Reconozco que soy un despistado. Es el colmo que tuviera que llegar un compañero y hacerme esa pregunta para darme cuenta de que Elena, mi secretaria,  se había hecho una operación de incremento de pecho. Os  parecerá imposible pero, después de cinco años trabajando codo con codo con ella, había provocado que no la viera como mujer sino como un ser asexuado.
Todavía recuerdo esa tarde,  acababa de llegar de comer con unos clientes cuando Javier, el director financiero de la empresa se acercó a mi despacho y sin esperar a que le diera permiso, se sentó en una silla muerto de risa. Al verlo de tan buen humor, le pregunté a que se debía su visita.
-¡Tenía que comprobar lo que me habían contado!
-No te comprendo- respondí totalmente en la inopia.
Descojonado, me señaló a mi asistente para acto seguido decirme:
-Te lo tenías bien callado.
Sin saber a qué coño se refería, miré  a Elena que ajena a nuestro escrutinio estaba sentada en su mesa frente a la entrada de mi despacho.
-¿De qué hablas?- pregunté ya intrigado.
-Joder, Alberto. ¿Qué te parecen las nuevas tetas de tu secretaria?- respondió.
Al percatarse por mi reacción de que no sabía nada, con una carcajada, me soltó:
-¡No me jodas que no te has dado cuenta! En toda la oficina no se habla de otra cosa. ¡Menudos melones que se ha puesto!
Alucinado, le reconocí que era mi primera noticia. Mi compañero me miró con recochineo y sin cortarse, se rio de mí diciendo:
-O eres gay o te hacen falta gafas. ¡Son acojonantes! ¡Cada una de esas tetas debe pesar al menos dos kilos!
No sabiendo que contestar, iba a responder con la salida fácil de una burrada, justo cuando la vi levantarse y venir hacia mi oficina.
-¡Dios mío! ¡Menudas tetas!- exclamé sin pensar en que podía oírme.
Afortunadamente, mi secretaria no me oyó y por eso cuando entró, seguía sonriendo. Sin conocer el objeto de la visita de Javier, pidió permiso para entrar y tras obtenerlo, me dio una serie de cheques a firmar. Os juro que tuve que hacer un esfuerzo sobre humano para retirar los ojos de esas dos bellezas. ¡Mi amigo tenía toda la razón al decir que eran descomunales! Y aunque la mujer llevaba una chaqueta holgada, el tamaño de los implantes era tal que había que ser ciego para no notarlo. Disimulando, firmé los pagos y haciendo como si estuviéramos tratando algo importante, le pedí que nos dejara solos. Nada más irse la morena, Javier casi llorando de risa, me dijo:
-Son la octava maravilla del mundo, ¿No crees?
Seguía en shock al no comprender que Elena, mi Elena, se hubiese implantado semejante despropósito. Esa locura no concordaba con el concepto que hasta entonces tenía de mi asistente. Siendo una mujer guapa, siempre la había catalogado como una mujer seria y anodina, de la que incluso desconocía siquiera si había tenido novio. Trabajadora incansable, nunca había puesto queja alguna a quedarse trabajando hasta altas horas de la noche si era necesario. Siempre llegaba antes y se iba después que yo, por lo que había supuesto que carecía de vida privada y ahora…. ¡No sabía que pensar!
La brutalidad de esas tetas me hizo replantearme esa imagen y viendo que Javier seguía esperando una respuesta, le solté:
-¡Son la hostia!- y tratando de encontrar una explicación a tan radical cambio, le comenté entre risas: -Su novio debe de ser un obseso.
Mi compañero parándose de reír y mientras se secaba las lágrimas, respondió siguiendo la guasa:
-Cómo no se le conoce ninguno, ¡A lo mejor lo que busca es uno!.
-No jodas- contesté y sabiendo que de seguir con la charla, empezaría a intentar liarme en sus historias, preferí buscar una excusa y que me dejara solo.
Para nada satisfecho, al llegar a la puerta, se dio la vuelta diciendo:
-¡Ten cuidado! ¡Eres el único soltero!
-¡Vete a la mierda! – le respondí haciéndole un corte de mangas.
Pero la verdad es que al irse y dejarme solo, no pude dejar de pensar en dicho descubrimiento. Esas dos ubres habían quedado impresas en mi mente y por mucho que intenté borrar su recuerdo no  pude. Sobre todo porque solo tenía que levantar mi mirada para verlas tras el cristal. Actuando como un voyeur, no pude dejar de contemplar la rotundidad de sus formas mientras su dueña tecleaba frente al ordenador. Si no llega a ser porque la conocía desde hacía tanto tiempo, hubiera supuesto que me estaban tratando de tomar el pelo y hubiese creído que esa mujer era una actriz porno haciendo una broma.
“¡Son brutales!” pensé mientras admiraba a lo lejos ese par de globos.
Elena todavía sin estar acostumbrada a llevarlas, continuamente se chocaba con todo. El colmo para mí fue esa misma tarde cuando al pedirle un papel, me lo trajo y al dármelo sus dos pechos se posaron en mis hombros. Ella misma se dio cuenta y con voz avergonzada, me pidió perdón. Desgraciadamente al dejar caer ese peso sobre mí, provocó que si ya eran atrayentes se convirtieran en una obsesión.
“¡Pero qué buena está!” me dije completamente excitado.
Bajo mi pantalón, mi propio pene debió de pensar igual porque sin importarle descubrirme, se levantó de ipso facto dejando claro la atracción que sentía por esa renovada asistente. Ella debió de percatarse porque totalmente colorada intentó apartarse pero la rapidez con la que lo hizo lo que provocó en realidad fue darme con ellas en toda la cara. El golpe que recibí con semejantes armas lejos de enfadarme, me hizo reír y sin poderme aguantar solté una carcajada. Mi risotada la avergonzó más y sin saber dónde meterse, me pidió perdón.
-No te preocupes- dije tratando de quitar hierro al accidente: -Jamás me habían atacado  con algo tan bello.
No había acabado de decirlo cuando me di cuenta de que era una burrada y temiendo que ella se lo tomara a la tremenda, intenté disculparme. En contra de lo normal, la mujer se sintió reconfortada con la broma y regalándome una sonrisa, desapareció sin despedirse. Ya solo, me recriminé el error y decidí que nunca se volvería a repetir:
¡Ella era mi secretaria y yo su jefe!
 
 
 Elena hace que todo se complique:
Lo que no sabía cuándo lo decidí fue que me iba a resultar imposible y no porque no lo intentara sino porque mi asistente se ocupó en que fuera inviable. Si Felipe II y su armada invencible nada pudieron hacer en contra de las tempestades, yo sucumbí irremediablemente ante su acoso. ¿Y os preguntareis por qué?.
Fácil. Ese día y mientras volvía a su mesa después de darme con sus dos melones en la cara, Elena se iba riendo por lo bien que se estaban desarrollando sus planes. Aunque por el aquel entonces lo desconocía, esa morena llevaba años intentando que me fijara en ella y viendo que mi gusto en lo que respecta a mujeres era que vulgar y me encantaban las bien dotadas, había decidido transformar sus dos pequeños pechos en dos magníficas ubres que me hicieran soñar cada vez que posara mis ojos en ellas.
¡Y mira que lo consiguió!
Nada más llegar a casa y recordar la sensación de esa inesperada caricia en mi mejilla, no me pude aguantar y cerrando los ojos, me puse a imaginar lo que se sentiría al hundir mi cara entre esas dos masas ingentes de carne. Completamente excitado me empecé a masturbar mientras mi mente volaba fantaseando con que esa mujer ponía en mi boca sus rosadas areolas. Esa imagen tan sexual me hizo estallar mientras me recreaba soñando que agarraba con mis dientes esos enormes cántaros.
A la mañana siguiente cuando llegué a mi despacho, ni siquiera me había acomodado en mi silla cuando esa arpía comenzó su acoso. En cuanto la vi entrar, supe que la jornada iba a ser dura porque la morena venía embutida en una camiseta que maximizaba si cabe el volumen de sus senos. Totalmente pegada la tela de su blusa parecía que iba a explotar mientras la muchacha me servía el café de la mañana. Os juro que no pude evitar recrearme en ese escote que lascivamente la mujer puso a mi disposición, al agacharse a poner mi taza encima de la mesa.
“¡Madre mía!” mascullé entre dientes al perderme en el profundo canal que formaban esas dos tetazas.
Elena, sabiéndose observada, no se cortó en absoluto y exhibiendo como una zorra su nueva anatomía, me sonrió mientras me preguntaba si quería leche. Absorto en la contemplación de esas dos fuentes, no la contesté por lo que tuvo que insistir para que retirara mis ojos de sus melones y la mirara a los ojos:
-Don Alberto, ¿Quiere la leche calentita?
 El tono sensual con el que me lo preguntó, me dejó claro su juego y balbuceando una contestación le pedí que sí. La muy zorra comprendió que alterando una costumbre de años, le había pedido caliente para así obligarla a volver con ella y sabiendo que lo que realmente estaba hirviendo era yo.
“¡Será puta!” pensé al verla entornar sus pestañas y salir meneando descaradamente sus nalgas. “Sabe que me gusta y está disfrutando”
Fue entonces cuando realmente me percaté de que el cambio de esa mujer no solo era de pectorales porque al mover de manera tan desvergonzada su trasero, descubrí que también se había cambiado el peinado y la forma de vestir. Lo peor es que con el corazón bombeando a mil por hora, caí en la cuenta que Elena no había hecho más que seguir al pie de la letra lo que una tarde de asueto le conté al salir de la oficina. Pálido recordé que ese día, en el que abusando de la amistad que nos unía después de tantos años de trabajo, me preguntó cómo me gustaban las mujeres. Creyendo que era una conversación sin importancia, le contesté sinceramente:
-Pechugonas con el pelo largo cortado a capas y que se muevan como una puta.
Y eso era exactamente lo que había hecho, Elena se estaba ajustando al estereotipo que le marqué durante esa charla. Tratando de mantener la calma, me intenté convencer de que no eran más que imaginaciones mías pero, ella al volver con la leche recién sacada del microondas, no pudo ser más clara:
-Alberto- me dijo mientras apoyaba como si nada una de esas voluminosas peras en mi brazo:- No me has dicho que te ha parecido mi operación.
Haciéndome el despistado le contesté que a qué se refería. Ella sabiendo que no quería mojarme, se plantó frente a mí y cogiendo los dos pechos entre sus manos, me soltó:
-Mis nuevas tetas.
Os confieso que me quedé paralizado porque comportándose como un pendón desorejado se pellizcó un pezón mientras me lo preguntaba. Su desfachatez no hizo más que incrementar mi turbación y tartamudeando, contesté:
-Son preciosas.
Mi respuesta le satisfizo y acrecentando su acoso, se abrió un poco el escote mientras soltando una carcajada me respondía:
-¡Sabía que te iban a gustar!
No sé cómo pude detenerme y no saltar encima de ella. Con mi pene pidiendo guerra y el sudor recorriendo mi frente, me quedé sentado viendo a esa zorra salir alegre de mi despacho. Al cerrar la puerta tras de sí, me dejó solo con mi excitación y con mi mente tratando de asimilar la razón por la que esa tímida y seria secretaría se había transformado en menos de veinticuatro horas en una bestia hambrienta deseosa de sumar otra pieza a su lista. Y lo peor fue que no me cupo duda de que la víctima en la que estaba pensando era yo.
Lo siguiente que hice fue algo de lo que no me siento muy orgulloso, sin pensar en las consecuencias, me levanté y cerrando el pestillo, decidí que tenía que liberar  tensión que hacía que en esos momentos me dolieran los huevos. De vuelta a mi silla y mientras miraba su figura a través del cristal, me masturbé pensando en ella.
-Dios, ¡Cómo me pone esa zorra!- exclamé en voz alta mientras eyaculaba sobre la alfombra.
Al otro lado de la mampara, el coño de mi secretaria se encharcó al ver de reojo que me estaba cascando una paja en su honor.
Elena consigue alterarme:
Como todos sabemos cuándo a una mujer se le mete entre ceja y ceja un tema, no para hasta que lo consigue y en este caso, mi asistente había decidido que quisiera o no, iba a llevarme hasta su orilla. Aunque no fuera consciente, ¡Estaba jodido! Qué cayera en sus garras era cuestión de tiempo. Estrechando cada vez más el cerco, a partir de ese día Elena aprovechaba cada oportunidad para rozar con sus enormes pechos alguna parte de mi cuerpo. Daba igual si era una mano, un codo, la mejilla…. En cuanto veía que podía frotar sus melones contra mí, lo hacía mientras una sonrisa iluminaba su cara. Mientras tanto la tensión se iba acumulando en mi interior. Si en un principio ni siquiera me percaté de la operación, en esos momentos solo oír su voz hacía que mi pene se pusiera duro como piedra bajo mi pantalón.
Juro que aunque intentaba sacármela de la mente, lo único que conseguía era incrementar mi obsesión por ella. Si durante cinco años, esa mujer había permanecido a mi lado sin que me dignara a mirarla, a partir de esa cirugía no podía dejar de espiarla mientras permanecía sentada en su mesa. El problema se acrecentaba al saber ella que la estaba observando y decidida a no dejarme escapar, disimulando se levantaba discretamente la falda para que pudiera disfrutar de la belleza de sus piernas. Día a día, el deseo se fue acumulando hasta convertirse en una auténtica necesidad. Me gustara o no, necesitaba hundir mi cara entre esas dos tetas, que mis manos desgarraran esa blusa y coger esos apetecibles pezones entre mis dientes.
Elena, cada vez más segura de mi derrota, se mostraba alegre y despreocupada en m presencia. Lo que no sabía es que cada vez que esa mujer descubría mi erección, no podía evitar que su coño se anegara de deseo. Después de años de indiferencia, sentirse deseada por mí hacía que su cuerpo entrara en ebullición y solo cuando disimulando se iba al baño y dejaba que sus manos se perdieran jugando en su entrepierna, solo entonces podía descansar al anticipar por medio de sus dedos el placer que algún día sentiría al ser poseída por mí.
Aunque no fuéramos cien por cien conscientes, ambos sabíamos que la atracción que sentíamos uno por el otro iba incrementando la presión y de algún modo había que dejarla salir o explotaría.
Eso fue lo que ocurrió, ¡Un buen día explotó!
Todo pasó sin que nos diéramos cuenta ni ninguno lo preparara. Una día en el que el volumen de trabajo provocó que nos quedáramos solos en la oficina, fue cuando ocurrió. Nada nos podía haber hecho pensar que esa tarde, nos dejáramos llevar por la pasión y termináramos follando en mitad de mi despacho. Fue algo espontaneo… llevábamos más de dos horas encerrados en mi oficina trabajando cuando al necesitar un archivador de una estantería, Elena me pidió que la sujetara no fuera a caerse. Os juro que en cuanto posé mis manos en su cintura, supe que no había marcha atrás porque como si fuera un calambrazo, mi sexo saltó al sentir la tibieza de su piel. Sé que ella sintió lo mismo porque cuando sin poder esperar la di la vuelta, me encontré que tenía los pezones erectos bajó la camiseta.
Sin pedirle permiso, la atraje hacia mí y con una necesidad absoluta, la besé. Elena me respondió con pasión y pegando su cuerpo al mío, permitió que mis manos se apoderaran de su culo sin quejarse. Su cálida respuesta insufló mis ánimos y como si mi vida dependiera de ello, recorrí con mis labios su cuello mientras ella no paraba de gemir. Buscando como desesperado esos pechos, desabroché su camisa para descubrir que tal y como había previsto, esa mujer tenía los pezones negros como el azabache. Esto al sentir la proximidad de mi lengua se encogieron como avergonzados y por eso cuando me introduje el primero en la boca ya estaba totalmente tieso.
-¡Qué maravilla!- exclamé al  sentir su dureza entre mis dientes.
Elena, al sentir que me ponía a mamar de su pecho, colaborando conmigo se sacó el otro mientras me decía lo mucho que había deseado que llegara ese momento. La belleza de ese par de tetas era mayor a lo que me había imaginado y por eso en cuanto las vi desnudas ante mí, supe que debían de ser mías pero también que de tomar a esa mujer, nunca podría dejarla. No sé si ella adivinó mis dudas o por el contrario fue producto de su propia calentura pero en ese momento, llevó sus manos a mi entrepierna y en plan goloso mientras me acariciaba por encima del pantalón, me dijo:
-Necesito vértela.
No pude negarme y bajándome la bragueta, saqué mi pene de su encierro. Mi secretaria se mordió los labios al verla por primera vez y sin darme tiempo a reaccionar, se arrodilló frente a mí mientras me decía:
-Déjame hacerte una mamada.
Como comprenderéis me dejé y por eso incrementando el morbo que sentía en ese momento al tener a esa morena a mis pies, cogí mi sexo con una mano y meneándolo hacia  arriba y hacia abajo,  lo puse a escasos centímetros de su cara. Satisfecho, observé que Elena se relamía los labios y antes de metérsela en la boca, susurró con satisfacción:
-Te pienso dejar seco.
De rodillas y sin parar de gemir, se fue introduciendo mi falo mientras sus dedos acariciaban mis huevos. De pie sobre la alfombra, vi como mi asistente abría sus labios y con rapidez, engullía la mitad de mi rabo. Obsesivamente, sacó su lengua y recorriendo con ella la cabeza de mi glande,  lo volvió a enterrar en su garganta. No pude reprimir un gruñido de satisfacción al sentir dicha caricia  y presionando la cabeza de la viuda, le ordené que se la tragara por completo.
Suprimiendo sus nauseas, la morena obedeció y tomó en su interior toda mi verga. Como la experta mamadora que me demostró que era, mi dulce y puta secretaria apretó sus labios, ralentizando mi penetración hasta que sintió que la punta de mi pene en el fondo de su garganta. Fue entonces cuando inició un mete-saca delicioso que hizo brotar de mi boca un gemido.
-Me encanta- le dije completamente absorto
Dejándose llevar por la calentura que la domina, mi secretaria se levantó la falda y metiendo una mano dentro de su tanga, se empezó a masturbar mientras me confesaba:
-¡Necesitaba tanto esto!- berreó y antes de proseguir con la mamada, me suplicó que la tomara.
Su entrega y mi calentura hicieron imposible que permaneciera ahí de pie y por eso levantándola del suelo, le quité las bragas y apoyándola contra mi despacho, la penetré de un solo empujón. Elena, aulló al sentir su conducto invadido pero no se apartó sino que imprimiendo a sus caderas una sensual agitación, me rogó que la siguiera tomando.
Cogiendo sus enormes pechos y usándolos como agarré, clavé mi estoque sin pausa. Noté que mi morena estaba sobre-excitada por la facilidad con la que mi extensión entraba y salía de su sexo.  Forzando su excitación, aceleré mis movimientos. La velocidad con la que mi pene la embistió fue  tan brutal que, por la inercia, mis huevos revotaron contra su clítoris una y otra vez, por eso, no fue raro oír sus chillidos y que retorciéndose sobre mis piernas, esa mujer se corriera. Dejándome llevar, eyaculé en su interior mientras mi mente comprendía que de no andar con cuidado, me convertiría en esclavo de esa preciosidad.
Agotado, me senté a su lado sobre la mesa. Momento que aprovechó para subirse encima de mí y mientras intentaba reavivar la pasión a base de besos,  preguntarme con voz sensual:
-¿Mi querido jefe quiere repetir?-
-Depende del modo en que la zorrita de mi secretaria me lo pida – respondí pellizcándole un pezón.
Frotando su sexo contra mi alicaído miembro, riendo me contestó:
-¿Así es suficiente?
Estaba a punto de contestarla que sí cuando noté que saliendo de su letargo, mi pene iba poco a poco adquiriendo nuevamente su dureza y ella al sentir la presión contra su sexo, me rogó que la volviera a tomar. Si durante nuestra primera vez Elena había permitido que yo llevara la voz cantante, en cuanto tomé su pezón entre mis dientes, bajó su mano y empezó a masturbarlo.
 
Sacando fuerzas de mi flaqueza, la retiré a un lado y susurrándole al oído, le pedí que se estuviera quieta. La mujer refunfuñó al sentir que separaba sus manos pero al comprobar que iba besando cada centímetro de su piel, se dejó hacer. Totalmente entregada, experimentó por primera vez mis caricias, mientras me acercaba a su sexo. El olor a hembra en celo inundó mis papilas al besar su ombligo. Disfrutando de mi dominio pasé de largo y descendiendo por sus piernas, con gran lentitud me concentré en sus rodillas y tobillos hasta llegar a sus pies.
 
Sus suspiros me hicieron comprender que estaba en mis manos y antes de subir por sus tobillos hacia mi objetivo, alcé la mirada para comprobar que Elena, incapaz de reprimirse, había separado con sus dedos los labios de su sexo y habiendo hecho preso a su clítoris, lo acariciaba buscando su liberación. Esa visión hubiera sido suficiente para que en otra ocasión hubiese dejado lo que estaba haciendo. Sabiendo que quizás con otra mujer, hubiera dejado esos prolegómenos y sin más la hubiese penetrado, decidí no hacerlo y en contra de lo que me pedía mi entrepierna, seguí incrementando su calentura.
 
La que había sido durante años mi recatada asistente no pudo contenerse y al notar que mi lengua dejaba sus pies y remontaba por sus piernas, se corrió sonoramente. Yo, por mi parte, como si su placer me fuera ajeno, seguí lentamente mi aproximación. Deseaba con todo mi interior, poseerla pero comprendí que esa era una lucha a largo plazo y que de esa noche, iba a depender nuestra relación. Al llegar a las proximidades de su sexo, la excitación de la morena era máxima. Su vulva goteaba, sin parar, manchando la mesa del despacho mientras su dueña no dejaba de pellizcar sus pezones, pidiéndome que la tomara. Sin hacer caso a sus ruegos, separé sus labios, descubriendo su clítoris completamente erizado. Nada más posar mi lengua en ese botón, la muchacha volvió a experimentar el placer que había venido buscando.
-Por favor-, la escuché decir.
Sabiéndome al mando, obvié sus suplicas y concentrado en dominarla, la horadé con mi lengua. Saborear su néctar fue el detonante de mi perdición y tras conseguir sonsacarle un nuevo orgasmo, me alcé y cogiendo mi pene, lo introduje lentamente en su interior. Al contrario de la vez anterior, pude sentir como mi extensión recorría cada uno de sus pliegues y profundizando en mi penetración, choqué contra la pared de su vagina. Ella al sentirse llena, arañó mi espalda y me imploró  que me moviera. Nuevamente pasé de sus ruegos,  lentamente fui retirándome y cuando mi glande ya se vislumbraba desde fuera, volví a meterlo, como con pereza, hasta el fondo de su cueva. Elena, sintiéndose indefensa, no dejaba de buscar que acelerara mi paso, retorciéndose. Pero no fue hasta que volví a sentir, como de su sexo, un manantial de deseo fluía entre mis piernas cuando decidí  incrementar mi ritmo.
Desplomándose entre gritos, la mujer asumió su derrota y capitulando, mordió con fuerza sus labios. Como su entrega debía de ser total y sin apiadarme de ella, la obligué a levantarse y a colocarse dándome la espalda. Separando sus nalgas, unté su esfínter con su propio fluido. Tras relajarlo, traspasé su última barrera y asiéndome de sus pechos, la cabalgué como a una potrilla.
Gritó al ser horadada su entrada trasera pero permitió que siguiera violentando su cuerpo, sin dejar de gemir y sollozar por el placer que le estaba administrando. No tardé en llegar al orgasmo y eyaculando, rellené con mi semen su interior. Ella, al notarlo,  se dejó caer exhausta sobre la mesa. Cogiéndola en brazos, la llevé hasta el sofá que había en una esquina del despacho y abrazados nos quedamos en silencio.
Llevábamos en esa posición diez minutos cuando sin previo aviso y medio desnuda se levantó y saliendo del despacho, volvió con su bolso. La sonrisa que lucía en su rostro me informó que mi recién estrenada amante tenía algo que decirme. Lo que no me esperaba fue que sacando de su billetera una foto de ella desnuda me la diera.
-¿Y esto?- pregunté extrañado.
Muerta de risa, me miró y con tono pausado, me dijo:
-Como sabía que tu mayor fantasía era una mujer con pechos enormes, me los puse…. ¡Ahora quiero que tú cumplas la mía!
Sin saber a qué atenerme, le pedí que me aclarara que quería. Soltando una carcajada, respondió:
-Siempre he soñado con que el hombre que me folle me lleve tatuada desnuda en su pecho.
Ni que decir tiene que esa misma noche al salir de la oficina, Elena me acompañó a un local para que grabaran su retrato en mi piel. Desde entonces somos pareja y mientras yo disfruto de esas enormes tetas, ella se  vuelve loca  al ver su imagen moverse al compás con el que hacemos el amor.
 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *