Te preguntas por esta racha de éxitos que parece no tener fin y te contaré que todo empezó aquel  día hace cinco años  gracias a aquel viejo cuervo gritón.

Nadie que no haya estado  ahí abajo recibiendo una soberana paliza lo entendería. Al final del primer tiempo nos ganaban por tres  a cero, no nos habíamos acercado al área contraria ni una sola vez y si no llega a ser por el portero que paro varios goles cantados, hubiese sido la debacle.

Cuando entramos en el vestuario  cabizbajos y arrastrando los pies el viejo ya estaba allí, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Vestía unos vaqueros desteñidos por el uso y  un jersey de lana grueso de cuello alto y color verde botella horrible, pero lo que más destacaba de su atuendo eran unas vetustas gafas de carey con unos cristales más gruesos que los del papamóvil y que hacía que sus ojos pareciesen tan grandes como los de una piraña.

-¡Miradme a los ojos, coño! –grito el entrenador  con todas sus fuerzas. – ¿Se puede saber que puñetas habéis estado haciendo hay fuera?  

-Lo siento míster, hacemos lo que podemos –intento defendernos Julio, el capitán.

-¡Si hicieseis lo que os he indicado ahora estaríais machacando a esos macacos! –Dijo el entrenador encendiendo un cigarrillo, haciendo caso omiso de los cientos de carteles repartidos por todo el estadio –A esos inútiles les ha caído la lotería con vosotros.

– ¿Qué podemos hacer? –pregunto Julio, el único que se atrevía a hablar.

-Podría daros una nueva táctica. Podría llenar esa pizarra que tengo detrás de mí de garabatos y flechas, pero la verdad es que no hay nada que corregir porque ninguno de vosotros y tú el que menos, se ha ajustado a lo que os había ordenado que hicierais. –Respondió el entrenador señalando con el pitillo humeante al capitán –Todos tenéis culpa de lo que está pasando pero tú el que más. Tú tienes que ser la prolongación de mis gritos en el campo. Corrige posiciones y grita, cojones. Que todos te escuchen y te respeten.

-Y vosotros malnacidos –se volvió dirigiéndose al resto – dejad de lloriquear como eunucos y echadle un par de cojones. Es vuestra primera final y por mis santos huevos que la vais a ganar.

-Pero míster eso es imposible…

-¡Imposible! – Le interrumpió el entrenador con un gesto de enojo–También creeréis que es imposible cuando meéis sangre después de los próximos entrenamientos que os voy a programar como perdáis este partido.

-Son tres goles…

-Os contaré una historia que quizá os convenza de que nada es imposible, pandilla de nenazas:

Corría el año 61,  yo acababa de cumplir los diecisiete años y Pamela los veinte. Era hermosa y digo hermosa de verdad, no como los espantapájaros de ahora, todo morros y huesos. Su piel mulata era de color caramelo y sus ojos eran grandes y oscuros.  Vosotros diréis vaya mierda de historia pero dejad que os cuente que Pamela era la hija de un Capitán de la base aérea americana de Torrejón. Yo la veía todos los días, desde el campo de futbol improvisado,  pasear al otro lado de la valla de la base. Normalmente ni me hubiese mirado, pero aquel día  acabábamos de meter un  gol y el barullo que montamos le sacó de sus pensamientos y nos miró con curiosidad. Y dio la casualidad de  que ahí estaba yo, en primera fila, alto y delgado como un esparrago con la pelota debajo del brazo y la mirada de trascendencia que pone un delantero cuando acaba de meter un gol que sabe que le conducirá irremisiblemente a la victoria.

Cuando cruzamos nuestras miradas noté en ella un destello de interés. Dejando caer la pelota para que los compañeros siguieran jugando me acerqué a la valla que nos separaba.

-Hola, soy Luis ¿y tú? –dije encendiendo un Peninsular para hacerme el interesante.

-Yo… soy Pamela. –respondió ella con un español vacilante y cargado de acento yanqui.

-¿Te gusta el futbol? –pregunté yo más para evitar que se fuera que por verdadero interés.

-No sé, en mi país… no juegan al football así.

-¿De dónde eres?

-Nací en Mobile, Alabama pero mi padre es piloto de aviones de…  ¿Cómo se dice? ¿Cargo? 

-Aviones de carga,  -respondí yo mientras paseábamos uno a cada lado de la valla.

-Eso,  aviones de carga –repitió ella para sí misma – hemos cambiado tanto de destino que no sé muy bien de dónde soy…

El caso es que estuvimos charlando y caminando hasta que  un muro de hormigón de tres metros y medio de alto que nos obligó a separarnos.

Al día siguiente, como todos los días Pamela paso por delante de nosotros pero esta vez se paró un rato y estuvo estudiando nuestras evoluciones por el campo con mucho interés. Cuando  no pude contenerme más  abandoné el juego y me acerqué a ella. Iba a encender mi Peninsular cuando ella me pasó medio paquete de Luckys a través de la valla. A pesar de intentar disimular, ella no pudo evitar reírse ante la cara de adoración que puse al ver aquellos cigarrillos, los mismos  que Rick fumaba mientras pensaba en Paris. Cogí uno, lo encendí, aspiré el humo suave y aromático y echamos a andar.

Así pasaban los días,  jugaba al futbol mientras la esperaba, ella aparecía y luego paseábamos cada uno a un lado de la alambrada. Cuando llegábamos al muro nos despedíamos y cada uno iba por su lado.

Finalmente una semana después a base de vender parte de los cigarrillos que ella me daba conseguí reunir lo suficiente para invitarla a un refresco en una cantina cercana. Fue entonces cuando ella me dijo que no podía salir del recinto de la base y que yo no podía entrar sin una autorización previa que ninguno de los dos podría conseguir.  Yo le repliqué,  totalmente convencido, no como vosotros,  que tenía ganas de ver la base por dentro y que ya me las arreglaría para entrar.

La verdad es que no fue tan complicado.  Pronto averigüé por mis propios medios que la base se dividía en dos partes, la zona militar en la cual ni necesitaba ni podría entrar con los medios de los que disponía y la zona residencial con la seguridad mucho más relajada y a la que entraban algunos españoles para proporcionar a los americanos ciertos servicios que necesitaran. Un cartón de Marlboro del economato de la base para que el repartidor de periódicos habitual contrajese una oportuna gripe y otro para que su jefe me contratara, permitió conseguir un pase de acceso restringido a la zona residencial. El pase era sencillo tenía mi nombre y una foto y no especificaba ni la tarea a desarrollar ni el tiempo que podía quedarme en el recinto, así que el mismo día que conseguí  el pase quede con Pamela para ir a la última sesión  del cine de la base.

 La zona residencial era un pequeño pueblo de calles dispuestas en forma de damero con una treintena de casas unifamiliares con jardincito para los oficiales y varios bloques de pisos de cinco alturas para el resto de la tropa y el personal administrativo. En el centro rodeada por los bloques de pisos había una plaza con un  cine, una bolera, la cantina y el economato.

Cuando llegué a las puertas del cine Pamela ya me esperaba con una sonrisa y una falda de tubo oscura, en la marquesina había un gigantesco cartel con el perfil de hitchcock y la carátula de Psicosis.

Los americanos tenían la costumbre de acostarse muy temprano así que en la sala había media docena de personas. Nos sentamos en la última fila y esperamos en un silencio incómodo a que se apagasen las luces.

Curiosamente la única parte que recuerdo de aquella proyección es la escena de amor del principio, escena que los españoles tardarían diez años en poder ver.  Acostumbrado a la censura,  aquella corta escena que no revelaba apenas nada me puso como una moto, y por la mirada de Pamela a ella también.  Consciente de que era mi oportunidad y sobreponiéndome a la intimidante presencia de Pamela, la miré a los ojos y le acaricié la cara con mis manos. Ella sonrió de nuevo haciendo resplandecer sus dientes como perlas en la oscuridad de la sala. Con lentitud, disfrutando del momento,  acercamos nuestros rostros y nos besamos.

No era la primera vez que besaba a una chica, en realidad eso de ligar se me daba bastante bien en aquella época,  aunque no os lo creáis, pero nunca había estado con una mujer mayor que yo y evidentemente con mucha más experiencia y eso era a la vez excitante y turbador. Pamela segura de lo que hacía introdujo su lengua en mi boca explorándola y dejando en la mía un ligero sabor a Coca Cola. Yo, un poco intimidado al principio, le devolví el beso un poco incómodo sin saber muy bien qué hacer con mis manos. Pamela juguetona se separó y aparento ver la película con interés. Anthony Perkins estaba dando la bienvenida a la protagonista evidentemente en un inglés que yo no entendía. De vez en cuando le hacia una pregunta a Pamela para enterarme un poco de la historia y  poco a poco nos fue absorbiendo. La verdad es que ya no recuerdo muy bien quien abrazó a quien cuando el cuchillo de Norman atravesó la cortina de la ducha , lo único que recuerdo de aquel momento eran los generosos pechos de Pamela apretándose contra mi mientras la volvía besar. En esta ocasión ni siquiera el genio de Alfred ni los chirridos de los violines de Bernard Hermann consiguieron distraer nuestros labios ni nuestras manos.

Cuando salimos del cine entre el magreo y el inglés no tenía ni puñetera  idea de lo que le había pasado a esa nenaza llorona de Norman. Intente invitar a Pamela a tomar una Coca Cola pero como pude ver con evidente desilusión la cantina ya estaba cerrada.

Ya estaba resignado a irme a casa a pelármela como un mono cuando cogiéndome de las manos Pamela me pregunto si quería que la tomáramos en su casa.

La casa de Pamela era uno de los pequeños chalets de la zona de oficiales,  blanco amplio y con un coqueto jardín. La casa por dentro era la más limpia y moderna que jamás había visto pero cuando entramos a la cocina y vi la gigantesca nevera Westinghouse  me quedé de una pieza. De aquel gigantesco armario saco Pamela un par de Coca Colas heladas. Yo que nunca había visto cosa igual, me acerqué al  infernal ingenio y con un gesto divertido Pamela me invitó a saciar mi curiosidad. En la parte de abajo había una serie de baldas de plástico llenas a reventar de carne,  lácteos,  pan de molde, refrescos y cerveza y arriba había un cajón herméticamente cerrado. Cuando lo abrí y una corriente ártica salió de aquel cajón tuve que recurrir a todo mi autocontrol para no parecer un memo. Pamela, que ya se había divertido bastante cerró la puerta de la nevera y con el descorchador de la puerta abrió los dos refrescos. Mientras me daba una a mí cogió la suya e inclinando la cabeza comenzó a beberla de un trago. Yo, hipnotizado, me quede mirando su cuello largo y moreno  tragando el refresco, sin poder evitar acercar mi mano y acariciarlo. Ella paró y me sonrió ahogando un chispeante eructo.

Con un suave empujón me sentó en una silla mientras encendía la radio. Tenía sintonizada la emisora de la base y la voz de Sinatra se filtraba entre crujidos y crepitaciones. Pamela comenzó a tararear la canción mientras se desabrochaba los botones de la blusa.

Yo en la silla me revolví expectante, sin poder creer en mi suerte.   Incapaz de quedarme quieto un segundo más, me aproxime y la ayudé a despojarse de la ropa interior hasta que estuvo totalmente desnuda ante mí. Contrariamente a lo que me esperaba se paró allí, delante de mí, orgullosa de su cuerpo y satisfecha del efecto que provocaba en mí. Yo no podía apartar los ojos de sus pechos firmes y exquisitos con los pezones pequeños y negros, ni del triángulo de suave vello rizado que cubría su pubis.  Se giró con deliberada lentitud, dejando que mis ojos se deslizasen por su larga melena negra su culo firme y potente y sus piernas esbeltas.

Cuando me acerque por su espalda y la abracé noté como todo su cuerpo hervía y vibraba de deseo. Me apreté contra ella y besándole el cuello aproxime mis manos a sus pechos sopésanoslos y acariciando los pezones con suavidad.

Pamela dándose la vuelta me dio un largo beso mientras me quitaba la camisa y me desabrochaba los pantalones. Cuando deslizó su mano en el interior de mi pantalón y palpo mi gigantesca erección sonrió satisfecha.  Después de desnudarme se apartó y disfrutó de mi incomodidad dando una vuelta completa a mí alrededor y rozándome con la punta del dedo.

Cuando terminó, sin mediar palabra, se arrodillo y se metió mi polla en la boca.  Yo no era virgen de aquellas pero jamás me habían hecho nada parecido así que, cuando ella empezó a acariciarme la polla con sus labios jugosos y su lengua inquieta no pude contenerme y apenas me dio tiempo a apartar mi miembro de su boca antes de correrme. Impotente y avergonzado vi como mi leche se derramaba  entre sus pechos y resbalaba poco a poco por su cuerpo.

Estaba a punto de salir corriendo como vosotros ahora pero ella divertida cogió un poco de mi corrida con un dedo y sin dejar de mírame a los ojos se la llevó a la boca juguetona. 

Yo totalmente descolocado no sabía muy bien que hacer pero consciente de que lo único que no debía hacer era quedarme parado  la levante en volandas y la senté sobre la mesa besándola con una furia vengadora y magreando y pellizcando todo su cuerpo.

¡Bendita juventud! En tres minutos volvía a estar empalmado mientras que ahora necesito un par de pastillas azules para que se me ponga morcillona…

Mmm ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! Sin miramientos, aún un poco enfadado conmigo mismo la tumbe sobre la mesa. La botella de Coca Cola vacía rodo y calló al suelo sin llegar a romperse mientras introducía mi mano entre sus piernas. Su sexo ya estaba húmedo y caliente y cuando mis dedos entraron en su interior Pam dio un respingo y gimiendo de placer abrió sus piernas anhelante. El contraste de color oscuro de su piel con el del interior de su vagina era espectacular y nunca ningún coño me ha vuelto a parecer tan bonito. Excitado por la visión empecé a meter y sacar mis dedos de su sexo cada vez más deprisa mientras con mis labios acariciaba y besaba su pubis.

Entre jadeos y exclamaciones tipo ¡Oh my god! Pamela estiro el brazo y me indico uno de los cajones de la encimera. A regañadientes me separé de ella y lo abrí, sin saber que quería saque varios objetos mientras ella negaba divertida hasta que finalmente acerté al coger una caja de condones. Yo un adolescente de un país ultracatólico no tenía ni idea de que era aquello, así que se la di y la deje hacer. Pam, incorporándose,  arrancó el envoltorio con los dientes y con suavidad cogió mi pene y deslizó el preservativo por toda su longitud. 

Sin darme tiempo a pensar cogió mi pene y me guio hasta su coño. Mi polla se deslizó en su interior acompañada de un largo gemido de satisfacción de la muchacha.  Durante un instante nos quedamos parados, mirándonos a los ojos con mi polla caliente y dura como una estaca alojada hasta el fondo en su vagina. Sin apartar los ojos empecé a moverme en su interior con golpes duros y secos. Ella respondía apretándose contra mí, gimiendo y arañando mi espalda como una gata en celo. Recuperada la confianza seguí penetrándola con fuerza mientras manoseaba sus pechos y exploraba todos sus recovecos con mi lengua haciéndola gemir y gritar desesperada.

Me separé y con un tirón la saque de la mesa y le di la vuelta. Me aparté un poco para admirar aquel cuerpo oscuro, brillante y jadeante. Pam apoyó sus brazos en la mesa y poniéndose de puntillas comenzó a balancear el culo grande y prieto lentamente intentando atraerme. No me hice esperar y separando sus piernas le metí de nuevo mi polla hasta el fondo.

-Mmm, me gusta –dijo ella jadeando y poniéndose de puntillas. –dame más, please.

Consciente de que Pam estaba casi  a punto de correrse la cogí por las caderas y empuje con todas mis fuerzas hasta que note como todo su cuerpo se tensaba y vibraba mientras soltaba un gemido largo y  primitivo cargado de placer y satisfacción.

Con delicadeza Pam me cogió la polla,  se la saco de su coño aún vibrante y rebosante de los jugos producto del orgasmo y me quito el condón. Mi polla aún estaba dura y se movía en sus manos espasmódicamente cuando se la metió de nuevo en la boca. Esta vez estaba preparado y disfruté del interior cálido y aterciopelado de su boca y su lengua. Pam sorbía y lamía mi miembro  subiendo y bajando a lo largo de él sin darme tregua. Cuando intenté apartarme de nuevo para correrme ella mantuvo mi polla dentro de su boca. Loco de placer le metí la polla hasta el fondo de su boca y me corrí salvajemente.  Cuando aparté mi pene ella tosió y escupió parte de mi leche. 

Con un movimiento casual le acerqué mi refresco mediado que ella apuró de un trago.

-¿Qué pasó luego? –Preguntó  Rubén –rompiendo el silencio que se había adueñado del vestuario.

-Lo importante no es que pasó después mono salido –respondió el Míster –lo importante es que después de un inicio desastroso, me recuperé le eché huevos y terminé follándomela cuatro veces aquella noche. Y eso es lo que tenéis hacer  vosotros ahora cuando salgáis al campo. –Dijo mirando el reloj –Quiero que los once salgáis al campo y deis por el culo a esos maricones al menos cuatro veces. ¿Entendido? Ahora a jugar.

Cuando saltamos al campo  más que enchufados, estábamos empalmados. Nos dirigimos al centro de nuestro terreno y nos abrazamos formando una piña. Cuando nos separamos nos fuimos cada uno a nuestro puesto y nos plantamos exudando una tranquilidad  y una confianza que desconcertó al equipo contrario.

A los tres minutos el capitán, con un tiro desde fuera del área les metió el primero. Cuando los contrarios colocaron el balón en el centro del campo su gesto era de contrariedad.

Cuando a los diez minutos les metimos el segundo, su gesto era de incertidumbre. Su capitán, el mejor jugador del equipo contrario, intentó calmarlos y hacerles tocar la pelota para  cambiar el ritmo del partido, pero nosotros respondimos con dos tiros al palo y un balón que consiguió rechazarlo el portero in extremis cuando toda la grada ya cantaba el gol.

Entonces  nos dimos cuenta. Casi a la vez,  miramos todos hacía la grada, donde la multitud hervía con la emoción de la remontada. Cualquiera diría que en esos momentos sólo veíamos rostros de niños emocionados, pero lo único que veíamos en realidad era mujeres en éxtasis… jóvenes saltando haciendo que sus pechos subiesen y bajasen…

Fue Julio el que con un par de gritos nos sacó de ese estado de despiste general para seguir asediando la portería contraria.

El empate llegó en el minuto setenta y dos y con él los nervios y los reproches en el equipo contrario. Nosotros nos dedicábamos a presionarlos contra su portería y a rondarlos como  lobos alrededor de un ciervo herido. Ellos impotentes rechazaban balones e intentaban salir a la contra sin ningún éxito.

En el minuto ochenta y tres, Rubén,  con una internada de  por la banda derecha penetró  en el área y me dio el pase de la muerte a dos metros escasos de la portería. El estadio se caía con el cuatro tres. El equipo contrario era el que miraba al suelo ahora. Su capitán y su entrenador desesperados, intentaban poner orden y animar a un equipo que ya se había rendido.

La batalla estaba ganada pero no estábamos dispuestos a hacer prisioneros y con el enemigo rendido fusilamos otras dos veces al portero contrario dejando el marcador en un humillante seis a tres.

La recogida de la copa fue apoteósica, los aficionados gritaban y cantaban extasiados el himno del Club haciendo temblar los cimientos del estadio. El presidente de la federación nos felicitó y comentó alguna de las jugadas con nosotros mientras repartía las medallas. Cuando el entrenador recibió la medalla, le preguntaron cómo había conseguido levantarnos la moral, él, con la colilla medio apagada colgando del labio inferior sonrió y se encogió de hombros sin decir nada.

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