Cap. 6― La tormenta tiene lugar.
Esa noche y a pesar de los múltiples intentos de Irene para que la poseyera, no rompí mi promesa. He de decir que dormí como un niño sabiendo que Akira, otra de las mujeres que ella misma había seleccionado para mí velaba también mi sueño. Por ello no os ha de extrañar que esa mañana me despertara con una mano agarrando el pecho de la rubia y con la oriental pegada a mi espalda.
Nada más abrir los ojos y queriendo tomar al asalto mi propiedad, empecé a acariciar sus pezones.
La cerebrito o bien estaba totalmente dormida o bien no quiso darse por aludida. Di por sentado lo segundo y por eso, dándome la vuelta, abracé a la japonesita. Esta no tardó en reaccionar y mirándome, al sentir la presión de mi pene contra su sexo, me preguntó si su señor necesitaba algo de su fiel putita. Sonreí satisfecho al ver que sin que se lo tuviese que exigir Akira cogía mi pene entre sus manos y lo acomodaba entre sus piernas.
―Tu hospitalidad― respondí con un suave movimiento de caderas.
La facilidad con la que mi verga se introdujo en su interior fue la muestra palpable de lo poco que necesitaba esa monada para estar dispuesta. Bastaba con que la mirara para que sin poderlo evitar se calentara al instante. Daba igual cuantas veces la hubiese usado la noche anterior, en cuanto sintió mis caricias se vio desbordada por el deseo e incapaz de aguantar, me rogó que la usara.
―No es justo, ¡me toca a mí!― protestó Irene al ver que su compañera se había llevado el premio.
―La próxima vez sé más receptiva― repliqué haciéndola ver que me había molestado su falta de respuesta.
Cayendo a mis pies, trató de congraciarse conmigo diciendo que la había malinterpretado y que si no había reaccionado enseguida no era por falta de ganas, sino porque pensaba que tenía que esperar mis órdenes.
―Una sumisa no debe tener iniciativa― insistió al ver que seguía poseyendo a Akira en vez de a ella.
Estaba a punto de contestarle, cuando de pronto una sirena empezó a sonar. Por la cara que pusieron supe el motivo, pero aun así solo reaccioné cuando Irene se levantó de la cama y tras mirar una pantalla, me dijo con lágrimas en los ojos que había empezado:
―Las televisiones de todo el mundo están informando de fallos catastróficos de comunicación con el continente americano.
―¿Cuánto tiempo queda?
Antes de contestar buscó la respuesta en el ordenador y tras comprobar que no había llegado todavía a Alaska, respondió sin dejar de llorar:
―En nueve horas nos alcanzará y en doce habrá terminado.
Si me quedaba alguna duda acerca de la posibilidad de que el mundo que conocíamos tuviera capacidad de reacción quedó en nada al ver que la tormenta solar había comenzado por los Estados Unidos.
―Habíamos previsto que sobrevivieran algunas bases militares, pero al haber empezado por ahí dudo que hayan tenido tiempo. De sobrevivir alguna, será europea… los chinos tampoco podrán hacer nada. En hora y media, el viento solar llegará a sus ciudades.
Asumiendo el final de la civilización tal y como la entendíamos, nos levantamos a toda prisa. El resto de las mujeres de la casa habían reaccionado igual y por eso cuando salí de la habitación, me encontré con las otras tres sentadas esperándome en el salón.
Curiosamente la primera en hablar fue Suchín, la tailandesa.
―Lucas, siguiendo el protocolo que teníamos preparado, hemos dado órdenes de poner a buen recaudo toda la maquinaria en los túneles y de apagar escalonadamente cualquier aparato eléctrico. Que el destino haya elegido ese huso horario para descargar su furia, nos ha venido muy bien. Nos ha dado suficiente prórroga para que las pérdidas que nos ocasione sean las mínimas. Se puede decir que apenas notaremos sus efectos. A partir de la próxima semana empecemos a reestablecer la normalidad y en dos habremos vuelto a la actividad usual.
―¿Tanto tiempo esperáis que dure?― pregunté dirigiéndome a Irene, porque no en vano era la que más había estudiado ese fenómeno.
―Desgraciadamente tenemos muy pocos registros que avalen las previsiones de los científicos indios, pero si hacemos caso a sus teorías, la tormenta tendrá tres fases: erupción o inicio, fulguración que es cuando se libera toda la radiación y la tercera y más peligrosa, la eyección de masa de la corona que es lo que está barriendo la superficie terráquea y que puede durar hasta cinco días. Por eso, esperaremos a que hayan pasado siete y para evitar riesgos, lo haremos de forma paulatina.
―Me parece bien― respondí, tras lo cual pregunté cuando habían previsto informar a los habitantes de la Isla.
―Hemos creído necesario hacerlo cuanto antes y por eso hemos citado a la totalidad en la plaza dentro de media hora. No es bueno para la moral que sientan que se lo hemos ocultado y ya deben saber que ocurre algo al ver que las redes se han caído.
―Tenéis razón. Es mejor afrontar cuanto antes y no prolongar la angustia – repliqué sabiendo que me tocaría a mí explicar a un grupo de gente aterrorizada que no tendrían que preocuparse por el Armagedón que estaba arrasando el planeta porque estábamos preparados.
Estaba tratando de ordenar mis pensamientos para tener un discurso coherente cuando llegando hasta mí, Adriana puso en mis manos unas cuartillas:
―Primor. Sabiendo que llegaría este momento, la zorra de Irene me pidió que te escribiera un discurso, aprovechando mis estudios de sociología y de psicología.
Asumí que había minusvalorado esos “estudios” y que esa morenaza debía ser, además de una eminencia en medicina, una lumbrera en esas materias. Por ella, no me importó tomarme un tiempo en leer esas notas.
Desde el primer párrafo supe que no era algo improvisado, sino que ese escrito estaba elaborado a conciencia para que las personas que lo oyeran fueran pasando de la estupefacción al saber el destino del resto de la humanidad, a la esperanza de saber que no se iban a ver afectados. Y que, al acabar de escucharlo, dieran por sentado que habían tenido la suerte de ser ellos y no otros los destinados a tener un papel principal en el renacimiento de la sociedad.
―Es bueno…― comenté: ―…hasta yo me lo he creído.
Al escucharme, sonrió y dijo:
―Su fidelidad se incrementará más si cabe al sentirse agradecidos. Cómo sabes los hemos elegido por su personalidad y aunque la psicología no es una ciencia exacta, dada su lealtad no esperamos que haya más que algunos brotes de insatisfacción, pero nunca una rebelión abierta.
―Eso espero. No me gustaría enfrentarme a más problemas de los necesarios. Bastante tenemos con lo que se nos avecina― respondí.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de dos temas. El primero que, una vez hubiese pasado la tormenta, sería imprescindible localizar cualquier oasis de civilización que quedara sobre la tierra. Y que, si ese ya era de por sí importante, más lo era el segundo:
¡Debíamos ocultar nuestra existencia! ¡Sería una insensatez dar a conocer que manteníamos la tecnología del pasado!
«Eso sería ponernos una diana en el pecho. Todo el mundo intentaría llegar a la isla para unirse a nosotros o para conquistarnos», medité acojonado.
Al comentárselo a ellas, Irene sonrió:
―Lo sabemos. Por ello, hemos designado a un pequeño grupo especialistas en comunicaciones cuyo objetivo futuro será localizar cualquier superviviente tecnológico. Mientras tanto y a modo de precaución, nuestras comunicaciones se harán en FM, imposible de rastrear a más cincuenta millas de distancia.
Me tranquilizó saber que ese tema estaba previsto, pero aún, así y mirando a Johana, quise que me contarán las medidas defensivas con la que contábamos para repeler una supuesta invasión.
La cerebrito me interrumpió nuevamente:
―Hasta en eso hemos tenido suerte, de los cinco satélites que su conglomerado de empresas colocó en el espacio, tres de ellos estaban en la zona oscura cuando empezó la tormenta. Como estaba previsto, nos hemos hecho con su control y creemos que conseguiremos salvar al menos a dos manteniéndolos fuera del alcance de la llamarada solar.
―Perdona mi ignorancia, ¿de qué coño hablas?
Riendo entre dientes, la rubia contestó:
―El día que usted me dio la orden de prepararnos para el desastre, una de sus compañías ganó un concurso con Defensa para el lanzamiento de cinco satélites espías. Previendo esta situación, dotamos a los mismos de un dispositivo de autodefensa que les permitiera cambiar de órbita― y mirándome, continuó: ― Si todo sale como hemos planeado, tendremos unos ojos de última generación protegiéndonos desde el espacio.
Instintivamente y dada la importancia de sus palabras, la abracé. Irene lejos de retirarse, se puso melosa y restregando su sexo contra el mío, me susurró al oído:
―¿No cree que su más fiel putita se merece un premio?
Soltando una carcajada, le di un azote mientras la replicaba que a menos que me hiciera una trastada, esa noche la haría por fin mía.
―Llevas veinticuatro horas aquí y todavía no me has hecho tuya― protestó mientras se permitía el lujo de manosear mi trasero.
Interviniendo, Suchín se acercó a donde estábamos y comentó:
―Si te parece… mientras te diriges a nuestra gente, preparo a esta zorrita.
Por su cara comprendí que tenía planeado satisfacer tanto sus apetencias como las de mi asistente e intrigado por ver lo que tenía pensado, contesté:
―El deber es lo primero y creo que debemos estar los seis presentes cuando hablemos con nuestra gente. Pero después y dado que tampoco he disfrutado de tus caricias― dije dirigiéndome a Suchín: ― os veo a las dos en mi cuarto tras el discurso.
―Allí estaremos― con una sonrisa replicó la bella tailandesa.
La complicidad de esas dos quedó de manifiesto cuando, moviendo su culo más de lo normal, Irene se fue con ella.
Observando de reojo, supe que las otras tres esperaban mis órdenes y por ello alzando la voz, comenté:
―Llevadme a la plaza.
La proximidad del lugar nos permitió ser de los primeros y eso me dio la oportunidad de observar el comportamiento de los hombres y mujeres que habíamos seleccionado mientras se iba llenando la plaza. No tuve que esforzarme mucho para ver que todos ellos sabían de la importancia de esa reunión.
―No podía ser menos, piensa primor que son lo mejor de la sociedad que acaba de desaparecer― me replicó Adriana al comentárselo.
En otras ocasiones había estado en eventos con mayor número de asistentes e incluso en varios de ellos, me había dirigido a los congregados, pero he de reconocer que al subirme al estrado estaba nervioso.
―Señoras y señores, soy Lucas Giordano, el fundador de esta colonia y siento decirles que soy portador de pésimas noticias― fue mi presentación.
El silencio antinatural que produjeron mis palabras se extendió como el aceite. Nadie, ni siquiera mi séquito de cinco elegidas, se atrevió a respirar y por ello cuando volví a tomar el micrófono, era consciente que en ese preciso instante veinticuatro mil ojos estaban fijos en mí.
―Acabamos de saber que una tormenta solar sin precedentes está barriendo la faz de la tierra, acabando a su paso con todo equipo electrónico― fue mi segunda intervención.
Dejé que esas mentes brillantes asimilaran esa información para anunciarles que en nueve horas llegaría hasta nosotros, pero que mientras eso ocurría la sociedad tal y como la conocíamos estaba dejando de existir.
La plaza se llenó se sollozos porque todos, pero sobre todo todas las presentes, estaban lo suficientemente preparados para hacerse una idea certera del proceso.
―Afortunadamente, no todo está perdido…¡el ser humano tiene un futuro! Y ese futuro ¡sois vosotros!― esas doce mil mentes me escucharon decir.
La rotundidad de la afirmación y mi tono cumplieron su objetivo y nuevamente tenía en mi poder su atención:
―Todos vosotros firmasteis para formar parte de un experimento científico y social― afirmé: ―Jamás aceptasteis ser el germen de una sociedad nueva….
Nadie contestó.
―… la naturaleza nos ha jugado una mala pasada, la civilización tal y como la conocemos desaparecerá en medio de guerras y hambre….
Pude observar el dolor en sus rostros.
―… pero el hombre renacerá y será gracias a vosotros. Tenemos tiempo para salvar nuestra tecnología, nuestra mina mantendrá a buen recaudo a todos los aparatos eléctricos mientras pasa la tormenta…
Me tomé mi tiempo para concluir diciendo:
―… y con la calma, será nuestro turno y el de nuestros hijos. Hemos sido llamados a reestablecer la civilización…… ese es nuestro destino y ¡no podemos fallar! ¡El ser humano depende de nosotros!
Un sonido ensordecedor camufló mis últimas palabras.
Cap. 7― Irene obtiene su recompensa
Esos doce mil privilegiados que habíamos seleccionado ya sabían el futuro al que se enfrentarían y que la colonia que había fundado además de ser una isla físicamente era una isla de seguridad dentro de la desolación mundial.
Fuera solo había caos.
Todos ellos habían sido escogidos por su inteligencia y por su capacidad de enfrentar ese golpe. Pero aun así necesitaban pasar el duelo, asimilar que nunca podrían volver a su ciudad, ni a su barrio porque sencillamente ¡ya no existían! Ejerciendo más de padre que de jefe me quedé en la plaza consolando a los que lo necesitaban.
Junto a mí permaneció en todo momento Johana. Su presencia, sus dos metros de músculos, lejos de ahuyentar a los reunidos, les producía una sensación de seguridad y se acercaban a nosotros. Tardé unos minutos en percatarme de que al hacerlo lo hacían de seis en seis.
«Ante las dificultades, buscan la protección del grupo», me dije evaluando positivamente el éxito que habíamos obtenido al agrupar a los candidatos en “familias” compuestas por cinco mujeres y un hombre.
Observando detenidamente, advertí en todos ellos que uno de sus integrantes ejercía de líder y que además solía ser una mujer.
«Estadísticamente es lo lógico», concluí tomando en cuenta la desproporción existente, pero no por ello algo en mi interior me puso en guardia no fuera a ser que alguna de las cinco mujeres que Irene había seleccionado para mí quisiera coger ese papel.
Tras media hora y en vista que todo parecía tranquilo pedí a mi enorme y amorosa amante que me acompañara a casa. Johana aprovechó los minutos que tardamos en llegar en explicarme con mayor detalle los preparativos de seguridad.
―Has pensado en todo― dije al no encontrar falla alguno en lo que habían planteado.
―Irene me resultó de mucha ayuda. Es increíble la capacidad que tiene― me replicó.
Al escuchar la respuesta de la militar, supe que debía atar corto a ese cerebrito o terminaría asumiendo ella el mando de mi obra. Como ponerla en su lugar era una labor que solo podía hacer yo y nadie más, no dije nada cuando en el vestíbulo de la casa Johana se despidió de mí diciendo que tenía un montón de temas que revisar antes de que llegara la tormenta.
La morena tenía motivos sobrados para ir a su oficina, algo en mí me dijo que su rápida huida era algo pactado con Suchín e Irene y admitiendo que pronto lo sabría, entré al área privada de la casa. Nada más hacerlo, vi que el salón se había transformado en un aula de clase y que la oriental permanecía sentada en uno de los dos pupitres y mirando de frente a la pizarra.
No tuve que ver más para comprender que iba a ser testigo, cuando no partícipe, de un juego de rol donde esas dos mujeres iban a representar el papel de profesora y alumna. Mi única duda era si a mí me tocaba ejercer de maestro, duda que desapareció cuando vi entrar a Irene vestida con la bata blanca típica de los profesores y dos reglas en sus manos.
Descojonado, estuve a punto de buscar asiento para observar, pero entonces mi asistente llamando la atención de Suchín, le dijo:
―Señorita, en pie.
Al levantarse, me dio oportunidad de comprobar que la falda de su uniforme consistía en la típica escocesa, pero que a duras penas se podía considerar que era una minifalda. Mas bien parecía un cinturón ancho.
―Quiero presentarle a don Lucas, el inspector del que le hablé y que viene a comprobar la calidad de nuestra escuela.
Sonreí al enterarme de mi personaje y dejando que Irene llevara la batuta, únicamente pregunté donde me sentaba.
―Señor inspector, ¡donde usted quiera!― exclamó escandalizada.
Su respuesta me informó de que esperaba que en algún momento ejerciera mi autoridad y por eso cogiendo la suya, me senté junto al pizarrón.
De inmediato supe que había hecho lo correcto porque se acercó a mí y mientras me daba una de las reglas, me regaló con una generosa visión de sus pechos a través del escote.
―Se nota que está bien dotada para la enseñanza― comenté con la mirada fija en su par de melones.
―Muchas gracias, señor inspector. Solo espero que al terminar su visita siga opinando lo mismo― contestó lamiéndose los labios.
Tras lo cual, girándose, comenzó a explicar a su pupila que la tierra era plana y que el sol giraba alrededor nuestro produciendo el día y la noche. De nuevo me quedó claro que la elección de una teoría antediluviana y claramente errónea tenía un motivo. Por eso me quedé callado.
―Profesora, tenía entendido que la tierra era redonda― comentó Suchín desde su asiento.
Molesta por esa interrupción y en plan tirana, Irene le preguntó quién le había dado permiso para hablar.
―Nadie, profesora― respondió la oriental.
―Es inaceptable. No sé la escuela en la que has estado antes, pero quiero que sepas que en ésta no admitimos tal falta de respeto. ¡Ven aquí!
Con un extraño pero evidente brillo en sus ojos, la tailandesa se acercó a donde su maestra permanecía jugando con la regla. Al llegar junto a ella, Irene le dio un buen repaso con la mirada antes de obligarla a apoyarse en la mesa poniendo el culo en pompa.
Desde mi lugar, me encantó comprobar que el disfraz estaba completo y que su atuendo incluía unas bragas de perlé, digna de nuestras abuelas.
―Profesora, perdóneme. Juro que no volveré a interrumpirla― rogó Suchín haciéndose la desvalida.
―Lo has vuelto hacer― rugió su maestra mientras descargaba el primer reglazo sobre el indefenso trasero de su alumna: ―Has vuelto a hablar sin pedir permiso.
―Lo siento― sollozó la joven sin darse cuenta de que, con ello, volvía a caer en el error.
Hecha una energúmena, mi rubia asistente castigó con dureza las nalgas de Suchín con una serie de cinco sonoros mandobles, para acto seguido y con una sonrisa en su boca, preguntarme si consideraba que era suficiente:
―No lo sé – respondí: ―Depende del color que haya adquirido el culo de esa maleducada.
Sin dar opción a que se negara, Irene le bajó las bragas hasta las rodillas y rogándome que me acercara, pidió mi opinión sobre si era suficiente el color rojizo de los cachetes de su alumna.
Excediéndome en mi papel, pasé mi mano por ese precioso culete tanteando la reacción de su dueña. Suchín al sentir por primera vez una caricia mía, no pudo evitar que un largo gemido de placer surgiera de su garganta. Lejos de enfadarme y aprovechando que no llevaba bragas, alargué mi examen incluyendo en el mismo su sexo.
―¡Señor inspector!― exclamó indignada la profesora― ¿No le da vergüenza estar metiendo mano a mi alumna?
Despidiéndome de Suchín con un ligero pellizco en el erecto botón que escondían sus pliegues, me giré y cogiendo del brazo a la maestra, le pregunté quién le había dado permiso para hablar.
El terror que se reflejó en su rostro me confirmó que esa rubia del infierno además de un cerebrito era una estupenda actriz.
―Nadie, señor inspector― contestó.
―Quítate esa bata, no eres digna de llevarla― dije con tono duro y seco.
Nuevamente supe que había acertado observé que, bajo esa prenda, Irene iba vestida igual que la oriental y que sin que se lo tuviese que pedir, la rubia imitaba a su compañera apoyándose en la mesa.
«Será zorra», murmuré divertido al verificar que también que llevaba unas bragas de algodón y sin mediar palabra alguna, hice sonar la regla sobre una de sus blanquísimas nalgas.
―Cumpla con su deber, señor inspector, y muéstreme el buen camino― pidió con la voz teñida de deseo al experimentar ese sonoro escarmiento.
―Yo también quiero que me lo muestre― gritó Suchín todavía con las bragas a mitad del muslo.
Dejando a un lado el instrumento de medida, usé mis manos para ir alternando azotes entre las dos. Conociendo la debilidad de mi asistente por el sexo duro, le quité los calzones para que mis manotazos impactarán directamente sobre su piel. Irene en vez de quejarse, sollozó de placer pidiendo que los golpes más fuertes se los diera a ella.
La actitud de esas dos despertó a una bestia que desconocía que existiera en mí y usando mis manos como garras desgarré su ropa. Creo que ambas se asustaron al ver que lo que había empezado como un juego se estaba convirtiendo por momento en algo serio, pero nada pudieron hacer cuando una vez totalmente desnudas, las cargué sobre mis hombros.
―¿Dónde nos lleva señor inspector?― preguntó la rubia.
No me digné en contestarla y descargando mi carga sobre la cama, pedí a la oriental que si no quería recibir un duro escarmiento su amiga no se podía enfriar mientras volvía y sin mirar atrás, me dirigí hacía el armario. Si tal y como esperaba, habían copiados todos y cada uno de los muebles de mi casa y habían traído lo que tenía en ellos, en el tercer cajón estaba lo que buscaba.
―Aquí esta― me dije sacando de su interior unos conjuntos de cadenas africanas que me habían asegurado que en el pasado habían sido usadas por los negreros para controlar a sus favoritas.
Bajo el disfraz de joyas, un conocido me había explicado que eran de lo más efectivas y por eso antes de encerrarme en la isla, me había hecho con cinco. Una para cada una de mis mujeres.
Al volver a la cama, la escena con la que me encontré me confirmó que la tailandesa había cumplido fielmente mis órdenes.
―Así me gusta, compartiendo como buenas amigas― comenté descojonado al contemplar las lenguas de ambas jugando con sus sexos en un sensual sesenta y nueve.
Dominada por el deseo, Irene no se percató de lo que ocurría hasta que después de sentir que le ponía un collar, escuchó cuatro clics al cerrarse sendos grilletes sobre sus muñecas y tobillos.
―Mi señor, gracias― musitó llorando al ver mi regalo.
Al comprobar que sus ojos se poblaban de lágrimas, quise saber el motivo de estas:
―Me ha colocado unas cadenas que antiguamente solo podía usar las esclavas llamadas a compartir el lecho de su dueño, esclavas del placer cuyo único destino en su vida era servir sexualmente a su señor.
―¿Y eso te incomoda?― pregunté.
Horrorizada lo negó:
―Mi señor, que haya pensado en mí me hace la mujer más feliz del mundo.
Interviniendo por primera vez, Suchín, soltando una carcajada, se levantó de la cama y me dijo si sabía usarlas. Por primera vez, fui consciente de que no eran solo una joya, sino que tenían un aspecto sexual que desconocía.
Al reconocérselo, me pidió que le diera la llave y tomándola entre sus manos, obligó a Irene a tumbarse sobre la cama mientras separaba los brazos y las piernas.
―Estas cadenas tienen tres enganches y una argolla que las une― me informó.
―¿Para qué sirven?
Me respondió uniendo dos de las cadenas con la argolla. Al hacerlo, Irene tuvo que echar los brazos hacia atrás y flexionar las piernas, lo que la obligó a poner su culo en pompa.
―Esta esclava del placer esta lista para ser tomada por su señor― murmuró muerta de risa señalando la humedad que lucía su coño totalmente indefenso.
No contenta con ello, la tailandesa localizó el clítoris de su amiga y se dedicó a acariciarlo mientras me terminaba de desnudar.
―Cabrona, me corro― rugió Irene incapaz de repeler el placer que la estaba dominando.
Ser testigo del modo en que mi rubia asistente se corría ante unas pocas caricias de la oriental me hizo sospechar que por algún motivo Suchín sabía mucho de ese tipo de joyas. Al preguntárselo directamente, me contestó:
―Lucas, no te olvides que soy una zorra fetichista y que disfruto de estos artilugios.
Riendo y ya sin ropa, me acosté a su lado mientras le pedía que me mostrara más de su funcionamiento. La tailandesa se mostró feliz al enseñarme que, al estar atada por atrás, cada vez que se movía ello representaba una tortura para mi asistente.
―Fíjate― me dijo y tirando cruelmente de una de las cadenas, me demostró que para compensarlo Irene tenía que doblar su espalda de un modo antinatural.
―¡Me duele! ―chilló la rubia.
Soltando una nueva carcajada, Suchín le replicó:
―Pero te gusta, ¿verdad?― ante su silencio, introdujo dos dedos en el sexo de Irene y los sacó completamente embadurnados de flujo: ―Tu coño no miente. ¡Estás cachonda! – y mirándome a los ojos, soltó: ―Ya es hora de que su dueño tome posesión de ella. Esta puta no resistirá mucho más.
Haciendo caso a Suchín, me acerqué y poniendo una mano sobre la argolla, acerqué mi pene a su entrada. He de decir que estaba todavía jugando con sus pliegues sin haberlo metido cuando de improviso la cerebrito se vio inmersa en un brutal orgasmo y se corrió por segunda vez ante mis ojos.
Por un momento creí que estaba actuando, pero entonces y leyendo mi rostro, la tailandesa comentó:
―Lleva tanto tiempo sabiéndose tu sierva que no ha podido resistir entregarse al placer en cuanto te sintió cerca.
―¿De qué hablas?
―Irene se ha entregado a ti y ha obtenido el gozo supremo, el gozo reservado solo a las esclavas.
Poniendo en cuestión sus palabras, me pareció que no era suficiente y por ello, le separé las piernas para acto seguido acercar mi lengua a su cueva.
―¿Te reconoces totalmente mía?― pregunté mientras retiraba sus labios, despejando así el camino hacia su clítoris.
Pegando un gemido declaró que era hembra de un solo macho y que ese macho era yo. Satisfecho por su completa sumisión, acerqué mi boca a su sexo mientras la tailandesa nos observaba.
Sin ningún tipo de recato al sentir mi respiración aproximándose, jadeó pidiendo que la tomara, pero fue al sentir que me apoderaba de su botón cuando berreando de placer imploró que dejara de torturarla y que me la follara ya.
―Lucas, ¿no ves que no para de correrse? Si no te la follas, la pobre se muere― musitó en mi oído la oriental.
Coincidiendo sus palabras, del interior de Irene y como si fuera un manantial, el flujo de la rubia manó derramándose por sus muslos. Intrigado por ese hecho, observé que en cuanto tocaba con mi glande su botón el caudal de líquido aumentaba exponencialmente y salía a borbotones mientras su dueña pasaba de la excitación al placer sin darse cuenta.
―No seas capullo, ¡hazlo ya!― pegando un grito me exigió su compañera al comprobar que Irene comenzaba a estar agotada.
Apiadándome de ella, me coloqué entre sus piernas, y cogiendo mi extensión con la mano, acerqué el glande a su entrada. No me hizo falta preguntar si estaba lista porque la rubia al verlo, levantando su trasero, se introdujo ella misma mi pene hasta el fondo de su sexo.
―¡Por fin soy de mi señor!― aulló con una felicidad a todas luces exagerada y mientras ella no dejaba de sollozar por el placer que le estaba dando, decidí ir moviéndome lentamente.
Siguiendo nuestras maniobras con atención, Suchín esperó a que mi extensión estuviera totalmente embutida en ella para decirme:
―Tira fuerte de las cadenas.
Obedeciendo, no me paré a pensar que al jalar de ellas iba a forzar la columna de mi asistente y agarrándolas, las usé como anclaje para lanzarme al galope. No tardé en escuchar los gritos desesperados de la rubia, ya que cada vez que acuchillaba su interior con mi estoque, tiraba de los eslabones y le doblaba de manera cruel su espalda.
Contra los principios que había manado desde niño, no pude o no quise parar al sentir que sus chillidos eran música celestial en mis oídos y porque además al retorcerse de dolor, con ese instrumento de tortura con forma de joya, su vagina se contraía presionando mi sexo de una manera nueva y placentera.
Es más, creo que incluso incrementé el ritmo con el que la penetraba al sentir que todos y cada uno de mis nervios se contraían previendo la llegada de un violento orgasmo. Incluso Suchín se vio afectada y mientras todo mi ser era pasto de un incendio, pellizcándose los pechos y masturbándose buscó ella también el placer.
Reconozco que fue algo brutal y que mientras mi simiente era derramada en su interior, Irene no aguantó más y se desplomó sobre la cama. La nueva postura incrementó más si cabe la presión sobre mi extensión y grité:
―¡Dios! ¡Qué placer!
El esfuerzo debió ser demasiado para mí porque solo recuerdo que al cabo del tiempo abrí mis ojos y me encontré con la tailandesa a cuatro patas mientras lucía sus cadenas y a Irene preguntando si tenía fuerzas para follarme a la última de mis mujeres.
Con una sonrisa, respondí:
―El día que no pueda echar dos polvos seguidos preocúpate porque tu dueño estará muerto…