35

Durante varios días, tanto Lady Constance como su hija se mantuvieron distantes. Asumiendo la lucha que las palabras de Viernes habían desencadenado en su interior, preferimos dejarlas solas y no tratar de influir en ellas. No en vano, tanto para Grace como para su madre era extremadamente complicado olvidar su parentesco para tratarse de igual a igual.  Prueba de ello fue cuando una mañana estaba trabajando en los campos con John y ambas llegaron pidiéndome consejo:

―Robin, hemos estado hablando y queremos que nos expliques qué es lo que deseáis de nosotras.

Comprendiendo los reparos de ambas, medí mis palabras al contestar:

―Aunque creo que Viernes piensa igual que yo, tomároslo como cosa mía. Para mí, las dos sois nuestras mujeres y por tanto deseo que dejéis vuestras rivalidades y os entreguéis a nosotros sin pensar en lo que os une.

Con el rubor cubriendo sus mejillas, Constance dudó antes de contestar:

―Pero… el amor que siento por mi niña no es el mismo que siento por vosotros.

―No te estoy pidiendo que lo cambies, pero sí que cuando estéis con nosotros recordéis que somos una familia y que por tanto nadie tiene supremacía sobre el otro― respondí obviando el término que tanto las asustaba.

La hija respiró al creer que no las estaba exigiendo que se entregaran carnalmente una a la otra y más tranquila comentó el rechazo que les provocaba el incesto.

―Exactamente ahí esta vuestro error. Desde que os desposamos, dejasteis de ser madre e hija y os convertisteis en nuestras amadas esposas.

Nuevamente escandalizada, prefirió dejar el tema y tomando los aperos de labranza, preguntó en qué podía ayudarme.

―Mientras termino de abrir este surco, vendría bien que entre tú y tu mujer comencéis a regar los maizales.

Al responder de esa forma di por sentado que no quería que nunca me volvieran a discutir que ambas formaban parte de un cuarteto. Las nobles se abstuvieron de comentar nada y yendo al canal, entre las dos abrieron una zanca para que el agua discurriera por el sembrado. Viéndolas trabajar, John, que había permanecido al margen, comentó:

― ¿Por qué les preocupa eso tanto? Hasta yo sé que, el día que faltes mi deber, será ocuparme de mamá y de tus otras esposas.

Espantado con la idea de que mi chaval asumiera de esa forma tan natural lo mismo que les reclamaba a las dos nobles, me hizo hasta sudar y sin una respuesta clara, mantuve completo mutismo mientras anotaba que debía preguntar a mi salvaje qué era lo que opinaba su pueblo de ello.

«Les estoy pidiendo algo que a mí me repugna», sintiendo la espada del altísimo sobre mí, medité.

Con ello en la mente, terminé mis faenas diarias y volví a la choza. Al encontrarme con Vienes, la llevé donde las cabras y sin que nadie me oyera, recabé su opinión sobre el asunto. Conociendo de antemano la razón de mi embarazo, cariñosamente, contestó:

―Debes antes de nada recordar que mi pueblo ha estado en constante lucha con las tribus de alrededor y por eso es normal que nuestros hombres mueran dejando mujeres jóvenes. Por ello, desde bien niños, enseñamos a nuestros primogénitos que deben de velar por sus madres en todos los aspectos para que nuestro número no mengüe.

 ―Pero, eso es ¡antinatural! ― exclamé.

Sonriendo, la morena replicó:

―No, mi amor. Lo antinatural sería lo contrario. Todos los seres de la creación están llamados a reproducirse e iría contra la voluntad de la Diosa que un joven rechace germinar el vientre de una mujer solo por el hecho de ser su madre.

Tratando de darle la vuelta a sus argumentos, insistí:

―Según dices si por alguna causa no tuvieras un hombre a mano con excepción de tu padre, sería tu deber procrear con él.

―Así es, pero por suerte ese no es mi caso. Te tengo a ti― haciéndome una carantoña, contestó.

Como necesitaba digerir lo que me había dicho antes de tomar una resolución que sin duda afectaría a mis británicas, devolviendo su caricia, pregunté qué había de comer.

Siendo esa cuestión algo que determinaría la evolución de nuestro matrimonio, temí que las británicas nos llegaran dándolo por terminado y por ello antes de irnos a acostar comenté con Viernes que no debíamos forzarlas. Debido a eso, tanto ella como yo, esperamos impacientes la actitud que tomarían al entrar en la cama. Llegado el momento de descansar, ya desnuda, y mientras su madre se acomodaba al lado de la morena, Grace se acurrucó al mío. Consciente de lo que debía estar pasando por su cabeza, dejé que me abrazara sin moverme y no fue hasta que sentí sus dedos recorriéndome el pecho, cuando conseguí tranquilizarme.

            ―Duerme, mi lady. Tu día ha sido duro― susurré al notar que sus caricias se iban acrecentando.

            Desoyendo mi ruego, la joven prosiguió con sus mimos bajando por mi dorso con sus yemas.

            ―No es necesario― supliqué sintiendo mi virilidad alzándose entre mis piernas.

            Cerrando mi boca con sus labios, la rubia se encaró a mí diciendo:

            ―Ámame. Necesito saber que sigo siendo tuya.

            Supe que habían llegado a un principio de acuerdo entre ellas cuando un gemido a mi derecha me alertó de que Constance estaba exigiendo lo mismo a Viernes y por eso no pude negarme cuando sin esperar mi respuesta Grace sumergió mi masculinidad en ella. La lentitud con la que se empaló permitió que disfrutara de cada uno de sus pliegues abriéndose al paso de mi tallo y sabiendo que, de cierta manera, era la respuesta a nuestra petición, me mantuve a la expectativa. Poco a poco, la más niña de mis señoras fue acelerando el ritmo con el que cabalgaba usándome como montura mientras de reojo veía a su madre y a mi salvaje entrelazando sus piernas con ardor.

            ―Dime que nos perdonas― sollozó dulcemente al notar que colaboraba con ella tomando con las manos su trasero.

            ―No tengo nada qué perdonarte, amada mía― repliqué entregado a esa deliciosa criatura.

            Al escucharme decir que no le recriminaba nada, sonrió y olvidando cualquier reparo, se lanzó desbocada en busca del gozo. Sus blancos pechos rebotando arriba y abajo azuzaron más si cabe mi lujuria y llevando mi boca a ellos, comencé a lamerlos.

            ―Muérdemelos cómo está haciendo Constance a nuestra esposa― chilló poseída por una desmesurada pasión.

            No me pasó inadvertido que todavía no era capaz de ver a su progenitora como parte integrante de nuestro matrimonio, pero no dije nada asumiendo que el tiempo resolvería sus dudas en algún sentido. No queriendo obligarla a dar ese paso, decidí concentrarme en su placer y cerrando mis dientes alrededor de los rosetones que me ofrecía, cedí a sus deseos. Supe que había hecho lo correcto cuando de improviso la chavala se rio presa de la felicidad e implorando me rogó que continuara poseyéndola. Contestando a su súplica, le marqué el ritmo en sus nalgas con unos suaves, pero persistentes, azotes al saber de su predilección por ellos. Esas caricias la desbordaron y aullando a la luna que podíamos ver a través de la puerta, su cuerpo se estremeció por el placer.

            ―Dios mío, gracias― suspiró mientras se dejaba caer sobre mí.

            Notando que mi hombría seguía en lo alto y que ella ya había disfrutado, esa pecaminosa criatura llamó a Constance para que ocupara su sitio entre mis piernas. Su madre no lo dudó y dejando de lado a Viernes, saltó sobre mí ensartándosela al completo mientras la morena se quejaba de su súbita soledad.

―Deja que sea yo quien sustituya a tu esposa― deslizándose sobre el colchón, pidió mientras buscaba sus besos.

Aunque la aceptó encantada, mi amada salvaje no dudó en rectificarla:

―Ven y sigue con lo que estaba haciendo ¡nuestra mujer!

Reconozco que me alegró comprobar que también la madura tomaba como dirigida a ella ese reproche al escucharla decir en mi oído:

―Os amo, mi señor, al igual que amo a mis otras esposas.

Asumiendo el salto que habían dado, llevando mis yemas a sus senos, azucé su pasión comentando lo mucho que me gustaban.

―Úsalos, pero recuerda que no son solo tuyos sino también de mis señoras― gimió insistiendo en que aceptaba completamente el estar casada con los tres.

 Impresionado por sus palabras, comprendí que debía devolverle con creces su esfuerzo y moviendo mis caderas, le pedí que al día siguiente fuera ella quien me acompañase en mi ronda por la isla. La promesa que llevaba implícita esa petición la hizo suspirar y reanudando con alegría su asalto, me rogó que la llevara siempre.

―De eso, nada― escuchamos que Grace replicaba molesta: ―Robinson debe de repartir su tiempo entre todas.

Desternillada de risa, Viernes la atrajo hacia ella y mordiendo sus labios, susurró:

―No te preocupes, amor mío. Mientras esos dos se cansan escalando, tu y yo iremos a bañarnos a la laguna.

Cogiendo al vuelo lo que la morena le ofrecía, la joven susurró:

―Tienes razón… al irse los viejos, las jóvenes podremos disfrutar entre nosotras sin tener que lidiar con sus achaques.

Mi carcajada resonó en la choza al notar que, dándose por aludida, Constance bufaba y besándola, repliqué para que nos oyeran las de mi derecha:

―Demostremos a este par de niñas por que se dice que los vinos del año nada tienen que ver con los de que tienen solera.   

Aceptando mi sugerencia, la cincuentona comenzó a cabalgar desbocada rumbo a la meta…

36

Cuando todavía no nos había dado tiempo de acostumbrarnos a ser un cuarteto, llegó de vuelta la expedición y con ello nuevos problemas, ya que los náufragos no retornaron solos. ¡Se trajeron consigo las familias que había creado durante su estancia en esas tierras! Entre los supervivientes, sus mujeres y los hijos que habían procreado con ellos, llegaron a la isla más de cincuenta personas. Tal volumen de refugiados me obligó a repensar mis planes y tras escuchar de labios de Rodrigo que les había resultado imposible construir algo más grande que las chalupas en las que habían venido, di por sentado que jamás podríamos salir de ese archipiélago. Con el ánimo por los suelos tras esa noticia, organicé un banquete en honor a los recién llegados.

Poco habituado a tratar con un suegro, confieso que temí que Moa reaccionara escandalizado con que nos hubiésemos casado con mis dos compatriotas, pero no fue así. Para mi sorpresa, el padre de mi amada no solo aceptó de buen grado su presencia, sino que incluso me felicitó por haber conseguido que dos mujeres tan bien dotadas me aceptaran como su hombre. Que hiciera mención a sus atributos femeninos en primer lugar sin dar importancia al hecho de que su hija compartiera cama con ellas, me dio qué pensar y más cuando era evidente la atracción que el salvaje sentía por la mayor de las dos.

            ―La diosa ha sido generosa con ella―sin inconveniente alguno, comentó fijando la mirada en los turgentes senos de la madura.

Comprendí lo mucho que había cambiado la noble desde que arribó cuando no se enfadó con ese comentario, sino todo lo contrario. Demostrando lo mucho que le gustaba ser objeto de tan genuina admiración, le dedicó una sonrisa cómplice mientras le servía el guiso de cabrito que había preparado en compañía de mis otras esposas.  La reacción de la madura tampoco pasó inadvertida a Viernes, la cual preocupada me llamó a un lado y me expresó que hablaría con su padre para que se abstuviera de cortejarla.  

―No lo hagas― respondí ―Aunque apreciemos a esa mujer, piensa que todavía no ha conseguido superar el que Grace sea su hija.

Y poniendo la venda antes de la herida, quise saber realmente hasta donde estaba mal vista la infidelidad entre su gente y si llegado el caso, existía algún tipo de pena sobre los responsables:

―Cuando Una mujer decide dejar al marido es libre de hacerlo, pero su nueva pareja deberá pagar una compensación a la anterior― contestó intrigada, ya que sabía del cariño que tenía por esa noble y no le cuadraba que estuviera dispuesto a renunciar a ella.

―No estoy diciendo que me apetezca que nos abandone, pero tampoco sería un desastre… ya que mi amada salvaje seguiría teniendo a un bello juguete con el que disfrutar― respondí recordando que llegado el caso nos quedaría la rubia: ―Piensa además que, a ojos de nuestros nuevos súbditos, que estemos casados con madre e hija es algo inmoral.

Estábamos todavía viendo los pros y las contras del tema, cuando Grace nos llegó con lo mismo, pero a diferencia de nosotros ella muy cabreada.

―Robinson, tienes que llamar al orden a tu esposa. No es lícito que una mujer casada esté tonteando de esa forma.

Su insistencia en considerarla “mi”, en vez de referirse a ella como “nuestra” me hizo ver que no andaba errado en que ambas seguían siendo reticentes a aceptar nuestro matrimonio en todas sus consecuencias y no deseando darle más importancia de la necesaria, atrayéndola hacía mí la senté en mis rodillas.

― ¿Mi zorrita está celosa? ― pregunté mientras disimuladamente amasaba su trasero.

Cayendo en la trampa, lo negó insistiendo que si lo decía era por mí, ya que a ella le daba igual lo que la “anciana” hiciera. Tras reafirmar involuntariamente que no había conseguido vencer el tabú que para ella suponía su parentesco, buscó mis besos bajo la atenta mirada de Viernes. Como eso no suponía algo que tuviésemos que resolver de inmediato, temiendo que nuestros víveres no alcanzasen para mis nuevos súbditos, hable con ellas sobre incrementar la superficie cultivada para ser autosuficientes. Las dos coincidieron conmigo con ello, pero también de que era urgente formar a la gente en la pesca, para no depender de la caza, ya que sí nos dedicábamos a matar animales, no tardaríamos en esquilmar la zona

―Las cabras y las tortugas deben ser nuestro último recurso― concluí y levantándome de mi silla pregunté a los ahí congregados si había alguien con experiencia pescando.

Moa, el padre de la caribeña, contestó:

―En mi pueblo, todos sabemos pescar y eso incluye a las mujeres.

            Aprovechando que disponíamos de botes, organicé que cada día que cuatro dotaciones salieran a tirar redes para dotar de una nueva fuente de alimento a mi nutrida tropa mientras el resto se ocuparía de abrir nuevos sembrados. Con él y con Rodrigo en calidad de representante de los europeos, distribuí los trabajos en virtud de la experiencia de cada uno. Mis sospechas sobre la afinidad que sentía Constance por el jefe se incrementaron cuando mi hijo pidió a su abuelo que le enseñara a pescar. Ya es que, al decir que sí y que al día siguiente John formaría parte de su tripulación, la madura me rogó que la dejara acompañarlos.

―Si Moa no pone ningún inconveniente, puedes hacerlo― contesté mientras observaba las dificultades de mi suegro para ocultar la alegría que sentía por contar con ella como grumete.

 Esa tarde comenzamos a levantar las chozas donde dormirían las distintas familias y por eso no tuve tiempo de hablar con Constance para tantear de primera mano que sentía ella, no fueran a ser suposiciones mías. Tras haber terminado de cenar y mientras nos retirábamos a descansar, vi las miradas que ambos cincuentones se echaban y comprendí que la noble no tardaría en sucumbir a las atenciones del caribeño. Por ello no me dejé engañar cuando intentó calmar la calentura que le había provocado el musculoso salvaje usándonos a Viernes y a mí como sustitutos. Curiosamente la única que protestó al llegar desnuda a nuestro lecho fue su hija al sentir que la dejaba de lado:

―Yo también quiero tus caricias― repeló molesta la rubia cuando, poniéndose de rodillas sobre la cama, su progenitora me rogó que la amara.

― ¿Quién te las niega? ― pregunté mientras insertaba violentamente mi hombría entre las piernas de la cincuentona.

            El ímpetu con el que tomé a su madre la dejó sin habla y pegando un gemido lleno de envidia, Grace se lanzó sobre la morena intentando apaciguar sus celos. La caribeña no le hizo ascos y besándola con pasión, los cuatro nos sumergimos en la lujuria que nos pedían nuestros cuerpos mientras me preguntaba si esa sería la última vez que disfrutáramos los cuatro juntos de esos agasajos…

Tal y como habían quedado, John y su abuelo acudieron temprano a la choza en busca de Constance. La felicidad de la cincuentona al irse me ratificó la impresión que la perdía y parcialmente molesto, la despedí desde lo alto de la empalizada. Sintiendo que se me escurría entre los dedos y que era inevitable, preferí ocuparme del bienestar de mis nuevos súbditos y poniéndome al frente de la apertura de los campos, me reuní con Rodrigo y con Ernesto.

            Los dos papistas, que habían llegado a la isla, en compañía de sus esposas caribeñas demostraron ser dos hombres dispuestos y colaborativos y junto a ellos distribuimos las labores de nuestra gente. Tras tantos años penando en esas tierras y con la amenaza de la hambruna siempre presente, los refugiados que trajeron con ellos vieron en mi persona una esperanza a la cual aferrarse y se abocaron a cumplir mis órdenes con presteza. Mientras los hombres nos dedicábamos a arar, las mujeres bajo el mando de mi amada Viernes terminaron de levantar las chozas y por ello, casi estaban listas esa tarde cuando los que habían ido a pescar volvieron con sus capturas. La fecundidad de las aguas que rodeaban la isla junto con las artes de pesca que aportó uno de los europeos hizo que nuestra dieta mejorara sustancialmente.

El éxito que tuvimos aumentó la euforia de todos y prueba de ello, fue la rapidez y la magnitud con la que abrimos nuevos campos al cultivo, pero también provocó que, al cabo de seis meses, cuando cortamos los primeros maizales, Moa me llegara con una petición. Como apenas había hablado con él en ese tiempo, reconozco que creí que llegaba para hablarme de Constance, pero para mi sorpresa no fue así.

―Robinson, quiero pedir su permiso para traer al resto de mi pueblo― me dijo de la mano de su hija, para a continuación contarme las penurias que su tribu estaba pasando al no contar casi con alimentos.

Al escuchar que se sentía responsable de los que había dejado atrás y que apenas podían sobrevivir con lo que la naturaleza les ofrecía, no pude negarme a auxiliarlos, aunque eso supusiera duplicar la población de mi pequeño reino y únicamente pedí que su llegada fuera escalonada para dar tiempo a que incrementáramos aún más la extensión de cultivo.

―Papá, son mi gente y algún día seré su jefe. No puedes pedirnos eso― con una determinación que me llenó de orgullo, apoyando a su abuelo, comentó mi chaval.

Mirando a John que para entonces estaba a punto de cumplir los doce años, supe que debía de aceptar el ruego y dispuse una nueva expedición. Me alegró de sobremanera que entre los voluntarios pidieran ir la mayoría de los europeos al saber que eso significaba que se habían integrado y se sentían del mismo pueblo. En cambio, lo que me llenó de pesar fue que mi hijo insistiera en acompañarlos recalcando que era su obligación. Al expresar mis dudas, su propia madre se cambió de bando y me rogó que lo dejara marchar, aduciendo que era necesario que nuestro niño conociera las tierras de sus ancestros.

―Cuando usted muera, mi nieto se convertirá en el intermediario de la Diosa― sin ningún tipo de reparo, señaló Moa haciéndome ver lo que para los caribeños yo representaba.

Aunque había escuchado rumores, hasta ese momento, nunca creí que fuera generalizado entre ellos el creerme un enviado del altísimo en su forma femenina. Pero lo que realmente me sorprendió fue que Rodrigo en nombre de los blancos aprovechara el momento para reconocerme como su Rey y a John como su príncipe.

―El señor ha dispuesto que usted sea nuestro monarca― arrodillándose frente a mí, declaró el español.

Supe que era algo preparado cuando imitándole el resto de los habitantes se postraron ante mí jurándome lealtad. Sin otra salida que aceptar, permití que me nombraran mientras colocándose a mi lado, Grace y Viernes sonreían. Que Constance no buscara su sitio junto a mí fue la prueba de que ya no se sentía parte de nosotros y que era cuestión de tiempo que nos pidiera emanciparse.

Las dos semanas que tardamos en organizar la partida convirtieron en certeza esa impresión cuando con cualquier pretexto la madura desaparecía junto al salvaje. Hoy sé que para entonces el amor había enraizado en el corazón de ambos cincuentones y que si no lo habían exteriorizado solo se debía a que habían planeado hacerlo a la vuelta de la expedición. Por eso no me extrañaron sus lágrimas al despedir a Moa, lágrimas que intentó disfrazar abrazando a John mientras mi hijo se subía a una de las chalupas.

 ―Volved a nuestro lado― chilló desolada mientras los veía marchar.

El dolor que sentía por la separación de mi retoño, me impidió consolarla y cabizbajo, desaparecí de la playa aun antes que desaparecieran por el horizonte…

37

Los designios de nuestro señor fueron benéficos y justamente al mes de partir, una tarde me llegó la noticia de su regreso. Dejando los aperos con los que colaboraba en la siega del fruto de nuestro trabajo, corrí como pocas veces rezando para que mi retoño volviera con los que estaban arribando a la playa. Confieso que lloré al verlo ayudando a su gente a desembarcar y sin contener mi satisfacción, lo abracé. No supe que decir al darme cuenta que en esos treinta días mi chaval había madurado y que los miembros de su tribu lo veían como su líder a pesar de su corta edad.

            ―Padre, te presento a mis prometidas― con una voz grave que no tenía al marchar, declaró ante el embeleso de su madre mientras dos niñas un poco mayores que él permanecían a su lado.

            El mundo se hundió a mis pies al percatarme que el niño que había partido ya no existía y que el que me hablaba era un adolescente que se encaminaba a ser un hombre. Sabiendo que la mayoría de edad en esas tierras se adquiría a los trece años y que se convertiría en adulto el día de su próximo cumpleaños, miré a las morenitas con ternura.

― ¿Cómo se llaman estas criaturas? ― únicamente pregunté aceptando ese noviazgo que según la óptica occidental era un despropósito.

Las adolescentes no esperaron a que el puñetero renacuajo las nombrara y orgullosamente contestaron.

―Somos Anana y Tuna Crusoe.

Que adosaran ya mi apellido a sus nombres y que estos fueran la versión antillana de las frutas que conocemos como la piña y el higo chumbo me hizo gracia y sin demostrar el enfado que me había supuesto el que mi hijo no hubiera pedido mi permiso para comprometerse, las abracé recibiéndolas en la familia.

―Tú y yo tenemos que hablar― comenté viendo que tanto su madre como Grace las tomaban de la mano y desaparecían con ella rumbo a la empalizada.

―No hay problema, padre. Pero deja que antes me ocupe de encontrar alojamiento a las familias que he traído― John respondió dando nuevamente muestra de hombría.

Al saber que como mi heredero entraba en sus funciones el asegurar el bienestar de los recién llegados, no insistí y viéndolo partir dando instrucciones para que lo siguieran, pude advertir la presencia de Constance mirando a Moa sin atreverse a mostrar la felicidad que sentía con su vuelta.

―Ve y abrázalo. Sé que lo estás deseando― musité dándola un azote que sabía que sería el último.

Con mi permiso, la cincuentona corrió a brazos del caribeño y no deseando incomodar a la pareja con mi presencia, volví al pequeño pueblo que con gran esfuerzo habíamos conseguido erigir.

Por la noche, la alegría de los habitantes de mi reino chocó frontalmente con la angustia que sentía al saberme preso en la isla. Muy a mi pesar comprendí que, aunque la providencia me mandara una posibilidad de retornar a mi amada Inglaterra jamás podría abandonarla, ya que mi sitio estaba ahí.  El festejo que se organizó para dar la bienvenida al resto de la tribu hizo que tuviese que asumir que era así y que mis huesos terminarían sepultados en mitad del trópico cuando siempre había pensado en volver.

Teniendo a Viernes a mi derecha y a Grace a mi izquierda, alrededor de una hoguera, me llegó Moa en compañía de una morenita atada de pies y manos proponiendo un trueque. Juro que no entendí a qué se refería hasta que mi amada caribeña, su hija, preguntó qué era lo que deseaba intercambiar con esa joven.

 ―Mi señor, sabiendo que lo que le pido vale mucho más que esta prisionera, quiero a cambio a Lady Constance― respondió mientras ponía en mis manos a la aludida.

            La ansiedad con la que la cincuentona esperaba mi resolución me hizo comprender que era algo que deseaba y levantándome de mi asiento, tomé a mi compatriota y quise saber de sus labios que aceptaba ser objeto de ese trato. Al decirme con lágrimas en los ojos que así era, cediéndosela al salvaje le exigí que la tratara bien y que la hiciera feliz mientras la otra parte de la transacción esperaba aterrorizada lo que dispusiera su nuevo dueño. Yendo hasta ella, la solté mientras exteriorizaba en presencia de todos que en mi reino no permitiría la existencia de esclavos.

―Todo hombre o mujer que pose sus pies en esta tierra será libre― reclamé.

Sin distinción de origen, los habitantes de la isla aceptaron ese decreto y mientras los europeos pensaban que con ello cumplía la ley de Dios, para los caribeños veían en ello una muestra más de la bondad de su Diosa. La única que no sabía cómo actuar fue la joven y por ello, quise obligarla a sentarse y disfrutar del banquete como una más, pero a pesar de mi insistencia se negó hasta que, mediando entre nosotros, Viernes hablándola en su idioma consiguió que se acomodara a mis pies.

― ¿Qué le has dicho? ― pregunté al contemplar la angustia de la antigua cautiva desaparecía y en su rostro aparecía una sonrisa.

―Conociendo el destino que entre su gente tienen los extranjeros, le he confirmado no solo que no nos la comeríamos, sino que además la habías liberado― contestó.

Conociendo como conocía a mi amada, supe desde el primer instante que se había guardado algo y que el contenido en su conversación había habido otro mensaje que me había obviado. Entornando los ojos, replicó:

―Solo le he contado la verdad.

― ¿Qué verdad? ― insistí.

―Que no se quedaría desamparada ya que su nuevo rey había accedido a que ocupara el lugar de la esposa que había intercambiado por ella.

― ¡No hice tal cosa! ― exclamé molesto.

Riendo, mi amada morena mientras la chavala intentaba darme de comer en la boca, contestó:

―Iba implícito en el trato que cerraste con mi padre. Al no aceptarla como esclava, dejaste claro que la acogías como mujer y ella ha aceptado.

Consciente de que hablábamos de ella, la joven debió de temer por su destino y besando mis manos, comentó algo en su ininteligible jerga.

Al preguntar por el significado de sus palabras, fue John quien las tradujo:

―Padre, te ha rogado que no la consideres una enemiga sino un vientre que te dará más guerreros para extender tu imperio.

Grace creyó necesario entonces dar su punto de vista y pidiendo a mi retoño que le sirviera de intérprete, preguntó su nombre. Tras saber que se llamaba Tanamá, mariposa en caribeño, susurró en su oído que le daba la bienvenida como nuestra esposa. Viernes no vio inconveniente en apoyarla mandando una andanada a la línea de flotación de la rubia al decir:

―Esta noche entrarás a formar parte de nuestro hogar y te serás conocida por Tanamá Crusoe, la concubina más joven de nuestro rey.

No pude más que tomarme a guasa sus palabras al ver la cara que se le había puesto a mi compatriota al ser destronada como la menor en nuestro lecho y viendo que todo el mundo esperaba que diera mi aceptación, atrayéndola hacia mí, le hice una carantoña diciendo:

―No solo serás la más joven flor de mi huerto, sino que tiene un mejor trasero.

Como no podía ser de otra forma, mis otras dos esposas no se mostraron de acuerdo y dando muestras de disconformidad, pidieron a John que las defendiera. El muchacho, desternillado de risa, únicamente contestó:

―Mi padre ha hablado y queda dicho. ¡El mejor culo es el de Tanamá!

Fue tal el enfado de su madre y de su madrastra que al crio solo le quedó buscar refugio entre sus jóvenes prometidas. La alegría y mimo con las que ambas lo recibieron me hizo dudar si acaso mi bebé no se había estrenado ya carnalmente y no deseando comentar ese extremo con Viernes, directamente pregunté al abuelo.

―Todavía no, porque antes de hacerlo necesitaba su permiso― para acto seguido y sin dejar de reír, comentarme que dada la forma en que sus elegidas lo trataban, dudaba que pasara de esa noche que su nieto saboreara la esencia de una mujer.

Pálido comprendí que era posible y deseando aconsejarle que postergara ese momento, pedí a mi hijo que me acompañara lejos de la hoguera. John debió de anticipar el tema que quería tratar porque, cuando comencé a hablar sobre la importancia de una primera vez, cortó mi exposición diciendo:

―Padre, sé cómo debo comportarme en la cama. No en vano tengo en ti un buen maestro y sé que deberé de procurar el placer de ellas antes que el mío.

Que mencionara con tanta naturalidad que me había visto amando a mis señoras, me dejó sin resuello y solo pude susurrar en su oído que prefería que aguantara a cumplir su mayoría de edad antes de hacerlo. El muchacho contestó:

―Lo intentaré, pero dudo que mis prometidas accedan porque ya se han hecho a la idea de que esta noche dormirían conmigo en la choza que mandaste construir para nosotros.  

Hundido en la miseria, comprendí que aun siendo el monarca de esas tierras el verdadero gobernante era su madre y que, actuando a mis espaldas, ya tenía preparada la casa que sería el lugar donde nuestro hijo se hiciera hombre.

―Hazte fuerte y espera― le aconsejé mientras volvía al calor del fuego.

Al llegar a la hoguera, con ganas de pelea, me encontré con otra sorpresa y es que al encararme con Viernes, ésta me contestó que había un problema con Tanamá. Al cuestionarle qué pasaba, susurrando me explicó que su padre me había estafado al cambiármela por Constance.

― ¿Por qué lo dices? ― pregunté mirando a la chavala que se había acomodado a mis pies y cuya cabeza estaba acariciando.

Mi amada tardó unos momentos en contestar, tiempo más que suficiente para que buscara en la antigua prisionera un fallo. Observándola disimuladamente no hallé en ella nada extraño si exceptuaba su juventud al asumir que máximo esa criatura tenía veinte años.  

―Nunca ha estado con un hombre― musitó en mi oído como si la virginidad fuese un pecado.

― ¿Y? ― respondí solo preocupado por la responsabilidad añadida de ser yo quién la estrenase.

Asumiendo que mi extrañeza solo podía deberse al desconocimiento, me explicó que lo normal entre los antillanos era que una mujer la perdiera poco después de su primera menstruación y que solo se mantenía inmaculadas a las que estaban destinadas a la Diosa. Malinterpretando sus reparos, creí erróneamente que la habían designado para ser sacrificada en una ceremonia y tranquilamente, comenté que la joven no tenía por qué preocuparse:

―Dile que no tiene nada que temer, aquí no somos antropófagos.

― ¡No es eso! – exclamó: ― ¡Es su sacerdotisa! Y, por tanto, es territorio prohibido. No podrás hacer uso de ella. Si lo haces te arriesgas a despertar la ira de la Diosa.

Soltando una carcajada, le expliqué que lejos de contrariarme, me acababa de quitar un peso de encima, ya que la idea de poseer algo tan joven no me atraía en absoluto y más cuando su entrega venía impuesta.

―La mandaremos a vivir con las solteras― tratando de tranquilizarla, decreté sin saber que de nuevo había errado.

―No puedes. ¡La hemos aceptado como esposa! Y por tenemos que tratarla como a una de nosotros. Vivirá en nuestro hogar, comerá en nuestra mesa y dormirá en nuestro lecho, pero bajo ningún concepto podremos usarla carnalmente.

―Teniéndote a ti y a Grace, no necesito más― dije acariciando una de sus mejillas.

Para mi sorpresa, la muchacha de la que hablábamos al ver que le hacía una carantoña a mi amada, tomando mi mano, me exigió que también se la hiciera a ella.

―Está en su derecho― comentó apesadumbrada Viernes: ― ¡Es tu esposa!

Sin entender todavía el alcance y mientras recorría con mis yemas la tez morena de Tanamá, le pregunté cómo íbamos a conciliar nuestra vida carnal con su entrega a la diosa.

―Ese es el problema― susurró: ―La pobre nunca podrá participar de nuestros juegos por mucho que le apetezca.

Al escucharla, por fin caí en lo que la llevaba atormentando:

«No le preocupamos nosotros sino Tanamá. Teme que, al ser testigo de nuestro amor, la joven no pueda soportarlo y reniegue de sus creencias, pidiéndonos que la amemos». Pensando en ello, no pude evitar imaginar el sufrimiento que me acarrearía estar presente en una cama sabiendo que el placer que observaba me estaba vedado.

― ¡Será una tortura! – musité.

Confirmando que daba la razón a mi negro pronóstico, Viernes dibujó una triste sonrisa en su rostro mientras la muchacha intentaba que comiera un trozo de carne de sus manos.

Ajena a nuestro pesar, Tanamá no solo dedicó el resto del banquete a congraciarse conmigo sino también con Grace y con Viernes, haciendo extensivos sus mimos a ellas. La inglesa muerta de risa los aceptó y desconociendo que ese manjar caribeño nunca estaría a su alcance, en un momento dado disimuladamente pellizcó uno de sus senos. Supe que la cría nunca había sentido ese tipo de caricia cuando la oí sollozar. No queriendo aumentar su congoja, comenté a Grace la particularidad de nuestra nueva esposa.

            ― ¿Me estás diciendo que nos hemos casado con una monja? ― preguntó, para acto seguido y sin darme tiempo de contestar, señaló un tanto extrañada el tamaño que habían adquirido las areolas de la muchacha con el pellizco: ―No lo parece. Mira, ¡le ha encantado!

            Bajando la mirada, supe que tenía razón al contemplar sus juveniles pitones totalmente erizados.

―Intenta no tocarla para no perturbar más su ánimo― en voz baja comenté: ― Bastante tiene con lo que va a sufrir cuando compruebe que la dejamos de lado.

―No tiene por qué hacerlo. ¡Puede colgar los hábitos! ― desde su óptica cristiana, replicó la rubia: ―Y entregarse a nosotros.

―Eso mismo pienso yo―   respondí en voz baja: ―Pero Viernes no está de acuerdo. Por lo visto, si la amamos podríamos provocar que la ira de Dios caiga sobre nosotros.

Meditando sobre ello, se comprometió a no hacerla participe de nuestros juegos siempre que eso no supusiera que eso nos obligara a renunciar a los mismo.

―No te estoy pidiendo una vida monacal, pero al menos debemos evitar hacer alarde de nuestro amor mientras se acostumbra― le aconsejé sabiendo que lo difícil que me resultaría a mí mismo practicar esa abstinencia teniéndolas a mi lado.

Ya había anochecido cuando dio fin al banquete y cada uno de los participantes se fueron yendo a sus chozas. No sabiendo cómo íbamos a afrontar la noche y sobre todo el modo con el que tratar a Tanamá, aguardé a que todos los mochuelos se fueran a su olivo antes de volver a mi hogar. Por eso cuando llegué, mis tres esposas me estaban esperando y no supe que decir cuando las vi desnudas en el lecho.

            ―¿No sería mejor dormir vestidos?― pregunté.

Viernes respondió recordándome que para su gente el desnudo no era tabú y que además debíamos comportarnos como siempre para que la caribeña no se sintiera desplazada. Totalmente colorado, me quité la ropa y esperé a que ella me dijera como colocarme, ya que lo último que quería es hacer algo que fuera en contra de sus creencias. Aumentando mi embarazo, mi amada me rogó que por esa noche me colocara entre mis dos mujeres más jóvenes. Sin poder objetar nada, busqué mi sitio al lado de Grace, mientras Tamara me hacía un hueco.

Como era habitual entre nosotros, la rubia me abrazó obviando la presencia de la morenita mientras Viernes se acurrucaba a su espalda. Viendo que nos poníamos juntos, Tanamá no lo dudó e imitando a mis otras señoras buscó cobijo entre mis brazos. La presión de sus atributos adolescentes contra mi pecho despertó mi hombría y avergonzado observé que la joven no perdía detalle del anómalo crecimiento de mi entrepierna. Sintiéndome atado de pies y manos, decidí intentar dormir para olvidar la tentación que tenía a mi izquierda y ya había cerrado los ojos cuando sentí a Grace recorriendo mi piel con sus yemas.

Al recriminárselo con la mirada, la pequeña arpía contestó:

―Viernes es la que mejor conoce sus costumbres y si ella dice que debemos actuar como siempre, eso es lo que hago.

Para mi sorpresa y mi consiguiente espanto, la madre de John le dio la razón mientras acariciaba a la rubia:

―Como sacerdotisa comprende que nos amemos, aunque ella no deba culminar.

 De nuevo, al contemplar que se tocaban entre ellas, la joven decidió imitarlas. Espantado comprobé que llevando una de sus manos a mi abdomen y la otra a los senos de la inglesa, Tanamá se ponía a participar.

―¡Me está acariciando!― señalé espantado.

―Te he dicho que no debe culminar, no que no pueda mimarnos si es eso lo que desea― respondió desde el otro lado de la cama, mi amada: ―Piensa que para ella es su noche de bodas.

Aun indeciso, decidí no responder ni a sus caricias ni a las de Grace y mantenerme inmóvil, desconociendo que, al oírla, la pecaminosa rubia iba a explorar los límites de la recién llegada.  Supe que iba a ser así cuando pasando una de sus piernas, usó mi muslo para restregar su feminidad mientras disfrutaba de los agasajos de Viernes. En esta ocasión, la joven tardó en imitarla, pero al ver que seguía sin moverme, creyó oportuno frotar su vulva del mismo modo.

«¡No soy de piedra!», exclamé en mi mente al notar la suavidad de sus pliegues contra mi piel mientras a mi derecha escuchaba el roce de los cuerpos de mis esposas amándose.

Un suave gemido me hizo abrir los ojos y espantado comprobé que había sido Tanamá la autora.

―¿Qué hago?― nuevamente pregunté a Viernes señalando la creciente humedad que sentía en el muslo que era objeto de los mimos de la criatura.

―Déjate amar, pero no debes poseerla― con voz impregnada de pasión, replicó mientras tomaba uno de los pechos de Grace con la boca.

―¡Cómo si fuera sencillo!― protesté temiendo no ser capaz de resistir.

Mi serenidad se vio puesta en entre dicho cuando copiando a mis señoras la criatura llevó sus senos a mis labios. La tersura de sus botones me resultó una tortura y cediendo a los deseos del traidor que crecía entre mis piernas, saqué mi lengua y disfruté lentamente de esos tesoros. Mis tímidos avances provocaron en ella una tempestad y pegando un elocuente maullido, aceleró el ritmo con el que se restregaba haciéndome saber que a pesar de su condición era una mujer ardiente.a

Para entonces, Grace se había dejado llevar por la lujuria y cambiando de posición, abiertamente besaba a Viernes al mismo tiempo que entrelazaban sus sexos. Esos besos tan comunes en Europa, despertaron la curiosidad de Tanamá y escalando por mi pecho, me besó. Sus gruesos labios se abrieron para dejar paso a mi lengua mientras notaba que su respiración se aceleraba. Involuntariamente, colaboré con ella llevando mis manos a su trasero. La dureza del mismo me hizo olvidar que debía mantener la cordura e inconscientemente, forcé el ritmo con el que se frotaba presionando sus cachetes contra mi pierna.

De improviso, el gozo llamó a su puerta y elevando el tono de sus gemidos, derramó su esencia impregnando con ella el muslo que le servía de montura. Al comprobar su placer, Viernes me recordó que no dejar que culminara hundiendo mi hombría en ella.

―Si ella no puede, ¡yo sí!― exclamó la rubia y soltando a mi adorada, saltó sobre mí empalándose.

La morenita no solo no se escandalizó al verlo y abrazándola por detrás, se puso a seguir el compás de mi esposa al acuchillarse.

―¿Qué está haciendo?― nuevamente pregunté al no poder comunicarme con ella.

Muerta de risa, Viernes respondió mientras se ponía a acariciarla:

―Te está amando de la única forma que puede… ¡a través de nosotras!

Recalcando con hechos lo que me había dicho, se pegó a ella y tomándola de los pechos, la imitó. Tanamá al sentir que se aferraba a ella chilló en su ininteligible idioma. Sin tenérselo que pedir, mi salvaje la tradujo:

―Nos está dando gracias por darle un hogar.

Al percatarse que estaba sirviendo de intérprete, la morenita le pidió que nos dijera que dedicaría su vida a nuestra tribu y que desde ese momento podíamos usarla para entrar en comunión con la Diosa. Reconozco que me turbó la adoración que creí descubrir en Viernes por la recién llegada, pero no tuve tiempo de decir nada ya que, en ese preciso instante, Grace alcanzó su gozo y clavando sus uñas en mi cuerpo, me rogó que sembrara su interior con mi semilla.

Curiosamente, antes que yo, quien respondió al placer de la rubia fueron las otras dos mujeres y alzando la voz, a modo de plegaria, cayeron sobre el colchón presas de un deleite que jamás había visto en una fémina. Supe que de algún modo Tanamá y Viernes se habían visto poseídas por un fervor casi religioso y ya estaba a punto de recriminárselo, cuando de improviso mi propio cuerpo entró en ebullición.

―¿Qué es esto?― exclamé al sentir que me sumergía en una dicha nunca sentida y que mi ser explotaba.

No sé si fue al sentir mis detonaciones en su vientre o los gritos que pegaban mis otras dos señoras, pero lo cierto es que Grace se vio abocada de nuevo al placer y ante mi pasmo, cayendo sobre mí se puso a llorar de alegría:

―Me llamarás loca, pero he sentido que voy a ser madre.

 Confieso que pensé que estaba exagerando cuando Viernes comenzó a agradecer a Tanamá el regalo que su deidad nos había hecho a través de ella.

«Ya se darán que la Diosa no ha tenido nada que ver cuenta cuando descubran que no está embarazada», concluí mientras la supuesta sacerdotisa me abrazaba sonriendo…

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