Nuevamente me sorprendió leer en sus memorias la existencia de Tanamá cuando Defoe la había obviado en la biografía oficial de mi antepasado. Sabiendo que ya había olvidado mencionar a las británicas, supe que en el caso de Tanamá ese olvido era deliberado por el escándalo que provocaría en sus lectores que el héroe de la historia compartiera sus caricias con una sacerdotisa pagana y más tras leer las páginas en las que Crusoe narra el determinante papel que esa mujer tuvo en sus vidas. Pensad que, en esa época, en España y por tanto en mitad del mundo, la Santa Inquisición estaba en su apogeo o que, por entonces en Inglaterra, más de trescientas brujas habían sido a la hoguera sin juicio alguno. Como mi papel no es el ser juez de una sociedad en la que no he vivido, me inclino a comprender las reticencias de ese autor, pero tampoco dudo que muchos de vosotros no seréis de mi opinión y criticaréis con dureza esa omisión.

Esa mañana cuando finalmente conseguí abrir los ojos descubrí que estaba solo y que mis tres damas se habían levantado en silencio para no perturbar mi descanso. Aprovechando su ausencia, me puse a meditar sobre lo ocurrido y sobre cómo iba a afectarnos la llegada de la nueva salvaje. Consciente de su singular belleza y de que jamás podría poseerla, comprendí dado el placer que habíamos disfrutado que eso no iba a ser ningún impedimento para que fuésemos felices con ella. Lo que no pude conciliar fue mi fe en el Altísimo con las creencias que esa mujer compartía con Viernes, ya que como buen cristiano debía de hacerlas participes de su error y mostrarles el mensaje de nuestro señor Jesucristo.

            «Debo conseguir que se bauticen», concluí mientras me vestía.

            Al salir de la choza, las risas de mi hijo desayunando en compañía de sus prometidas, me hizo recordar que mis problemas no se circunscribían a mi hogar y que, aunque lo había pospuesto, debía de hablar con John de hombre a hombre. Acercándome, lo llamé con una seña y teniéndolo a mi lado, no pude más que admitir que mi retoño ya no era un niño, sino un muchacho que me competía en altura.

            De nuevo, anticipándose a mí, el bebé que había acunado entre los brazos, me dijo sin mediar pregunta por mi parte que me había hecho caso y que las dos morenitas seguían siendo vírgenes. Estaba respirando ya tranquilo cuando, guiñando uno de sus negros ojos, rompió mi sosiego al decir:

            ―Siguiendo tu consejo, no usé mi hombría, sino la lengua y por el volumen de sus gritos, sé que no les importó. Es más, esta misma mañana me llegaron las dos pidiendo más.

            De haber tenido una silla a mi alcance, me hubiese dejado caer en ella al comprobar que me había malinterpretado y que mi insistencia no era sobre si usaba o no su herramienta, sino sobre el hecho de mantenerse inmaculado al menos hasta ser mayor de edad. Sabiendo que el mal ya estaba hecho y que nada de lo que dijera iba a hacerle cambiar, preferí no seguir hablando del asunto y quise que me contara si había ido a comprobar que no había problema alguno con nuestros nuevos conciudadanos.

            ―Es lo primero que he hecho al despertar, en compañía del abuelo he revisado que la comida les llegaba a todos y los he mandado a trabajar.

            ― ¿No teníais que ir a pescar? ― pregunté recordando el compromiso de Moa de dotarnos de pescado.

            ―Sí, pero según él la mar estaba revuelta y no era conveniente sacar hoy las chalupas.

            Como el experto era el cincuentón di por buena esa versión hasta que riéndose en plan cómplice el puñetero adolescente añadió:

            ―Aunque realmente creo que lo que estaba era cansado por el festival de gemidos que escuchamos salir de su choza. Siempre has elogiado el ardor de Constance y por lo visto no lo ha perdido con su nuevo marido.

            ―Hijo, yo nunca hablo de una dama y menos de las mías― con tono duro recriminé su ligereza.

            Sin dejar de reír, me contestó que, aunque jamás se lo había mencionado a él directamente, si me había oído alabárselo a la susodicha en el fragor de las sábanas. Colorado comprendí que en esos meses era evidente que nos había escuchado amándonos y cambiando nuevamente de tema, pregunté por su madre.

            ―Se ha ido con tus otras esposas a darse un baño a la laguna.

            Al decirme con quién se había ido, recordé que la noche anterior Grace me había dicho ilusionada que creía estar embarazada, deseando saber cómo seguía y si seguía con la misma impresión, cogí un mango y me dirigí donde supuestamente estaban. Antes de llegar, sus risas me hicieron saber que mi hijo había acertado y acelerando el paso, me acerqué. Aunque mi intención no había sido espiarlas, me las quedé mirando en silencio al observar sus cuerpos desnudos. La belleza de las salvajes con su piel morena no eclipsaba en absoluto el atractivo de la rubia y sentándome en un tronco que había en la orilla, complacido descubrí lo bien que Tanamá se había adaptado a ellas, viendo como competían entre ellas a ver cuál de las dos la bañaba.

            Sus juegos me permitieron admirar las estupendas formas de la sacerdotisa y es que a pesar de haber compartido con ella unas horas de cama, hasta ese momento no había podido valorarla en plenitud.

            «Es un monumento de la creación», sentencié embelesado con la mirada fija en sus formas, mientras la chavala se reía siendo objeto de los mimos de mis esposas.

            Su alegría cuando ambas jugando masajeaban sus pequeños pechos me hizo sonreír:

«A este paso van a terminar enamoradas de ella», me dije satisfecho cuando defendiéndose de ese sensual ataque, la morenita las atrajo hacía ella y tomando con las manos posesión de sus traseros, buscó sus besos tal y como nos había visto hacer durante la noche.

El erotismo de la escena se maximizó al reaccionar estas coordinadamente y aprovechando su superioridad numérica, la hundieron en las cristalinas aguas. Saliendo de ellas con su negra melena chorreando, la joven demostró que no era una presa fácil al lanzarse sobre Viernes y devolverle la aguadilla. Mientras mi adoraba intentaba tomar aire, Grace fue en su ayuda. Pero entonces Tanamá cambió de estrategia y en vez de hundir a mi compatriota, la sorprendió cogiendo uno de sus pechos.

― ¡Serás puta! ― exclamó la rubia muerta de risa al comprobar que la morenita le daba un ligero mordisco en su rosado botón.

Viéndolo, la madre de mi retoño en vez de defenderla tomó el otro y como si lo hubiese hablado antes con la otra caribeña, abrió sus labios y lo lamió mientras Grace se hacía la indignada:

― ¡Eres una traidora!

Ese juguetón exabrupto las azuzó más y colocándola entre las dos, afianzaron su asalto al ponerse a mamar. Desde mi privilegiado puesto de observación, disfruté de la imagen de esas tres diosas, pero en particular de la nueva y es que a pesar de estar acompañada de las dos mujeres que amaba, no me pude dejar de valorar las impresionantes nalgas de que era dueña.

«¡Qué desperdicio!», dije para mi mientras recorría con la mirada esos morenos y duros cachetes que jamás podría poseer pero que el destino había mandado entre mis sábanas.

La llegada de dos familias preguntando si podían también bañarse las obligó a separarse y fue solo entonces cuando se percataron de mi presencia.

―Robin, no sabíamos que estabas ahí― comentó Grace un tanto avergonzada mientras se envolvía en una franela.

Sin la cortapisa de los prejuicios europeos, Tanamá corrió hacia mí y completamente desnuda me abrazó diciendo en inglés:

―Mi marido y mi rey.

En otra época, me hubiese sentido apabullado por esa demostración de afecto en público, pero tras tantos años en esas tierras, sonreí al escuchar sus primeras palabras en mi idioma y tomándola de la cintura, la besé mientras le decía que tenía una voz preciosa.  Supe que no me había entendido, cuando quizás por mi tono creyó que deseaba más mimos y con naturalidad, se puso a restregarse contra mí. Que obviara al grupo que esperaba su turno para entrar al agua, me hizo sonrojar y rehuyendo sus caricias, pedí que Viernes que le dijera que ese tipo de lisonjas debía reservarlo para la intimidad del hogar. Al traducírselo, la morenita soltó una larga parrafada en su incomprensible jerga mirándome a los ojos.

― ¿Qué me ha dicho? ― pregunté.

Desternillada de risa al asumir la turbación que provocarían sus palabras, mi amada salvaje contestó:

―La sacerdotisa no comprende los remilgos del hombre que le ha sido dado cuando no hay nada más bello que sentir el amor de su enamorada y que esta noche invocará a la Diosa para que éste vea que debe entregarse sin límites a su dueña mientras lo ama a través de sus concubinas.

Tal y como había previsto, me sorprendió que Tanamá me considerara de su propiedad cuando unas horas antes era una prisionera y había sido yo quien la había liberado. Pasando por alto la atractiva promesa que también encerraba, pedí a Viernes que me aclarara, tomando en cuenta sus creencias, cuál era el papel de cada uno según ella.

―En estas islas, es lícito que un hombre pueda matar a una sacerdotisa para no caer bajo su embrujo, pero si permite que le tome como esposo da por hecho que acepta su poder y las mujeres que pudiese tener antes pasan también a ella.

Tanteando ese terreno resbaladizo para no confrontar directamente la fe que compartían, pregunté a mi morena por qué no me había avisado. Mintiendo descaradamente, respondió que creía que yo lo sabía y que además me lo había comentado al decirme que su viejo me había estafado.

―Si hubiese sido así, me lo hubiera pensado antes― refunfuñé todavía perplejo.

―Cariño, no comprendes el honor que nos hace. Proviene de una larga estirpe de reinas y cuando se corra la voz que una de las elegidas ha tomado marido, muchos de los pueblos ahora enfrentados vendrán a pedir tu protección. Desde que la última murió de vieja, todas las tribus han estado esperando que la nueva sacerdotisa se decidiera por un hombre, para que éste imponga la paz.

Sin entender el alcance de lo que me estaba diciendo, le hice ver que había sido un matrimonio impuesto, que en cierta forma se había visto forzada por las circunstancias a meterse en mi cama y que por tanto no me había tomado a mí por esposo sino yo a ella como mujer.

Soltando una carcajada, la salvaje contestó:

―Si no te hubiese aceptado voluntariamente, a estas horas John estaría llorando nuestras muertes. Una sacerdotisa puede ser asesinada, pero jamás esclavizada. ¡La Diosa se hubiera encargado de ello!

La joven, que hasta entonces se había mantenido a la expectativa, mirándome con ojos tiernos, chapurreó primero en inglés y luego en su lengua:

―Robinson, marido y rey…  Grace y Viernes, concubinas.

  Ante ello, el grupo de la laguna compuesto en su totalidad por miembros del pueblo de mi adorada se hincó ante mí repitiendo:

―Robinson, marido y rey de la Diosa.

Reconozco que me incomodó ser objeto de tal adoración y más cuando mis otras dos esposas los imitaron cayendo a nuestros pies. Me pareció en cierta medida lógico que Viernes se dejara llevar por sus creencias, pero no así en el caso de Grace. Y tomando del brazo a la rubia, pregunté por qué estaba participando en esa pantomima.

―Es lo que debo hacer, cuando le debo el hijo que crece en mi vientre― contestó mi compatriota haciéndome ver que a pesar de su cristianismo creía firmemente en los poderes de Tanamá.

Asustado por la decepción que sentiría cuando antes de un mes, su feminidad sangrara revelando que no estaba en estado, no insistí y en compañía de las damas, volví maldiciendo mi suerte a la empalizada. Desgraciadamente la cosa no quedó ahí y nada pude hacer cuando se corrió la voz entre la tribu que la sacerdotisa me había reconocido como su hombre y unánimemente me erigieron como su rey. Incluso entre los europeos que había acogido creció la admiración por mí y sintiendo que era su valedor, renovaron el juramento de fidelidad que me habían hecho.

  ―Robin, rey. Tana, reina. ¡Marido y mujer! ― luciendo una sonrisa de oreja a oreja exclamó ésta al ver que todo el mundo en la isla daba por buena mi coronación. ´

Con un ensordecedor aplauso, blancos y salvajes, hombres y mujeres respondieron a su pronunciamiento mientras me estremecía al no saber que nos depararía el futuro. A pesar de mis esfuerzos, el ambiente festivo se extendió por la isla y durante todo el día los caribeños rieron y lloraron por la llegada de la paz al asumir que, gracias a la elección de la sacerdotisa, los enemigos se abrazarían como hermanos bajo mi mando. Como yo no era tan optimista, tuve que insistir en que se redoblara vigilancia sobre las playas, no fuera a ser que alguna tribu nos pillara desprevenidos y mi reinado fuera efímero. Moa, como antiguo jefe de su pueblo, fue el primero en acatar mis órdenes y ejerciendo la autoridad que su gente reconocía, obligó a que un selecto grupo de guerreros se ocuparan de la misma mientras el resto celebraba. Aun así, me aconsejó que la mejor forma de estar tranquilos, era mandar emisarios por las islas notificando lo sucedido.  Conociendo lo belicosos que eran los habitantes de la zona y el destino que reservaban a los forasteros, me negué de plano a arriesgar las vidas de mis súbditos por una entelequia en la que no creía.

            ―No es un sueño― me corrigió mi amada: ―Al igual que en tu patria, nadie discute que la autoridad de los reyes emana de Dios, en el Caribe, todos saben que la Diosa elige a sus representantes y cualquier jefecillo que lo ponga en duda perdería su puesto.

            No quise discutir y menos mencionar que era un crío cuando Carlos I fue ejecutado por Cromwell por lo que ese teórico mandato divino no garantizaba nada. Basándome en eso, insistí en no poner en peligro a nadie de la isla, extendiendo la noticia. Imaginando por mis gestos la raíz de mis recelos, Tanamá llamó a Viernes y le dijo algo al oído:

            ―La reina quiere que sepas que hay que hacerlo, pero que no temas. Cada una de las embarcaciones llevará su estandarte para que al verlo nadie las ataque.  

            Que, hasta ella, siendo una manipuladora nata, se plegara ante Tanamá me dio que pensar y bajando el tono de mis quejas, conseguí un acuerdo de mínimos: solo mandaríamos una chalupa con cinco voluntarios fuertemente armados con la misión de llegar a la isla más poblada y que fueran sus habitantes los encargados de retrasmitir la voluntad de la sacerdotisa al resto. Al presentarse como voluntario Moa, mi hijo quiso acompañar al abuelo diciendo que era mi heredero y por tanto el futuro rey. En eso, sí conseguir imponer mi decisión y a pesar de sus protestas, quedó establecido que no iría.

Con John a salvo en casa, decreté que la expedición saliera en una semana si las condiciones del mar lo permitían:

 ―Lo permitirán, ¡la Diosa se ocupará de ello! ― respondieron los presentes.

Desesperado al ver el grado de superstición de las personas de mi entorno, me fui a regar los campos sabiendo que, por mucho que lo intentara, no cambiarían de opinión hasta que la cruda realidad se los impusiera…

39

Alargué mi jornada de trabajo voluntariamente por las pocas ganas que sentía de volver, dada la pertinaz insistencia de todos en tratarme con un respeto al que no me creía acreedor. Por eso, tras los campos, pasé a los corrales y me puse a ordeñar las cabras como había hecho todos los días de los últimos veintidós años. Allí, entre los animales, me sentí yo y no un monarca. El olor de sus heces, sus balidos e incluso sus peleas a la hora de alimentarlas me hicieron pisar tierra y dejarme de supercherías:

            ―Soy un náufrago y no un rey― me dije sin acatar la política de hechos consumados a la que querían abocarme.

            Ya anochecía, cuando retorné a la empalizada. Con disgusto, observé que la gente se había reunido para cenar todos juntos y con paso cansino, ocupé el lugar que me tenían reservado entre mis esposas. Aunque me chocó que Viernes se colocara a mi derecha y Grace a mi izquierda, no caí en que Tanamá no tenía una silla hasta que se sentó sobre mis rodillas.

―Sois uno y así debe ser― contestó mi salvaje al mostrar mi extrañeza.

Admitiendo mi desconocimiento sobre las costumbres del que era ahora mi pueblo, no pude rechazar a la joven cuando ante mi consternación insistió en darme de cenar en la boca, ya que bastante tenía con contener la excitación que me producía su cuerpo casi desnudo.

―Marido, comer― comentó la morenita al ver que seguía renuente a aceptar el bocado que me ofrecía.

La dulzura de su voz pidiendo que abriera la boca me obligó a obedecer y separando los labios, permití que introdujera el trozo de carne que llevaba entre las yemas. El gemido de satisfacción que brotó de su garganta al conseguirlo fue el pretexto que necesitó mi tallo para alzarse y avergonzado comprobé que mi erección no le había pasado inadvertida cuando con una sonrisa la colocó entre sus nalgas.

― ¡Por Dios! Dile que tenemos público― reclamé a la esposa que me servía de intérprete cuando Tanamá se puso a restregarse con ella.

Sin darle ninguna importancia, Viernes me besó mientras susurraba en mi oído:

―Solo soy su concubina y no puedo corregir a la reina pidiendo que deje de mimar a su rey.

―Eres mi mujer― le reproché disgustado al oír que se rebajaba a poco más que una amante.

Sin ceder un ápice, contestó:

―Gracias, cariño. Pero no es así. Grace y yo hemos accedido a ser suyas. Como su marido, tú eres el primero que debe de aceptarlo.

La chavala supo de alguna forma de qué hablábamos y sin dejar de moverse sobre mí, se mordió tiernamente los labios diciendo:

―Robin y Tana, marido y mujer.

 La sensualidad de ese gesto y el brillo de su mirada me hizo estremecer al saberme presa de unos encantos que jamás podría poseer directamente sino a través de intermediarias. Y por primera vez, comprendí la tortura que sufriría cada vez que estuviese con ella entre las sábanas cuando no se entregara plenamente a mí mientras involuntariamente acariciaba su duro trasero con mis yemas. Esa furtiva caricia la hizo sollozar y si no llega a ser por la inexpugnable frontera que suponía mi pantalón, se hubiese empalado por el modo en que, usando su vulva, presionó sobre mi hombría.

―Se nota que nuestra dueña tiene ganas de su marido― desde la izquierda, señaló la rubia, muerta de risa, aceptando con sus palabras lo que me había exteriorizado ya Viernes.

Añadiendo su natural picardía a lo dicho por Grace, mi amada salvaje llevó sus dedos entre las piernas de Tanamá mientras le susurraba algo. Al preguntar qué es lo que le había dicho, contestó guiñándome uno de sus negros ojos:

―Que cuando quiera amarte solo tiene que decírnoslo y sus mujeres te llevaran a empujones a la cama.

Al sentir las yemas de mi morena entre sus pliegues, sollozó y mientras aceleraba la velocidad de sus caderas, dudó si ceder a las exigencias de su cuerpo o, por el contrario, continuar cebándome con el guiso. Supe que había ganado esto último cuando, tomando otro trozo de carne, lo puso en mis labios.

«Parece ser que por fin se ha impuesto la cordura», comenté para mí mientras abría la boca y masticaba.

Comprendí que no era así al sentir su humedad desbordándose y pegando su pecho al mío, se dejaba llevar por el gozo y que tanto roce había provocado en ella. Cortado traté de acallar sus gemidos besándola. Ello lejos de apaciguarla, la enervó y olvidando que nuestra gente nos observaba, dando un grito de placer chilló:

― ¡Tanamá mujer!

Mi vergüenza se elevó a límites insospechados cuando puestos en pie el respetable comenzó a aplaudirme como se vitorea a un caballero que acabase de ganar una justa.

―Si a alguien le quedaban dudas de que eres su elegido, las acaba de resolver al mostrarse como una niña enamorada― susurró con alegría la madre de mi retoño y tomándonos de la mano, nos sacó de ahí.

Mientras las seguía de camino a la choza, con el rubor tiñendo mis mejillas, pensé:

«Más que niña enamorada, parecía una hembra en celo».

Al llegar entre las paredes de adobe, supuse que se iba a lanzar en mis brazos, pero me asombró comprobar que no era así. En vez de buscar mis caricias, la morenita se puso a encender un pequeño fuego en el interior de nuestra humilde morada. Observándola, pregunté qué hacía.

―Cumplir la promesa que te hizo, va a invocar a la Diosa para demostrarte que existe y que reconoce vuestra unión― con una adoración que me cogió desprevenido contestó mi amada.

Al escucharla, Grace se acomodó junto a mí y sentados sobre la cama, los únicos dos cristianos de la habitación aguardamos con curiosidad lo que según la caribeña iba a ocurrir. Por eso no perdí detalle de lo que hacía y observé que, tras lograr prender una pequeña llama, la joven ponía sobre ella una mezcla de hierbas, llenando de humo la estancia.  

Como el olor no era desagradable, no me preocupó y pensando que, al igual que hacían los católicos con el incienso en sus templos, la sacerdotisa estaba purificando el ambiente antes de realizar sus ritos, esperé a que diera inicio la ceremonia.

―Ven a mi lado e imítame― extendiendo su mano, Viernes pidió a la rubia.

            Indecisa, la inglesa requirió mi permiso antes de acudir con la salvaje. Sin nada que objetar, se lo di. Ya junto a ella, las dos mujeres se comenzaron a desnudar mientras la muchacha elevaba la voz implorando a su deidad. Entre la blanca niebla, vislumbré que se acercaban a mí ronroneando ya sin ropa. El erotismo que destilaban me impidió quejarme cuando comenzaron a despojarme del pantalón bajo la atenta mirada de Tanamá. Fue entonces cuando advertí que la sacerdotisa también lucía desnuda mientras oraba. La visión de su belleza y de las de las dos mujeres que se afanaban en desnudarme provocó que, al liberar mi virilidad, esta emergiera en todo su esplendor. La dureza de mi tallo despertó las risas de mis amadas, pero en contra de su costumbre no se lanzaron sobre ella y únicamente le mandaron miradas llenas de deseo mientras se conformaban con sentarse junto a mí.

            Dirigiéndose a Viernes, la sacerdotisa pidió que me tradujera lo que iba a decir. Como es lógico, mi amada no pudo negarse y con la voz tomada por la emoción, me fue repitiendo sus palabras:

            ―Señora, esta esclava llega ante usted rogando que bendiga su elección y compruebe que mi marido es digno de ser rey de los caribes.

            Acababa de oír esas dos primeras frases cuando la cabeza empezó a darme vueltas y comprendiendo que el humo que emergía de las yerbas tenía dotes alucinógenas, traté de mantener la razón combatiéndolo. Supe de mi derrota cuando al girarme los rostros de mis esposas habían mutado y por difícil que me resultara aceptarlo, el que veía en sus caras era el de Tanamá.

            «¿Qué clase de magia es esta?», sollocé al verlo y más cuando con el cuerpo de Grace, fueron los labios de la sacerdotisa los que me besaban.

            ―Deja, mi amor que te ame a través de nuestras concubinas― escuché que me decía usando la voz de la inglesa.

            ―No dudes que te adoro, esposo mío― susurró la sacerdotisa mientras las yemas de Viernes me acariciaban.

            ―Soy yo, tu esposa y a la vez, las tres― insistió usando a la rubia mientras se deslizaba por mi cuerpo.  

            Intentando no perder el poco juicio que me quedaba, miré a donde estaba Tanamá y ante mi espanto, sus facciones no estaban fijas y cambiando reflejaban alternativamente las de Grace y las de mi amada. Preso de terror, intenté levantarme, pero mis extremidades no respondían y por mucho que intenté mover mis brazos o mis piernas, una fuerza superior a mí me retenía contra las sábanas.

            «Solo creo en ti, mi señor Jesucristo», balbuceé mi fe mientras sentía dos bocas apoderándose de mi hombría.

            La acción de esas dos lenguas recorriendo mi tallo me dejó indefenso y muy a mi pesar, comencé a creer que era la sacerdotisa quién me amaba.

            ―No luches contra tu destino. Eres mi elegido― pidió la muchacha usando a Viernes mientras tomaba posesión de su feudo con el cuerpo de Grace.

            Sé que nadie me creerá y que muchos dudareis de mi cordura, pero no me cabe más remedio que reconocer lo que experimenté esa noche y es que llegando a donde estaba siendo amado, el cuerpo de las tres se hizo uno y ante mi total turbación, comenzó a cabalgar sobre mí mientras su rostro cambiaba de una a otra sin parar.

            ―Te amo, marido mío― oí que me decía usando su voz esta vez.

            Sabiendo que era imposible y que mi mente se lo había imaginado, ya que esa joven desconocía mi idioma, la besé y con las manos, me aferré a su trasero dando por buena nuestra unión. Nuevamente mi ánimo cayó cuando mis yemas no acariciaron unas nalgas conocidas sino las de la muchacha que me había comprometido a respetar.

            ―Tranquilo, mi bien― susurró mientras ponía sus pechos en mis labios.

            A pesar de sus palabras, no pude dejar de estremecerme al advertir que las areolas que estaban lamiendo no eran las rosadas de Grace ni las oscuras de Viernes sino unas pequeñas de color negro intenso que reconocí como las de Tanamá.

―Hazme tu esposa― acelerando su cabalgar, me pidió la criatura.

La humedad que destilaba su femineidad me hizo ver que el daño ya estaba hecho y sabiendo que al día siguiente se iba a arrepentir, me lancé desbocado a amarla mordiendo sus pechos mientras mi hombría tomaba posesión de su hogareña gruta.

            ―Gracias, mi Diosa― retumbó su voz entre las paredes de nuestro hogar al sentir la bendición de su elección y con más ahínco, buscó saciar sus apetencias usándome como montura.

            La velocidad de su cuerpo saltando sobre mí no me impidió disfrutar de su angosto conducto y por ello, me olvidé de mis reparos mientras la sacerdotisa derramaba su esencia por mis muslos. Queriendo llevar la voz cantante, la tomé entre mis brazos y cambiándola de posición, la puse dándome la espalda y con gran decisión, volví a sumergir mi tallo en su interior mientras tomaba sus pechos con las manos. Sus diminutos atributos no menguaron mi pasión y usándolos como sujeción, comencé a martillear su grácil anatomía mientras escuchaba los sollozos de las tres. 

            ―Ámanos sin pausa, marido mío―llegó a mis oídos su gemido mientras mi tallo chocaba con las paredes de su interior.

            Tal y como me había sucedido con su rostro, me sentí aferrando los pechos de Grace. Todavía no me había acostumbrado al cambio cuando de pronto disminuyendo de tamaño me parecieron que eran los de mi amada Viernes a los que agarraba.  

            ―Lléname con tu esencia, mi amor― escuché a mi salvaje mientras notaba la mujer que estaba amando mutaba y se convertía de nuevo en la sacerdotisa.

            Confundido y excitado por esa continua transformación, me vi amando a las tres. Impulsado por una lujuria sin igual me lancé desbocado a poseerla sintiendo que cada penetración iba destinada a una diferente.

            ― ¡Dios mío! ― oí el gemido de Grace.

            ― ¡Te amo! ― llegó a mis oídos el sollozo de Vienes en la siguiente.

            ―Soy tuya, mi rey― la voz de Tanamá retumbó en la choza al volver a martillearlas.

            Aunque todo mi cuerpo me pedía dejarme llevar, el saber que era a todas a las que debía satisfacer me obligó a contenerme y tomándolas de la cintura, aceleré el ritmo con el que las poseía. Al cambiar de agarre, caí en la cuenta que también el trasero mutaba haciéndome disfrutar alternativamente de las blancas nalgas de la inglesa a las pétreas de Viernes, para sin pausa pasar a ser las juveniles de Tanamá.  Tanto cambio, lejos de disgustarme, me entusiasmó y azuzado quizás por las drogas que nublaban mi mente, con mis manos marqué su ritmo con sonoras nalgadas en ese triple trasero sin esperar que fruto de esas rudas caricias el placer llamara a sus puertas y al mismo tiempo, llegaran al clímax derramando su femineidad por mis muslos.

            Escuchando sus berreos, no pude más y pegando un aullido, sembré sus úteros de semilla sin saber a ciencia cierta cuál de esas tres bellezas iba a ser la que prestara su interior para recibir mi entrega.  Juro que para entonces me daba igual y más cuando en mi cerebro eran todas las que recibían mi regalo. Por eso cuando me desplomé sobre las sábanas, me pareció normal que Viernes y Grace me besaran mientras Tanamá me acogía entre sus brazos,

            ―Robin, espero que ya no dudes de sus poderes― susurró mi amada viendo como la sacerdotisa me acariciaba.

            ― ¿Qué hemos hecho? ― casi gritando exclamé: ―Se suponía que no podía poseerla.

´          ―Tranquilo, su virgo sigue intacto― desternillada comentó al comprobar mi angustia.

            Apoyando sus palabras, la inglesa comentó:

            ―La has amado a través de nosotras y debo de decirte que, aunque no comprendo lo sucedido, ¡me encantó! ¡He sentido tanto mi placer como el de tus otras dos!

            Abochornado y sin saber qué decir, miré a la morenita que me sonreía.

            ―Tana, mujer y reina….

40

Al día siguiente me desperté con un espantoso dolor de cabeza, producto quizás de la intoxicación que de la que había sido objeto, mientras las tres mujeres seguían completamente dormidas. Aprovechando su descanso, pensé en comprobar si era cierto que Tanamá seguía intacta, pero justo cuando había decidido hacerlo Grace abrió los ojos y sonriendo, me preguntó si lo que había sentido la noche anterior había sido cierto.

            ―La verdad es que no sé qué contestar. Creo que todo fue una alucinación, pero no puedo afirmarlo. Lo que experimenté me pareció real, pero me es imposible de aceptar― respondí mientras la acariciaba.

            ―A mí me ocurre igual― replicó sobresaltada: ―Noté que me fundía con ellas y que nos amabas como si fuéramos una sola.

            El recuerdo de lo sucedido la hizo llorar:

            ―Nunca he sentido placer igual.

Al tratarla de consolar, quise saber si era el aceptar a la diosa en la que creían las otras dos era lo que le atormentaba, pero sacándome de mi error y sin dejar de llorar, contestó:

―No es eso. Sigo creyendo en nuestro Dios y por eso temo que, al enterarse Tana, ¡no se vuelva a repetir!

Sin una respuesta que darle, la abracé justo cuando desde la izquierda Viernes nos comentaba:

―Todavía no entendéis, ¡la Diosa y vuestro Dios son la misma persona!

Tamaña herejía me hizo estremecer y asustado al no saber cómo afrontar que dos de las mujeres con las que me había unido de por vida practicaran una religión diferente a la mía, me levanté y salí de la choza con una sensación de derrota que se magnificó al ver a mi hijo desayunando con las dos pipiolas. El cariño con el que sus prometidas trataban a mi retoño me terminó de deprimir.

«Llevo demasiado tiempo en esta isla y comienzo a pensar como un salvaje», me dije al percatarme de la naturalidad con la que aceptaba que John ya se hubiese emancipado a tan tierna edad.

Pensando que, con sus años, yo todavía no pensaba en las féminas y que mis horizontes se limitaban a los estudios, asumí o mejor dicho justifiqué su comportamiento a la raza caribeña que había heredado de su madre.

«Es ya un hombre», sollocé y buscando asiento junto a él, pregunté qué tenía previsto hacer ese día.

Con una seguridad que me dejó pasmado, respondió que los viejos de la tribu le habían pedido mediar en una disputa y que, por tanto, no había podido salir a pescar con el abuelo, ya que tenía que escuchar a las dos partes antes de dar su opinión. Extrañado, pregunté por qué no habían acudido a mí:

―Padre, Moa insistió diciendo que soy tu heredero y algún día tendré que sucederte.

Aceptando que debía ejercitarse, únicamente pregunté si podía estar presente cuando los recibiera. El chaval no puso objeción alguna, pero lo que realmente me impresionó fue Anana, una de sus morenas, la cual acercándose a donde estábamos hablando puso un plato de frutas frente a mí y comentó que por favor lo hiciera ya que a su príncipe le vendría bien el consejo del Rey. Que se refiriera a su prometido usando el título que le habían dado los de su pueblo, me enorgulleció por la madurez que ello representaba siendo apenas una niña.

«John ha elegido bien», me dije valorando el acierto de mi retoño a la hora de tomar pareja.

Tuna, que hasta entonces se había quedado al margen, apoyó a su compañera diciendo:

―Nuestro señor debe de ir pensando en ceder a su hijo más funciones porque cuando el resto de los caribes le reconozcan como su soberano necesitará su ayuda para poder gobernar a tantas tribus.

Supe que indirectamente las muchachas me estaban pidiendo que adelantase su mayoría de edad porque hasta entonces todos le seguirían considerando un niño.

―Falta solo dos meses para tu cumpleaños, debes de esperar― decreté dando un portazo a sus pretensiones asumiendo que hasta entonces no serían muchas las tribus que se plegarían a mi reinado.

 John aceptó la dilación sin quejarse y con ternura recriminó a las que iban a ser sus mujeres que intentaran emanciparlo sin contar con él.

―Padre, perdónalas. No ven el momento de casarse― riendo comentó: ―Esta noche me han vuelto a pedir que las hiciera mías, pero no te preocupes. ¡Mantuve la promesa!

Las dos criaturas se llenaron de rubor al verse descubiertas y aprovecharon la llegada de los ancianos para salir huyendo de ahí. Al comprobar mi presencia, el grupo de caribes creyó oportuno que yo sirviera de árbitro.

―John decidirá qué deben hacer― respondí y dando su lugar a mi retoño, me senté mientras le presentaban el problema.

Desde mi asiento, escuché al portavoz detallar la infamia que según uno de los contendientes el otro había realizado. Juro que estuve a punto de echarme a reír cuando con tono serio comentó que la disputa se debía a que le había tomado prestada una herramienta y que, por ello, no había podido realizar la tarea que le habían encomendado. Tras oír la queja, mi chaval preguntó qué había hecho al ver que no podía trabajar.

―Me fui al mar― respondió el agraviado.

Después de esa respuesta y dirigiéndose al otro, quiso saber si cuando la había cogido sabía que sin ella su compañero no podría hacer la faena.

―Reconozco que fue así, pero no me quedó más remedio para que mi familia tuviera un techo donde guarecerse ya que el pasado vendaval lo hizo trizas.

―¿Terminaste de arreglarlo o todavía no?― sin cambiar de tono, John preguntó.

―El daño fue grande y hasta mañana no terminaré.

No le hizo falta mi consejo y pidiendo mi permiso, decretó que los dos hombres trabajaran conjuntamente en el tejado y que luego recuperaran el tiempo perdido en las faenas comunitarias.

―Somos un pueblo y el bienestar del grupo empieza en cada uno. Cuando alguno de nosotros necesite ayuda, los demás debemos ofrecérsela sin necesidad que nos la pida, aunque eso nos haga trabajar un extra― decretó despertando la admiración de todos, pero sobre todo la mía por la sabiduría que encerraban sus palabras.

Tal y como se había desarrollado, ambos contendientes debían esperarse un castigo, uno por tomar algo que no era suyo y el otro por haber actuado con negligencia al irse a descansar en vez de buscar otra cosa en qué ocuparse. Por ello, los dos aceptaron de buen grado la intermediación y como si no hubiese ocurrido nada entre ellos, se fueron a cumplir lo dictado con alegría.

―¿Qué tal lo hice? – sonriendo, John preguntó.

―Tu madre te enseñó bien― fue mi lacónica respuesta mientras lleno de orgullo me dirigía hacia los campos, sabiendo que el día que faltase tendría un buen sustituto.

Al ver la gente que me iba a trabajar, me imitaron y se fueron a cumplir sus obligaciones de inmediato. Tan enfrascado estaba en mis pensamientos, que no advertí que esa mediación había sido observada por mis mujeres y que mi amada se lo había ido traduciendo a la sacerdotisa…

El calor de esa mañana fue sofocante y a pesar de haber llevado una botella con agua, tuve que volver a refrescarme. Al llegar a la empalizada, me topé con algo que debía de haber ordenado y que se me había pasado por alto. ¡Grace había reunido a los críos y los estaba enseñando a leer! Si de por sí eso resultó ser una agradable sorpresa aún más fue comprobar que tanto Viernes como Tanamá acudían a las clases como unas alumnas más. Sabiendo que para la morenita la dificultad sería doble al no conocer el idioma, me quedé observando sus avances sin interrumpirlas.

            «No me puedo creer que no se me haya ocurrido», maldije para mí y más cuando me percaté que la rubia usaba como base de sus enseñanzas las sagradas escrituras.

            ―Amarás a Dios, sobre todas las cosas― vi que usando un palo escribía en la tierra. 

            Los niños de la aldea repitieron como papagayos a su maestra sin ser todavía conscientes que esos signos representaban sonidos.

            ―A con la M y la A es ama…― se desgañitó la joven al comprobar que no leían.

            Sonriendo, rellené la botella y con la satisfacción de saber que el altísimo estaría contento, volví entre los maizales abriendo un surco para que fluyera el agua.

«Igual que la tierra necesita este líquido para producir, la fe se nutre con el conocimiento», me dije agradeciendo al señor el haberme entregado no solo una esposa en la persona de la inglesa, sino un instrumento por el cual extender su palabra entre mi pueblo.

 Ya al mediodía, nuevamente retorné y molesto comprobé que mi comida no estaba lista y que ninguna de mis esposas estaba en casa. Preguntando por ellas, Rodrigo me contestó que estaban ayudando a dar a luz a una parturienta. Disculpándolas, fui a la choza donde estaba teniendo lugar el alumbramiento y desde la puerta, impresionado observé como las mujeres allí congregadas seguían las ordenes de Tanamá mientras el futuro padre uno de los españoles rezaba sin parar. Recordando mi sufrimiento en los partos de mis hijos, me arrodillé junto a él e hincado, oré pidiendo que el bebé naciera sano hasta que un llanto me alertó de su llegada.

―Demos gracias al señor por tu hija― le dije al ibérico al comprobar que era la primera niña que había nacido en la isla y por tanto mi súbdita.

Manuel, un cuarentón cuyo pelo ya anunciaba su madurez, me abrazó mientras me pedía que la bautizara. Por un momento, dudé en hacerlo dado que su padre era un papista.

―Solo hay un Dios― acudiendo en mi auxilio, Grace comentó.

Ya sin reparo alguno, pedí agua y ante la presencia del padre, pregunté el nombre de la criatura.

―Si me permite, me gustaría llamarla Gracia en honor a su esposa― respondió.

Sabiendo que era la versión hispana de Grace, recité derramando el líquido sobre la cabeza de la recién nacida desconociendo que ese acto era observado por tanto por Viernes como por la sacerdotisa:

―Gracia, Yo te bautizo en nombre del Padre, y del Hijo y del espíritu Santo.

Tras esa breve ceremonia, el progenitor tomó a la cría y la puso en el regazo materno mientras poco a poco la gente volvía a sus quehaceres. Sin otra cosa que hacer y en vista que no tenían nada preparado, mis tres mujeres y yo nos auto invitamos a casa de John. Como no podía ser de otra forma, las dos crías se desvivieron en servirnos y después de comprobar la calidad del guiso, susurrando a mi amada, la informé que debía de impartir clases de cocina a nuestras futuras nueras sino quería que nuestro crío desfalleciera de hambre.

―Ya lo había pensado, ¡está incomible! ―  sin alzar la voz replicó: -Mucho las debe de querer para tragarse esto.

Y es que a pesar de lo malo que estaba, el puñetero chaval encima estaba ensalzando ese mejunje…

41

Como si Gracia hubiese abierto la veda, en las siguientes dos semanas nacieron otras tres criaturas aumentando el número de habitantes de la isla, pero sobre todo haciéndonos sentir a todos, europeos y caribes un mismo pueblo. Por eso quizás, al pedir voluntarios para extender la noticia de que Tanamá me había elegido como su marido, se presentaron hombres de ambos orígenes para ir en esa expedición. Con oferta de sobra, dejé que Moa seleccionara a los miembros de su tripulación poniendo como única condición que no se llevara a su nieto. El antiguo jefe tomó a tres blancos y solo dos de su tribu.

-Los españoles son más duchos en armas de fuego –fue la razón que me dio al escoger más europeos.

Alabando su prudencia, les despedí desde la orilla mientras Constance no paraba de llorar, temiendo perder a su enamorado.

– Diosa cuidar, Moa volver- todavía en un rudimentario ingles la tranquilizó Tanamá.

Por mucho que lo intentó, la noble seguía sollozando cuando desaparecieron por el horizonte y tuvo que ser su hija la que la obligase a volver. Siendo su desesperación total, Grace decidió quedarse esa noche con ella y por eso por vez primera acudí a mi lecho solo con las dos salvajes. Tan habituado estaba a su desnudez que me sorprendió verlas llegar ataviadas con sendos camisones blancos y riendo pregunté a qué se debía.

-Llevamos tiempo pensándolo y hemos querido que sea hoy- contestó mi amada mientras ponía en mis manos una jarra de agua.

Sin saber qué era lo que se proponían, me las quedé mirando

-Marido bautizar Viernes y Tana- la sacerdotisa me aclaró.

Casi lloro al ver colmado ese deseo interno que jamás me había atrevido a exteriorizar y con mis manos temblando derramé el contenido de la jarra primeramente sobre la cabeza de mi amada mientras recitaba la consabida fórmula. Viendo sus sonrisas, cambié de destinataria y bauticé a Tanamá, pensando en que por fin nuestro hogar era plenamente cristiano. Pero entonces me hicieron ver que poco había cambiado cuando la sacerdotisa comentó que ahora me tocaba adorar a su diosa.

-¡No soy un apóstata y nunca lo seré!- exclamé dejando claro que me negaba a renunciar a mi fe.

Susurrando, Viernes me informó que había malinterpretado a mi esposa mientras recalcaba sus palabras acariciando mi pecho:

-Según nuestras creencias, al amarnos, estás venerando la creación y por tanto a su creadora.

Respiré al escuchar su aclaración porque en nada difería de las enseñanzas de nuestro señor cuando exigía que marido y mujer “santificaran” su matrimonio. Como en el caso de Tana debía de amarla a través de la madre de John, decidí que iba a cambiar de estrategia y tumbándome en la cama, pedí a Viernes que la ayudase a desnudar.

-Ya que su cuerpo me está vedado, quiero disfrutar siendo testigo de vuestro amor- señalé aumentando el alcance de mi petición.

Curiosamente, la perspectiva de verse espiada le gustó a mi morena y sin esperar a que la sacerdotisa diera su conformidad, tiró de ella y dándole un sensual beso, se puso a cumplir mi deseo. Con sus sexos pegados, las caribeñas no dejaron de moverse lentamente mientras con sus manos se acariciaban por encima de la ropa. Poco a poco, su ancestral baile fue subiendo enteros y obviando mi presencia, Viernes bajó los tirantes que sostenían el camisón de Tana.  Desde las sábanas, me encantó ver como cogía los pechos de la morenita y sacando la lengua empezaba a jugar con sus pezones. Esa visión era de por sí una gozada, pero lo fue más escuchar los gemidos de placer de su compañera:

-Tana mujer.

Dando tiempo al tiempo, me quedé esperando mientras ese par de bellezas se iban acomodando a la idea de amarse sin mi intervención. Lo cierto es que no pasó mucho tiempo antes de que entraran en calor. Cómodamente sentado en el colchón, fui testigo de cómo se desnudaban y tras unos minutos acariciándose como Dios las trajo al mundo, se dejaron caer en la cama mientras no se dejaban de besar. Tengo que reconocer que por mucho que estuviese ya acostumbrado a ellas, ver a Viernes separando las rodillas la morenita me excitó. Y más cuando comprobé que, con una ternura de la que pocos hombres son capaces de ejercer, se agachó a sus pies y sensualmente empezó a darle besos en los tobillos mientras le decía palabras llenas de cariño en su idioma.

“¡Es esto lo que buscaba!” exclamé mentalmente al observar que, sacando la lengua, iba subiendo por sus piernas mientras dejaba un húmedo surco sobre la piel de Tana.

La muchacha cada vez más excitada, pidió con señas que se diera prisa pero mi amada, disfrutando quizás del suave dominio que ejercía sobre ella, ralentizó más si cabe la velocidad de sus caricias. Su insistencia hizo que, cuando su boca ya estaba a escasos centímetros del sexo de su querida, Tana no pudiera evitar empezar a gemir mientras con los dedos pellizcaba los botones que decoraban sus senos.

-Tana disfrutar- sollozó descompuesta por la lentitud de Viernes.

Ésta, levantando la mirada, sonrió y dirigiéndose a mí, me pidió que le ayudara.

-¿Qué quieres que haga?- pregunté al no saber los límites que no debía de traspasar.

-¡Tócala!- me exigió.

Despojándome de la ropa, me tumbé a su lado. Lo que no sabía, pero no tardé en conocer, fue que, a mi morena, el tocar a Tana le había sobre excitado y cuando vio que con mi mano acariciaba los pechos de la sacerdotisa, se volvió loca y cogiendo entre los dientes los hinchados labios de la vulva de su amada, empezó a masturbarla con verdadera ansia.

-¡Sí!-sollozó la muchacha descompuesta por las sensaciones que estaba experimentando y llevando  un pezón hasta mi boca, me lo dio como ofrenda.

Aunque temía no poder contenerme, no me hice de rogar y abriendo mis labios, me apoderé de esa preciosa areola. Tana al sentir la humedad de mi boca justo en el momento en que Viernes le introducía un par de dedos en su interior, fue más de lo que pudo soportar y sin cortarse, se corrió sonoramente sobre la sábana. Su concubina al saborear su placer, decidió prolongar su gozo torturando su montecillo con una serie de suaves mordiscos, de manera que ambos pudimos comprobar cómo convulsionaba de placer mientras le gritaba que no parara.

Para mi pasmo, Viernes al ver que el placer había hecho mella en la sacerdotisa y que yo permanecía desnudo sin saber qué hacer, me pidió que cambiara de posición y me pusiera tras ella. Al hacerlo, nuevamente volvió a hundir la cara entre las piernas de Tana, mientras ella permanecía arrodillada y con el culo en pompa. Fue entonces cuando me pidió que la tomara. No me lo tuvo que pedir dos veces. Poniéndome a su espalda, acerqué mi miembro y esperando permiso, me puse a juguetear en su tesoro. Mi morena al sentir la cabeza de mi tallo acariciando su vulva, gimió de deseo y mientras seguía devorando su sexo, pidió a su dueña con la mirada la aprobación que necesitaba.

-Viernes concubina- dijo la morenita.

No tuve que exprimirme muchos los sesos que esa mujer se debatía entre la excitación y los celos al saber que nunca podría disfrutar ella de mi hombría. Intentando hacer menos doloroso ese trance, fui sumergiéndome en el interior de mi amada.

-¡Me encanta ser la concubina de mi rey!- gritó ésta al experimentar mi intrusión.

La aceptación de su papel subsidiario agradó a Tana y ya sin más reparo, forzó el contacto, presionando con sus manos la cabeza de su pareja. Viernes, inmersa en la lujuria, se concentró en el botón de la morenita mientras yo, por mi parte, iba acelerando lentamente la velocidad de mis caderas. Conociendo de antemano qué en teoría a la que estaba amando era a la sacerdotisa a través de mi amada, esperé que ambas decidieran dar el siguiente paso.

No tardé en percatarme de mi error al evidenciar que sin mi ayuda poco a poco se iba diluyendo la calentura de las dos mujeres y por eso, arriesgándome a que me odiaran, tuve que darles un empujón:

-Muévete zorrita mía o tendré que obligarte- ordené a Viernes mientras le daba un sonoro azote.

Mi violenta reacción las dejó paralizadas y por eso repitiendo mi orden, le volví a dar otra nalgada, diciéndola:

-Tu dueña necesita sentir mi amor.

Mis palabras le sirvieron de acicate al recordarla el motivo por el que estábamos haciendo ese trio tan extraño. Mi adorada salvaje dándome la razón exclamó:

-Adoremos a la Diosa.

Su consentimiento me dio alas y agarrándola de las caderas, profundicé en mis embestidas. Usando mi tallo cual cuchillo, apuñalé su feminidad con violencia. Mi nuevo ímpetu provocó que Tana sintiera como si fuera ella la que estaba siendo poseída por un hombre y al mezclarse en su interior mi violencia y la ternura con la que su concubina la amaba, se elevó su excitación hasta límites nunca antes experimentados.

-Robin, marido – bufó indefensa mientras derramaba su esencia en la boca de Viernes.

Su gozo fue la gota que derramó el vaso de mi morena y uniéndose a ella, exteriorizó con gritos el placer que sentía. Dejándome llevar, permití que mi virilidad se liberara esparciendo mi blanca simiente en la vagina de la caribeña. Os reconozco que fue una sensación rara, observar en la cara de la sacerdotisa la satisfacción que sentía al saberse amada. Lo que nunca me esperé fue que al separarme de Viernes, Tana se lanzara entre sus piernas y buscara recolectar con su lengua el producto de mi amor.

Como convidado de piedra, me mantuve observando sin intervenir, no en vano era la primera vez que saboreaba mi naturaleza masculina y no sabiendo cómo iba a reaccionar, me mantuve en espera de acontecimientos al no desear traspasar algún tabú que pudiese tener. Por eso, pude observar que al catarla su cuerpo se ponía a vibrar e involuntariamente, comenzaba a mover su trasero como si me lo ofreciera. Tanteando el terreno, llevé mis manos a sus poderosos cachetes y abriéndoselos, descubrí la belleza de la joya que escondía entre sus piernas. El sollozó que surgió de la sacerdotisa me hizo saber que mi interés no le desagradaba y acercando la boca a sus pliegues, la premié con un primer lametazo. Todo su ser convulsionó al sentir mi lengua mimándola y con mayor énfasis buscó entre las piernas de Viernes mi simiente.

-Cómete la feminidad de nuestra reina- pidió ésta haciéndome saber que no contrariaba norma alguna a devorarla.

Sabiéndolo, usé mis yemas para abrir la flor que tanto deseaba explorar y así pude comprobar que su interior seguía la telilla que probaba que seguía inmaculada. Más tranquilo al saber que no la había poseído la noche que creí hacerlo, acaricié su botón con mi lengua. Aun esperándolo, ese húmedo mimo la hizo estremecer y pegando un largo aullido, demostró la dicha que la consumía:

-Mi rey.

Azuzado por su gozo, incrementé mi acoso sobre ese erecto montículo mordisqueándolo mientras desde la cama la morena me rogaba que hiciera a sentir a su dueña lo mucho que la amábamos. No tuve duda de que la sacerdotisa estaba absorbida por el placer cuando su interior de licuó sobre mi boca. Su delicado sabor me dominó y olvidándome del resto, me lancé a devorar ese manjar hundiendo mi lengua en ella. Al notar que esa invasión, la salvaje obvió su papel como representante de la Diosa y comportándose como una mujer en manos de su hombre, gimió feliz cada vez que sentía mi húmedo apéndice solazándose. Mis continuas caricias incitaron un terremoto en su fuero interno y ante su sorpresa y la nuestra, se derrumbó chillando como si en vez de amarla la estuviera matando. Fue tal el volumen de sus gritos que por un corto momento pensé que había sobrepasado algún límite y que la estaba haciendo sufrir.

Afortunadamente, Viernes me tranquilizó al traducirme sus berridos:

-Nos está dando las gracias por hacerla saber lo mucho que la amamos.

Más sosegado, pero en absoluto sereno, me quedé observando cómo se retorcía sobre el colchón tratando de asimilar los continuos embates que llegaban a su cerebro, hasta que babeando se quedó inmóvil con una expresión casi beatífica en su rostro.

-La reina ha sido conquistada por su señor- muerta de risa, comentó mi amada al contemplar su derrota.

Con mi tallo pidiendo guerra supe que debía de postergar mi gozo y colocándome a su lado, abracé a la sacerdotisa asumiendo que debía de darle tiempo de asimilar lo sentido antes de trasladar mis atenciones a la morena. Los pocos minutos que tardó en recuperarse me parecieron una eternidad y por eso respiré cuando, luciendo una sonrisa, Tana comenzó a charlar con Viernes mientras me miraba de reojo.

-¿Qué te está diciendo?- pregunté al no entender su jerga.

Riendo, mi adorada arpía respondió:

-A nuestra dueña le ha gustado tanto tu esencia que me ha pedido que le explique cómo extraerla directamente de su envase.

Sin nada que objetar, me acomodé sobre las sabanas para servir de instrumento de sus enseñanzas y con mi tallo mirando al techo de la choza, aguardé impaciente a que comenzara sus lecciones.  Tras una pequeña charla entre ellas, supe que le había dado las primeras instrucciones cuando, colocándose a mi derecha, Tana dejó la izquierda libre para su profesora.

-No te muevas y deja que sea ella quien marque el ritmo- me pidió la morena temiendo quizás que la sacerdotisa se asustara si yo intervenía.

Ni que decir tiene que obedecí, sin saber que tenía pensado, para no traspasar ningún tabú que la deshonrara. Lleno de curiosidad, solo pedí que me fuera traduciendo lo que le decía por si tenía que colaborar en algo. Comprendí la novatez de la muchacha era completa cuando tiernamente le señaló debía acariciar a su hombre para despertar su deseo. Actuando cómo pupila, Tana comenzó a recorrer mi pecho con sus dedos.

-Siente sus músculos y su piel pensando que son tuyos- escuché que le decía primero en su idioma.

No me costó saber qué era lo que se proponía y que, a su modo, quería que la chavala se auto estimulara al tocarme. Por eso, conociendo mi papel, cerré los ojos para que mi mirada no turbara sus maniobras. Al hacerlo, descubrí que también ella iba a mimarme al notar que eran cuatro manos las que me agasajaban. Mi inmovilidad permitió que sus toqueteos fueran adquiriendo confianza hasta que ya convencida de que la sacerdotisa había perdido el miedo, Viernes tomó mi tallo.

-Tu hombre te espera- escuché que le decía poniéndolo en sus manos.

Mi hombría, al sentir sus caricias, se irguió orgulloso creciendo hasta su longitud máxima. La sorprendida muchacha no dudó en abarcar entre sus dedos mi extensión mientras daba un sollozo. Soltando una carcajada, mi pecaminosa morena le explicó que ese tamaño y a esa dureza se debía a lo mucho que la amaba. El elogio que escondían sus palabras me excitó y casi temblando, esperé sus siguientes lecciones. Sin hablar juntó su mano a la de Tana e imprimiendo un lento compás, me empezaron a estimular. Con estudiada parsimonia, mis esposas maniobraron con mi miembro dotando a sus movimientos de una sensualidad que pocas veces había sentido.

-¡Bésame mi reina!- Viernes exigió más alterada de había supuesto al actuar como su profesora.

Su monarca, cogiendo los labios de mi morena entre los suyos, la besó con entusiasmo. La pasión que escuché me hizo entreabrir los ojos y así comprobé ver que Tana excediéndose en su respuesta no solo le había hecho caso, sino que llevando su mano a la entrepierna de Viernes, la estaba acariciando. Los gemidos de mi morena llegaron a mis oídos al ver mimado su tesoro por los dedos de su reina. Satisfecho, las dejé seguir sin decir nada y por eso pude admirar el modo tan dulce con el que mis mujeres se estaban amando.

Reconozco que pensé en que me dejarían compuesto y sin novia cuando escuché:

-Señora, es hora que recolecte su esencia.

El rubor tiñó de rojo las mejillas de la novata y tímidamente se deslizó por mi cuerpo sin atreverse todavía a tomar lo que en propiedad era suyo. Viéndolo, Viernes supo que debía de intervenir e imitándola, acercó su boca a mi tallo:

-Piensa que es un caramelo- musitó para a continuación regalarme un lametazo.

Repitiendo la enseñanza, la sacerdotisa lamió mi tallo desde la base para terminar casi en el glande denotando que en su imaginación había visualizado hacerlo antes de esa noche. Satisfecha por la rapidez que aprendía, mi adorada me premió con otro par de húmedas caricias. Imitándola de nuevo, Tana recorrió con su lengua mi hombría mientras su profesora observaba su desempeño.

-Ahora juntas- le pidió.

Conjuntamente, se pusieron a lamer mi atributo al tiempo que, ampliando la lección, le hacía ver el modo en que debía de agasajar también mis huevos, amasándolos entre los dedos.  Ese múltiple estímulo afianzó más si cabe mi dureza y temiendo no poder aguantar mucho tiempo siendo objeto de esas lisonjas, aconsejé que le dijera a su alumna que aprovechara para tocarse. Dejando claro que ella era la maestra, no me hizo caso y posando una de las manos en la entrepierna de Tana, la azuzó a intercambiar con ella unas caricias mientras se apoderaban de la cabeza de mi atributo con sus bocas.

Al sentir sus labios alternándose mientras las veía tocarse nuevamente temí que el placer me alcanzara antes de tiempo y por ello, cerré mis párpados intentando aplazar lo inevitable.

-¡Qué manos tienes!- oí gritar a Viernes descompuesta sintiendo los mimos de su monarca mientras ésta se apoderaba de mi tallo hundiéndolo en su garganta como había visto hacer una de esas noches a mi morena.

Mientras mi amada arpía se deshacía en elogios al sentir el placer que le brindaban sus yemas, noté que a pesar de su falta de experiencia la sacerdotisa comenzaba a hacerme el amor con su boca, metiendo y sacando mi hombría cada vez más rápido.

-¡Y qué boca!- exclamé al notar el regalo que me estaba dando.

Sin entender propiamente que le había dicho, la sacerdotisa sonrió al asumir que me estaba gustando y acelerando sus maniobras, se lanzó en picado en busca de mi esencia mientras Viernes se derrumbaba en la cama presa del placer. Con una mano entre las piernas de su concubina exprimiendo su gozo y con la boca disfrutando de mi hombría, buscó con las yemas de la que mantenía libre su propia dicha como si fuera algo natural en ella el poseer esa ambivalencia.

-¡Mi señora!- gimió la madre de John al sentir que su cuerpo colapsaba.

Como si fuera contagioso, el placer de mi amada llamó al mío y apenas tuve tiempo de anticipárselo a Tana cuando de pronto derramé mi simiente en su garganta. Al sentir mis salvas chocando contra su paladar, la morenita se sintió dichosa y pegando un grito de alegría, buscó recolectar el fruto de su esfuerzo con la lengua.

-¡Por Dios!- balbuceé al verme dominado por el pecado de la carne mientras seguía insuflando de blanca semilla la garganta de la sacerdotisa.

Lejos de conformarse con esas primeras explosiones de mi hombría, masajeándolos, la supuestamente inexperta buscó vaciar mis genitales y no cejó de hacerlo hasta que agotado le pedí a Viernes que la hiciera ver que me había ordeñado por completo.

Al escuchar mi derrota de labios de la morena, sonrió y regalando un último lametón a mi hombría, alzando la voz, demostró su felicidad diciendo:

-Tana ama la esencia de su hombre y mañana querrá más.

Suspiré al sentir que me abrazaba y atrayendo a la arpía a nuestro lado, me sentí dichoso disfrutando de sus cuerpos mientras intentaba conciliar el sueño.

Cuando a la mañana siguiente, Grace volvió a nuestro hogar se encontró a Tana recolectando su regalo y muerta de risa, preguntó si eso le estaba permitido.

            -La reina sabrá- sonriendo desde la cama y mientras le extendía los brazos, Viernes contestó.

            Sin motivo alguno de queja, la rubia se abalanzó sobre la mujer que le pedía sus mimos, demostrando a mis ojos, que aceptaba al contrario de lo que había hecho con su madre que éramos cuatro los integrantes de nuestra familia y que podía y debía complacer las necesidades de quien se lo solicitara.             Todavía me quedó más claro cuando habiéndose saciado, la sacerdotisa fue a buscarlas y comentó:

            -Tana ahora desear caricias concubinas.

Viendo que las otras dos competían en ver cuál era la primera en complacerla, me levanté y con alegría me fui a desayunar, esperando que ,dado que ninguna de las tres tenía intención alguna de preparármelo, Tuna o Anana se compadecieran de su suegro y lo hicieran….

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