Nota: el relato ha sido retirado de la web y vuelto a enviar para realizar los cambios pertinentes. Se aclara que la escena erótica sucede entre adultos.

I

—La profesora me prestó un libro, Lucas. —A mi hermana menor, Pilar, le gustaba hablar mientras caminábamos por la calle, rumbo a casa. A mí me daba algo de vergüenza hacerlo porque, tomados de la mano como íbamos, podríamos parecer una pareja. Pero a ella no le importaba, o mejor dicho no parecía importarle demasiado el mundo a nuestro alrededor. Pese al año de diferencia entre ambos, me daba la sensación, que se iría prolongando mientras crecíamos, que ella era la más madura.

—La próxima pregúntale si no tiene unos cuantos para mí —respondí, resoplando sonoramente. En el pueblo en donde nos mudamos no había mucho que hacer. Yo acababa de cumplir trece y menudo regalo me deparó: un cambio de vida radicalmente distinto a la de la gran ciudad, una auténtica experiencia infernal que me costó asimilar.

Era un lugar mucho más tranquilo, pero odiaba la tranquilidad; el aire y el paisaje natural contrastaban con el ritmo rápido y el gentío ruidoso de la urbe en donde habíamos crecido. Extrañaba la música aparatosa por doquier, a los coches pasar una y otra vez, a los edificios destacando a lo lejos. Aquí era distinto, todo era más pequeño, más que asfalto había caminos de tierra, todos te miraban. No había tantos coches, levantabas la vista y no había rascacielos rompiendo la monotonía del cielo; y la música… prefiero no mencionarla.

—Pero tú no sabes braille, Lucas —respondió, girando su cabeza hacia mí para mirar un punto indeterminado de mi rostro, con esos ojitos apagados. Me sonrió pícaramente, creyendo que se lo había dicho en broma.

—Eso es verdad.

—Puedo leértelos yo —dijo, tirando de mi mano.

La razón de la mudanza era más que evidente, pese a que mi madre no lo había mencionado nunca. Es decir, yo era un crío pero no implicaba que fuera tonto. Pilar no se había acomodado a la vida de la ciudad, le desesperaba ese agolpamiento de sonidos y prefería pasarla sola en el departamento antes que dar un paseo, y, si estaba de buen humor, íbamos al parque que teníamos cerca del edificio. Aquí, en cambio, la situación era muy distinta. Pilar reía, hablaba mucho, estaba en el paraíso.

Pero yo en el infierno…

La condición de mi hermana la llegué a considerar como un castigo, no sé si para ella, que nunca mostró el más mínimo atisbo de que aquello le superara, sino para mí. Egoísta, sí, pero era pequeño aún. Me convertí en lo que siempre había detestado: en un niño que tiene una carga de un adulto sobre los hombros. Porque debía estar a su lado siempre, prestarle atención en todo momento. Lo odiaba. Ese mundo a mis espaldas que me ligó unas cadenas que comenzaban en las extremidades de una niña de rostro angelical y cuya mirada siempre se perdía en la nada.

Como todos los días, al terminar mis clases, iba a buscar a Pilar, que esperaba pacientemente en un banquillo de su colegio, un flamante y recién estrenado centro de educación especializado. Cuando ella oía mis pasos o, mejor dicho, cuando reconocía el ritmo presuroso de mis pasos sobre la hierba, extendía su brazo con una sonrisa para que le agarrara la mano, desconocedora completamente de mi rostro desganado.

El trayecto desde mi hogar hasta mi colegio demoraba algo menos de quince minutos, pero al desviar mi camino para buscar a Pilar y traerla conmigo perdía casi una hora. Mucho tiempo entre el silencio y el olor a campo.

Y odiaba también eso. Es decir, yo tenía una facilidad asombrosa para odiarlo todo. Era largo camino hasta casa porque también estaba repleta de curiosos, niños que nos miraban durante nuestro andar. Todo era nuevo para mí, pero de un modo pesimista, no era como el gentío apático de la ciudad, que va y viene sin detenerse a mirarte. En la urbe iba a mi bola, y estaba acostumbrado a ir así, pero en el pueblo de vez en cuando tenía que lidiar con las miradas y con la curiosidad de los chicos más entrometidos.

—¿Ustedes son novios? —preguntó un niño frente a nosotros dos, botando un balón de fútbol con sus manos, con un grupillo de sus amigos tras él. Solían jugar en un terreno por donde pasábamos. Ese día, al vernos, dejaron su juego para cerrarnos el camino.

—No es mi novia —respondí, soltando a Pilar, quien inmediatamente extendió su brazo en señal de que necesitaba que se la tomara. Resoplé y volví a agarrar su mano.

El chico no pareció hacerme caso y amagó lanzar el balón a mi hermana. Pero fue solo eso, un amago.

—¿Ves? —preguntó a su grupo—. No puede ver.

Apreté el puño, ese que no sostenía de la mano a Pilar. Fue el primer día que sentí algo en el pecho que oprimía el corazón y revolvía cosas en el estómago. Yo, en cierta manera, odiaba a Pilar, pues era por ella que nos habíamos mudado, era por ella que mi vida había dado un vuelco. Y tenía el derecho de odiarla: la ciudad, mis amigos, mi rutina, la música, todo se había desvanecido para dar lugar a una nueva responsabilidad. Pero ellos… ellos no tenían la más mínima idea.

Y la sangre me hervía.

—Pero yo puedo ver —respondí. Era valiente, pero adentro me lamentaba por haber abierto la boca.

—Claro. Si los dos fueran ciegos, estarían dando tumbos por la calle —asestó otro, causando alguna risilla suelta.

—Es bueno tener una novia ciega —continuó el primero, mirándome ahora—. Así no va a ver esa nariz tan fea que tienes.

Fue el día en el que todo cambió. Sí, ese fue el momento en el que absolutamente todo tomó un rumbo distinto. Era una completa tontería pero éramos niños, ¿qué iba a hacer? ¿Cómo iba a reaccionar? La sangre bullía y solo deseaba hundir mi puño en su rostro sonriente. Había un par de chicos grandes tras él, tal vez no podría contra ellos.

—Lucas, no sabía que los burros podían hablar —dijo Pilar, mirando hacia mi rostro.

Hubo varias carcajadas y aquello disipó el ambiente denso. Fue inesperado. Le reí la gracia, más por estar nervioso y porque necesitaba quitarme de cualquier manera toda la tensión. Luego miré al grupo de chicos: uno se tapó la boca para no carcajear, otro no fue tan astuto y soltó una risa muy larga para que el chico del balón torciera su rostro.

—¿A quién llamas burro?

—A ti —respondió desviando su mirada hacia él: todos dieron un respingo de sorpresa o susto. Era como si pudiera verlos con esos ojos vacíos, aunque en realidad se guiaba por el sonido—. Solo un burro pensaría que unos hermanos pudieran ser novios.

Hubo más risas. Pero esta vez me quedé callado porque estaba asombrado. ¿Y esa niña respondona de dónde había salido? ¿O simplemente yo nunca le presté demasiada atención, o no pasaba el tiempo más que el mínimo con ella? Porque lo admito, éramos de mundos distintos pese a que en la ciudad vivíamos en el mismo departamento. Ahora, en un nuevo lugar, un nuevo mundo, teníamos que estar unidos y por lo tanto estaba descubriendo una faceta interesante de Pilar.

—Solo una ciega podría concluir esa tontería —devolvió el niño.

Solté la mano de Pilar dispuesto a ir a por él hasta que, de pronto, la niña chilló y nos paralizó a todos. Cuando la miré, se agachó y rebuscó con su manita por algo en la hierba. Se irguió sosteniendo una piedra pequeña, levantándola triunfante. Realmente parecía que miraba al asombrado chico a los ojos.

—¡El último niño que maté era más grande que tú, labios gruesos!

Me asusté, pero no duró más que un par de segundos. No sé cómo hice para no tumbarme sobre el suelo y reírme a carta cabal al contemplar la reacción de los chicos, no solo porque retrocedieron lentamente sin soltar la mirada de esos ojos cristalinos de Pilar, no conocían su capacidad de percepción (ni yo, en ese entonces); el chico del balón incluso soltó la pelota para taparse la boca, ocultársela, mejor dicho. Fue el primero en huir despavorido sin mirar atrás. Cuando, supongo, mi hermana oyó los gritos y pasos alejarse, lanzó la piedra hacia ellos en un movimiento torpe.

Pareció hinchar su pecho de orgullo. Volvió a extender su brazo para que la tomara de la mano.

—Lucas —susurró—. ¿Acerté a uno?

Agarré su mano. ¿Esa niña era Pilar? Era tan brava como yo. Podría decir, dadas las circunstancias, incluso más valerosa que yo. Sentí en ese instante que el mundo dejó de ser tan pesado, allí instalado sobre mis hombros; sentí esas cadenas, no sé si desligarse, pero sí que las percibí más largas, es decir, ahora daban más margen de maniobra. Había quedado más que claro que mi percepción de la frágil niña se había desvanecido. Y esa manita que yo sostenía… ¿qué decir? No la quería soltar más.

—No acertaste —dije, mirando de reojo aquella piedra que había caído hacia unos arbustos a un costado—. Pero casi.

—¡Hmm! —gruñó, cabeceando en un acto de orgullo—. No planeaba acertar a nadie. Vamos a casa. Y no te preocupes, no es verdad que haya matado a nadie.

Anochecía cuando salí al jardín y vi a Pilar, sentada sobre la hierba, en el punto donde la tenue luz amarillenta de la casa ya no tenía alcance, convirtiéndola en prácticamente un bulto oscuro. Lo bueno del campo es que, lejos de los apartamentos agolpados, aquí las propiedades eran inmensas, más de lo que hubiera imaginado. Contábamos con una gran parcela que se extendía en hondas de hierbas que se agitaban al viento, y mucho más adelante, cuando ya terminaba la propiedad (pobremente delineada por un vallado), cruzaba un pequeño riachuelo, y acompañaban a este unos pinos. Un cerro no muy lejano remataba el cuadro.

Me acerqué y noté que Pilar estaba leyendo su libro. Era extraño aquello, la de ver a alguien leyendo en la casi absoluta oscuridad. “¿Cómo puedes leer de noche?”, pensé en decirle, y de hecho también estaba a punto de comentarle que hacerlo en la oscuridad le haría daño a la vista. Fue solo un lapsus. De haber pasado más tiempo con ella tal vez no estaría pensando eso; naturalmente, me iría acostumbrando a esa peculiar escena de una niña o joven leyendo en la más absoluta negrura.

—Mamá ya preparó la cena, Pilar.

—Bueno —respondió con voz apagada, probablemente más concentrada en su lectura.

—¿Qué estás leyendo? —pregunté sentándome a su lado.

—Es el libro que me prestó la profesora.

—¿No serán consejos sobre cómo matar a otros niños?

—¡Ja! —negó enérgicamente con la cabeza—. ¡No! Es sobre un niño que cayó del cielo, que vino de las estrellas.

—Habrá sido una caída muy dura.

—Hmm —gruñó, negando más suavemente—. Vino en su nave espacial.

—¿Para invadir?

—Aún no lo sé.

Se dispuso a continuar su lectura mientras yo me limité a recostarme sobre la hierba y mirar el cielo perlado de luces. No quería interrumpirla, pero extrañamente también quería hacerle compañía, tal vez para compensar el tiempo que no habíamos compartido en la ciudad, así que lo mejor que concluí fue estar allí hasta que ella decidiera conversar. La odiaba en cierta forma, por ser la causante de mi cambio de vida. Pero… es un odio distinto, ¿saben? Porque imaginaba que ella también estaba consciente de ello, y sufría a su manera porque era una niña inteligente, sabía, o percibía, que el cambio de aires arrastró para todos nosotros cosas buenas y cosas no tan agradables.

—Lucas —dijo luego de un rato, cerrando el libro. Cuando la miré, noté que extendía su brazo.

—Aquí estoy —tomé su mano.

—¿Cómo… —preguntó, girando su cabeza hacia mí—… cómo son las estrellas?

—¿No lo dice el libro?

Torció el gesto.

—El libro da por descontado que sé cómo son.

—Bueno… son como los… agujeros que sientes en las hojas. Son agujeros, sí, que brillan en el cielo. No brillan muy fuerte, pero lo hacen. En este pueblo hay pocas luces, no es como en la ciudad, entonces se pueden ver más estrellas aún, y… hay… una especie de franja apenas brillante que cruza en mitad del cielo.

—Ah, sí. Es la Vía Láctea.

—Eso.

—Por cierto, no creo que tengas una nariz fea.

—Bueno… gracias —sonreí con los labios apretados. Lo habría dicho para reconfortarme, pero solo me hizo recordar el encontronazo con los chicos esos, y claro, el insulto a mi nariz—. Pero… no sabes cómo la tengo.

Extendió su manita hacia mi rostro para palparme toda la cara con dulzura. Era la primera vez que lo hacía conmigo, usualmente lo hacía con nuestra madre, alguna vez con su profesora, a la salida de sus clases. No sé cómo describir ese momento; puede parecer una tontería, pero parecía un ritual y le di su importancia por ser la primera ocasión; era, en cierta forma, como cuando sientes la presión de causar una buena primera impresión. Tragué aire y me tensé, esperando que terminara de reconocerme. Sonrió cuando tocó mi nariz y apretó con los dedos.

—Tienes una nariz bonita.

—Gracias, Pilar.

Así fue como todo cambió.

II

Podrían pasar más y más años, pero el aspecto del pueblo no iba a cambiar en lo más mínimo. Por suerte forjé amistades que hacían que los largos caminos de tierra y hierbajos del campo se hicieran llevaderos. Pero, aún con diecinueve años, mis deseos de huir de aquel lugar seguían tan firmes como cuando era pequeño.

—Solo digo que tu novia es una puta, Lucas —masculló Andrés, compañero de clases y colega. Sincero y rudo como ninguno; caminar a su lado hacía que el tiempo pasara más rápido—. ¡Ya sé, ya sé! ¿Qué clase de colega soy, no? Pero alguien tenía que decírtelo, hará que el dolor de la futura ruptura pase más rápido.

—Hoy estudiaré con las chicas, quedemos mañana, Lucas. TQM… —le leí en voz alta el mensaje de texto que me había mandado mi chica—. ¿Por haberme escrito eso ya es una puta?

—Eso es lo que escriben las putas, ahora estará en una orgía rodeada de negros —No, a mi amigo no le agradaba mi novia, pese a que Sofía era la muchacha más amorosa que podrías encontrar. Ni a ella le caía bien él, pero intentar interceder entre ambos era un dolor de cabeza por el que no quería atravesar.

Andrés inclinó la cabeza, mirando el grupo de chicas que caminaban juntas, a varios pasos delante de nosotros, y apretujó sus gruesos labios.

—Vaya culito, ¿no? La de la izquierda.

—Baja la voz —le codeé—. ¿Me quieres delatar, cabrón?

—Serás… —me devolvió el codazo, bajando el volumen de su voz. Miró de nuevo al grupo de chicas y sonrió—. Tu hermana también está bastante potente.

Aunque Pilar ya pudiera llegar hasta casa sin problemas, y de hecho ya lo hacía en compañía de sus amigas del centro educativo, yo aún sentía la necesidad de ir a buscarla y acompañarla. Y era extraño porque creía que con esa independencia que ella reclamaba vendría mi alivio, porque por fin me desprendería de unas cadenas que odiaba, pero pasó todo al revés. Había aprendido a vivir encadenado a esa muchacha de rostro angelical y ahora no había manera de pensarme sin ellas ligadas.

Pero a Pilar le molestaba que la fuera a buscar. Es decir, ahora quería su espacio, tenía su círculo de amigas. Unas eran más jóvenes, otras un poco mayores, algunas podían ver. Le fastidiaba que yo escuchara sus conversaciones de chicas, incluso que opinara de lo que sea que hablaran; a sus amigas no les incomodaba mi presencia pero mi solución fue sencillamente decirle a Pilar que ya no iría a buscarla.

Pero lo hacía…

Y la “acompañaba” en su camino, veinte o treinta pasos por detrás de ella y su grupillo. Si estuviéramos en la ciudad, el ruido y el gentío serían mi perfecto camuflaje, pero aquí no había nada más que el murmullo lejano de un riachuelo y el viento azotando los árboles. Un tractor venía a veces, otras un coche, poco más. Una de las pocas que lo sabía era una de sus mejores amigas, ella podía ver; miraba hacia atrás y meneaba la cabeza con una sonrisa. Imagino que comprendía, sabía que yo necesitaba comprobar que Pilar estuviera bien y por ello nunca me delató.

—¡Lucas! —chilló Pilar al llegar a casa. Sus amigas ya habían continuado su camino—. ¡No he dicho nada para no molestar a las chicas!

Nos detuvimos. Hasta dejé de respirar, por todos los santos, pero era imposible que oyera mi respiración a tanta distancia. Andrés me miró, y se encogió de hombros porque ni él sabía qué nos había delatado.

—Tal vez fue la mejor amiga… —susurró él—. ¿Ves? No te puedes fiar de ninguna…

—¿¡Te gusta una de mis amigas, no es así!? —continuó Pilar—. ¿¡Es por eso que nos sigues!?

Silencio.

—¿Y estás acompañado de Andrés, no?… O sea, no hay nadie más en este pueblo que tenga un ringtone de La Guerra de las Galaxias.

—Ya… —sonrió él, pasándose la mano por su cabellera—. Tienes muchas cosas que explicar, campeón —me palmeó la espalda, para volver sobre sus pasos.

—¿Adónde vas?

Pilar extendió su brazo a un costado, silbando la cancioncita de marras.

—Tienes amigas muy bonitas, pero no me gusta ninguna —respondí, acercándome para tomar de su mano.

—No tienes solución —suspiró, aunque no tardó en esbozar una sonrisa bobalicona—. ¿Y Sofía?

—Está estudiando con sus compañeras.

—Deberías pasar más tiempo con ella —tiró de mi mano mientras que con la otra palpaba nuestro portal; de otro tirón, me guió hasta dentro de la casa. El camino se lo sabía a la perfección a partir de allí. Lo sabía todo. Mi lugar en la mesa, el suyo, incluso me servía un vaso de agua, que nunca me acostumbré al fuerte sol y ella lo percibía debido a mi respiración agitada o el ritmo lento y cansado de mis pasos.

—¿Vas a beber? —preguntó, sentándose frente a mí, tamborileando la mesa nada más acomodarse. Estaba demasiado ansiosa y pronto sabría por qué.

—Estoy bien.

—¿Y bueno… ? —torció el gesto—. ¿Cómo te ha ido?

—¿El qué?

—El cartero me saludó esta mañana, Lucas.

No se le escapaba ningún detalle. Suspiré, trayendo mi mochila sobre mi regazo para buscar la beca universitaria metida entre los libros y cuadernos. Pero luego recordé que no había necesidad alguna de mostrársela, por lo que, mirando para un lado de la cocina, me preparé para decírselo. Ella no podía ver mi expresión, lo cual era en cierta forma un alivio, pero percibía mi voz, mi tono, y con ello, mi estado de ánimo. En ese aspecto Pilar veía mejor que yo.

—¿Te han rechazado, es por eso que estás así?

—Me han aceptado, Pilar.

Dejó el tamborileo.

—Es tu sueño, pues. Volver a la ciudad.

La miré detenidamente. No había nada extraño en su rostro salvo una ligera sonrisa. Podría ser alegría por mí, aunque también podía ser una expresión falsa para enmascarar sus verdaderos pensamientos. Era una incógnita total; a veces deseaba tener sus ojos para verlo tan claro como ella.

—Voy a extrañar a mamá —dije.

—¡Hmm! —levantó sus manos hacia mí—. Y a mí que me coma un animal.

—A ti también —las agarré.

—¿Y si no quiero que te vayas?

—¿Cuánto me ofreces, Pilar?

—¡Ja! ¿Cómo se te ocurre pensar que te voy a dar dinero? ¿Cuándo te vas?

—En dos meses.

Ahora sonrió. Y de verdad.

—Bien —cabeceó—. Dame tiempo y te convenceré de quedarte.

—Ajá. Buena suerte con eso.

—Es más que suficiente para convencerte. ¿Crees que no lo conseguiré?

—Lo dudo. ¿Apostamos? Porque si no me convences, quiero que tú te vengas a la ciudad conmigo.

—Ah… —Tragó saliva inmediatamente. Solo nuestra madre y yo sabíamos cuánto ella odiaba la urbe, en el fondo seguía siendo la niña de siempre. Pero, inesperadamente, cabeceó, como aprobando aquello, mirándome con esos ojos apagados—. Está bien. Es una apuesta.

—Solo estaba bromeando, Pilar.

—No —apretó mis manos con fuerza—. Yo hablo en serio. Si consigo que te quedes, ganaré la apuesta.

Ahora fui yo quien tragó saliva; el imaginar aquello era ridículo: repentinamente estábamos allí, apostando nuestras vidas, nuestros futuros. De solo pensarme en ese pueblo por más tiempo hacía que un escalofrío me recorriera la espalda. Había ofertas de trabajo y posibilidades de estudios terciarios, pero no era lo que tenía en mente. ¿Acaso había algo en este mundo que me haría convencer de quedarme en un lugar donde el mugido de las vacas era una constante?

—Ya me lo agradecerás —se mordió la lengua—. Le haré un gran favor a Sofía si consigo que te quedes.

—Andrés dice que Sofía me está poniendo los cuernos.

—¿Andrés? También me dijo que los ratones son cuadrados.

—Es un buen amigo, le gusta bromear.

—Debí haberle acertado esa piedra cuando lo conocimos.

Me hizo reír, pero en el fondo pensaba en lo que me propondría Pilar. El niño que una vez fui me rogaba escapar del campo, y de hecho había una parte de mí que también estaba de acuerdo, pero la situación cambió. Ahora tenía dudas de mí mismo. Temía que si Pilar iba en serio, tal vez pudiera convencerme. Pero pensé luego que tal vez su propuesta no era sino un divertimento para ambos.

—Pilar, ¿y qué te daré yo si me convences de quedarme?

—Dinero… —sonrió maliciosamente—. Mucho dinero.

III

Sofía estaba sentada sobre el capó de mi vetusto coche cuando tiró de mi mano para sacarme de mis pensamientos. La fiesta en la plaza del pueblo estaba terminando, eran pasadas las dos de la madrugada, y aunque la música no me seguía agradando, había aprendido a asimilarla a veces, neutralizarla otras. Pero todo volvió, la música y la realidad, cuando mi chica me acercó su latita de cerveza mientras que con la otra tiraba de mí para que me acercara.

—Sé en qué estás pensando, Lucas.

Enarqué mis cejas en el momento que me atenazó con sus brazos. Sofía, al igual que mis demás amigos, tomaron la noticia de mi inminente ida de una forma sorprendentemente serena. Era como si supieran que tarde o temprano yo sería el primero en irme del pueblo, y de hecho me lo decían sin reparo alguno: “Tenía que suceder, Lucas, te vamos a extrañar”. Y sí, tenía que suceder, pero no así; uno espera más cariño y algún que otro “No te vayas”. Y lo peor era que, en el caso de Sofía, yo no dejaba de sentirme algo contrariado porque de todas las personas no esperaba que justamente ella se mostrara tan tranquila.

Me maldije recordando lo que me había dicho Andrés, porque ahora pensaba que tal vez había otro chico saliendo con Sofía, y por lo tanto mi marcha sería un problema menos para ella. Mi novia no podía ser de ese tipo de persona, desde luego, pero con alcohol somos capaces de pensar un sinnúmero de desvaríos.

Puto Andrés.

—No pareces muy triste —dije medio en broma, medio en serio, bebiendo la cerveza.

—Aquí no hay mucho para ti —respondió mientras yo miraba hacia un lado de la plaza, donde varios jóvenes bailaban y reían—. ¿Quieres que te pida que te quedes y te dediques a la plantación de maíz o algo así?

—No, eso no. Ganadería, tal vez, he visto que se gana mucho dinero así —bromeé. Su padre era uno de los comerciantes más importantes de la zona aunque dudo horrores que él me quisiera tener cerca.

—Qué gracioso. ¿Y qué te ha dicho Pilar?

—Se lo ha tomado bien.

—¿Y? ¿Qué más?

—Y nada más, se lo ha tomado bien.

Me tomó del mentón y giró mi cabeza hacia ella para que la mirase a los ojos.

—Ella es la que debería pedirte que te quedes, Lucas. ¿No lo crees? Es la que más te necesita.

—Pilar sabe cuidarse sola.

—Y sin embargo no dejas de vigilarla todo el rato —miró hacia donde los chicos bailaban. Pilar estaba allí con una amiga, abrazada a ella, tal vez algo borracha, riéndose escandalosamente. Le gustaba la música.

Sofía me había pillado. Yo sabía que no era ni medio normal fijarme en mi hermana de esa manera, y mucho menos aún en presencia de mi novia. Pero mi chica lo sabía, y no sé si sufría en silencio por tener que aguantar ese lado mío, celoso y atento a Pilar todo el rato. No fueron pocas las veces que había ido de noche a mi casa, sentándose sobre la hierba para acompañarnos, y quedaba como mera espectadora de nuestros diálogos sobre las estrellas, nuestro día a día, los libros que leíamos y un sinfín de temas.

Había un mundo en el que Sofía no podía acceder. Y nunca supe si aquello le causaba celos, o simplemente una fascinación o curiosidad inusitada debido a que ella no tenía hermanos.

—¿Ves? —preguntó, reponiéndose para acercar sus labios húmedos a los míos. Tras un beso largo que supo al último de esa noche, resopló—. Siempre sé en lo que piensas.

—Solo… la estaba controlando. Es la primera vez que Pilar está bebiendo.

—Y cuando ella no está cerca, a veces miras las estrellas. ¿Crees que no sé? Yo sé. Eres especial, Lucas —guardando las manos en los bolsillos traseros de su vaquero, se alejó a pasos lentos.

—¿Adónde vas?

—Volveré a casa con mis amigas, tú tienes a alguien más importante a quien atender —apreté los dientes, no supe si fue una pulla. Volví a maldecir a Andrés para mis adentros pues ahora no podía dejar de pensar que realmente había otro chico… pero, de nuevo, Sofía no podía ser ese tipo de chica—. Si quieres que sea sincera, Lucas, espero que te quedes.

—Haces bien —ironicé, dándole un último sorbo a la cerveza antes de lanzar la lata a un costado—. ¿Ni siquiera un regalito de despedida? Así no hay quien me convenza de quedarme.

—Le dejo la labor a Pilar.

—¡Pst!

—Si lo logra, sí habrá regalito —dijo, dándose una palmada a su trasero—. Y seré yo quien te muestre otras estrellas.

IV

Había una frustración con las pocas personas de mi entorno. Creo que eso afectó mi situación. Sumó, restó, como sea, pero el resultado confabuló para que necesitara de consuelo que me costó admitir que quería. Mi cara no habrá sido de muchos amigos cuando me abrí paso entre los chicos de la plaza, acercándome a Pilar para tomarla de la muñeca, no de su mano como era de esperar.

—Nos vamos, Pilar.

—Volveré a casa con mis amigas —respondió con un tono de voz extrañamente altivo; se notaba que había bebido de más.

—No así. Vienes conmigo, y se acabó —yo era el mayor. Por más que solo hubiera poco más de un año entre ambos, por más que la realmente madura era ella. Pero no había otra opción esa noche. Ni yo estaba de buen humor, ni ella parecía estar en condiciones de discutirme nada.

Pilar gruñó, tirando su brazo para que le soltara la muñeca. Y acto seguido, me tomó de la mano. “Vamos”, respondió altanera, imagino que tratando de no quedar como la hermanita menor y obediente ante sus amistades. Era extraño verla así, el rol de rebelde era mío.

Estaba todo oscuro cuando llegamos a casa. De hecho, cuando estacioné el coche en el garaje y llevé a Pilar hasta la entrada, fue ella quien me advirtió de la curvatura que tomaba el camino hasta la entrada, de las piedrecillas que podrían delatarnos si íbamos con paso rápido, de los seis escalones que había que subir, y de entrar descalzos para no hacer ruido alguno porque el suelo de la entrada chirriaba mucho; todo lo necesario para entrar desapercibidos, no fuera que nuestra mamá pillara el estado de ebriedad de su adorada y ejemplar hija.

—Listo —dije al entrar a la sala.

—No, Lucas… escúchame, por favor —respondió, buscando mi mano en el momento que la solté. Su voz se había vuelto extrañamente sumisa. Parecía que lejos de sus amigas, ya no tenía por qué ir aparentando dureza—. Lucas, ¿quieres que te prepare un café?

—Estoy bien. Ve a dormir.

—No es eso… Lucas —no me quería soltar la mano—. Llévame hasta mi habitación.

—¿Ya te olvidaste del camino o qué?

—Sé el camino, pero ahora mismo creo que voy a caerme si doy un paso sola.

Iba a reírme, pero, como ella si lo supiera, tapó mi boca con su mano y negó con la cabeza; se la notaba preocupada, si nuestra mamá se enterara que la buena y angelical Pilar estaba en esas condiciones no traería nada bueno para ella. Era la consentida, la mimada, la sobreprotegida de la casa; su libertad la estaba ganando poco a poco, y se hacía evidente que no quería perder esa confianza que se había labrado.

Subimos por las escaleras y luego atravesamos lentamente el pasillo camino de su habitación. Era muy extraño aquello, porque ella seguía guiándome en la oscuridad. El ciego era yo.

—¿Quién me va a rescatar si vuelvo a beber? —preguntó cuando llegamos hasta su puerta.

—Tienes que conseguir un novio, Pilar.

—No sé. Los chicos que conozco son feos —dijo para que ambos riéramos con los labios apretados, tratando de no forzar ningún ruido.

—Entonces no te queda otra que no volver a beber.

—Sería más fácil que te quedaras.

Solo la luz azulada de la luna iluminaba su habitación. Se sentó en el borde de su cama mientras yo, recostado contra su puerta, trataba de encajar un par de piezas que en esa noche se me habían escapado. Pilar era una chica lista, era la madura, era la que siempre se anticipaba a todo con su sola percepción. Esa chica borracha frente a mí no podía ser ella y creía saber por qué.

Levantó su rostro hacia mí.

—¿Aún estás aquí, Lucas?

—¿Te has emborrachado a propósito, no?

—¿Qué dices?

—¿O ni siquiera estás borracha?

Se tumbó de espaldas sobre su cama, soltando una risilla. Levantó sus manos al aire y jugó con sus dedos. No me había fijado mucho durante la noche, pero Pilar llevaba una falda que ahora se había corrido más de lo necesario. Normalmente se daría cuenta enseguida y se la pondría bien, aunque el hecho de que ni lo notara revelaba que realmente había bebido de más.

—¿Emborracharme adrede? ¿Por qué habría de hacerlo, Lucas? —retorcía las piernas al hablar. Las tenía bonitas. Largas, torneadas. Relucían especialmente en esa noche azulada.

Pero no le respondí. Se burlaría si dijera lo que sospechaba, que todo aquello no era sino parte de su plan para hacerme ver cuánto yo era necesario en su vida. ¿Acaso era esa su magnífica idea para convencerme y ganar esa ridícula apuesta?

—Oye, Lucas… —se repuso, palpándose la camiseta que llevaba. Torció el gesto cuando se tocó los senos—. ¿Puedes verme?

—¿Pero qué te pasa?

—¿Está oscura la noche? ¿Puedes verme, Lucas?

—Apenas te veo.

—Toma —se quitó la camiseta y me la lanzó. De no tener unos senos más grandes que los de mi novia, hubiera agarrado su ropa al vuelo, pero lo cierto es que aquella imagen imprevistamente sensual, de sus enormes pechos apenas contenidos por el sujetador, me dejó inmóvil. Su camiseta fue hasta mi hombro izquierdo pero no hice nada para detener su caída hasta el suelo.

Tampoco agarré su sujetador que cruzó volando por la habitación hasta mi rostro. Es que la caída suave de sus senos, cuando se la desprendió, me dejó con los ojos abiertos como platos.

Lo admito. Todo lo que pudiera estar pensando en ese momento se desvaneció. Se me desarmaron mis pensamientos, mi cabreo, mi decepción, mis preguntas. Había una preciosa hembra allí bañada por la luz de la luna, apenas con un trapito arremangado en su cintura de manera vulgar pero que a la vez la hacía ver atractiva. El cabello desmadejado, algo sudada, la boca ligeramente entreabierta; parecía como si toda su imperfección se sumara para demolerme.

—Por favor, Lucas, llévalas al cuarto del lavarropas, ocúltalas debajo del canasto. Mañana las lavaré —dijo mientras se inclinaba hacia adelante, haciendo esfuerzos para quitarse la braguita. Tragué saliva y, lo admito también, una erección se hizo presente cuando pensé que también me lanzaría ese pedacito de tela.

Pero no lo hizo, lo tiró a un costado de su habitación.

Volví a la realidad. Me agaché para tomar la camiseta y el sostén, para luego echarlos sobre el hombro. Aguantándome la respiración, no fuera que pillara algún maldito estado de ánimo mío, miré sin ninguna sensación de culpabilidad esos senos y luego ese atractivo vello púbico que se percibía apenas en la oscuridad.

—¿Qué te pasa, Pilar?

—Derramé algo de cerveza sobre mis ropas. Si mamá… —se tumbó de nuevo sobre la cama—. Si mamá se entera…

Creo que se durmió.

V

Aún me encontraba adormilado cuando noté que Pilar estaba sentada al borde de mi cama. Un aroma de café inundaba mi cuarto y las luces del sol entrando por la ventana acuchillaban mis ojos. No había bebido mucho la noche anterior, en la fiesta de la plaza, pero mi cabeza estaba abombada.

—Buen día, Lucas —dijo señalando una taza sobre la mesita de luz—. Te he traído el desayuno.

Bueno, esa era Pilar. Normalmente me lo dejaba en la mesa en la cocina todos los días. Insistirle en dejar de hacerlo era misión imposible. Era como si quisiera ser la hermana mayor en la casa y, sinceramente, a mí me daba igual.

Pero, salvando mis cumpleaños, nunca me lo había llevado hasta mi habitación.

—¿A quién has matado, Pilar?

—Vamos a dar un paseo —se levantó, buscando meticulosamente con el pie por algunas de mis ropas tiradas. Se agachó para recogerlas. Y no, no serviría de nada insistirle en que dejara de hacerlo—. Ponte guapo, ponte perfume, luego de llevar las ropas a lavar vendré a buscarte.

—Gracias, pero paso —me tumbé en la cama para mirar el girar del ventilador del techo.

—No tardaré.

Me froté la frente. No podía negarle nada y ella lo sabía. Llámese culpabilidad por todo lo que hacía por mí, llámese obligación porque era cierto que yo ya no estaría dentro de poco y no estaría de más pasar un tiempo juntos.

Eso sí, cuando se fue de mi habitación, una pregunta no dejaba de molestarme. “¿Pero no debería tener resaca?”.

El riachuelo murmuraba y el viento azotaba con fuerza los pinos. El domingo había amanecido bastante caluroso, pero no al punto excesivo que me desagradaba. Me acomodé al lado de Pilar, quien, sentada sobre la hierba y recostada contra el tronco de un pino, musitaba una canción. Sonreía, era feliz así, en ese lugar tan tranquilo y natural; aquel pinar sobre todo era un lugar especial en el que pasábamos mucho tiempo durante nuestra infancia.

—¿Crees que mamá estará viéndonos desde la casa?

—La casa está demasiado lejos —dije girando la cabeza por sobre el hombro. No se notaba a nadie viéndonos desde nuestro hogar, y si lo hubiera, no nos encontraría fácil entre el pinar—. No creo que se despierte pasado el mediodía —reí.

—Bien —cabeceó, llevando su mano hacia mí.

—Aquí estoy —se la agarré.

—Soy… —mordió sus labios—. Soy egoísta, Lucas.

—¿Qué?

Entonces, apretó tan fuerte mi mano que me asustó.

—No quiero que te vayas. Pero tampoco quiero retenerte aquí porque sé que no eres feliz.

—Soy feliz.

—¡Puf! —probablemente pilló mi mentira en el ligero tono de voz—. Yo… yo lo he intentado. No soy tonta, veo las cosas muy claras. Yo sé desde el primer día cuánto odiabas estar aquí.

—Bueno… tampoco es que disimulara.

—No es eso —negó con la cabeza y miró hacia mi rostro—. Puedo deducir que incluso me odiabas a mí por ser quien nos trajo hasta aquí, ¿no?

—Nunca dije algo así —y no lo hice, ni a nuestra madre ni siquiera a mis cercanos. A los ojos de todos, yo adoraba a Pilar. Pero los ojos de mi hermana veían, aparentemente, lo que los demás no. Y eso siempre asusta a uno; que alguien desnude secretos sin mucho esfuerzo.

—No, nunca dijiste algo así… Pero… tú apretabas fuerte mi mano cuando ibas a recogerme. Siempre apurabas el paso y no querías conversar mucho.

—Estás pensando demasiado.

—Sufrías, Lucas. Y mamá no se fijaba en ti porque la carga era yo y tú no eras más que alguien que debía cuidarme en todo momento. Es por eso que siempre he querido ser yo quien te cuidara y se preocupara —dejó de apretarme la mano, inclinando su rostro de tal manera que pudiera oír mejor el murmullo del riachuelo que tanto le gustaba—. Quería dejar de ser una carga para ti, así que aunque yo siempre deseaba que me buscaras y me llevaras hasta casa, prefería que tú vivieras tu vida, que no pensaras tanto en mí.

Quedé sin palabras, un par de piezas empezaban a caer en su lugar cuando ella se apartó del tronco para tumbarse sobre la hierba. Levantando ligeramente las piernas, y utilizando sus pies, se deshizo de sus calzados. Se tomó del vaquero y fue quitándoselo ante mis atónitos ojos.

—Ehm… Te has vuelto loca, Pilar.

Con una risita, lo lanzó hacia mí. Era preciosa así, solo con una camiseta y braguitas de colores que no combinaban; era como si esa imperfección sumara en favor de su encanto. Aunque me mataba no poder verlo claro como ella. ¿A qué diantres se debía todo eso? Su confesión, sus acciones. Ojalá pudiera percibirlo.

Cuando se levantó, se dirigió al riachuelo. De paso se retiró la camiseta mientras yo me deleitaba de la vista. No se equivocaba Andrés cuando hablaba de los atributos de Pilar, de su perfecto culo, de esas caderas que invitaban a acariciar dulcemente, de esa cabellera larga y lista. Me incomodaba hablar de aquello con mi mejor amigo, pero estando solo ella y yo, la cosa era distinta: ahora disfrutaba del “paisaje” y no sentía remordimiento alguno al observarla; nadie lo sabía, que disfrutaba de sus curvas, de sus encantos, ni siquiera ella misma.

—Oye —dijo en su lento caminar, plisando la parte posterior de su braguita—. ¿No me vas a acompañar?

“Acompañarla”, pensé. Me faltaba sensibilidad y me sobraban hormonas, para qué mentir. Mil pensamientos asomaron y ninguno propiciaba algo decente cuando me propuso ir con ella al riachuelo. Pilar se giró hacia mí, con los brazos en jarra y una sonrisa cándida, y mi corazón repentinamente se instaló en mi garganta.

Es que estaba sin sujetador. Sus pezones rosados, madre mía, parecían rogar que alguien los probara y se deleitara con ellos por horas. Meneé la cabeza para aclararme los pensamientos.

—¿Te acuerdas aquella primera tarde que la pasamos aquí? —preguntó, jugando con el borde de su braguita—. Éramos niños y… creo que fue la primera vez que te oí reír conmigo desde que llegáramos. Por eso me gusta este lugar.

—Aquella… vez… llovía… —¿Por qué la chica con mayor tamaño de senos en todo el pueblo debía ser justamente mi hermana menor?

—¿Vas a venir o no?

No recordaba que fuera tan incómodo estar metido en ese riachuelo, ni mucho menos recordaba que el agua fuera tan fría. Cuando era niño todo era más divertido, pero ahora no dejaba de otear en derredor en búsqueda de algunos curiosos, pero era más un acto reflejo que otra cosa porque dudaba que hubiera alguien. Nunca había nadie.

Pilar tiraba de mi mano para entrar juntos. El agua en ese tramo llegaba hasta arriba de los tobillos y el murmullo del arroyo era ahora tan fuerte como sus risas. Cuánto estaba acostumbrado, en privacidad, a ese rol de hermano “menor” que se deja llevar por la “mayor” para realizar alguna travesura; ella me guiaba por el riachuelo, conocía cada desnivel, lo tenía memorizado mejor dicho.

Me soltó la mano y se agachó para salpicarme el agua.

—¡Quítate la remera!

—¡Frío, maldita! —le devolví el gesto.

—¡Uf! —retrocedió un paso entre risas. Se pasó la mano sobre su larga cabellera—. Descríbeme el cielo.

—Despejado, ni una sola nube —mis ojos no se despegaban de sus senos mientras me quitaba la camiseta.

—Parece hasta obvio —dijo levantando el rostro hacia ese fuerte azul sobre nosotros—. Se siente el calor. Y… ¿el pinar?

—No ha cambiado mucho desde la última vez, siempre hay montones de pinos.

Entonces se acercó. Su cuerpo se había cubierto de gotitas centelleantes del sol, la braguita mojada la hacía tan apetecible pero no dejaba de darme martillazos a la cabeza porque esa chica era la niña con quien yo había crecido, mi querida hermana, mi protegida, mi “mayor”. Tal vez ella no pudiera verme de esa manera, benditos ojos suyos, y por eso reía y jugaba conmigo, pero yo era un caso diametralmente distinto.

—¿Y yo, Lucas? ¿Cómo soy?

Nunca me había pedido eso. Que la describiera a ella misma, que calificara, que ponderara su rostro, su cuerpo. Nunca, ni cuando éramos niños. Se tocó los pechos y luego se palpó la curvatura de su cintura, remojándose esos labios y fijando esos ojos apagados en mi rostro.

—Eres guapa. Pero yo que tú me pondría un sostén.

—Hmm —negó con la cabeza—. Cuéntame, descríbeme.

—No es mi especialidad. Pero… ojalá encuentre una chica en la ciudad tan guapa como tú —le salpiqué el agua para que no se le subieran los humos.

—¡Ja!… Ya veo. Pues ojalá mi novio sea guapo como tú —dijo, acercándose un par de pasos para poder palpar mi rostro.

Sus senos hicieron presión contra mi pecho, el roce de sus pezones mojados y endurecidos por el frío del agua me hizo estremecer. Quería seguir allí porque era una sensación deliciosamente abrumadora, su cuerpo, esa complicidad entre ambos, pero también deseaba huir porque en pocos segundos podría hacer algo que no debía. De hecho, en un acto reflejo mis manos quisieron posarse en su cintura pero recordé que esa muchacha era mi pequeña hermana, por lo que se detuvieron a mitad de camino.

Su pubis se pegó al mío; Pilar habrá sentido el bulto que mi bóxer ya no podía disimular pero su gesto no revelaba nada. Necesitaba separarla de mí pero eso implicaba tener que tocarla. Meneé la cabeza y me aparté.

—No puedes verme, Pilar. Entonces idealizas.

—No te alejes—torció el gesto y volvió para palparme los labios—. Eres guapo.

Avanzó otro paso pero su pie se enganchó al mío; terminó resbalando pero la sujeté fuerte de la cintura, aunque una mano fue demasiado cerca de su culo y de hecho un dedo entró por debajo de la tela de su braguita. ¿Por qué Pilar resbaló si conocía tan bien el lugar? ¿Estaba tan nerviosa como yo? ¿O acaso aprovechó la situación para que la sostuviera? Porque yo estaba siempre allí para socorrerla, mi instinto se sobreponía siempre a la razón y a la excitación, ella lo sabía.

Pero cuando ya estaba segura en mis manos me di cuenta que yo tocaba donde no debía. Pilar rio, ¿cómo era posible que yo estuviera a punto de reventar, metido en mi mundo de tensión sexual mientras ella solo percibiera travesuras? Volvió a su extraño asalto; se repuso, pero con movimientos algo torpes, como para que mis manos no dejaran de sujetarla.

Me tomó de la cabeza con ambas manos, de nuevo pegó su cuerpo al mío, como queriendo estar segura a mi lado, pero es que el roce de sus muslos me podía, ese maldito vientre húmedo contra el mío, esa sensación de tener nuestros sexos tan cerca pero solo apartados por pedacitos de tela; no podía pensar con claridad, ¿quién podría hacerlo en esas condiciones?

—Pensé mucho sobre ti, Lucas. Contigo lejos habrá un vacío grande en la casa que no estoy dispuesta a soportar. Estoy como… atada a ti, ¿no piensas lo mismo?

Dio en el clavo. Atados el uno al otro, eso pensaba ella de ambos.

—Como cadenas… —dije en un susurro.

—Sí, eso es. Necesito a mi protector. Por eso te digo que soy egoísta, porque no me importa lo que tú quieras, solo quiero tenerte conmigo. Puedo soportar que no vayas a buscarme porque tendré la certeza de que estarás en casa esperándome, pero si te vas…

Ojalá yo pudiera tener ese dote suyo, el de hablar y describir con facilidad ese aquello que nos aflige. Parecía que me leía el pensamiento, y estaba tan sorprendido viendo aquel rostro angelical confesándome algo que yo había sentido con exactitud durante toda mi vida.

—Entonces ven conmigo, Pilar.

—Hmm —negó con la cabeza—. ¿Y dejar de percibir tu respiración, tus pasos, ese perfume que te pones para Sofía y que a mí me encanta? Allá en la ciudad siento que te perderé y romperé esa cadena de la que hablas. Y tú, ¿qué piensas, Lucas? Ahora mismo estoy tan nerviosa —dijo con una risilla, ladeando su rostro a un lado, pero nunca apartándose de mí—, tanto que ya no puedo percibir lo que sientes.

¿Cómo decírselo? ¿Cómo expresarme tan bien como ella? De niña me pedía que le describiera los amaneceres, las estrellas, la lluvia, la hierba, el pinar, el cerro a lo lejos, pero ahora parecía que esperaba otro tipo de descripciones de mi parte, de esas que ni yo mismo podía ver. ¿Cómo decirle, sin que se riera de mí, acerca de la belleza de su rostro o su propio cuerpo, y de estas nuevas sensaciones saliendo de mí? Ahora lo puedo escribir, mis letras lo pueden contar, sobre su boca entreabierta, sobre esos labios mojados, sobre su mirada de ojos cristalinos, sobre la fría humedad en su piel, sobre sus muslos que acariciaban los míos.

Sobre esa maldita sensación en el pecho que me exigía que no la apartara de mí.

Lo puedo escribir ahora con claridad, pero en ese momento todo era demasiado espeso para siquiera pronunciar una jodida palabra.

—A nadie le gusta estar encadenado, Pilar —respondí al fin, tomándola de la cintura para alejarla un poco—. Pero me alegra que del otro lado de la cadena estés tú.

Sonrió, pero inmediatamente volvió a ponerse seria, pegándose otra vez a mí para mi martirio. Casi volvió a resbalar, aunque se sostuvo de mi muslo, acariciando de paso mi verga contenida tras mi ropa interior. Di un respingo de sorpresa, creo que ella también, no me fijé muy bien en su rostro en el momento que me la tocó.

—¿Es una chica la razón por la que quieres volver, Lucas?

—No… Claro que n… ¿Qué estás haciendo?

Sus manos palparon mi pecho mientras se remojaba sus labios. Detuve mi respirar mientras sus dedos bajaban hasta llegar a mi bóxer. Tomó de este, susurrando un “No te muevas” y, lentamente, me lo retiró hasta medio muslo.

Y no me moví. Todo se aceleraba dentro de mí. Mis pensamientos, los latidos, la respiración, pero, ¡mierda!, no me moví. Todo era surreal y vertiginoso como para pensar con claridad. Ahora mi verga estaba al aire libre, balanceándose un poco para luego apuntar firme y orgullosa a la culpable de su despertar.

—Oye… —dijo susurrando, se sostuvo de mis piernas para arrodillarse y así poder agarrar hábilmente mi sexo; sonrió al comprobar mi dureza, apretando sus labios— Descríbemela.

—No me jodas, Pilar… Es… —sus dedos cálidos eran la octava maravilla. No sé por qué todas mis alarmas se apagaron y me dediqué a disfrutar de sus caricias. Tal vez porque Pilar dejó un momento de ser quien era para mí, y esas encantadoras caricias a mi sexo revelaron una hembra viciosa—. Es una maldita verga… —carcajeé, pasándome las manos por mi cabello.

—Es enorme —cerró sus manos sobre la carne, blandiéndola de un lado a otro.

—Sí, bueno… —enarqué las cejas—. ¿Lo dices en serio?

No me hizo caso, solo rio. Sentí inmediatamente sus labios abrigar con fuerza mi sexo y tuve que limpiarme los ojos para creerme lo que estaba viendo. Porque era imposible que aquello realmente estuviera sucediendo, no porque Pilar resultara ser alguna chica experta cual estrella porno, porque no lo era, era torpe aunque su lengua pusiera muchas ganas; era imposible porque se trataba de ella, justamente ella la que estuviera lamiendo y chupando. Era terrible la sensación al principio, como si la culpa de su inesperada corrupción la tuviera yo, pero luego lo innatural se convirtió en natural, pues más que hermanos sentí que éramos dos personas que habían sufrido y cuya única manera de sortear nuestras angustias era estando juntos, unidos, atados, encadenados.

Porque así crecimos. Así se sentía natural. Los extremos condenados y unidos por una cadena irrompible, eso éramos.

Cuando fuimos hasta la orilla y la acosté en la húmeda arena volví a tener dudas; recordé a Sofía, recordé quién era la chica frente a mí, pero parecía que ella lo percibía en mí por lo que se abrió de piernas para revelarme su deseo de hacerlo. Pero por más que ambos lo deseáramos, siempre hubo algo dentro de mí que me obligaba a ser más delicado con Pilar, como si aún frente a mí estuviera esa niña frágil por quien debía velar cada segundo de mi vida. Suspiré, dándole un beso a su vientre salado y húmedo mientras le retiraba la braguita, causándole un gracioso respingo.

—¡Ah!, Lucas, ven, por favor —dijo retorciendo las piernas. Al parecer ella también luchaba consigo misma sobre si hacerlo o no. Cuánto deseaba degustar ese sexo que acababa de revelar, sonrosado, parecía algo hinchado, como invitando a buscar su agujero entre los bultos de sus labios, pero Pilar tomó de mi cabellera dolorosamente y me obligó a llevar mi cara hasta la suya.

—¿Estás… estás bien? —pregunté. Me soltó e inmediatamente palpó mi rostro, como si quisiera reconocerme de nuevo, memorizar mi expresión o simplemente descubrir esa nueva faceta mía que ahora afloraba.

Y sonrió.

—Quiero hacerlo —susurró.

Yo también lo quería, pero cuando lo dijo, con su voz, con su rostro, con sus dedos ahora peinándome… la culpa cayó otra maldita vez sobre mis hombros. Era Pilar, mi pequeña hermana mayor, permítase oxímoron. Creció, sí. Era atractiva, desde luego, pero en algún rincón de mi cabeza algo se negaba a aceptar esa realidad, se negaba a que pusiera otro dedo más sobre ese ángel de cristal.

Vista mi poca pericia, su mano llegó hasta mi palpitante miembro y, tomándolo, lo guió hasta el encuentro con su sexo, dejándolo allí, carne trémula contra carne trémula, como esperando que yo diera el siguiente paso. Que se la restregara, que la hiciera suspirar, que penetrara poco a poco. Me susurró más palabras de aliento, de esas que uno no espera que salga de su pequeña hermana, pero lo hizo, y todo dentro de mí la fricción de mi sexo contra el suyo aumentó más aún si cabe.

Entonces, cuando sus piernas atenazaron mi cintura, empujé.

Boqueó, y mi corazón se aceleró, no solo por estar haciéndolo con ella sino porque lo último que esperaba es que sufriera por mi culpa. Era virgen, era obvio, había una barrera allí que impedía que entrara más. Me abrazó y hundió sus uñas en mi espalda, me miró con sus ojos vacíos y sonrió de lado cuando pasaron unos segundos.

—No te asustes —dijo—. El murmullo del agua me tranquiliza. Es por eso que vine aquí.

—No estoy asustado, Pilar —mentí.

—Bueno, pues yo estoy algo asustada —frunció el ceño, pero luego volvió a boquear deliciosamente cuando empujé un poco más. Sonrió segundos después—. Pero… de todas las personas en el mundo, es con mi “pequeño hermano mayor” con quien más segura me siento.

¿Tenía que decir “hermano” en plena faena? Y otro empujón más; parecía que todo su sexo se hundía conforme el mío intentaba abrirse paso suavemente a través de la barrera. No había desvirgado nunca a nadie, Sofía ya lo había hecho antes que yo, así que estaba algo preocupado pero no se lo iba a decir, no esperaba que ella tuviera tanta resistencia.

Otros besos, otras palabras de aliento, la punta de mi sexo se posaba sobre el suyo, presto a empujar otra vez, acariciando, deleitándose del tacto húmedo y caliente; el río rumoreaba, el viento aullaba fuerte.

Y luego, naturalmente, todo pasó. Aquello era algo distinto, no como con mi chica (¿Y qué hacía yo comparándola con mi novia y pensando en ella en un momento como ese? Pues así somos). Estaba dentro de ella; dentro de Pilar, ahora el que sentía sus secretos y dibujaba mentalmente sus jugosas y apretadas entrañas era yo, disfrutaba de su olor a hembra, de sus gemidos ahogados, de sus dulces balbuceos que pedían que tuviera más cuidado pero que a la vez no me detuviera; era un mundo de sensaciones nuevas, un mundo visto desde sus ojos.

Lo supe entonces, lo descubrí como un golpe tan apabullante como un orgasmo; que sus gemidos eran mejor sonido que los ruidos despampanantes de la ciudad, eso era algo por lo que valía la pena detenerse a oír. Y la visión de su rostro sudado, gozando, boqueando, mirándome el rostro con esos ojos vacíos, pues eso era mejor que la vista de incontables edificios rompiendo la monotonía del cielo.

Y sus deliciosos pezones duros, ese sexo apretado, mojado, que se contraía involuntariamente y parecía jugar con mi verga era una sensación que, algo me decía, no la encontraría en ninguna de las sombras que conforman el apático gentío de las urbes.

Pilar de alguna manera lo sabía porque sus ojos lo veían más claro que yo; esa tarde en el pinar me lo descubrió.

Sus uñas dejaron de clavarse en mi espalda y se dedicaron a acariciarme, consolando las heridas que me había propinado minutos antes. Luego, enredando sus dedos en mi cabellera, me invitó a probar de su boca. Su lengua penetraba sin técnica pero con fuerza, como buscando desesperadamente la mía para unirlas. Saliva contra saliva, cuerpo contra cuerpo, los dedos se hundían en la piel mientras tratábamos de descubrir más de ese lado que nos habíamos escondido el uno del otro.

Cuán delicioso fue todo, la culpa siendo absorbida por el placer, su cuerpo reaccionando ante mi suave ir y venir, su rostro torciéndose de placer cuando le mordía sus pezones, su interior apretándome con fuerza inusitada, como si no quisiera dejarme ir y exprimírmelo todo. ¿Quién mierda me iba a decir que pecar supiera tan delicioso? ¿Acaso habría otra persona en el mundo que me pudiera ofrecer todas esas sensaciones azotándome el cuerpo de manera apabullante?

Cuando, más tarde, nos bañamos entre risas, nos hicimos con nuestras ropas y nos dispusimos a volver a casa. Me hubiera encantado quedarme con la braguita pero fui obligado a devolvérsela… y ponérsela. Acabábamos de hacer una tontería, un pequeño juego tórrido, una aventurilla sin muchas consecuencias que mejor no decírsela a nadie, de esas que no iba a encontrar en ningún otro lugar. Era eso o hundirse en la culpabilidad por haber hecho algo que no debíamos aunque lo necesitáramos.

—Lucas —Pilar levantó su mano hacia un costado.

—Aquí estoy.

—¿Gané la apuesta? —preguntó nada más agarré su mano.

Suspiré, enredando mis dedos entre los de ella, mirando esos preciosos ojos suyos. Los eslabones de una cadena irrompible: eso éramos, así crecimos, esa tarde en el pinar lo descubrí. Y éramos felices así. Yo indicaba el paso de día, ella de noche. Yo describía el cuadro, ella percibía el fondo. Pilar lo supo siempre y me lo hizo ver.

Cuando ella parece mirarme a los ojos, entiendo perfectamente que la tortura de vivir encadenado puede ser un yugo delicioso.

—Volvamos a casa, Pilar.

Y sonrió.

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