Esa noche, las dos primas no se cortaron en absoluto y olvidando la supuesta parquedad de su raza, exigieron a su marido que derramara su simiente dentro de sus cuerpos como temiendo que, a la mañana siguiente, ese cuento de hadas en el que estaban viviendo desapareciera sin dejar rastro. Las horas de pasión que viví con ellas me dejaron agotado y por eso eran más de las once cuando amanecí. Samali y Dhara se habían despertado mucho antes pero no queriendo perturbar mi sueño, se levantaron sin hacer ruido para ocuparse de la casa mientras tanto.

            Llevaba menos de una semana casado y curiosamente me molestó el encontrarme solo en la cama.

«¡Qué rápido se acostumbra uno a lo bueno!», medité y saliendo de las sábanas, las busqué por la casa.

Ambas estaban en la cocina y al verme, como si lo hubiesen hecho durante una eternidad, me abrazaron llenándome de caricias. Sus arrumacos me cambiaron el humor. Iba a servirme un café, cuando enfadadas me lo prohibieron y casi a empujones me llevaron hasta el comedor diciendo:

―Somos dos mujeres para servirle.

Cómo de nada servía discutir, tomé asiento y esperé que me trajeran el desayuno. Como español promedio, usualmente me pasaba hasta la hora de comer con un café, pero comprendí que a partir de ese día si me dejaba, esa insana rutina diaria terminaría al ver entrar a Samali con media docena de “dosas”.

Estuve a punto de decirle que era no me apetecían esas tortas delgadas y crujientes, tan del gusto de la gente de su país, que se hacían con harina de arroz, lentejas, azúcar y sal, y que tienen una consistencia parecida a la de las crepes, pero la satisfacción que leí en sus ojos negros me hizo olvidarme y comencé a comer.

Ni siquiera había tragado el primer trozo cuando Dhara puso frente a mí una taza de té negro, al cual había echado a perder al aromatizarlo con canela y jengibre.

«Joder, yo solo quería un café», me dije mientras mis adoradas mujercitas miraban embobadas como me atascaba con semejante desayuno.

Asumiendo que cada uno de los tres debíamos ceder para que no termináramos echándonos los trastos a la cabeza, les comenté que solía desayunar con café. La mayor de las primas con una sonrisa en sus labios fue a la cocina y a los cinco minutos, volvió con esa bebida humeante. Como no podía ser de otra forma, en cuanto olí su aroma, retiré el nauseabundo brebaje que me habían preparado, pero entonces Dhara, dulcemente me volvió a poner el jodido té frente a mí, diciendo:

―Un buen esposo no rechaza lo que las amorosas manos de sus esposas han elaborado.

Estuve a un tris de mandarle a la mierda, pero justo cuando iba a hacerlo, comprendí que era un niñería de mi parte y que había cosas más importantes por las que discutir, por lo que asqueado me bebí de un trago esa basura pestilente. Por si eso fuera poco, nada más terminar Samali me preguntó que íbamos a hacer ese día. Al no saber qué contestar, ellas mismas propusieron que les diera un paseo por Madrid.

Juro que me pareció una buena idea. Por ello, acepté y les propuse ir a ver el Museo del Prado. Rechazando mi sugerencia, Dhara comentó:

―Amado nuestro, su cuñada nos explicó que nuestras vestimentas eran demasiado hindús… y que, si íbamos a vivir en Europa, debíamos vestir al modo occidental― tras lo cual y poniendo ojos tiernos, preguntó: ―¿Usted qué opina?

Mis sentimientos fueron contradictorios, dándoles la razón, me gustaban tal como eran y al explicárselo, fue la mayor la que me soltó:

―No queremos olvidar nuestra herencia, ni como nos han educado, pero tampoco nos apetece que la gente nos mire como un bicho raro. En nuestro país natal ya hemos sufrido por ser diferentes. Por eso hemos pensado que de la puerta para fuera seamos europeas y en nuestro hogar seguir siendo las que somos.

Reconocí que tenía sentido y cogiendo las llaves del coche, les di cinco minutos para estar listas. Las chavalas no se esperaban que cediera tan pronto y por eso cuando escucharon el poco tiempo que les daba, salieron corriendo a cambiarse.

Mientras las esperaba, me puse a pensar en los pasos que debía dar para normalizar su estancia en España y en el modo que dependieran menos de mí. Supe que lo primero que debía de hacer era darles una cierta independencia y que eso era imposible si no disponían de dinero. Por ello cuando bajaron al salón, les pregunté si llevaban sus pasaportes. Me miraron extrañadas, pero ante mi insistencia Samali fue a por ellos.

Ya en el coche, me preguntaron dónde iba a llevarlas.

―Al banco― respondí – voy a sacaros tarjetas de crédito para que podáis pagar en las tiendas.

A pesar de haberme visto pagar con una, la mayor contestó:

―No las necesitamos.

―Te equivocas― repliqué ―no sería “occidental” que os tuviera que acompañar cada vez que tengáis que ir a comprar o ir a tomar un café.

―¿Nos está diciendo que saldremos solas de casa sin su supervisión?

―Así es ― ante su estupor, contesté riendo: ― Sois mayorcitas y me fio de vosotras. No me necesitáis para nada.

Dhara, casi llorando, insistió:

―Esposo nuestro, no sería decente que lo hiciéramos. Debemos estar siempre bajo su protección.

Comprendiendo los reparos que su educación había sellado en sus mentes, comenté que no había querido escandalizarlas:

―Sois mis esposas y eso no cambiará porque os dé cierta libertad. Nunca he pensado en teneros encerradas en casa y creo conveniente que poco a poco os vayáis acostumbrando a moveros solas.

Mis palabras, que a oídos de una europea hubieran sonado extremadamente machistas, provocaron su desasosiego y tratando de echar marcha atrás, las dos me rogaron que olvidara su pretensión de mezclarse con el resto de la gente y ser una más.

―Ahora soy yo quien insisto. Quiero que seáis independientes y que si vivís conmigo es porque me amáis y no solo porque estamos casados.

Las lágrimas que recorrían sus mejillas me hicieron saber que estaban desbordadas y tratando de hacerlas ver mi postura, usé hechos de su vida cotidiana allá en su pueblo:

―En vuestra casa, las gallinas corrían libremente por el campo, pero al llegar la noche, ¿qué hacían?

―Volvían al gallinero― contestaron.

―¿Por qué?― pregunté.

―Porque es su casa, el lugar donde se sienten seguras.

―Lo veis, si esos bichos pueden hacerlo: ¿Por qué no vosotras? ¿Sois menos que ellas?

En sus ojos vislumbré que iba por buen camino, por ello no dejando que sus tabúes las hicieran retroceder, insistí:

―¿Qué es mejor para un perro? ¿Qué se le mantenga siempre atado o que por el contrario se le deje suelto para que corretee?.

―Que esté suelto― dijo con voz insegura Samali.

―¿Y por ello su dueño lo quiere menos?― y al constatar que no decían nada, proseguí diciendo: ― Al contrario, ¿verdad? Pues de la misma forma que el perro agradecido ama al que no lo encadena, yo quiero que vosotras me améis a mí por lo que soy y no por ser vuestro marido.

―No entiendo― replicó la pequeña: ―Nuestro deber es amar y respetar a nuestro marido. No es ninguna condena que usted dirija nuestra existencia.

Asumiendo que por ahí no iba a llegar a ningún lado y que, para liberarlas, debía abusar de esos mismos principios morales que les inducía a someterse a mí:

―Cuando erais solteras, ¿era moral que salierais de casa?

―No es lo mismo, ahora tenemos un dueño― respondió segura la pequeña.

―Y si vuestro marido os ordena hacerlo, ¿a quién haréis caso? A los que se escandalizan o al hombre con el que jurasteis compartir la vida.

Dudando porque iba en contra de lo que habían mamado, Samali contestó:

―A nuestro amado, jamás nos atreveríamos a llevarle la contraria.

Usando sus propias creencias en contra de ellas, las ordené dando por terminada la discusión:

―Es mi deseo que salgáis de casa sin que tenga que acompañaros.

―Así lo haremos― con tristeza, ambas aceptaron.

Capítulo 9 CONOCEMOS a Ana.         .

Tras nuestra primera discusión, las dos hindúes se sumieron en un mutismo del que no salieron ni siquiera en el banco mientras el director de mi sucursal de toda la vida les hacía sus tarjetas. Una vez realizado ese trámite, debía cumplir con mi palabra y obligarlas a ir de compras ellas solas. No teniéndolas todas conmigo, preferí hablar con ellas antes de soltarlas en un gran almacén y por ello se me ocurrió llevarlas a una terraza de la Gran Vía.

Se las notaba cabreadas, molestas, pero sobre todo desconcertadas al no saber a qué atenerse ninguna de las dos. Fue Samali la que tras beberse la mitad del zumo que había pedido tomó la palabra y directamente me preguntó:

―Amado nuestro, comprendo sus razones para su decisión, pero existe un problema con el que no ha contado.

―¿Cuál?― repliqué.

Totalmente abochornada, se explicó:

―Ni mi prima ni yo estamos acostumbradas a la moda occidental y me temo que de elegir nosotras solas la ropa podamos pecar o de descocadas o de demasiado puritanas.

―¿Es eso lo que te preocupa?― soltando una carcajada comenté.

―Sí, sabemos que no le gustaría que vistiéramos como unas libertinas, pero también nos consta que se sentiría mal al vernos ataviadas demasiado puritanas.

―No creo que seáis capaces de elegir algo que me escandalice, pero lo que sí es verdad es que si no os pongo límites la ropa que comprareis será la que se pondría una monja.

No comprendiendo esa expresión, me dijeron que nunca habían pensado en un hábito. Al explicarles que era una forma de hablar y que me refería a ropa demasiado conservadora, me pidieron que al menos les pusiera un ejemplo.

Aprovechando que estábamos en mitad de la Gran Vía,  me puse a mirar a las mujeres que paseaban por ella y al ver una preciosa rubia que desprendía clase y distinción pero que a la iba vestida bastante moderna, comenté:

―Veis a esa monada. Así quiero que vayáis vestidas.

No supe interpretar la mirada que se echaron entre ellas y por eso me sorprendió que, levantándose de su silla, Dhara se acercara a la muchacha y empezara a hablar con ella.

«¿Qué narices hace?», me pregunté al ver que sonriendo volvía acompañada por ella a nuestra mesa y que tomando asiento me la presentaba diciendo:

―Pedro, Ana ha accedido a asesorarnos en las compras. ¿Te parece bien?

No me percaté que me había llamado por mi nombre, al estar impresionado por la perfección de la recién llegada. La veinteañera en cuestión lejos de molestarle mi fijación, comentó muerta de risa:

―Dhara me ha contado que su prima y ella necesitan alguien que las ayude a ir a la moda – y como si fuera algo que hiciera todos los días, me preguntó cuánto dinero tenían para gastar.

No supe que contestar y saliendo del paso, le repliqué que lo que ella dijera me parecía bien pero que no pasara de tres mil euros. Ante esa respuesta, soltó una dulce risotada y cogiendo a las dos primas de la mano, se las llevó diciendo:

―Te vemos aquí en tres horas. Prepárate a cargar, ¡no sabes lo que una mujer puede comprar con esa suma!

Mientras las veía caminar dirección a Primark, comprendí que era una salvajada, pero como buen esposo no podía faltar a mi palabra y llamando al camarero, me pedí otra cerveza:

«¿Qué coño voy a hacer todo este tiempo?»…

Tres dobles, un par de pinchos y dos periódicos después estaba hasta los cojones. Mi única compañía durante toda esa mañana resultó ser los mensajes que llegaban a mi móvil avisándome que habían hecho una nueva compra.

            «¡La madre que las parió!», me dije lamentando mi decisión cada vez que oía el dichoso toniquete.

            Al principio, miraba a ver cuánto se habían gastado, pero tras diez SMS en los que la mayor suma era de cien euros, decidí tomármelo con tranquilidad y disfrutar de la fauna que a esa hora paseaba por esa avenida.  Aun siendo madrileño, no dejó de sorprenderme las diferentes tribus urbanas que pululaban por la zona. Pijos y perroflautas se mezclaban con turistas, punkis, góticos, gais, lesbianas y familias en perfecta sintonía sin que a ninguno le molestara que los que tenía en frente fueran diferentes.

            «Hay que reconocer que en Madrid te puedes encontrar de todo», pensé satisfecho de haber vuelto ya que a pesar de haber vivido un año increíble en la India, estaba contento de volver a mi terruño.

            Al meditar en ello, asumí que para mis dos bellas hindúes la capital de España les resultaría una tierra extraña y deseé que, de alguna forma, se acostumbraran a su ritmo de vida y a sus costumbres porque de no ser así, mi pequeño paraíso les resultaría un infierno.

            Estaba todavía dándole vueltas a esa idea, cuando a lo lejos vi que se acercaban tres mujeres que levantaban admiración a su paso. Os prometo que hasta que estuvieron a veinte metros, nos las reconocí porque además de venir con unos coquetos tops y enfundadas en unas minifaldas de escándalo, ¡Dhara y Samali se habían cortado el pelo!

            «¿Cómo las habrá convencido?», pensé al saber lo orgullosas que estaban de sus melenas lacias.

Ya desde más cerca, me percaté que mi primera impresión era errónea y que lo que Ana había conseguido es que fueran a la peluquería a moldearse el pelo.

«¡Esta tía es una joya!», exclamé para mí, « Ha conseguido en unas horas lo que a mí me hubiese costado meses».

Al llegar a mi lado, me quedé pasmado al no saber cuál de las dos estaba más guapa y tras piropear a ambas, saludé a la rubia diciendo:

―No me lo puedo creer, ¡has obrado un milagro! No sé cómo pagártelo.

Samali acercándose a mí, me dijo un tanto preocupada:

―Eso mismo le hemos dicho, pero como no quería nada, la hemos invitado a comer a casa.

Estuve a punto de besar a la mayor de mis señoras, pero conociendo su aversión a las demostraciones de cariño en público y a no saber que le habían contado a Ana, me abstuve y mirando las más de veinte bolsas que traían entre las tres, comenté mis dudas que cupieran en mi coche.

―Ya que voy a ir con vosotros, podemos usar también el mío― comentó sonriendo Ana y entornando los ojos pícaramente, me soltó: ―A no ser que el marido de estas dos monadas no esté de acuerdo que una extraña viole la intimidad de su hogar.

«Se lo han contado y no le importa», extrañado rumié para mí, pero no queriendo seguir con el tema lo único que pregunté era donde había aparcado.

―En el parking de Tudescos al igual que vosotros― respondió.

 ―Pues entonces vamos― dije y rompiendo una norma en su país de origen, me ocupé de llevar la mayoría de las compras.

De camino a los coches y mientras Dhara charlaba con su nueva amiga, Samali se acercó a mí y susurrando me pidió perdón por haber tomado la decisión de invitar al alguien a casa sin mi consentimiento. Noté en seguida su preocupación y quitando hierro al asunto, dije en su oído:

―No me molesta. Es más, me encanta que lo hayas hecho. Os viene bien conocer amigas que os puedan ayudar al principio.

La morena sonrió y meneando su trasero, se unió a la conversación de las otras dos muchachas, dejándome disfrutar de la visión de esas tres bellezas sin que ninguna de ellas se diera cuenta. Y cuando digo disfrutar, es disfrutar porque eran espectaculares y para colmo la blancura de la piel de Ana hacía resaltar todavía más el tono dorado de mis esposas.

«¡Menudo trio de bellezas! No me extraña que las miren por la calle», medité al ver con una pizca de celos que la mayoría de los hombres con los que nos cruzábamos se daba la vuelta a mirarlas.

Ya en el parking, el coche de Ana me dejó impresionado porque, aunque se notaba que era una niña bien, jamás se me pasó por la cabeza que condujera un Ferrari y a carcajada limpia, comenté:

―Pocas bolsas caben en este cacharro.

La chavala luciendo una sonrisa de oreja a oreja, respondió:

―Tienes razón, pero si no te importa una de tus esposas puede venir conmigo y así podrías usar su sitio para colocar lo que no te quepa en el maletero.

Las dos aludidas se quedaron impactadas cuando devolviendo su sonrisa, les dije que quién se iba con ella y olvidando las buenas formas, empezaron a hablar en hindi entre ellas.

―Iré yo― contestó Samali.

Como a mí me daba igual, accedí y dándole la dirección de mi chalé, me monté en mi coche con Dhara.

Ya solos los dos, acurrucándose a mi lado, la más pizpireta muchacha me informó que había tenido que ceder su turno con su prima para que fuera ella quien acompañara a la rubia.

―No te entiendo ― reconocí.

Alegremente, me soltó:

―Ninguna queríamos ir con Ana y por eso tuve que prometerle que sería ella la primera en disfrutar de las caricias de nuestro marido por la noche― y riendo me soltó: ―pero no hemos hablado de lo que puede pasar en el coche.

―¡Serás puta!― contesté descojonado al sentir su mano recorriendo mi bragueta.

Sin sentirse en absoluto ofendida, me miró pidiendo mi permiso y al comprobar que no me oponía, liberó mi miembro mientras decía:

―Una buena esposa debe reconocer cuando su marido necesita su consuelo y tras toda la mañana solo, sabía que no te importaría darme tu hombría― tras lo cual y antes de salir del parking, se agachó entre mis piernas para dar cobijo a mi pene entre sus labios.

Temiendo que alguien nos descubriera y con el corazón latiendo a mil por hora, dejé que se apoderara de mi erecto pene y expectante sin separar mi vista del camino,  esperé que Dhara se metiera en la boca mi glande, pero en vez de engullirlo directamente al ver una gota de líquido pre seminal coronaba su cabeza, sacó su lengua para saborear con ansia ese néctar que el destino puso a su disposición.

―Me encanta la semilla de mi amado― rugió con pasión. Ya sin ningún reparo, abrió sus labios y lentamente se fue introduciendo mi extensión mientras yo por mi parte le acariciaba el culo con mis manos. Al sentir que uno de mis dedos se introducía sin previo aviso en su ojete, Dhara gimió de placer y con más ahínco se dedicó a mamármela.  Usando su boca como si de su sexo se tratara, se introdujo mi falo hasta la garganta y solo cuando sus labios besaron la base,  se lo sacó y sonriendo, me dijo:

―Pobre Ana, a su edad sigue soltera y según ella nunca ha pensado en casarse.

Que sacara a colación a esa cría, me molestó y presionando su cabeza, la llamé al orden diciendo:

―Ya me contarás eso más tarde. ¡Ahora mama!

Supo que tenía razón y por eso, metiendo y sacando mi pene, cumplió mis órdenes fielmente hasta que el placer se acumuló en los huevos y pegando un grito, explosioné en su boca. Fue increíble, en mitad de la Castellana y sin importarle los conductores que podían verla, mi dulce esposa disfrutó como nunca de mi semen golpeando su paladar y como si nunca tuviese nuevamente la oportunidad de beber tal ambrosía, engulló mi simiente con una locura obsesiva. Confieso que, a pesar del traqueteo del coche, Dhara no desperdició ni una gota y recorriendo con su lengua toda mi extensión la dejó inmaculada. Solo cuando se aseguró que no quedaba rastro, levantando su mirada, preguntó:

―¿Tengo tiempo y mi amado esposo ganas de que le vuelva a hacer otra mamada?…

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