Un par de semanas después, tras una dura jornada en el trabajo,  Isabel saludó en la puerta al llegar a casa y tras mostrarme satisfecha que las hijas del jefe la habían dejado impoluta, me comentó que había llegado la hora de normalizar nuestras vidas.

        ―¿A qué te refieres?― pregunté.

        Midiendo sus palabras no fuera a enfadarme, mi dulce amante contestó:

        ―Dado que tus niñas están demostrando que saben cuál es su papel y que lo aceptan, creo que tienes que dejar que vayan a clase para que no pierdan el curso.

        ―Entiendo― murmuré un tanto molesto porque al fin y al cabo me había habituado a ese estatus quo.

―Además, yo también quiero volver a la oficina― añadió bajando su mirada: ―No quiero ni pensar en el desastre que me voy a encontrar.

Por su tono, comprendí que me escondía algo y que no me estaba diciendo toda la verdad:

―¿Qué más te pasa?

Totalmente colorada, la gordita reconoció que tenía miedo de perder su puesto y que alguna aprovechada se valiera de su ausencia para convertirse en mi secretaria. No tuve que ser ningún genio para entrever que alguien le había contado que una de sus compañeras llevaba algunos días sentándose en su mesa y trayéndome el café como hacía siempre ella.

«Está celosa», sonreí y con muy mala leche, contesté que no hacía falta que se diera prisa en reincorporarse porque Paula me cuidaba muy bien.

―Esa zorra nunca podrá sustituirme― bufó completamente fuera de sí.

Gozando de su cabreo, dejé caer que esa mulata además de tetona era muy eficiente y dispuesta. Mi respuesta la terminó de sacar de sus casillas:

―¡Solo falta que me digas que te hace una cubana todas las mañanas!― chilló con su cara colorada y con lágrimas en los ojos, salió corriendo por el pasillo.

Que Isabel mostrara tan claramente sus inseguridades, así como su rápida huida, lo sorprendieron:

«Joder, realmente teme que la cambie por otro», me dije mientras iba tras la gordita con un sentimiento ambiguo.

Aunque en lo más íntimo me alagaba que Isabel sufriera por mi cariño, decidí que no abusar de sus recelos, no fueran a darse la vuelta y me explotaran en la cara. Tras unos minutos buscándola por la casa, la encontré llorando en su habitación.

―No tienes nada que temer― murmuré con ternura: ―Nada ni nadie podría jamás hacer que te alejara de mi lado.

Mis palabras consiguieron abrir una espita de esperanza, pero cuando ya creía que se tranquilizaría, se echó a llorar nuevamente mostrando una angustia creciente.

―¿Por qué tienes tanto miedo? ¿Acaso no te he demostrado suficientemente que me gustas y que eres mi favorita?― la interpelé en un intento de consolarla.

―Fernando, te conozco … Paula es una mujer preciosa y si mueve bien sus cartas, tarde o temprano, te acostarás con ella.

La imagen de ese bombón entre mis piernas me resultó excitante y dándole la razón de cierta forma, me defendí diciendo a mi querida y dulce amante que no me interesaba acostarme con nadie si ella no participaba. Reconozco que lo dije en modo automático, sin meditar o vislumbrar sus efectos y por ello Isabel me cogió con el pie cambiado cuando limpiándose las lágrimas de las mejillas preguntó si era cierto.

Creyendo que la pregunta era acerca de mi interés, preferí contestar recordándole el papel que desempeñaba en mi hogar y acercándome a mi rolliza secretaría, tomé uno de sus pechos en la mano mientras le decía:

―Sabes que me vuelve loco ver el modo en que enseñas a las niñas cómo deben comportarse y más cuando las obligas a complacerte frente a mí.

Mis caricias provocaron un terremoto en Isabel y con la respiración entrecortada, me reconoció que la idea de acostarse con Paula y que una subsahariana se convirtiera en otra de nuestras putas era algo que la atraía.

―Creo que mi querida zorrita está un poco celosa. Paula ni es africana ni es negra, ¡es colombiana y mulata!― repliqué pellizcando suavemente uno de sus pezones.

Olvidando toda clase de celos y demostrando descaradamente su interés en acostarse con esa compañera, Isabel llevó sus manos hasta mi bragueta y sin dejar de mirarme a los ojos, comenzó a pajearme mientras me decía:

―Me da lo mismo si es negra o mulata… yo no puedo olvidar que esa puta ha querido robarme el puesto y por ello, no me da vergüenza confesarte que me encantaría ver cómo le rompes el culo.

Dado el brutal deseo que destilaba su voz, no me extrañó que mi amante aprovechara el momento para liberar mi sexo de su encierro y menos que una vez hecho, se arrodillara y abriendo sus labios, se lo incrustara hasta el fondo de su garganta.

―Mira que eres bestia― alcancé a decir muerto de risa: ―Si te dejo un día me lo arrancas.

La gordita se la sacó de la boca y riendo a carcajadas, me contestó que no era descabellado pero que lo prefería unido al resto del cuerpo.  

―¡Serás puta!― exclamé y girándola sobre la alfombra, descargué un sonoro azote en su trasero.

Con mi mano impresa sobre una de sus nalgas, Isabel me miró y corroborando su lujuria, me imploró que la tomara. Ni siquiera lo pensé y regalando otra nalgada sobre sus posaderas, acerqué mi pene a su sexo. 

―Mi señor― sollozó al sentir que jugando me ponía restregar mi glande contra su vulva…

Unos días más tarde en un gimnasio de barrio, Paula llevaba veinte minutos sudando la gota gorda en su clase de spinning. A pesar del esfuerzo, la joven hispana estaba cabreada porque cuando ya veía cada vez más cercano que su jefe no solo la hiciera fija sino que la nombrara su asistente, le acababa de informar que su secretaría iba a volver a su puesto.

        «Con Isabel en la oficina nadie puede acercarse a D. Fernando. Ejerce de perro de presa defendiendo sus dominios», se dijo mientras pedaleaba al ritmo de un reguetón pensando en lo mucho que le gustaba ese cuarentón.

Desde que trabajaba allí, siempre había soñado con que algún día ese hombre le hiciera caso. Por eso cuando esa acaparadora pidió una excedencia, vio su oportunidad de aproximarse a él.

«Me atrae hasta su olor, me pone bruta el aroma a macho que destila el maldito»», reconoció mientras regulaba la resistencia del pedaleo de la bicicleta.

De pronto, se puso roja al tener que reconocer que ese mismo día tras la charla en la que le informaba de la vuelta de su asistente había tenido que aliviar su calentura en el baño.

«No consigo controlarlo», se dijo al hacer memoria de cómo se encharcó su coño cuando D. Fernando le tocó el brazo al cederle el paso en el pasillo.

El destino quiso que en ese momento se fijara en el espejo y horrorizada comprobó que sus pezones se le marcaban traicioneramente bajo su top.

«No comprendo lo arrecha que me pone ese tipo», murmuró para sí mientras en su mente crecía la necesidad de sentirse querida y más cuando ya hacía casi un año que lo había dejado con su último novio y que ni siquiera recordaba cuando había sido la última vez en que había echado un buen polvo.

«Lo malo es que, si espero a que él me lo eche, me van a salir telarañas», meditó desesperada al asumir que para su jefe ella era un mueble y que cuando pasaba por delante de su mesa, ni la miraba.

«¡No entiendo el por qué!», se dijo: «Soy joven, soy guapa y estoy buena. Tengo unas buenas tetas y un mejor culo».

Seguía martirizándose con el nulo interés que provocaba en D. Fernando cuando al terminar la calase y de reojo descubrió que Isabel, su rival y compañera la miraba desde un banco.

«¿Qué coño hace ésta aquí?», se dijo mientras la observaba.

Contra toda lógica, su disgusto inicial pasó rápido y pudo más la curiosidad de conocer el motivo por el que estaba ahí, sabiendo ese no era su barrio.

«¿Con quién qué habrá venido?», se preguntó mientras trataba de descubrir si tenía acompañante.

Tras comprobar que no parecía venir acompañada, se concentró en ella. Nunca había creído que físicamente esa gordita pudiese ser competencia, pero esa noche al observarla enfundada en mallas, lejos de resultarle repulsiva, sus curvas le resultaron atractivas.

Espiándola detenidamente, le sorprendió comprobar que Isabel era dueña de un trasero impresionante y eso además de cabrearle, la excitó.

«¿Tan necesitada estoy que me pone caliente una cuca?», se preguntó mientras involuntariamente sonreía a la rival.

Su compañera le devolvió la sonrisa y acercándose, la saludó de un beso. Ese gesto cordial y carente de segundas intenciones, la alteró profundamente y sin poderlo evitar su panocha se puso en ebullición.

«¿Qué me ocurre?», masculló acojonada por el modo en el que su cuerpo estaba reaccionando y disimulando se subió en una elíptica. Mientras intentaba evitar que su mente siguiera pensando en ello,  trató de concentrarse en el ejercicio, pero para su desgracia no pudo dejar de espiar a su rival mientras se ejercitaba.

«Es fascinante», reconoció entre dientes al descubrir que Isabel llevaba unas mallas tan ceñidas que le marcaban por completo los gruesos labios de su vulva y muy a su pesar, se vio saboreando tanto ese suculento coñito como los gruesos pezones que decoraban sus ubres.

Preocupada por la humedad que para entonces le anegaba el coño, pedaleó más deprisa mientras observaba que su competidora cambiaba de maquina y se ponía en la que tenía enfrente.

«Lo está haciendo a propósito», maldijo en su interior al admirar la belleza de los gruesos muslos de su adversaria cuando al trabajar los abductores separaba sus rodillas lentamente para acto seguido sin dejar de mirarla las juntaba.

 «Sabe que la estoy espiando y eso le gusta», concluyó emocionada al fijarse en la mancha de humedad que a la altura de la entrepierna traspasaba el leggins de Isabel.

Sintiendo su clítoris a punto de estallar, Paula no supo que decir cuando tras unos minutos de sufrimiento,  la gordita se le acercó y sin mediar ni siquiera un saludo, le preguntó si se iban.

«¿Qué estoy haciendo?», murmuró al comprobar que como una autómata recogía sus cosas y la acompañaba.

Para entonces una mezcla de miedo y de emoción la dominaba y más cuando al llegar al vestuario comprobó que estaban solas.

 ―Desnúdate― escuchó que la secretaria de su jefe le decía.

Alucinada por la orden, se giró a ver a su acompañante y ésta riéndose, le acarició un pecho mientras le decía que esperaba no tener que repetirlo. Para Paula, a quien todas sus parejas la habían tratado y visto como si fuera una diosa, ese trato la cogió desprevenida y por ello no pudo hacer nada más que obedecer.

«Estoy loca», pensó dubitativa.

Sus recelos terminaros al sentir que le ponía cachonda el tema y sin dejar de mirar a los ojos a su rival, empezó a desnudarse.

«No entiendo qué me pasa», temblando murmuró para sí ya que, aunque ya había tenido varios escarceos con miembros de su mismo sexo, Paula no se consideraba bisexual.

Conociendo el efecto que sus pechos provocaban en los hombres, se quitó el top y coquetamente los tapó para intentar estimular el interés de Isabel.

―Estás muy buena― comentó la gordita cuando la mulata, y a modo de ofrenda, puso sus duras y bellas tetas a escasos centímetros de su cara.

―Lo sé― respondió la joven al experimentar una novedosa sensación de poderío al saber que esa mujer la consideraba atractiva y eso la animó a seguir.

Bajándose lentamente las mallas, se permitió el lujo de ir luciendo poco a poco su perfecto trasero ante ella y con sus mejillas coloradas, le preguntó si le gustaba su culo.

―Nunca he visto algo tan bello― susurró con los pezones totalmente erectos la gordita mientras se aventuraba a alargar una mano para comprobar que ese manjar tan apetitoso era real.

―Dios― sollozó la mulata al sentir los dedos de Isabel recorriendo temerosos una de sus nalgas.

Con tono firme, la gordita la forzó a darse la vuelta. Al cumplir dicha orden, Paula se percató que Isabel se había quedado petrificada al comprobar que llevaba el coño totalmente rasurado.

―¿Te apetece un baño?― preguntó tanteando la mulata al sentir que la secretaria de su jefe no era inmune a sus atractivos mientras con una sonrisa de oreja a oreja entraba en una de las duchas.

La gordita no se lo pensó y quitándose la ropa, fue tras ella, pero justo antes de pasar a la ducha se quedó mirando incapaz de reaccionar al contemplar la belleza de la morena y el erotismo de la pequeña cascada que formaba el agua al deslizarse por sus pechos.

Asumiendo que era su turno de llevar la iniciativa, Paula se echó champú y empezó a lavarse la melena mientras exhibía con descaro sus negros cantaros a escasos centímetros de la boca de Isabel.

 ―¿Me puedes enjabonar la espalda? Yo no llego― exigió con tono dulce y lleno de sensualidad.

Recordando que Fernando le había encargado la función de reclutar esa hembra para su harén, llenó de gel sus manos y delicadeza, comenzó a lavar los hombros de su presa.

―Me gusta― gimió la morena y con un sensual meneo de su estupendo trasero, pidió a la gordita que siguiera enjabonándola, dando por sentado el que, si era capaz de seducir a un varón, podía hacer lo mismo con una mujer.

Confiada y viendo más cerca el éxito de su misión, , las manos de Isabel llegaron hasta ese monumento con forma de corazón que era el culo de Paula.

―Sigue― replicó la mulata ya casi totalmente entregada.

Casi tan excitada como ella, la gordita comenzó a extender el gel por esos oscuros, pero sensuales cachetes y contra su voluntad se vio adorándola como si fuera su más fiel devota.

«Esta zorra está divina», se dijo la acariciaba con plena dedicación.

Paula advirtió de inmediato el cambio de actitud en su rival y queriendo averiguar a qué se debía, se dio la vuelta. Ese movimiento pilló desprevenida a Isabel, la cual no pudo evitar que un gemido de deseo surgiera de su garganta al sentir los pezones de ese portento clavándose en sus pechos.

―Puedes jugar con ellos― la colombiana murmuró en el oído de su dulce atacante.

Tragando saliva, Isabel comenzó a acariciar los senos de la mulata mientras intentaba observar algún signo de rechazo. Al no ver ninguno, recorrió los bordes de las negras areolas que los decoraban y sin pedir permiso, les regaló un mordisco.

―Perra― murmuró descompuesta al sentir los dientes de la gordita atacando sus pezones.

El tono tierno del insulto alentó más si cabe el carácter dominante de la gordita y con una sonrisa en la boca, siguió torturándolos a base de pellizcos.

―Cabrona― escuchó que gemía su presa.

Deseando capturar ese bello trofeo para su dueño, dejó caer sus manos por la cintura de la mulata hasta llegar a su culo y con determinación le acarició brevemente su vulva. Para acto seguido y con los dedos llenos de jabón, concentrarse en el rosado esfínter que apareció a su paso.

―Maldita― aulló Paula con los ojos cerrados al sentir los dedos de su rival comenzaba a explorar su rasurado coño y que no contento con ello, Isabel se apoderaba de su clítoris.

La gordita sonrió al observar que en un movimiento involuntario la colombiana separaba sus muslos, dando permiso implícito a que ella hiciera lo que le viniera en gana. Sabiéndolo, se agachó y mientras con dos de sus yemas invadía el interior de esa negra pero apetitosa vulva, usando la lengua, atacó el botón erecto que se escondía entre los carnosos pliegues de la morena.

―Hija de perra― alcanzó a balbucear Paula antes de que su cuerpo colapsara y derramándose sobre la boca de su rival, se rindiera al placer lésbico.

El sabor agridulce de la mulata se reveló como un manjar y mientras con los dedos seguía explorando su trasero, usando tanto sus labios como su lengua, Isabel buscó secar el manantial del que manaba ese delicioso, dulce y caliente jugo de mujer.

Un largo y penetrante aullido de desesperación y entrega acabó con cualquier resistencia de la hispana. Tras el cual, levantándose de la ducha, Isabel sonrió y con la seguridad que da el trabajo bien hecho, comentó:

―Vamos a secarnos porque quiero estrenar tu cama, antes de que Fernando me pida que te entregue a él.

Paula tardó unos segundos en asimilar esas palabras. Cuando lo consiguió, se abalanzó sobre la mujer que lo había hecho posible y besándola le dio las gracias.

―Por muchas que me lo agradezcas― contestó la gordita muerta de risa: ―¡no creas que he olvidado tus insultos!

  Al sentir que a modo de anticipo Isabel descargaba un azote sobre una de sus nalgas, Paula se sintió la mujer más feliz de la tierra y supo que nunca más competiría con ella por el puesto de secretaria del jefe…

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