Cap. 10― La hoguera.

Estaba poniéndome colonia cuando Irene entró al baño y haciendo gala de lo resolutivo de su carácter, directamente entró al trapo diciendo:

        ―Lucas, creo que tenemos que hablar.

        ―¿Qué es lo que pasa?― pregunté dando por sentado que, si a ese cerebrito le preocupaba algo, tenía que prestarle toda mi atención.

        ―Acabo de caer en que en mi análisis no tomé en cuenta que la mayoría de los que van a ser nuestros paisanos vienen de democracias consolidadas.

        ―¿Y?

        Mirándome alucinada, continuó diciendo:

        ―A la larga y aunque no puedan exteriorizarlo, querrán elecciones… como sabes en mi planteamiento inicial, tu papel sería el de un rey sin corona y sobre todo sin necesidad de un nombramiento oficial.

        ―Te sigo― mentí porque realmente no sabía a donde esa mujer quería llegar.

        ―Creo que aprovechando que esta noche todos vamos a estar alrededor de la hoguera, nos anticipemos a ello y demos un golpe de efecto.

        Observando a mi asistente supe que iba a ser testigo de una nueva muestra de su carácter manipulador y por ello tomando asiento, pedí a la rubia que me explicara que era lo que había planeado.

―Lucas vas a informar a la gente que deben votar a su nuevo dirigente y que renuncias a presentarte como candidato, para que ante ese vacío yo salga elegida casi por unanimidad.

―¿Y porque haría eso yo? ¿Qué ganaría con ello?― molesto pregunté.

Viendo mis reticencias, se echó a reír diciendo:

―Mi amado y adorado Lucas, ¿todavía no te has dado cuenta de que, aunque soy una zorra, ante todo te soy fiel?― me dijo para acto seguido continuar diciendo: ―Cuando renuncies a presentar tu candidatura, me levantaré hecha una fiera y me negaré a aceptarlo… y conmigo una docena de mujeres cuidadosamente elegidas.

―Ahora sí que me he perdido― reconocí.

―Al estar grabado en las mentes de todos ellos la completa subordinación a ti, se sentirán perdidos al oír tus deseos y verán en mi oferta, una salida a sus miedos.

―¿De qué oferta hablas?

―Antes de lanzarme como candidata, pediré que nos constituyamos en asamblea para formalizar tu nombramiento como presidente vitalicio de Sabiduría.

―¿Sabiduría? ¿Así piensas llamar a nuestro pequeño estado?

―Es solo un nombre, mi rey y futuro presidente. ¡Podemos ponerle el que usted prefiera!

Aceptando sus planes, pedí que se acercara a mí. Al tenerla a mi lado, la cogí entre mis brazos y poniéndola sobre mis piernas, la regalé con una serie de azotes.

Muerta de risa y en vez de quejarse, me preguntó a que se debía ese regalo. Incrementando la fuerza de mis nalgadas, contesté:

―¿No pensarás que te he creído?

Su callada por respuesta confirmó mis sospechas.

―Me imagino que este plan lleva meses diseñado y que las otras cuatro furcias con las que convivo lo conocen antes que yo.

―Así es mi señor, pero no se enfade― respondió poniendo cara de ángel: ―No se lo habíamos contado para no preocuparlo.

 El descaro de esa mujer me hizo gracia, pero al no querer exteriorizarlo para que no se diese cuenta de lo mucho que me gustaba, cambié de tema y dando un último azote sobre el enrojecido culo de la rubia, comenté:

―Se llamará Refugio en honor a lo que hemos perdido y para que sus habitantes se llamen entre ellos refugiados. Así por muchas generaciones que pasen nunca olvidaran que es su deber reconstruir el mundo que hemos perdido.

―Me gusta, mi señor…― respondió la rubia mientras se levantaba― …así cuando extraños a este lugar escuchen su nombre querrán unirse a nosotros.

Me entraron ganas de poseerla, pero mirando el reloj supe que no tenía tiempo. Asumiéndolo abrí el cajón de mi mesilla y sin dejar de sonreír saqué unas bragas bastante atípicas.

―¿Y esto?― me preguntó al ver que ponía en sus manos un cinturón de castidad.

―Póntelo ahora mismo― respondí.

―¿Va en serio?― insistió al ver que llevaba adosado dos penes de plástico.

Ni siquiera respondí y sin dejar de observarla, esperé a que se incrustara uno en el coño, reservando el pequeño para su culo. Entonces y solo entonces, sacando un mando a distancia los encendí diciendo:

―Vamos a comprobar si eres capaz de dar un discurso mientras te corres.

Muerta de risa, cerró el siniestro artilugio para acto seguido responder:

―Mi señor es muy malo. Va a conseguir que su potrilla tenga ganas de ser montada.

Descojonado, incrementé la vibración de ambos aparatos mientras le decía:

―Eso no tiene nada de raro. Siempre estás cachonda.

Sin dejar de reír, siguió quejándose de camino a la hoguera.

―La primera medida que tendrá que tomar como presidente va a ser apagar el fuego de su primera ministra.

Pasando mi mano por su sexo, contesté mientras incrementaba la vibración de esos chismes:

―¿Fuego? Lo que tienes es una inundación.

La rubia tuvo que detenerse al sentir que sus piernas flaqueaban.

―¿Te pasa algo?― comenté al saber que debido a los dildos que llevaba incrustados de haber seguido andando a buen seguro se hubiera dado de bruces contra el suelo.

―¿Usted qué cree?― bufó mientras unas gotas de sudor hacían su aparición en su escote.

Aumentando la intensidad de esa tortura, pedí a mi asistente que acelerara el paso porque íbamos a llegar tarde.

―Apenas puedo respirar― se quejó incapaz de moverse.

La casualidad quiso que, en ese preciso instante, Johana y Suchín aparecieran por el pasillo y tras conocer el problema de su compañera, la negra me preguntó si se la echaba al hombro.

―Te va a mojar la ropa― respondí señalando la humedad que corría ya por sus muslos.

Sorprendiendo a propios y a extraños, la exsoldado dejó caer los tirantes de su vestido y quedándose en bragas, contestó:

―Mi señor tiene razón. Sería una pena mancharme solo porque una puta no sea capaz de controlarse.

Despelotado observé que mientras Suchín recogía del suelo el vestido, Johana se cargaba a Irene como si fuera un fardo.

―Puta, me estás mojando los pechitos― protestó la comandante.

Reconozco que me hizo gracia que la morena se siguiera refiriendo a sus enormes cántaros con ese diminutivo y buscando que mi asistente se sintiera usada, comenté:

―¡Qué vergüenza! En cuanto lleguemos a la hoguera, ¡habrá que solucionarlo!

―Yo puedo limpiárselos― dijo la japonesa sacando la lengua en plan provocativo.

A carcajada limpia, respondí:

―Zorrita mía, tu boca va a estar ocupada conmigo, que sea la causante la que repare el daño.

Suchín sonrió al escuchar mis palabras y pegándose a mí, me pidió al oído que le diera un anticipo. Conociendo su faceta sumisa, la complací con un duro azote sobre sus nalgas.

―Os amo, mi señor― sollozó satisfecha…

Al llegar a la hoguera, me encontré con que habían dispuesto una completa escenografía para dar relevancia a mi persona. Y es que no solo me habían preparado una especie de trono, sino que lo habían situado por encima del resto de la gente.     Me quedó claro que estaba hecho a propósito y más cuando observé que mis cinco mujeres se sentaban a mis pies dando la imagen de ser parte de un antiguo harén.

        Estaba fijándome en lo extraño que era eso entonces cuando una mujer tipo hindú que no conocía y ejerciendo de portavoz, me saludó diciendo:

        ―Don Lucas, gracias… todos los presentes solo podemos darle las gracias. Usted nos salvó del caos y junto a usted, volveremos a llevar la civilización al mundo.

        Los aplausos acallaron su voz y muy cortado miré a Irene. Nada más echarle una ojeada, supe que esa zorra me había engañado porque, olvidándose de lo hablado, estaba totalmente concentrada lamiendo las enormes ubres de Johana.

        El plan era que esa puta manipuladora hablara en mi nombre, pero al advertir que podía quedarme sentado porque estaba más interesada en saborear a la negra que cumplir lo acordado, tuve que levantarme a agradecer los aplausos.

Nuevamente la hindú alzando la voz comenzó a alabar mi visión y ante el público congregado explicó con todo detalle cuando me había enterado del apocalipsis que se cernía sobre la humanidad.

―Esta tía está loca, ¡se nos van a echar encima!― murmuré mientras miraba acojonado a Johana creyendo que no tardaría en tener que intervenir.

―No lo creo― levantando su mirada, mi asistente replicó antes de lanzarse en picado sobre el chocho de la ex militar.

A través de los altavoces, la exótica y elocuente asiática seguía explicando la cantidad de llamadas que realicé para convencer a la clase dirigente de lo que se avecinaba.

―¿Y sabéis lo único que nuestro benefactor consiguió?…― dejó la pregunta en el aire―… ¡Qué lo tomaran por loco!… ¡Eso consiguió!… ¡Un pasaporte casi seguro a un manicomio!

El dramatismo de su voz consiguió que la gente se mantuviese callada y entonces levantando el puño mientras señalaba a sus oyentes con la otra, les gritó:

―Pero… ¿creéis que eso le paró?… ¡No! Lucas Giordano sabía que tenía el deber de salvar a la humanidad y por eso os seleccionó uno por uno.

La gente estaba impactada y la portavoz lo aprovechó para decir:

―Sí, ¡mirad al frente! Este hombre, Lucas Giordano, os considero dignos de ser la semilla de un nuevo comienzo.

Bajando el tono, la hindú prosiguió:

―En unos minutos cuando ese reloj marque las siete, nuestro líder encenderá esta hoguera y con ello marcará un nuevo comienzo… y todos haremos honor a la fe que Lucas puso en nosotros dedicando nuestras vidas a la reinstauración de la civilización en el mundo― nuevamente, hizo un silencio dramático, para concluir diciendo: ―Hermanas y hermanos, ¿haréis honor al hombre que os libró del caos?

Un rugido unánime dijo que sí y como si fuera algo preparado, toda la plaza comenzó a corear mi nombre.

―Mi señor, es la hora― susurró Akira en mi oído.

Sin saber qué decir miré a Irene y caí en la cuenta de que tenía que apagar los consoladores que había clavado en ella antes del amanecer y cediendo el mando a Adriana, le pedí que lo hiciera ella.

―Si es por mí, que se le achicharre el culo― dije cabreado y sabiendo cual era el papel que esos diez mil afortunados deseaban de mí, me levanté y encendí la hoguera.

El volumen y la rapidez con la que se extendieron las llamas ratificaron que todo era parte de un montaje y por eso cuando de detrás del fuego surgieron dos grupos de actores, comprendí que Irene y Johana lo habían planeado juntas.

―Sois un par de putas― comenté a la enorme morena.

―Mi señor, espere a que terminen para opinar― contestó mientras disfrutaba del modo en que mi asistente se sumergía entre sus piernas.

Un atronador sonido desde el escenario llamó mi atención.

«La tormenta solar», musité entre dientes mientras observaba que al igual que yo, el resto del público parecía estar hipnotizado siguiendo la escena.

En el improvisado escenario, los actores se mostraban tranquilos al comprobar que uno a uno sus aparatos comenzaban a fallar, pero su actitud cambió por el hambre. Al confrontar el hecho que sus despensas quedaban vacías se lanzaron unos contra otros con una violencia suicida.

«Eso es exactamente lo que debe estar pasando en este momento fuera de esta isla», me dije mientras dos surcos de gruesas lágrimas discurrían por mis mejillas.

Uno a uno los personajes fueron cayendo producto de su insensatez hasta que el último antes de pegarse un tiro, gritó al público:

―¡No creímos a Giordano!

El silencio se podía mascar y fue entonces cuando la joven hindú que había ejercido de portavoz salió al escenario y comenzó a cantar:

―Escucha hermano la canción de la alegría.

Levantándose de mi lado, Irene se unió:

―El canto alegre del que espera un nuevo día.

Una pelirroja espectacular salió de entre el público y con una voz demasiado profunda para su belleza continuó:

―Ven canta sueña cantado, vive soñando el nuevo sol.

Desde mi izquierda, un hombre casi totalmente tatuado se unió a ellas:

― En que los hombres, volverán a ser hermanos

        Los cuatro juntos alzando sus brazos pidieron a la gente que se les uniera. La respuesta fue unánime, diez mil gargantas cantaron a la vez esa versión de la novena sinfonía de Beethoven que popularizara a principios de los setenta, Miguel Ríos…

        Cap. 11― La madre de todas las orgias.

Tras el dramatismo con el que había dado comienzo esa extraña fiesta, Irene había proyectado una serie de actuaciones y mientras pedía explicaciones a la militar, mi asistente presentó al primer grupo.

―¿Me puedes explicar que es lo que os proponéis?― susurré en el oído de la giganta.

―La gente debe mantenerse despierta y debemos mantenerles en tensión para que puedan sentir la tormenta cuando llegue ante nosotros.

Por algún motivo no me tragué esa patraña y menos cuando tras un par de actuaciones, la hindú recordó que solo faltaban tres horas para que nos alcanzara el desastre. El nerviosismo de los presentes se incrementó de sobremanera al recordárselo y desde mi privilegiada posición observé que el número de personas pidiendo una copa se incrementó exponencialmente.

Con la mosca detrás de la oreja, comencé a meditar sobre las razones por las que a ese par de putas le interesaba mantener la angustia entre la gente. Sobre el escenario el nuevo conjunto hizo olvidar momentáneamente el caos que había fuera hasta que al terminar la jodida asiática informó que quedaban solo ciento veinte minutos para su llegada.

«¿Estas tías de que van?», me pregunté al descubrir los primeros conatos de pelea.

Al segundo grupo le resultó más difícil relegar a un rincón la angustia y solo casi al final de su actuación, la gente comenzó a tararear cuando empezaron a versionar a los Beatles con sus pegadizas melodías.

«Los están sometiendo a una montaña rusa emocional y no entiendo por qué»,  pensé fijándome en la actitud nerviosa e intranquila de todos.

Al terminar la actuación el grupo dejó su puesto a la hindú, la cual en esta ocasión se hizo acompañar por compañeros de su casa y tras dar las gracias a los cantantes, comentó:

―Todos nosotros sabemos que gracias a Lucas Giordano tenemos un futuro, pero en mi caso le quiero agradecer también el haberme dado una familia que me quiere y a la que quiero― tras lo cual, y mientras el público me ovacionaba, besó a una guapa pecosa que tenía cogida de la cintura.

Hasta ese momento no me había planteado si la gente era consciente de haber sido seleccionada para formar grupos familiares sólidos.

«No me puedo creer que no se habían dado cuenta que en las casas de sus vecinos también se habían formado nexos afectivos», pensé al descubrir las caras de estupefacción de los presentes viendo que, sobre el escenario, la hindú y los otros seis componentes de su familia se besaban unos a otros sin pudor.

No tuve que machacarme mucho los sesos para entender que en muchos de los grupos nadie se había atrevido a dar el paso y permanecían en silencio. Asumiendo que necesitaban un empujón, le pedí un micrófono a Suchín. La japonesa debía estar esperándolo porque “curiosamente” tenía uno a mano.

―Sois unas zorras― comenté mirando a mis cinco mujeres y encendiendo ese instrumento de sonido, me dirigí a la concurrencia: ―Amigos, desde que supe de la existencia de la tormenta, comprendí que no tendríamos tiempo… porque en menos de una o dos generaciones nuestro pueblo debía ser lo suficientemente fuerte para extender la civilización por todo el mundo.

Con los ojos de la multitud clavados en mí, me tomé unos segundos antes de continuar:

―Os he de confesar algo.  Todos los que vivimos en esta isla hemos sido agrupados en las casas tomando en cuenta nuestros caracteres y preferencias para que pudiésemos ser capaces de formar hogares estables. A partir de aquí, seguid vuestro corazón y vuestro libre albedrío. Nadie os presiona, pero debéis saber que sois compatibles.

Para un buen porcentaje de los que me escuchaban era algo impensable y por ello ejerciendo de ejemplo comenté:

―Al llegar a la que hoy es mi casa, solo conocía a Irene Sotelo, mi asistente.

La rubia se acercó a mí y permitiendo que la cogiera de la cintura, me besó. La pasión con la que buscó mis caricias me impresionó hasta a mí porque no en vano en ese momento estábamos en el foco de atención de la multitud.

Sin dejar de abrazarla, proseguí diciendo:

―El sistema informático que nos repartió a todos en las casas también determinó que Adriana Gonçalvez viviera conmigo y os tengo que reconocer que nada más verla me enamoré de ella.

La morenaza poniéndose en pie, me quitó el micrófono para responder:

―Yo te amo, pero también a esta zorra― y sin importarle los miles de testigos se lanzó a besarnos a los dos.

Apoderándose del aparato, Johana se presentó y tras confesar que sentía los mismos sentimientos que la latina, buscó tanto mis caricias como los de sus compañeras. Asumiendo que era su turno, Suchín y Akira se presentaron y antes de unirse nosotros, demostraron que tipo de afecto sentían al comenzarse a meterse mano entre ellas.

 Incitando a la gente a besarse, la hindú se desnudó sobre el escenario y llamando a su hombre, le pidió que la amara. El joven vikingo sonrió al ver que la oriental se ponía a cuatro patas y acercándose a ella, la ensartó de una sola embestida.

―Uníos a nosotros― exigió la joven al resto de los componentes de su hogar.

Frente a diez mil testigos, las cuatro mujeres riendo a carcajada limpia dejaron caer su ropa y se unieron a la fiesta. La desfachatez, alegría y pasión de ese grupo se contagió como un virus y en alguna medida todos los presentes nos vimos afectados.

        ―Fíjate en la gente― me pidió Irene muerta de risa.

Solo me hizo falta echar un vistazo para comprobar que alrededor de la hoguera la epidemia de besos y caricias se iba extendiendo con rapidez y supe que esa fiesta iba a terminar en la mayor orgía de la historia aun antes de sentir que Johana me bajaba la bragueta.

―Deja que te mime― susurró en mi oído mi asistente al ver que iba a rechazar los mimos de la negra.

Me pareció extraño que la rubia me hiciera esa petición, pero dejándolo pasar tomé asiento en el butacón que habían instalado para mí y sonriendo informé a la militar que estaba listo.

―Gracias…―murmuró mientras sacaba a mi miembro de su encierro.

La felicidad de la morena era total y mientras ella se relamía pensando en la verga que se iba a comer, descubrí que tanto Irene como Akira se estaba ajustando un arnés en la cintura.

«Serán cabronas», descojonado, confirmé que mis sospechas no iban desencaminadas y que el supuesto desinterés de esa manipuladora escondía el deseo de venganza por el trato que Johana les había dado cuando le autoricé que las atara.

Ajena a lo que ocurría a su espalda, la negra agarró mi virilidad entre sus manos y sacando la lengua, lo empezó a lamer con un cuidado extremo.

―Mi señor, ¡cómo me gusta su pene! ¡Es precioso!― musitó confiada.

Asumí que Adriana y Suchín estaban en la jugada cuando tumbándose bajo ella, empezaron a estrujar sus enormes ubres mientras la azuzaban a seguir devorando mi verga. Las caricias de sus compañeras incitaron a la comandante y olvidando que en una batalla una soldado no podía descuidar su retaguardia, se la incrustó hasta el fondo de su garganta.

Estaba entusiasmada metiendo y sacándola de su boca, cuando con traicioneros mimos, Irene comenzó a acariciar tanto su coño como su ojete con los dedos.

―Sigue― encantada con el tratamiento, le exigió.

Ni que decir tiene que la rubia le hizo caso y cogiendo un bote de aceite se lo derramó por todo el cuerpo. La giganta nunca había experimentado unas caricias aceitadas y por eso no cayó en que su compañera concentraba la mayoría de estas en el hoyuelo de entre sus nalgas.

―No pares, cariño. Me vuelven loca tus manos― comentó sacando mi pene de su boca.

―No te preocupes no lo haré― comentó mientras hundía un par de dedos en su trasero.

Aguijoneada por las placenteras sensaciones, no pensó en que se estaba metiendo en una ratonera y embutiéndose nuevamente mi miembro, buscó mi placer.

La primera en atacarla fue Akira. Tumbándose bajo ella, le incrustó el gigantesco pene que llevaba adosado hasta el fondo de su coño.

―¡Me encanta!― sollozó la negra al sentir que su sexo era tomado al asalto por la japonesa.

 Mi asistente aprovechó el momento para separar las nalgas de la militar y posando el grueso glande de plástico en su entrada trasera, le susurró al oído:

―Qué ganas tenía de dar por culo a una Navy Seal.

Johana no tuvo tiempo de reaccionar antes de que su ojete fuera violado por la rubia. El dolor fue tan intenso que no supo reaccionar y completamente paralizada soportó que mi asistente y su compañera comenzaran a cabalgarla sin compasión mientras Adriana y Suchín intentaban ordeñar sus ubres.

―¡Por favor!― alcanzó a sollozar sin poderse mover al tener embutidos sendos falos de plástico en sus dos agujeros.

La rubia, lejos de compadecerse de ella, le exigió que se moviera descargando una serie de dolorosos azotes sobre sus ancas. Nunca nadie y menos una mujer la había maltratado y mimado de esa forma, por ello cuando Johana sintió que esas cuatro se aliaban para someterla no pudo mas que implorar mi ayuda.

―Cállate y disfruta― respondí cogiéndola de la cabeza para embutir mi verga hasta el fondo de su garganta.

Todas y cada una de sus defensas cayeron a la vez y sintiéndose totalmente desamparada, la gigantesca comandante comenzó a temblar al saberse una marioneta en nuestras manos.

―¿No has oído a tu dueño?― preguntó la colombiana mientras le regalaba un duro pellizco en un pezón: ―¡Muévete puta!

Demostrando que formaba parte de la conspiración, Suchín mordió el otro al tiempo que se apoderaba del clítoris de la mujer.

Notando que los gemidos que salieron de su garganta no eran de dolor sino de placer, Irene y Akira aceleraron el ritmo con el que machacaban sus dos entradas.

Pidiendo clemencia, la negra avisó que se corría.

―Hazlo― rugió mi asistente mientras incrementaba la velocidad con la que abusaba del trasero de la morena.

Desbordada por tanto estímulo, Johana colapsó ante mis ojos mientras mi verga descargaba su cargamento directamente en su garganta y con una mezcla de placer y de sufrimiento, su cuerpo sufrió los embates de un orgasmo total. La cabrona de Irene al ver el derrumbe de la musculosa mujer comenzó a reír pidiendo otra voluntaria para ser sodomizada. Usando sus últimas fuerzas, Johana se abrazó a ella y la sujetó mientras me rogaba que la vengara.

Muerto de risa, pedí a las otras tres que me ayudaran. Adriana fue la primera en reaccionar y separando con las manos las indefensas y blancas nalgas de mi asistente, me miró. No me hizo falta mas y usando mi verga como ariete, me abrí paso a través de su ojete.

El grito de la rubia retumbó en nuestros oídos…


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