CAPÍTULO 9, LES OFREZCO LA LIBERTAD
Estaba terminando de vestirme cuando las dos morenitas se despertaron y al comprobar que se habían quedado dormidas, se levantaron de inmediato con cara de asustadas. Reconozco que me hizo gracia la vergüenza de esas niñas al saber que no solo no me habían ayudado a bañarme sino que en pocos minutos iba a bajar a desayunar y que no habían preparado nada.
―Perdón amo― repetían al unísono mientras se ponían la ropa.
Mi esposa no pudo soportar la risa al verlas tan preocupadas y tratando de tranquilizarlas, les dijo que ella se había ocupado de mí. Sus palabras lejos de aminorar su turbación, la profundizó más y prueba elocuente de ello fue cuando cayendo de rodillas frente a mí, Aung me pidió que no las vendiera.
El temblor de su voz al hablar me recordó el siniestro destino al que las mujeres pobres de ese país estaban acostumbradas. Personalmente me parecían inadmisibles tanto la esclavitud como que ante el mínimo fallo temieran por su futuro. Cuando ya no corrieran riesgo, tendría que sentarme con ellas y decirles que eran libres pero mientras y quitando hierro al asunto, comenté:
―Si algún día dejáis de ser mías no será porque os he vendido sino porque os habré liberado.
Por su mentalidad medieval al escucharme las muchachas se vieron de vuelta a su pueblo. La mera idea de retornar a la pobreza les provocó un terror quizás superior al de ser vendidas y entre lágrimas me rogaron que antes las matase.
«¿Ahora cómo les explico que jamás las dejaría desamparadas?», murmuré para mí al ver su angustia.
Menos mal que mi esposa, más conocedora de sus costumbres, intervino gesticulando mientras les decía:
―Nuestro amo debería azotaros por dudar de su bondad. Cuando dice liberaros, no significa echaros de su lado porque está pensando en daros la oportunidad de engendrar uno de sus hijos y no quiere que tengan una madre esclava.
Me entró la duda de si habían entendido al verlas discutiendo entre ellas en su idioma pero entonces Mayi, sin levantar la mirada del suelo, preguntó:
―¿Nosotras dar hijo a Amo, nosotras libres, nosotras vivir con Amo y María?
―Así es― respondí y observando que no decían nada, les aclaré: ―Sí, seréis libres pero viviréis conmigo.
Mi respuesta impresionó a esas mujeres, las cuales sin llegárselo a creer volvieron a hablar acaloradamente entre ellas.
«¿Ahora qué discuten?», me pregunté al comprobar que a pesar de estar alegres había algo que no comprendían.
Tras un intercambio de palabras, Aung respondió:
―Nosotras felices dar hijo amo. No cambiar Amo. Aung y Mayi amar Amo. Nosotras no querer libres.
«¡La madre que las parió!», exclamé mentalmente al comprobar la dificultad de cambiar una educación y unos valores que habían mamado desde crías. Como suponía que que tardaría años para hacerlas pensar de otra forma, pegando un suave azote en el trasero de Aung, le pedí que se fuera a prepararme el desayuno.
Con una alegría desbordante, la morenita salió corriendo rumbo a la cocina. Mayi se acercó a mí y poniendo su culo en pompa, me soltó sonriendo:
―¿Amo no querer Mayi?
Descojonado comprendí que deseaba ser tratada de la misma forma que a su amiga pero entonces poniéndolas sobre mis rodillas, le solté el primero mientras le decía que era por no haberme preparado de desayunar y un segundo por ser tan puta.
La risa con la que esa birmana recibió mis rudas caricias me confirmó que para ellas era una demostración de cariño y lo ratificó aún más cuando desde la puerta, girándose hacia mí, afirmó:
―Amo bueno con Mayi, Mayi dar mucho amor y muchos hijos Amo.
Estaba todavía traduciendo al español esa jerga cuando escuché a María comentar:
―Esas dos putitas están enamoradas de ti… ¿me debo poner celosa?
Esa pregunta en otro tiempo me hubiera despertado las alarmas pero en ese momento me hizo reír y cogiendo a mi mujer del brazo, la coloqué en la misma postura que a la oriental y con una cariñosa nalgada, le informé que para mí siempre ella sería mi igual aunque en la cama la tratara como una fulana.
―Siempre te he amado pero todavía más al comprenderme, mi deseado y malvado dueño― contestó luciendo una sonrisa de oreja a oreja: ―Seré tu esposa, tu puta y lo que tú me pidas pero nunca, ¡nunca! ¡Me dejes! ¡Y menos ahora que hemos incrementado la familia con dos monadas!
Me extrañó oír que ya consideraba a esas chavalas parte de nuestra familia y meditando sobre ello, comprendí que si interpretábamos de una forma liberal nuestra relación con Mayi y con Aung, al comprarlas habíamos unido su destino al nuestro con todo lo que eso conllevaba. Por eso medio en guasa, medio en serio, repliqué:
―Amor mío. Lo queramos creer o no, esas dos son nuestras mujeres y tanto tú como yo somos de ellas.
Insistiendo en el tema, me soltó:
―¿Quién te iba a decir que a tu edad ibas a tener tres mujeres deseando hacerte feliz?
Descojonado, respondí:
―¿Y a ti? No te olvides que mientras esté en el trabajo, las tendrás solo para tu gozo y disfrute.
Tomando al pie de la letra mi respuesta, radiante, contestó:
―No te prometo no aprovecharlo pero primero que limpien la casa. ¡No puedo ocuparme de ella yo sola!
―No me cabe duda que hallarás un término medio― de buen humor recalqué y tomándola de la mano, bajamos juntos a desayunar con nuestras dos mujercitas…
CAPÍTULO 10, LAS BIRMANAS TRAEN BAJO SU BRAZO UN TESORO
Esa noche al volver del trabajo, me topé con un montón de novedades. La primera de ellas fue cuando las orientales me recibieron luciendo la ropa que María les había comprado. Aunque estaban preciosas por lo visto había sido una odisea el conseguir que aceptaran que mi esposa se gastara ese dineral en ellas (una minucia en euros) pero aún más que se la probaran en la tienda y no en casa.
―No te lo imaginas― me contó― ¡les daba vergüenza entrar en el vestidor ellas solas!
Bromeando, contesté:
―Pobrecita, me imagino que las tuviste que desnudar.
Viendo por donde iba, contestó:
―No te rías pero ese par de putas creyeron que buscaba sus caricias e intentaron hacerme el amor tras la cortina.
La escena provocó mi carcajada y al preguntar cómo las había hecho entrar en razón, María murmuró en voz baja:
―¡No me hacían caso! Ya me habían sacado los pechos y no me quedó más remedio que amenazarlas con que iban a dormir una semana fuera de nuestra cama para que me dejaran en paz.
Desternillado de risa, me imaginé el corte que pasaría al salir y por ello acariciando su trasero, la respondí:
―Yo también lo hubiese intentado.
María rechazó mis caricias y haciéndose la cabreada, me soltó:
―Pero eso no fue lo peor. Saliendo de ahí, las llevé a un médico para que les hiciera un chequeo para confirmar que están sanas. Lo malo fue que se negaron de plano a que un hombre que no fueras tú, las tocara. Como en ese hospital no había una doctora, ¡tuvimos que buscar otro donde la hubiera!
Dado que ese reparo era parte de su cultura no me pareció fuera de lugar su postura y pasando por alto ese problema, la pregunté por el resultado.
―Quitando que les faltaba hierro, ese par nos enterraran. Según la doctora que les atendió las mujeres de su zona son famosas por su longevidad y…― haciendo una breve pausa, exclamó: ―… ¡la cantidad de hijos!
La satisfacción que demostró al informarme de ese extremo me preocupó y más cuando al mirar a las orientales, verifiqué que me miraban con una adoración cercana a la idolatría. Temiendo las consecuencias de ese conclave femenino, me acerqué al mueble donde teníamos las bebidas para servirme una copa.
Fue entonces cuando mi futuro con esas arpías quedó en evidencia porque mientras casi a empujones Aung me llevaba hasta el sofá, su compañera ayudada por mi esposa me puso un wiski.
―Nosotras cuidar― murmuró la morena en mi oído.
Decididas a hacerme la vida más placentera, la tres se sentaron en el suelo esperando a que les diera conversación. Viéndome casi secuestrado en mi propia casa, no me quedó más remedio que hablar con ellas y recordando que apenas conocía nada de las birmanas, les pregunté por su vida ante de llegar a nuestra casa.
Así me enteré que provenían de una zona remota del país que durante centurias había sido olvidada por el poder y donde la pobreza era el factor común a sus habitantes. Curiosamente en el tono de las dos no había rencor y asumían el destino de sus paisanos como algo natural.
Sobre su vida personal poca cosa pude sacarles, excepto que habían dejado la escuela para ir a trabajar al campo a una edad muy temprana. Al escuchar sus penurias y que tenían que recorrer a diario muchos kilómetros para ir a trabajar, María las comentó si consideraban que su vida había mejorado desde que estaban en nuestra casa.
Tomando la palabra, Mayi contestó:
―En pueblo, no saber que ser de nosotras. Amo y María buenos. Con Amo felices, Amo dar placer, Amo no pegar y cuidar.
Esta última frase me indujo a pensar que al menos la más pequeña de las dos había sufrido abusos físicos e intrigado pregunté:
―¿Qué pensasteis cuándo os dijeron que dos extranjeros iban a compraros?
Bajando su mirada, se quedó callada y al comprobar que no se atrevía a contestar, miré a su compañera.
Aung, con sus mejillas coloradas, contestó:
― Temer burdel como amigas pueblo. Nunca ver hombre o mujer blanco, nosotras pensar tener cuernos.
La confirmación que los prostíbulos eran un destino frecuente en la vida de sus paisanas me conmovió pero como describió con gestos la supuesta cornamenta de los europeos me hizo gracia y rompiendo la seriedad del asunto me reí.
Mayi al comprobar que nos lo habíamos tomado a guasa, señalando los pechos de mi esposa, añadió:
―María dos cuernos enormes.
La aludida poniendo sus tetas en la cara de la pícara muchacha, me recordó que el día que llegaron a nuestro hogar se habían quedado impresionadas por su tamaño. El gesto de mi mujer fue mal interpretado por la birmana y pensando que María quería que se los tocara, empezó a desabrocharle la camisa.
―¡Cómo me gusta que estas zorritas estén siempre dispuestas!― rugió mi señora al sentir los pequeños dedos de Mayi en su escote.
Mi sonrisa animó a la birmana, la cual sin dejar de mirarme, sacó su lengua a pasear y se puso a mamar de esos cántaros mientras me decía:
―Mayi amar María ahora, Amo hacer hijo después.
La devoción y el cariño con la que esa cría buscaba mi aprobación a cada uno de sus actos me corroboraron la felicidad con la que aceptaba ser mía y queriendo premiarla, acaricié su mejilla mientras le decía:
―No hay prisa, tengo toda la vida para embarazarte.
Haciéndose notar, Aung llevó sus manos hasta mi bragueta y mientras buscaba liberar mi sexo, susurró en plan celosa:
―Amo olvidar Aung pero no preocupar, yo mimar Amo.
Descojonado la tomé entre mis brazos y levantándola del suelo, forcé sus labios con mi lengua. El enfado de esa morena se diluyó al sentir mis besos y pegando su cuerpo al mío, me rogó que la tomara al sentir que la humedad anegaba su cueva.
El brillo de sus ojos fue suficiente para hacerme saber que esa niña se sabía mía y que obedecería cualquier cosa que le pidiera. La sensación de poder que eso me provocaba no fue óbice para que dándola su lugar, le preguntara cómo quería mimarme.
Sin responder, me bajó los pantalones y sacando mi miembro de su encierro, susurró ruborizada:
―Beber de Amo.
Tras lo cual se arrodilló frente a mí y cogiendo mi sexo en sus manos, lo empezó a devorar como si fuera su vida en ello.
―Tranquila― repliqué al notar la urgencia con la que había introducido mi pene en la boca.
No me hizo caso hasta que con los labios tocó su base. Entonces y solo entonces, presioné con mis manos su cabeza forzándola a continuar con la mamada. Su rápida respuesta me hizo gruñir satisfecho al advertir la humedad de su boca y la calidez de su aliento. Su cara de deseo me terminó de calentar nuevamente y recordando que debía preñarla, la di la vuelta y al subirle la falda, advertí que no llevaba bragas.
«¡Venía preparada!», reí entre dientes mientras comenzaba a jugar con mi glande en su sexo.
La birmana estuvo a punto de correrse al sentir mi verga recorriendo sus pliegues. Era tanta su excitación que sin mediar palabra, se agachó sobre el sofá. Su nueva postura me permitió comprobar que estaba empapada y por eso decidí que no hacían falta más prolegómenos.
No había metido ni dos centímetros de mi pene en su interior cuando escuché sus primeros gemidos. Incapaz de contenerse, Aung moviendo su cintura buscó profundizar el contacto. Al sentir su entrega, de un solo golpe, embutí todo mi falo dentro de ella.
―Fóllatela mi amor y hazme madre― gritó fuera de sí María al observar la violencia de mi asalto.
Girándome, comprobé que Mayi estaba devorando su coño y sin tener que preocuparme por ella, empalé con mi extensión a la morena, la cual tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no gritar.
―Dale caña, sé que le gusta― me azuzó mi esposa mientras los dedos de la otra oriental acariciaban el interior de su coño.
Mi mujer estaba fuera de sí pero como tenía razón la obedecí y con un pequeño azote sobre las nalgas de Aung, incrementé la velocidad de mis ataques. La reacción de la muchacha fue instantánea y moviendo sus caderas, buscó con mayor insistencia su placer.
―Ves, a esa putilla disfruta del sexo duro― María chilló descompuesta.
Sus palabras me sirvieron de acicate y sin dejar de machacar el pequeño cuerpo de la birmana con brutales penetraciones, fui azotando su trasero con sonoras nalgadas. Aung al sentir mis rudas caricias, gritó que no parara mientras no paraba de gritar en su idioma lo mucho que le gustaban.
Aunque no me hacía falta traducción, escuché a Mayi decir:
―Querer Amo más duro.
Mirándolas de reojo, sonreí al reparar en que se había puesto un arnés con el que se estaba follando a mi esposa.
«Aquí hay varias a las que le gusta el sexo duro», sonriendo sentencié mientras aceleraba la velocidad de mis caderas, convirtiendo mi ritmo en un alocado galope.
Aung sentir mis huevos rebotando contra su sexo se corrió. Pero eso en vez de relajarla la volvió loca y presa de un frenesí que daba miedo, buscó que mi pene la apuñalara sin compasión.
―Mucho placer― chilló al sentir que su cuerpo colapsaba y antes de poder hacer algo por evitarlo, se desplomó sobre sillón.
Al correrse, dejó que continuara cogiéndomela sin descanso. Su entrega azuzó mi placer, de forma que no tardé en sentir que se aproximaba mi propio orgasmo y por eso sabiendo que no podía dejarla escapar viva, descargué toda la carga de mis huevos en su interior.
A nuestro lado y como si nos hubiéramos cronometrado María llegó al orgasmo al mismo tiempo, dejando a la pobre Mayi como la única sin su dosis de placer.
La diminuta oriental no mostró enfado alguno y quitándose el arnés, se acercó a mí buscando mis caricias. Desgraciadamente, mi alicaído pene necesitaba descansar y aunque esa mujercita usó sus labios para insuflarle nuevos ánimos, no consiguió reanimarlo.
―Dame unos minutos― comenté al comprobar su fracaso y no queriendo que nadie hiciera leña de mi gatillazo, le pedí que me hiciera un té.
La muchacha al escuchar mi orden, parloteó con su compañera en su lengua tras lo cual salió corriendo rumbo a la cocina. No habían pasado ni cinco minutos cuando la morenita volvió con una tetera y mientras me lo servía, me informó que iba a probar un té muy especial que solo se encontraba en su pueblo.
Juro que antes de probarlo tenía mil reticencias porque no en vano me consideraba un experto en ese tipo de infusiones. Pero resultó tener unos delicados aromas frutales que me parecieron exactos a una variedad que había probado en China, llamada tieguanyin, y que por su precio solo había podido agenciarme unos cien gramos.
«No puede ser», exclamé en mi interior y sin querer exteriorizar mi sorpresa, la pregunté si le quedaba algo sin usar.
―Una bolsa grande. Pero si querer más, yo conseguir― contestó.
―Tráela― ordené y mientras ella iba a su cuarto, fuí al mío a buscar el lujoso embalaje donde guardaba mi tesoro.
«Es imposible», me repetí ya con ese carísimo producto bajo el brazo, « en el mercado minorista de Hong Kong se vende a mil euros el kilo».
Cuando Mayi volvió con esa bolsa papel, puse un puñado del suyo y uno del mío sobre una mesa. Os juro que comprobar que el aroma, la forma, la textura y el sabor eran el mismo, se me puso dura y ¡no figuradamente!
Asumiendo que esas crías conocían a la perfección el té que sus paisanos producían no quise influir en ellas y señalando las dos muestras, les pedí su opinión. Las birmanas ajenas al terremoto que asolaba mi mente, tras probar el té que yo había traído con cara triste se lamentaron que hubiese comprado a algún desalmado un producto tan malo.
―¡Explicaros!― pedí desmoralizado.
Aung con voz tierna me informó que siendo de la misma variedad, el mío estaba seco y que debía hablar con el que me lo había vendido para que me devolviera el dinero.
―Está seco― repetí y sin llegarme a creer que la fortuna me sonriera de esa forma, pregunté a las muchachas a cuanto se vendía el kilo.
―Caro, muy caro. Tres mil Kyats la bolsa.
Haciendo el peor cambio posible, eso significaba dos euros por lo que metiendo gastos exagerados y pagando aranceles, puesto en Hong Kong saldría a menos de veinte euros.
―¿Me darías un poco? Quiero enviárselo a un amigo― deje caer como si nada pensando en mandárselo a un contacto que había conocido en mi viaje.
Poniendo la bolsa en mis manos, Mayi contestó:
―Lo nuestro es suyo.
Para entonces Maria se había coscado que algo raro pasaba y en voz baja me preguntó qué era lo que ocurría. Abrazando a las dos birmanas, respondí:
―Si tengo razón, ¡el valor de esa bolsa es mayor a lo que pagaste por estas monadas!
No hace falta comentar que al día siguiente y a primera hora mandé por correo urgente doscientos gramos de ese té al mayorista que conocía porque de ser la mitad de bueno de lo que decían las dos muchachas podía hacer millonario, ya que según ellas la finca que lo producía era de un noble venido a menos y que debido a su mala situación económica era fácil engatusarle que me vendiera unas dos toneladas al mes de ese producto.
Dando por sentado que de estar interesado, el capullo de mi conocido iba a aprovecharse de mí, pensé:
«Si me ofrece trescientos euros por kilo y me cuesta veinte, ganaríamos más de medio millón de euros al mes».
Siendo miércoles, no esperaba que lo recibiera antes del viernes y eso me daba tiempo para desprenderme de los trescientos mil euros en acciones que había comprado cuando antes de volar a ese país vendí mi casa en Madrid. Reconozco que me resultó duro dar la orden a mi banco por si mis esperanzas eran un bluf y todo eso resultaba ser el cuento de la lechera. Aun así las vendí y esa misma mañana, mi agente me confirmó que tenía el dinero en mi cuenta.
Mientras tanto me ocupé de investigar la precaria situación del dueño de esa finca y por eso antes de recibir la llamada del Hongkonés, sabía que ese tipo estaba totalmente quebrado y que el terreno que dedicaba al cultivo de esa variedad era de unas treinta y cinco hectáreas.
«¡Su puta madre! Según los libros la producción media es de tres toneladas año por hectárea», pensé dándole vueltas al tema y haciendo números la cifra que me salía era tan descomunal que me parecía inconcebible.
Por eso cuando el viernes antes de ir a trabajar, el chino me llamó interesado y sin tener que ejercer ningún tipo de presión me ofreció cuatrocientos euros por kilo, supe que había hallado mi particular mina de oro.
―Recoged todo. ¡Nos vamos a vuestro pueblo!― dije a las asombradas crías.