Episodio uno. EL VIAJE.

Toda historia comienza con una motivación, eso es bien sabido, con un ansia que impulsa al personaje a emprender una acción o un viaje, que, a su vez, dará inicio al argumento. Esta motivación puede ser de diversa índole: venganza, justicia, celos, amor, sueños aventureros, incluso hambre y miseria; todo es válido. En el caso de nuestro protagonista, su motivación fue mucho más personal: las papas a lo pobre con huevos fritos.

Si, señor, eso mismo.

¿Qué es un motivo muy cutre? Puede ser, pero ese fue el catalizador que inicia esta historia, el no saber hacer unas buenas papas a lo pobre, con su cebolla y sus pimientos, y un par de huevos fritos por encima.

Para comenzar con esta epopeya, tenemos que viajar al sur más sur de España y de Andalucía. Allí, en la provincia de Cádiz, entre el río Palmones y el Arroyo del Pilar, se erige la ciudad de Algeciras, célebre por su enorme puerto internacional, por su ventoso clima, y por el contrabando de tabaco, entre otras cosas.

Ah, ¿qué decir de Algeciras, que no se haya dicho ya? Es el puerto de entrada al Mediterráneo, el nexo de unión entre Europa y África, y el maldito paso de doscientos mil marroquíes, todos los años. Para arriba y para abajo.

Una ciudad no muy grande – con apenas ciento diez mil almas – y no demasiado bonita tampoco, todo hay que decirlo, pero con múltiples etnias que conviven juntas; bueno, cada una en su barrio, eso si. En uno de estos barrios, El Saladillo, se encuentra la gran familia que nos interesa: el clan Armonte.

Dejad que haga un inciso en este particular y describa el castizo barrio del Saladillo. Es el barrio chungo, por excelencia, de Algeciras. En él, conviven la mayoría de las familias de etnia gitana de la ciudad, formando clanes, tribus, bandas,… e incluso cuartetos y tríos. La infraestructura del barrio está muy olvidada… bueno, mejor decir que brilla por su ausencia. Si alguna vez pasáis en bus por él, los niños os lanzarán piedras, apostados en el tejado del bar de Romino, como parte de su diversión cotidiana.

El Saladillo es el barrio donde había estado siempre ubicado el mercadillo, hasta que lo cambiaron al llano amarillo, y, desde allí, al ferial, por lo que tiene su propia escuela de carteristas y busca chollos. También dispone de sus propios iconos populares, como la Dama Juana, siempre en la misma esquina del barrio, sentada en un oxidado carrito de la compra. La anciana espera el paso de cualquier autobús para levantarse y bailar por bulerías con salero, quizás envuelta en un nebuloso recuerdo de su juventud.

Todo este reino de casamatas, de grandes chabolas en la colina, de paredes engalanadas con obscenos graffitis, y de paraísos susurrados entre sombras, pertenece a una familia, como os he dicho, un clan gitano apodado los Armontes.

Es un clan fuerte y numeroso, con un par de ramales que reúnen casi un centenar de miembros, todos controlados por el patriarca, el pápa Diego. Sus cuatro hijos mayores, tres varones y una hembra, forman el tronco central, junto a sus cónyuges, hijos, yernos y nueras, y, finalmente, nietos. Las ramas secundarias abarcan los vástagos de un hermano de la matriarca, la mama, y varios sobrinos de primos hermanos, por parte del patriarca. Ah, y no podemos olvidarnos del mudo Carito, un escuálido personaje gesticulante, medio gitano, medio moro, que fue adoptado por el clan veinte años atrás.

El clan Armonte es quizás la familia gitana más antigua de Algeciras. Lleva deambulando por sus calles desde la reconstrucción de la ciudad, en 1704, donde se instalaron con los demás refugiados de Gibraltar. Al pasar los años, parte del clan fue esclavizado en las minas de Cádiz y las mujeres enviadas a la fábrica de armas de Málaga, cuando sucedió la Gran Redada de gitanos, organizada por el Marques de la Ensenada, en 1749.

De esa época proviene el sobrenombre del clan. Cuando los soldados del rey entraban en el gran campamento gitano, la consigna que se elevaba entre los miembros caló era la de: “¡Ar monte! ¡Ar monte tol mundo!”

De ahí, al clan Armonte, un paso, claro.

Después de eso, el clan gitano se las ingenió para sobrevivir y medrar en Algeciras, dedicándose a multitud de tareas, unas legales, y otras no. Desde el contrabando de azúcar, proveniente de América, a la pesca de bajío en Tarifa, pasando por trabajar en el trazado del ferrocarril, a finales de 1800, o dedicarse al más puro estraperlo urbano, como buhoneros. Hoy en día, no existe apenas diferencia entre aquellos gitanos pícaros y supervivientes, de antaño, y los rutilantes y bien alimentados miembros de esta época. Al fin y al cabo, se siguen dedicando a lo mismo. Quizás, lo único que ha cambiado es el incremento de la velocidad de sus barcas, ahora equipadas con ciclópeos motores.

En el seno de este clan de contrabandistas, nació nuestro protagonista, Cristóbal Heredia Jiménez, hijo la Gracita, la cuarta hija de pápa Diego, y de Pedro Heredia, gitano oriundo de Cordoba. Cristóbal no disfrutó de una niñez abierta, como la de sus demás primos, que corrían por ahí, descalzos y felices. No, Cristo, como le llamaban todos, presentó, desde muy joven, un grave y prolongado desarreglo hormonal de la hipófisis, que alteró todo su desarrollo.

Pasó de especialista en especialista, que le examinaron hasta la saciedad, prueba tras prueba. Su madre probó cada uno de los remedios tradicionales de las viejas curanderas. En tres ocasiones, se le administraron ritos mágicos de exorcismo, que le produjeron, más que nada, fuertes erupciones cutáneas a causa de las ortigas que utilizaron las susodichas brujas.

La madre de Cristo, quien llevaba los pantalones en casa, había probado de todo con su hijo, sin ningún resultado. Cristo nunca se desarrolló como los demás niños. Quedó raquítico, pequeñito, y con carita de ratón, según la máma. Pero, a ojos maternos, era su niño pequeño y siempre sería hermoso, por lo quela Gracita se desvivió para que la vida de su Cristo compensara, en cierta manera, las carencias que le tocaron apechugar.

Hoy, a sus veintiocho años, mantiene un aspecto aniñado y escasamente desarrollado. Su tez es más clara que la de sus padres, aunque sus rasgos son netamente romaní, pero muy delicados, casi femeninos, con los ojos más negros que la noche. El vello es muy escaso en su cuerpo y barba, aunque el de su cabeza es oscuro y áspero. No supera el metro sesenta de estatura, de aspecto frágil, pues apenas alcanza los cincuenta kilos de peso. Desde que cumplió los veinticinco años, utiliza una silla de ruedas, ya que sus piernas no le sostienen.

Siendo el menor de seis hermanos, cuatro varones y dos chicas, ha sido cuidado y mimado por sus hermanos y, sobre todo, por su madre, una matrona de genio y talante bien conocidos. Siempre hubo un Danone de los buenos para su niño en el frigorífico, y cuando sus hermanos y primos jugaban con una pelota llena de parches en la calle, él disponía de su propio televisor.

Claro que el destino tiene sus propios planes, y, un simple humano no es quien para discutirlos.

La madrugada del 10 de febrero del 2012, viernes para ser exactos, el tranquilo mundo de Cristo, se sacudió, con la fuerza de un terremoto de magnitud ocho, al menos. Despertó, sobresaltado, al ver como un picoleto entraba por la ventana de su cuarto, “Zeta” en ristre y con la cara tapada.

― ¡Coooño! – exclamó, tapándose con la manta hasta la boca.

No fue un acto de pudor, sino, más bien, el intento de ocultar un iPod y la Wii, ambos escamoteados, que se habían quedado sobre la cama cuando se durmió.

El caso es que, para el mediodía, el clan Armonte estaba arrestado por tráfico de estupefacientes y otras cosillas que no son necesarias de comentar. La mayoría de sus miembros garantes eran puestos a disposición judicial, y el clan desarticulado. Solo quedaron libres tres o cuatro mujeres, que se hicieron cargo de los niños más pequeños, tras batallar con Servicios Sociales, unos adolescentes de mirada aviesa y gesto hosco, y, por supuesto, Cristo.

¿Quién iba a acusar, ni arrestar a Cristo?

Cuando le sacaron de la cama, creyéndole un adolescente más, se derrumbó en el suelo como un saco de naranjas robadas. Fue entonces cuando los agentes se dieron cuenta de la silla de ruedas. Entre dos de ellos, le sentaron, le taparon las piernas con una manta, y le llevaron a una habitación donde estaban custodiando los niños y los adolescentes del clan. Ningún ojo de lince de la Benemérita le echó más de quince o dieciséis años, en aquella penumbra. Cristo sonrió y se hizo una pregunta: ¿Por qué los picoletos usaban aquellas linternas tan estrechas? ¿Por qué no encendían unos buenos focos de quinientos vatios, que despejarían las sombras de una vez? Seguramente, les gustaría ir a oscuras, como siempre. Sonrió ladinamente mientras uno de sus primitos, de unos diez años, le miraba, con ojos llenos de miedo.

Cuando llegó el momento de identificar a todos los detenidos, Cristo estaba preparado para darse a conocer. Entre tanto, aleccionó a los tres mayores entre los churumbeles, tres chicos entre quince y diecisiete años, de cómo tenían que comportarse y qué debían decir.

El teniente de la Guardia Civil que entró en la atestada habitación, ya amaneciendo, portando una tableta informática y un puntero, perdió pronto la paciencia. Cada uno de los niños y niñas, allí reunidos, se quejó a viva voz, formando una cacofonía increíble. Pedían mantas, agua, otros galletas y el Colacao, y los mayores un pitillo. Cuando el teniente elevó la voz, pidiendo calma, ya le habían quitado la cartera y el pin de la Virgen del Pilar que le sujetaba la corbata.

El oficial empezó con los mayores, que deberían disponer de DNI, pero, claro, como fueron sacados de la cama, ninguno lo llevaba encima. Delegaron en uno de los chiquillos, un churumbel llamado Pablo, de unos doce años, para que fuera a buscarlos, según le decían el lugar los mayores. De esa forma, la cartera del teniente salió de la habitación sin que él se diera cuenta.

Cuando Pablo regresó con la carpeta de Cristo, en la que se suponía que estaba su Documento de Identidad, surgió también todo su historial clínico, las recomendaciones especiales, tarjeta de minusvalía, una misiva del Obispo de Sevilla, su carnet de socio del Cádiz C.F., y una felicitación navideña del alcalde de Algeciras.

Pero eso no fue lo que convenció al oficial de la Guardia Civil, un perro viejo en estos asuntos, sino la expresión del rostro de Cristo. Desde que le sacaron de la cama, había adoptado su expresión “pública”, famosa y aplaudida por toda su familia. Los ojos de Cristo miraban un punto vago en la pared, y sus ojos parpadeaban con un tic rítmico y frenético, todo lo cual le conferían una expresión de idiota realmente bien conseguida. La boca entreabierta, por la que dejaba deslizarse, de vez en cuando, un hilo de baba, y sus manos temblorosas, acabaron de dar la pincelada necesaria a su disfraz de deficiente mental.

El teniente suspiró, escuchando las explicaciones de los tres chicos mayores. Bastante tenía ya ese chaval…

¿Quién iba a acusar, ni arrestar a Cristo?

Cuando Cristo cumplió quince años, la profesora privada que venía a casa – una vieja solterona beata, para colmo – le hizo un test de inteligencia. Cristo la miró atentamente cuando la señora corrigió su prueba y advirtió la expresión de sus ojos. Después, fue a hablar con la Gracita y, aunque murmuraban las dos, Cristo pudo escuchar algo referente al efecto Flynn. Le echó un vistazo al papel donde la mujer contabilizó su puntuación y vio que el total estaba en 138 puntos. En ese momento, no sabía si eso era bueno o malo, pero normal no era, porque la vieja casi había salido corriendo en busca de su madre.

No fue hasta meses más tarde, que se aseguró de lo que ya sospechaba: que era un tipo muy listo. Poseía una retentiva casi instantánea, comprendía conceptos abstractos bastante avanzados, a poco que se los explicasen, y era capaz de crear varias pizarras mentales sobre las que desarrollar problemas, diagramas, o lo que hiciera falta, al mismo tiempo.

Sin embargo, reconocía que era un perro vago, como lo llamaba su padre. Le costaba la vida acabar las tareas que le encargaba su profesora, la cual, por cierto, la buscó la Gracita, tras la tercera paliza que le dieron a Cristo en el colegio Tartessos. Desde aquel momento, Cristo no volvió a poner un pie en un colegio, ni en el instituto. Tomaba todas sus lecciones en casa y aprendía a buen ritmo, sobre todo cuando Internet llegó al barrio y dispuso de ella. Para entonces, la señora Matilde, su profesora, se había jubilado necesariamente, y él se presentaba a los exámenes por libre. Era una buena manera de estudiar, sin presiones, a su ritmo.

Sin embargo, Cristo era muy celoso de su sapiencia. No le gustaba que nadie supiera que era un cerebrito, ni siquiera su familia. Así que mantenía su fachada de anacronismo gitano, incluso aparentando estar por debajo que sus hermanos y primos, en ocasiones. A Cristo le encantaba ser un mal hablado; gustaba de expresarse con la jerga del barrio y pronunciar palabrotas malsonantes. ¿Qué mejor etimología para un caló de Algeciras?

Todo ello, le había ayudado a pasar desapercibido para todo el mundo, y, en particular con su máma. Cristo no estaba dispuesto a perder sus privilegios si La Gracita se enteraba de que la había estado engañado todos esos años. Así que seguía haciéndose el tonto, el debilucho, el quejita, y seguía comiéndose los Danones, él solo. Sin embargo, no se quedaba mano sobre mano. Desarrollaba planes cada día, mejorándolos al conseguir nueva información. Usaba a sus familiares como topos, como informantes, sin que se dieran cuenta de ello. Les sonsacaba maravillosamente, con todo candor e inocencia, incluso le ayudaban recogiendo los frutos de sus pequeñas estafas, de sus ventas por Ebay, y de sus chanchullos varios.

Cristo era un maestro estafador, y, como tal, mantenía a todo su entorno totalmente engañado, para su tranquilidad. ¿Quién le iba a robar al Cristo, si vivía de su mamaíta?

Esta era la vida de Cristo, antes. Esas eran sus armas: la inteligencia y el engaño. Pero, durante aquella redada nocturna, primó algo que anuló esas armas: el instinto de supervivencia. Usó el truco del idiota, se aseguró de quedar al margen de la actividad delictiva de su clan, y la cosa le salió a pedir de boca. Lo bordó de tal manera que se quedó solo.

¡SOLO!

¡Que terrible palabra para él! ¡Que cruel infortunio! ¿Qué iba a hacer él solo? ¡Nunca había estado solo! La casa de sus padres, y las de sus demás familiares, formaban una sola manzana. Casas adosadas y amontonadas, pisando unas sobre partes de las otras, en una mescolanza arquitectónica tan típica de la vieja costa gaditana. Se habían abiertos puertas que comunicaban a través de los patios y terrazas, permitiendo así pasar de una a otra casa, sin pisar la calle. Se habían reformado sótanos y bodegas, para almacenar “productos que no podían ser dejados a la intemperie”, y existían garajes comunales, con vehículos que no estaban registrados a sus nombres.

Las pocas mujeres que no fueron inculpadas debían hacerse cargo de dieciséis churumbeles, entre grandes y pequeños. Mientras las madres no dilucidaran sus problemas legales y fueran excarceladas, no tenían tiempo, ni ganas, de ocuparse del bienestar de Cristo. No le faltaría un plato de comida, pero nada más.

¿Quién le haría la cama? ¿Quién lavaría y plancharía sus camisas preferidas con tanto esmero como ponía su hermana Flor? ¿Quién iría a comprarle sus coleccionables de Dungeons & Dragons? ¿Quién le haría sus papas a lo pobre con huevos fritos? ¡Su máma ya no estaba, ni nadie de su familia!

Pasaron los días y Cristo se deprimía cada vez más. Los dos abogados del clan, uno de ellos también gitano, hablaron con él. Había sido una operación conjunta de la Guardia Civil y la Gendarmería Francesa. Había muchas pruebas contra el clan y el juez no iba a dar órdenes de libertad vigilada. Si todo salía bien en el juicio, los primeros en salir tardarían un par de años, al menos.

Cristo se lamentaba y retorcía las manos. ¿Y si contrataban uno de los grandes abogados españoles? Sería tirar el dinero. Ningún abogado podía sacar de la cárcel al pápa Diego, ni a la máma Encarna, ni aún menos a los hijos, artífices directos de los delitos imputados.

Convencido finalmente que no podía ayudar en nada a su familia directa, se refugió en casa, aislándose de todo. Algo que tampoco le funcionó, por supuesto.

El Saladillo es un barrio de someras oportunidades. La caída del clan Armonte iniciaba el ascenso de otra familia, esta vez los Mataprobes. Estos gitanos foráneos, de Málaga, nada menos, eran mala gente, en verdad. Habían sobrevivido dedicándose a asuntos mucho más denigrantes que el contrabando y el trapicheo. Ellos trataban con mafias que traficaban con personas, con esclavitud y prostitución, con miseria humana. Y siempre necesitaban más espacio.

Espacio es lo que tenían de sobra los Armonte, mucho espacio y nadie para defenderlo. Esto quedó en evidencia cuando dos mataos, como se les llamaba a los miembros del clan rival, llamaron a la puerta de Cristo. Era una reunión de tanteo, los Mataprobes querían toda la manzana de casas, por un ridículo precio. Necesitaban un cuartel fuera de los muelles y sabían que todo podía ser suyo, sin resistencia.

Cristo se excusó en que él no era nadie para tomar una decisión así, y que tendría que preguntárselo al patriarca, mediante los abogados. Los mataos le dieron diez días para una contestación, y se fueron, pisando tan fuerte como vencedores, como nuevos amos.

¡Diez días! ¿Qué podía hacer en diez días? Y, envuelta en un apreciado olor a pescaíto frito, le llegó la inspiración.

Necesitaba a alguien que se ocupara de él, con agrado, con voluntad, no alguien pagado, sino de la familia. Solo tenía que encontrar más familia, aunque no estuviera en Algeciras. Y, con esa referencia solo estaba su tía Rafaela, la Innombrada.

Bueno, eso de la Innombrada era una larga historia. Tía Rafaela era la hija más pequeña de pápa Diego, la hermana menor de su madre. Había sido su ojito derecho, y la más guapa de las gitanas. Se decía que tenía el arte en las venas y bailaba como los ángeles. La máma solía decir que ellos tenían la culpa, que de tanto decirle eso, la niña se lo había creído.

El caso es que, al cumplir los dieciocho, decidió no obedecer al pápa Diego y se escapó, dejando en la estacada al gitano que su padre había buscado para casarla. En la carta que dejó, decía que se iba a hacer las Américas, y, la verdad, por lo que se supo de ella, entró en una compañía de baile.

Aún no era tarde para tía Rafaela. Había transgredido el deseo del patriarca, pero no había cruzado el límite establecido. Entonces, envió una carta y una foto, anunciando su próxima boda… ¡con un negro! Las gitanas más viejas quemaron la foto rápidamente, ya se sabe, por el mal de ojo y eso.

No es una reacción racista, pero los gitanos son muy ordenados en cuestiones étnicas. Ya sabéis, los gitanos con los gitanos, los moros con los moros, y los negros con los negros. Demasiado tenían con aguantar que les montaran un locutorio junto a sus casas, o les vendieran un falso Rolex en la playa.

Al menos, Cristo pensaba así. El fulano en cuestión tenía buena pinta en la foto. Alto y macizo. Al parecer, era otro bailarín y se habían conocido en la compañía. También hay que decir que no era lo mismo un negro bailarín de Estados Unidos que un negrata asesino de Sudán… pero, el problema era que… era “mu” NEGRO…

¿Tú has visto alguna vez una gitana casada con un negro? ¡Pues eso!, se decían unos a otros, pasándose la carta en la que se explicaba el compromiso y la boda.

Cristo siempre creyó que, en aquel momento, se le hizo la cruz a su tía. Por lo menos, es lo que recordaba, pues debía de tener unos ocho años por aquel entonces. No supieron nada más de ella después de aquello. Por supuesto, nadie del clan fue a la boda. El pápa Diego decía que eran muchas horas, subido a un avión de esos para él, y, si él no iba a la boda de su hija, ¿Quién era el guapo que le llevaba la contraria?

Pero tía Rafaela no había alcanzado aún su límite personal. Lo hizo con un telegrama, cinco años después. Corto, escueto, y diáfano:

“Papa stop divorciada del negro stop honra recuperada para clan stop te quiero stop Rafaela.”

Cristo recordaba perfectamente la que se lió ese día en toda la manzana Armonte. Rafaela era un desprestigio, una deshonra para las reglas gitanas, según todos. No solo desobedeció a su padre y no se casó con el designado, huyendo, sino que se casó con un negro, y ahora… comunicaba con orgullo, que había hecho que ninguna gitana de Cádiz, ni de España, por lo que sabía el pápa, se hubiera atrevido a hacer.

¡Se había DIVORCIADO!

Los gritos del patriarca asustaron a los niños aquella tarde. ¡Las gitanas no se divorciaban! ¡Morían al lado de sus maridos, aunque no les dirigieran más la palabra desde el día de la boda! ¡El matrimonio era sagrado y para toda la vida! ¡Si había que matarse, eso quedaba en la intimidad del matrimonio! ¡Sangre si, divorcio no!

Ese fue el día que declararon a su tía Rafaela Innombrada. O sea, que nadie volvería a nombrarla en presencia del patriarca y de la familia, que su nombre se borraría de los anales del clan, que nadie la recordaría, ni la llamaría, ni se comunicaría con ella. El ostracismo total, en suma.

Cristo se rió, sin alegría. Ahora, él pretendía buscar a la exiliada y conseguir que le aceptara. Todo un desafío.

Tomada esa decisión, Cristo se sintió con nuevas fuerzas. En el fondo, se trataba de un nuevo proyecto de estafa, y, para ello, debía cambiar totalmente su imagen. Así que decidió que era el momento de realizar el Milagro. Llevaba mucho tiempo guardando ese “milagro” en su manga, para el día que le pudiera salvar el cuello, y, al parecer, ese día había llegado. El problema es que lo había diseñado para que hubiera muchos testigos, cuantos más mejor, y, en ese momento, estaba más solo que un esquimal en el Sahara. Pero no podía elegir.

Bajó sus pies de los soportes de su silla, se aferró a los brazos y, con un gran suspiro, despegó el trasero del cojín terapéutico. Se puso en pie, con las rodillas temblando. Había preparado muchas veces el balbuceo que debía de surgir de sus labios, y, finalmente, la sorprendente exclamación que atraería la atención de todos sobre su persona. “¡Milagro! ¡Es un milagro de Nuestra Señora… puedo andar!”

Hubiera quedado genial, con su rostro transfigurado, extasiado al poder sostenerse en pie, tras largos años. Lástima, no había nadie, salvo el canario de la jaula, que no le hacía le más mínimo caso.

Flexionó sus piernas con cuidado, para que no se le acalambraran. Cristo solía escaquearse una hora, todos los días, y caminar, pero aún así, sus piernas estaban débiles. Se dijo que tendría que fortalecerlas desde ese mismo momento. Así que nada de ascensores, ni vehículos, a no ser que fueran necesarios.

Plegó la silla de ruedas y tomó una de anea, sentándose ante su portátil. No le costó demasiado encontrar posibles pistas de su tía, gracias al Facebook. Buscó los apellidos combinados y encontró algunas direcciones. La más prometedora, una tal Rafaela Buller Jiménez, de Nueva York, que trabajaba como profesora en la prestigiosa Academia Juilliard. Dejó mensajes en todas, en inglés y en castellano, y, a la noche siguiente tuvo una respuesta prometedora, desde la Gran Manzana.

“Mi nombre de soltera es Rafaela Jiménez Cárdenas y, si, pertenezco al clan Armonte. ¿Quién eres?”, le escribió su tía, aceptando su invitación a charlar.

Cristo, con sonrisa ladina en la boca, se lanzó a escribir y detallar cuanto tenía maquinado, hasta que apareció, en una esquina de su monitor, una invitación para utilizar cámara. Pulsó el enlace, aceptando, y el rostro de una mujer morena, de exótico semblante y mediana edad, llenó la pantalla. Apenas la reconocía, pero aquellos ojos eran Armontes, seguro.

― Cristo, ¿eres tú? ¿Mi sobrinito? – preguntó ansiosamente la mujer, casi metiendo su nariz en la cámara, y con un gracioso acento yanqui en su gaditano natal.

― Zi, tita, Zoy Cristo.

― Ay, eras un monicaco tan chicuelo cuando me fui – repuso ella, con las lágrimas saltadas. – Me alegro mucho de verte, sobrino…

Estuvieron charlando buena parte de la noche; ella poniéndose al día de cuanto había sucedido en el clan, él sonsacándole los detalles interesantes y necesarios para su futuro. Tía Rafaela, Faely para sus amigos yankis, trabajaba, desde hacía años, como modista y profesora de arte flamenco en la Academia Juilliard, una de las más importantes escuelas de Artes Escénicas del mundo. Tenía cuarenta años, vivía en un apartamento mediano del Upper West Side, junto con su hija, Zara, de diecisiete años. No tenía novio, ni nuevo marido, por el momento.

― Así que… ¿estás solo? – le preguntó su tía.

― Zi, tita, más zolo que la una. Están tos en el talego, y parese que va pa largo…

― Pobrecito…

― Pero ese no es el problema, tita. Los chungaletos del barrio me van a comer. No puedo defender mi casa, soy mu enclenque, ya sabes…

― Si, si, Cristo, tú no te enfrentes a ninguno de ellos, que te harán daño. ¿No tienes ningún sitio para refugiarte?

― No, tita. Tengo algo de dinero, pero no zé que hacer. ¿Me voy a un hotel? Se comerá la pasta que tengo… ¿Alquilar una caza fuera del barrio? ¿Yo zolo? No puedo hazer la mitad de las cozas…

Su tita asentía, comprensiva, tragándose ingenuamente la exposición de la trola, de la estafa. Cristo estaba contento por como se desarrollaba el asunto. Él no la pedía nada, no insinuaba nada, solo exponía y contaba. Alternaba una chanza sobre el barrio, con algún problema personal, y dejaba que todo ese flujo de información, tanto errónea como auténtica, fluyese por el desentrenado cerebro de su tía.

Ese astuto procedimiento duró tres días; tres días en los que se reencontraron, tía y sobrino, ante la webcam, teniendo en cuenta las seis horas de diferencia. Así que Cristo trasnochaba mucho, pero no le importaba. No solo estaba consiguiendo un nuevo sitio para vivir, sino que descubrió que tía Rafaela era una mujer muy divertida, totalmente diferente a cuanto conocía nuestro gitano. Era culta y abierta, algo de lo que las mujeres gitanas de su tierra carecían. Además, era hermosa. Si, que el Señor le perdonara, pero, por lo que podía ver, su tía Faely estaba pa mojar sopas… muchas sopas. Por otra parte, su hija Zara, a la que Cristo aún no conocía, había acabado la secundaria y había sido aceptada en una agencia de modelos o algo así, y se pasaba varios días de la semana fuera de casa. Tía Faely no estaba, al parecer, acostumbrada a estar tampoco sola…

Así que, al cuarto día, Cristo escuchó las palabras que estaba esperando.

― Mira, Cristo, no sé como te va a sentar esto. Ya sabes que yo ya no soy nadie en la familia, pero tengo una habitación de sobra. Lo he estado hablando con Zara y está de acuerdo. Tú te defiendes bien con el inglés y podrías encontrar un trabajito aquí…

― ¡Tiiita! ¡De verdad?

― Claro, sobrino. No puedes quedarte ahí… tirado como un perro…

― ¡Oh, grazias, muchas grazias! No te vas a arrepentir, ya verás… No daré un ruido y compartiremos gastos…

― No hace falta, Cristo. Arregla tus cosas y toma un vuelo. Te esperamos…

Cristo tenía pocas cosas que arreglar. De hecho, casi imitó al coyote de los dibujos del Correcaminos, haciendo un par de maletas, donde metió lo que en verdad necesitaba. Nada de ropa cutre, que iba a Nueva York, no a las fiestas del Carmen. Cristo era gitano, pero conocía el punto de horteras que su raza tenía. Se dijo que ya compraría ropa nueva allí, en tiendas con renombre. Su pasaporte, como buen gitano, siempre estaba en regla y a mano, por si había que salir corriendo, y solicitó un cambio de cuenta para el ingreso de su pensión de invalidez. Tuvo el cuidado de repartir sus ahorros – cerca de ochenta mil euros – en diversos bancos virtuales, a los que podía acceder desde cualquier parte del mundo. ¡Y se encontró preparado para partir!

New York, here I come!

El inglés de Cristo era bueno, en verdad, pero aprendido en el Peñón, entre piratas gaélicos, irlandeses, y toda la fauna que pululaba por allí. Así que era un idioma abierto, salpicado de palabras españolas, y con un fuerte acento andaluz. Cristo había pasado muchos veranos sentado en los almacenes de La Línea y de Gibraltar, escuchando hablar a los ingleses, y, al final, tratando con ellos, por negocios. Ya se vería si su inglés era suficiente para sacarlo de apuros en Nueva York, pero suponía que con la ayuda de su tía y de su prima, no le costaría demasiado esfuerzo conseguir hasta acento neoyorquino.

Solo le quedaba la cuestión del viaje. En un principio, Cristo estuvo tentado de viajar en un carguero de su conocimiento. De esa forma, no quedaría constancia de su salida del país, pero no estaba dispuesto a pasarse veinte días asomado a la borda, vomitando como un perro. Cristo se mareaba hasta en el carrusel, así que no digamos de un barco. El caso es que nunca había volado y le daba un poquitín de miedo. Pero, finalmente, se dijo que él era el Cristo, y que no se iba a achantar por un maldito avión. Si tenía que caerse, mejor hacerlo de diez mil metros. Confirmó por la red un billete para Nueva York, con escala en Madrid, para el mediodía del día siguiente.

Aquella noche, cuando comunicó a su tía su viaje, se sintió tan eufórico que tomó de nuevo, tras muchos años, su vieja guitarra, arrancándose por soleares y fandanguillos, para placer de su tía.

― ¡Prepárate, Nueva York!

Lo mejor del clan Armonte te va a poner a prueba.

Un gitano de Cádiz va a pasearse por tus calles y a trajinar con tu gente…

¡Amos a ver si le caes bien al Cristo! – se atrevió a canturrear.

Casi no pudo dormir aquella noche. Estuvo buscando información sobre Nueva York, sobre sus distritos, sus monumentos, sus parques, y todo cuanto se le ocurrió. Visionó galerías y galerías de fotos, hasta hacerse una idea general, Había toda una galería – un montón de fotos – dedicada al Upper East Side, el barrio pijo por excelencia de Manhattan, y Cristo se animó, pensando que él solo lo vería desde el otro lado del río.

Durmió un par de horas, y se levantó con el mismo ánimo que cuando tenía siete años y esperaba a los Reyes Magos. Aún no habían dado las siete de la mañana. El autobús que le llevaría hasta el aeropuerto de Málaga salía temprano. Despertó a uno de sus primos, Luis, cortito y robusto, justo lo que necesitaba. Le pasó un billete de veinte euros por la nariz, que acabó de despertar completamente al chico.

― Primo, cucha, tengo que zalir de viaje, pero necezito que me lleves las maletas, pisha – le susurró Cristo.

― Pero primo… ¡Andas! – se asombró el zagal, echando los pies al suelo.

― Zi, primo, zi, pero me canso enseguía. ¿Me vas a echar un cable?

― Que si, primo, que si. Dame un minuto, Cristo.

La parada no estaba lejos, pero si estaba fuera del Saladillo, en la barriadaLa Juliana, cruzando la autovía. Cuando llegaron, el autobús estaba presto a salir. El chofer le colocó las maletas en el vientre de la bestia y Cristo le pasó otro billete a su adolescente primo.

― Tú no me has visto hoy, ¿entendido?

― Si, primo, pero… ¿si preguntan por ti?

― Voy a arreglar unas cozillas en Málaga, y volveré en unos días. Eso es todo.

― Bien, Cristo. Me gusta verte andar – le dijo el chico al despedirse, dándole dos besos en las mejillas.

Cristo se relajó en cuanto el autobús arrancó. Al salir de Algeciras, ya estaba dormido, con la frente apoyada en una de las cortinillas, y siguió así hasta llegar a Torremolinos. Eran las nueve y media de la mañana, y había un tráfico infernal en la autovía que circundaban los grandes polígonos extraurbanos de Málaga. Vio algunos aviones a baja altura, cruzando la carretera, disponiéndose a tomar tierra. Sonrió. Pronto él iría en uno de esos.

Cristo había leído todo sobre los vuelos comerciales, las terminales, y sus distintas funciones. Pero una cosa es leerlo y ver unas cuantas fotos, y otra deambular por el tercer aeropuerto de España. ¡Coño! ¡Se sentía enano y perdido en aquellas salas inmensas, llenas de carteles y señales! Pero, como tonto no era, buscó el nombre de la compañía con la que volaría, entre decenas de mostradores. Finalmente la encontró y había un jovencito muy bien vestido y muy guapito, con una sonrisa que, sin duda, se había pintado en la cara antes de salir de su casa, porque apenas movía los labios al hablar.

Le dijo su nombre y pagó el billete reservado. El joven fue muy amable, como lo era con todos, al parecer, y le indicó, paso a paso, lo que debía hacer. Consignar el equipaje, uno poco más allá, donde estaban las colas de viajeros, y después acudir a la puerta de embarque 6, donde llamarían para dar entrada al vuelo Málaga-Madrid. Parecía simple, en verdad.

Ahí fue donde Cristo empezó a echar de menos su silla de ruedas. Ponerse a la cola de la consigna, le jodió un montón. Le dolían los pies por llevar tanto tiempo en pie, así que se sentó sobre una de las maletas. Con la silla, todo era más fácil. Ya se hubiera saltado la cola. Se divirtió mirando y evaluando los distintos tipos de viajeros, intentando adivinar de donde eran, hacia donde iban, si eran familia o cónyuges… Una rubia alta y esbelta, se colocó casi frente a él, en otra cola, portando unos leggins azulones que marcaban todo su culito y entrepierna. Estaban tan pegados que Cristo no pudo ver señal alguna de ropa interior.

“¿A qué no sabéis cómo se les llama a esos pantalones en el barrio del Saladillo? Pantalones de sordomudos. ¿Qué por qué? Porque se pueden leer los “labios”. Cristo se rió para si misma de su propio chiste. Empezaba a disfrutar de su viaje y acabó olvidando la silla de ruedas.

Facturó el equipaje y solo se quedó con una pequeña mochila, donde llevaba la documentación, unos pañuelos, unas llaves, el móvil, el iPad, y algo de dinero. Dio un bonito paseo, mirando las diferentes tiendas del aeropuerto hasta pasar el control de embarque. Tantos picoletos juntos le pusieron nervioso. Ya se sabe que es algo genético entre los gitanos. Con solo vislumbrar el uniforme de la Guardia Civil, les zurren las tripas. Pero Cristo se dijo que estaba limpio de polvo y paja, y acabó buscando la puerta seis.

Una hora más tarde, estaba a bordo de un jet de aspecto reluciente, con capacidad para una cincuentena de pasajeros. Le encantó el pasillo neumático que le condujo desde la terminal al aparato, así como el uniforme ceñido de las dos azafatas. Buscó su asiento y se sentó. Sintió unas ganas terribles de orinar, se desató y buscó el lavabo. Sabía más o menos donde estaba por todas las películas que había visto, pero le impresionó su estrechura. Menos mal que él era menudo también. Regresó a su asiento y no olvidó ponerse el cinturón. Estaba encantado con todo lo que veía hacer a la gente. Como colocaban su equipaje de mano en las portezuelas superiores, como toqueteaban los controles de aire y luz sobre sus cabezas, como movían los respaldos de sus asientos, cerraban ventanillas, o pedían cosas a las azafatas.

Estas, con sempiternas sonrisas, asentían y atendían a todo el mundo, pero, en realidad, no realizaban ninguna tarea que cristo percibiera. Una de ellas, se puso en el centro del pasillo, mientras que la otra tomaba un micrófono. Fue explicando donde estaban las salidas de emergencia, los chalecos salvavidas y las máscaras de oxígeno, como si eso sirviera de algo si el pájaro dijera de plegar las alas.

Cristo notaba la vibración de los motores al ralentí bajo sus nalgas, en el extremo de sus dedos, en el interior de su boca. Estaba impaciente por experimentar lo que había escuchado tantas veces a amigos y parientes. Las azafatas se retiraron y el avión empezó a moverse, con una suavidad que le impresionó. Giró sobre si mismo, al cabo de un par de minutos de rodar, y empezó a acelerar, como un gran deportivo. Cristo sintió su cuerpo pegarse al asiento y pensó: “¿Cómo coño puede un bicho así acelerar tan rápido?”

Ya no pudo seguir pensando. Su estómago pareció quedarse atrás, olvidado. El avión estaba volando y se empinaba cada vez más, subiendo y subiendo. A través de la ovalada ventanilla, Cristo comprobó como la pista y el suelo, en general, se quedaba atrás. Se santiguó velozmente.

― ¡Dulce Niño Jesús y su mamaíta, La del Gran Poder!

Poco después, una azafata le ofreció café. Él prefirió una infusión, para recuperarse de la impresión. Le sirvieron la tisana con dos galletitas envueltas en una monada de envase. Con una sonrisa, se preguntó cuantos de estos paquetitos se tragaría su primo Mofletes para una merienda de las suyas…

A poco de una hora, estaban aterrizando en Madrid. Toda otra impresión para él. Parecía que se iban a escoñar todos contra el suelo, pero, de alguna manera, las ruedas tocaron tierra, y entonces, creyó salir despedido por la fuerza del frenazo. Al bajar, una de las azafatas que les despedían, siempre sonriendo, anunció que aquellos pasajeros que continuaban viaje hacia Nueva York, tenían que cambiar de nave, y debían presentarse enla T4, la terminal internacional, en la puerta 18. Disponían de una hora para ello.

Si el aeropuerto de Málaga, había impresionado a nuestro gitanito, imagínense la monstruosidad de Barajas. Se quedó patidifuso, mirando al altísimo techo con los mismos ojos redondos que un pececito nadando en agua de marihuana. Menos mal que no tuvo que andar, sino que una cinta transportadora llevó a decenas de pasajeros de un edificio hasta el otro. Por un momento, recordó sus maletas, pero, al mirar a los demás viajeros, comprobó que muchos de ellos solo portaban bolsitos de manos. Alguien se ocuparía de que el equipaje les siguiera, se dijo.

Esta vez, un extraño autobús llevó a una veintena de viajeros hasta donde se encontraba el avión. Cristo quedó maravillado con el nuevo aparato, era, al menos, dos veces más grande que el que le había traído hasta allí.

Escuchó a otros pasajeros comentar que era 767 dela Lufthansa, proveniente de Berlín y con destino a Nueva York. Como un niño con zapatos nuevos, subió la escalerilla de cola, reservada para la clase turista. Nada que ver con la otra aeronave, no, señor. Tres filas de asientos, separadas por dos amplios pasillos. Dos asientos juntos, en los flancos y tres lineales, en el centro. El suyo estaba en el flanco derecho, en el pasillo, y casi de los últimos, pegado a la cola. Se preguntó si podría echar un vistazo a Primera Clase. A su lado, tenía un hombre mayor que leía el periódico, totalmente abstraído.

Esta vez, había cuatro azafatas. El uniforme era de un color verde y amarillo, y las chicas un tanto fornidas para su gusto, pero, ya se sabe, eran… tetonas… ¿teutonas?

Cristo asistió al mismo ritual que realizaron las auxiliares de vuelo en el otro avión, salvo que tardaron más. Estaba a punto de dar la una, cuando el poderoso avión se deslizó por la pista. Cristo repitió su gesto fervoroso, pero esta vez pronunció una fórmula diferente:

― ¡Zan Pedro, ahora que vamos a zubir a tu terreno, no mus dejes caer de golpe, has el favor!

Una suave risa le hizo volver el rostro. Una de las azafatas, una rubia que hacía dos veces el cuerpo de Cristo, estaba sentada detrás de él, en un asiento que estaba solo, colocado contra la mampara, sin duda dispuesto para el personal. Se estaba colocando el cinturón y le guiñó el ojo.

― No te preocupes, chico. Este avión es nuevo… aún no está pagado… así que no caerse – le susurró con un fuerte acento germano.

“¿Chico? ¿CHICO?”, rumió Cristo, sin ni siquiera prestar atención al despegue. ¡No era ningún chico! ¡Esa potranca era, sin duda, más joven que él! Antes de nivelarse el aparato, la azafata se levantó y él la miró más atentamente. Era toda una valkiria, de pelo rubio, recogido en una gruesa trenza, y senos suficientes como para amantar, ella sola, a todo un orfanato. Sin embargo, poseía un rostro muy dulce, con unos ojos azules muy bonitos. Cristo le hizo una seña para que se inclinara, y, cuando lo hizo, le susurró al oído:

― No zoy ningún chico, rubia.

La azafata estudió atentamente sus ojos y sus rasgos, y descubrió huellas significativas, lo que la hizo enrojecer.

― Lo siento, excúseme. No le había mirado bien. Creí que era usted más joven.

― No hay problema alguno, zeñorita. Errar es de humanos, aunque usted no parece mu humana, que digamos – le dijo, envolviéndola en una larga mirada.

― ¿Ah, no? – ella pareció confusa.

― No, tienes tol aspecto de una máquina de guerra, chavala. Habrá que firmar un pliego de responzabilidad para hazer manitas contigo, mare mía…

Enarcó una ceja y, de pronto, se echó a reír, llamando la atención de los demás pasajeros cercanos.

― Lo he entendido bien – dijo, tapándose la boca con una mano. – Mi español está un poco oxidado, lo siento. Ha sido muy gracioso y… galante. Hasta luego.

― ‘ Ta luego, jamona.

Aquellas palabras le sirvieron para disponer de la atención personal de Ingrid, que así se llamaba la valkiria. Tras el almuerzo, le trajo café y un whiskicito, un obsequio de ella para que hiciera tiempo a que terminara de servir al pasaje. Después, se sentó con él a charlar,

Ingrid hablaba cuatro idiomas, casi a la perfección, y le gustaba aprender giros locales. Se quedaba alucinada con el acento y las expresiones coloquiales de Cristo. Se reía e intentaba repetirlo con tanta gracia como él, pero le resultaba imposible.

Dos hora más tarde, cuando se tomó otro descansito, le preguntó por el motivo de su viaje. Cristo se sinceró con ella. Necesitaba desahogarse desde la noche del arresto masivo, y acabó derramando alguna furtiva lágrima, a pesar de su engreimiento gitano.

― Oh, pobre Cristóbal… estás triste – le abrazó Ingrid, atrayendo su carita hasta posar la mejilla sobre una de sus poderosas tetas. – Suéltalo todo… desahógate, mi niño…

Cristo ya había visto anteriormente esta reacción en las mujeres que frecuentaba, aunque era la primera vez que lo veía en una tía tan buena como Ingrid. Pero lo observó en chicas gitanas y en ciertas putas. Él lo llamaba la vena maternal; Cristo la hacía surgir en ellas, por algún motivo. Y ahora, se encontraba sujetando las ganas de morder ese pedazo de tetaza que tenía a centímetros.

“Zi, niña, zi… zi que iba a soltarlo tooo. M’ iba a desahogar yo contigo tol rato”, pensó, olisqueando el perfume de la azafata.

CONTINUARÁ…

P.D.: opiniones y comentarios más extensos o personales a janis.estigma@hotmail.es

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