París, 17 de junio de 1918

Querido hermano:

Sí, soy yo. Aunque me veo obligado a utilizar a Carlucci como escribiente por verme impedido temporalmente para escribir por mi propia mano. No te preocupes, no es nada grave y los médicos me dicen que he tenido suerte y que me recuperaré totalmente.

Sé que la caligrafía y la ortografía de este espagueti es realmente horrorosa, pero tengo necesidad de contarte todo lo que me ha pasado estos meses.

Como te conté en mi última carta, nos incorporamos al frente a principios de diciembre. El general Pershing había insistido en mantener su postura frente a los aliados, que querían incorporarnos a sus unidades y finalmente nos integramos en un ejército propio.

Lo primero que descubrimos es que la guerra es incómoda. En cuanto llegamos nos guiaron hasta unas profundas trincheras en primera línea. Nunca había estado en un lugar tan repugnante. El agua helada y putrefacta que hay en el fondo nos llega casi hasta las rodillas y las ratas corren y nadan por ellas como si estuviesen en su casa. Afortunadamente solo teníamos que estar allí en caso de ataque o cuando montábamos guardia. El resto del tiempo estábamos en búnkeres, que por lo menos estaban secos, aunque pronto averiguamos que también tenían sus inconvenientes. En cuestión de días estábamos literalmente comidos por los piojos. Rosco y tres compañeros más fueron de cabeza al hospital de campaña, contagiados de tifus sin haber tenido la oportunidad de pegar un solo tiro.

A esto se le une el maldito fuego de artillería de los boches, que era especialmente frecuente de noche y que al principio, hasta que nos acostumbramos, apenas nos dejaba dormir.

Quince días después de llegar sufrimos el primer ataque por parte de los alemanes. Eran tipos veteranos y hábiles. Tropas de asalto las llamaban. Tras un bombardeo intenso aparecieron saltando de cráter en cráter apoyados por lanzallamas.

Los recibimos con un enérgico fuego de ametralladoras y artillería ligera que les detuvo a poco más de sesenta metros de nuestras líneas. Estaban intentando reorganizarse cuando Jessie, un tipo de la cuarta compañía, le acertó a uno de los bidones de uno de los portadores de los lanzallamas haciéndolo explotar y originando el caos en sus filas. Finalmente se retiraron dejando un par de cientos de muertos detrás. Era nuestra primera victoria. Estábamos vitoreando y cantando el himno cuando la artillería alemana volvió a disparar cubriendo la retirada de sus hombres. Uno de los proyectiles cayó en nuestra trinchera. A pesar de caer a más de treinta metros la onda expansiva me levantó del suelo y me lanzó contra la pared del refugio.

Cuando nos recuperamos, vimos que ocho de los hombres de la compañía estaban muertos. Nos acercamos. Jamás había visto algo parecido. De dos de ellos apenas quedaban unos girones de carne esparcidos por el cráter. El resto tenían espantosas heridas cuya vista nos conmocionó y nos impidió ayudar a los heridos durante unos minutos.

Ese fue el momento en que descubrí que la guerra no tiene nada de glorioso. Doscientos alemanes se habían sacrificado en un simple ataque para tantear nuestras fuerzas y una docena de nuestros hombres también habían caído sin siquiera ver quién les había disparado.

Desde aquel día, a pesar de que nuestra moral era alta, entendimos la mirada un tanto desencantada de nuestros instructores. No te engañes, la guerra es una mierda y una muerte heroica no la hace mejor.

Durante los siguientes meses estuvimos inmersos en una tediosa y peligrosa rutina, basada principalmente en realizar misiones de reconocimiento y en aguantar esporádicos pero terribles bombardeos.

La tensión era tan fuerte que cada poco tiempo nos tenían que retirar de primera línea para que esta situación no acabase con nuestros nervios. Cuando íbamos a descansar a la reserva nos pasábamos la mayor parte del tiempo borrachos, intentando acallar los gritos y borrar las imágenes que se nos habían grabado para siempre en nuestras mentes.

A principios de marzo llegaron rumores de que Rusia se había rendido y los alemanes estaban trasladando su ejército del este al oeste para una ofensiva que decían sería la definitiva.

Nuestra porción del frente, a unos sesenta kilómetros al noroeste de París estuvo tranquila hasta que el día veintisiete de mayo nos dijeron que teníamos que movernos para apoyar a los franceses que estaban recibiendo una buena paliza. Llegamos el treinta y relevamos a tres destrozadas divisiones francesas cerca de un lugar llamado Chateau—Tierry.

Los cabezas cuadradas no tardaron mucho en darnos una cálida bienvenida y pasaron parte de la noche bombardeando duramente nuestras posiciones. Por la mañana, tras un corto descanso, nos lanzaron una nueva salva, pero esta vez era especial. El grito de ¡Gas! se extendió por toda la línea.

Con toda la rapidez que pude me puse unos guantes y la máscara antigás y me preparé para el ataque. Estaba muerto de miedo. Varios obuses cayeron sobre la niebla estallando y liberando unas nubes amarillas. Pronto una niebla amarillenta nos envolvió. Las máscaras eran incómodas y agobiantes, pero eso no nos impidió darles a esos boches su merecido y resistimos su ataque durante tres interminables horas. Después de eso los alemanes se retiraron y cambiaron el eje de su ataque dándonos un respiro.

Con la niebla tóxica dispersada por el viento, algunos nos quitamos las máscaras deseando respirar aire fresco. Nuestros uniformes estaban cubiertos por una fina capa de una sustancia grasienta de color amarillo. La toqué con curiosidad sin saber que estaba cometiendo un terrible error.

Dos horas después empecé a sentir una ligera sensación de incomodidad, como si tuviese arenillas en los ojos y un poco más tarde empezaron a hinchárseme los parpados hasta que finalmente se me cerraron totalmente y no pude ver nada.

No puedes imaginar el terror de sentirme literalmente ciego. Mis compañeros me ayudaron a ir hasta retaguardia dónde un atareado médico me reconoció en tres minutos y me colgó del cuello una tarjeta que no pude leer. Entonces un enfermero me guio hasta un camino donde me cogió el brazo y me lo alzó hasta apoyarlo en el hombro de otra persona diciéndome que me limitase a seguir al compañero que tenía delante. Poco después noté que otra mano se posaba sobre mi hombro y tras diez minutos nos pusimos en marcha.

No puedo imaginar el triste espectáculo que debíamos representar una inacabable línea de soldados ciegos agarrados unos detrás de otros, siguiendo a uno que hacía de lazarillo.

Caminamos durante lo que me pareció una eternidad, tropezando, maldiciendo y lamentándonos hasta que llegamos a un hospital de campaña donde nos hicieron una cura de urgencia aliviando un poco nuestro dolor y nos enviaron en camiones a un hospital en las afueras de París donde llevo varios días recuperándome.

Nunca pensé que casi quedarme ciego pudiese resultar una bendición, pero así ha sido y confiando en la discreción de mi camarada Carlucci te contaré lo que me ocurrió cuando llegué a este lugar.

Llegué al hospital en un tremendo estado de agitación. Sin haber recibido ninguna información sobre la gravedad de mis lesiones me sentía totalmente turbado. Creía que me quedaría ciego para siempre y no puedes imaginar mi desconsuelo.

Permanecí en una cama hasta que llegó el doctor. Me tomó el pulso, me auscultó, me hizo unas cuantas preguntas que no entendí y sin decirme nada le dio una serie de instrucciones a alguien que estaba a su lado.

El médico se fue y la habitación se quedó en silencio. Creí que me había quedado solo en la oscuridad hasta que hoy el suave crujido de un tejido almidonado.

—¿Quién hay ahí? —pregunté yo.

—Hola, Douglas. Soy la enfermera Dawkins. —dijo una voz suave y tranquilizadora.

—¿Podría decirme, si voy… a quedarme ciego? — pregunté intentando infructuosamente que nos trasluciese toda la aprensión que sentía.

—¡Oh! No —respondió ella— ¿Nadie le ha dicho nada? El gas mostaza es una mierda pegajosa que sigue contaminando el lugar donde lo han esparcido, pero si la exposición no ha sido muy intensa los síntomas son pasajeros, y por lo que me ha dicho el doctor en cuestión de un par de meses te habrás recuperado totalmente. Ahora voy a cambiarte el vendaje y a aplicarte un ungüento para aliviar el dolor y bajar la inflamación.

No pude evitar un largo suspiro de alivio al oír la explicación de la mujer. En pocos instantes noté como la enfermera me quitaba el vendaje, procurando hacerme el menor daño posible. Yo apreté los dientes y aguante sin soltar un solo quejido. A continuación unos suaves dedos me aplicaron una espesa pomada por los doloridos párpados y pronto empecé a sentir un poco de alivio.

— Gracias, enfermera. Esto está mucho mejor. ¿De dónde es, enfermera Dawkins? —pregunté intentando distraerme mientras colocaba unos apósitos y me vendaba los ojos con habilidad.

—Del condado de Sufolk.

—¡Ah! El de las ovejas.

—Aunque no lo sepas, no solo hay ovejas y las ovejas sufolk se crían por toda Inglaterra. Yo he vivido toda mi vida en Ipswich, jamás he visto ninguna.

—Pues es una lástima, son unos animales muy bonitos.

—¿Eres granjero? —preguntó ella mientras me ahuecaba la almohada y la ponía tras mi cabeza.

—Mis padres tienen una granja de cincuenta mil acres en Montana. Criamos vacas y ovejas.

—¡Qué interesante! —dijo ella aunque yo no me lo creí demasiado— Ahora tengo que irme, pero tienes que contarme más cuando vuelva.

—¿Lo harás pronto? —pregunté con un deje de ansiedad en mi voz.

—Lo antes posible —respondió la enfermera acariciando mi mejilla.

Ya sé lo que pensaras Johnny, que soy un puñetero paleto al tener una conversación de ovejas con una mujer, pero en ese momento no tenía ni idea de lo que aquella mujer llegaría a significar para mí con el paso de las semanas.

Porque aquella misma noche se presentó me tomó las constantes vitales, como decía ella y charló conmigo un poco más de lo necesario. Al principio me imaginé que sería una matrona gorda y rubicunda que probablemente habría perdido un hijo y que se habría presentado voluntaria para intentar que otras madres no tuviesen que sufrir esa pérdida. Pero con las cada vez más largas conversaciones, me contó que tenía diecinueve años, que se había presentado voluntaria y la habían admitido en el cuerpo de enfermeras a pesar de que aun le faltaba un curso para graduarse.

Cada vez se quedaba más tiempo conmigo y en pocos días estaba deseando que aquella ceguera no terminase nunca para poder mantener aquellas amenas conversaciones. En ellas trataba de mostrarme optimista y hablarle de cualquier cosa que le ayudase a olvidarse de las terribles escenas de dolor y muerte que seguramente veía a diario.

Cuando empezaron a acabarse nuestros temas de conversación le pedí que me leyese alguna cosa para pasar el rato. La dejé elegir a ella y trajo una antología de Keats. Nunca había leído poesía y hasta ese momento nunca hacía pensado que pudiese ser tan interesante. Lisa, que así se llama mi enfermera, era una narradora magnifica, me atrapaba con el ritmo de su lectura y cuando se iba, los versos quedaban toda la noche rebotando en mi cabeza.

Finalmente una noche que estaba sentada a mi lado leyendo alargué mi mano y le acaricié el rostro. Era suave y cálido. Ella se puso un pelín tensa, pero yo le dije que solo quería saber cómo era. Lisa cogió mi mano y la desplazó por sus pómulos altos, su nariz pequeña, su frente despejada y su melena recogida en una tirante cola de caballo bajo la cofia, hasta que llegó a sus labios.

Los recorrí con mis dedos, eran gruesos y enmarcaban una boca grande. Lisa los abrió ligeramente y yo recorrí la comisura e introduje la punta de mis dedos por ella. Una lengua cálida y suave los rozó. Presioné un poco más hasta meter el dedo índice en su boca. Lisa lo chupó. Guiado por mis manos me incorporé y apartando mi dedo la besé con suavidad. Ella respondió. Nuestras lenguas se juntaron y durante los siguientes minutos solo nos separamos para respirar.

Mis manos resbalaron de su nuca hacia su espalda y de ahí a sus caderas y fue en ese momento cuando la enfermera se paró en seco, como si de repente hubiese recordado algo y sin despedirse se alejó.

La llamé tan fuerte como me atreví, pero solo oí un suave taconeo por toda respuesta.

Pasaron dos días sin que apareciese. Estaba convencido de que había metido la pata y me quede deprimido sentado en una silla al lado de mi cama. Si hubiese podido. Me hubiese dedicado a mirar por la ventana con aire melancólico la campiña francesa, pero como ni siquiera podía permitirme ese lujo, me quedé allí sentado mirando a la nada. En un par de ocasiones me pareció sentir que sus pasos ligeros y acompasados se acercaban, pero al final siempre resultaban ser un espejismo.

La tercera noche su perfume la delató. Siempre me admiraba del suave aroma a jazmín que emanaba a pesar de encontrarse rodeada de toda clase de apestosos hedores. Parecía que estaba por encima de toda aquella mierda y que esta no llegaba a rozarle.

—Hola Lisa. —dije en un susurro.

—¿Cómo…

—Al final resulta que es verdad lo que dicen de que si pierdes un sentido el resto se agudizan. —respondí yo— Tu perfume, es inconfundible.

Ella se sentó a mi lado y cogió mi mano. Noté que estaba húmeda y temblaba ligeramente. Estaba buscando las palabras.

—Verás, creo que lo que hicimos el otro día no está bien…

—¿Por qué? —pregunté yo— ¿Tienes novio?

—No, no es eso. Es solo que… —dudó ella.

—Sé que parece una locura, pero siento que nunca había conectado con una mujer de esa manera.

—Sí y ese es parte del problema. —dijo ella apretándome la mano con fuerza sin ser consciente de ello— Llevo en este hospital cerca de dos años y he visto lo que os hace la guerra y lo peor no es la muerte. Veo las brutales heridas que se niegan a curar, los miembros amputados, los casos de locura producidos por el intenso estrés. No puedo pensar en que te pueda pasar algo así. No quiero ignorar donde te encuentras, no quiero esperar que el siguiente cuerpo destrozado que llegue al hospital sea el tuyo. Sé que eso acabaría con mi cordura.

—Sabes, está guerra no es como me lo había imaginado. A mi también me preocupa que un obús me caiga encima y mis padres no tengan siquiera un cuerpo que enterrar. Me preocupa quedarme cojo o manco, pero me preocupa mucho más morir sin haber disfrutado al máximo lo que la vida me ofrece y ahora toda mi vida eres tú.

—Pero si ni siquiera conoces mi aspecto.

—Sé que eres una mujer dulce y adorable. Una enfermera hábil. Una trabajadora incansable y consigues que un paleto de Montana se interese en la poesía. No necesito saber nada más.

Solté su mano y cogiéndola torpemente por el cuello la besé. Fue un beso dulce, largo y sin humedades. Esperé un instante. Era el momento o se quedaba, o se iba para siempre. Finalmente se acercó e inclinándose sobre mí me dio un largo beso. Respondí a su beso con alivio y acaricié sus mejillas recorridas por gruesos lagrimones.

En ese momento sentí como si todos las emociones que habíamos estado conteniendo fuesen liberadas de repente. Oí como Lisa corría la cortina para conseguir un poco más de intimidad y sin darme tiempo a reaccionar se montó a horcajadas sobre mí, entrelazó sus manos con las mías y me dio un largo y húmedo beso.

El fino tejido de mi pijama no pudo ocultar mi considerable erección y ella retrasó sus caderas hasta que nuestros sexos estuvieron solo separados por dos finas capas de tela. Lisa se movió con suavidad sobre mi polla. Su respiración se aceleró y yo levanté mis caderas para hacer más íntimo el contacto.

Se agachó de nuevo y me besó sin soltar mis manos ni dejar de moverse deliciosamente sobre mi erección.

Finalmente me soltó y pude acariciar su cuello y su cara, recorrer sus finas cejas con mis dedos y acariciar su pelo y sus orejas cálidas y pequeñas.

—Quiero que sepas que me gustas mucho y que voy en serio, esto no es necesario… —dije yo al ver que Lisa abría apresuradamente mi pijama y metía la mano en él buscando mi miembro.

—Chsstt —me susurró ella a la vez que me cerraba la boca con un dedo— Tú mismo lo has dicho. Quién sabe lo que nos depara el futuro. Aprovechemos cada instante.

Sin atreverme a decir nada para no romper la magia del momento, le dejé hacer. Con un mano cogió mi polla y la guio hacia su sexo. Con suavidad fue dejándose caer sobre ella con un suspiro. Por un momento se quedo rígida suspendida sobre mi falo para luego clavárselo hasta el fondo con un ahogado quejido.

Al instante noté unas gotas de cálido fluido caer sobre mi pubis y enseguida comprendí que Lisa era virgen. Conmovido, me erguí para abrazarla y la apreté contra mi pecho, moviéndome suavemente en su interior. Tras unos instantes, se incorporó y apoyando las manos en mi pecho comenzó a mover sus caderas arriba y abajo. Yo me agarré a sus caderas disfrutando de su sexo virginal y escuchando su respiración agitada y el apresurado latido de su corazón.

Sin poder evitarlo adelante mis manos y a tientas las metí en el interior de su bata. Quería sentir con mis manos su calor, las palpitaciones de su corazón. Lisa se desembarazó de su ropa quedando totalmente desnuda. Mis manos recorrieron sus costados y se cerraron en torno a sus pechos. Eran grandes, cálidos y suaves. Rocé sus pezones y Lisa no pudo evitar un apagado suspiro. Con curiosidad infantil los acaricié y pellizqué suavemente hasta que estuvieron tan duros como la polla que estaba enterrando en sus entrañas.

Con un movimiento rápido la levanté en el aire y la di la vuelta poniéndome sobre ella. Hundí mi polla con fuerza y Lisa suspiró cruzando sus piernas en torno a mi espalda. Yo me agarré a sus muslos penetrándola profundamente y pegando mi torso contra el suyo deseando fundirme con ella.

Sus gemidos se volvieron más intensos y apresurados y sus suplicas más apremiantes. La follé tan profundo y rápido como fui capaz. Eyaculé en su interior, llenando su sexo con mi semilla hasta hacerlo rebosar, sin dejar de empujar en su interior, acariciándola y besándola, acogiéndola entre mis brazos y atrayéndola hasta mí hasta que su cuerpo se estremeció recorrido por un orgasmo. Disfruté de su placer y su abandono tanto como ella misma. Me tumbé a su lado y la atraje hacia mí de nuevo, pegándome a su cuerpo desnudo y sudoroso esperando a que su cuerpo se recuperase.

—Te amo Lisa Dawkins. —dije yo.

—No seas estúpido. —dijo ella con la respiración agitada—Ni siquiera has visto mi cara.

—¿Para que quiero saber cómo es tu cara si me he asomado a tu alma? Quiero compartir el resto de mi vida contigo. Cuando esta locura termine te llevaré a mi granja de Montana y tendremos un montón de mocosos.

—Por favor, no hagas planes, no ahora. No quiero saber nada de todo esto hasta que termine la guerra.

—¿Por qué?

—Porque no soportaría que te mataran.

—¿Entonces me esperarás? —pregunté yo.

—Pues claro que si, idiota, yo también te quiero. —respondió ella dándome un beso.

Y así, hermano, he pasado a estar formalmente comprometido. Nunca pensé que algo así pudiese pasar de esta manera, pero en fin, creo que estos son tiempos excepcionales y supongo que algo bueno tenía que salir de esta cochina guerra.

Mi amanuense se está empezando a quejar. Le duele la muñeca ya que lo más largo que suele escribir normalmente son rimas soeces en las letrinas, así que voy a terminar contándote que dentro de quince días más o menos me quitarán las vendas, podré ver los ojos grises y la melena castaña de mi prometida y seré un hombre totalmente feliz.

En cuanto a la guerra, hermano, hazme caso. No te apresures a participar en ella. Nada tiene de bello ni de glorioso. Cuídate y cuida de nuestros padres. Las noticias que vienen del frente son buenas, hemos detenido la gran ofensiva de los alemanes y pronto, con nuestra ayuda, los franceses echaran a esos boches de este gran país.

Un beso de tu hermano que te quiere:

Douglas.

PD: Te envio una foto de mi novia para que me la describas en la siguiente carta. Lisa insiste en ser particularmente parca en sus descripciones, no sé si por modestia o por timidez y Rosco y Carlucci se empeñan en describírmela como una bruja, una lamia o una harpía dependiendo de sus ganas de tomarme el pelo.

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR:

 
alexblame@gmx.es

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