El Ferrari estaba aparcado frente a mi casa cuando llegamos. Con la ayuda de Dhara metí las bolsas con las compras. Al entrar en el chalé, el olor que salía de la cocina me informó que llevaban ya tiempo dentro y que a Samali le había dado tiempo de meterse a preparar la comida.

«Ana debe conducir a toda castaña», sentencié porque a pesar de ser consciente que debido a las caricias que había recibido mi ritmo había sido lento, tanta diferencia solo podía deberse si esa rubia manejaba como una loca.

La certeza que me habían sacado al menos diez minutos se afianzó al descubrir para mi sorpresa que tanto la mayor de mis esposas como esa chavala se habían cambiado de ropa e iban vestidas a la usanza hindú.

«Está guapa la jodía», observé para mí al comprobar que el sari realzaba el encanto de la española.

No queriendo que se me notara mucho la atracción que esa cría provocaba en mí, tuve que hacer un verdadero esfuerzo para retirar mis ojos del cojonudo culo con el que la naturaleza la había dotado. Intento que quedó en nada cuando ella misma me preguntó cómo le quedaba.

―El sari acentúa la belleza femenina― contesté evitando una respuesta directa.

―Eso pienso yo también― replicó la susodicha modelándolo: ― cuando Samali me comentó vuestro acuerdo y que en casa se había comprometido a vestir así, no pude dejar de pedirle que me prestara uno.

«¡La madre que la parió!», exclamé mentalmente mientras la devoraba con la mirada: «Sabe que la encuentro impresionante y disfruta con ello».

Si ya de por sí la situación era incómoda, Dhara incrementó mi embarazo al comentar:

―Amado nuestro, ¿verdad que es una pena que una mujer tan guapa siga soltera?

Llamándola al orden por indiscreta, le expliqué que en España no suele ser habitual casarse antes de los treinta y que de todas formas ese era un tema personal. La morenita no entendiendo que no estaba bien que opinara de ese asunto insistió:

―Es una suerte que nosotras le hayamos conocido antes porque Ana me ha reconocido que lo encuentra muy atractivo.

Al escucharla no sé quién se puso más rojo, si yo o la aludida. Lo que si reconozco es que me hubiera gustado cambiar de tema, pero para terminarla de fastidiar Samali creyó oportuno intervenir diciendo en plan de guasa:

―Estoy segura de que hubiese dado lo mismo. Tan enamorada estoy de nuestro marido que, aunque no hubiese estado soltero, me hubiese seguido casando con él.

Su prima pequeña no queriendo ser menos y sin medir sus palabras, soltó a su vez:

―Pues yo amo tanto a nuestro señor que si él me lo pidiera aceptaría compartirlo con una nueva esposa.

Juro que no sabía que decir ni que hacer porque desde la óptica occidental sus palabras resultaban cuando menos extrañas y tenía claro que en ese preciso instante Ana debía de pensar que esas dos estaban locas.

Quizás por eso, mi perplejidad fue total cuando muerta de risa esa rubia respondió:

―Si es una oferta por “ahora” digo que no― y dirigiéndose solamente a mí, preguntó: ―¿qué le has dado a este par?

Tratando de quitar hierro a esa conversación, contesté:

―Mucho amor.

Apenas oyó mi cursilada, soltó una carcajada y mirando a las dos crías, me espetó sin parar de reír:

―¡Dirás mucho sexo! Es imposible que consigas que no se peleen entre ellas si no están satisfechas en la cama.

―Se conforman con poco― repliqué un tanto cortado.

Mi contestación indignó a las primas que alzando la voz se defendieron describiendo sin rubor detalles íntimos que no debían contarse.  Juro que no supe dónde meterme cuando las escuché contar no solo las veces que le había hecho el amor a cada una durante la última semana sino también que ninguna de las dos tenía ya ningún agujero intacto.

Como no podía ser de otra forma, Ana se quedó alucinada por el desparpajo con el que sus nuevas amigas le estaban reconociendo cómo y donde habían perdido la virginidad de cada una de las partes de su cuerpo y mantuvo silencio con los ojos abiertos de par en par.

«Va a salir huyendo y para colmo debe de pensar que soy un maldito que ha abusado de la inocencia de unas niñas», temí al comprobar su mutismo cuando por fin mis queridas esposas se callaron.

Durante unos segundos se mantuvo pensando y cuando ya creía que iba a coger su bolso y salir huyendo, sonrió y descojonada comentó:

―¡Sois un par de putas! – y mirándome, me soltó: ―Te confieso que acepté la invitación a comer para hacerme una idea de cómo era posible que dos jóvenes tan guapas aceptaran casarse con el mismo hombre, pero ahora comprendo que la víctima eres tú y que entre éstas dos, ¡te van a dejar seco!

Sus palabras me pusieron la piel de gallina y no precisamente por su contenido sino por su tono, el cual siendo alegre escondía un significado que no supe interpretar. Es más, mi turbación se incrementó exponencialmente al decidir qué pasáramos al comedor y mientras me adelantaba, escuché las risas de mis esposas ante un comentario de la rubia.

―¿De qué os reís?― pregunté mosqueado.

 Colorada como un tomate, pero sonriendo, Ana respondió:

―Les he dicho que tienes un culo precioso.

Mordiéndome la lengua para no contestarla un improperio sobre sus dos melones, me senté en la mesa dando por sentado que esa comida sería un infierno, pero el tiempo demostró que estaba equivocado porque fue muy agradable. Deseosa de conocer en profundidad a sus nuevas amigas, esa chavala se dedicó a interrogarlas sobre su vida en la India. Al conocer los padecimientos que los de su etnia soportaban, se indignó y creo que fue entonces cuando realmente cambió su forma de verme porque en un momento dado afirmó:

―Menuda suerte tuvisteis al conocer a un hombre bueno que os sacara de todo eso.

Samali y Dhara estuvieron de acuerdo y cambiando de tema, le preguntaron con quién vivía. Ana con un deje de tristeza les explicó que “vegetaba” sola en un chalé de Somosaguas desde que murieron sus padres. 

―¿Vegetas? ¿Qué significa ese verbo? – quiso saber la pequeña de las dos al no entenderlo.

Al aclararle la rubia que esa expresión quería decir “malvives”, se despertó el lado tierno de mis esposas y ambas al unísono le ofrecieron posada en el cuarto de invitados. Ante esa invitación, Ana les agradeció el detalle para a continuación explicarles que lo que realmente había querido decir no era que vivía en la pobreza, sino que con su situación económica resuelta apenas tenía alicientes con los que afrontar el día a día.

«Una niña rica que se siente sola», pensé asumiendo que esa era la razón por la que tan desprendidamente había prestado su ayuda a dos desconocidas.

Sin quitarme la razón, siguió explicando que apenas tenía tiempo para ella y que cuando llegaba a casa, no tenía nadie con quien hablar o con quien desahogarse. Cogiendo su mano, Dhara le dio su apoyo diciendo:

―No te preocupes a partir de hoy cuando necesites compañía, nos tienes a nosotras.

Samali no se quedó atrás y reafirmando lo dicho por su prima, con voz dulce le dijo:

―Esta casa siempre estará abierta para ti – y siguiendo los dictados de su educación quiso darme su lugar afirmando que diciendo: ―Sé que nuestro marido estaría encantado de hacerte un hueco bajo su brazo.

Estuve a punto de atragantarme al oírla porque podía dar lugar a un equívoco y que Ana en vez de entender que le estaba ofreciendo mi ayuda, podía creer que lo que realmente le estaba proponiendo era compartirme con ella.

―Gracias― respondió sin dejar claro qué era lo que interpretado― ¡lo tendré en cuenta!

Esa respuesta no consiguió tranquilizarme y deseando aclarar que era lo que había querido decir la mayor de mis esposas, comenté:

―Soy yo quien te debe dar las gracias y quiero que sepas que estoy de acuerdo con ellas. Si necesitas consejo o apoyo, charlar o un hombro donde llorar, cuenta conmigo.

Las lágrimas que recorrían sus mejillas y el hecho que bajo el sari de la rubia se endurecieran sus pezones fueron síntomas que me había malinterpretado y antes que pudiera hacer algo por evitarlo, esa muchacha me dio un beso mientras susurraba en mi oído:

―Te juro que pensaré en vuestra oferta.

Asustado y esperando la reacción violenta de las primas, las miré, pero contra lo que había previsto, lo que descubrí en sus ojos fue ternura.

«Ahora sí que no entiendo nada. Se supone que son celosas», pensé, «lo lógico es que hubiesen montado un espectáculo a ver que me besaba en los labios».

En cambio, ante mi perplejidad, las dos hindúes se ocuparon de consolarla y sin importarles que esa mujer hubiese traspasado los límites moralmente previsibles, se dedicaron a hacerle carantoñas y a decirle que se tomara el tiempo que necesitara.

Al ver que iban en serio y que no solo no les importaba, sino que incluso deseaban que esa mujer que acaban de conocer pasase a formar parte de lo nuestro, traté de comprender sus motivos. Pero por mucho que me rebané los sesos buscando un indicio en lo que conocía de la cultura de su país no lo hallé hasta que Ana llorando como una Magdalena les preguntó porque eran tan buenas con ella.

Dhara contestó:

―Desde que te conocimos, supimos que estabas perdida y sin rumbo. Aun así, te desviviste por ayudarnos y cuando conociste a Pedro, tu cuerpo nos reveló que nuestro marido era el complemento que llevabas tanto tiempo buscando.

Por algún motivo esa rubia estaba de acuerdo y reaccionando a la locura de lo que significa, salió corriendo sin siquiera despedirse.  Curiosamente, ninguna de las primas hizo intento alguno de detenerla y cuando hice un ademan de levantarme, la mayor de mis esposas me detuvo diciendo:

―Necesita tiempo para asimilarlo.

―¿Asimilar el qué?― respondí sin entender nada.

Tomando unos segundos para ordenar sus ideas, Samali dulcemente contestó:

―Esa mujer tiene que digerir sus sentimientos. Por primera vez se siente atraída más allá de lo razonable y no sabe cómo reaccionar.

―Lo que dices es una memez. Nadie en su sano juicio se enamora a primera vista.

―A ¿no?― replicó sonriendo y cogiendo a su prima de la cintura, preguntó: ―¿Qué sientes por mi prima y por mí?

―Daría mi vida por vosotras, ¡lo sabes!

Nada más contestar me di cuenta de que le estaba dando la razón. Me había casado con ellas sin conocerlas ni amarlas, pero ya no entendía mi existencia sin ese par de brujas. ¡Las amaba con toda el alma! Y la devoción de ellas por mí era todavía más brutal. Leyendo mis pensamientos, las primas me tomaron de la mano y sin tomar en cuenta mi opinión me llevaron hasta el salón. Una vez allí Samali me pidió que me sentara en el sofá y mientras Dhara me servía una copa, comentó:

―Amado, cuando mi hermanita le dijo que eras su complemento, en realidad le mintió. Todo ha sido muy raro y al principio tampoco nosotras supimos interpretar lo que nos ocurría.

―Ahora sí que no os entiendo.

Poniendo el whisky en mis manos, Dhara intervino:

―Puede que le moleste lo que le vamos a confesar, pero, con ella, hemos sentido algo que nunca soñamos que íbamos a sentir por una mujer.

―¿Me estás diciendo que Ana os atrae sexualmente?

Bajando su mirada, la pequeña contestó:

―No exactamente, pero al desnudarnos frente a esa mujer no nos hemos sentido incómodas e incluso nos ha gustado cuando alababa nuestra belleza.

Tomando el turno, Samali terció diciendo:

―Para mí lo más extraño fue que cuando Ana me estaba abrochando una falda, deseé que me la estuviera quitando y que mi marido estuviera presente para verlo.

Confundido, me hundí en el sofá porque, aunque no quisieran reconocerlo directamente ese par estaban encaprichadas desde un punto carnal con su nueva amiga. Viendo que me mantenía en silencio, la mayor prosiguió diciendo:

―Amado nuestro, sé lo que está pensando. Incluso yo me escandalicé al notar que esa muchacha nos observaba con fascinación, pero cuando al volver con nuestro marido y comprobar que se ponía nerviosa solo con mirarle, fue cuando comprendí que el destino nos había reservado a Ana para una misión.

―Ahora sí que me he perdido― reconocí al darme igual que esa mujer se sintiera todavía más atraída por mi persona.

Sin saber todavía cómo reaccionaría, me soltó:

― Shiva la había puesto en nuestro camino para que nos enseñara a vivir en esta sociedad tan extraña y para que entre nosotros tres le mostráramos la senda de la felicidad.

Si no me equivocaba, las primas estaban proponiendo que la convirtiéramos en nuestra amante y para evitar equívocos, se lo pregunté directamente. Mis esposas escucharon horrorizadas mi consulta y de inmediato lo negaron.

―No podríamos pedirle algo semejante. ¡Hemos jurado serle fieles!― exclamó Dhara.

            ―Entonces, ¿qué queréis?― casi gritando quise saber.

            Ceremonialmente, Samali comentó:

―Queremos que apruebe que Ana entre a formar parte de nuestra familia…― haciendo un descanso, me informó: ―Usted es la pieza que le falta a Ana para estar completa y ella el elemento que faltaba en nuestro engranaje.  Para ser felices,  ¡debemos casarnos con ella!

―Estáis equivocadas si creéis que ella va a dar ese paso― repliqué mientras me abstenía de informarles lo seductora que era para mí esa idea…

Capítulo 11 Nos duele su pérdida

Durante los siguientes días, los hechos parecieron darme la razón. Ana había desaparecido de nuestras vidas y quizás para siempre. Ningún mensaje, ninguna llamada, nada de nada. Como había predicho, una española no aceptaría unir su destino a tres desconocidos y menos con la clase de unión que las chavalas deseaban.

«Tendremos que olvidar a esa monada», sentencié defraudado por su ausencia y lo creáis o no, tuve que obligar a mis esposas a no mencionarla cada vez que hacíamos el amor porque convencidas que su Dios la había seleccionado para nosotros, no dejaban de quejarse de lo mucho que la echaban de menos.

«¡Si solo han estado con ella unas horas!», me decía al escuchar a Dhara comentarme lo mucho que deseaba verme tomando posesión de ella.

Su prima tampoco le iba a la zaga y mientras buscaba mi simiente con la boca, solía murmurar cómo le apetecía tener sus gruesos labios junto a los suyos cuando me hacía una felación.

«Joder, están deprimidas por una mujer que apenas conocen», mascullé mil veces sin confesar jamás que yo también la echaba de menos y en mi mente seguía impresa su alegre sonrisa.

Por eso y mientras en mi casa cada día el ambiente se tornaba más lúgubre, me dediqué a buscar trabajo porque, aunque tenía dinero suficiente para vivir holgadamente dos años, no quería malgastar mis ahorros. Pero a pesar de haber mandado mil curriculums, ningún hospital me llamó para concertar una entrevista y eso colaboró en mi mala leche.

«Necesito curro», me decía sabiendo que era responsable del bienestar material de mis esposas sin que jamás saliera de sus labios una queja…

Una mañana me desperté temprano y sin despertar a las primas, me calcé unas zapatillas y salí a correr. Necesitaba sudar y que el ejercicio me sirviera como vía de escape a la tensión que había acumulado durante esas dos semanas. Por ello dejando atrás mi chalé, tomé la antigua carretera a Majadahonda e imprimiendo a mi carrera un ritmo rápido, busqué olvidar mis problemas y concentrarme en la suerte que tenía siendo el “eterno compañero” de mis preciosas hindúes.

            «Nunca podré agradecer al padre Juan haberme obligado a casarme con ellas. Son lo mejor que me ha sucedido en la vida y no puedo echarlo a perder», rumié para mí durante cada kilómetro y por eso ya de vuelta decidí que, si esas dos necesitaban de la compañía de Ana para ser felices, era mi deber como su marido tratar de contactar con ella.

Resuelto a dar ese paso, caí en la cuenta de que me iba a resultar imposible localizarla porque no sabía su calle, ni su teléfono e incluso desconocía sus apellidos. Al recordar su Ferrari, se abrió un resquicio de esperanza al saber que por muy grande que fuera Somosaguas, no debía haber muchos coches de esa marca y con renovado optimismo, me prometí que en la tarde iría a esa urbanización para preguntar por ella.

El sino o, como dirían mis amadas, Shiva tuvieron piedad de nosotros y al enfilar mi calle, divisé una figura escondida tras un árbol.

«¿Quién será?», pensé y temiendo que fuera alguien con malas intenciones, quise verle la cara.

Para mi sorpresa quien se escondía resultó ser Ana, la cual al verme me pidió que me acercara y antes que dijera nada se lanzó a mis brazos buscando mis labios. Durante unos segundos me quedé paralizado y mi falta de respuesta desmoralizó a la muchacha que, sin parar de llorar, me confesó que no había podido borrar de su mente mi recuerdo.

―Tranquila princesa, ya somos cuatro― respondí pasando mi mano por su espesa y rubia cabellera― nosotros tampoco hemos podido olvidarte. Lo creas o no, en solo unas horas te convertiste en alguien muy importante para todos en casa.

Mi respuesta consiguió tranquilizarla a medias y más repuesta se sentó en el borde de la acera.

―No comprendo que me ocurre. No solo te he echado a ti de menos, tampoco he podido dejar de pensar en ellas― respondió sin nombrarlas y levantando su mirada, sollozó: ―¡Nunca me he enamorado de nadie y ahora no puedo ni comer recordando las pocas horas que compartí con vosotros!

Su dolor era evidente y no tuvo que decir nada para que comprendiera lo difícil que debía resultarle reconocer que al menos se había encaprichado con un polígamo y sus dos mujeres.

―Te entiendo― susurré en su oído― para mí también fue complicado asumir que Samali y Dhara se pasan todo el día llorando al no tener noticias tuyas.

Mis palabras alegraron a la muchacha, pero entonces cayó en que no había dicho nada de mí y lloriqueando me preguntó que sentía por ella.

―Te reconozco que no lo sé exactamente pero cuando te reconocí mi corazón se llenó de alegría.

Nuevamente me besó y en esa ocasión respondí con pasión a su cariño jugueteando con mi lengua en el interior de su boca. La dulzura de sus labios demolió todos mis reparos y cogiéndola entre mis brazos, quise llevarla a casa, pero ella zafándose de mí, se separó diciendo:

―No estoy preparada para aceptar vuestra oferta por mucho que lo desee.

Viendo que esa mujer iba a desaparecer por segunda vez de nuestras vidas, decidí evitarlo y corriendo tras ella, le rogué que no se fuera y que al menos nos diera una oportunidad de conocernos mejor. Viendo que dudaba, con mi alma encogida le prometí que ni las dos primas ni yo íbamos a presionarla pero que no quería perderla como amiga.

Todavía sin fiarse, se secó las lágrimas con la manga de su camisa y mirándome a los ojos, me dio la dirección de su casa diciendo:

―Os invito a cenar, si me juras que, aunque me ponga tonta no intentareis hacer nada.

Asumiendo que el verdadero significado de esa condición era que por mucho que ella misma se nos insinuara, no acabaría compartiendo cama con nosotros.

―Te lo juro― respondí.

Ana al escuchar mi promesa, sonrió y sin despedirse, dobló la esquina esfumándose de mi vista. Su huida dejó un sabor agridulce en mí porque al besarla me había dado cuenta de mis verdaderos sentimientos y aunque me apetecía retenerla, supe que debía cumplir con mi palabra.

 «Me ha sacado que no la presionemos, pero nada he dicho de no intentar seducirla», sentencié mientras alegremente entraba a dar las buenas nuevas a mis adoradas hindúes.

Tan entusiasmado estaba que al llegar al cuarto y comprobar que seguían dormidas, ni siquiera esperé a que se despertaran y poniéndome entre ellas, comencé a acariciarlas. La primera en amanecer fue la pequeña, la cual al sentir mi mano en su trasero en plan pícaro susurró que, aunque era el turno de su prima, iba a hacer el esfuerzo de complacer a su marido.

―Eres una zorrita preciosa y nada me gustaría más, pero tengo algo que deciros a las dos. Así que ayúdame a despertar a tu prima― repliqué mordiéndole los labios.

Deshaciéndose entre mis brazos, buscó con sus manos levantar el ánimo de mi entrepierna, pero para su sorpresa se encontró con mi pene totalmente inhiesto y mientras intentaba empalarse con él, me dijo en voz baja:

―Sería una pena hacer esperar a la virilidad de mi dueño.

Pero entonces, todavía medio dormida, Samali protestó diciendo:

―Me toca a mí― y echándola a un lado, buscó ser ella quien disfrutara primero de mi verga.

Sabía que sus continuas peleas por no ceder unas caricias que consideraban suyas eran parte de un juego, pero aun así decidí aprovecharlo y haciéndome el enfadado, les exigí que se levantaran y prepararan el jacuzzi porque me apetecía darme un baño. Frunciendo el ceño y bastante dolidas, se quejaron, pero al ver que seguía firme en mi decisión se levantaron a cumplir mis deseos y al cabo de tres minutos, las oí llamarme desde el baño.

Al entrar en él, me las encontré en la bañera mostrándome sus traseros y con cara de putas. Me hizo gracia su descaro, pero haciendo oídos sordos a sus ruegos, me metí en el agua sin tocarlas. La pequeña fue la primera en darse cuenta de que algo pasaba y recordando que tenía algo que contarles, melosamente comenzó a enjabonarme diciendo:

―Aunque te hagas el duro, sé que estás deseando complacer a tus dos mujercitas y decirnos qué te ocurre, pero parece que antes quieres hacernos sufrir.

Su prima comprendiendo las intenciones de Dhara, se echó gel sobre los pechos y rozando con ellos el mío, murmuró sensualmente:

―Hemos hecho mal en pelearnos cuando nuestro deber es cuidarte.

Dejando caer mis manos en sus entrepiernas, localicé sus botones y cerrando los ojos, los torturé dulcemente mientras les decía:

―No preparéis cena para hoy porque cenamos fuera.

Con la respiración entrecortada por las sensaciones que se iban acumulando en su sexo, Samali me preguntó dónde íbamos y sin revelarle nuestro destino, contesté:

―Lo importante no es donde sino para qué – y haciendo una pausa melodramática, las informé: ―Esta noche quiero que os esmeréis en estar guapas, ya que vuestra misión consiste en seducir a alguien.

Al unísono mostraron su desconformidad y gritando como energúmenas, me dijeron de todo menos bonito al pensar que les estaba ordenando que se acostaran con otra persona. Haciéndolas sufrir las dejé explayarse todo lo que quisieron y cuando se hubieron calmados, les solté:

―Nadie ha hablado de acostarse, pero como vuestro marido os exijo que hagáis todo lo que esté en vuestra mano para que la persona en cuestión se vuelva loca con vosotras.

Nuevamente las primas empezaron a chillar, acusándome de tratarlas como putas y por primera vez en su vida se negaron a complacerme para acto seguido salir echando pestes del baño.

«¡Qué guapas se ponen cuando se cabrean!», exclamé para mí mientras me terminaba de enjabonar.

Me lo tomé con calma y casi cuarto de hora después salí del baño. Como suponía las primas me estaban esperando con cara de pocos amigos y tomando la palabra Samali me rogó que no las obligara a hacerlo.

―Jurasteis obedecer a vuestro marido― fue mi respuesta y riendo mentalmente, comencé a vestirme.

Luchando contra la educación que habían mamado, las dos intentaron hacerme recapacitar, pero al ver que me mantenía firme y que no cedía, se empezaron a preocupar.

―Os necesito para que esa presa no se escape― insistí – y como siempre me decís, es vuestro deber complacer hasta el último de mis deseos.

Llorando a moco tendido, a cada cual más dolida,  Dhara imploró que les pidiera otra cosa mientras su prima suplicaba que antes de obligarlas, las vendiera a un burdel porque así al menos sabrían cuál era su lugar.

―Estáis locas, prometí a vuestros dioses cuidaros y eso es lo que estoy haciendo al pediros ese esfuerzo.

Indignada porque metiera a sus creencias en esa discusión, Samali se levantó del suelo y poniendo un tono ceremonial, preguntó:

―¿Puede al menos el dueño de esta casa informar a sus esposas con quién debemos perder la honra?

―Hemos quedado a cenar en casa de Ana… ¡Es a ella a quien debéis seducir!

Durante unos segundos, se quedaron calladas como si no llegaran a creerlo y al ver que iba en serio, rompiendo el silencio con sendas carcajadas, me tiraron sobre la cama y desgarraron mi ropa mientras me decían que era un maldito por haberlas hecho sufrir tanto. Dejando que me desnudaran, las repliqué:

―El que debía de estar enfadado soy yo porque las dos habéis dudado de mí.

Sin parar de reír, me dijeron que tenía razón y que, aunque se merecían que las azotara, me pidieron que lo dejara para luego porque en ese momento necesitaban hacerme el amor.

―Ya os estáis tardando. Daros prisa no vaya a ser que os acepte la sugerencia y os venda en un putero – comenté muerto de risa…

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