14

Patricia tardó aún dos horas en recuperarse y eso nos dio tiempo para asumir que, aunque yo no quisiera, la única solución a su problema pasaba por la vicaría. Por eso, previendo un empeoramiento de su estado, pregunté a la rubia cómo narices íbamos a plantearle la situación sin que se hundiera en la depresión o algo peor. Demostrando que además de ser una mujercita preciosa tenía la cabeza bien puesta, Natacha no solo me ayudó a diseñar el planteamiento, sino que aportó una serie de detalles que me habían pasado inadvertidos.

―Si tal y como sospechas, han conseguido manipularla de ese modo, antes de nada, debes hacerla ver que tu oferta de matrimonio sigue en pie y solo cuando ya esté convencida de ello, podrás explicarle el resto.

Asumiendo que era así, prometí que lo haría y recordando que María me había devuelto un anillo que perteneció a mi abuela al divorciarnos, fui por él. Ya con esa joya en el bolsillo, aguardé a que mi teórica novia se despertara. Cuando lo hizo, seguí las directrices de la muñeca y arrodillándome ante Patricia, le hice entrega de ese brillante mientras le pedía permiso para colocárselo en la mano.

― ¿Realmente quieres que me case contigo?

―Sí― dije introduciéndoselo en el dedo.

La alegría de la morena permitió que le pidiera que se sentara junto a mí y mintiendo acerca de mis motivos por los que deseaba que fuera mi mujer, comenté que tenía algo que decirle antes de que me dijera que sí. Tras lo cual, midiendo mis palabras, fui revelando a la pobre lo que había descubierto. En un principio, no me creyó y pensó que bromeaba hasta que, acudiendo en mi auxilio, Natacha le cruzó la cara con un tortazo:

―Despierta de una puta vez y escucha lo que te decimos.

Sorprendida por la violencia de la chiquilla, se nos quedó mirando:

―Como decía, te amo y quiero que seas mi mujer, pero no sé si eso es lo que deseas o solo se debe a que Isidro te manipuló.

Cayendo por fin del guindo, se echó a llorar:

― ¿Me estás diciendo que puede que no esté enamorada de ti y que solo sea una reacción defensiva que mi mente creó para evitar que me suicidara?

 ―Desgraciadamente así es. Harías de mí el hombre más feliz del mundo si aceptas ser mi esposa, ya sabiéndolo― volví a mentir.

 Mirándome con una tristeza infinita, respondió:

―Solo por esto, me hubiese enamorado de ti. Pero no soy imbécil y sé que lo haces por mi bien y no porque sientas lo mismo que yo… cuando ni yo misma sé qué es lo que siento― y mirándome con una tristeza infinita, añadió: ―Gracias, pero necesito tiempo.

Tras lo cual, cogió su bolso y se fue. No sabiendo si debía retenerla me levanté, pero entonces, muerta de risa, la chavalilla lo impidió:

―No te preocupes, volverá.

― ¿Tú crees?

―Claro, no ves que se ha llevado el anillo.

Esa noche reafirmamos nuestro amor entregándonos uno al otro, mientras en un par de asaltos fue dulce, en otras se convirtió en un combate cuerpo a cuerpo en el que no hubo vencidos y ambos salimos victoriosos. El único derrotado fue mi pene que llegó un momento que exhausto se negó a reaccionar a pesar de los reiterados intentos de la rusita que quería todavía más. El amanecer nos pilló abrazados y solo el sonido del despertador, nos hizo separarnos momentáneamente porque no tardamos en volver a estar juntos bajo la ducha.

―Lucas, ¿crees que debo llamarla para que se deje de tonterías y acepte que su amor por nosotros no es impuesto? ― preguntó mientras me enjabonaba.

―Personalmente, me gustaría creer que es así, pero lo dudo― respondí reconociendo a Natacha unos sentimientos por la morena de los que no estaba seguro.

Riendo al ver mis dudas, comentó:

―Mira que eres bobo. Piensa que mi antiguo amo lo único que creo en ella fue la necesidad de buscar un marido y nunca grabó en su mente que fueras tú.

La esperanza que vio en mí le hizo continuar:

―Además, sé que Patricia también me ama. Lo puedo sentir y eso es algo que tampoco previó y menos planificó.

Sus palabras me llenaron de dolor al hacerme recordar que, en su caso, los sentimientos que albergaba por mí eran producto del maltrato al que se había visto sometida. Leyendo en mis ojos lo que pensaba, me soltó:

―Por su lavado de cerebro, te amé como mi dueño… pero ahora no es así. Tu cariño al mimarme y lo pervertido que eres haciendo el amor son las únicas razones que me atan a ti.

Bromeando como método de combatir la angustia, comenté que era mentira y que me quería por el dinero. Riendo a carcajadas, la endiablada chiquilla ya reconvertida en una preciosa bruja contestó:

―Eso ayuda, siempre he soñado con un hombre con una buena casa, un buen coche y sobre todo que me compre ropa.

Una nalgada en su trasero fue mi respuesta antes de volverla a besar…

Mis esperanzas quedaron hechas trizas cuando esa mañana Patricia no llegó a trabajar y aunque la llamé repetidamente, nunca contestó dejando saltar la puñetera grabación en la que la voz metálica de una operadora decía que al oír la señal podía dejar un mensaje. Las primeras cinco veces colgué, pero a la sexta no me quedó otra que grabar que me llamara, que estaba preocupado por ella y que la quería. Era tal mi preocupación por su situación anímica que incluso pregunté a su hermano si sabía algo de ella.

―Llamó diciendo que estaba mala― sin dar ninguna importancia al tema, Joaquín respondió.

Sin poder compartir con él lo que había pasado, volví a mi despacho soñando que la rutina consiguiera hacerme olvidar su ausencia. Lo cierto es que no lo logré y por eso vi como una liberación la llegada de Pedro acompañado de un policía. Asumiendo que traían noticias de Isidro, me encerré con ellos y fue entonces cuando el detective y su acompañante pidieron mi ayuda.

―Señor Garrido, hemos descubierto que a las dos se va a producir una subasta de una joven y por la premura de tiempo, no hemos podido obtener de los jefes los fondos necesarios para efectuar la compra.

―No entiendo― reconocí.

―Para detener al vendedor y rescatar a la muchacha, debemos ganar la puja, pero no disponemos del dinero.

― ¿Cuánto necesitáis? ― únicamente pregunté sacando un talonario.

―No es así como funciona. Al ser en la web oscura, debemos hacer un ingreso por anticipado de tres mil euros del que deducirán el precio. Por tanto y sabiendo que esa organización tiene vínculos por todas partes, no podemos usar una cuenta oficial que puedan averiguar que es de la policía. Para evitar que nos descubran, nos gustaría que fuera una suya desde la que se aportara los fondos.

―No hay problema― contesté al inspector Gutiérrez: ―Y antes de que me lo diga, entiendo que tiene riesgos.

  ―Así es, he hablado con el comisario y le he hecho ver que, para su propia protección, tendremos que hacer el paripé de detenerle durante al menos veinticuatro horas. Luego, su abogado deberá sacarle arguyendo un defecto de forma.

Solo el odio que sentía por el tal Isidro, me hizo aceptar y llamando a Perico, el letrado que llevaba todos mis asuntos, le pedí que revisara los papeles en los que la policía se comprometía a no elevar cargos en mi contra. Como no podía ser de otra forma, mi asesor legal puso todo tipos de pegas y me aconsejó que no colaborar con ellos. Pero gracias a mi insistencia, cedió y tras estudiar la propuesta, llegó a la conclusión que era correcta.

―De todas formas, mi consejo es que no lo hagas.

Habiendo obtenido lo que quería oír, pedí el número dónde tenía que efectuar la transferencia.

―No tenemos la más remota idea, se debe hacer a través de la web― contestó el policía y poniéndose a teclear en mi ordenador, llegó a la página donde iba a tener lugar la subasta.   

Estudiando la pantalla, vi por vez primera la joven por la que iba a pujar. Si de por sí, me indignó comprobar que era una chinita que según los promotores era mayor de edad, lo que realmente me sacó de las casillas fue la descripción que hacían de ella:

“Esclava asiática en venta con dominio perfecto de español e inglés. Datos del espécimen: Edad 20 años, altura 1,73 de altura, peso 52 kg. Otras medidas: 98 cm de pecho, 58 cm de cintura y 89 cm de cadera. Completamente depilada. Está educada en todo tipo de artes amatorias. Su preparación le permitirá disfrutar de las exigencias de su nuevo amo con garantía de que una vez hecho el traspaso de propiedad esta hembra le servirá fielmente hasta la muerte. Un verdadero chollo para todo aquel que desee poseer una geisha receptiva. La mercancía en venta se entregará en un punto de Madrid a definir a las tres horas”.

 Quedándome claro lo que esos capullos entendían por “receptiva”, hice el traspaso del dinero bajo el Nick de “Strict Owner” (dueño estricto en español) sin atender a los reparos que me lanzaba la prudencia. Mirando en el reloj que todavía quedaba media hora para el inicio, abrí el servibar y les ofrecí una copa. El detective la aceptó, no así Gutiérrez que se amparó en que estaba de servicio. No insistiendo, serví las dos copas y únicamente pregunté si creían que Bañuelos sería la persona que hiciera entrega de la cría.

―Lo dudo. Si como intuimos es el cabeza de la organización, se lo encomendará a uno de sus alfiles.

Al ver mi desilusión, el policía continuó:

―Aun siendo un contratiempo, si conseguimos detener a alguien  en el acto de entrega, podremos presionarlo para que traicione a sus jefes.

Dudando que fuera efectivo, decidí continuar al ver en mi portátil los ojos tristes de la joven y volviendo a mi asiento, esperé. Curiosamente esos treinta minutos pasaron en un suspiro y de pronto comenzaron a caer pujas. Pedro me pidió hacer una, pero me negué:

―Tengo experiencia y en este tipo de licitaciones, lo mejor es dejar que los novatos y los poco interesados se vayan auto descartando.

5.100… 5.300… 5.700… 6.000… las apuestas iban subiendo sin parar hasta que al llegar a los 7.500 se quedaron estancadas. Fue entonces cuando tecleé la mía: “9.000”.

Durante un minuto, nadie me sobrepujó y cuando ya creía que la chavala era mía, en la página apareció otra por 11.000 euros.

―Este es el verdadero competidor― comenté y tanteando el terreno, marqué 11.557.

El tipo con el que luchaba replicó con 11.600 y eso me hizo ver que quizás había llegado cerca del límite que estaba dispuesto a pagar o que tampoco le interesaba quedarse con ella a un precio caro. Por eso, sonriendo, comenté a los dos que me acompañaban que la cría ya era nuestra mientras daba un puñetazo en la mesa del subastador y del otro comprador haciendo una nueva oferta de ¡14.000 euros!

Tal y como preví, la puja se cerró al cabo de unos minutos y en mi pantalla apareció un enlace donde tenía que abonar el resto del dinero. Haciéndolo de inmediato, nuevamente en mi ordenador apareció la dirección y hora en que podía recoger el paquete.

“Calle Paracuellos, 4. Polígono de Ajalvir, 15:35 horas”.

Sintiéndome un superhéroe por haber librado a esa joven de un futuro al menos incierto, apuré la copa y me serví otra mientras preguntaba al policía qué más necesitaban de mí. Haciéndome ver que estaba equivocado al suponer que mi labor terminaba ahí, me rogó que los acompañase porque el tiempo apremiaba y que todavía debían colocarme los micros para que todo quedara grabado cuando efectuaran la detención.

―No sabía que también me tocaba participar en eso― comenté alucinado al haber supuesto que de eso se ocuparía un agente.

―No podemos correr el riesgo que reconozcan a uno de mis hombres y por eso debe ser usted quien lo haga― señaló Gutiérrez.

Algo en su tono me reveló que la verdadera razón era que sospechaba de un topo en su unidad y cediendo a sus deseos, salí de la oficina francamente preocupado. Ya en la calle, caí en que si me detenían Natacha se quedaría sola y pensando en advertirla, la llamé.

―Muñeca― le dije al descolgar: ―Por unos asuntos que no había previsto, me tengo que ausentar al menos un día. Quiero que contactes con Patricia y te vayas con ella. Llámale desde tu móvil, a ti sí te contestará.

La rusita no vio nada extraño y mandándome un beso a través del teléfono, prometió que en cuanto terminara de hablar conmigo, la llamaría. Más tranquilo al dejarla en buenas manos, fui con mis acompañantes a las dependencias donde, mientras me cableaban el cuerpo llenándolo de cámaras y micrófonos, el inspector tuvo la delicadeza de invitarme un bocata de jamón, asumiendo que con toda probabilidad sería el único alimento que tomara hasta el día siguiente. Tras lo cual, ya al volante de mi coche me dirigí hacia el lugar de la cita. Confieso que estaba tan nervioso que, al llegar a la dirección y ver que era un descampado, pensé que podía dar el dinero por perdido y nos había estafado:

―Gutiérrez, aquí no hay nada― dije a través del botón de la camisa que disimulaba el micrófono.

―Usted, aparque y cuando lleguen, recuerde quitarse el pinganillo antes de bajarse.

―Dudo que vengan― lamenté haciéndole ver mis pocas esperanzas en esa operación.

―Llegarán. La Dark Web se basa en la confianza y si se corre la voz de que han fallado en un trato, el golpe a su reputación será enorme.

―Perfecto, como ya le comenté por lo que se dé estos tipos manipulan de tal modo a sus víctimas que se supone que tendrían que dar un manual al comprador para que sepa tratar a su esclava. Por favor, no intervengan hasta que lo consiga.

Cayendo en que no teníamos una seña preparada, me preguntó si se me ocurría alguna que pasara desapercibida a los ojos del captor.

―Cuando me vean soltar un tortazo a la chinita, caigan sobre nosotros y deténganos.

A Gutiérrez le pareció una idea estupenda ya que cuando el detenido hablara con su abogado y le contara lo ocurrido, no sospecharía de mí al pensar que un policía o un infiltrado sería capaz de maltratar a una inocente, por lo que verían mi detención como algo colateral. Acabábamos de acordar que la contraseña sería esa, cuando vi llegar una camioneta de reparto con los cristales tintados que aparcó frente a mí.

Quitándome el aparato de la oreja, me bajé y caminé hacia ellos. Del asiento del copiloto bajó un gordo de aspecto siniestro que preguntó mi nombre:

―Strict Owner.

Al concordar con los datos que le había dado su jefe, sonrió:

―Le traemos el pedido.

Mientras el conductor abría la puerta lateral y sacaba a la chiquilla, el mal encarado obeso me dio un pasaporte de la República Popular China, asegurando que con él no tendría problema para sacarla del país si ese era mi deseo.

―Quiero las instrucciones con las que sacar el mayor provecho a mi inversión― comenté sin mirar siquiera a la joven que habían colocado a mi lado.

―Por lo que veo ya ha comprado antes – se rio y pidiéndome perdón por no habérmelo dado antes, sacó un librillo del bolsillo y lo puso en mis manos.

Dando una breve ojeada al mismo, leí el título del panfleto:

“Felpudo: normas básicas de manejo”.

Tuve que disimular mi cabreo al leer como su torturador había bautizado a esa mujercita y sonriendo de oreja a oreja, giré a verla. La chavala parecía todavía más joven e indefensa que en las fotos, pero eso no me impidió decirla en voz alta:

―Felpudo, soy tu nuevo dueño. Desde ahora no existe nadie más importante que yo, ¿entiendes lo que te digo y así lo asumes?

Con voz apenas audible, contestó mientras me miraba con adoración:

―Soy suya y lo seré hasta que muera, amo.

Comprendiendo que era así dado el adoctrinamiento al que se había visto sometida, fue el momento de dar la señal y descargando un durísimo tortazo sobre su rostro, la recriminé haber hablado sin permiso. Los hombres que hasta entonces la habían mantenido cautiva seguían mofándose de verla en el suelo cuando comenzaron a escuchar sirenas acercándose por ambos lados de la calle. Simulando un miedo que no tenía, arrastré a la chiquilla hasta mi coche y arranqué empotrándolo contra la patrulla que venía de frente. Mientras los polis se bajaban a detenerme, me giré hacia la chinita diciendo:

―Tranquila, no tienes nada que temer. Nadie va a hacerte daño.

Los dos energúmenos ni siquiera trataron de huir y por eso los agentes encargados de la captura con ellos fueron menos violentos que conmigo al no conocer la clase de participación que tenía en el caso. Para ellos, era un delincuente sexual que intentaba escapar, por lo que sin tiento alguno me sacaron a golpes y ya inmovilizado en el suelo, me esposaron mientras leían mis derechos:

―Tiene derecho a guardar silencio no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen, o a manifestar que sólo declarará ante el juez. Tiene derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable. Tiene derecho a designar abogado, sin perjuicio de lo dispuesto en el apartado 1.a) del artículo…

Dejé de prestar atención al agente que los recitaba al ver que saliendo del coche y hecha una fiera, “felpudo” se lanzaba sobre unos de los agentes exigiendo que soltaran a su amo, que no había hecho nada malo y que su presencia conmigo era voluntaria. Sabiendo que esa reacción era parte del diseño que habían dejado grabado en su mente, al ver que comenzaba a arañar al uniformado, exclamé:

―Felpudo, quédate quieta. No pasa nada.

Tal y como la habían adiestrado, al recibir una orden directa mía, se relajó hasta que vio que me separaban de ella y me metían en la misma lechera que a los otros dos. Entonces, con gran violencia, derribó a los dos polis que la custodiaba y corrió hacia mí diciendo que me llevaran con ella.

El gordo que la había traído allí y que permanecía esposado junto a mí, se rio diciendo:

―Por ella no se preocupe, nunca lo traicionará… no puede. Mi jefe se ha cerciorado de que se suicidaría antes de pensar siquiera en hacerlo.

―Menos mal― respondí: ―Cómo declare en mi contra, estoy jodido.

―No lo hará― con una sonrisa en sus labios, sentenció para a continuación quedarse callado al ver que uno de los agentes se subía y arrancaba el vehículo.

Imitando su mutismo, no dirigí a nadie la palabra hasta llegar a la comisaría donde siguiendo lo planeado, me tomaron las huellas y me ficharon mientras ellos esperaban su turno. Una vez que se había asegurado de que esos sicarios habían presenciado mi ficha, llegó Gutiérrez y demostrando el desprecio que sentía por los tratantes de blancas, pidió a uno de sus subalternos que me llevara a la sala de interrogatorios.

―Quiero empezar por Lucas Garrido, el pederasta ricachón que ha comprado a la menor de edad.

Si ya de por sí los miembros de la comisaria me tenían ganas, al escuchar que la chavala era una niña su odio creció y cuando intenté resistirme, el agente que me llevaba no se cortó a la hora de ejercer violencia sobre mí y en presencia de los verdaderos delincuentes, comenzó a golpearme hasta que sus compañeros cayeron sobre él reteniéndolo.

―Tranquilo, en la cárcel alguien se ocupará de acabar con ese cerdo― le dijeron recordando el “cariño” con el que trataban a los pedófilos entre rejas.

― ¡Quiero un forense que dictamine mis heridas! ― grité para que todo el mundo me oyera.

Mis berridos hicieron salir al comisario jefe y éste al ver mi labio partido y demás golpes en mi cara, se puso a maldecir amenazando con despedir a mi agresor

― ¡Exijo que me revise un forense! ¡Estoy siendo objeto de torturas! ― insistí mientras los otros dos detenidos intentaban sin resultado que los policías que los custodiaban cometieran el mismo error que conmigo.

―Esposadlos y que nadie los toque, bastante tenemos con lo que ha pasado― rugió el jefe mientras me tomaba del brazo diciendo que me iba a llevar al médico.

Con las muñecas inmovilizadas y gritando por mis derechos, llegué a una habitación donde me esperaban tanto el detective como Gutiérrez.

―Joder, menudo energúmeno elegisteis para que me diera la paliza― me quejé mientras escupía sangre cuando cerraron la puerta y nadie de fuera podía oírme.

―Los golpes tenían que ser reales para que nadie dude de su veracidad cuando su abogado nos obligue a soltarlo.

―Lo sé, pero joder duelen.

Dando entrada a una médica que me curara las heridas, el comisario me presentó a Luis Bernal, el psiquiatra de la unidad y éste comentó impresionado que jamás había visto a nadie tan alienado como a Kyon.

― ¿Así se llama la joven? ― pregunté.

―Según pone aquí se llama Kyon Yang― leyendo su expediente, Bernal contestó para a continuación explicarme que, revisando el “manual” que había tenido la previsión de pedir, tanto ellos como yo teníamos un problema.

Imaginé cuál era, pero aun así quise que me lo dijeran.

―Es tal el grado de la reeducación conductual que muestra que ni el mejor de mis colegas tardaría menos de cinco años en conseguir que esta cría fuese autosuficiente.

―Sé de qué me habla, como el inspector Gutiérrez sabe, mi novia fue víctima de la misma organización y actualmente está siendo tratada por Julián Ballestero, jefe de psiquiatra del Hospital la Paz.

―Pues no sabe el peso que me quita de encima, ya que si conoce los síntomas también sabrá de la predisposición de Kyon al suicidio si la separamos del que considera su amo.

―Como ya le he dicho, conozco el tema. Seleccionen en qué hospital la van a tratar para que se la traspase al médico encargado de su tratamiento.

―No es tan fácil, me temo… según he podido deducir de estos papeles, todo apunta a que la han diseñado como un producto de un solo uso para que una vez su dueño se canse de ella pueda desecharla sin complicaciones.

―Me he perdido con tanta formalidad, hábleme claro. ¡Coño!

Ya sin florituras, el loquero contestó:

―Joder, ¡que no se la puede traspasar a nadie! ¡El hijo de su madre que la educó se aseguró de ello! Si trata de repudiarla, venderla o cederla, la chavala buscará la forma de matarse. Fue adoctrinada para que su vida estuviera irreversiblemente unida al hombre que la comprara y personalmente dudo que Ballestero, por mucha eminencia que sea, pueda ser capaz de cambiar su programación. Para mí, es un caso perdido y tiene que vivir con usted, o vivir permanentemente sedada como la tenemos actualmente.

― ¿Alguien tiene una copa? ― derrumbándome en una silla pregunté….

15

Mientras esperaba a mi abogado de vuelta al calabozo hice un repaso de mi vida desde el divorcio y cómo la había trastornado la llegada de Patricia. La certeza de que nada sería igual, aunque finalmente esa morena finalmente decidiera olvidar la atracción que sentía por mí y buscara otra solución a su situación, me hizo comprender que tenía que seguir adelante y que a partir de ese momento Natacha y la tal Kyon tendrían que seguir a mi lado. Tal y como había planeado, al ver mis heridas, Perico montó en cólera exigiendo el parte de lesiones. Con él bajo el brazo, ejerciendo de letrado preparó un procedimiento de habeas corpus con el que solicitó al juez que me dejara en libertad por las torturas sufridas durante la detención.

― Ha sido una suerte que estos inútiles hayan violado tus derechos― comentó más para los tipos de la celda de al lado que para mí.

Supimos que esos impresentables se habían tragado la pantomima cuando ambos se ofrecieron a testificar que habían visto como el policía me daba esa tunda de palos. Aun así, tal y como estaba previsto, pasé toda la noche en chirona y no fue hasta las a una diez del día siguiente cuando llegó la orden de excarcelación. Cuando ya estaba en libertad y había recuperado mi móvil, recibí la llamada del psiquiatra preguntando dónde y a qué hora podía mandar a la paciente para que quedara bajo mi cuidado. Sabiendo que lo lógico era que la dejaran en mi casa, únicamente rogué que me dieran tiempo de prepararme y que me la trajeran a partir de las tres. Una vez concertados esos detalles, me fui a casa de Patricia donde esperaba encontrarme no solo con ella sino también con Natacha. Y así fue, ambas me estaban esperando al haberles avisado de mi llegada.

Conociendo mi agenda, la morena preguntó dónde había estado. No teniendo otra salida, les expliqué que había contratado a un detective para que investigara los negocios de Isidro Bañuelos al estar convencido que ese malnacido era el torturador de la rusita. Contra todo pronóstico, Patricia puso el grito en el cielo al sentir que había invadido su privacidad.

― ¡No me jodas! ― exclamé cabreado al sentir absurdas sus quejas cuando había sido ella la que había metido a ese capullo en mi vida, aunque fuera indirectamente.

Ese enfado me hizo contar sin paños calientes la visita de Pedro y del inspector Gutiérrez a la oficina alertándome de la próxima subasta de otra víctima de su ex y que con mi ayuda había hecho posible tanto la detención de sus subordinados como la liberación de Kyon.

―Has actuado sin consultarme… ¿qué vienes a hacer aquí? ― indignada hasta la médula, mi secretaria y acosadora insistió.

Obviando su ira, expliqué a ambas que al analizar a la chinita el psiquiatra había llegado a la conclusión de que el lavado de cerebro del que había sido objeto era todavía más preocupante que el que habían realizado con Natacha, ya que en su caso y aunque compartía muchos de sus características, al menos no vinculaba su existencia a un único dueño.

―Según entiendo, si quisieras, ¿podrías cederme a otro? ― preguntó preocupada la chavala.

―Podría, pero eso nunca ocurrirá. Si algún día decidimos que ya no es necesario que vivas conmigo, te liberaré… jamás te vendería.

 Pensaba que la rusa iba a respirar al oírme, pero por extraño que parezca se echó a llorar. Asumiendo el dolor que experimentaba como propio, la agarré de la cintura y besándola, añadí que era parte de mí y que no me veía sin ella. Esa afirmación, tranquilizó a la joven, pero no así a Patricia que de muy malos modos me echó de su piso quejándose de que no la hubiese mencionado.

En la puerta y mientras me intentaba disculpar diciendo que era un olvido, la morena fuera de las casillas me espetó que dimitía como secretaría y que no quería volver a verme. Acudiendo en mi ayuda, Natacha respondió:

―Siempre tendrás un sitio en nuestra cama. Lucas te ama y yo te adoro. Eres nuestra mujer, aunque no haya un papel que lo demuestre.

Un breve brillo de esperanza creció en sus ojos mientras daba un portazo:

―Disfruta de la esclava que te has comprado.

El desprecio con el que se refirió a Kyon me irritó al no comprender que fuese tan dura con una joven cuya dependencia no era voluntaria sino impuesta y con ganas de molestar, gritando a la que sin duda permanecía del otro lado de la puerta, le pedí que fijara la fecha de nuestra boda.

―Has hecho bien― comentó la rubita mientras tomábamos el ascensor: ― Nuestra negra no tardará en llegar pidiendo que la perdonemos. Ella lo sabe, aunque todavía no lo acepte.

Dudando que así fuera, salimos del edificio y tomamos un taxi que nos llevara al hogar que ambos compartíamos y al cual, en pocas horas, llegaría un nuevo miembro. Ya en casa, llamé a Joaquín e inventando un constipado, le dije que debería sustituirme durante el resto de la semana mientras Natacha se ocupaba de preparar todo lo que necesitaríamos para recibir a Kyon. El sentido práctico de la joven quedó de manifiesto cuando haciendo un café me preguntó qué sabía del modo en que la habían sometido. Cogiendo el manual de “Felpudo”, comencé a leerlo en silencio.

La maldad que destilaban esos papeles me puso los pelos de punta. El maldito que diseñó su conducta, había dejado impreso en el cerebro de asiática que para mantener un mínimo de cordura su amo debía de tomar posesión de ella casi de inmediato. Avergonzado, no me quedó otro remedio que explicárselo a la rusa ya que era ella mi pareja actual.

―Lucas, no te preocupes. Piensa que nadie mejor que yo comprende lo que debe estar sufriendo. Haz lo que debas hacer― con ternura replicó.

Habiendo obtenido su comprensión, repasé con ella el resto del siniestro impreso donde quedaba tan bien reflejado que dentro de lo que su autor consideraba ventajas incluía que la chinita estaba preparada y necesitaba de mano dura.

― ¿Qué tipo de mente es capaz de diseñar algo así? ― me pregunté al leer que entre las cosas con las que se podría premiar el buen desempeño de “Felpudo” estaba el que su amo se meara encima de ella.

―Lucas, por favor no te enfades, pero a mí también me encantaría sentirlo―admitió la rubia con los pitones en punta.

Comprendiendo que ambas debían compartir muchos condicionantes al haber sido manipuladas por el mismo maniaco, seguí estudiando ese manual y así confirmé que muchos de las recompensas diseñadas para Kyon eran en realidad castigos. De todos ellos, uno de los más recalcitrantes hacía referencia al nombre con el que la habían bautizado:

“Para fortalecer el vínculo de su esclava y hacerle ver que su amo le estima, su dueño podrá estimularla haciendo que con la lengua limpie sus zapatos al llegar a casa”.

 Nuevamente, ese acto excitó a la joven que se mantenía a mi lado y moviéndose incomoda en el asiento, susurró que no le importaría ayudar a la chinita en esa humillante tarea. Disculpando sus palabras, proseguí con la lectura de esas instrucciones. Así fue cómo me enteré de que el peor castigo que podía ejercer sobre ella era el no hacerla caso.

“Cuando se requiera dar un escarmiento, se puede optar por la inacción. Su esmerada educación hará que la sierva sienta el desapego de su amo con un dolor que la hará humillarse pidiéndole perdón. Si se prologa este, su amo podrá disfrutar de la autodestrucción paulatina de su propiedad. Tras un periodo de depresión, “felpudo” tratará de conciliarse por medio de flagelación y de no ser efectiva, buscará mutilarse como forma de recuperar el afecto de su dueño. Llevando al extremo, el adquirente de esta maravilla disfrutará observando cómo se suicida usando para ello cualquier elemento que esté a su alcance. Para ello, recomendamos poner a su disposición elementos cortantes que se pueda introducir en el sexo como puede ser una batidora de mano o cuchillos de gran tamaño”.

Asqueado por lo que estaba leyendo, quise dejar de estudiar ese panfleto, pero Natacha me lo impidió haciéndome ver que debíamos conocer cómo actuar ya que, en menos de una hora, la chinita estaría bajo nuestro cuidado. Sabiendo que era así y haciendo un esfuerzo para no vomitar, pasé a ver el apartado que el malnacido que lo escribió definía como “practicas amatorias” en las que “Felpudo” estaba adiestrada. Sin hacer una exposición exhaustiva de las mismas, comprobé que la asiática estaba lista para dar placer con todos los agujeros de su anatomía y no solo a su dueño sino también a cualquier persona que este considerara necesario ya fuera individualmente como en grupo.

―Según aquí pone, Patricia y yo podremos usarla si tú se lo pides― comentó con un tono que me hizo saber que la perspectiva de compartir con ella algo más que arrumacos no le era desagradable.

Obviando sus palabras al ser algo que daba por descontado, seguí leyendo y horrorizado descubrí que había dejado grabado en su mente la predilección por ser usada atada a un potro de tortura o su equivalente:

“Para el correcto desenvolvimiento de la esclava, su dueño deberá tener una mazmorra donde ubicarla y azotarla con regularidad siendo importante el contar con algún elemento donde inmovilizarla. Para ello, recomendamos argollas a la pared, una cruz de San Andrés o cualquier jaula que hay en el mercado. Si se opta por esta última, cuanto menor sea el espacio, “Felpudo” se lo agradecerá con mejores y más prolongados orgasmos. Por el contrario, y para disfrute del dueño, se la ha dotado de agorafobia por lo que, de no mediar una orden, al contrario, sacarla de paseo al campo la sumirá en un estado de turbación que la hará más receptiva cuando vuelva a su lugar de origen”.

  ―Lucas, ¿te parece que prepare el armario para encerrarla ahí cuando no estés? ― preguntó Natacha con una naturalidad que me dejó impresionado.

Con las lógicas reservas y con el corazón encogido, acepté su sugerencia como mal menor mientras pasaba a la siguiente página donde entre otras aberraciones el autor del texto recomendaba el uso de mordazas, los electroshocks y la cera ardiente como métodos para exacerbar la lujuria de la chinita.

«Hay que estar mal de la olla para ver placer en ello», me dije pasando al apartado de los detonantes de actuación y ahí descubrí que decir en su oído “es mi enemigo” desencadenaría una reacción violenta de la asiática que la haría intentar matar a la persona que hubiese señalado.

Acojonado recordé la forma tan rápida con la que se había desecho de los agentes durante mi detención y asumiendo que esa joven había sido educada en algún tipo de arte marcial busqué la contraorden: “Ahora es mi amigo” respiré al encontrarla.

Seguía inmerso en la lectura de esos sombríos papeles cuando escuchamos el sonido del timbre. Con una angustia total, fui a recibir a los sanitarios que la traían en compañía de la rusita, la cual y ante mi espanto, parecía ansiosa de recoger el testigo.

―Es preciosa― susurró confirmando ese extremo mientras metían la camilla en la que la traían.

Tras advertirnos que en unos treinta minutos despertaría, me ayudaron a trasladarla a mi cama, para a continuación y casi sin despedirse, dejarnos solos con ella. Su tranquilo dormitar realzaba la exótica belleza de la joven y con el peso de una responsabilidad que imprudentemente eché sobre mis hombros, la observé realmente por primera vez y confirmé lo dicho por la rubia:

«Es guapísima», me dije mientras inconscientemente quitaba un mechón de pelo de su cara.

A pesar de nunca haberme sentido atraído por las mujeres de su raza, tuve que reconocer que Kyon me resultaba sumamente atractiva y que el camisón de hospital que llevaba puesto no podía esconder los voluminoso senos que el vendedor había reflejado en la ficha de la subasta como estímulo para subir su precio.

«98 centímetros de pecho», recordé mientras intentaba rechazar lo mucho que me apetecía el verla sin el batín.

Al no estar sujeta por los mismos escrúpulos que yo, Natacha recordó que según el manual debía hacer uso de mi esclava cuanto antes y trayendo uno de los camisones que le compré, se puso a desnudarla diciendo que la muchacha agradecería sentirse bella el día en que conociera íntimamente a su dueño. Sintiéndome fuera de lugar, decidí no seguir ahí mientras la acicalaba para mí.

―Avísame si se despierta― huyendo de la habitación en dirección al salón, comenté.

Hundido en el sofá, intenté pensar en que si me acostaba con ella era por su bien y que hasta el propio psiquiatra de la policía me había dejado claro que ese era mi deber, pero no por ello se diluyó la sensación que sentía de que al hacerlo estaría violándola. Por eso, para mí, fue dificilísimo sustituir velando a la chinita cuando Natacha terminó y me dijo que tenía que volver a la habitación porque ella todavía tenía que cocinar la comida de ese día.

Con paso cansino, recorrí el pasillo de vuelta y al entrar en el cuarto, mis peores temores se convirtieron en realidad cuando vi el esmero con el que la rusa me la había preparado. No solo le había colocado un picardías que dejaba poco a la imaginación, sino que incluso la había peinado y maquillado, haciendo de ella una diosa. Incapaz de contener la curiosidad, certifiqué que la descripción que habían hecho de Kyon era fidedigna, pero se habían quedado cortos al ser un monumento de mujer.

«Vale lo que pagué por ella», pensé sin advertir que me estaba refiriendo a una persona y no a un objeto.

 Impresionado por la rotundidad de sus curvas en una joven asiática a las que en Occidente asociábamos a tablas de planchar, me pregunté si esos pechos eran producto de una cirugía. Sintiéndome un cerdo, aproveché que seguía sedada para con mis manos comprobar si eran naturales. Por el tacto y la dureza de los mismos supe que no estaban operados y eso me hizo profundizar en la exploración tomando entre mis dedos uno de sus pezones. La facilidad con la que se puso duro me enervó y preso de una calentura tan grande como culpable, lo pellizqué provocando su gemido. Asustado, levanté la mirada y ante mi consternación, Kyon estaba con los ojos abiertos.

―Mi amo― susurró con una entrega cercana a la adoración.

Desolado al verme descubierto y que lejos de molestarle mi ruindad, la chinita había recibido esos mimos con alegría, pedí a la cría que siguiera descansando. Maniatada por el adoctrinamiento recibido se abrazó a mí y comenzó a restregar su cuerpo contra el mío mientras me rogaba que la usara, que se sabía mía y que su función era ser mi juguete. Todavía ahora recuerdo avergonzado la erección que creció bajo mi pantalón al ver la devoción con la que me miraba. Por eso, agradecí cuando Natacha entró en la habitación informando que la comida estaba lista, ya que de no haber sido así a buen seguro sin mayor miramiento la hubiese tomado para mí.

 ―Felpudo, levántate y ayúdame a dar de comer a nuestro dueño― comentó la rusa ejerciendo un papel que no le había pedido.

Molesto, pedí que fuera la última vez que la nombraba así.

―Su muñeca le pide perdón― arrodillándose a mis pies, respondió: ―Mi señor, ¿con qué nombre me debo referir a su nueva esclava?

Entendiendo que, aparte de su naturaleza juguetona, lo que le impulsaba a la rubia era cumplir fielmente con lo leído en el manual, comprendí que, si no quería usar el de “Felpudo”, debía bautizarla con otro apelativo de sumisa. Por ello, mirando la dulzura de la joven, respondí:

― ¡Golosina! ¡La llamaremos así!

―Solo espero no engordar cuando tenga que comerme a “golosina” ― muerta de risa, replicó la endiablada eslava mientras la levantaba de la cama.

La sonrisa con la que la asiática recibió un azote de Natacha exigiendo que se diera prisa me hizo asumir que al menos en un principio debía comportarme con ella de acuerdo a lo que marcaba su educación y por ello, mientras me servía vino en una copa, ya sin pudor acaricié su trasero absteniéndome de alabar su belleza. Supe que según la mentalidad que habían esculpido en su cerebro ese gesto le bastaba para sentirse reconocida al reparar en el tamaño que habían adquirido sus pezones.

«Tengo que darle tiempo de asumir que en esta casa nadie la maltratará antes de demostrar cualquier tipo de ternura», sentencié viendo de reojo la alegría con la que corría a la cocina en busca del primer plato.

Lo que nunca me esperé es que volviese en compañía de la eslava y menos que tras ponerme frente a mí la comida, Natacha me pidiera permiso para inspeccionarla. Entendiendo que esa inspección no solo era necesaria según las instrucciones que habíamos leído, sino que encima le apetecía ser ella quien la realizara, di mi autorización a que la llevara a cabo.

―Golosina, antes que nada. Nuestro amo debe saber qué clase de hembra ha comprado y si vales la suma que pagó por ti. ¡Desnúdate y demuéstrale si eres digna de ser la esclava que le dé placer o solo una vulgar sirvienta!

Herida en su amor propio, la chinita comenzó a cantar una canción de amor mientras deslizaba sus tirantes sin dejar caer el camisón. Su prodigiosa voz no era algo que hubiésemos previsto y por eso tanto la rusa como yo nos quedamos anonadados al escucharla.

―Lo he pensado mejor, te llamaremos “ruiseñor” ― dije todavía impresionado.

Su nuevo bautismo incrementó sus ganas de agradar y elevando el volumen adornó su canto con un sensual baile mientras se despojaba del picardías. Ya sin él, pude comprobar que a pesar de su altura los pechos de la asiática eran enormes y que encima sus areolas se le habían erizado al sentir la calidez de nuestras miradas.

«¡Por dios! ¡Es bellísima!», no pude más que afirmar interiormente sin exteriorizarlo al saber que todavía no estaba lista para ser piropeada.

Más consciente que yo de lo que esa muchacha necesitaba y sobre todo esperaba, Natacha se acercó a ella y pegándola otra sonora nalgada, le exigió que luciera el trasero al que era su dueño. Al girarse, pude comprobar que la rusa había dejado impresa la mano en uno de sus cachetes, pero eso no fue óbice para que me percatara también que el pandero de la asiática era de los que hacen época.

«Menudo culo tiene», sentencié mientras daba un sorbo de vino para no revelar lo mucho que me apetecía dar un mordisco en esa maravilla.

Como la rubia no tenía esos remilgos al tener mi aquiescencia y saber que no me opondría, usó las dos manos para que pudiese valorar el cerrado ojete de “ruiseñor”.

―Mi señor. Para ser un producto asiático, el culo de su nueva esclava no es de mala calidad, aunque parece ser que está un poco trillado.

―Ni poco ni mucho. Nadie lo ha usado― se defendió la pobre que estaba siendo inspeccionada.

Al haber hablado sin que nadie se lo permitiera, tuvo su castigo y mandándola al suelo de un tortazo, Natacha le hizo ver que no iba a ser permisiva con ella.

―Como la favorita de nuestro señor, no voy admitir de ti ninguna falta de cortesía y menos que te rebeles.

Frotando con una mano su adolorida mejilla, la chinita pidió perdón.

―Lo siento, maestra. No volverá a ocurrir.

Tirando de su melena, la levantó de la alfombra y sin mayor miramiento, la eslava mordió los labios de la joven diciendo:

―Eso espero, nuestro señor me ha pedido que te eduque y eso voy a hacer.

Asumiendo que debía seguir exhibiéndose ante mí, Kyon retomó la canción, pero esta vez en perfecta sintonía con la melodía y en español nos informó que nunca había estado con otro hombre narrando una escena:

 ―Una hembra de ruiseñor aleteando llegó volando a un jardín donde su dueño, al escuchar el trino de tan bella ave, decidió que debía ser suya y tomándola entre sus manos, preparó para ella una jaula de oro. La joven pajarita al ver su nuevo hogar gorjeando de felicidad explicó al que ya sentía que era su amo que nunca unas manos de varón habían acariciado su plumaje.

 ―Si eres virgen, demuéstralo― exigió Natacha.

Bailando, la chinita se subió a la mesa y separando las rodillas, puso a mi estudio su sexo mientras canturreaba:

―Cuando el viento del mediodía puso en duda las palabras de la dulce avecilla, está pidió a su señor que comprobara tocando sus plumas que todavía nadie había dejado sus huellas en ella.

Despelotado por el tierno y ocurrente modo de presentar sus credenciales, miré embelesado ese tesoro desprovisto totalmente de pelo y retirando con mis yemas los pliegues que le daban acceso, comprobé que no mentía.

―El ruiseñor al sentir las caricias del que tenía las llaves de su nuevo hogar, le pidió que pusiera un candado a la puerta para jamás tener la tentación de marcharse― musitó en tono más bajo temiendo quizás desafinar.

Si lo hizo, no lo sé ya que llevaba unos segundos concentrado en evitar hundir la cara entre esos muslos.

―Don Lucas, pruebe si la pájara que ha adquirido es tan dulce para ser llamada también golosina― a mi espalda, escuché que Natacha me decía.

Impulsado por un apetito que no fui capaz de contener, saqué la lengua y recogí con ella parte de la humedad que amenazaba con desbordarse de la chinita:

―Es todavía más dulce de lo que suponía― señalé mientras escuchaba el prolongado sollozo con el que Kyon manifestaba el placer que ese primer lametazo le había hecho experimentar.

― ¿Me permite comprobar que sea así? ― la rubia preguntó revelando su excitación.

―Por supuesto, muñeca. Dime si me equivoqué cuando asumí que esta zorrita era una golosina.

Al verla sumergir la boca entre sus piernas, decidí hacer uso de uno de los detonantes que compartían y mientras Natacha cataba el sabor de Kyon llevé mis manos a sus nucas provocando el orgasmo de ambas. Los gemidos de la rusa quedaron acallados por los melodiosos berridos de la chinita al sentir que quizás por vez primera su cuerpo ardía.

―Mi señor tenía razón al ponerle ese nombre― chilló descompuesta Natacha mientras trataba de saciar la sed en el manantial que brotaba del interior de la asiática.

Sin dejar de acariciar la parte posterior de sus cabezas, mostré un cabreo que no sentía al haberse corrido ambas sin mi permiso y colocando a la rubia en mis rodillas, descargué mi supuesta ira en una serie de dolorosos pero deseados azotes que, en vez de cortar su placer, lo incrementaron.

―Su ruiseñor también le ha fallado― envidiosa del trato, sutilmente protestó la oriental.

Atrayéndola hacia mí, mordí su boca y tras dejar la impronta de mis dientes en ella, exigí a “muñeca” que la llevara a mi habitación y que me la preparara mientras terminaba de comer. Natacha cogió a Kyon de la mano y sin preguntar nada más, se marchó al saber exactamente lo que le pedía. No en vano habíamos leído juntos el puñetero manual donde se revelaba el modo de exacerbar el placer que sentiría al ser desflorada por su amo. Sabiendo que no me fallaría, olvidándome de ellas, me concentré en la estupenda carne a la stroganoff que apenas había tocado…

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