Kimberly no la pasaba tan mal. A sus 22 años ya era conocida por todo el mundo, desde París a Nueva York como la Bella Australiana, la joven rica cuyo padre había hecho una fortuna en el negocio ganadero. La particularidad de Kimberly era que, en lugar de las fiestas y los convivios sociales, prefería arrear el ganado por los pastizales australianos.

A su padre le molestaba que su hija peligrara en aquellos largos viajes pero, dado su amor de padre, no se atrevía a contradecirla. Tras dos semanas de pastoreo, Kimberly leía una novela romántica en su tienda de campaña, ella y sus dos capataces se encontraban a solo un dia de la ciudad, el fin del viaje, cuando de pronto un deseo recorrió el cuerpo de la chica. Sin pensarlo dos veces salió de su tienda y respiro el aire frio de la noche y miró las estrellas, la noche era tan luminosa que podía ver claramente al capataz en turno que, montado en su caballo, cuidaba tranquilo al ganado que dormitaba apacible.

Kimberly sonrió y se dirigió a la tienda de campaña de los capataces, entró sin hacer el menor ruido y miró al otro capataz que dormía profundamente. La chica, rubia y hermosa, comenzó a desvestirse, siempre andaba en pantalones de cuero y camisas; ni siquiera con la vestimenta masculina podía esconder su belleza femenina. Totalmente desnuda se agachó y comenzó a desabrochar el pantalón del capataz. Comenzó a bajarlo hasta que este se despertó, se asustó un poco pero no pudo contener una erección inmediata provocada por la lengua de la chica que mojaba hábilmente su verga.

– ¡Señorita Kimberly! – dijo el capataz – estamos muy cerca de la ciudad, alguien podría vernos.

– No te preocupes – dijo Kimberly , sonriente mientras lengüeteaba el pene erecto del capataz – te aseguro que nadie nos vera.

El capataz no pudo más que ceder y comenzó a desabrocharse la camisa, Kimberly terminó de sacarle el pantalón y, apenas este se acomodó, se abalanzó sobre él. La verga del capataz entró con suma facilidad en el excitado coño de la chica. Kimberly disfrutaba cada embestida y se dejaba caer para insertarse hasta el fondo aquel falo. Ofrecía sus senos enormes al capataz que no dudaba en besarlos y chuparlos. Las nalgas de la Bella Australiana retumbaban en cada movimiento y su ano comenzaba a dilatarse, muy a tiempo porque el segundo capataz ya se había cerciorado de aquel evento y no dudo en unirse. Al poco rato, el segundo de los capataces se deshacía rápidamente de su ropa mientras Kimberly separaba sus nalgas, ofreciéndole su rosado esfínter.

El primero de los capataces no paraba de follarse a su patrona mientras el segundo de ellos lambia y babeaba el ano de la muchacha; sin más, dirigió su verga a la entrada y la insertó hasta la mitad, provocando que Kimberly se retorciera de placer. Poco a poco siguió entrando aquella verga hasta que por fin pudo tomar el mismo ritmo que el primer capataz y ambos se unieron de manera sincronizada en llenar de placer a la rubia. La chica se llenaba de orgasmos mientras sus capataces manoseaban su suave piel. Siguieron algunos minutos hasta que ambos capataces descargaron su semen en los orificios de su patrona.

Kimberly estaba tan satisfecha como fuera de si; embriagada de placer pidió al capataz que se pusiera de pie y les provocó a ambos una nueva erección. Arrodillada, comenzó a chupar las vergas de sus capataces mientras sentía el semen, aun caliente, chorrear entre sus nalgas y piernas, masajeó y chupó aquellos penes hasta que les provocó una nueva descarga de semen que succionó y tragó con gusto y así, sin mediar palabra alguna, tomó sus prendas, se puso de pie y salió a la fría noche hacia su tienda; Kimberly sonreía feliz de la vida.

A la tarde siguiente por fin arribaron a la ciudad y Kimberly saludó a sus padres y a sus hermanas y se dirigió inmediatamente al baño. Durante la cena, uno de los mayordomos recordó las cartas que le habían llegado a Kimberly durante su viaje y al finalizar la cena se las entregó. Kimberly busco entre esas la única que le interesaba: la de Madame Rosé; la encontró y la leyó. Como todas las cartas de Madame, esta era igual de corta y directa:

“Kimberly, querida, el velero está listo y las invitadas han recibido ya esta carta. ¿Es acaso que ya no nos acompañaras? Espero tu respuesta, mi niña, te esperamos. Con amor, Madame Rosé.”

Kimberly sonrió, no lo pensaría dos veces. A la mañana siguiente se alistaba ya, se embarcó en un buque y se dirigió a Estados Unidos. Algunas semanas después arribó a California, Estados Unidos, y fue recibida por, justamente, las tres principales organizadoras de aquel viaje que seguramente marcaria historia. Ahí estaban Madame Rosé, por supuesto, y la Baronesa Michelle y Miss Jennifer.

El proyecto del que tanto se hablaba fue sintetizado por Miss Jennifer: “lo que queremos dar a conocer, querida, es que, ese viejo mito de que causa mala suerte una mujer en el mar, desaparezca, y que mejor que un viaje transpacífico en velero tripulado solo por mujeres para dejarlo claro, ¿no crees Kimberly?”

A Kimberly le entusiasmaba aquel viaje y no tuvo que decirlo para dejar claro que aceptaba participar. Aun faltaba una semana para que el velero estuviese listo. Las tres mujeres eran viudas y adineradas y habían decidido aquel proyecto como algo simple; ahora, sin embargo, tenían en su tripulación a la valiente Kimberly; a Gina, una experta en navegación alemana y a Tiffany, una conocida viajera estadounidense que conocía varios idiomas y cultura. Por las demás se encontraban las hijas de Madame Rosé; Maggie, la dulce sobrina de la Baronesa y las hijas de Miss Jennifer. Desde luego también irían algunas sirvientas.

A la semana siguiente el viaje estaba listo y, sin importarles el escándalo provocado por aquel “patético viaje”, como era llamado entre la alta sociedad, las mujeres subieron al enorme velero de veinticuatro metros de eslora que conduciría Gina, suficientemente grande para un viaje de hasta un mes. Otro velero más pequeño, con más provisiones, acompañaría al velero grande durante todo el viaje.

La ruta que se seguiría era un viaje hacia la ciudad australiana de Brisbane, con una única escala en las islas Hawái para recoger provisiones. Los veleros partieron a principios del año de 1914 y el viaje prometía ser relativamente sencillo.

El velero más grande, Women, tenía un aspecto hermoso y era bastante muy veloz para su época, había sido financiado por las tres señoras y era bastante cómodo para transportar a sus doce ocupantes. El velero más pequeño, Little Girl, media tan solo diez metros de eslora y llevaba provisiones tanto de alimentos como agua. Tan solo llevaría a cuatro tripulantes: Kimberly, Tiffany y a las ayudantes de esta ultima: Susan y Kayla.

Kimberly se sentía fascinada por el porte de Tiffany, acompañada siempre por sus extrañas pero ciertamente bellas ayudantes, quizás por lo poco usuales que eran las personas de color para ella; por otro lado, Tiffany le parecía una rubia muy impactante además de hermosa, sentía una gran admiración por aquella mujer que había decidido viajar por todo el mundo. De cierta forma Tiffany le parecía un gran ejemplo a seguir y era un gran honor para ella el hecho de viajar juntas. Y así, alejándose de la costa, Kimberly sonreía al saber que era parte de una gran aventura.

Susan y Kayla prepararon con gran maestría el velero, no solo eran obedientes sino que mostraban una gran disciplina. Mientras Kimberly las miraba de reojo escuchaba la plática de Tiffany; ella le contaba de los grandes viajes que había hecho y esto le fascinaba a Kimberly.

En el otro yate, Charlotte y Juliete, las hijas de Madamé Rosé, no paraban de platicar con Maggie; del otro lado, Paula y Sandy, las hijas de Miss Jennifer, no paraban de preguntarle a las gemelas hindúes acerca de los rasgos y pormenores de aquellas lejanas tierras.

Mientras tanto, la Baronesa Michelle, Miss Jennifer y Madame Rosé, disfrutaban del viaje. Conduciendo se encontraban la hermosa alemana, Gina, y Lionel, la sirvienta africana de Madame Rosé.

La tarde cayó y, en el Little Girl, Kimberly disfrutaba manejando por fin el yate. Afuera le acompañaba Susan. Kimberly se sentía al principio incomoda por que una chica negra tan joven le estuviese guiando en manejar el yate pero pasado un rato comenzó a sentirse en confianza con la muchacha de apenas diecisiete años.

Kimberly sintió sed y dejo encargado el timón a la muchacha. Bajó las escaleras verticales y se dirigió hacia la recámara del yate, bajó los escalones pero antes de abrir la puerta alcanzó a escuchar un ruido y guardo total silencio. Se asomó por la ventanilla y alcanzó a ver las figuras de Kayla y Tiffany pero la figuró increíble lo que había sospechado ver; sin hacer ruido se dirigió a estribor y se agachó para poder ver a través de una ventanilla.

Kimberly se sorprendió, sobre el camastro se encontraba hincada, y completamente desnuda, Tiffany mientras bajo su vientre se guardaba la cabeza de su sirvienta negra, Kayla. La joven de diecinueve años mordía y lambia el coño de su patrona mientras esta, completamente excitada, restregaba su panocha húmeda sobre la cara de la negra. Tiffany se retorcía de placer y acariciaba extasiada sus tetas; Kayla, por su parte, se metía discretamente un dedo en su coñito rosado.

Tiffany se puso de pie y, recargándose en la cama sobre sus brazos, abrió sus piernas lo más que pudo. Kayla se puso inmediatamente de pie y busco algo en un buró. Kimberly pudo advertir entonces la belleza de ambas, especialmente el fascinante cuerpo de la chica negra. Kayla tenía un culo respingón y redondo, tal y como había escuchado hablar sobre las mujeres de color; además, sus tetas firmes y redondas, coronadas con unos pezoncitos rosas y tiernos, destacaban aun más la figura de la hermosa chica de diecisiete años.

Del buró Kayla extrajo una especie de roca o mineral muy liso, color negro. Kimberly estaba extrañada y no entendía nada, pero de pronto comprendió: aquel objeto tenia la forma de una larga y gruesa verga. La australiana jamás había visto una escena como aquella y se ruborizó al sentir que todo eso le excitaba. Se sintió extraña al sentirse atraída por la escena pero lo estaba disfrutando. Dentro, Kayla se puso de rodillas y dirigió sus carnosos labios a la entrada del ano de Tiffany quien despegaba sus nalgas con sus manos, ofreciendo su esfínter.

Kayla besó apasionadamente aquel asterisco mientras su mandamás mientras esta se tambaleaba su cabeza por el placer de sentir aquellos labios en esa zona tan sensible. Tiffany sonreía extasiada cuando de pronto sintió el placentero lengüeteo de Kayla, la negra empujaba su musculo lingual abriéndose paso por entre los pliegues de aquel cada vez más dilatado ano. Afuera, Kimberly estaba completamente mojada, su coño parecía rogarle por unos labios que lo chuparan y masajearan. No tardo en llevar su mano a su entrepierna y comenzar a escarbar entre la tela de su ligero vestido hasta lograr masajearse su húmeda panocha.

Kayla seguía explorando con su lengua el ano de Tiffany. De pronto su mano se dirigió al suelo y exploró debajo del camastro de donde saco una cubeta. Al escuchar el ruido de la cubeta, Tiffany subió al camastro y abrió sus nalgas lo más que pudo, ofreciendo completamente su ano. Kayla sumergió objeto negro en forma de verga, que en realidad se trataba de una poca común pieza de muy bien pulida obsidiana, en la cubeta. Con el dildo de obsidiana húmedo, la negrita dirigió la punta hacia el ansioso ano dilatado de Tiffany. Aunque el dildo entraba con relativa facilidad, la rubia no paraba de gritar de placer; también Kayla estaba muy excitada pues los dedos de su mano izquierda no paraban de entrar y salir de su coño. Afuera Kimberly también se masturbaba mientras la noche caía. Adentro, Kayla ya realizaba el ir y venir de aquel dildo mientras la rubia se retorcía de placer.

Tras unos minutos de alocados orgasmos, Tiffany se puso de pie, totalmente satisfecha y puso de pie a la negrita para después acostarla sobre el camastro y, sin más, dirigió su cara directamente al urgido coño de Kayla. La negrita pareció respirar de alivio al sentir los labios de Tiffany en su excitada concha. La raja rosada de la negra estaba tan mojada que la rubia aprovechó para beber sus ricos jugos. Kayla estaba totalmente entregada a su patrona que la llenaba de placer con su hábil lengua y sus experimentados labios. De vez en cuando la negrita se retorcía de placer mientras sus jugos resbalaban entre sus nalgas y su clítoris era besado apasionadamente por los labios de Tiffany. Afuera, Kimberly se había provocado ya dos orgasmos y solo entonces comprendió la situación y se puso de pie inmediatamente para regresar con Susan. Subió las escalerillas y llego con Susan que seguía guiando apaciblemente la embarcación, ignorante de lo que sucedía abajo. Kimberly no solo se quedó con sed sino que también quedo un tanto excitada pero, más que nada, impresionada por lo que había presenciado aquella noche

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