42

Tal y como había dejado establecido, incrementamos la vigilancia de nuestras costas por si alguna de las tribus nos atacaba mientras esperábamos la vuelta de la expedición. Los veinte días que tardaron en volver los aprovechamos para acomodar a la gente construyendo nuevas chozas y elevando la empalizada. Por eso cuando Moa volvió con compañía, los recién llegados se sorprendieron al encontrarse con un muro infranqueable para un adversario que no contara con armas de fuego. Todavía hoy recuerdo que fue Rodrigo quien me notificó la llegada de veinte canoas acompañando a la chalupa.

Creyendo que venían en son de guerra, armé a mis tropas para ni siquiera dejarlos desembarcar. Viéndonos apostados en la playa, Moa comprendió nuestros temores y adelantándose al resto de la comitiva, nos informó que no había nada que temer. Sin retirar a los arcabuceros de la orilla, fui a saludar a Togo, el jefe supremo de los Galabis, el pueblo más numeroso del archipiélago y, por tanto, el hombre al que había que convencer para hacer efectivo mi reinado.

  Con Tanamá a mi lado, aguardé a que desembarcaran lleno de inquietud al ver que eran sobre cincuenta el número de guerreros que traía de escolta. Por mucho que ésta intentó tranquilizarme, no conseguí serenarme hasta que ese cacique se postró ante ella reconociéndola como su reina. Los vítores de todos los presentes no me dejaron caer en la presencia de una niña llorando justo tras él hasta que quiso sellar el acuerdo ofreciéndola como esposa de mi heredero. A pesar de que la unión de linajes para afianzar una alianza era una práctica habitual en Europa, era algo que jamás me había planteado y más cuando John todavía era un crío, por eso estaba a punto de contestar con una evasiva cuando adelantándose a mí, la sacerdotisa se acercó a la chiquilla y tomándola del brazo, se la llevó a pasear. Mirando a Togo, descubrí que estaba tan desconcertado como un servidor, ya que él tampoco sabía los motivos que habían llevado a la reina a paralizar la negociación de esa manera.

Por eso, esperamos juntos en la arena a que Tana volviera de hablar con la criatura, desconociendo el contenido ni el alcance de esa charla. La espera se hizo larga y con el sol cayendo a plomo sobre nuestras cabezas, pedí que nos trajeran algo de beber. Al retornar una de mis súbditas con una jarra de agua, se la iba a extender al salvaje cuando Moa me advirtió que antes debía de beber yo de la misma. Asumiendo que con ello garantizaba que no estaba envenenada, di un buen trago y con una sonrisa en los labios, se la di.

—No hacía falta, me fío del marido de la Diosa— me tradujo el padre de Viernes su respuesta.

Observando al hombretón me cayó bien y rompiendo el protocolo, le invité a visitar en compañía de Moa los campos que habíamos sembrado con la esperanza de que al verlos comprendiera que un pacto conmigo podía acarrear beneficios para su pueblo con los que no contaba. Tal y como, anticipé el inteligente sujeto se mostró interesado en nuestro método de cultivo por su capacidad de dotarnos de alimentos.

—Si usted quiere, puedo mandar a su tierra un par de expertos con simiente para que les enseñen a sembrar y así no depender de la caza— comenté dando algo a cambio si como temía por la actitud de Tana, el matrimonio entre nuestros vástagos no llegaba a realizarse.

Aunque no me contestó de inmediato, supe que se lo había anotado cuando me preguntó a cuanta gente daba de comer. Exagerando el número de mis súbditos contesté que a doscientos.

—Como nosotros somos cinco veces más, tendremos que trabajar duro para conseguir arar la superficie necesaria— declaró.

Preocupado por nuestra desventaja a la hora de un enfrentamiento, quise demostrarle que no éramos mancos, no fuera a ser que al final no fuera posible un pacto. Por eso, le comenté si deseaba vernos cazar unas cabras para el banquete que íbamos a dar en su honor.

—Por supuesto— respondió mientras echaba mano del arco que llevaba a la espalda.

Cogiendo mi escopeta y aprovechando que Moa llevaba la suya, nos internamos en la selva sin más dilación. Debido a que llevábamos una buena temporada sin matarlas, no nos costó encontrar un rebaño junto a una charca y tras avisar al salvaje para que no se asustara, detonamos nuestras armas y como por arte de magia, cayeron muertos los dos ejemplares más grandes de los ahí congregados.

—Ahora comprendo por qué la Diosa lo ha elegido de marido— consiguió balbucear aterido de miedo a pesar de habérselo anticipado.

Sin hacer ningún alarde, pedí a mi suegro que me ayudara y con lo cazado sobre nuestros hombros, volvimos a la playa. Fue providencial nuestra llegada, ya que apenas estábamos destazando las presas cuando Tana y la cría aparecieron por el sendero con la noticia de que ese matrimonio era imposible.

— ¿Acaso mi hija no es digna? — preguntó con las venas del rostro totalmente hinchadas el musculado jefe.

—Al contrario, cuando digo que es imposible, se debe a que la Diosa le tiene reservado un mayor honor— contestó su reina.

Más sosegado, pero todavía molesto, Togo quiso saber a qué se refería.

—He descubierto en ella a la sacerdotisa que me deberá sustituir el día que falte y por ello, le pido que la deje con mi marido bajo el cuidado de la Diosa.

Impactado con sus palabras, se dirigió a mí preguntando si yo estaba de acuerdo.

— ¿Quién soy yo para contradecir a mi esposa? Trataré a Arawa como si fuera de mi carne y en mi pueblo hallará un hogar hasta que le llegue el turno de convertirse en la futura reina.

John, saliendo entre la gente, supo lo mucho que nos jugábamos con esa alianza y ante la presencia de Togo, se acercó a la chavala e hincando la rodilla ante ella, juró ser su más fiel protector hasta que eligiera marido. Totalmente ruborizada, la criatura miró a Tana y posteriormente a su padre, antes de contestar:

—Te acepto como mi valedor y desde ahora rezaré para que la Diosa permita que compartamos el mismo lecho.

Si antes había sido ella la sonrojada, al oír a la chiquilla, las mejillas de mi chaval se tiñeron de rojo despertando la hilaridad del que podría algún día convertirse en su suegro.

—Mi reina, siempre he sido esclavo de la Diosa y de sus designios— solemnemente declaró sellando la alianza de nuestros pueblos.

Los miembros de la tribu de mi amada que eran la mayoría de los que portaban armas dieron su conformidad disparándolas al aire. Bajo su estruendo, me fundí en un abrazo con el que ya era mi aliado y ya como miembros del mismo ejército, acompañamos a sus guerreros al interior de nuestra empalizada, donde nos aguardaba Viernes y Grace con sendos vasos de ron con los que brindamos por un futuro unidos.

Tanamá esperó a que nos sentáramos todos alrededor de la hoguera para tomar la mano de Arawa y alzando su voz, hacer ver a la gente que la aceptaba como futura representante de la Diosa pidiendo que la acompañara mientras entrelazaba dos figuras hechas de paja.

—Desde hoy, Galabis y Taínos son uno— declaró haciendo referencia a las dos tribus ahí congregadas: — Y bajo el mando de mi marido, el rey, deben pacificar nuestras islas. Tú, Togo, como jefe de los Galabis, y tú, Moa, como jerarca taíno, ¿aceptáis ser las voces que extiendan este mensaje?

—Aceptamos— rugieron satisfechos ambos mientras su gente se ponía a vociferar entusiasmados.

Observando a las prometidas de mi retoño, busqué en ellas algún tipo de enfado al saber que si todo se desarrollaba según lo planeado tendrían que hacer un hueco en su cama a la pequeña:

«¡Qué curioso! Parecen contentas con ello», me dije extrañado al ver que, mientras mimaban a John, sonreían   

Esa primera impresión quedó confirmada cuando Tuna se levantó y yendo a donde estaba Arawa, pidió a la jovencita que les hiciera el honor de acompañarlos durante el banquete. La futura sacerdotisa accedió encantada a hacerlo y colocándose junto a mi chaval, dejó que la mimaran alimentándola directamente en la boca. Su tierna edad quedó de manifiesto al compararla con ellas y es que mientras las novias de John ya eran mujercitas con buenos pechos, los de la recién llegada apenas eran incipientes. Como el hombre que le había educado y mejor lo conocía, no me extrañó que mi hijo la tratara con cordialidad y hasta con cariño, pero tampoco que no sintiera la mínima atracción por ella.

«Es una bebé», pensé asumiendo que apenas debía rozar los once años.

Su madre entendió mi mirada y susurrando en mi oído, comentó:

—Ya cambiará su actitud en cuanto empiece a desarrollarse y se convierta en mujer.

Algo en su tono, me alertó de la preocupación de mi amada y por eso, le pregunté qué era lo que la tenía inquieta:

—Temo por la reina. Es muy joven para que la Diosa ya haya buscado alguien que la sustituya— mirando de reojo a Tana, respondió.

Hasta el último vello de mi cuerpo se erizó al escuchar su negra premonición y por ello le rogué que no comentara a nadie lo que me había dicho antes de que yo hablara con ella.

—La reina no es tonta y ya lo sabe— casi llorando, continuó: —No debemos atormentarla aún más. Suficiente es que ella sepa que va a morir, para que encima lleve el peso de nuestro dolor.

Comprendiendo lo duro que le resultaría saber a una mujer de veinte que su vida tenía poco recorrido, decidimos mantenerlo en secreto y dedicarnos a que disfrutara los pocos años que le quedaban ya que, si Arawa se convertía en sacerdotisa a la misma edad que ella, no llegaría a cumplir otros cinco. Ajena a la turbación que sentíamos, Tana se acercó y sentándose en mis rodillas, comentó a Viernes que mucho tendría que crecer la chavala para que mi retoño se fijara en ella.

—Dice que, teniendo a esas monadas, se va a tener que esforzar si quiere que John caiga rendido a sus pies— tradujo mi amada.

Juro que no supe cómo actuar al oír las risas de ambas. Dando por cierto que su buen humor era una fachada y que en su interior debían de estar sufriendo, preferí seguir con la guasa. Y ocultando el duelo que llevaba dentro, respondí:

—Si las prometidas de nuestro hijo le salen tan casquivanas como mis señoras, serán ellas las que insistan en llevársela a la cama.

Lejos de molestarle el comentario, mi amada se rio y acariciando a Tana, respondió que cualquier mortal desearía para sí una mujer tan bella como ella. Al repetírselo en su idioma, la morenita la tomó de la cintura diciendo:

—Viernes, mentirosa. Viernes, sueño de marido y esposa.

Dos lágrimas brotaron de sus ojos al escuchar el piropo y olvidando que teníamos invitados, la besó. La sacerdotisa no solo no la rechazó, sino que respondió con genuina pasión dejando saber a nuestros nuevos aliados que además de reina era una mujer ardiente.  Curiosamente al que más alegró esa demostración fue a Togo, el cual, en voz baja, comentó señalando a nuestros herederos y a las dos chavalas que se desvivían en servirlos:

—Ojalá la Diosa sea propicia y Arawa encuentre su sitio junto su hijo y que sus esposas la acojan tan bien como las de su padre acogieron a la reina.

No tuve más remedio que reconocer que a pesar de su estatura mi chiquillo seguía siendo eso, un niño y por tanto todavía no las había desposado.  Encolerizado, se quejó ante Tana que entonces no le servía el juramento que había realizado y que era su deber el buscarle otro valedor.  Alertada por sus gritos, su niña trató de tranquilizarle diciendo que no hacía falta.

—Exijo que le nombre un valedor— insistió levantándose junto a sus guerreros de la hoguera.

Viendo cómo se iban desarrollando los acontecimientos y sin darme opción a quejarme, Tana llamó a John y le preguntó si estaba dispuesto a pasar la prueba en ese momento.

—Lo estoy.

Al dar su conformidad, la sacerdotisa pidió a Moa, como abuelo del aspirante, que eligiera a los guerreros con los que debía luchar.

—No, mi señora. Debe ser Togo, ya que él es quien ha puesto en tela de juicio su hombría.

El jefe de los Galabis llamó a dos enormes hombretones llenos de músculos pidiendo que le hicieran morder el polvo y que no tuvieran piedad. Asustado quise protestar por la injusticia que suponía tener que enfrentarse con dos salvajes de ese tamaño, pero, llegando a mí, Viernes susurró:

  —No tiene que vencer, lo que tiene es que no rehuir el combate.

Ante mi pasmo, John se quitó la ropa y se embadurno de tierra para a continuación ponerse a retar a sus contrincantes burlándose de ellos. La sonrisa que descubrí en Moa me alertó de que secretamente lo había preparado para ese trance, pero eso no me tranquilizó sino al contrario al ver la ira con la que los sujetos recibían los desplantes de mi heredero.

—Nuestro hijo ha aprendido bien— mostrando un insano orgullo, murmuró su madre en mi oído.

No estuve en absoluto de acuerdo, me parecía una temeridad que se metiera con la hombría de unos guerreros curtidos y estaba a punto de hacérselo saber, cuando dio inicio el combate. Confiados en la inmadurez de mi retoño, se acercaron juntos sonriendo. Supe por sus modos que preveían que el desenlace fuese rápido y por ello quizás, nunca se esperaron que John les lanzara con el pie ceniza ardiendo mientras se abalanzaba sobre ellos.

Mi sorpresa fue total al ver caer a los tres sobre la hoguera. Los gritos de los guerreros quitándose las brasas no me impidieron observar que, al contrario de ellos, mi chaval parecía inmune y fue entonces cuando comprendí que se había llenado de polvo para que así esas ascuas no se le pegaran a la piel.

«Ha hecho trampa», exclamé para mí mientras lo veía aprovechar su ventaja golpeando al más fuerte en la nuca tal y como debía de haberle enseñado su abuelo.

Viéndolo caer desplomado al suelo, me giré hacia Togo y para mi sorpresa, el cacique sonreía divertido mientras pedía a otros dos de sus guerreros que se sumaran a la lucha. Con esa ayuda extra, no tardaron en someterlo y comenzaron a darle una paliza sin que mi hijo se diera en ningún momento por derrotado.

—Ya es suficiente, el príncipe ha demostrado ser un hombre— poniéndose en pie, declaró Tana entre aclamaciones de ambos pueblos.

—Ahora sé que, en mi príncipe, Arawa tendrá un valedor que dará la vida por ella de ser necesario— comentó el padre de la futura sacerdotisa y dando su mano al magullado muchacho, lo abrazó.

  El valor de la chavalilla me quedó de manifiesto cuando, quitándoselo de los brazos, ordenó a Anana y a Tuna que la ayudaran a curarle las heridas, para acto seguido encararse al cacique recriminándole que hubiese puesto en duda su elección:

—Padre, si le hubiese pasado algo a mi futuro marido, ¡nunca te lo hubiese perdonado!

 Desternillado por la reprimenda, Togo se defendió atacándola:

—Le hubiese hecho un favor, porque viendo cómo sacas las uñas, ya sé quién mandará en vuestro hogar.

            Mi carcajada resonó en la empalizada…

43

Durante diez días los Galabis permanecieron en la isla, aprendiendo todo lo referente a los cultivos y a la crianza de cabras. Aun así, Tanamá insistió en que se llevaran a Pedro, uno de los pocos españoles que aún quedaba soltero, para que bajo su supervisión pudieran replicar nuestro éxito en la siembra y su pueblo no volviera a pasar hambre. El joven no puso inconveniente alguno cuando Togo le aseguró que entre su tribu no tardaría en encontrar una mujer que quisiera compartir caricias con el hombre al que la reina había encargado tal misión.

            Observándolos partir, medité sobre mi padre y lo que hubiese pensado de mí al verme como monarca consorte de un grupo de salvajes:

            «Sin duda, buscaría hacer negocio», sonriendo concluí mientras volvía a la empalizada.

            Sin invitados, la vida volvió a su rutina, aunque de vez en cuando recibíamos la visita de nuevas rindiéndonos pleitesía y mientras los meses pasaban, el vientre de Grace se hinchó al crecer, demostrando de esa forma que me había equivocado y que realmente se había quedado en cinta la noche en que me lo dijo.

            Una noche que mi rubia se quejaba del descomunal estómago que lucía escuché a Tana decir ya en inglés:

            —Tonta, estás preciosa y nuestra niña está creciendo fuerte en tu interior.

            Que se atreviera a predecir su sexo, me asombró y alegró porque no en vano después de tres hijos, de ser correcta su premonición, tendría por fin una hija que cuidara de mí a la vejez y por eso, lleno de felicidad, también yo anticipé que pronto correría por la isla tras una rubia de grandes coletas.

            —Es una suerte que siendo joven su madre pueda hacerlo porque, si espera que el anciano de su progenitor la persiga para que no haga ninguna trastada, va dada— metiendo la llaga en mis cincuenta y cinco años, Viernes comentó.

            —Habla la vieja de casi cuarenta— dando un azote en sus ancas, respondí.

            —No discutáis… no vaya a ser que se os disloque un hueso— metiéndose con ambos, la embarazada nos soltó mientras se acariciaba la panza.

            Apoyando a la que en otro tiempo había sido parte de la nobleza de mi patria, la sacerdotisa comentó:

            —Piense, mi amado, que está en edad de ser abuelo y si su hijo James no lo ha hecho ya, en ocho meses, nuestro John lo hará.

            — ¿Me estás diciendo que el chaval ha dejado embarazada a alguna de sus esposas? — pregunté intrigado ya que era esa la primera noticia.

—A una, ¡no! ¡A las dos! — contestó la madre de John.

Mi mundo se derribó al sentirme viejo por primera vez y más cuando tenía a una de mis esposas embarazadas. Levantándome de las cenizas como ave fénix, repliqué:

—Es ley de vida, pero os aviso que pienso seguiros dando guerra muchos años.

—Lo sé, la Diosa me ha confirmado que tendré que soportar todavía mucho tiempo a mi marido.

Sus palabras abrieron un agujero bajo mi línea de flotación al no cuadrarme con el hecho de que ya tuviese sustituta y observando que Viernes no había caído en ello, me quedé mudo mientras la veía acercarse con ganas de disfrutar de caricias.

—Grace, ¿quién nos diría que siendo tan niñas íbamos a tener dos abuelos en nuestra cama? — riendo musitó.

La primeriza, guiñando uno de sus ojos verdes, añadió:

—Menos mal que nos tenemos una a la otras para satisfacer nuestras carencias.

—No soy una vieja. ¡Todavía tengo mucho placer que dar! – protestó encolerizada mi salvaje.

Llegando a ella, la rubia puso uno de sus desmesurados pechos en la boca de Viernes diciendo:

—No te canses hablando y ¡demuéstralo!

La belleza de esos atributos hinchados tras seis meses en estado no le resultó indiferente y sacando su lengua a relucir, se puso a lamer sus areolas mientras me pedía ayuda para callar las bocas de ese par de arpías que habían puesto en duda nuestra vitalidad. Conociendo la predilección de la sacerdotisa por ordeñarme, me despojé del pantalón y en vez de ponerle mi hombría a su alcance, se lo acerqué a Viernes diciendo:

—Según ellas, se bastan para satisfacerse. Así que ocúpate de este viejo, mi anciana.

Olvidándose de Grace, se giró y tomándola entre sus manos, abrió los labios mientras murmuraba:

—De viejo nada, ¡eres un maduro de buen ver! ¡Mi rey!

Aunque sabía que se lo tenía merecido, la rubia protestó y agachando la cabeza, compitió con la salvaje en busca de ser ella quien se apoderara antes de mi virilidad pidiendo a Tana que la auxiliara. La más joven de mis esposas no se hizo de rogar y uniéndose a las otras dos, comenzó a repartir lametazos sin importarle quién fuera el destinatario. Así embardunando el rostro de las dos con su saliva demostró con actos que nos consideraba suyos por igual mientras aprovechaba para acariciarlas entre los muslos.  

—No me desconcentres, cariño— se quejó Viernes al notar que dos yemas se introducían con descaro en su ser.

Su suspiro no fue escuchado por Tana y añadiendo una tercera, tomó posesión de ella diciendo:

—Ya sabes lo mucho que me gusta oírte berrear mientras te recuerdo quién es tu dueña.

—No sigas, por favor— moviendo sus caderas, protestó: —Deja que sea yo quien mime a nuestro marido.

Desde su lado, a carcajada limpia, Grace le dijo que no tenía por qué preocuparse ya que para eso estaba ella. Y sin darle tiempo de reaccionar, cogiendo mi tallo entre las manos, empaló su germinado cuerpo.

— ¡Dios mío! ¡Cómo me gusta ser tuya estando preñada! — chilló vociferando.

Al sentir a la rubia saltando sobre mí, no pude más que recrear la mirada en la forma en la que rebotaban sus ubres y aferrándome a esos voluminosos manjares, me puse a mamar de ellos anticipándome a cuando manaran llenos de leche. Sabiéndose vencida, Viernes sonrió mientras me decía que ya faltaba poco para que nuestra vaquita nos proveyera de suficiente alimento para los tres.

—Los cuatro— Tana la rectificó mientras se apoderaba del seno que se había quedado libre: —No te olvides de Lana, nuestra hija.

La embarazada sollozó llena de lujuria al escuchar que la reina había dado ya nombre al bebé y sin dejar de cabalgar usándome de montura, me preguntó si era así cómo bautizaríamos a la bebé. Como ese apelativo existía en Inglaterra, no puse ningún reparo y por eso contesté solemnemente:

—Lana Crusoe, así será conocida.

Mi confirmación azuzó más a la futura madre e incrementando la velocidad de su galope, se lanzó en busca del gozo mientras Viernes sucumbía a las caricias que estaba recibiendo de Tana.

— ¡Por la Diosa! ¡Qué me haces! — aulló al sentir la acción un nuevo dedo de la sacerdotisa en su interior.

—Ya te lo dije, recordarte que eres mía— respondió sin dejar de meter y sacar las cuatro yemas.

Mientras Grace disfrutaba acelerando aún más su ritmo, Viernes no sabía cómo terminaría esa noche al sentir que con ese juego la sacerdotisa estaba pulsando teclas de su cuerpo que no sabía ni que existieran. Por eso cuando sintió el quinto incursionando en su vulva, ya dominada por la dicha que se iba acumulando en ella, imploró que continuara.

—Reconoce quién es tu dueña y hazlo berreando— recreándose en el poder, le exigió mientras sumergía su mano al completo dentro de ella.

— ¡Tú! ¡Mi reina! ¡Tú eres mi dueña! — incapaz de contenerse bramó.

Satisfecha por su entrega, Tana premió a Viernes con un sensual mordisco en los labios mientras mi hombría seguía martilleando el interior de la británica. Ya avizorábamos el placer cuando de improviso Arawa entró en la choza gritando que saliéramos. Ninguno de nosotros reaccionó hasta que comenzamos a sentir que la tierra temblaba. Entonces cogiendo en volandas a la embarazada, corrí hacia el exterior con Viernes y Tana siguiéndonos. Acabábamos de dejar la endeble construcción y nos preguntábamos qué era eso, cuando la loma se desmoronó sepultándola.

—Nos has salvado— exclamó mi amada mientras colmaba de besos a nuestra benefactora.

—Fue gracias a la Diosa, ella me advirtió— quitándose el mérito y bastante cortada respondió la pequeña.

Sus palabras llenaron de dolor a Tana, debido a, como luego me confirmó, que su deidad se hubiese dirigido a la niña en vez de a ella significaba que pronto llegaría el momento en que la reemplazara. Ajeno a lo que sentía la morena, agradecí el aviso a Arawa:

—Te debo nuestras vidas, pídeme lo que quieras y si puedo dártelo, es tuyo.

Sin pensárselo dos veces, me respondió:

—Lo único que deseo está fuera de su alcance.

— ¿Qué es? — intrigado pregunté.

Colorada y bajando la mirada por la vergüenza que sentía, dudó antes de contestar:

—Quiero ser mayor para poder elegir a su hijo como pareja y ayudar a criar a sus nietos, como si fueran míos.

John que había llegado corriendo al escuchar cómo se desgajaba la tierra, se hincó ante la muchacha diciendo:

—La futura representante de la Diosa no tiene que esperar para cuidarlos. En cuanto nazcan, los puede considerar tan suyos como si hubiesen salido de su vientre.

Que mi chaval hablara de usted a una cría a la que ni siquiera le había bajado la regla, me hizo saber que a pesar de mis enseñanzas John no pensaba como europeo sino como miembro de la tribu y eso me llenó de pesadumbre al ratificar en mí la idea que nunca se acostumbraría a mi patria. Poniéndome en su lugar, yo jamás me iría de la isla aun teniendo oportunidad:

«Aunque no lo quiera reconocer, ¡mi hijo es un salvaje y su puesto estaba aquí!» …

44

La rapidez con la que el tiempo pasaba apenas me dio tiempo de hacerme a la idea de ser nuevamente padre a una edad tan madura, pero la felicidad que Lana trajo a nuestras vidas con sus risitas no lo cambio por nada.

            —Deja de mimarla, ¡pareces su abuelo! — constantemente me recriminaron tanto Viernes como Grace al observar que cedía ante cualquier capricho de la rubita.

            Por mucho que insistían en que me mantuviera firme y que las ayudara en su educación, reconozco que no pude. Era superior a mis fuerzas. Por mucho que lo intenté, bastaba una sonrisa de la bebé para que cayera rendido a sus pies. Incluso John se quejó de las diferencias que hacía con ella en comparación con sus hijos:

—Su futuro es ser guerreros y en cambio, el de Lana será…— estaba a punto de decir “convertirse en una dama”, cuando me percaté que era algo irrealizable porque esa cría de tres años nunca llegaría a pisar la tierra en la que nacieron sus padres y por eso callando, preferí dejar el tema y cogiendo mis aperos, fui a trabajar a los campos.

Estaba abriendo un surco cuando me llegó Tana con la noticia de que, esa noche, Arawa había dejado de ser una niña y que le había pedido acelerar su reconocimiento para que pudiera elegir marido.

— ¿Qué prisa tiene? — respondí:  —Prácticamente ya vive en casa de John.

—Sí, pero quiere compartir sus caricias y hasta que el que va a ser su pueblo no la reconozca como mujer y futura reina, es algo que tiene vedado.

Sabiendo que tenía razón, fui a ver a la chiquilla. Al encontrármela cuidando de mis nietos, no pude dejar de reconocer que la mocosa cuyo padre había dejado bajo mi custodia había crecido y que se había convertido en una preciosidad de mujer cuyas curvas traían a mi retoño enamorado.

—Me ha dicho Tana que deseas ser nombrada oficialmente como su heredera.

—Sí, mi señor. Ya he recibido la bendición de la Diosa y estoy lista para ocupar el puesto que me tiene reservado para cuando la sacerdotisa falte.

            Que mencionara tan abiertamente la muerte de Tana me llenó de dolor, pero sabiendo que no podía negarme a cumplir con la tradición de mi gente, llamé a Moa para que mandara emisarios a las distintas islas para que sus jefes estuvieran presentes en la ceremonia y tras lo cual, fui a ver a la morena para que me explicara que podíamos esperar del futuro.

            —Tana, he programado que Arawa sea reconocida por las tribus el próximo mes.

            —Has hecho bien, cuanto antes la gente sepa que nuestro reino va a tener continuidad mejor— contestó con una gran tristeza en sus ojos.

            Balbuceando por el sufrimiento que sentía, le pedí que me dijera cuanto tiempo preveía que nos quedaba juntos. No tardó en darse cuenta que había malinterpretado los hechos que se iban a producir y a pesar de conocer, el daño que me iba a hacer, comprendió que tenía derecho a saberlo:

            —No soy yo quién va a morir— llorando, respondió: —Sino nuestra amada Viernes, pero por favor no se lo digas y deja que disfrute de lo que le queda de vida.

            Desolado al escuchar su negra premonición, me derrumbé y sollozando quise que me contara cuándo y cómo iba a perder a mi morena, la mujer que había compartido mi soledad y gracias a la cual no me había vuelto loco.

            —No lo sé. Pero falta poco — con lágrimas en sus ojos respondió.  

            — ¿Desde cuándo lo sabes? — tratando de evitar el creerla, pregunté.

            Nuevamente dudó si revelármelo:

            —Lo sospeché el día en que descubrí que en Arawa las señales de su destino y aunque en un principio, creí que eso acarrearía mi muerte… desgraciadamente no va a ser así. La Diosa me ha anticipado que me tiene reservado otro papel.

— ¿Qué papel? — la interrogué, aterrorizado por perderla a ella también.

—Solo me lo ha dicho que será lejos de aquí— dejó caer justo antes de salir huyendo hacía la playa.

Estaba a punto de seguirla cuando Viernes llegó y preguntó extrañada por qué estábamos discutiendo Tana y yo. No me vi ni con fuerzas ni con ganas de decírselo, y tomándola de la cintura, la besé temiendo que esa fuera la última vez que pudiese hacerlo. Mi pasión la sorprendió, pero dejándose llevar por mí hasta la nueva choza que habíamos levantado únicamente preguntó a qué se debía esa fogosidad por mi parte.

—A lo mucho que amo a mi bella arpía— respondí mientras la desnudaba.

Me faltó tiempo para levantarla entre mis brazos y llevándola en volandas, depositarla en mi cama. Azuzada por mi urgencia, consiguió quitarme la camisa antes incluso de que yo terminara de bajarme los pantalones. Poseídos por un deseo irrefrenable, terminamos de desnudarnos sin que le dijera la razón que me había impulsado entre sus piernas.

 Mi adorada dejó que estrujara los oscuros pechos que tanto amaba y riendo me rogó que mi lengua recorriera sus botones. Estaba cumpliendo sus deseos cuando sentí que, agarrando mi tallo, se lo colocaba en la entrada de su cueva. Como tantas veces en las últimas décadas, no nos hicieron falta preparativos, por lo que sin contemplaciones la penetré al sentir sus piernas abrazándome. Viernes gritó al sentirse llena y clavando sus uñas en mi espalda, me pidió que la amara.

—Te amo más que a mi vida— sollocé.

Con mi virilidad en su interior, cambié y convertí en ternura, lo que empezó siendo violento y disminuyendo el ritmo de mis embestidas, comencé a acariciarla y besarla. Estábamos hechos el uno para el otro y eso no había cambiado a pesar de los años y mis canas. Mi pene se acomodaba en su gruta como una mano en un guante, y nuestros cuerpos se fusionaban sobre las sábanas sin que mediara conversación por nuestra parte.

—Eres mi sostén— susurre en su oído mientras mi adorada iba siendo poseída por el placer.

Como tantas noches, pude sentir que se licuaba entre mis piernas cada vez que mi extensión se introducía rellenando su vagina. Sabiendo que debía de hacerla dichosa el tiempo que nos quedara juntos, poco a poco, fui incrementando tanto el compás como la profundidad de mis estocadas, hasta convertirlo en vertiginoso.

—Mi rey— chilló cuando, sin previo aviso, se aferró a los barrotes de la cama,

La violencia de su placer y el modo en que vi retorcerse a su cuerpo, me hicieron olvidar nuestro futuro y cogiendo sus pechos entre mis manos, me enganché a ellos, le exigí que siguiera gozando. Mis palabras surtieron el efecto deseado y reptando por el colchón, consiguió cerrar sus piernas teniéndome a mí dentro. La presión que sus músculos ejercieron en mi hombría y sus jadeos rogándome que me viniera, era algo nuevo para mí, y sin poder aguantar más exploté sembrando su interior. Todavía seguía derramándome cuando noté que se me unía y que con sus dientes mordía mi cuello al hacerlo. El dolor y el placer se sumaron y desplomado caí sobre ella, mientras le decía que la adoraba.

— ¿Te gustaría volver a amarme? — le dije mientras mis dedos se perdían en su cabellera.

Mirándome sin levantar su cara de mi pecho, me respondió:

—Todas las veces que mi anciano quiera. Pero ahora, quédate quieto, ya que es mi turno.

Nada más decírmelo noté que, desprendiéndose de mi abrazo, se incorporaba y separaba mis brazos. Con ellos en cruz, la vi bajar por mi cuerpo, mientras sus dedos jugaban con mis pelos. Lleno de amor, deseé que continuara y mi sexo anticipándose a su llegada, se desperezó irguiéndose sobre mi estómago.

—Nunca me cansaré de ser tuya— me dijo mientras cogía mi extensión y con su lengua se la metía en la boca. Lo hizo de un modo tan lento y tan profundamente que pude advertir la tersura de sus labios deslizándose sobre mi piel, hasta que su garganta se abrió para recibirme en su interior.

Desde la almohada, pude ver como sacaba mi hombría para volvérsela a embutir hasta el fondo, manteniendo sus ojos fijos en mí. Totalmente concentrada, y mientras me regalaba el fuego de su boca, sus manos se dedicaron a masajearme, quizás deseando que cuando expulsara mi simiente, no quedara resto dentro de ellos. Tanto estímulo me venció y naciendo en mis pies, unas descargas recorrieron mi cuerpo para terminar bajando y aglutinándose en mi entrepierna. Viernes lo notó incluso antes que pasara y forzando su garganta como si de su sexo se tratara, metió hasta el fondo virilidad, justo cuando empecé a esparcir mi simiente. Lejos de retirarse, disfrutó cada una de mis oleadas, bebiéndoselas con fruición mientras cerraba sus labios para evitar que parte se desperdiciara. Satisfecha sonriendo me preguntó si me había gustado:

—Mucho— respondí con dolor al temer que no tardaría en hacerse realidad lo que tanto temía y por eso, me quedé tumbado un rato sin decir nada, mientras pensaba en si debía o no alertarla…

Tal y como estaba planeado, a las tres semanas comenzaron a llegar a la isla los jefes de las distintas tribus unidas para estar presente en la ceremonia. Al organizar su estancia fue cuando me di realmente cuenta del pequeño imperio que habíamos creado al tener que alojar a más de cien caciques con sus escoltas. Su número sorprendió incluso a Tanamá:

            —Hemos conseguido la adhesión unánime de todos los pueblos del archipiélago bajo el mando de la Diosa.

            Pensando en ello, comprendí que cualquier potencia que quisiera conquistar la zona tendía que negociar con nosotros si no quería caer en una guerra de desgaste en la que nadie ganaría al contar con más de cinco mil guerreros dispuestos a dar la vida por su reina.

            —Si lo hacen bien y son prudentes, Arawa y John extenderán su poder fuera de estas zonas y podrán llegar a dominar gran parte del caribe— insistió ratificando mi idea.

            Al escucharla, comprendí que, en cierta manera, la sacerdotisa daba por sentado que pronto pasaríamos el testigo a la siguiente generación y que esa pareja sería la encargada de continuar nuestra obra. Como estaba convencido que mi hijo sería mejor rey que yo gracias a haber sido educado para ello, solo comenté:

—Partirán con la ventaja del idioma, ya que John habla perfectamente inglés, portugués y español. Cuando lleguen los embajadores europeos, que llegarán, podrá dirigirse a ellos de tú a tú.

Esa renuncia me causaba una doble sensación, por una parte, de alivio al no considerarme digno de tal responsabilidad, pero por otra me llenaba de angustia al asumir que, aunque no me lo dijera, Tana asumía que vendría motivada por el fallecimiento de mi amada.

Sin ganas de anticipar ese doloroso suceso, me imbuí de lleno en los preparativos mientras intentaba que mi morena se sintiera querida y por ello, permanecía abrazado junto a ella cuando mi chaval me llegó alertándome de la llegada de Togo. Como era el jefe supremo de la tribu más numerosa de mi reino, me levanté a recibirlo.

—Bienvenido — postrándose ante él, John lo saludó.

El guerrero lo levantó quejándose de qué él no era nadie para que su príncipe le hiciera una reverencia.

—No me he arrodillado ante el jefe de los Galabis, sino ante el padre de Arawa.

La sonrisa del recién llegado me reveló que la satisfacción que ese hombre sentía y sabiendo que lo necesitaría siempre como aliado, el muchacho le pidió permiso para cortejar a su hija.

—No soy yo quien debe dártelo, mi príncipe, sino la Diosa.

—Lo sé, pero también necesito el suyo por el bien del reino— contestó John en un alarde de diplomacia que me llenó de orgullo.

Estábamos todavía en la orilla cuando llegaron Tanamá y su sustituta. La felicidad del padre al verla fue completa y creyendo que todavía se hallaba en presencia de una niña, la fue a abrazar.

—Jefe Togo, me satisface que haya venido a dar fe de mi ordenación— le dijo manteniendo las distancias.

Reconozco que me turbó la frialdad de la cría, pero rápidamente me percaté que había hecho lo correcto cuando el fiero hombretón se arrodilló ante ella diciendo con satisfacción:

—Perdone, mi señora. He olvidado que la niña que crie ha desaparecido y que ahora le debo respeto.

Arawa, poniendo la mano sobre el hombro de su progenitor, respondió:

—No tiene por qué avergonzarse, padre.  La hija que le quiere sigue en mí y se alegra de verle.

Togo comprendió que la actitud que le había mostrado era para hacerse valer ante el resto de los presentes y por eso llamando a uno de sus guerreros extendió sobre la arena unos presentes. La muchacha enmudeció al observar el penacho que había usado su madre y sin poder contener la emoción, se lanzó en brazos de su progenitor, llorando.

—Acompaña al jefe a sus aposentos— le pidió Tana consciente que necesitaban estar solos para poderse desahogar sin extraños a su alrededor.

—Mi reina, así lo haré— enjuagándose las lágrimas contestó y disculpándose de todos, la vi partir hacia la empalizada mientras John se ocupaba de dar alojamiento a los que venían con su futuro suegro.

Al día siguiente, la ceremonia comenzó nada más rayar el alba. Con todos los caciques presentes, nos sentamos en círculo mientras un nutrido grupo de mujeres comprobaban que Arawa ya había llegado a la edad adulta según los cánones de su pueblo. Al salir, una anciana, actuando de portavoz, comentó a los ahí congregados.

—No hemos hallado a una niña sino a una mujer y como tal debe ser reconocida.

Un ensordecedor griterío se escuchó en la isla. Más de seiscientas gargantas mostraron su gozo al saber que el reino tenía una heredera. Acudiendo ante su público, la joven salió de la choza, vestida de blanco. Siguiendo con la ceremonia, Tanamá se levantó de su asiento y comenzó a implorar el favor de su Diosa mientras se acercaba a ella. Ya a su lado, la sacerdotisa se desnudó. La belleza de mi esposa deslumbró a sus súbditos y más cuando golpeándose en el pecho comentó a la joven:

—Como la niña en la que reconocí las señales de la Diosa ha sido reconocida como adulta, es mi deber preguntarla si acepta ser la mujer que algún día me sustituya. Como Reina, no tengo nada en propiedad y soy esclava de mi pueblo. ¿Deseas para ti ese futuro?

—Lo deseo— respondió.

— ¿Aceptas servir a nuestra señora como su representante?

—Acepto.

Con una triste sonrisa en los labios, Tanamá la nombró su heredera mientras desgarraba sus ropas.

—Arawa ya no existe y la sacerdotisa debe elegir un nombre por el que se la conozca.

Desnuda y alzando la voz, contestó:

—Deseo ser conocida como Ceiba, para que, al igual que los pájaros encuentran cobijo bajo las ramas de ese árbol sagrado, todos los miembros de mi pueblo sepan que podrán buscar amparo en mis brazos.

—No se diga más. Desde este momento, Ceiba es como se debe nombrar a mi heredera.

La satisfacción por la elección de nombre se extendió por los presentes mientras Tanamá preguntaba a la ya sacerdotisa si deseaba comentar algo más:

—Si, mi señora… ya que he perdido todo, reclamó para mí, a John Crusoe y pido que se entregue su vida y la de sus esposas, para que estas se conviertan en mis concubinas.

Siguiendo un protocolo que no sabía que existiera, mi chaval protestó airadamente negándose. A pesar de saber que era un paripé, me turbó ver que un grupo de guerreros sacaba sus machetes y lo inmovilizaban en el suelo.

—Ceiba, ¿sigues insistiendo en ello a pesar de su oposición? — preguntó la reina.

—Sí. Exijo que se me entregue a este hombre como marido o que se le corte la cabeza.

Levantando su cabeza, mi chaval sonrió mientras gritaba su aceptación:

—Desde este instante, en mi nombre y el de mis esposas, me comprometo a servirla como su esposo.

Los vítores de los caciques retumbaron nuevamente al saber que, si algo le llegaba a ocurrir a su actual reina, la paz quedaba asegurada por lo menos en la siguiente generación.

—Llevad a ese hombre al hogar que va a compartir con la nueva sacerdotisa y prohibidle salir hasta que haya demostrado que se entrega a ella— ordenó Tanamá mientras a mi lado, Viernes sollozaba de felicidad al ver cumplido su sueño.

—John será muy feliz con su dueña—susurró en mi oído viendo que lo llevaban a empujones y golpes hasta la choza.

Juro que creí que Arawa acudiría a su encuentro, pero ante mi sorpresa no fue así y ya como Ceiba, heredera de Tanamá, tomó asiento junto a ella dando inicio al banquete.

—Fíjate lo rápido que Anana y Tuna han asimilado quien manda— escuché que Grace me decía viendo a las muchachas postradas a sus pies mientras competían entre ellas por darla de comer.

—Más les vale. Esa cría tiene genio y no dudará en azotarlas si no cumplen sus órdenes— respondió Viernes mientras pedía a Tanamá que se sentara con nosotros.

La morenita cogió la silla de mi lado y atrayendo a mi adorada, la sentó en sus rodillas diciendo:

—Hoy has perdido a tu hijo, deja que te lo compense con mis caricias.

Tardó solo unos segundos en hacer realidad esa promesa y ante mi espanto, con las manos se apoderó de los pechos de la salvaje mientras murmuraba en su oreja lo bella que era su más preciada posesión. El gemido de deseo que brotó de la garganta de Viernes despertó la hilaridad de la rubia y riendo a carcajadas, exigió para ella su mismo tratamiento.

—Nos debemos a nuestra amada. Ven y ayúdame a consolarla— regañándola con dulzura, Tana la replicó.

La británica no lo dudó y obedeciendo, besó a mi adorada mientras jugueteaba con sus dedos en el botón que escondía entre los pliegues su compañera. Que mi compatriota olvidara el decoro de una dama y se entregara sin pensar a cumplir los dictados de nuestra esposa, me satisfizo, pero no intervine al no ser capaz de mostrar mi lujuria ante tanta gente. Aun así, acercándome a ellas, comenté:

—Esta noche, Grace y yo te amaremos a través de Viernes.

—Te lo recordaré, esposo mío— mordiendo sensualmente los labios de su concubina, respondió con picardía: —Y no creas que me quedaré satisfecha con una vez. Pienso obligarte a que me ames todas las veces que tu hombría y la feminidad de nuestra rubia sean capaces.

 Sabiendo que iba a ser ella la depositaria ultima de nuestros mimos, la madre de mi chaval suspiró moviendo las caderas siguiendo el ritmo que le marcaban las yemas de Grace:

—Acepto mi cruel destino, siempre que la reina me premie con el sabor de su esencia.

Sin ser su intención, ese sollozo me llenó de dolor y con lágrimas en los ojos, preferí huir de ahí y llorar en soledad…

45

El anochecer me hizo volver a la empalizada y con el corazón entumecido tras largas horas sufriendo, entré en la choza. Allí me encontré con que Tanamá no me había esperado para cumplir su promesa.

            —Ven amor mío y únete a nosotras— sin mostrar ningún tipo de enfado y levantando la cara que tenía incrustada entre las piernas de mi salvaje, me pidió.

            —Nuestra reina no se quedará satisfecha hasta que la ames usando mi cuerpo – apoyando a su señora y mientras sufría el ataque de Grace sobre su pecho, alcanzó a balbucear.

            —Haz caso a este par de zorrillas y ámanos— separando sus labios, añadió la rubia.

Esa escena en otro momento me hubiera azuzado a desnudarme, pero sabiendo el verdadero motivo de esas caricias, con paso cansino, comencé a despojarme de la ropa.

—Date prisa— desde la cama y sin perder detalle de mis maniobras, insistió mi adorada. 

Supe por su tono que ansiaba sentir mi hombría haciéndose fuerte en su interior, pero con desesperación comprendí que dado el letargo que mantenía me iba a ser imposible realizar su petición. Observándolo ella también, la sacerdotisa aguijoneó a sus concubinas a paliar mi falta de deseo y gateando hasta mí, las tres comenzaron a repartir la caricia de sus bocas por mi piel.

—Nuestro vejestorio necesita ayuda— con su habitual falta de recato, murmuró Grace mientras daba un primer lametazo a mi alicaído tallo.

—Pobrecito, es por su edad— Viernes comentó imitando a su compañera.

—No seáis malas. Seguro que pronto estará en condiciones— musitó Tana besándome: —Solo necesita que le demos un empujón.

Como si fuera algo hablado entre ellas, al ver que unía mis labios con los de la morena, mi adorada y la rubia unieron los suyos mientras absorbían mi masculinidad.

—Ya está despertando—riendo dijeron estas al comprobar que iba adquiriendo consistencia.

—No dejéis que se vuelva a dormir— llevando una de sus manos a mi trasero, la monarca de esas tierras les pidió.

—No lo hará— rugió Viernes mientras en plan goloso se ponía a lamer la creciente erección que sus maniobras coordinadas estaban provocando.

Todavía renuente, observé que la inglesa aprovechaba la concentración de mi amada para meter la lengua entre sus pliegues.

—Tú, anciana mía, tampoco debes dormirte— declaró ésta riendo, al oír el gemido de placer con el que contestó la salvaje a su traición.

El berrido de mi amada consiguió elevar mi espíritu, así como mi tallo y olvidando el nublado panorama que se cernía sobre nosotros, tomé de la cintura a Viernes y ante el beneplácito de las otras dos, hundí mi masculinidad en ella.

—Ya puedo morir en paz— con gozo casi místico, chilló mientras Tana y Grace se aferraban con los dientes a sus pechos…

Los festejos se prolongaron durante dos días y al despedir a las distintas comitivas, nada nos hizo pensar que alguno de sus miembros había dejado sembrada nuestra desgracia antes de marchar. La primera señal de que ando andaba mal, me llegó de alguien de mi carne cuando una mañana John acudió hasta mi hogar pidiendo ayuda porque su esposa estaba enferma. Como no podía ser de otra forma, mis esposas se dedicaron en cuerpo y alma a cuidar a la muchacha que se debatía delirando por la fiebre. Comprendí que algo iba mal cuando esa misma tarde, media docena de mis súbditos mostraban los mismos síntomas, pero realmente no me preocupé hasta el día siguiente que murió la esposa de Rodrigo, una mujer del pueblo de mi adorada.

            —Debemos aislar a los enfermos— dije cuando el mal estaba hecho y ya gran parte de los habitantes habían caído presa de la enfermedad.

            Constance fue la primera en advertir que solo atacaba a los de origen caribeño y que los que teníamos nuestras raíces en Europa parecíamos inmunes. Tras constatar ese hecho, recordé asustado cómo la llegada de los españoles a América había diezmado pueblos enteros con enfermedades que ya eran pasado en el viejo continente o que apenas tenía efecto en sus habitantes, por ello ordené que solo los blancos se ocuparan de velar por los damnificados mientras el resto debía de mantenerse encerrados en sus casas.

Si de por sí decretar el confinamiento obligatorio fue difícil, lo más duro fue ordenar que se debía quemar los cadáveres de los que nos habían dejado sin darles un entierro cristiano como sabía que se había hecho en el pasado para combatir las epidemias. Curiosamente, el primero en aceptar esa orden fue el español que había perdido a su esposa, que viendo las razones que motivaban la misma, solo me pidió rezar un responso antes de depositar a su mujer en la hoguera.

—No solo te autorizo, sino te lo ruego. Todos los muertos deben tener un funeral de acuerdo a sus creencias— respondí mientras le ayudaba a acumular la leña que serviría de pira funeraria.

Estaba todavía acarreándola cuando nuevamente tuvo que ser John quien me alertara que mi desgracia iba a incrementarse:

 —Mi madre y la reina están enfermas.

Tan concentrando estaba en brindar apoyo a la gente que me había olvidado de los míos y al girarme, descubrí que su frente estaba lleno de sudor, momentos antes de que se desplomara frente a mí. Sabiendo que el altísimo me había liberado de caer enfermo, tomé a mi hijo y en volandas, lo llevé hasta su choza donde descubrí a sus tres mujeres y a dos de las mías acuciadas del mismo mal.

—Grace, ¿qué hago? — grité viendo que la rubia era la única que se mantenía en pie y que parecía gozar de buena salud.

—Trae agua y empieza a rezar para que Dios se apiade de nosotros— respondió multiplicándose entre los seis yacientes.

Lleno de pavor, no corrí sino volé a la laguna y volviendo con el preciado líquido, me hinqué frente a mis esposas con el ánimo por los pies.

—Padre, perdona nuestros pecados y libra a este pueblo de la enfermedad.

Desde la cama, Viernes me llamó. Su voz tenue y lenta, casi un susurro, me estremeció y acercándome a ella, le pedí que no hablara, que reservara sus fuerzas.

—Robin, quiero que sepas que a tu lado fui feliz y que agradezco a la Diosa el haber sido tu esposa.

—Cariño, por favor, descansa. Todavía nos quedan muchas aventuras que compartir— le rogué mientras a su lado, Tanamá comenzaba a llorar.

Mojando una franela, traté de bajarle la fiebre.

—Mi madre me espera para pescar con ella— balbuceó con dificultad.

Como en el tiempo que compartimos juntos apenas había mencionado a la mujer que le dio a luz, supe que su estado era grave y que ella misma preveía su muerte.

—Por favor, amor mío, lucha. Te necesito— susurré con el corazón sangrando.

Haciendo un esfuerzo, sonrió:

—La hora de reunirme con mis ancestros está cercana, pero me voy contenta porque te dejó en brazos de nuestras esposas.

—No pienses en ello y recupérate— musité mientras la acariciaba.

Al hacerlo, su piel estaba ardiendo y por eso cuando cerró los ojos para descansar, creí que había dado su último aliento y me derrumbé:

—Dios mío, acógela en tu seno y permite que disfrute del paraíso.

Desde su lecho, mi amada aún tuvo fuerzas de corregirme:

—Nuestro Dios es mujer.

Sin ganas de discutir con ella en ese trance, la hice caso y rectificando mi ruego según su fe, murmuré:

—Diosa, permite que Viernes nade en tus aguas y se alimente de las frutas del edén hasta que me llegue la hora de acompañarla.

 Con la dulzura que había hecho gala desde que nos conocimos, me tomó la mano diciendo:

—Te esperaré en la orilla, esposo mío, y juntos navegaremos por el mar celestial.

Las lágrimas de mis ojos no me impidieron observar como exhalaba su espíritu y fallecía entre mis brazos. Mi grito de angustia resonó por la isla al perder finalmente al sostén de mis días más difíciles. Compartiendo mi dolor, John y el resto de los que habíamos visto el fatal desenlace se echaron a llorar.

—Debemos recordar a mi madre por sus risas— comentó desde la cama el huérfano.

—Y por el amor que nos brindó— destrozada añadió Grace, rememorando en su mente el cariño con el que la recibió al naufragar.

Alertado por nuestros lloros, Rodrigo se acercó y viendo lo ocurrido, tímidamente y desde la puerta, comenzó a rezar por su alma:

—Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida, dulzura esperanza nuestra…

Lejos de molestarme el que el papista pidiera a María su intercesión, me gratificó al saber que ese hombretón y todos mis súbditos habían recibido los parabienes de mi adorada y que, en su medida, compartían nuestra pena. Aun así, cuando tras ese responso católico pidió que le dejara ocuparse de su cuerpo, me negué porque eso era algo que debía hacer yo.

—Gracias, pero no. Quiero ser yo quien la despida— sollozando respondí mientras tomaba entre mis brazos a la mujer que me había evitado enloquecer cuando mi soledad era total.

Dejando momentáneamente al resto de los nuestros al cuidado de Rodrigo, Grace me acompañó y juntos encendimos el fuego con el que cerraríamos el capítulo más dichoso de nuestra vida:

—Robin, si tenemos otra hija, quiero que se llame Viernes.

—No, cariño. Si Dios nos premia con otra, se llamará Catey que fue el nombre que su madre le dio antes de conocerme.

            El humo que salía de las llamas me recordó que nuestro paso por la tierra era solo temporal y que nuestro destino estaba en el cielo. Durante dos horas, nos quedamos junto a la hoguera diciéndole adiós hasta que solo quedaban cenizas. Tomando un saquito de las mismas, acudí a la playa donde la conocí y rememorando su rescate, las esparcí en la arena.

            —Hasta pronto, amada mía— derrumbándome gimoteé…

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