estaba haciendo con su boca porque era sencillamente maravilloso y es que mientras me la mamaba, no dejó de presionar con su dedito por ahí atrás.  Instintivamente mi esfínter se cerró sobre el invasor, pero demostrando que tenía carácter su dedo no dejó de abrirse paso por mi retaguardia a pesar de mis quejas.

―Dame mi medicina― ordenó al darse cuenta de que estaba a punto de sucumbir.

Era tal mi calentura que no pude más que obedecer y dejándome llevar, exploté llenando su boca con mi esperma. Todavía no sé cómo no se atragantó con la cantidad de leche que derramé en ella y menos como consiguió ordeñarme de ese modo cuando en teoría era novicia. Lo cierto es que tras conseguir que me vaciara en ella, apartándose de mí, se despidió de mí hasta la hora de comer.

― ¿En serio me vas a dejar así? ― con ganas de rematar la faena, quitándome el antifaz, protesté airadamente.

Desde la cama, contestó mientras se tapaba con la colcha:

―Eres mi primo y hasta aquí puedo llegar.

Indignado, me fui pegando un portazo mientras escuchaba su carcajada…

6

Con un cabreo de los que hacen época, no solo me fui de su cuarto sino también de la casa y llegando a un bar, pedí un whisky con el que intenté asimilar su desplante. A ese primero le siguieron otros muchos y solo cuando totalmente borracho, el camarero se negó a servirme más, volví al hogar que compartía con esa arpía. Al llegar, María estaba esperando en la puerta y creyendo quizás que se había arrepentido me acerqué a firmar las paces. Rechazando mis arrumacos, puso en mis manos unas bragas usadas y me informó que se iba, pero que me había dejado la comida lista para calentar en el microondas.

            ― ¿Dónde vas? ― fuera de mí, pregunté.

            ―He quedado con unas amigas― respondió para acto seguido decirme que a lo mejor no volvía a dormir esa noche.

            Reconozco que tardé una barbaridad en comprender que no mentía y solo cuando la vi coger un taxi, supe que las tornas habían cambiado en nuestra relación y que era yo el que suspiraba por ella. El orgullo fue lo único que me impidió correr tras ella para rogarle que se quedara. Rumiando mi fracaso, cerré la casa y fui a dormir la borrachera.

Mi derrota se hizo aún más patente, al despertar y comprobar a la hora de cenar que no había vuelto. Temiendo que habiendo despertado a la mujer ardiente que mi prima escondía en su interior fuera otro hombre el que recolectara los frutos, me debatí entre buscarla por el pueblo o contener mi angustia y esperarla. Consideré que lo prudente era esto último y por ello tras calentar lo que había cocinado para mí, puse una película en la tele. Las horas fueron pasando sin que María volviera y totalmente desesperado varias veces estuve a un tris de coger mi teléfono y llamarla. Afortunadamente conseguí contenerme porque de haberlo hecho no solo ella hubiese vencido sino yo hubiese firmado cualquier rendición que hubiera puesto sobre la mesa. Y cuando digo afortunadamente, no miento porque al llegar pasadas las dos de la madrugada, esa desalmada sin corazón me saludó como si nada hubiese pasado.

            ―Veo que no has ligado― le espeté enfadado.

            Riéndose de mi interés, contestó mientras subía hacia su cuarto:

            ―No necesito ligar. Ya tengo todo lo que deseo en casa.

Aunque reconozco que mi corazón dio un vuelvo al escucharla, no por ello dejé de advertir que con esas palabras la situación entre nosotros había vuelto al punto de partida, solo que esta vez ambos éramos conscientes de lo que sentíamos uno por el otro y que, del resultado de nuestros actos, dependería quién llevaría el mando.  Por ello, desde el salón, le grité que se había olvidado de darme el beso de buenas noches. Juro que nunca creí que iba a responder y menos que rehaciendo sus pasos, viniera a donde yo estaba para besarme. Aprovechando su error, la tomé entre mis brazos y forzando sus labios con la lengua, durante unos segundos me recreé amasando sus nalgas. Las cañas que llevaba y mis agasajos la hicieron derretir y con pasión buscó mis besos. Entonces y solo entonces, con un azote en su trasero, me despedí de ella con un hasta mañana que le supo a poco.

―Eres un cerdo― protestó.

―Lo sé― reí por las escaleras.

De haberme dado la vuelta, hoy sé que la hubiera descubierto sonriendo por el morbo que le daba la lucha que entablaríamos entre nosotros para dictaminar el que mandaba.

Sabiendo que, desde que había llegado a Luarca, María se levantaba a las ocho al llegar a mi habitación puse en el despertador una alarma antes y por eso al sonar este, mi enemiga seguía durmiendo. Sin cambiarme de ropa, acudí a su lecho. Una vez allí, cuidadosamente, coloqué en sus muñecas las esposas que habíamos comprado en el sex shop, tras lo cual las até a los barrotes de la cama y sentándome en el sofá de enfrente, esperé a que abriera los ojos. Desde ese privilegiado observatorio, recreé la mirada en sus muslos desnudos, en sus pies blancos y en las curvas de sus pechos consciente de que en pocos minutos serían míos. Puntualmente, mi prima se despertó y al notar que estaba inmovilizada, me vio sentado. De muy mala leche, exigió que la soltara. Con una sonrisa de oreja a oreja, me levanté y llegando hasta ella, la amordacé mientras imitándola decía:

―No hables. Para mí, ¡no existes! ¡Solo tu coño!

            Como no podía ser de otra forma, mi familiar intentó zafarse de sus ataduras durante un cuarto de hora, hasta que rindiéndose me lanzó una mirada que en otro momento me hubiese dejado helado. En cambio, esa mañana su frialdad no hizo más que confirmar la decisión que había tomado y volviendo a su lado, con tranquilidad, abriendo sus piernas de par en par se las inmovilicé con unas cuerdas. Tras lo cual, con estudiada lentitud, empezando en sus pies fui recorriendo con la lengua sus tobillos. El tamaño que adquirieron sus pezones al llegar a los muslos fueron prueba suficiente de su excitación y por eso continuando con mi escalada, solo paré en la antesala de su coño.

Antes de atacarlo, derramé en él un buen chorro de miel y con absoluta diligencia, me puse a recolectarlo entre los pliegues. La insistencia que demostré devorando su almeja la hizo llegar al menos tres veces al orgasmo, ya que cada vez que perdía su dulzor hacía uso del bote que había cogido y volvía a comenzar. Solo cuando me sentí vengado, girándola levemente sobre las sábanas incrusté en el interior de su trasero uno de los consoladores y poniéndolo en acción, desaparecí rumbo a la cocina. Allí preparé tanto café como unas tostadas y poniendo todo en una bandeja, volví a liberarla. Como si nada hubiera pasado, desaté sus ataduras y le extendí el desayuno. Juro que me sorprendió su entereza ya que, lejos de mostrarse cabreada por la forma en que se podía decir que la había violado, tomando la taza humeante entre sus manos, comentó:

―Me imagino que sabes que me vengaré y que considero lo que has hecho como una declaración de guerra.

Riendo únicamente respondí que iba a la playa y que, si quería acompañarme, debería estar lista en media hora o la dejaría en casa.

―Ahí estaré, ¡querido primo! ― sorbiendo el café, respondió.

Asumiendo que no tardaría en devolverme la afrenta, me fui a cambiar. Estaba todavía medio desnudo cuando la vi entrar al baño y sin cerrar la puerta, se ponía a duchar. Por un instante creí que había cambiado de opinión respecto a ir conmigo. Queriendo confirmarlo, me acerqué a donde estaba y se lo pregunté. La cabrona, sin siquiera mirarme, contestó:

―Como no sabes ni comer un chumino, no me ha quedado más remedio que lavármelo. No quiero que los restos de miel atraiga a moscas o a moscones como tú.

Dado que era una guerra a largo plazo, no me dejé intimidar:

―Llevas tanto tiempo sin usarlo que a lo mejor se te ha muerto y en vez de ser la miel lo que atraiga a las moscas sea el olor a putrefacto.

Que recordara con esa andanada su larga sequía sexual, la indignó y saliendo del agua, me preguntó a qué playa pensaba llevarla.

― ¿Te parece que vayamos a la de Barayo? – respondí con la intención de que se negara al ser nudista.

―Me parece estupendo― replicó mientras desaparecía rumbo a su habitación.

No me pasó inadvertida su sonrisa y pensando que practicar el naturismo era algo que le apetecía hacer, lamenté habérselo dicho porque mi idea hacer surf y esa playa era de las pocas de Asturias con una calidad de olas bastante deficiente.

«Otro día será», murmuré molesto conmigo mismo mientras sacaba el traje de neopreno de la bolsa que había preparado. Como tampoco tenía que preparar las tablas, tuve tiempo de volver a desayunar recordando que no había ningún chiringuito donde tomar algo, tras lo cual hice acopio de agua y de cervezas para calmar la sed. Supe que mi adversaria no cayó en ello cuando la vi llegar al coche llevando una toalla y un pequeño neceser.

«¡Menudo error!», me dije mientras caballerosamente le abría la puerta: «Con el sol que hace, no tardará en mendigar por algo de beber».

Ajena al desliz que había cometido, se sentó en el asiento del copiloto mientras me azuzaba a partir. Sonriendo, obedecí y tomando la nacional, me dirigí hacía la playa. Durante los diez minutos de trayecto, se mantuvo callada y eso lejos de tranquilizarme, me alertó al saber que estaba lista para el contrataque. Como tras aparcar parecía contenta, me relajé y cogiendo la nevera con las cervezas, me dispuse a bajar por el acantilado. Al pedirme que la ayudara, accedí con las alertas en alto, pensando que quizás aprovecharía para atacar, pero no fue así y tras recorrer el difícil acceso hasta la arena, incluso me lo agradeció.

«Esta zorra tiene otra cosa planeada», concluí viendo que extendía la toalla cerca de tres morenas de grandes tetas.

Solo pudiendo esperar, la imité y despojándome del bañador, me puse a tomar el sol mirando cómo se quitaba el vestido playero sin dejar de sonreír. Al contemplar el modelito que llevaba debajo, me quedé absorto. No es que fuera escueto o sexi, ¡era un escándalo!

― ¿De dónde has sacado algo así? ― no pude más que preguntar al ver que consistía en tres pequeños triángulos de tela unidos por cordones que apenas le tapaban los pezones y su entrepierna, dejando al aire la mayoría de sus pechos y todo el culo.

―Me lo compraste ayer en el sex shop― contestó mientras comenzaba a echarse bronceador.

Aceptando como cierto que lo había financiado yo y reconociendo que se veía estupenda con él, le pedí que se lo quitara ya que estábamos en la parte nudista y no era correcto el permanecer vestida cuando el resto estábamos desnudos. De nuevo minusvaloré su determinación creyendo que dada la cercanía al pueblo se negaría a despojarse de esa prenda, pero poniéndose en pie para que pudiera verla en plenitud desanudó el lazo que la sostenía dejándola caer.  

― ¡Te lo has depilado completamente! ― exclamé al ver la ausencia de vello que lucía entre las piernas.

Riendo mientras volvía a la toalla, contestó:

―Así es. Ya que has decidido saciar tu sed directamente en él, te lo he puesto fácil― tras lo cual retomando lo que había estado haciendo antes de mi interrupción se dedicó a untarse de bronceador.

La sensualidad con la que embardunó sus pechos me dejó embobado y contra mi voluntad, creció mi apetito entre las piernas. Sabiendo que, si se percataba de mi erección no tardaría en usarla para atacar, corrí al agua. Desgraciadamente era tarde, porque mientras me dirigía hacía la orilla, la escuché gritar:

― ¡Peligro! ¡Hombre con su arma en ristre!

Las risas de nuestras vecinas de playa me hundieron en la miseria y maldiciendo el día que volví a Luarca, me zambullí en el mar. La gélida temperatura del cantábrico no tardó en apaciguar mi ardor, pero no mi vergüenza y por ello, nadé durante casi media hora antes de retornar a la toalla. Ya de vuelta, el sol había conseguido adormilar a la bestia y eso me permitió darle un buen repaso con la vista.

«Si no estuviese tan buena, intentaría seducirla ¡su padre!», sentencié abriendo una cerveza.

Ya calmado, me tumbé a disfrutar del calor de la mañana mientras planeaba la estrategia que seguiría para avivar aún más su creciente lujuria con la esperanza de llevarla al límite y que tuviera que rogar mis caricias. Unos cuarenta y cinco minutos después, el sopor había hecho mella en mí cuando María me despertó recomendando que me echase protector para que no me quemara. Abriendo los ojos, comprendí que tenía razón y recordando lo bruta que le ponía el tocarme, le pedí que fuera ella quien me lo extendiera. Tal y como había previsto, no pudo negarse y olvidando que estaba desnuda se subió a mi espalda mientras echaba un buen chorro de bronceador en mi piel.

―Embadúrname también el culo, adorada primita― reclamé al advertir que había dejado sin untar mis glúteos.

Al sentir la forma en que sus manos amasaban mis nalgas, sonreí asumiendo que se excitaría y por eso no me extrañó oír sus primeros gemidos. Queriendo forzarla, me di la vuelta y le exigí de malos modos que extendiera también la crema por mi pecho. Dominada por una calentura creciente, aceptó y con las yemas comenzó a recorrer mi abdomen mientras instintivamente se restregaba contra mi hombría.  La humedad que destilaba me provocó una erección y disfrutando del tacto de sus yemas, le comenté que no se olvidara de mis partes nobles.

―Tenemos público― argumentó señalando a las tetonas.

 Obviando sus protestas, le exigí de nuevo que lo hiciera mientras cerraba los ojos para concentrarme en la paja que a buen seguro iba a disfrutar. Incapaz de rechazar la tentación que para ella eran mis atributos, mi idolatrada prima cogió el bote y derramó su contenido en mi entrepierna, para acto seguido comenzar a repartirlo con una delicadeza que reconozco que me agradó y más cuando tras embadurnarme bien los huevos, agarró mi trabuco con sus manos y se puso a estimularlo. Su pericia y el morbo que me daba el que nuestras vecinas fueran testigos de ello me anticiparon que no tardaría en correrme y por ello protesté cuando de improviso dejó de meneármela.

―Si quieres que termine, me lo tendrás que pedir de rodillas― desternillada de risa, declaró.

Como no pensaba arrodillarme, no insistí. Con los ojos cerrados para no demostrar mi cabreo, alargué el brazo y abrí otra estrella de Galicia con la esperanza que ese elixir de dioses pudiese enfriarme los ánimos. A los pocos minutos y viendo que no le hacía ni puto caso, María se levantó para irse a nadar, pero en mitad del camino, la pararon nuestras vecinas diciendo que les faltaba una para jugar al voleibol. Al ser algo que no había que perderse, poniéndome unas gafas, comencé a espiarlas. Tal y como había anticipado, el espectáculo fue un impresionante bamboleo de peras y culos que no tenía desperdicio.

«A las cuatro les daba un buen meneo», medité mientras no perdía detalle de la escena.

El jolgorio se alargó durante media hora, tiempo más que suficiente para que se me bajara la erección que tanta carne botando arriba y abajo me había provocado y por ello cuando totalmente sudada, María me invitó a acompañarlas al agua, no lo dudé y acudí. Para mi sorpresa, las tres morenas a carcajadas señalaron mi entrepierna mientras mi prima sonreía.

Agachando la cabeza, descubrí la razón de sus risas y es que de la cintura para abajo lucía un deslumbrante color rojo:

― ¿Qué coño me has hecho? – grité mientras intentaba taparme.

Descojonada, esa zorra sin escrúpulos reconoció que en vez de bronceador me había embadurnado con “mercromina”.

― ¡Serás puta! – exclamé y cogiendo mis cosas, la dejé todavía riendo a mi costa.

Tal era mi cabreo que no me importó que tuviese que volver a pata y encendiendo el coche, salí rechinando ruedas directo a la farmacia para que me dieran algún mejunje con el que eliminar ese antiséptico. El alma se me cayó a los pies cuando, tras enseñar avergonzado el estropicio a la farmacéutica de turno, la empleada me explicó que no había nada que reparara la broma más que el tiempo.

 ― ¿Cuánto tardará en desaparecer? – pregunté desolado.

―Poco… en una semana todo habrá vuelto a la normalidad― no tuvo reparo alguno en contestar.

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