La certeza que en unas pocas horas iban a ver a esa mujer provocó en mis hindúes una desaforada actividad y al terminar de santificar nuestro matrimonio, ni siquiera me dejaron seguir tumbado en la cama porque según ellas tenían mucho que hacer.

            ―Pero si hemos quedado a las nueve de la noche― protesté mirando el reloj al verme obligado a levantarme.

―Nuestro amado marido nos ha pedido que estemos guapas y eso es lo que vamos a hacer― contestó la mayor de mis esposas mientras a rastras me llevaba a la cocina.

Por mucho que traté de hacerlas entrar en razón diciendo que todavía faltaban diez horas, no dieron su brazo a torcer y poniéndome por primera vez solo un café para desayunar, me dejaron solo.

«Están nerviosas y no quieren fallar»,  reflexioné divertido al analizar su actitud: «Ana las ha deslumbrado y saben que no soportarían perderla otra vez».

Confirmé ese extremo al volver al cuarto, al encontrármelas en el baño depilándose y muerto de risa señalé que se dejaran al menos un pequeño oasis de selva entre sus piernas, pero entonces Dhara separando sus rodillas contestó:

―Llegas tarde, sabemos que en Europa el pelo no está de moda y nos lo hemos quitado todo.

Aluciné al comprobar que no iba de farol y que los pliegues de su sexo se habían convertido en un solar vacío. Aunque me agradó observar la belleza de su juvenil coño sin nada que lo ocultara, aproveché para criticarla en broma y fue entonces cuando comprobé cómo habían cambiado al oírla contestar:

―Te aguantas, hoy no es tu día. Sabemos que Ana lo lleva totalmente rasurado y así lo vamos a llevar.

Mi pene dio un respingo al imaginarme a esa rubia desnuda y sin un pelo. No lo había pensado, pero tampoco me pareció raro. Lo que si me resultó novedoso fue que cualquiera de ellas dos me llevara la contraria y me pusiera en mi lugar. Esto lejos de molestarme, me alegró porque lo vi como un paso más en su evolución.

«Tendré que acostumbrarme a que cada día sean más occidentales», sentencié.

La propia Samali con sus palabras ratificó mis pensamientos al tutearme:

―Eduardo, ¿te importaría desaparecer hasta la hora de comer? Contigo chismeando por aquí nos haces perder el tiempo.

Esa frase tan normal en una española me pareció casi un sacrilegio en sus labios y por ello, contesté:

―Ya veo que sobro― y demostrando mi enfado, les solté mientras desaparecía por la puerta: ―No me esperéis a comer.

Ya en el coche, llamé a mi hermano y aprovechando que los viernes terminaba a las dos, le invité a comer.

―¿Solos tú y yo?― preguntó con la mosca detrás de la oreja.

―Sí, joder. Me apetece un chuletón y si llevo a las hermanitas terminaré comiendo verdura― respondí falseando parcialmente la verdad.

Y digo parcialmente porque llevaba casi un mes sin hincar mis dientes en un trozo de humeante carne y solo pensar en sentir sus jugos recorriendo mis papilas, me hizo añorarlo más. Javier se creyó mi excusa y asumiendo que mi larga estancia en el extranjero me hacía desconocedor de la buena cocina madrileña, eligió el restaurante:

―No vemos en el Asador Donostiarra.

Tras lo cual, intentó explicarme como llegar, pero cortando su perorata mosqueado, contesté:

―¡Joder! ¡Sé llegar! A menos que hayan cambiado de local y no lo creo porque llevan en Infanta Mercedes al menos cuarenta años.

Con tiempo de sobra para llegar a mi cita, decidí pasarme por las oficinas centrales de Sanitas, una compañía de seguros médicos, y dejar allí un curriculum, pero lo que en teoría no me iba a llevar tiempo, se prolongó mucho al tener que rellenar una solicitud de empleo. Por eso cuando llegué al restaurant, Javier ya me estaba esperando en la barra.

            Como un adicto con mono, nada más llegar a su lado, pedí al camarero un plato de jamón de jabugo y una ración de foie casero.

            ―Vienes con hambre― comentó mi hermano al verme engullir trozo tras trozo sin hablar.

            Con la boca llena de esas magníficas proteínas animales, respondí:

            ―No sabes lo que es sentirse un puto conejo.

            Descojonado por mi desgracia, trató de quitarle importancia hablando de lo buena que era esa dieta para el colesterol.

            ―¡Mis cojones! Estate un mes a pura hierba y luego hablamos― repliqué y sirviendo un buen pedazo de paté, me lo comí con lágrimas en los ojos de lo bueno que estaba.

Llorando de risa, insistió diciendo que no me quejara y que el noventa por cierto de los hombres aceptaría gustoso el privarse de la carne por tener como esposas a esas dos monadas.

―¿Qué cojones tiene que ver? Acaso les prohíbo su puñetera soja, ¿por qué tienen que vetar los sangrientos y jugosos bistecs en casa?

―¿Será porque las vacas son sus animales sagrados?― respondió erigiéndose en el abogado defensor de sus cuñadas.

Tanto mi hermano como yo sabíamos que esa discusión era una pantomima y por eso cuando nos sentamos a la mesa, se rio cuando llegó a nuestra nariz el olor de la parrilla. Apiadándose de mí, directamente pidió como plato fuerte el chuletón especial de la casa y solo me dio opción de elegir otro entrante:

―Perdiz escabechada― contesté saboreándome de antemano.

―No me jodas que tampoco te dejan comer pluma.

Sonriendo de oreja a oreja como un niño que acabara de hacer una travesura, respondí:

―Ni pluma, ni pelo ni nada. Son vegetarianas estrictas y en los supermercados ni siquiera pasan por la zona de la carne, porque les da asco.

―O sea que lo más cerca que has estado de un filete, es cuando por televisión ves una vaca― comentó muerto de risa. 

―Tu ríete, pero todo se contagia y no te extrañe que un día María te llegue diciendo que se ha vuelto animalista.

Sospechando que no era algo impensable, pidió una botella de rioja diciendo:

―No hay que preocuparse teniendo a mi hermanito para que me pervierta. Ahora bebamos y pongámonos ciegos no vaya a ser que vengan épocas de carestía.

Confieso que me sentía en la gloría y haciendo un paréntesis, disfruté como un enano chupando los huesos de ese pájaro mientras lo regaba con un buen caldo.

―Estoy en el paraíso― sentencié relamiéndome con solo pensar que nuestro pedido ya debía de estar sobre las brasas.

Javier creyó ver una queja y comportándose paternalmente me preguntó por mi vida de casado.

            ―Estupendamente― y viendo que estaba preocupado, le aclaré que estaba encantado con mis esposas, aunque también le reconocí que nos estábamos acomodando a nuestra nueva vida y como él me había dado entrada, le expliqué que para ellas todo era nuevo. Y como ejemplo, le conté lo ocurrido cuando me pidieron que las llevara de compras y yo les ofrecí sacarles tarjeta de crédito para que fueran más independientes. Por descontado queda que me abstuve de hablar de Ana y menos de la extraña obsesión que Samali y Dhara sentían por ella.

            Javier esperó a que terminara de hablar para decirme:

            ―Creo que hiciste bien, pero te aviso, ¡ten cuidado y no las fuerces! Piensa que muchas de nuestras costumbres chocan directamente con su moral y si te dedicas a demoler las bases con las que fueron educadas, puedes crear un problema de difícil solución.

            ―Explícate.

Tomando unos segundos, me soltó:

―Puede que suele políticamente incorrecto, pero ahora tus quejas consisten en que son demasiado orientales y que dependen demasiado de ti, pero no vaya a una mañana te despiertes y no reconozcas en ellas a las mujeres de las que te enamoraste.

Su punto de vista tenía mucho sentido, pero tras analizar los pros y los contras, supe que tenía que correr el riesgo. Deseaba unas compañeras con las que envejecer y no unas criadas que me sirvieran. Lo que todavía no sabía cómo y dónde encajar a la rubia. Por una parte, si ya de por sí era complicada mi vida con dos, con tres podría resultar un suplicio y suponiendo que Ana se sumara de buen grado, ¿cuál sería su papel? No en vano si en mis esposas se estaba produciendo una cierta occidentalización, supuse que, llegado el caso, en la española se podía dar el efecto contrario y recogiera algún aspecto de la cultura de Dhara y Samali.

La llegada del kilo y medio de chuletón evitó que me siguiera reconcomiendo con ese tema. En cuanto el camarero lo dejó sobre la mesa, cogí tenedor y cuchillo y me lancé sobre él como si no hubiese comido nada en una semana.

―Joder, ¡qué rico!― exclamé y mirando a mi hermano, solemnemente le pedí que al menos una vez a la semana quedáramos para disfrutar de esa orgía carnívora.

Descojonado me imitó y con la boca rebosante de ese manjar, contestó:

―Disfrutemos mientras mis análisis y tus mujeres nos dejen…

Dos horas más tarde y con el estómago lleno, volví a mi hogar con la sana disposición de seguir siendo un perverso come-animales por mucho que las hindúes se cabrearan con ello. Todavía faltaban tres horas para nuestra cita y deseando hacer algo tan español como echarme una siesta, subí hacia mi cuarto. Ya tenía la manija de la puerta en la mano cuando oí a Samali comentar a su prima desde el interior de la habitación que esa noche debían esmerarse y conseguir que Ana se metiera en mi cama.

―Ya lo sé, no seas pesada. Sé lo importante que es para nuestro marido tener alguien con quien compartir su modo de ver la vida. Yo tampoco quiero descubrir que se ha convertido en el típico esposo de nuestro país. Me gusta que nos trate como a personas y no como a cosas.

Samali le replicó que tampoco podían ser unas hipócritas porque a ambas les volvía locas cuando me comportaba como un hombre dominante y recalcando ese punto, le comentó que el momento más feliz de su vida había sido cuando la mordí el cuello marcándola como mi esposa.

La juvenil risa de Dhara resonó entre las paredes del chalé para acto seguido decir:

―Nuestro marido no debe enterarse que somos un par de putas, pero te tengo que reconocer que lo que a mí me pone a cien es que me dé azotes mientras me toma.

Contagiada de su alegría, la mayor tampoco se midió al decir:

―Y qué me dices de nuestra futura compañera, ¿no te apetece ayudar a nuestro hombre cuando esté sobre ella? Te juro que desde que la conocí no pienso en otra cosa que morder esas tetas blancas mientras él se la folla.

Desde la puerta escuché que Dhara respondía:

―A mí me ocurre algo parecido, se me hace la boca agua al pensar que voy a poder probar, en su coñito, la semilla de nuestro dueño y señor mezclado con flujo― y soltando una nueva carcajada, exclamó: ― ¡Prima! ¡Quién nos iba a decir cuando éramos niñas que íbamos a tener una mujer y un marido españoles! 

Sabiendo que nunca debían enterarse de que las había oído, di la vuelta sobre mis pasos y salí de la casa para asimilar esa información. Aunque ya sabía de sus gustos, oír de sus labios lo mucho que les gustaba el sexo duro me perturbó, pero lo que realmente me había sorprendido es que estuvieran preocupadas porque me orientalizara.

«¡Temen lo mismo que yo, pero al revés!», pensé, «Mientras a mí me aterra que se transformen en españolas, a ellas les da pavor que me trasmuté en indio».

Tampoco me dejó impasible confirmar que, aunque la razón principal de elegir a Ana era que no me orientalizara en exceso también que una vez habían descubierto la sexualidad esas dos se sentían atraídas por Ana y aunque exteriormente solo reconocían una posición auxiliar, me quedó clarísimo que terminarían disfrutando de esa rubia, aunque yo no estuviera presente.

Esperé diez minutos antes de volver a entrar y para que no sospecharan nada, desde el vestíbulo avisé de mi presencia. Las hindúes bajaron corriendo a saludarme y preguntarme que tal había comido.

―Muy bien pero no me preguntéis el qué, ¡no os gustaría mi respuesta!…

Capítulo 13 Somosaguas

Aunque parezca raro, esas dos me dejaron dormir. Estaban demasiado ocupadas preparándose mientras escuchaban música de su país. Lo cierto es que gracias a la comilona y al vino que había bebido para bajarla, me quedé como una piedra hasta que, pasadas las ocho de la tarde, Dhrara se acercó a despertarme.

            ―Amor mío, es tarde y tienes que arreglarte.

            Que me tuteara incluso cuando estábamos solos, me alegró y cogiéndola del brazo, la tiré a mi lado sobre la cama. Entre besos, aproveché la información que involuntariamente me había dado descargando un suave azote sobre una de sus nalgas. El gemido de placer con el que respondió a esa caricia ratificó lo que le había dicho a su prima y acercando mi boca en su oído, la susurré que se pusiera en posición de perrito para hacerle el amor.

            Debatiéndose entre el deseo y el deber, me contestó mientras se apartaba de mí:

            ―Ahora no podemos, pero te juro que esta noche seré yo quien te recuerde esa promesa. Levántate que tu futura esposa nos espera y no debemos llegar tarde.

            Con mi entrepierna protestando y a regañadientes me metí en la ducha. Sabía que era lo correcto, pero aun así no pasaría nada si llegábamos a las nueve y cuarto.  Haciéndoselo saber, la más joven de mis esposas contestó:

            ―Mi marido es un mentiroso. Él sabe mejor que nadie que si empezamos, no hay quien lo saque de la cama en una hora.

            Asumiendo que no había nada que hacer, terminé de ducharme y al salir ya tenía la ropa que me iba a poner preparada y a Samali, esperando. Comprobé que venía maquillada y que incluso se había retocado el lunar rojo de su frente como si quisiera dejar claro con el bindi que estaba casada.

Sin que tuviera que pedírselo, empezó a secarme mientras me decía:

            ―¿Recuerda lo bien que salió cuando antes de la visita de su cuñada le pedí que nos siguiera la corriente?

            ―Perfectamente, haciéndoos las niñas buenas, engañasteis a María y ella os aceptó.

            ―Pues quiero pedirle lo mismo, que nos deje actuar. Nosotras conocemos mejor a Ana y creemos saber cómo convencerla.

            ―De acuerdo― contesté― pero recuerda que le he dado mi palabra de que no nos acostaremos con ella.

            En plan enigmático y sin quererme revelar ningún otro detalle de su plan, respondió mientras me ayudaba a vestir:

            ―En eso confío― tras lo cual, me informó que se tenía que ir a terminar de preparar y saliendo del cuarto, se fue con su prima.

Mirando la hora, vi que todavía faltaba veinte minutos para tener que marchar y decidí que tenía tiempo de tomarme una cerveza mientras las esperaba.

«No comprendo cómo hay gente que no le gusta», murmuré saboreando el primer sorbo de esa maravilla que los alemanes se sacaron de la manga por la edad media.

Sentado en el sofá, me puse a tratar de averiguar que había planeado Samali y digo Samali porque me constaba que ella era la cabeza pensante de las dos, la maquinadora.

«Mientras Dhara es todo alegría y se la ve venir, con la mayor hay que tener cuidado. Siendo una buena mujer, no puede evitar el intentar manipular a su entorno», pensé mientras buscaba una pista del comportamiento que iban a tener durante la velada.

Y recordando que, al contrario de esa noche, desde que vivíamos en España había reducido notablemente el colorido de su maquillaje, di por sentado que el azul de sus párpados y su renovado bindi debían ser parte de su plan. Al rato en cuanto las vi bajar ataviadas con Sari, advertí que no me había equivocado y menos al comprobar que incluso llevaban un velo, cubriéndoles el rostro.

«Vestidas así enfatizan su origen. Por alguna causa, quieren recalcar a Ana que no son como ella y que su cultura es diferente», sentencié mientras admiraba lo bellas que eran y sabiendo que a las mujeres hay que amarlas sin intentar comprenderlas, las piropeé al modo de sus paisanos, comparándolas con la diosa de la felicidad:

―Parecéis la reencarnación de Sati.

Siguiendo con su papel, Dhara me lo agradeció diciendo:

―El soporte de nuestro hogar exagera.

Definitivamente supe que esa noche mis esposas iban a ser las que conocí en la India,  sin mostrar los cambios que en sus mentes se habían producido desde que vivían conmigo.

«Me parece perfecto, ¡ellas sabrán por qué lo hacen!», me dije para acto seguido actuar como haría uno de sus paisanos. Sin esperarlas ni abrirles la puerta, me subí al coche.

La urbanización de Somosaguas estaba relativamente cerca y por eso con la ayuda de un navegador, en menos de diez minutos llegamos a la entrada de Ana. No me extrañó viendo el coche que conducía que esa mujer viviera en semejante casón, pero lo que no me esperaba que cuando tocamos al timbre fuera un mayordomo quien nos abriera.

            ―Se nota que no pasa penurias para llegar a fin de mes― susurré al oído de Samali.

            Sonriendo, contempló el enorme salón y devolviéndome la confidencia preguntó en voz baja:

            ―¿Existe alguna traba en la cultura española para que el hombre vaya a vivir a casa de la mujer? Se lo digo porque es impresionante. Ya me imagino a nuestros hijos corriendo por aquí.

            ―Ninguna― contesté muerto de risa― pero no te anticipes, todavía hay que convencerla.

            Entornando sus ojos, replicó:

            ―¿Tiene mi señor alguna duda que sus amadas esposas van a conseguir que esa muchacha se va a ver obligada a rogar que la acepte como parte de nuestra familia?

            Estaba a punto de soltarle una fresca cuando de improviso vi entrar a nuestra anfitriona por la puerta. Mi respuesta se quedó atorada en mi garganta al contemplarla.

            «¡Viene vestida con un sari!», exclamé mentalmente sin entender nada.

            En cambio, mis esposas acogieron a la recién llegada al modo típico de su país, es decir con una suave reverencia mientras juntaban las manos. La rubia las imitó y acercándose a mí, me saludó sin tocarme, tras lo cual, mirando a las primas, preguntó:

            ―¿Lo he hecho bien?

            ―Perfectamente― respondió la mayor― ¡estás guapísima!

            ¡Sí que lo estaba! Es más, os juro que, en ese momento, no podía dejar de babear e incapaz de decir nada, me quedé callado mientras Ana les daba las gracias por haberle enviado esa ropa. Interviniendo, Dhara me pidió que diera mi opinión mientras obligaba a la muchacha a modelar ante mí.

            Gracias a que las musas tuvieron piedad de mí y me dictaron la respuesta, porque a mí solo sin su ayuda jamás se me hubiese ocurrido contestar:

            ―Ya puedo decir que mi vida está completa. Pocos hombres han tenido la fortuna de ser bendecido con algo tan bello como vosotras tres.

            Supe que esa elaborada lisonja había cumplido su objetivo al ver que se ponía colorada pero cuando realmente sus mejillas adquirieron un rojo intenso fue al escuchar a Samali decir:

―Amado nuestro, usted no es consciente que se queda corto, pero sus esposas ¡sí!― y haciendo una pausa, comentó señalando a la dueña de esa casa: ―Somos testigos que la Diosa otorgó a esta dulce criatura el cuerpo más impresionante que jamás ha existido sobre la faz de la tierra. Cualquier hombre o mujer que la contemplaran desnuda, sin duda caería rendido a sus pies.

Interviniendo, Dhara recalcó con una sonrisa:

―Su piel es suave como la seda, sus pechos son duros y su trasero en forma de pera es fruta madura digna de ser mordisqueada por un paladar experto como el de usted… ―no pudo terminar porque su ligera risita se convirtió en risotada.

Su prima tampoco pudo aguantar y a carcajada limpia,  ambas se acercaron a ella. A Ana le costó unos segundos comprender que había sido objeto de una broma y uniéndose a las hindúes, les soltó:

―¡Sois una perras! No sabéis el corte que me habéis hecho pasar― y olvidando la afrenta las abrazó muerta de risa.

Desde mi posición, pude observar el cariño con el que se saludaron esta vez al modo occidental, es decir con dos besos. Asumiendo que esa noche mi función era dejarme llevar, aproveché que no me miraban para recorrer las sensuales curvas de las tres y con mi corazón a mil por hora, dudé que fuera capaz de mantenerme al margen puesto que en ese preciso instante lo que realmente   me pedía el cuerpo era juntarme con ellas y abrazarlas.

Afortunadamente, la mayor de las primas me pidió que me acercara. Cómo comprenderéis, no puse objeción y las envolví entre mis brazos, sin saber que al hacerlo iba a sentir los pezones erizados de la española clavándose contra mi pecho. Mi pene al notarlo se alzó bajo mi bragueta. Mi erección era tan ostensible que no le pasó inadvertida pero la rubia en vez de retirarse frotó disimuladamente su entrepierna contra mi sexo mientras me comía con los ojos.

Su acción me abrió la puerta y dejando caer la mano por su cintura, juzgué por mí mismo esos cachetes que tanto habían piropeado. 

―¡Menudo culo!― murmuré en voz alta sin darme cuenta.

Samali que estaba a mi lado, lo escuchó y lejos de molestarse, me guiñó un ojo dando muestra de su aprobación. En cambio, la pequeña fue menos discreta y magreando también ella el trasero de Ana, me dio la razón diciendo:

―Ya le había dicho que tenía forma de corazón.

Nuestra anfitriona demostrando que tenía bien humor y que ese sobeteo no le había molestado, comentó mientras se daba la vuelta para que pudiésemos admirar la perfección de sus glúteos:

―No fue así, dijiste que mi culito era una pera digna de ser mordisqueada― y mirándome a los ojos, preguntó: ¿Corazón o pera? ¿Tú qué opinas?

Su descaro me permitió hacer algo que llevaba soñando. Cayendo en la tentación, puse mis manos en sus caderas y sin prisas durante un minuto manoseé sus nalgas para acto seguido decir:

―Definitivamente tiene forma de pera.

Ana apenas pudo celebrar su victoria porque el minucioso examen al que la había sometido la había sofocado y con la respiración entrecortada por la excitación, solo alcanzó a pedirnos que pasáramos al comedor. La pequeña tampoco se mostró dolida por la derrota y dando muestras de su permanente alegría, la acompañó a través del salón.

Samali aprovechó que nos habíamos quedado solos para recriminar mi comportamiento, aduciendo que había quedado en dejar que ellas llevaran la iniciativa. Al quejarme que no había podido evitarlo, me soltó:

―¿No te das cuenta de lo mucho que la has excitado? ¡Ha estado a punto de correrse! Es demasiado pronto. Nuestro plan consiste en irla calentando poco a poco hasta que la presión sea demasiado para ella y nos ruegue que la permitamos convertirse en tu esposa.

Escuchar que la había puesto como una moto, me alegró, pero admitiendo que me había pasado, le prometí que no volvería a ocurrir y que me comportaría.

―Eso espero― contestó y acercando sus labios a mi oído, susurró: ―No debía decírtelo, pero me ha mortificado verte manoseando a esa putita cuando todavía no es nuestra esposa― y recalcando sus palabras, pasó su mano por mi pernera deteniéndose en mi paquete.

―Perdona, pero no te entiendo.

―Amado mío, sé que hemos quedado en seducir a Ana, pero hasta que se una a nosotros, se me revuelven las tripas pensando que nos eres infiel…

Capítulo 14 La cena

Ya sentado en la mesa, no pude de dejar de pensar en las palabras de Samali y confieso que me costó entender que no eran celos, sino parte de su educación. Me constaba que deseaba e incluso me alentaba a dar ese paso, pero al mismo tiempo la estricta moral en la que había sido educada, le hacía sentir como una afrenta que tocara a la que todavía consideraba una extraña.

            «Está claro que tendré que pasar por el altar antes de ponerle la mano encima», resolví al observar que hasta nuestra posición en la mesa reafirmaba ese detalle, ya que las primas habían resuelto dejar a la anfitriona entre ellas y a mí enfrente.

            No poniendo ningún, pero, cogí la servilleta, pero entonces al verlo Dhara me la quitó de las manos y se encargó de extenderla entre mis piernas.  Ese acto sorprendente para una occidental era algo normal en mi hogar y Samali que se había percatado de la extrañeza con la que Ana miraba a su prima, le comentó:

―Una buena esposa atiende a su marido.

La muchacha educada de otra forma hizo saber su disconformidad diciendo que eso era machista pero entonces sonriendo, mi esposa le contestó:

―Te equivocas, es algo recíproco. Nosotras cuidamos a Eduardo y él nos mima a nosotras. No es una obligación, nos sale del corazón― y viendo que no la había convencido, insistió: ―¿Acaso te parece un acto reprensible que sea él quien cargue con la compra?

―Para nada, eso es educación― dijo menos segura de su primera actitud― los hombres son genéticamente más fuertes.

―Pues en nuestro país también es educación evitar que los torpes de nuestros maridos… ¡se manchen la ropa!― respondió en plan de guasa.

El regocijo con el que la rubia acogió esa pícara respuesta confirmó que ya no tenía reparos y más cuando con tono alegre, le pidió si podían comportarse conmigo como harían si no estuviese ella en frente.

―¿Por qué quieres eso?

―Me encantaría aprender cómo debería actuar si algún día me caso con…un hindú.

Ni a las primas ni a mí nos pasó inadvertido que Ana se había dado cuenta de lo que iba a decir y que tratando de no meter la pata cambió sobre la marcha diciendo “hindú”  donde iba a decir mi nombre.

Como la manipuladora innata que era, Samali replicó:

―Si te parece bien, esta noche Dhara se ocupará ella sola de atender a nuestro marido mientras yo te explico cada paso y su razón de ser.

 Habiendo sido testigo de esa conversación, no tuve que ser ningún genio para comprender que Dhara iba ser mucho más complaciente de lo que se le exige en su país a una buena esposa y por ello me preparé para que no se notara que incluso a mí me sorprendía.

La primera prueba a mi capacidad de autocontrol fue cuando una vez la sirvienta había puesto el primer plato en la mesa y antes de siquiera tocarlo, escucharla recitar una oración:

―Agradezco a los Dioses que hayan aceptado incrementar nuestra familia y a nuestro amado marido por haberlo hecho posible al fecundar mi vientre…

―¡Qué has dicho! – exclamé perdiendo la compostura y sin poder aguantar pregunté casi a gritos si estaba embarazada.

La chavala me devolvió la sonrisa más dulce de la que nunca había sido objeto y bajando su mirada, contestó:

―Sí, mi amor. No hemos querido decírtelo antes, pero esta mañana me he despertado vomitando y me he hecho la prueba. ¡Vas a ser papá!

Mi corazón dio un vuelco y a pesar de nunca haberme planteado el ser padre, me sentí feliz y abrazándola, la besé sin importarme que hubiese público mirando. Samali que se había mantenido en segundo plano, se levantó de su silla y llegando hasta nosotros, se arrodilló a nuestros pies diciendo:

―Esposos míos, hoy es el día más feliz de mi vida porque voy a ser madre a través de mi esposa y compañera. Juro desde este momento que el hijo nacido de Dhara será para mí como si hubiese salido de mis entrañas.

―Levántate esposa mía― respondió su prima y demostrando un cariño nada fraterno la besó en la boca para acto seguido decir: ―Esta noche, nuestro marido y yo te haremos el amor rogando que tu vientre nos dé un nuevo hijo que juegue con el que ya viene en camino.

Ana, que se había quedado paralizada ante esa noticia, no pudo reprimir su sorpresa al darse cuenta de que había malinterpretado la relación que unía a sus invitados y que donde ella había supuesto que era un hombre con dos esposas, se dio cuenta que era una especie de triángulo donde Samali y Dhara también eran esposas entre ellas. Tras unos segundos de estupor, se levantó también y nos felicitó a los tres por nuestra futura paternidad.

Tuvo que ser la futura madre la que reestableciera la tranquilidad al preguntar si no cenábamos, diciendo:

―Tengo hambre.

Al escucharlo, rápidamente le acerqué la silla para que se sentara y la mayor de las primas usó ese acto para sondear a Ana si eso le parecía también un acto de machismo. Al negarlo, usó su respuesta para atacar la postura inicial de la rubia diciendo:

―Lo ves, a Eduardo nadie le ha obligado a hacerlo, nació de él el mimar a nuestra esposa.

Advertí que había subrayado con la voz el “nuestra” para que afianzar en la mente de la dueña de la casa que éramos un trio y que, si algún día ella entraba a formar parte de nuestra familia, no seríamos tres mujeres bajo mi mandato sino un único ser con cuatro miembros.

Ana se quedó pensando y con mucha vergüenza, se atrevió a preguntar:

―¿En serio no hay distinción?

Samali alcanzó a ver el verdadero significado de su duda y riendo contestó:

―Sí, al igual que amo a mi marido, también amo a mi esposa. No es una cuestión de género. Para mí Dhara no es una mujer ni siquiera mi prima,  es mi eterna compañera. Deseo compartir con ella mi cuerpo y así lo hago.

Supe al ver que esa revelación la había excitado al observar que bajo su blusa habían hecho su aparición dos pequeños volcanes y queriendo incrementar la presión que en ese momento sentía esa mujer entre sus piernas, comenté:

―No te haces una idea de lo diferente que es sentir dos manos acariciándote a que sean cuatro. ¡El placer se multiplica!

No me cupo duda de que en su mente se había formado la imagen de ella desnuda recibiendo mis caricias y las de las dos primas a la vez, porque la vi morderse los labios mientras trataba de evitar cerrando las rodillas que notáramos su calentura.  Echando leña a la hoguera que ya era su cuerpo, Samali le acarició el cuello mientras le decía si le parecía tan difícil de entender.

Casi llorando al verse sumergida en el deseo, pegó un gemido antes de contestar:

―Me parece demasiado perfecto.

―¡Lo es!― intervino diciendo Dhara: ― Pero qué tal si cenamos, tengo que alimentar a mi pequeño.

Compadeciéndome de ella, cogí un palito de zanahoria y mojándolo en salsa se lo acerqué a la boca. Mostrando un sensual descaro, separó sus labios y dejó que le metiera un pedazo antes de cerrar sus dientes. Hasta a mí me pareció erótico pero lo que no me esperaba es que me imitara con la persona que tenía a su izquierda. Ana atrapada por la situación y totalmente colorada, abrió su roja boca mordiendo el vegetal.

―Yo también quiero― protestó Samali al ver que la rubia no hacía lo mismo con ella.

Nuestra anfitriona cayó en el juego y cogiendo de la fuente un trozo alargado de pepino, lo embadurnó en la salsera para dárselo sin esperarse que su agradecida amiga se lo metiera entero y aprovechara el momento para chupar también sus dedos.

―Eres una cabrona― musitó descompuesta al sentir la lengua de la hindú lamiendo los restos de la salsa que tenía entre sus yemas.

Riendo y sin hacer caso al insulto, la mayor de mis esposas reinició la rueda dándome a comer en la boca. Comprendí que Ana había tomado un camino sin vuelta atrás cuando, al llegar el turno donde Dhara era la encargada de alimentarla,  no se cortó y exagerando su actuación hizo como si en vez de una verdura lo que la hindú introducía en su boca fuera un pene y cerrando sus labios, comenzó a mamarlo antes de comérselo.

«¡Ojalá fuera el mío!», deseé al ver la escena y mi propia calentura hizo que al llegarme a mí la vez, cambiara las reglas del juego.

Tomé un sorbo de vino y acercándome a mi pequeña esposa, deposité en su boca parte del líquido.

―Esto no puede ser normal ni en la India― protestó la española al ver que Dhara cogía su copa.

Ésta, muerta de risa, la replicó:

―Sabes que estoy embarazada y que no puedo beber, dejarás que beba más o tomarás lo que a ti te corresponde― y sin darle tiempo de contestar, tomó un sorbo y la besó traspasando el vino a ella.

Al hacerlo, unas gotas cayeron por su barbilla y la perversa muchachita incrementó la turbación de su víctima, recogiéndolas directamente con la lengua.

―Si creéis que me voy a cortar otra vez es que no me conocéis― Ana exclamó.

Queriendo demostrar que ella también sabía jugar duro, tomó a Samali y cogiendo directamente la botella, se llenó la boca de vino para acto seguido, juntar sus labios e irla dando de beber mientras la acariciaba. Pero al contrario de lo que había hecho la prima con ella cuando ya no le quedaba nada que dar, usó su lengua para comprobar que se lo había bebido.

«Tiene carácter, pero eso va a ser su perdición», comprendí al advertir que el sudor había hecho su aparición entre sus pechos, señal clara que al besar y ser besada por dos mujeres se había visto afectada.

            Lo que no me esperaba fue comprobar que Samali no le iba a la zaga al observar un intenso brillo en sus ojos que supe reconocer como el que siempre tenía cuando me pedía que le hiciera el amor y temiendo que la calentura de mi esposa diese al traste con nuestro plan, comenté:

            ―Será mejor que dejemos de escandalizar al servicio. Mientras nosotros mañana no tendremos que soportar sus miradas, Ana sí.

            Colorada e insatisfecha, la dueña de la casa asintió con la cabeza sin exteriorizar que en ese instante estaba asustada al sentir que todas las células de su cuerpo le exigían no solo seguir con ese juego sino entregarse totalmente.

Dhara aprovechó el desconcierto de su prima y de nuestra anfitriona para decirme al oído:

―Ese par de zorritas ya se han calentado suficiente, ahora es el momento que pases a la acción.

―¿Qué quieres que haga?

Con tono travieso contestó:

―Voy a jugar con nuestra futura esposa bajo la mesa y quiero que ella piense que eres tú.

Descojonado, le pregunté por qué no lo hacía yo mismo, pero entonces escandalizada, me replicó:

―El padre de mi hijo no puede masturbar a una desconocida.

Dando por imposible a esas dos al saber que, según su exótico modo de ver la vida, ellas podían tontear e incluso jugar sexualmente con nuestra anfitriona, pero no yo, decidí concentrarme en cumplir con el papel que me habían asignado y comencé a charlar amigablemente con la rubia.

Dhara se sentó casi pegada a mi silla para así tener mejor ángulo:

«Está decidida», pensé.

Por eso esperé que algo me revelara que estaba siendo objeto de las caricias de la pequeña, pero nada en su rostro me lo señaló hasta que al bajar la mirada y fijarme en su pecho, comprendí que apenas podía respirar.

Intrigado por conocer hasta donde podía aguantar, ahondé en su herida preguntando si le pasaba algo.  Con los ojos me pidió que parara y que me compadeciera de ella, pero al ver mi sonrisa asumió que nada podía esperar y por ello tomando su copa, se la bebió de un trago.

Supuse con razón que, en ese momento, los dedos de los pies de Dhara debían estar jugueteando entre sus pliegues a través del sari y bastante más cachondo debería estar, le pregunté a Samali si no veía demasiado colorada a la española.

―Debe ser el vino― declaró mientras rellenaba la copa de nuestra víctima.

La tortura seguía su curso y una nueva muestra del nivel que estaba alcanzando Ana, fue ver sus hombros tiritando mientras dos gotas de sudor caían por su frente. Me resultó raro que Dhara siguiera estimulándola, teniendo en cuenta que estaba clara la cercanía del momento en que esa rubia explotara en un brutal orgasmo.

«Se supone que solo debía cachondearla, pero no que llegara. La presión debe ser insoportable para que acceda a dar el paso».

Sabía que estaba a punto, pero no tanto. Cerrando los ojos y echándose hacia atrás en la silla, Ana se corrió en silencio mientras las dos primas sonreían entre ellas.

«Esta cría es dulce hasta corriéndose», me dije al constatar lo que el placer estaba sacudiendo sus neuronas.

La traviesa hindú siguió violentando a su víctima hasta que observó con gozo que la rubia se había corrido por segunda vez y quitando los dedos de su pie de la entrepierna de la rubia, la preguntó dónde estaba el baño.

            ―La segunda puerta a la derecha― respondió todavía con la respiración entrecortada.

            Supe que lo habían hablado con anterioridad por que al levantarse Dhara, su prima la acompañó dejándome solo con la muchacha. Esta esperó a que las hindúes desaparecieran por la puerta para de muy mala leche, echarme en cara que la hubiese masturbado en frente de mis esposas.

            Se debía esperar una disculpa, pero en vez de eso, le pregunté si le había gustado.

            ―Maldito, sabes que sí. Pero ese no es el tema, me habías jurado que no ibas a ponerme la mano encima― y al ver que seguía mirándola sin ningún tipo de arrepentimiento, me amenazó con contárselo a ellas.

            Descojonado, repliqué:

            ―Cariño, no sé de qué hablas. Te juro que yo he cumplido mi palabra y no te he tocado.

            Mi respuesta la impactó y asumiendo que no la había mentido, comprendió que había sido Dhara quien la había masturbado. Supe que su mente se estaba debatiendo entre el placer que había sentido y una posible repulsión al haber llegado al orgasmo gracias a unas caricias femeninas. No hacía falta mencionar su nombre y acercándola a mí la besé diciendo:

            ―El placer no depende del sexo de tu pareja sino de la disposición de uno para recibirlo. Aunque te cueste reconocerlo, estabas predispuesta a que cualquiera de nosotros tres te tocara y solo tu educación te hizo suponer que eran mis dedos, pero ahora que sabes que fue una de ellas: ¿crees que hubiese sido diferente?… ¿Realmente te importa?… ¿Estarías más cómoda sabiendo que fui yo?

Asimilando mis palabras, apoyó su cara contra mi pecho y se mantuvo así unos segundos. Tras esa necesaria reflexión, levantó su mirada y con nuevos bríos, contestó:

―Creo que hubiese sido todavía más brutal si hubiese sabido que era una de ellas. Nunca una mujer me había hecho soñar con besarla y ahora me muero por experimentar sus mimos.

Recriminando su actitud, señalé:

―No pienses en ellas como mujeres. Son Samali y Dhara, dos personas que están deseando darte amor y compartir la vida contigo.

―No sigas, juraste no presionarme y eso estás haciendo. Me cuesta pensar que debo hacer si estas todo el tiempo recordándome que con una palabra mía podría disfrutar de los tres para mí sola.

Me alegro comprobar que había elegido una forma neutra para referirse a nosotros.

«Nos está empezando a ver como un todo y no de manera individual».

Las dos primas al volver nos encontraron todavía abrazados y conociendo lo poco que les gustaba verme manoseando a otra, le acerqué su silla para que se sentara. Ana no puso objeción, pero entonces Samali le pidió si podíamos pasar al salón porque querían enseñarnos algo que habían preparado…

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