Edward S. Drusten le indicó al chofer el joven que surgió por la puerta principal del edificio.

― Es él. No le pierdas.

― Claro, señor – contestó lacónicamente, acostumbrado a las extravagancias de su jefe. No sabía para qué iba a seguir su patrón a aquel niñato, pero se dijo que no debería tener más de diecinueve años, como mucho.

El BMW de alta gama se despegó de la acera, sin apenas ruido, incorporándose al tráfico con mucha suavidad, sin perder de vista al esbelto joven, quien caminaba por la acera a vivo paso.

Amparado en los cristales tintados, Edward Drusten escrutó a placer a su objetivo. Si no lo hubiera investigado, jamás creería que tenía casi treinta años. ¡Si apenas tenía pelo en el bigote! Pero los resultados que había obtenido eran claros en ese punto: Cristóbal Heredia era el hombre que necesitaba y estaba dispuesto a conseguir su ayuda.

El innato sentido gitano le avisó de que le estaban vigilando. Era un hormigueo desagradable en el paladar, justo en el sitio en que ni la lengua ni la punta del dedo pueden aliviar la picazón fantasmal. Con disimulo, Cristo miró en varias direcciones pero no vio nada sospechoso. Sin embargo, la sensación se mantenía.

Entre su gente, nadie dudaba que algunos de ellos poseían esta facultad, por mucho que los académicos y eruditos la negasen con mil excusas. En el caso de Cristo, parecía bastante afinada, pues se activaba con la proximidad de los picoletos, en especial, pero también había comprobado que los agentes sociales y el fisco eran igualmente detectados.

Y ahora, en Nueva York, alguien le seguía los pasos. Se rió sin que los demás peatones se extrañaran lo más mínimo de ello. Era habitual cruzarse con gente que parecía hablar sola, pero que lo estaba haciendo por el “manos libres” del teléfono. Si bien era cierto que muchos hablaban solos, directamente. Majaras, en la Gran Manzana, había un montón.

Pero la excitación embargaba el cuerpo de Cristo. Se sentía como en una novela policiaca. ¡Le estaban vigilando! ¡A él! ¡Tope! Divertido, se encaminó a su local favorito para almorzar. Pero, a medida que pasaban los minutos, se obligó a barajar las consecuencias. ¿Alguien no estaba satisfecho con su negocio? No, no lo creía. Mantenía unos beneficios moderados que permitían a todos sus clientes proseguir con sus ritmos. Tampoco había tocado productos de fuera del país. Sus tranquilizantes y demás medicamentos procedían de Estados Unidos y habían pasado todos los controles. Así que, por esa parte también estaba seguro.

Ante el gran ventanal de la trattoría, llegó a la conclusión de que solo podía tratarse de un posible cliente; alguien que deseaba algo de él. Y si le estaba vigilando, significaba que bien podía ser un buen cliente, que pretendía, sin duda, hacerse ciertas estimaciones antes de abordarle.

Satisfecho de su análisis, entró y saludó a Venzia, quien ya se acercaba a él, con varios menús bajo el brazo. Venzia –un típico nombre florentino- tenía veintiocho años, dos tetas impresionantes, capaces de parar un tren de mercancías, y unas ganas tremendas de casarse. Pero su novio no estaba por la labor, no señor. La cosa era que el tío lo tenía todo menos las ganas. Era un par de años mayor que su novia, también de ascendencia italiana –algo totalmente trascendental para Ángelo, el padre de la chica-, y era bien parecido, según podía confirmar Venzia. Ésta había perdido quince kilos para poder atrapar a Paolo. Así que había pasado de ser una chica gorda y traumatizada, a ser una hembra maciza y voluptuosa, igualmente traumatizada por supuesto.

Paolo respondió enseguida, con viveza y prestancia, al acercamiento de Venzia y se hicieron novios. Lo que no disponga una mujer… no lo hace ni San Pedro. Pero nadie podía imaginar que Paolo era lo que vulgarmente se llama “un flojo”. Sí, un vago, de esos que le tiran piedras a las piochas desde lejos, no sea que vayan a salpicarle algo del sudor del astil. Paolo estaba estudiando Enfermería, pero llevaba varios semestres con el último curso, atragantado. La verdad es que no tenía ninguna prisa, pues estaba acostumbrado a vivir de la buena pensión de su madre, viuda de un cartero fallecido en acto de servicio.

Esa era la broma personal de Paolo. A su padre lo atropelló un autobús sin frenos, mientras colocaba la correspondencia en los buzones de un inmueble. En el momento de abandonar el portal, la mole descontrolada se echó sobre él, empotrándole contra la fachada. La compensación económica del seguro del vehículo responsable, el montante de su propio seguro de vida, más la pensión del estado por viudez sirviendo a su país, solucionó la vida de su desconsolada esposa, y por supuesto, la de él.

Así que Paolo no tenía muchas ganas de casarse y dejar todo ese chollo, a pesar de lo maciza que estaba Venzia. Aceptarla a ella era aceptar el puñetero ristorante, y Paolo no estaba dispuesto a trabajar sirviendo mesas. Él era un tío con clase, sensible y delicado, destinado a asuntos más elevados.

En cambio, Venzia soñaba con casarse, por varios motivos. El primero era por sus padres, que estaban mayores y deseaban que ella, como buena hija única, los relevase del negocio en el que llevaban trabajando más de treinta años. Ella pretendía que, una vez jubilados, se mudaran a la casita de Jersey, para ella quedarse con el apartamento sobre la pizzería. El segundo era que estaba enterada, mediante sus amigas, de las andanzas de su Paolo. Últimamente, Paolo y sus amigos estaban frecuentando ciertos locales de alterne que no le gustaban lo más mínimo. No estaba dispuesta a dejar que cualquier pelandusca le echase la garra. Le había costado demasiado atraparle como para ahora dejarle escapar. Solo tenía que recordar el hambre que pasó durante meses, los ejercicios agotadores, las privaciones… pero, finalmente, pasó de ser una chica rolliza pero simpática, a una opulenta morenaza que hacía girarse hasta los semáforos. Lo cierto era que llevaba años enamorada de Paolo, el cual no le hizo caso alguno hasta que no le puso el escote delante. Pero valió la pena cambiar totalmente de look y de armario.

Luego estaba el tercer motivo, quizás el más problemático. Venzia prometió a su abuela materna, en el lecho de muerte, que se casaría virgen y así poder lucir el exquisito vestido de novia de la familia; un tesoro heredado de una condesa florentina trescientos años atrás. Así que tenía vetada su vagina y aquella decisión le estaba costando cara. Por eso mismo, Paolo estaba buscando cada vez más a sus díscolos amigos, y eso era mala señal. Ella creía tenerle contento, a pesar de que no realizaban el coito. Venzia era buena con el juego oral y las caricias, pues realmente gustaba de todas esas manipulaciones. Además, llevaban cinco meses practicando el sexo anal. Paolo había insistido mucho en desfondarla por detrás, en cuanto comprobó lo duro y tieso que se había quedado su trasero.

Claro estaba que ella no podía saber del nulo interés que su novio tenía por el negocio familiar; de ahí sus salidas de tiesto y sus discusiones. Paolo intentaba aparecer lo menos posible por la trattoría.

Finalmente, la razón principal de la maciza novia –y la más secreta, sin duda- era follar de una vez. ¡Quería follar y no contentarse con un dedito! ¡Estaba loca por meterse en la cama y que su nene la partiera a pollazos! ¡Deseaba cabalgarle y gemir como una buena italiana!

Todas esas cuestiones, razones e intenciones rondaban por las cabezas de Venzia y Cristo. Quizás el gitanito supiera algunas más, ya que estaba enterado de lo fino que estaba resultando Paolo.

― ¿Qué tal, Cristo? ¿Cómo va la mañana? – le preguntó la chica, inclinándose para darle dos besos en las mejillas.

― Va bene, ricura – sonrió él, halagándola como siempre. – Hoy comeré solo.

― Está bien – Venzia se colocó delante de él, moviendo sus caderas con viveza. Cristo, y buena parte de los comensales, contemplaron aquella exhibición de apretados glúteos, embutidos en el estrecho y oscuro pantalón del uniforme.

Venzia era como un tanque, en el buen sentido de la palabra. Un metro ochenta y seis de mujer –sin tacones, por supuesto-, ochenta y cuatro kilos muy bien repartidos, una talla ciento diez de pecho, con unas caderas cercanas a la centena. Toda una preciosa botella de… ¡La chispa de la vida! (Mejor no hacer publicidad gratuita.) Llevaba el pelo cortito, con la nuca casi rapada y un gracioso flequillo erizado, en contrapunto. Sus ojos oscuros chispearon al darle el menú a Cristo, tras sentarle en su mesa favorita, en una esquina del ventanal.

― Te la he reservado – le dijo, con una deliciosa sonrisa.

― Siempre lo haces.

― Te lo mereces como amigo y como cliente.

― ¡Eres la más grande de Nueva York! – la piropeó Cristo.

― Solo si me pongo tacones – bromeó ella.

― No iba por ahí la cosa, pero ya que lo dices… tengo que cambiar unas cortinas en casa… así que si podrías ir y…

Venzia le atizó con los menús en la cabeza, haciéndole reír.

― Vale, vale… ¡no me despeines! Ahora sabes lo que sufrimos los presumidos al peinarnooooos…

Venzia no pudo aguantar la risa. Cristo tenía ese efecto sobre ella. Despejaba todos los nubarrones de su mente con sus bromas.

― Venga, pide, que se está llenando el local – le dijo ella, mirando como entraban varios habituales por la puerta.

― Tendrías que pedirle a Paolo que te echara una mano al mediodía. De todas formas, os vais a quedar con el negocio, ¿no?

― Está estudiando y su horario no cuadra con esto – Cristo sabía que esa era la eterna excusa. Salirse de ella, sería admitir que algo pasaba con Paolo.

― Ya – suspiró Cristo. – Quiero una ensalada y media pizza Corleone.

― ¿Agua o refresco?

― Hoy me siento atrevido. Tráeme una limonada – le guiñó un ojo, alisando el ceño de la chica. – Cuando quieras me vengo yo a echarte una mano…

― Sí, hombre – Venzia soltó una carcajada. – Como que vas a dejar de rondar todas esas preciosidades y vas a encerrarte aquí, conmigo.

― Bueno, pienso que no solo de pan vive el hombre, ¿no? Me paso todo el día dándole al ojo y con los dientes largos. Además, solo he dicho echarte una mano, pero no a que parte de tu cuerpo… que tú tienes carne suficiente para los dos – dijo dando un mordisco al aire y se llevó otro papirotazo.

― Luego dicen que los italianos tenemos labia – se alejó la muchacha, riéndose.

Mientras esperaba, Cristo atisbó por el gran cristal, intentando descubrir a quien le acechaba. La sensación no había desaparecido. Ojalá se decidiera, quien fuese, y se acabara la molestia.

― Disculpe, ¿le importa que me siente?

La suave voz y la educada pregunta atrajeron su atención. Un elegante caballero, de pelo entrecano, se encontraba de pie ante su mesa, señalando la silla vacía. “Apareció mi vigilante”, pensó inmediatamente. Con una leve sonrisa, le indicó que tomase asiento con un gesto. Su rutina mental tomó buena nota de la calidad del traje de tres piezas, de auténtica lana, al parecer. La corbata era de seda y portaba gemelos de oro en los puños, así como un reloj antiguo y caro en la muñeca. Las uñas estaban pulcramente recortadas y limadas, lo que indicaba manicura continuada… Olía a dinero, sí señor. Con una amplia sonrisa, le atendió como el estafador que era.

― Permítame que me presente, señor Heredia.

― Por favor, el señor Heredia es mi padre y usted me dobla la edad, así que solo soy Cristo. Si me tutea, mucho mejor.

― Muy bien… Soy Edward Drusten – se presentó, ofreciéndole una tarjeta.

“Edward S. Drusten. Maquinaria industrial y agrícola.”

― Encantado de conocerle, señor Drusten. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle? Espero que no sea nada demasiado ilegal para haber estado siguiéndome toda la mañana.

El hombre apretó los dientes, pero no demostró su sorpresa.

“Controla sus emociones. Bien.”

― Parece muy joven. Quizás ha sido una mala idea — -dijo el caballero, mirándole con fijeza.

― Estoy seguro de que al igual que ha averiguado mi nombre, también lo ha hecho con mi edad.

Edward Drusten sonrió, cabeceando. Tomó la palabra, enarcando una ceja.

― Unos documentos pueden alterarse, modificarse, y también se puede mentir. De cerca, no representa la edad que dice tener.

― No creía que la edad fuera un condicionante en una propuesta de negocio. Pero si le tranquiliza, tengo veintinueve años y lo que ve – pasó una mano desde su rostro hasta su pecho –, no es más que la huella de una dolencia caprichosa.

El maduro con traje pestañeó y, esa vez, no pudo contener el gesto.

― ¿Una dolencia? Lo siento, no pretendía…

― No se preocupe. Es la historia de mi vida, pero también en un disfraz muy útil. Durante mi niñez, pasé por un severo malfuncionamiento de mis glándulas, las cuales me han dejado anclado, externamente, en mi quinceavo cumpleaños. No se crea, si pudiera embotellarlo, muchos lo comprarían – Cristo dejó escapar una risita cínica.

― Es un curioso personaje, Cristo. Astuto y reservado. Pretendo ofrecerle cierto intercambio…

El señor Drusten se calló, interrumpido por la llegada de Venzia, quien traía la limonada de Cristo, así como unos aperitivos. Cristo la atrapó del brazo, le sonrió, y señaló a Drusten.

― El caballero es mi invitado. Aquí hacen una pizza Corleone excelente – aconsejó.

― Está bien. Tomaré agua, por favor – asintió Drusten.

― Bien. Venzia, que esa pizza sea completa, en dos platos – indicó el gitano.

― Por supuesto – sonrió ella, antes de alejarse.

― Verá, Cristo — el hombre tenía que obligarse a mantener su deferencia, ya que, con cada vez más frecuencia, trataba de tutear al gitano, de forma inconsciente. – tengo entendido que es usted quien se ocupa de los asuntos, digamos sociales, del personal de la agencia.

― Así es. Las chicas tienen que recurrir a alguien que no las engañe ni se aproveche de su ignorancia. Confían en mí y, créame, las aprecio.

― ¿Y su opinión es valorada por ellas?

― Al menos para la mayoría. No es que sea su asesor, pero me escuchan.

― Perfecto. había llegado también a esa conclusión.

― Parecer ser que me ha investigado.

― No le suponga ningún deshonor. Lo hago con cualquiera de mis clientes. Debo asegurarme que esa cara maquinaria que me retiran acabara siendo remunerada.

― Desde luego.

― Me he pasado la vida trabajando y ampliando el negocio de mi padre. Cuando éste murió, yo era bastante joven –más que usted- y el negocio era poco más que un taller de reparaciones de maquinaria con una pequeña oficina de venta. Mi padre era muy bueno con las manos y con las averías, pero no se atrevía a dar el paso necesario para despegar de una vez.

― Así que lo hizo usted – acabó Cristo, ofreciéndole un canapé de parmesano.

― Efectivamente. Abrí otro punto de venta en el interior de Nueva Jersey, justo donde era necesario, y empecé a vender maquinaria y repuestos. Las cosas fueron bien y me casé con una de las chicas que contraté como secretarias. Intenté tener hijos, pero Marion resultó tener un problema en la matriz, que, con los años, se complicó y acabó llevándosela, a la edad de cuarenta y cinco años.

― Una terrible fatalidad, señor Drusten.

― Sí, terrible. El caso es que al no disponer de hijos que nos distrajesen, pues Marion era tan dinámica como yo, fuimos aumentando los puntos de venta: Delaware, Massachussets. Connecticut, Pennsylvania… Cuando quise acordarme, mi juventud se había ido, mi esposa enfermó, y todo lo conseguido me pareció fútil. Ahora, cinco años después de la muerte de Marion, he decidido probar ciertos placeres mientras me queden fuerzas.

― Me parece estupendo. Aún es joven y vigoroso – Cristo le escrutó en profundidad y pensó que era cierto. El señor Drusten estaría rozando la sesentona y parecía mantenerse en forma. — ¿En qué placeres está usted pensando?

― Oh, carnales, por supuesto. He decidido que es hora de tener una amante.

Cristo se quedó un poco descolocado. En ese momento, Venzia traía la ensalada y dos platos vacíos. La dejó para que se sirvieran. Cristo se sacó un par de cucharadas de ensalada, tomate, rábanos, y otros vegetales, mientras hablaba.

― Me parece estupendo, señor Drusten, pero, ¿qué espera que yo haga?

― Déjeme que continúe, por favor. He pasado casi toda la noche memorizando esta exposición. Aunque no lo parezca, fuera de mi negocio, soy un hombre tímido y retraído. Seduje a mi esposa solo porque trabajábamos juntos y teníamos confianza…

― Está bien. No hay prisa, pero puede echarse un poco de ensalada en su plato mientras habla, ¿no?

― Desde luego.

Aliñaron sus platos y picotearon antes de que Edward Drusten retomara su explicación.

― Me gustaría disponer de una compañía femenina y no pienso pasar de nuevo por un cortejo y un noviazgo; no a mi edad. Tampoco quiero trato alguno con profesionales sexuales, ni exponerme al riesgo de caer en las redes de timadores, ¿me entiende?

― Perfectamente – respondió Cristo, mordisqueando un rábano picoso.

― Tengo recursos y solvencia. No soy ningún multimillonario, pero, sin duda, no necesito trabajar el resto de mi vida si no lo deseo. Así que he pensado que una chica joven, hermosa, y con mundo experimentado, me podría mostrar todo aquello que me he perdido, y, en ese perfil, nada encaja mejor que una modelo.

― Muy cierto – admitió Cristo. Aquel hombre tenía claridad de pensamiento.

― Un amigo mío estuvo en la fiesta de Mercedes Benz y le estuvo observando.

― ¿A mí? – se asombró Cristo.

― Sí, llamó su atención, tanto por su… aspecto como por su desparpajo. Le estuvo observando toda la noche, más por curiosidad que por otra cosa, pero supo ver que las modelos le tienen mucha estima.

― Nos llevamos bien. Yo les rasco la espalda y ellas la mía.

― Una buena relación. Los comentarios que hizo mi amigo sobre usted –de pura admiración, no tema- me hicieron curiosear un poco sobre usted, lo que me ha llevado, finalmente, a abordarle.

― Pues usted dirá… — Cristo se calló al ver a Venzia acercarse, con dos humeantes platos.

― Buen provecho – les deseo, y sabiendo que estaban tratando asuntos privados, se marchó volando.

― Supongo que, como en cualquier negocio, una agencia de modelos mima a sus activos, o sea, sus chicas. Unas pocas serán la flor y nata, las que atraen los grandes contratos y el buen nombre. Esas están fuera de lugar, por supuesto. Sé que algunas de ellas pueden ganar tanto dinero como yo…

Cristo sonrió y se encogió de hombros. Quemándose los dedos, cortó una porción y se la llevó a la boca, resoplando.

― Luego, estarían las trabajadoras. Ninguna de ellas alcanzará el estrellato donde se lucen las anteriores, pero con su labor, la agencia funciona. Son realmente necesarias. Algunas son veteranas y se han especializado en tareas bien diferenciadas, y otras son muy nuevas y tratan de buscar en qué destacar, mientras picotean entre proyectos.

― Es una buena definición. Conoce usted bien el funcionamiento de estos negocios.

― Usted, Cristo, las conoce a todas. Sabe cuál de ellas necesita un empujón económico, o la que no llega a final de mes, o bien alguna que busque un nuevo protector. Esa es la baza que deseo jugar.

― A ver que lo resuma… más que nada para dejar las cosas claras. Usted pretende que averigüe qué modelos estarían dispuestas a salir con usted, a cambio de un incentivo económico.

― Más o menos.

― ¿Cómo pagar a una acompañante? – cerró un ojo Cristo, haciendo la pregunta clave.

― Ya sé que suena mal, dicho así, pero no es mi intención. Podrían ser regalos, como vestuario o el pago del alquiler de un buen apartamento. Quizás un coche o un buen equipo de alta fidelidad…

― Eso ya está mejor. Debo decirle, señor Drusten, que las modelos son los animales más volubles de este universo. Si hiere su sensibilidad, no conseguirá nada, por muy desesperada que esté.

― Lo comprendo.

― Pero, aún así, no le puedo garantizar sexo si…

― No, por Dios… no tiene por qué haber sexo, al menos al principio. Me gustaría salir a cenar, al teatro, acompañarla a sus compromisos, llevarla de vacaciones, o mejor, dicho, que me llevara ella – sonrió cansinamente Drusten. – Ya le dije que fuera experimentada. Sin duda ha estado en muchos más lugares divertidos que yo. Solo si llegáramos al acuerdo mutuo, se hablaría de sexo.

― ¡Lo que usted quiere es una novia! – exclamó Cristo, con sorna.

― Quiero lo bueno de una novia. No quiero las discusiones, los enfados, o los celos, ni los dolores de cabeza o menstruación repentina. Soy un hombre culto, rico, y ávido de emociones. Si alguna no es muy tonta, sabrá sacarme partido – respondió el señor Drusten en el mismo tono.

― Ya veo porque se ha hecho usted rico. Sabe perfectamente cómo vender. Ahora hablemos de mi compensación económica. ¿Qué gano yo con todo esto?

― Ponga el precio usted mismo.

― Mejor no. Me deberá un favor para el futuro. Un pacto entre caballeros – sonrió Cristo, tras pensárselo. Sus contactos en los círculos adecuados aumentaban y eso era mucho mejor que el huidizo dinero.

El señor Drusten cabeceo en una pequeña reverencia. Sus ojos se entrecerraron, demostrando así lo sumamente encantado que estaba con la propuesta del joven. No es que el maduro hombre fuera un avaro, ni nada de eso, pero estimaba mucho las relaciones personales en los negocios. El joven gitano había dado un paso decisivo, al confiar de esa forma en él.

― ¿Tiene alguna preferencia? – preguntó Cristo, como recordando algo importante. – Aunque ya sabe cómo son las modelos; hoy son rubias y mañana… calvas.

― Jajajaja – Drusten dejó de morder su trozo de pizza para reírse. – No, el aspecto físico me es indiferente. Se supone que todas son hermosas y tienen un cuerpo perfecto si están en la mejor agencia de Nueva York. Tampoco tengo preferencia en raza, salvo que sus costumbres sociales sean demasiado opuestas a lo que pretendo. La edad puede oscilar, pero me gustaría que no hubiera cumplido aún los treinta años.

Cristo miraba al hombre a los ojos, sin dejar de masticar. Le escuchaba enunciar sus preferencias, como si estuviera escogiendo los extras de un coche lujoso en un concesionario. Pero el hecho es que no estaba desencaminado. No era algo de dominio público, pero las modelos surtían el mercado de la prostitución de lujo. Muchas de ellas eran incapaces de mantener el tren de vida al que se acostumbraban rápidamente, pues su trabajo no bastaba para ello; otras necesitaban inyecciones periódicas de dinero porque sus trabajos se distanciaban en varios meses. Sí, Drusten era consciente de que solo se necesitaba una buena cartera para disfrutar de una bella mujer, y no solamente en la cama.

Terminaron de almorzar, charlando de muchos temas. Cristo impresionó al maduro caballero por su extenso temario, así como la cantidad de datos que conocía. Por supuesto, el gitano no le puso al corriente de su peculiar memoria, pero le dejó que disfrutara de sus ironías gaditanas. Finalmente, se dieron los oportunos números de contacto y Drusten estrechó aquella mano pequeña y suave que Cristo extendió.

― Le llamaré en cuanto sepa algo en firme – se despidió el gitano.

Contemplando la marcha de su nuevo cliente, alzó la mano y llamó a Venzia, quien, conociéndole, le traía ya la cuenta. Cristo la miró mientras se sacaba unos billetes del bolsillo, y le susurró:

― Oye, guapa, ¿a ti no interesaría un nuevo novio?

*****

Cristo estuvo toda la tarde repasando cuanto sabía de las distintas modelos que iban llegando a la agencia. Sin embargo, no parecía tener demasiada suerte con ese asunto, al menos esa tarde. Unas eran demasiado jóvenes –algunas ni con veinte años cumplidos- y otras tenían pareja estable. Con eso, Cristo era bastante escrupuloso: no rompería una relación a causa de su trato.

Fue anotando todo lo que se le ocurría en una pequeña agenda, e inició una lista de nombres de modelos; aquellas que encajaban en el perfil diseñado por su cliente. Como he dicho, no tuvo suerte y, al final de la tarde, no tenía más que cuatro posibles candidatas. Aquella tarde parecía como si los hados se hubieran confabulado contra él, enviando solo a yogurines, a veteranas, y a modelos comprometidas.

De regreso al loft, se encontró con caras largas y circunspectas. Faely trajinaba en su zona de trabajo, con los dientes encajados. Apenas si contestó a su llegada. Vestía uno de sus cortos pantalones de estar por casa, que encajonaban su trasero a la perfección.

Por su parte, Zara se escondía detrás del biombo que cortaba su dormitorio, en un intento de pasar inadvertida. Un apartamento tan abierto como aquel tenía esa desventaja, que si reñías con tu compañera, no había sitio para buscar intimidad.

Cristo asomó la cabeza por un lado del biombo de tela y madera.

― ¿Estás bien? – preguntó, comprobando que su prima estaba echada sobre su cama, con un libro entre las manos.

― Sí, primito – contestó, estirando con una mano el borde de la corta batita, intentando tapar más muslo.

― ¿Qué ha pasado?

― Lo de siempre. No quiero hablar de ello.

Cristo asintió. Las relaciones entre madre e hija se estaban desgajando, demasiado débiles por las largas temporadas que ambas permanecieron separadas. Zara no sabía cómo separar a la madre de la esclava, y Faely… bueno lo de Faely era demasiado emocional como para controlarlo.

― Vale. Entonces si yo no puedo hacer nada por ti, ¿podrías hacer tú algo por mí? – sonrió Cristo, sentándose en la cama.

― ¿De qué se trata?

― Tengo un caballero que le interesaría mucho convertirse en protector de una modelo. Tiene dinero, no es un viejo baboso, y es elegante, culto y refinado.

― Vaya… uno de esos famosos protectores… ¿Por quién se interesa?

― Es lo que me tiene escamado. No tiene a ninguna entre ceja y ceja. No quiere una niña, sino una chica experimentada, y más que sexo, está deseando salir a divertirse.

― No me digas. ¡Es un perito en azúcar! – dijo en castellano.

― Se dice una perita en dulce, prima.

― Bueno, eso… ¿no quiere una amante?

― Con el tiempo, por supuesto, como cualquier hombre, pero no está obsesionado, o por lo menos, no lo parece. El hombre es viudo y bastante respetado en la sociedad, pero, aunque esté libre, no quiere iniciar una relación, aunque tampoco irse de putas.

― Ya veo. Quiere la crema sin tener que comprar el bollo.

― No se trata de dinero, prima. Está dispuesto a correr con todos los gastos: piso, coche, vestuario, gimnasio, regalos… pero no desea un compromiso. ¿En quién pensarías para él?

― No lo sé, así de repente – Zara cerró el libro y se llevo un dedo a los labios. – Puede que Betty Lou, o quizás la griega esa…

― ¿Naúsica?

― Sí.

― ¡Ni de coña! Esa se lo come con papas al segundo día – Naúsica era temible en la intimidad, con una total falta de contención y tacto. Sacó la pequeña agenda del bolsillo, anotando otro nombre. – Betty Lou puede estar bien…

― ¿A quién tienes ahí? – le preguntó su prima, intentando apoderarse de la libretita.

― Las chicas que se me han ido ocurriendo, pero tengo muy pocas como para empezar a descartar.

― Bueno…

Su prima se quedó callada, mirando fijamente la parte inferior del biombo. Señaló con un dedo mientras acababa de decir:

― Te he ayudado en lo que he podido, pero no se me ocurre a nadie más que pueda estar interesada, primo.

La puntera de la zapatilla de Faely asomaba bajo el biombo. Evidentemente, su tía estaba apostada tras la estructura, escuchando.

― No te preocupes, Zara. He empezado hoy a buscar candidatas. Ese tío me va a soltar una pasta – exclamó Cristo, poniéndose en pie.

El crujido de la cama hizo que el pie desapareciera y ambos primos se sonrieron. Cristo tomó la escalera y se dirigió a su propia cama. Tía Faely estaba inclinada sobre unos patrones de tela, desplegados sobre la mesa. El gitano se tumbó en la cama, pensando en su tía y en su prima, dejando pasar los minutos hasta la cena.

Ésta no fue demasiado animada, por cierto. Faely y Zara no querían abrir la boca para no agravar más la situación. Escuchaban a Cristo y sus miradas chocaban, de vez en cuando. El sonido del móvil de Zara marcó el final de la cena. La joven se puso en pie y caminó hasta su dormitorio, susurrando al auricular. Cristo buscó la mirada de su tía. Pudo percibir la tensión en los hombros de la mujer, así como la rigidez de su cuello. Sus ojos se desviaron hacia el biombo de Zara.

― ¿Por qué ha sido esta vez? – preguntó Cristo suavemente.

― No sé a qué te refieres…

― A tu discusión con Zara. ¿Otro ataque de celos?

Faely estuvo a punto de saltar como un muelle armado, pero Cristo levantó el dedo en una silenciosa advertencia. Nada de gritos.

― ¡No estoy celosa! – bufó.

― Nooooo… que va. Eres la perfecta representación de la indiferencia – bromeó. – Sé que tiene que ser duro y estresante que tu propia hija te quite la razón de tu existencia, pero tienes también que hacer un esfuerzo por comprenderla.

Faely siguió mirando el biombo, pero apretó más los dientes.

― Zara no sabía absolutamente nada de tu vida. La apartaste de ti para poder dedicarte totalmente a tu ama. Quizás sea Zara la que deba estar más dolida.

La mirada de su tía le atravesó, recuperando, por un momento, el genio de su raza.

― ¡No te atrevas a…!

― La abandonaste en un magnífico internado, eso sí, pero creció sin madre ni padre.

Faely se mordió el labio, sin poder replicar a eso.

― La verdadera culpable de todo esto es tu ama y lo sabes. Candy juega con vuestras emociones y con vuestras pasiones. Se lo está pasando pipa y Zara solo sabe una fracción de la historia. ¿Cuándo piensas hablar con ella?

― No puedo – susurró ella, con voz quebrada.

― Sí puedes. Eres su madre. Tú sabes lo que ella siente por Candy, pero tu hija no sabe lo que tú sientes por su novia. Creo que ni tú misma lo sabes, o quieres reconocer. Estás celosa de tu hija y Zara ni siquiera lo sabe.

― Sabe que he sido su esclava.

― Ya, pero esa no es toda la historia. Es solo un dato más del entramado. De la sumisión al amor hay un gran paso. ¿No te das cuenta de que tu fachada se está resquebrajando por todas partes? No eres la misma, ni aquí, ni en tu trabajo. Necesitas a tu ama, pero también necesitas a tu hija. ¿Qué vas a hacer?

― Esperaré – dijo con firmeza recuperada. – Esperaré la decisión de mi dueña.

― Está bien, pero recuerda que no tienes derecho alguno a molestarte con Zara. Ella es la novia “oficial” en esta relación y tú ni siquiera eres la “otra”.

― ¡Cristo! – silbó, amenazante, las fosas nasales abiertas.

― No, no llegas a esa categoría, tita. Solo eres la esclava olvidada, la puta sin derechos de Candy.

― ¡Cállate! – exclamó, levantándose de la mesa.

― Aaaah… ¿Ahora te sientes ofendida? ¿Ahora muestras orgullo? – Cristo la atrapó de la muñeca, obligándola a sentarse de nuevo. Su tono cambió y se hizo duro.

― No pretendía… – intentó excusarse ella.

― No eres nadie; no puedes reclamarle nada a tu hija, ¡asúmelo! En vez de encelarte con ella, deberías alegrarte por su suerte – bajó la voz, al percibir que Zara surgía de detrás del biombo.

― Candy ha regresado de San Francisco. Me largo a su casa. Volveré pronto – les informó.

Cristo, quien aún miraba a su tía, notó como ésta apretaba los dientes y apartaba el rostro.

― Vale, primita. ¿Has pedido un taxi?

― Sí. Ya está abajo.

Cristo se acercó a uno de los ventanales cuando Zara se marchó. Observó cómo subía al taxi amarillo y éste arrancaba. Bajó sus dedos a su cinturón, desabrochándolo y sacándolo de las cinchas. Lo dobló con cuidado y dio un par de toques contra su pierna.

― Creo que necesitamos relajarnos, ¿verdad, Faely? – preguntó, sin mirarla.

La mujer se levantó de la silla y se quedó en pie, con el rostro inclinado hacia el suelo. Todo el estallido de antes había desaparecido, como por encanto.

― ¿Cuántos quieres esta noche?

― No pares hasta que sangre – musitó ella, desatando un escalofrío en Cristo.

Estaba dispuesta a la penitencia y así lo indicó cuando, caminando hacia su cama, se bajó el pantaloncito hasta dejarlo en el suelo. Debajo no había ropa interior.

*****

Betty Lou estaba nerviosa; sonaba extraño pero era cierto. Ella, que había participado en seis Semanas de la moda de Nueva York, otras tres en Roma y una más en París. Ella, que había protagonizado dos anuncios internacionales con Yves Rocher, y había acaparado muchas portadas de revistas gracias a su romance con cierto tenista alemán, justo al cumplir los dieciocho años. Sin embargo, tras más de doce años de carrera, Betty Lou volvía a sentir nervios ante una cita.

Era consciente de la oportunidad que representaba aquella ocasión para su vida, tanto social como profesional. Últimamente, las cosas no andaban todo lo bien que necesitaría. En realidad, no podía culpar a nadie de ello, salvo a sí misma. Malas costumbres, malas compañías, y varias fotos publicadas que mostraban ambas cosas juntas. Esta nefasta publicidad repercutía directamente sobre sus contratos, disminuyendo en calidad y constancia. En tres palabras, había “descendido un nivel”.

Necesitaba lavar su imagen y adquirir un modo de vida más seguro y sosegado, pero, para ello, debía agenciarse un “protector”. Era una palabra de la que siempre había huido, e incluso había despreciado a las chicas que recurrían a este seguro de vida. Nunca había comprendido porque aquellas modelos aceptaban la compañía de esos hombres maduros y poderosos, que las lucían como hermosos animales de compañía, cargados de pieles a cual más cara.

Pero esa inocencia había pasado a la historia. Ahora sí que las comprendía; ahora la que necesitaba uno de esos hombres era ella. Betty Lou Enmersson había claudicado y necesitaba una mano que la sujetara mientras vomitaba cuanto había tragado hasta el momento.

Es lo que Cristo le hizo reconocer y admitir cuando habló con ella, en privado.

Como todas las chicas de la agencia, en más o menos grado, Betty Lou era cliente de Cristo, concretamente buscaba fendimetrazina y sibutramina, una para quemar grasa corporal y la otra para disminuir su apetito. Además, requería ciertos tranquilizantes para aflojar su tensión cotidiana. A Betty Lou le había venido muy bien el veto a las tallas pequeñas, ya que había ensanchado caderas y pecho. No era nada para avergonzarse, pero, a sus veintiocho años había alcanzado las formas de una auténtica mujer.

Sin embargo, ella se veía desproporcionada y eso la traumatizaba. Buscaba estar más delgada, volver a la figura etérea que la hizo famosa, pero las mismas implicaciones de su vida se lo impedían. Cuanto más nerviosa se sentía, más tragaba, una maldita herencia de su madre. La ansiedad disparaba su apetito y siempre estaba mordisqueando algo. Combatía este pequeño disturbio personal aumentando su tiempo en el gimnasio y tomando las píldoras que compraba a Cristo, pero se sentía en el interior de un círculo vicioso, cada vez más estrecho.

De cara a la galería, la modelo estaba en su momento más espléndido. Esas curvilíneas formas corporales la convertían en el avatar de una diosa nórdica, de salvaje melena rubia cobriza y ojos acerados. Era cierto que su cuerpo ya no atraía a ciertos diseñadores, pero abría la puerta a otros, aunque no tan famosos. El hecho es que el problema de Betty Lou estaba más en su cabeza que en la realidad. Se obsesionaba con unas medidas estrictas que no la dejaban darse cuenta de sus posibilidades.

Por eso mismo, cuando Cristo la obligó a enfrentarse a esa dura percepción y le habló de un “protector”, prestó atención. Con la ayuda de un hombre así, podría hacer frente a sus necesidades y…

No debía hacer planes sin conocerle aún. Betty Lou se sabía demasiado impulsiva, demasiado obsesionada con las impresiones visuales. Si ese caballero no le entraba por el ojo, no habría nada que hacer, por mucho que le ofreciese.

El zumbido del intercomunicador la sobresaltó. Descolgó el interfono.

― ¿Sí?

― Señorita Enmersson… el coche la espera.

― Bien, gracias. Bajo enseguida – balbuceó por inercia.

Se dio un último vistazo en el pequeño espejo del vestíbulo de su apartamento. Perfecta. Una hembra de metro ochenta y tres, que podría haberse puesto al frente de una partida vikinga y asolar las costas inglesas. Seguro que las pieles y el acero le sentaban bien, se dijo, sonriendo a su reflejo. Se acordó de tomarse una píldora antes de salir, más que nada para no atiborrarse en el restaurante. No quedaría muy fino verla engullir mariscos como una desesperada…

El ascensor la dejó en el amplio hall del lujoso inmueble de Park Avenue. Ese era, quizás, uno de los motivos más apremiantes para haber aceptado la cita. No quería perder su apartamento, pero la renta le estaba resultando demasiado últimamente. Sonrió a Luc, el hombre que se ocupaba del mostrador y quien la había avisado por el intercomunicador, y salió a la calle. Un oscuro BMW esperaba ante la entrada y uno hombre alto y delgado esperaba al lado de la puerta trasera abierta.

Betty Lou parpadeó. Podía percibir un hombre al volante, así que debía de ser su cita, que la esperaba de pie, junto al vehículo. Primera impresión favorable: buenas maneras, se dijo, taconeando sobre la acera. El hombre se giró hacia ella, al escucharla, y Betty Lou pudo verle el rostro. Poseía unas facciones enérgicas y estiradas. Lucía una estrecha barbita gris, muy bien recortada, que contorneaba sus finos labios. Unos ojos marrones, serios pero también dulces, la contemplaron rápidamente, de arriba abajo. Estuvo segura de haber superado el examen preliminar.

Calculó que aquel hombre no había cumplido aún los sesenta años y se mantenía en forma. Era casi tan alto como ella y vestía un traje liviano de verano, en un tono gris perla, sin corbata, ni gemelos. Elegante, pero desenfadado. El hombre adelantó una de sus manos, a media altura, mientras preguntaba:

― ¿Señorita Enmersson?

Betty Lou depositó su propia mano sobre la del hombre, notando la suavidad de la piel y su calidez.

― Betty Lou, por favor.

― Por supuesto, Betty Lou. Soy Edward… Edward Drusten.

― Edward – repitió ella, paladeando el nombre. – Apuesto que nada de Ed ni Eddy.

― No desde que mi madre murió, al menos – sonrió levemente, indicando con un suave movimiento el interior del coche.

― Espero no haber traído malos recuerdos – dijo ella, colocando bien su corta falda sobre el cuero del asiento.

― No te preocupes, si me permites tutearte, hace años que sucedió.

― Claro que sí, por favor. ¿Puedo hacer lo mismo?

― Me ofenderías si no lo hicieras – la sonrisa de Edward era insinuante, nunca completa ni plena. Levantaba las comisuras y dejaba entrever un brillo blanquecino fugaz.

“Sonrisa de vendedor”, se dijo Betty Lou. “¿Qué venderá?”

El chofer tomó la ruta hacia el sur de Manhattan, hasta tomar el puente de Brooklyn. Esperaba cenar en un sitio elegante, pero ¿en Brooklyn? Sin embargo, el vehículo se detuvo al pie del puente, justo en frente del parque Dumbo, en Water street. Los últimos rayos del sol se reflejaban en las tranquilas aguas de la bahía.

― Espero que me perdones, pero este sitio es uno de mis lugares preferidos. He querido estar en un sitio de confianza para este primer encuentro – le dijo Edward, señalando hacia la derecha.

― River Café. Original – sonrió Betty Lou, leyendo la marquesina del local.

― Ya habrá tiempo, si esto sale bien, para ir a tus rincones preferidos – añadió el hombre, abriendo la puerta y saliendo.

― Seguro que sí.

A pesar de conocer los mejores sitios de la ciudad, Betty Lou se llevó una sorpresa con el local. Nunca esperó encontrarse con un sitio tan bonito y exquisito en Brooklyn. Había fuentes y pequeños estanques que separaban las mesas, creando pequeños reservados íntimos, velados con plantas y vegetación que colgaba del techo. Su acompañante parecía ser bien conocido, tanto por el personal como por la clientela. El maître les salió al paso con una gran sonrisa. Estrechó la mano de Edward y le llevó a su mesa “de siempre”, un discreto reservado detrás de un murmurante estanque, cubierto de helechos artificiales.

Por el camino, Edward saludó y fue saludado por diversos comensales; todos de su edad y porte. A ella la miraron con curiosidad pero con educación. Edward la presentó como una amiga, sin referirse a su profesión. Cuando se sentaron a la mesa, su acompañante comentó:

― Lo siento. No están acostumbrados a verme en compañía de mujeres, y menos de una tan hermosa como tú.

― ¿Y eso por qué? ¿No te relacionas con mujeres?

― No. Nunca lo he hecho.

Betty Lou enarcó una fina ceja, intrigada por esa respuesta.

― No comprendo. Debes conocer muchas mujeres, en tu trabajo, en tu ambiente social…

― No.

La respuesta fue seca y áspera, como si no le gustase hablar de ese tema, pero Betty Lou no estaba dispuesta a dejarlo, demasiado curiosa. Así que adoptó su pose de conspiradora, con los dedos unidos bajo su barbilla, y se quedó mirando a su acompañante, sin decir nada más.

― Verás, Betty Lou – dijo Edward, con un suspiro que señalaba su rendición –, nunca he tenido tiempo para conocer mujeres. El trabajo siempre me ha absorbido, obsesionado con levantar el negocio de mi padre. Conocí a mi esposa porque la contraté como secretaria de la empresa y, básicamente, fue ella quien me sedujo. No he necesitado más mujeres en mi vida. He sido feliz a su lado hasta que pasó a mejor vida. Ahora, a mi edad y con mi falta de experiencia romántica, no me veo con ganas de seducir a nadie.

― Así que has dedicado tu vida a tus negocios. Nada de hijos, nada de amantes, nada de diversión…

― Me divertía con Marion, mi esposa. Claro que para nosotros, cerrar un buen trato era toda una fiesta. Éramos muy parecidos.

― Ya veo… la alegría de la huerta – rió ella, arrancando una sonrisa al hombre.

Trajeron el vino que había encargado, que fue servido con toda la ceremonia pertinente, algo que encantaba a Betty, y les entregaron la carta. Edward le recomendó el bogavante a la siciliana, sin embargo, él se decidió por la perdiz escabechada. A medida que transcurría la velada, Betty Lou tuvo que reconocer que Edward era un acompañante muy agradable y muy correcto. Era cierto que era algo tímido en su trato con las féminas, debido a su poca experiencia, y eso era algo asombroso en un hombre de su edad y de su posición. Pero ese detalle encantaba a Betty Lou; le concedía a Edward cierta aura que no habían tenido nunca los hombres de su vida.

Betty Lou averiguó muchas más cosas sobre él, entre otras cosas, qué era lo que vendía. Supo que, además, de levantar su empresa por todo el país, Edward tenía una licenciatura en Ingeniería por la universidad de Nueva York. Era un hombre muy culto y procuraba estar enterado de las influencias sociales y políticas.

Ella misma se asombró de lo bien que se sentía frente a aquel hombre. Su voz grave y serena la templaba, la llenaba de una sensación cómoda y cálida, como si fuese un familiar querido que hubiera estado lejos, mucho tiempo. Los hombres maduros nunca le habían atraído, ni siquiera para charlar. Betty Lou era una mujer muy impulsiva, totalmente dependiente del primer vistazo, pero, en aquel momento, empezaba a considerar que quizás se había precipitado en juzgar una generación por el “frasco”.

Su mirada se veía atraída por el movimiento pausado y casi hipnótico de sus manos. Edward utilizaba sus largos y fuertes dedos como batutas en la conversación, dando énfasis a sus aseveraciones, o quitando importancia a alguna negación. Era como un perfecto contratiempo, evidentemente estudiado y depurado a lo largo de su vida. Betty Lou intentaba imaginar cuantas ventas y tratos habían orquestado aquellas manos, deslizándose por el aire con suavidad, calmando al cliente, engatusándole.

Cuando le comentó lo que estaba pensando, Edward sonrió y la miró con un brillo en los ojos. Incluso dejó de cortar su perdiz para observarla. Finalmente, volvió su atención al plato, mientras asentía para sí mismo. Estaba satisfecho con la modelo que Cristo había elegido para él. De hecho, superaba sus expectativas. Físicamente, era una mujer hermosa y adulta, nada que ver con esas frívolas chiquillas que se paseaban contoneándose, con la mirada perdida. Mentalmente, le estaba demostrando que era intuitiva, astuta, y llena de curiosidad. Poseía un buen nivel cultural, casi todo autodidacta le había confesado. Emotivamente, aún era pronto para conocerla, pero tenía esperanzas.

Se encontraban tan bien y tan relajados en aquel reservado que, tras la cena, se tomaron una botella de un buen champán francés entre los dos, entre confesiones y anécdotas. Cuando el coche se detuvo ante la puerta de su inmueble, Betty Lou supo, casi por instinto, que no debía invitarle a subir, por mucho que ambos lo deseasen. Debía demostrar cierta clase para ganarse el respeto del hombre. Sus valores eran mucho más tradicionales y obsoletos que los de la modelo. Sin embargo, por una vez, Betty Lou estuvo de acuerdo con ellos. Así que dejó que Edward la besara dulcemente en la mejilla, ambos aún sentados en el amplio asiento trasero del BMW, y se despidió con una sincera sonrisa.

En el ascensor, repasó mentalmente la velada, y estuvo muy satisfecha con su propio comportamiento, pero estaría más segura mañana, cuando Edward la llamase, dando ese paso necesario y esperado tras una primera cita.

También existía la posibilidad que el hombre quisiera algunas citas con otras modelos, pero Cristo no le había comentado nada de eso. Edward tenía dinero y poder suficientes como para desear más candidatas. Se encogió de hombros y entró en su apartamento.

A las once de la mañana, recibió, aún en pijama, dos docenas de rosas rojas, que traía un mensajero. Una tarjeta, rotulada con elegante trazo, decía: “Una velada perfecta. Gracias.” Quince minutos más tarde, recibía la llamada de Edward.

― Gracias por las flores. Sabes muy bien como despertar a una chica.

― Espero que te gusten las rosas. No hablamos de esos detalles anoche.

― Me encantan las rosas, de todos los colores – rió ella.

― Bien. ¿Puedo recogerte esta tarde?

― ¡Por supuesto! – Betty Lou tuvo que frenar su regocijo para mantener un tono normal y no delatarse.

― Tú eliges el programa.

― ¿Yo? ¿Dónde quiera? – se asombró ella.

― Por supuesto. Quiero conocer lo que te gusta.

― Gracias – dijo ella con un pequeño suspiro, contenta por haber superado la prueba.

Durante tres semanas, salieron de viernes a domingo, frecuentando restaurantes “trés chic”, exposiciones de artistas en boga, y asistiendo a una fiesta de Armani, en el Village. Asombrosamente, Edward insistía que quería conocer más el ambiente en el que se mueven los artistas, y los famosos. Nunca había tenido contacto con ese mundo y parecía realmente encantado. Disponer de un hombre de la condición y edad de Edward para poder pasearle y exhibirle ante sus conocidos, ponía realmente cachonda a Betty Lou. A medida que se le mojaban las bragas, la modelo se asombraba más y más. No había sentido nunca una excitación así, con ningún hombre o mujer, sin que le tocase un pelo. Cada vez que Betty Lou le presentaba una compañera o una celebridad de la música o de la televisión, y veía a Edward inclinarse para besarla en la mejilla, su bajo vientre ardía de lujuria con solo imaginar meterle en una cama redonda.

La modelo no comprendía qué le ocurría. Llegaba a casa, sola, y se pasaba una buena hora masturbándose a placer, rememorando cada detalle de la velada y sacándole partido para dos o tres orgasmos que la dejaban agotada. Pero, por mucho que se excitase, no se le ocurrió, en ningún momento, recurrir a un amante para calmarse. Su mente estaba fijada en Edward y quería que fuese él, en el momento en que lo considerase adecuado.

La verdad es que el maduro hombre de negocios no se había soltado demasiado, con respecto a sus necesidades sexuales. Ya la había besado en varias ocasiones en la boca, pero casi de forma casta, sin usar la lengua. Pero sus dedos se habían mantenido alejados de la piel femenina, con todo respeto. Por algún motivo, Betty Lou no estaba desilusionada, ni nada por el estilo. Al contrario, creía que aquella actitud era realmente romántica y la enardecía aún más. Sabía que no era amor, ni un pasajero capricho lo que sentía por Edward; reconocía la sensación, era lujuria. Jamás imaginó que un hombre maduro la pusiera tan frenética, aún sin meterla en la cama.

Por otro lado, se sentía aliviada en el momento en que repasó su cuenta bancaria por Internet. Edward había depositado un buen pellizco en su cuenta, aunque no sabía cómo había averiguado sus datos; ella no le había dado ningún detalle. Sin duda, un hombre como Edward averiguaba lo que necesitase. El asunto del dinero parecía un tema tabú para el empresario. No habían tratado cantidad alguna para los gastos de Betty Lou, ni lo que ella realmente necesitaba. Una noche, Edward le preguntó, mientras cenaban, si el ingreso era suficiente y ella le respondió, con una sonrisa, que lo era. Punto final.

Pero Edward no solo resultaba ser una ventaja económica, sino que influía en ella con otra particularidad: su compañía calmaba la ansiedad de Betty Lou. No tenía ni idea de a qué era debido. No sabía si era por su carácter calmado y medido, sus amenos e intrigantes temas de conversación, o por el constante estado de excitación y lujuria en que la mantenía. El hecho era que ya no sentía necesidad de picotear a cada momento.

Aún más, las constantes lisonjas de Edward para con su cuerpo la llevaban cada vez más a aceptarse tal y como era. Su extraña obsesión por adelgazar y recuperar su figura juvenil se diluía lentamente, entre equilibradas y suculentas comidas, llenas de cariño y tensión sexual.

Esta era una de esas veladas. Edward y ella cenaban con Barry Ashton, un cotizado y joven pintor británico, y Danielle Carmichael, su madura mecenas. Se encontraban en un restaurante de la Quinta Avenida, a dos calles de la galería de Danielle, donde exponía Barry desde hacía una semana. Betty Lou había llevado a su maduro empresario a ver la obra del pintor, casi todo de índole sexual y algo gay, y tras las presentaciones, habían acabado cenando juntos.

Tanto el pintor como la galerista parecían encantados con la conversación de Edward, y el coqueteo era evidente aunque disimulado. Eso tenía a Betty tan cachonda que había humedecido las bragas totalmente, al acabar los aperitivos. Antes de los postres, Danielle invitó al empresario a ver la colección privada que tenía en su casa. Contemplar la expresión de su acompañante disparó su reacción. Con disimulo, tomó la mano masculina, que aferraba la servilleta sobre su regazo, y la condujo pasionalmente bajo su falda. A pesar de la sorpresa, Edward controló su reacción. Era la primera caricia sexual que ambos compartían, así que el hombre se dejó llevar. Con lentitud, la mano se dejó arrastrar al interior de los tersos muslos, deleitándose con su suavidad. Cuando topó con la prenda interior y se dio cuenta de lo mojada que estaba, Edward sonrió levantando solo una de las comisuras de los labios.

Aquellos dedos largos y recios se apoderaron enseguida de la vulva de Betty Lou, introduciéndose uno en la vagina y otro hurgando en su perineo, todo ello sin dejar de charlar con Danielle y Barry. La modelo estaba tan ansiosa que tuvo que abrazarse al brazo de Edward, como si siguiese la conversación con mucho interés, pero, en realidad, mordisqueaba la tela de la chaqueta de su acompañante para acallar sus propios gemidos delatores.

Bajo la mesa, sus glúteos se apostaron en el filo de la silla, las piernas bien abiertas, la falda subida hasta un extremo peligroso, aún oculto por el mantel. Sus caderas se movían con lenta cadencia, al compás de las felonas caricias de aquellos dedos. Su clítoris, bien masajeado, se erguía dominante y muy sensible, bajo la presión del pulgar de Edward. El dedo corazón se hundía profundamente en el interior de su coño, arqueándose sabiamente para buscar su punto más sensible, y sentía el meñique juguetear peligrosamente con su cerrado esfínter. Betty Lou cerró los ojos por un momento, acuciada por una fuerte sensación de calor; la mejilla apoyada en el hombro de Edward.

― ¿Estás bien, querida? Te has puesto toda roja – le preguntó Barry, con su voz aflautada, cargada de acento londinense.

― S-sí… creo que ha… sido el vino…

― ¿Quieres tomar el aire? – le preguntó Edward, acariciándole la mejilla sonrojada.

― Creo que lo mejor sería irme a casa… me siento febril – se disculpó ella con la otra pareja.

― Por supuesto – casi corearon los demás.

Una vez a solas en el interior del coche, Edward, sin una palabra, volvió a meter su mano bajo la falda, pero, esta vez, la miraba directamente a la cara, observando su reacción. Betty Lou se derritió enseguida, necesitada del orgasmo que le había sido negado en el restaurante. Hundió su rostro en el pecho de Edward y gimió largamente mientras se corría. Todo fue muy discreto hasta llegar al apartamento de la modelo.

Esta vez, Edward se bajó y despidió a su chofer, diciéndole que pasaría la noche allí o que llamaría un taxi. En el ascensor, Betty Lou acarició con disimulo el bulto de la bragueta de su acompañante, en su deseo de comprobar su tamaño. El hombre reaccionó bajo su mano, intentando apartarse, pero ella le persiguió con una risita, lo que desató el juego entre ellos. Abrió la puerta del piso entre cosquillas y risas, para acabar besándose ardientemente apoyados contra la madera, al cerrar.

Ya no era el momento de hablar, sino de sentir y experimentar.

Betty se deslizó hasta el suelo, quedando de rodillas. Sus dedos volaron, retirando el cinturón, desabotonando la bragueta, hasta bajar el pantalón y el holgado boxer. El pene la esperaba, rígido e hinchado, con el glande amoratado por la excitación. Le pareció más gordo de lo que se había pensando, aunque no era largo. Una buena polla para chupar, pensó.

― Oh, Dios – jadeó Edward cuando ella lo enfundó en su boca. – Despacio… que hace mucho tiempo…

― ¿Desde que Marion murió no…? – preguntó ella, sacándose el pene de la boca.

― Desde mucho antes, cariño. Lo dejamos de hacer cuando enfermó.

― ¿Y no ha habido otra? ¿Una secretaria? ¿Una putilla? – le preguntó con picardía mientras daba lengüetazos al glande.

― Nadie. Solo mi mano.

― Pobrecito…

Y volvió a tragarla, esta vez por completo, hasta su garganta. Edward gimió y atrapó su rubia cabellera, en un intento de avisarla, pero no hubo tiempo. El chorro de semen llenó su boca y su garganta. Betty Lou tragó con delectación.

― Lo siento – susurró el hombre, apartándole el flequillo de los ojos.

― Es lo que buscaba. Estabas demasiado ansioso, Edward. ¿Una copa? – preguntó ella, poniéndose en pie, aún relamiéndose.

― Me vendría bien, claro.

― Sirve dos de lo que quieras – le señaló Betty el bar. – Me enjuagaré la boca.

Edward se dio cuenta de que llevaba aún el pantalón por los tobillos al echar a andar. Con una risita, se sacó las prendas y las tiró a un lado. Se quitó la chaqueta, que dejó sobre una silla, y sirvió dos vasos con Bourbon. Buscó hielo en el frigorífico y se sentó en el sofá. Betty apareció del cuarto de baño, totalmente desnuda, dejándole con la boca abierta. Como un adolescente, su polla respondió al estímulo, tomando consistencia de nuevo.

― Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás – la halagó sinceramente.

― Y tú eres el único hombre al que creo cuando dices eso – sonrió ella, sentándose a su lado y tomando uno de los vasos.

― ¿Tan evidente resulto? – bromeó él.

― Tu cuerpo no puede engañarme – señaló ella el erguido pene. – Y eso me halaga mucho, mucho… bébete eso que vamos a follar toda la noche…

Edward sintió el escalofrío que acabó poniéndole la polla más tiesa aún. Betty Lou no se parecía en nada a Marion. Su esposa, que en paz descansara, era muy comedida en sus muestras de afecto y en su propia procacidad. Nunca salió de sus labios una palabra tan vehemente como “follar”, ni se comportó nunca con esa muestra de lujuria que le sentaba tan bien a la modelo. Ni siquiera se exhibió jamás tan desnuda como lo estaba ahora Betty Lou; siempre había un camisón, un salto de cama, una bata, o una camisa…

Edward paseó su hambrienta mirada sobre el cuerpazo de la modelo, dejándose llevar por sus propios deseos. Estaba loco por hacer con ella todo aquello que no hizo con su esposa. Betty le quitó la copa de la mano, la dejó sobre la mesita y se montó a horcajadas sobre el regazo masculino. Sus ojos grises miraron al empresario desde arriba, atrapándole como una araña a una mosca. Sus labios se unieron, desatando, por primera vez, un increíble juego lingual mutuo. Parecían desesperados por saborear la boca del otro, en toda su plenitud.

Los dedos de la chica se ocuparon de quitarle la camisa y, luego, la camiseta interior. Al fin, quedaron ambos desnudos y apretujados sobre el sofá. Betty se alzó sobre sus rodillas, poniendo sus erectos pezones al alcance de la boca de su amante, quien no dudó de atraparlos y succionarlos con alegría. La mano de Betty bajó hasta la entrepierna del hombre, aferrando su miembro, que se frotaba enardecido contra su vientre. Lo apuntaló con pericia y se dejó caer lentamente sobre él, ensartándose cual mártir.

Bufó y jadeó al ensanchar su vagina con la presión del miembro. Por su parte, Edward se sintió en el cielo por traspasar tal ángel. Notaba como su glande se frotaba contra cada uno de los pliegues íntimos. Betty Lou le ayudó con la cabalgata, incrementando el ritmo. Subía sus caderas hasta casi sacar la polla de su sexo, solo para volverse a clavarse toda.

Abrazó la cabeza de Edward, aplastando su nariz y boca entre sus senos, en el momento de correrse. El empresario se dio cuenta de este hecho y detuvo la cabalgata, dejándola que recuperara el aliento. Lo aprovechó para levantarse, acabarse el whisky, y tenderle la mano para ponerla en pie.

― Vayamos a la cama – dijo él y ella asintió, sonriente.

Al entrar en el dormitorio, Betty Lou encendió la lamparita de la mesita de noche y apagó la lámpara central. Sabía que ningún hombre quería hacer el amor con ella a oscuras; todos querían verlas.

Normal, ¿no? ¿Usted se follaría a una modelo como esa a oscuras, para imaginar de nuevo a su esposa? Ni de coña.

Así que Edward se recreó con esa diosa que se acostó a su lado, besándola desde la cabeza a los pies, repasando cada curva, cada rincón, hasta que, finalmente, se dispuso a beber de la fuente de la Eterna Erección, o séase, el coñito. La comida de coño fue total y duró muchos, muchos minutos. Hizo que Betty se retorciera, chillara, y suplicara. Se corrió dos veces, teniendo sus dedos engarzados al plateado pelo de su amante.

Una vez satisfecho con su proeza, Edward buscó su propia satisfacción. Se instaló entre los mojados muslos de la modelo, la abrazó tiernamente, y enfundó su gruesa polla en la más clásica postura misionera. Su boca se apoderó de los labios femeninos, dejándola degustar sus propios efluvios.

Betty Lou se sentía enardecida, desatada, como ningún amante la hubiera hecho sentirse anteriormente. Movía su pelvis, haciéndola coincidir plenamente con el movimiento de Edward, haciendo que la polla llegase más profundamente. La boca del hombre se había pegado a su oído, se deslizaba por su cuello, mordisqueaba su hombro, a la par que sus embistes se prodigaban con fuerza. Ella gimió de nuevo, presintiendo otro clímax, y le arañó la espalda suavemente, haciéndole encabritarse prácticamente.

― Me v-voy a correr… ¿puedo hacerlo dentro? – musitó Edward.

― Si la sacas ahora, te la corto – respondió ella, atrayendo las nalgas masculinas con sus manos.

Con un bronco gruñido, Edward descargó en su vagina, en un par de espasmos. Sentir el semen en su interior detonó su propio y definitivo orgasmo. Subió las rodillas y cruzó los tobillos, abrazando la cintura del empresario, en un impulsivo reflejo de una buena hembra fértil. Suponía que Edward apreciaría el gesto, si se daba cuenta. No es que Betty Lou pretendiese quedarse encinta, pero era una cortesía hacérselo saber, sin duda.

Ambos quedaron sudorosos ya jadeantes, abrazados en mitad de la cama. Edward la besó en la frente y apartó una guedeja rubia que se empecinaba en meterse en sus bocas.

― Te confieso que no me esperaba esto esta noche – le dijo con una sonrisa.

― Bueno, no era algo que tuviera pensado – respondió ella, acariciando las nalgas masculinas –, pero me puse algo frenética viendo como tanto Barry como Danielle coqueteaban contigo.

― ¿Frenética de celosa?

― No, de cachonda – rió Betty.

Edward rodó a un lado, quitándose de encima de ella, y se incorporó sobre un codo, mirándola.

― ¿Te pone verme coquetear?

― A ti no, que lo hagan contigo. Eres tan inocente y tan pardillo, a pesar de tu edad, que me pone muy caliente ver como otras personas se insinúan.

― No me habías dicho nada…

― Hombre, no es algo para ir comentando en la cena, ya me dirás…

― Desde luego – se inclinó y la besó tiernamente en los labios. — ¿Qué otras fantasías tienes conmigo?

― Bueno, no sé si debería decírtelas…

― Insisto.

― Me encantaría meterte en una cama conmigo y con una o dos chicas más – los ojos de Betty Lou chispearon de morbo, al decir aquello.

― Vayamos poco a poco. Hoy hemos dado un paso importante – dijo él, tragando saliva.

― Sí, nos hemos acostado y vas a dormir en mi cama.

― Probaremos un poco más con esto y ya hablaremos de introducir más gente, ¿te parece bien?

― Perfecto. Otra cosa…

― ¿Qué?

― Lo de darme por el culito, ¿puede ser esta noche? – preguntó Betty Lou con voz ingenua y juguetona, dejando asomar una expresión de tremenda lujuria.

CONTINUARÁ…

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