LA FABRICA 30

Con un gesto tan amable como elocuente en cuanto a su significado, el hombre me hizo seña de que me inclinase sobre el mostrador; vacilé durante unos segundos, pero finalmente lo hice, quedando con mis pechos prácticamente sobre el cristal. ¿Qué otra opción tenía? Mientras lo hacía, ojeé de soslayo el objeto que sostenía en sus manos y me invadió un acceso de terror que me hizo temblar de la cabeza a los pies.

“Tranquila – dijo Rocío mientras me acariciaba un brazo en lo que constituía un falso intento por serenarme -. Se ve grande, sí, pero te vas a acostumbrar: no te preocupes”

El hombre del local, en tanto y tras ubicarse por detrás de mí, hincó trabajosamente una rodilla y espiando de reojo lo vi acomodarse sus lentes y escrutarme con ojo experto.

“Abrí el culito, nadita – intervino, bien hiriente, Rocío -. Así el señor te lo puede instalar bien”

Era tal mi vergüenza que sentía como si mi cuerpo se fuera deshaciendo en pedazos y cayendo parte por parte hacia el piso; cada pulgada de mi piel me hormigueaba de un modo indescriptible pero, aun así y con esfuerzo sobrehumano, obedecí la orden de la antipática rubia. Apoyando las palmas de mis manos sobre mis nalgas, tiré de ellas hacia afuera justo sobre la entrada del orificio anal.

“De todas formas lo tiene ya bastante dilatado” – dictaminó el vendedor al momento en que mi hoyo quedó expuesto; a pesar de lo terriblemente humillante del comentario, no me dio en ese momento la impresión de que ésa fuera su intención, o bien, quizás, el hombre viera todo como un juego consensuado entre Rocío y yo: lo suyo era un dictamen puro y simple, propio de quien todo lo ha visto, pero, aun así, desgarraba mis oídos y, por oposición, era música para los de Rocío.

“Sí – agregó ella, alegremente -. Es que… lo tiene ocupado bastante seguido. Digamos que le gusta, je”

“Veo – convino el hombre -: una de esas chicas que gustan de los jueguitos anales. De todas formas prefiero lubricarla por las dudas”

El vendedor volvió a incorporarse y pasó hacia el otro lado del mostrador; siguiéndolo con la vista, pude ver cómo tomaba un pomo del cual no era difícil inferir que contendría lubricante.

“Agréguelo en la cuenta” – dijo Rocío.

“Es sólo un poco. Cortesía de la casa. De todas formas, le aconsejo que le compre uno si va a utilizar el consolador seguido, al menos durante el primer tiempo cuando todavía no tenga el orificio suficientemente habituado y dilatado”

Habituado y dilatado. ¡Dios! Mi consternación era absoluta ante la naturalidad con que lo decía. Pero más allá de eso y justo al momento de dar el hombre su consejo, llegó a mis oídos un inconfundible sonido de pasos y, aterrada, giré la cabeza por sobre mi hombro para descubrir, con estupor, que dos jóvenes de veintitantos años acababan de ingresar en el local. Casi ni hace falta que lo diga, pero de inmediato clavaron sus miradas sobre mí pues, desde luego, la escena con la que se habían topado al entrar estaba lejos de ser esperable aun en un sex shop: mi vergüenza volvió a escalar a límites para mí desconocidos; tragué saliva y, lentamente, fui girando de nuevo mi cabeza para alejar mi mirada de ellos puesto que la realidad era que, por muy desconocidos que para mí fuesen, no podía mirarlos a la cara. Fue tanta mi vergüenza que, involuntariamente, aflojé la presión de mis dedos pulgares haciendo que el orificio se me cerrase un poco, cosa que, por supuesto, Rocío advirtió:

“No te distraigas – me susurró al oído, aunque de forma claramente audible — Mantené ese culito bien abierto”

Coronó sus palabras pinchándome con la punta de un dedo dos veces dentro del orificio, lo cual provocó en mí un doble respingo, pero además motivó que llegaran a mis oídos, claramente audibles, las risitas y murmullos de los dos jóvenes recién llegados. ¡Dios! Quería morir…

Volví a separar mis plexos justo en el momento en que el vendedor regresaba junto a mí: noté que, para ganar tiempo, ya se había embadurnado un dedo con el lubricante, en tanto que su otra mano seguía sosteniendo el siniestro y temido consolador. Volvió a ubicarse sobre mis espaldas y sólo pasaron unos pocos segundos para que yo sintiera el ahusado y gastado dedo entrándome por detrás y trazándome círculos por dentro. En medio de lo denigrante de la situación, yo sólo podía pensar en que, en ese momento, dos jóvenes desconocidos estaban viendo cómo me lubricaban el culo: si quería pensar en algo más decadente, no podía; mi vida, ya hacía rato, había entrado en una pendiente de la cual ya no parecía haber ascenso ni vuelta atrás. ¿Qué podía hacer? ¿Largar todo al cuerno y admitir mi embarazo inclusive a costa de ser despedida de la fábrica? Por alguna razón, y después de haber vivido una ignominia tras otra, mi dignidad estaba mancillada a tal punto que ni aún así podría salvarse.

Finalmente, el hombre dejó de lubricarme, pero ello sólo sirvió para que el pavor hiciera de mí aun más presa que antes, ya que si había terminado con la lubricación, ello sólo podía significar que su siguiente paso sería introducirme el objeto por la retaguardia. Confirmando mis sospechas, escuché el inconfundible sonido de la llave, de lo cual sólo pude inferir que Rocío debía haberlo dejado en posición de expandido, por lo que el vendedor, ahora, giraba la llave en sentido inverso a los efectos de introducírmelo con comodidad.

Cerré los ojos y apreté con fuerza mis manos contra el borde del mostrador a la espera de lo que, ya para ese entonces, se presentaba como mi destino irreversible: sin embargo y en ese preciso momento, una juvenil voz de varón se hizo oír en el local, la cual, como no podía ser de otra forma, debía ser la de alguno de los flamantes visitantes del local.

“¿Y eso? – preguntó, claramente extrañado -. ¿Qué carajo es?”

Era evidente que el movimiento que el vendedor había hecho con la llave les había hecho parar las antenas a los dos jóvenes y que, con toda seguridad, no habrían visto en su vida un consolador de esas características, lo cual explicaba su súbita intriga e, incluso, muy posiblemente, su interés.

“Es un consolador con trabajo de esfínter” – explicó el vendedor mientras producía un par de veces más el “clic” con la llave en función claramente demostrativa.

“¿Trabajo de qué?” – preguntó, llena de perplejidad, otra voz que, por supuesto, debía ser del otro joven.

Siguió a continuación la más humillante explicación técnica que mis oídos podían llegar a escuchar. El hombre les detalló de manera pormenorizada la forma en que trabajaba el objeto y, entre expresiones e interjecciones de asombro de parte de los muchachos, hizo sonar una y otra vez el clic de la llave en el consolador que, por suerte, aún estaba fuera de mí… aunque no por mucho tiempo.

“¿Y eso funciona?” – preguntó uno de ellos con un aparente deje de desconfianza en el cual yo, en cambio, creí descubrir más bien la obvia intención de incitar al hombre a que les ofreciese una demostración práctica con mi cola.

“Por supuesto que sí” – respondió éste y, casi de inmediato, sentí la punta del objeto jugueteando en la entrada de mi cola y ganando centímetros poco a poco. Si la intención de los jóvenes había sido impelerle a que me introdujera el objeto, claramente lo habían logrado.

Yo quería que el piso del local se abriese y me tragase allí mismo. El consolador, mientras tanto, avanzaba inexorablemente dentro de mi recto y, si bien aún no dolía lo suficiente (venía de experiencias peores incluso en ese mismo día), lo más atemorizante era la inminencia de que se fuera a expandir de un momento a otro.

“¿Duele?” – preguntó el vendedor, que persistía en tratarme con algún algún toque de amabilidad que hasta quedaba fuera de contexto.

Abrí mis labios para responder, pero Rocío, una vez más, me ganó de mano:

“Ya le dije – soltó -; está acostumbrada”

Las palabras de la rubia funcionaron como un aliciente extra para el hombre, quien me empujó el consolador aun más adentro, pareciendo incluso que incidía con un ángulo levemente ascendente, lo cual llevó a que mis uñas, en la desesperación del momento, rasgaran con horrible chirrido el cristal del mostrador e, incluso, a que me pusiera en puntas de pies; dado que yo tenía un pie descalzo y el otro no, fue inevitable que, al hacerlo, me ladeara un poco y, de manera impensada, terminara adoptando una pose que, a los ojos de quienes me veían, debió, de extraño modo, verse como sugerente o sensual.

“Bueno… – dijo uno de los jóvenes, en un tono que revelaba algo de impaciencia -. ¿Y ahora? ¿Cómo funciona?”

Pude ver de reojo que el vendedor se apartaba e incorporaba aun cuando mi cola, claro, seguía ocupada con el demencial objeto.

“Pruébelo usted mismo” – invitó, cortésmente.

Un violento sacudón hizo estremecer todo mi cuerpo. Abrí enormes los ojos de tanta incredulidad y, siempre de soslayo por encima de mi hombro, pude ver cómo uno de los jóvenes se ubicaba a mis espaldas y luego, en actitud similar a la antes asumida por el vendedor, hincaba una rodilla sobre el piso. Al principio pareció quedarse mirando el objeto instalado en mi cola como si lo estudiase… o bien sólo estaba jugando sádicamente con el suspenso; nunca lo supe a ciencia cierta y, quizás, hubiera un poco de ambas cosas. Pero cuando sentí que sus dedos me rozaban las nalgas y aferraban claramente el extremo visible del objeto, ya no tuve duda alguna acerca de lo que seguiría. Y lo temido, en efecto, llegó: sonó el “clic” de la llave y al instante pude sentir cómo el miembro artificial se expandía dentro de mí; fue como recibir en mi interior una descarga eléctrica que se manifestaba en una curiosa mezcla de dolor y placer. Rápidamente, el joven giró la llave en sentido inverso y el objeto se contrajo, con lo cual mi canal rectal se reacomodó y yo sentí un momentáneo alivio; tomé aire al cobrar súbita conciencia de que no había respirado mientras el objeto estaba expandido: el muchacho dejó escapar una risita, obvia evidencia de que estaba sopesando con ojo positivo las potencialidades del consolador. Y quedó seguramente tan satisfecho que no dejó pasar mucho tiempo para volver a expandirlo y, otra vez, cada músculo de mi cuerpo se tensó mientras mi cabeza caía sobre mi nuca y mi boca se abría en una inhalación que parecía no tener fin. Ahora fue el otro joven quien rió:

“Está genial – dijo, divertido -: esa cosa es lo más”

“Sí, sí, lo están llevando mucho últimamente – volvió a recitar el vendedor que parecía decidido a repetir su cantinela promocional -. Da buen resultado”

“Ya lo creo que sí” – apuntó el joven que manipulaba el consolador a mis espaldas mientras, una vez tras otra, volvía a girar la llave en uno y otro sentido. Cuando finalmente pareció quedar convencido sobre la calidad del producto, lo dejó deliberadamente en posición expandida mientras se incorporaba.

“Lo llevo – dijo, en tono conforme -: sé de una que esta noche va a recibir su merecido en la colita”

Fugazmente se me ocurrió pensar en quién sería la desafortunada chica en desdicha que esa noche iría a correr mi misma suerte e, increíblemente, sentí pena por ella en un momento en el cual sólo debería sentir pena por mí misma. Por lo pronto, el objeto seguía dilatado dentro de mí y yo contraía todo mi cuerpo en un gesto de dolor que, en algún punto, era irónicamente placentero. Más aún, y a mi pesar, noté cómo poco a poco mi cuerpo se iba acostumbrando a tener ese intruso dentro, casi como dándole razón a las palabras momentos antes dichas por Rocío; pensar en ella fue como invocarla:

“¿Te gusta?” – me dijo, burlonamente, hablando muy cerca de mi oreja.

Una vez más reaparecía el eterno y sádico jueguito a que tanto ella como Evelyn me sometían: si yo admitía que no me gustaba, sólo serviría para incentivar aun más el goce de ambas. Aun mintiendo, opté entonces por la respuesta que, yo creía, era contraria a lo que esperaban:

“S… sí, señorita Rocío – dije, casi en un susurro -: me gusta”

No logré determinar si, en efecto, la mía era para la rubia la respuesta menos esperada; por lo pronto y como para desmentirlo, la miré por el rabillo del ojo y la vi sonreír.

“Te lo vas a llevar puesto entonces – dijo, para mi pesar, mientras me propinaba una palmadita y golpeaba con sus dedos sobre la base del consolador, introduciéndomelo con ello aun un poco más en caso de ser tal cosa posible -; así te vas acostumbrando a tenerlo”

Pronunció el comentario de un modo tan ladino y malicioso que, inevitablemente, despertó la hilaridad de los dos jóvenes, quienes parecían estar más que contentos con su compra, al igual que el hombre del local, que acababa de vender dos consoladores caros en cuestión de minutos.

Rocío se apartó despaciosamente de mí y pude escucharla taconear a través del local. En efecto, giré tímidamente la vista en dirección a ella y la pude ver recorriendo una vez más los escaparates con recuperado interés. ¡Dios! ¿Qué nueva y demencial idea podía estar elucubrando ahora su cada vez más enfermo cerebro? De pronto se detuvo y noté que su atención, por algún momento, quedó captada por algo que yo, desde mi posición, no llegaba a ver. Extendió luego su brazo y tomó de algún lado un collar unido a una correa… como de perro, el cual levantó hasta colocar a la altura de sus ojos en actitud de observar con detenimiento.

“Ésos son de muy buena calidad – apuntó el vendedor, que no dejaba pasar oportunidad de promocionar sus productos -: también se están vendiendo mucho”

Yo podía imaginar lo que Rocío tenía ahora en mente pero, una vez más, me costaba creerlo. Permaneció algún escrutando collar y correa para, luego, venir caminando hacia mí. Con temor, desvié nuevamente la mirada para que no notase que la estaba espiando, pues temía ser reprendida o castigada. Sin embargo, ella se comportaba como si nada notase o, quizás, como si no le importase: cada vez me daba más cuenta de que no daba puntada sin hilo y se divertía a mi costa a tal punto que le gustaba saber que yo la espiaba mientras tramaba sus pérfidos planes. Seguramente sabía de mi ansiedad y eso le causaría aun más placer.

“A ver, nadita – me dijo -. Girá un poco la cabecita”

Bastó que obedeciera yo su orden para que, muy rápidamente, colocara ella el collar alrededor de mi cuello y lo cerrase. Tiró del mismo a los efectos de ceñirlo hasta hacerme sentir una cierta asfixia y, sin embargo, la expresión de Rocío evidenció no estar del todo conforme con el producto.

“Quiero algo más heavy… y más ajustado” – dictaminó, en tono de disconformidad y para mi estupor.

El vendedor respondió más que rápidamente a su requisitoria y fue hacia los escaparates mientras los dos jóvenes, que aún seguían allí, miraban con ojos fascinados la nueva escena que el local parecía brindarles. Cuando el hombre regresó hacia nosotras, lo hizo trayendo en mano un collar mucho más reforzado: el cuero era negro y, por lo que se advertía, de curtiembre superior, además de lucir terminaciones metálicas que realzaban su aspecto ominoso. Rocío lo tomó y lo tensó, como si comprobase la calidad.

“Éste me gusta más – dictaminó, asintiendo con la cabeza aun antes de probármelo -, pero no incluye correa, ¿verdad?”

“No – respondió el hombre con cierta tristeza -; si lleva ése, va a tener que agregar correa o cadena aparte”

“Eso es lo de menos – respondió Rocío, quien parecía esa tarde decidida a desembolsar lo que fuese con tal de verme humillada al punto de lo indecible -. A ver, nadita, probemos con éste”

Procedió a retirarme el collar anterior y a colocarme el nuevo; en el momento de ajustar la anilla y tironear de la pieza, sentí un efecto de estrangulamiento mucho mayor que el experimentado con el anterior, al punto que dejé escapar una interjección de ahogo. Rocío sonrió con satisfacción a escasos centímetros de mi rostro y, acto seguido, solicitó al vendedor que pusiese en sus manos una cadena. Una vez que éste se la entregó, ella la calzó al mosquetón, se la pasó por sobre el hombro y se giró de tal modo de hacerme caminar por el local detrás de ella, exponiéndome así a las miradas tanto del vendedor como de los dos jóvenes, quienes, ya para ese entonces, casi ni parecían recordar a qué habían ido: yo era para ellos el mejor espectáculo posible y, para mejor, gratuito…

La detestable rubia caminó con un contoneo que se veía a todas luces presuntuoso y arrogante mientras yo, por supuesto, no sabía hacia dónde desviar mi mirada. Tras recorrer tres o cuatro veces el local en ambos sentidos, asintió conforme:

“Llevo todo esto” – dijo, y me miró de un modo que era el sadismo en su más pura esencia. A mí, por mi parte, sólo me quedaba temblar por lo que me esperaba.

Por fortuna, Rocío me retiró el collar pues hasta había temido que me obligase a llevarlo puesto durante el camino hacia el auto y, para mi alivio, no fue así; viéndolo hoy, sin embargo, creo que ello obedeció no tanto a que se apiadase de exponerme acollarada en público como a que quería mantener los elementos adquiridos algo más ocultos a los efectos de darle una sorpresa a Evelyn. Una vez más, debí soportar las miradas, a veces incrédulas y otras libidinosas, de los transeúntes. Si antes ya me costaba caminar al tener un solo zapato, me es imposible describir cuánto me costaba ahora, con ese objeto colocado en mi cola: mi paso era irregular y retorcido, por momentos cruzando una pierna por delante de la otra debido a la incomodidad y al dolor, el cual era tanto que hasta comenzaba a hacerme caer algunas lágrimas, llevándome ello a decir algo que no quería decir, máxime cuando ya conocía de antemano la respuesta negativa; es decir, en definitiva, ni siquiera sé por qué lo pregunté:

“S… señorita Rocío…” – musité.

“¿Sí, nadita?” – dijo Rocío, con la vista clavada en el teclado de su celular, en el cual aparentemente escribía un mensaje para su amiga Evelyn preguntándole por dónde tenía estacionado el auto.

“Yo… quisiera pedirle, pero… no sé… es como que…”

“¿Qué te pasa?” – me preguntó, girando la vista hacia mí con el ceño fruncido.

“Es que… espero que no le moleste… mi pedido pero…”

“¿Pedido?” – contrajo su rostro por completo de un modo histriónico.

“S… sí, señorita Rocío, le p… pido perdón pero…”

“Vamos, estúpida – me urgió, revoleando los ojos con gesto de fastidio y volviendo sus labios a pronunciar el insulto que tan morbosa excitación despertaba en mí -. Ya es tarde y no tenemos toda la noche: Eve nos debe estar esperando por aquí cerca. Si vas a preguntar algo, que sea ahora. Y si no, no me rompas la paciencia”

Tragué saliva y me mordí el labio inferior. Su tono, de tan imperioso, intimidaba: lograba que yo sintiera que cada palabra mía constituía de por sí una insolencia; supongo que, claro, ése debía ser su objetivo.

“Es que… ¿podría pedirle que, al menos, de momento, p… pudiera llevar el consolador…?”

“¿Contraído?” – me preguntó Rocío, adelantándose a mis palabras.

“S… sí, eso mismo, s… seño… rita Rocío” – respondí, alentada por la momentánea esperanza de que ella fuera a consentir lo que yo pedía, al menos hasta llegar a nuestro destino, cualquiera éste fuese.

Sonrió. Su rostro, de pronto, no rezumaba burla sino que más bien pareció adquirir un deje de bondad maternal. Me rodeó los hombros con su brazo mientras seguíamos caminando a la par.

“Nadita – dijo, en un tono que sonaba extremadamente paciente y, como tal, poco creíble tratándose de ella -, sé que esa cosa debe doler, pero creeme si te digo que lo mejor es que lo lleves colocado y expandido. Supongo que comprenderás que tu comportamiento no ha sido el mejor y lo que tanto Eve como yo queremos es que aprendas de esto una buena lección que te sirva para el futuro. Así que no, queridita, la respuesta es no: ese consolador va a estar dentro de tu culito en el mayor tamaño posible para así hacerte recordar que lo que hiciste estuvo muy mal y que no tenés que desobedecer. Ya sé que hoy te cuesta verlo, pero con el tiempo nos lo vas a agradecer”

La mordacidad, camuflada en la peor de sus formas, había vuelto a su forma de hablar. Una vez que acabó con su discursillo, me retiró el brazo del hombro y volvió a ocuparse de su celular, en el cual acababa de recibir un mensaje.

“Eve tiene el auto a dos cuadras – me dijo -. Vamos hacia allá”

Me pregunté en ese momento cómo diablos iba a caminar dos cuadras con ese consolador desgarrándome por dentro pero, de todas formas, Rocío no me dejó demasiado margen para la duda, pues, tomándome por el brazo, me instó a seguirle su presuroso paso.

Llegamos al auto y, como venía ocurriendo, subí al asiento de atrás. Rocío era una chiquilla rebosante de entusiasmo que se salía de sí misma por mostrarle a su amiga el portentoso juguetito que había comprado. De hecho, no dejó pasar un minuto para pedirme que me arrodillara sobre el asiento y me colocara mirando hacia la parte trasera del auto. Así lo hice y, a continuación, tuve que soportar cómo explicaba, con lujo de detalles, el funcionamiento del aparatito. Al principio Evelyn no decía palabra pero, poco a poco, se fue mostrando extasiada y gratamente sorprendida por la adquisición de su amiga y, como no podía ser de otra manera, también ella quiso probar la llave y, de hecho, lo hizo una y otra vez…

“Sos un genio, Ro – la felicitó Evelyn -. Ignoraba totalmente que existieran chiches así”

“Y yo – convino Rocío -; pero eso no es todo, tengo más”

Le mostró a continuación el collar y la cadena, mientras Evelyn no salía de su asombro. Pareció que, de pronto, el contemplar tales elementos la llevase de pronto a recordar el hecho de que yo tenía que dormir en algún lado esa noche y, según ella misma lo había manifestado, no cabía posibilidad alguna de que ese sitio fuese la casa de Luis.

“Me pregunto dónde va a dormir nadita esta noche…” – dijo, cavilosa y observando la cadena.

“Con gusto la llevaría a mi casa – dijo Rocío, hablando de mí como si fuera una mascota abandonada -, pero… ya sabés, Eve: vivo con mis viejos y…”

“Lo sé – la cortó Evelyn -; creo que… la voy a tener que llevar conmigo. Yo vivo sola después de todo”

Por demencial e irónico que pareciese, sentí alivio de no ir a parar a casa de la odiosa rubiecita. Parecía increíble que las cosas hubiesen cambiado al punto de que, ahora, me sintiera más segura en manos de Evelyn.

“Sí… – siguió diciendo ésta mientras asentía con la cabeza -; creo que tengo un lugar adecuado para que nadita duerma esta noche”

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