Un hombre que se vanaglorie de serlo solo puede contestar a esa pregunta con un rotundo ¡NO! Da lo mismo que la mujer sea guapa, fea, gorda, flaca, alta o baja. Incluso es irrelevante que nos apetezca o no el  hacerlo:
¡Siempre hay que contestar que no!
Si la que lo pregunta está buena con mayor razón pero, aunque sea un callo malayo, un engendro del demonio o realmente vomitiva, deberás responder negando la mayor.
Si te la quieres tirar, está claro. Pero aun en el caso que lo que desees sea salir huyendo, nunca debes decir que sí. Sería hacer daño a sabiendas cuando siempre te puedes buscar una excusa para escapar.
El problema surge cuando no te apetece follar pero tampoco estás en situación de poner tierra por medio. Este fue mi caso: durante un viaje de trabajo, la zorra de mi jefa me hizo esa pregunta mientras cerraba la puerta de mi habitación.
Todo empezó un lunes al llegar a la oficina. Todavía no me había sentado en mi silla cuando esa bruja ya me estaba llamando. Recién salido de la universidad y sin ser fijo todavía en la empresa, era el último mono y por lo tanto el idiota que realmente trabajaba. Para colmo Doña Isabel, no solo era mi jefa directa sino la directora general de la compañía. Con una mala leche proverbial, nadie se atrevía a llevarle la contraria y menos yo. Por eso no habían dado todavía las nueve en punto cuando ya estaba tocando a la puerta de su despacho.
-¿Se puede?- pregunté antes de entrar.
Desde su sillón, esa morena cuarentona me hizo señas de que pasara mientras seguía colgada al teléfono.  Los cinco minutos que tardó en despachar la llamada, me terminaron de poner nervioso. Casi temblando, me puse a pensar en la razón por la quería verme y tras hacer un análisis de la situación, no encontré ningún motivo. Más tranquilo al darme cuenta que no la había pifiado especialmente durante la última semana, esperé que terminara de hablar mientras involuntariamente le dada un buen repaso con la mirada.
“¡Se conserva estupendamente!” pensé tratando de calcular su edad.
Siendo una mujer más alta que yo, doña Isabel no era una caballona. Dotada por la naturaleza de unos pechos enormes, su altura los disimulaba, haciéndola parecer proporcionada. Por otra parte, su cintura estrecha para sus medidas la hacía ser profundamente femenina aunque sabía en mi fuero interno que era un mal bicho. Su voz autoritaria la delataba. Con un tono casi varonil, acojonaba a cualquiera que tuviese la desgracia de enfrentarse con ella. Por lo que decían los rumores, se había casado siendo casi una niña pero su matrimonio fue un fracaso y por eso se divorció antes de cumplir un año. Desde entonces nada de nada.
No se le conocía pareja, ni novio, ni ningún desliz. ¡Esa frígida vivía para trabajar!
Por mucho que las malas lenguas habían tratado de ingeniarse algo para desprestigiarla, nunca encontraron nada donde agarrarse para inventarse un chisme. Esa mujer era recta, fría y asexuada. Aun siendo una mujer guapa, nada en ella me invitaba a imaginármela entre mis piernas.
-¿Tienes pasaporte?- me soltó nada más colgar.
Sin saber todavía el motivo de tan extraña pregunta, le contesté que sí. Al oírme, Doña Isabel sonrió y cogiendo nuevamente el teléfono, llamó a su secretaria y le pidió que me sacara un billete en el mismo vuelo, tras lo cual, me dijo:
-Vete a casa y prepara una maleta, te quiero aquí en dos horas.
Alucinado, pregunté:
-¿Dónde vamos? Y ¿Por cuánto tiempo?
Con gesto serio, respondió:
-A Cuba. Hay problemas en esa delegación y quiero que me ayudes a hacer una auditoria.
“¡Su puta madre!” pensé al recordar los pésimos resultados con los que acababan de cerrar el año pero sobre todo al saber que al menos tardaríamos dos semanas en hacer un primer estudio. La perspectiva de estar con ese ogro trabajando codo con codo durante tanto tiempo, me acojonó y tratando de escaquearme, le dije:
-Señora: Por mí no hay problema, pero no cree que sería mejor que se llevara a alguien con más experiencia.
-Bobadas- respondió – viene bien que seas nuevo en la empresa porque así no has tenido tiempo de participar en ese desfalco.
Que se refiera a la situación de esa delegación como delictiva me terminó de aterrorizar y sabiendo que no podía negarme a acompañarla, le pedí permiso para ir a por mi ropa. Sin dignarse a mirarme, me despidió.
Como comprenderéis, apenas tuve tiempo de llegar a casa, hacer una maleta y volver a la oficina antes de que se cumplieran el plazo que me había dado. Una vez de vuelta, me presenté ante mi jefa. Noté que estaba hecha una furia porque sin casi saludarme, me dio dos cajas con papeles para que las cargara y sin más prolegómeno, nos dirigimos hacia el aeropuerto. Durante el trayecto mi jefa estuvo tan ocupada cerrando temas que ni siquiera se dirigió a mí y sintiéndome un cero a la izquierda, tuve que seguirla en silencio.
“Va a ser insoportable”, me quejé mentalmente al percatarme de mi futuro inmediato.
Tal y como había previsto, esa arpía uso las diez horas de viaje para repasar conmigo los números que nos habían pasado así como los indicios que ella veía para suponer que había habido una malversación por parte del delegado. Según ella, el incremento de los gastos así como la caída en los ingresos solo se podía explicar por el hecho que alguien haya metido mano en la caja. Lo que no sabía era si los responsables eran uno o varios y por eso me aleccionó para que no confiara en nadie.

-¿Saben que venimos?- pregunté.
-Por supuesto que ¡No!
Su respuesta me dejó claro que nuestra llegada no sería bienvenida y por eso cuando llegamos a La Habana, no me extrañó que nadie estuviera esperándonos en el aeropuerto. Tras los habituales trámites en la aduana, salimos a coger un taxi. Tal y como había escuchado, los taxis cubanos eran vehículos americanos con más de cuarenta años a sus espaldas. Como ya eran las seis de la tarde, Doña Isabel decidió que nos llevara directamente al hotel, en vez de ir a la oficina.
Al preguntarle el porqué, la señora sonrió mientras me decía:
-Mejor les caemos a las ocho de la mañana, así tendremos todo el día y podremos evitar que destruyan información.
El tráfico a esa hora era un desastre por lo que tardamos más de una hora en llegar hasta nuestro hotel y si a eso le añadimos que el puto coche no tenía aire acondicionado, comprenderéis que cuando llegamos al hall estuviésemos sudando a chorros. Curiosamente eso hubiese quedado en mera anécdota si no llega a ser porque el sudor empapó la camisa de mi jefa. Completamente mojada, la tela se transparentó dejándome descubrir que esa señora tenía unos pitones de campeonato, coronados por dos pezones negros y grandes.
Afortunadamente, Doña Isabel no se dio cuenta de las miradas que le eché mientras nos registraba en recepción. El empleado del hotel, creyendo que éramos pareja,  le preguntó si prefería cama de matrimonio.  La cuarentona que debía estar ocupada pensando en otras cosas, le contestó que sí y solo se percató de su error cuando puso en sus manos una única llave. Completamente ruborizada, le explicó que teníamos reservado dos habitaciones. El recepcionista le pidió perdón y tras revisar en el ordenador, le dio otra llave.
-Son la 511 y la 512. Están pegadas y si lo desean pueden abrir la puerta de conexión- dijo con tono profesional aunque sin esconder su significado. El tipo seguí convencido de que yo era la aventura de esa ejecutiva.
-No hará falta- respondió muy enfadada y cogiendo las maletas, fuimos directamente a nuestras habitaciones.
Una vez en la puerta, Doña Isabel se giró hacía mí y me dijo:
-Voy a cenar en el cuarto. Te espero a las siete de la mañana para desayunar en el restaurante-
Reconozco que agradecí no tenerla que seguir soportándola y con mejor humor, entré en el mío. La habitación era estupenda y tras deshacer mi equipaje, me puse un traje de baño y me fui a darme un chapuzón en la piscina que había visto desde la ventana. Los treinta grados de temperatura de la Habana invitaban a bañarse y a beber. Por eso después de hacer una serie de largos, salí del agua rumbo al chiringuito que había en una esquina.
Llevaba dos cervezas y un mojito cuando la vi aparecer. Me costó reconocerla porque habiéndose quitado el uniforme de estricta ejecutiva de encima, mi jefa venía en bikini y con un pareo, cubriendo su cintura. No me preguntéis porque, pero al verla allí temí que me descubriera y me escondí tras la columna del bar. Doña Isabel ajena a mi escrutinio, cogió una tumbona y quitándose el pareo, se tumbó en ella y se puso a leer.
“¡Menudo Culo!”, exclamé al advertir que esa cuarentona tenía un par de nalgas duras y paradas que nada tendrían que envidiar con la de una mujer veinte años mejor. “¡No es posible!”
Babeando y desde mi sitio, no pude dejar de valorar en su justa medida el cuerpazo de esa hembra. Su metro ochenta no era óbice para que reconociera que estaba buenísima y que si no llega a ser porque era mi jefa, hubiese intentado en ese momento el ligármela. Para que os hagáis una idea, el propio camarero al ver cómo la miraba, se rio mientras me decía:
-¡Porque estoy trabajando!…
No me podía creer que esa frígida tuviese semejante pandero y menos que  viendo lo escueto de su bikini, no le importara el mostrarlo al  respetable. Mas excitado de lo que me gustaría reconocer, pagué mis bebidas y con un enorme calor recorriendo mi cuerpo, volví a mi habitación. Para saciar mi calentura me hice un par de pajas en su honor, antes de meterme a duchar.
Ya en la ducha, me imaginé que eran las manos de esa cuarentona desnuda las que me estaba enjabonado el paquete mientras sus enormes pechos presionaban en mi espalda. Os juro que nada más hacerlo, mi pene se puso duro como piedra y por mucho que intenté rebajarlo con agua fría, el recuerdo de esos dos melones y de ese magnífico culo lo hizo imposible.
Cachondo hasta decir basta, bajé a cenar al restaurante. Para colmo de males, la camarera que me tocó era una mulata preciosa con un cuerpo espectacular. Alucinado por su belleza, no pude dejar de seguirla con la mirada mientras recorría arriba y abajo el local.  Varias veces, me pilló mirándole las tetas y sabiéndose observada, se dedicó meneando sus caderas a hacerme una demostración del magnífico cuerpo que tenía.
La muy zorra consiguió su propósito y en poco tiempo supe que estaba  en celo al sentir que me hervía la sangre y que mi herramienta me pedía acción. Justo cuando había decidido irme de putas y así liberar mi tensión, vi que se dirigía  al lavabo y desde ahí me hizo una seña para que la siguiera. Tras unos momentos de incredulidad miré hacia los lados y viendo que nadie me veía me introduje en el baño tras ella.
No le di tiempo ni para respirar, y antes que pudiera echarse para atrás, me apoderé de sus labios mientras empezaba a desabrocharle el uniforme. Como dos resortes, sus pechos saltaron fuera de su sujetador para ser besados por mí. Eran grandes, duros con dos aureolas negras como el carbón de las que di rápidamente cuenta. La camarera a duras penas me bajó la cremallera liberando mi miembro de su prisión, mientras gemía por la excitación. En cuanto tuvo mi sexo en sus manos se arrodilló enfrente de mí y lo fue introduciendo lentamente en la boca, hasta que sus labios tocaron la base del mismo.
Le cogí de la melena forzándola a proseguir su mamada. Mi pene se acomodaba perfectamente a su garganta. La humedad de su boca y la calidez de su aliento hicieron maravillas. Mi agitación me obligó a sentarme en la taza del wáter, al sentir como las primeras trazas de placer recorrían mi cuerpo. Estaba siendo ordeñado por una mujer en el baño de la que desconocía su nombre, su edad. Ni siquiera había cruzado con ella dos palabras antes de poseerla. Lo extraño de la situación hizo que me corriera brutalmente en sus labios. La cubana no le hizo ascos a mi semen, y prolongando sus maniobras consiguió beberse toda mi simiente sin que ni una gota manchara su uniforme.
Satisfecho le pregunté su nombre:
-Altagracia- me contestó, mientras se levantaba a acomodarse el vestido. -Son cien dólares- Pagándole la cantidad que me pedía, salí del baño muerto de risa y con mi ánimo repuesto volví a ocupar mi sitio en la mesa.
Como si nada hubiese ocurrido durante esos cinco minutos, Altagracia me dio de cenar sin que nada en su actitud pudiera llevar a un observador a suponer que pocos segundos antes me había hecho una mamada. Solo al terminar el postre, me preguntó:
-¿Se va a quedar mucho tiempo?
-Eso creo- contesté.
Poniendo una sonrisa de oreja a oreja, recogió mi plato mientras disimuladamente me pasaba su teléfono en un papel.
Al día siguiente:
Habiendo dormido estupendamente, al despertarme me sentía nuevo. Por eso y por el miedo que tenía a mi jefa, llegué diez minutos antes a la cita en el restaurante. Desgraciadamente nada más cruzar la puerta, descubrí que a doña Isabel esperándome en una mesa. No me preguntéis pero aun sabiendo que se había adelantado, me sentí fatal por ser el último en llegar. La cuarentona levantó los ojos del periódico al sentarme y mirándome, dijo:
-Desayuna fuerte que no se si nos va a dar tiempo de comer.
Siguiendo al pie de la letra su sugerencia, fui hasta el buffet y llené mi plato hasta arriba. Aunque no estaba acostumbrado, esa mañana desayuné huevos, bacon y fruta porque tenía claro que esa bruja me iba a tener encerrado hasta altas horas de la noche.
Tal y como había supuesto, nuestra llegada a las oficinas produjo una enorme conmoción. El primero en quedarse acojonado fue el delegado porque ni siquiera estaba ahí cuando entramos por la puerta. Habituado a ser el mandamás, ese capullo llegaba a partir de las once y por eso cuando le avisó su secretaria de nuestra presencia, lo tuvo que despertar. Aunque se dio prisa, tardó más de una hora en aparecer por la  empresa y cuando lo hizo, Doña Isabel ya se había agenciado su despacho, había entrado en su ordenador e incluso había hecho una copia de seguridad de todos los archivos del servidor. Asustado por la que se le venía encima, Ismael Alonso intentó congraciarse con su jefa luciendo una espléndida sonrisa. Sonrisa que desapareció para no volver en cuanto la cuarentona le sacó una lista de transacciones para que las explicara. Os juro que en cuanto leyó la primera, su tez se tornó pálida y casi llorando, empezó a balbucear excusas.
La jefa fue tomando nota de sus explicaciones y sin darle tiempo ni de respirar en cuanto había explicado una transferencia, le sacaba la siguiente de manera que al cabo de dos horas, Alonso se desmoronó y haciéndose el indignado, le ofreció su dimisión.
Con toda tranquilidad, Doña Isabel se levantó y le dijo:
-Ismael te equivocas si crees que con tu dimisión estamos en paz. Si como supongo ha habido un desfalco, sería mejor para ti que confieses ahora y me digas quien de la organización está también involucrado.
El tipo ya francamente nervioso trató de negarlo pero ante la insistencia de la directora, se levantó y saliendo del despacho, dijo que volvería con un abogado.
-Vuelve con tu puta madre si quieres, pero cuando lo hagas trae el dinero que has robado- le soltó la cuarentona en toda su geta.
El insultó le hizo reaccionar y como un energúmeno intentó agredir a su jefa. De no estar yo ahí y haberme interpuesto entre los dos, de seguro la hubiese pegado pero como un completo cobarde se retiró en cuanto supo que se tendría que enfrentar conmigo.
-Gracias- me agradeció la mujer, consciente de que se había equivocado al valorar la reacción de ese tipejo y que de no ser por mí, el resultado hubiese sido otro.
Creyéndome un caballero errante que acababa de defender a una indefensa dama, le dije que no se preocupara que había sido un placer. Os juro que cuando ella me oyó, algo cambió en su forma de mirarme pero en ese momento no supe reconocer el qué. A partir de ahí, mi jefa me trató con respeto e incluso se permitió el lujo de ser incluso agradable. Encantado con el cambio no dije nada ni tampoco me quejé de que me tuviera explotado durante hasta las ocho de la noche sin salir de ese lugar. El único lujo que se permitió fue sobre las tres, hacer traer unos bocadillos y descansar durante diez minutos mientras dábamos buena cuenta de ellos.
Habiéndose ocupado de que cambiaran las llaves de la oficina y la clave de la alarma, no se quedó tranquila hasta que desapareció el último trabajador por la puerta. Entonces y solo entonces, se permitió relajarse y mirándome cansada, me preguntó que me apetecía hacer.
-Cenar- contesté- ¡Tengo un hambre que devoro!

Doña Isabel sonrió y parando un taxi que pasaba por la calle, le pidió que nos llevara a un buen lugar. El taxista debió de malinterpretar sus deseos y en vez de un restaurante tradicional, nos llevó a uno con música en vivo. Una vez allí, decidió que nos quedábamos y eligiendo una mesa junto a la pista nos pusimos a cenar. El ambiente tranquilo y la música de fondo, nos permitió iniciar una charla banal en la que descubrí que esa fría mujer era en realidad un encanto. Simpática, inteligente y divertida, mi jefa me sorprendió con esa faceta que tenía oculta.  Pero también el tenerla a mi lado, me dejo apreciar sus ojos negros y su boca.

“Está buena” pensé cada vez más cómodo.
Ajena a que me estaba empezando a gustar, doña Isabel se rio al ver que una pareja de turista entrada en años, salía a bailar a la pista. Su risa me terminó de cautivar. Profunda y sincera, la transformó en un objeto de deseo que nunca podría conseguir catar. Estaba todavía pensando en ello cuando levantándose de la mesa, mi jefa me cogió la mano y me sacó a bailar.
La orquesta estaba tocando una salsa y tratando de imitar a las parejas que danzaban a nuestro lado, rodeé su cintura con mi mano y me empecé a mover. Doña Isabel no dijo nada al sentir que la ceñía y siguiendo el ritmo se dejó llevar. Aunque no soy un gran bailarín, tampoco tengo dos pies izquierdos y desenvolviéndome con soltura, transcurrió la primera canción. Creyendo que con eso bastaba, hice un intento de volver a la mesa pero pegándose a mí, esperó que volvieran a tocar.
Fue entonces cuando al estar rozándose nuestro cuerpos, noté la firmeza del suyo y más afectado de lo que debía, sentí como sus dos tetas se clavaban contra mi pecho.
“¡Dios!”, pensé, “¡Se va a dar cuenta!”
Y tratando que no se percatara de que estaba excitado, me separé un poco de ella. Desgraciadamente en ese momento, los músicos volvieron a empezar y mi jefa al ver que era un reggaetón, me agarró de la cintura y empezó a bailar. Reconozco que mi jefa se atreviera con un baile tan claramente sexual me sorprendió y más al ver que realmente esa mujer sabía bailarlo. Alucinado, la observé separar sus piernas y con las rodillas flexionadas, empezar a mover sus caderas pero realmente babeé cuando esa cuarentona dotó a su trasero de un movimiento circular y llevándolo de adelante para atrás con muchísima rapidez, me llamó a su lado:
-Ven, ¡No seas soso!
Al acercarme se dio la vuelta y poniendo su culo contra mi cuerpo, lo empezó a restregar mientras inclinaba un poco el tronco, imitando los movimientos de una sensual cúpula.
Como imaginareis, mi verga se irguió como respuesta a tan cálido roce y ya entregado la agarré pegándola aún más. Sé que Doña Isabel se debió de dar cuenta del bulto contra el que estaba restregando su culo pero si le molestó, no lo dijo e incluso se permitió forzar aún más el contacto incrementando la presión con la que se echaba contra mí.
“Cómo siga así: ¡Me corro!” mascullé entre dientes al notar mi pene incrustado contra la raja formada por sus dos esplendidas nalgas.
Ajena al mal rato que estaba pasando, mi jefa ralentizó el movimiento de sus caderas de modo que parecía estar masajeando mi pene con sus dos cachetes. En un momento dado, llevé mi mano hasta su cabeza y hundiendo mis dedos en su pelo, empecé a acariciarla.  Aunque mi verga seguía dentro de mi pantalón y ella estaba con su falda, no me cabía ninguna duda de que era consciente de que estábamos haciendo el amor y solo la presencia de otras parejas a nuestro alrededor, evitó que diéramos un espectáculo.
Fue cuando mi mano acarició la parte inferior de una de sus tetas, cuando realmente me di cuenta que ella estaba también sobreexcitada. Mis yemas se encontraron con un pezón duro bajo su blusa que fue junto con el gemido que oí lo que la traicionó. Al darse cuenta que la había descubierto, avergonzada hasta decir basta, me rogó que volviéramos a la mesa.
¡El hechizo se había desvanecido! 
La mujer sensual y divertida se había ido para no volver. Volviendo a la cordura, Doña Isabel llamó al camarero y pago la cuenta y en silencio, cogimos otro taxi que nos llevara al hotel. Os reconozco que en ese momento me creí despedido y aunque os parezca imposible, lo que más me jodía no era haber perdido el empleo sino el no haberme tirado a esa preciosa cuarentona. Ya en el ascensor que nos llevaba a nuestras habitaciones fuimos incapaces de mirarnos a la cara, porque ambos sabíamos que habría culpa y deseo en los ojos del otro.
Sin despedirnos, cada uno entró en su cuarto. Sintiéndome una mierda, me quité la chaqueta y entré en el cuarto de baño.
-¡Seré idiota!- exclamé mirándome en el espejo.
Cabreado por la oportunidad perdida, me lavé los dientes y estaba poniéndome el pijama, cuando escuché que tocaban en la puerta de interconexión entre las dos habitaciones. Sabiendo que no podía ser otra que Doña Isabel, la abrí para encontrarme a mi jefa vestida con un coqueto camisón.
Cortado, le pregunté qué quería. La cuarentona con sus mejillas rojas de la vergüenza, me pidió perdón por molestarme y cuando ya creía que no iba a pasar, entró y cerró la puerta mientras me decía:
-¿Te parecería una puta si te pido que me folles?
No la dejé terminar y cogiéndola entre mis brazos la besé. Fue un beso posesivo, mi lengua forzó su boca mientras mis manos se apoderaban de su trasero. Ella respondió frotando su pubis contra mi pene, haciéndolo reaccionar.
-Tranquila, quiero disfrutar de ti-, le dije mientras la despojaba del camisón.
Nada más retirar los tirantes, cayó al suelo, permitiéndome observarla totalmente desnuda por primera vez. Era impresionante, su cuerpo era de escándalo con grandes pechos y cintura estrecha que el tiempo no había conseguido estropear.
De buen grado me hubiera quedado observándola durante horas, pero decidí tumbarla en la cama. Ella se dejó llevar. Teniéndola sobre el colchón, empecé a acariciarla. Mis manos recorrieron su cuello, bajando por su cuerpo. Los dos negros botones reaccionaron incluso antes de que los tocara, de forma que recibieron mis caricias duros y erguidos. Mi jefa gimió cuando pellizcándolos le dije que eran hermosos.
Realmente eran bellos, bien formados, suaves y excitantes. No dudé en sustituir mis yemas por mi lengua, y apoderándome de ellos, los mamé como haría un bebé de los de su madre. Tener su botón en mi boca, mientras tocaba su culo, era una gozada. Me sentía como un lactante, disfrutando de su alimento.
Quería poseerla, pero lentamente. Por eso poniéndome de pie, me desnudé apreciando sus ojos clavados en mi cuerpo. Su mirada era de deseo, no de lascivia, me observaba ansiosa, nerviosa, temerosa de fallarme. Ya sin ropa, me tumbé a su lado abrazándola. Ella pegándose a mí, restregó su pubis contra mi sexo, buscando la penetración, pero la rechacé diciéndole:
-¡Déjame a mí!
Sabía que esa mujer debía llevar tiempo sin ser tomada y decidí que ya que me había elegido a mí, no iba a defraudarla. Con lentitud, empecé a besar su cuello mientras le acariciaba las piernas. Al ir bajando por su cuerpo descubrí que su piel tenía un sabor salado que me volvió loco y levantando la cara, le solté:
-¡Que buena estas!
Sonrió al escucharme pero no se movió porque notó que me acercaba a su entrepierna y no quería estropearlo. Su sexo olía a hembra hambrienta, bien depilado era excitante. Estaba a punto de lanzarme sobre él cuando Doña Isabel separó aún más sus rodillas, dándome vía libre a que me apoderara de su clítoris.
Separando sus labios, como si fueran los pétalos de un fruto largamente ansiado, apareció ante mí un más que erecto botón rosado. Primero lo tanteé con la punta de mi lengua, antes de apretarlo entre mis dientes mientras pellizcaba sus pezones. No llevaba todavía un minuto recorriendo sus pliegues cuando mi boca se llenó del flujo que manaba de su cueva. La morena que llevaba gimiendo un buen rato, aferró con sus manos mi cabeza en un intento de prolongar el placer que estaba sintiendo. Paulatinamente, éxtasis fue incrementándose a la par de mi calentura. No dejé de beber de su rio, hasta que llorando me imploró que le hiciera el amor.
-¿Te gusta?- le pregunté cruelmente, poniendo la cabeza de mi glande en su abertura.
-Sí-, me respondió todavía con la respiración entrecortada por el orgasmo pasado.
-¿Mucho?- le dije mientras jugaba con su clítoris.
-¡Sí!-, contestó, apretando sus pechos entre sus manos.
Escucharla tan caliente, me convenció e introduciendo la punta de mi pene en su interior, esperé su reacción.
-¡Hazlo! Por favor ¡No aguanto más!
Lentamente, centímetro a centímetro, le fui metiendo mi pene. Toda la piel de mi extensión, disfrutó de los pliegues de su sexo al hacerlo. Su cueva, que era estrecha y suave, ejercía una intensa presión al irla empalando. Su calentura era total, levantando su trasero de la cama, intentaba metérsela más profundamente. Me recreé viéndola tratando infructuosamente de ensartarse con mi pene. Estaba como poseída, sus ganas de ser tomada eran tantas que incluso me hizo daño.
-Quieta-, le grité, y alzándola, la puse a cuatro patas.
Si ya era hermosa de frente, por detrás lo era aún más, sus poderosas nalgas escondían un tesoro virgen que estuve a punto de desvirgar y que no lo hice solo por estar convencido de que iba a hacerlo en un futuro. Poniendo mi verga en su cueva, le pedí que se echara despacio hacia atrás. Pero o bien no me entendió, o tenía demasiadas ganas, porque nada más notar la punta abriéndose camino dentro de ella de un solo golpe se la insertó.
Gimió al sentirse llena, pero al instante empezó a mover sus caderas, recreándose en mi monta. Mi yegua relinchó al sentir que me asía a sus pechos iniciando mi cabalgata, mientras mi pene la apuñalaba sin piedad. Escuchar sus suspiros, cada vez que mi sexo chocaba contra la pared de su vagina, y el chapoteo de su cueva inundada al sacar ligeramente mi miembro, fue el banderazo de salida para que acelerara mis incursiones. Y cambiando de posición, agarré su melena como si de riendas de tratara y palmeándole el trasero, la azucé a incrementar su ritmo. Eso, la excitó más si cabe, y chillando me pidió que no parara. Con su respiración entrecortada, no dejaba de exigirme que la tomara, que quería sentirse regada por mí.
Todavía no quería correrme, antes me apetecía verla convulsionarse en un segundo orgasmo, por lo que dándole la vuelta, me apoderé de su clítoris con mis dientes, a la vez que le introducía dos dedos en su vagina. Su sexo tenía un sabor agridulce que me volvió loco, y usando mi lengua como si fuera un micro pene, la introduje recorriendo las paredes de su cueva, mientras sorbía ansioso el flujo que manaba su interior. Esta vez la muchacha berreó brutalmente al notar como su placer la envolvía derramándose sobre mi boca, y sin poderlo evitar se corrió retorciéndose sobre la cama.
Insatisfecha, y queriendo más, me tumbó boca arriba, y poniéndose a horcajadas sobre mí, se empaló con mi miembro, mientras lágrimas de placer mojaban mis piernas. Sus pechos rebotaban al compás de sus movimientos y su vientre rozaba el mío en un sensual contacto. Estaba hipnotizado con sus senos, su bamboleo, me habían puesto a cien. Mojando mis dedos en su sexo, los froté humedeciéndolos, tras lo cual le pedí que fuera ella quien los besase.
Me hizo caso, estirándolos se los llevó a su boca y sacando su lengua los beso con lascivia. Tanta lascivia que fue demasiado para mi torturado pene, y naciendo en el fondo de mi ser, un genuino orgasmo se extendió por mi cuerpo explotando en el interior de su cueva.
Mi jefa, al sentir que mi simiente bañaba su vientre, aceleró sus embestidas consiguiendo culminar conmigo su gozo. Justo cuando terminaba de ordeñar mi miembro y la última oleada de mi semen salía expulsada, ella empezó a brutalmente correrse sobre mí. Con su cara desencajada por el esfuerzo, se enroscaba en mi pene moribundo, dándome las gracias por sentirse mujer.
Totalmente exhaustos, caímos sobre las sábanas. Durante unos minutos, ninguno de los dos dijo nada pero cuando ya creía que se había dormido, de improviso me miró a los ojos, diciendo:
-Te importaría volverme a hacer el amor. ¡Lo necesito!
Soltando una carcajada, contesté:
-Todas las veces que usted quiera: ¡Querida jefa!
 

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