Hoy he recibido una carta de mi amante. Breve e intensa como nuestra relación. Con solo dos palabras ha definido lo que siente por mí.
María se ha destapado, sin darse cuenta ha lanzado las sábanas que la tapaban al aire al hacerlo. Yo ya lo sabía aun antes de recibir esa diez letras.
Cuando la conocí era una mujer cualquiera, de las muchas que han poblado mi vida a través de mis cuarenta y dos años. Pero durante estos meses, he ido horadando en silencio sus cimientos.
Al principio fue algo fortuito. Esa bella hembra, mujer de bandera tricolor, me acogió entre sus brazos, sin pedirme nada a cambio. Samaritana de un desvalido, viéndome hundido se afanó en sacarme del negro pozo, en que mi cabeza emergiera del lodo que no me dejaba respirar.
Nunca me llevaba la contraría, es más se desvivía por contentarme, por satisfacer mis gustos. Si notaba que me encantaba ver sus piernas, corría a comprarse una minifalda. Si descubría que miraba con insistencia a una morena con pelo rizado, al día siguiente en la peluquería exigía sus rulos. Pequeños detalles que se fueron acelerando sin ser conscientes de ello.
Una noche como cualquier otra, mientras la llevaba a casa de desencadenó todo. En un semáforo de Insurgentes, empecé a piropear sus pechos, explicándole que era una pena que tan bella creación estuviera encorsetada por un sujetador. Sin darme tiempo a reaccionar mi querida María se despojó del brassier, diciéndome que nunca mas se pondría uno. Intrigado, le pregunté el porqué. Un poco avergonzada y sin mirarme a la cara me respondió que le gustaba complacerme.
Envalentonado por su respuesta, llegamos a la puerta de su casa. Hasta ese momento, lo nuestro no era mas que una amistad, pero apagando el coche le dije que quería subir a su casa. Sacó sus llaves del bolso, y poniéndolas en mis manos me explicó:
-Tómalas, así no tendrás que pedirme que te abra-.
Todavía no había comprendido que al hacerlo me daba entrada a su vida. El apartamento era el típico de una mujer de la alta sociedad que todavía se creía una niña. Sobre su cama, descansaba los peluches, sus únicos acompañantes nocturnos, y que mudos esperaban que cada noche que su dueña les contara lo que le había pasado, sus temores y esperanzas.
-María-, le susurré al darle nuestro primer beso,-Te deseo-.
Cerró sus ojos, apretó sus labios, como si estuviera meditando mis palabras. Tras unos segundos, que me parecieron eternos, sonrió. Era una sonrisa pícara, traviesa, la de una adolescente a la que se le había cumplido un sueño.
-Hazme mujer-, me contestó mientras sus propias manos retiraban los tirantes de su vestido dejándolo caer.
Su piel morena se me mostró desnuda, sus dulces pechos recibieron la caricia de mi lengua al recorrer ansiosa la circunferencia de sus pezones y por primera vez nuestros cuerpos se fusionaron en uno solo.
Esa noche fue el inicio de nuestra metamorfosis, nuestras aristas se fueron limando a fuerza de chocar nuestras epidermis hasta que como el rodamiento y su eje giran sin producir fricción, Ella y yo nos convertimos en amantes.
El sobre que recibí en mi trabajo, traía un mensaje cuyo autor bien podría haber sido yo. Un folio en blanco, dos palabras, diez letras.
TE NECESITO.