La reina Iselain se agitó en sueños, en su lujosa cama con dosel, en la habitación del palacio de Amaniel, la orgullosa capital del Reino de Grendopolán.

Dormida, murmuraba y se debatía, intranquila, su frente perlada de sudor, su respiración entrecortada. El sueño ¿o era una pesadilla? era demasiado real. Sus imágenes emponzoñaban su mente como malignos agüeros que presagiaban desgracias sin nombre.

Una torre negra, que flotaba en la nada del fin del tiempo. Dentro vivía una mujer, un misterio de ojos de anciana que han visto demasiadas cosas, con el cuerpo voluptuoso de una mujer madura y la sonrisa inocente de una niña risueña. Iselain, desconociendo cómo, supo que aquella mujer era el Destino. Los pies descalzos de la mujer se deslizaron por la fría piedra hasta llegar a su objetivo: una sencilla habitación con un enorme telar de cristal y un taburete. Vacilante, se sentó.

La mujer eligió con pesar un ovillo de lana gris y, como en trance, lo tramó en el telar y escogió otro ovillo de lana. Éste era negro y la mujer frunció más el ceño. Una lágrima le asomó en el ojo a medida que también lo tramaba en el telar. Después escogió otros colores, azul, rojo, verde.

Luego sus manos se pusieron a trabajar con furia, pasando una y otra vez el hilo, y empezó a tejer un tapiz. Iselain intentó verlo desesperadamente, pero sólo pudo distinguir que se trataba de un mapa. ¿Grendopolán? Sí… La reina distinguió el lago Pentegarn, y las montañas del sur…

Pero algo iba mal… terriblemente mal. En el norte, en el Reino de Drakenwald, el Destino tejía una mancha negra, presagios de maldad y muerte que, a gran velocidad cada vez iba haciéndose más y más grande, oscureciendo y devorando los otros colores.

Iselain miró asustada al rostro de la mujer. La lágrima solitaria se había convertido en muchas, que caían desconsoladamente por su rostro. El Destino no quería tejer ese motivo, pero pese a todo, continuó. Era su misión, su propósito.

La mancha negra llegó hasta el centro de Grendopolán, su capital.

La reina gritó. El sueño se quebró en mil pedazos.

La figura en el suelo intentó dejar de temblar. Era una hermosa mujer de largo pelo castaño manchado de plata, en la cuarentena. Su vestido había sido bastante lujoso, pero se hallaba salpicado de sangre y varios desgarrones lo afeaban. Sólo varias antorchas arrojaban algo de titilante luz en la fría mazmorra en la que se hallaba.

Ella era Reesnia, la Oráculo, sacerdotisa de la Sagrada Orden de la Llama Eterna. Era la representante de los dioses en el Reino de Grendopolán, una de las máximas autoridades espirituales. No podía dejar que aquellos bárbaros paganos la amedrentasen. Pero esos salvajes habían asediado las Fortalezas del Norte y las habían conquistado a sangre y fuego, asesinando a sus hermanas, profanando las sagradas imágenes y reliquias, saqueando todo el oro y plata que habían encontrado.

No podía ver el rostro de los dos hombres que la custodiaban. Un yelmo negro como el color de su coraza, ocultaba sus facciones. Puede que la contemplasen con burla, puede que con odio asesino, puede que con aburrimiento. Reesnia acarició la daga bajo sus ropajes. La había podido ocultar antes de que la hubieran confinado en aquella celda de su propio Templo. Puede que ya no fuese una joven luchadora, como sus hermanas guerreras, pero todavía tenía dientes con los que defenderse. Su mandíbula se cerró con furia. Malditos bastardos. Pagarían… Pagarían muy caro aquella profanación…

Reesnia se sobresaltó cuando los dos guardias se cuadraron al entrar en la celda una mujer joven y alta, ataviada con una armadura como la de aquellos bárbaros. Su enguantada mano sostenía su oscuro yelmo y su cabeza, descubierta, revelaba unas duras y despiadadas facciones. Su largo pelo negro, que contrastaba con su pálida piel, estaba recogido en una cola de caballo y sus ojos, de un extraño color violeta, la miraban con malicia y sorna. Con un gesto seco, hizo una señal a los dos guardias para que abandonaran la estancia.

Al lado de ella, quedó una figura encapuchada. Reesnia dedujo que también era una mujer por las formas de su contorno. La voz de la mujer morena con la armadura la sobresaltó.

-Saludos, Reesnia. No sé si sabréis quién soy. Mi nombre es…

-La Perra Negra. Vuestra fama os precede. Disculpad que no pueda atenderos como es debido. Si hubierais avisado de vuestra llegada, habría preparado té y unas pastas.

Un murmullo ahogado -¿una risa?- surgió de la figura encapuchada, que cesó en seco ante una mirada furibunda de la mujer morena. Ésta respiró antes de hablar, como si dominase su furia.

-No me gusta el apodo que me dan en Grendopolán. Mi nombre es Mordekai.

-Perra Negra… Un apodo adecuado para una vulgar mercenaria al servicio del corrompido reino de Drakenwald.

La mujer morena dio un paso hacia ella, sonriente. Reesnia, a su pesar, retrocedió un paso hasta chocar con el duro muro de piedra a su espalda.

-Tenéis agallas, no se puede negar. Como las sacerdotisas-guerreras que han defendido el templo. Han causado grandes pérdidas entre los hombres y mujeres a mi servicio. Fuertes y valerosas hasta extremos… fútiles. Estúpidas fanáticas… Muy pocas se han rendido. Una verdadera lástima, el mercado de esclavos es bastante lucrativo.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Reesnia al contemplar la sonrisa de tiburón de Mordekai. Cuando habló, intentó que su voz no se quebrara en sollozos.

-Los dioses… os castigarán…

La mujer morena izó su mirada hacia arriba, como si pudiera ver el cielo a través del techo de la celda. A continuación propinó una bofetada con su mano enguantada a la sacerdotisa. El golpe no fue muy fuerte, pero derribó al suelo a la mujer. Mordekai miró a su alrededor, como si esperase algo y volvió a fijar su vista en la sacerdotisa.

-Observad. Nada. Ningún rayo me ha fulminado. Extraño, ¿verdad? Los dioses… Os contaré un pequeño secreto. A los dioses no les importamos. Nada en absoluto. Si estuvierais en las alturas, ¿sabéis que escucharíais, mi querida Reesnia? Las carcajadas de deidades crueles e insaciables, riéndose de nuestras desgracias.

-Men… mentís. Vos… no sois más que una pagana descreída que…

-Yo soy una semidiosa, mi querida Reesnia.

El rostro de la sacerdotisa pasó de la incredulidad a la duda, como si no hubiera escuchado bien las palabras que había oído. Luego se tornó en una mueca y comenzó a reírse. Pero la risa se congeló en sus labios cuando Mordekai se desanudó las cintas y ataduras de la parte inferior de su armadura, cayendo ésta al suelo con un fuerte golpe metálico. A continuación se bajó unos calzones de lino y contempló a la sacerdotisa. Su maligna sonrisa parecía a punto de salirse de su rostro.

-¿Lo veis, mi querida Reesnia?

La sacerdotisa permaneció con la boca abierta, incapaz de decir una palabra. En la desnuda entrepierna de la mercenaria, nacía una imponente verga que comenzaba a crecer por momentos. Y bajo ella podía distinguirse una vagina.

Una hermafrodita.

Las leyendas hablaban de cómo la deidad Hermas Frodeit, dios para unos y diosa para otros, había recorrido el mundo, haciendo el amor con humanos mortales y engendrando a seres nacidos con ambos órganos sexuales, a los que se llamaba hermafroditas.

-Vos… sois… una semidiosa… -La sacerdotisa permanecía demasiado anonadada para hablar con claridad. A pesar de ello, logró encontrar las fuerzas para seguir hablando. –Vuestro padre fue un dios, habéis nacido con una señal divina, un regalo de los dioses… y vos habéis elegido servir al maligno nigromante Lord Onsnorth, el Enemigo de Toda Vida. ¡So… sois una traidora!

Los ojos de Mordekai se entrecerraron amenazadoramente mientras avanzaba lentamente hacia Reesnia.

-Desconozco quién fue mi padre. El muy bastardo violó y dejó abandonada a mi madre, una simple campesina que murió al darme a luz. ¿Un dios? Un bastardo hijo de una perra sarnosa…

La sacerdotisa hizo un signo sagrado con los dedos para protegerse de la blasfemia, pero su mano tembló al contemplar el rostro de la mujer morena.

-¿Un regalo de los dioses? Muy bien, zorra, vais a disfrutar de este… regalo de los dioses. Vais a gozar de él como la perra que sois.

Mordekai rio cruelmente mientras arrancaba la falda de la oráculo, descubriendo el sexo de la mujer. Con rudeza, la tumbó sobre el frío suelo de la mazmorra mientras su falo pulsante crecía hasta alcanzar su máxima plenitud.

Reesnia intentó no suplicar, que ninguna palabra surgiera de sus labios, pero no pudo evitar gemir asustada cuando la verga se posó sobre los labios de su sexo. Y gritó de dolor cuando, de dos empellones, la mujer la incrustó casi hasta el fondo.

-¿Gozáis, puta de los dioses? Suplicadme por vuestra vida y sólo quizás me apiade de vos.

Las rudas manos de la guerrera sobaron y retorcieron los generosos pechos de la sacerdotisa, humillándola, pellizcando despiadadamente los pezones. Las embestidas se aceleraron, ferozmente.

-Vos eráis el Oráculo de los Dioses de Grendopolán, ¿verdad? ¡Mmmpphhh! Vamos, gran sacerdotisa, –Mordekai aceleró el ritmo, entre jadeos –reveladme el futuro, unnnfff… haced una predicción sobre mi destino…

De repente, los ojos de Reesnia quedaron en blanco, y sus ahogados gemidos parecieron detenerse hasta desaparecer y quedar totalmente en silencio. Incluso la mujer morena detuvo momentáneamente su cabalgada y pareció mirar con miedo reverencial a la sacerdotisa.

-Una mujer te derrotará, Mordekai. Su nombre es Eressia, princesa de Grendopolán. Ella despertará al Ejército Durmiente. Ella acabará con vos y con el poder del reino de Drakenwald.

A una velocidad pasmosa, la sacerdotisa sacó la daga que ocultaba en sus desgarrados ropajes y apuñaló a la líder de los mercenarios. Sólo el instinto nacido de múltiples combates salvó la vida de la mujer. Levantando instintivamente la mano derecha, desvió el filo mortal que se clavó en su hombro. Reesnia no tuvo una segunda oportunidad. Mordekai gruñó mientras cerraba su garra sobre la garganta de la oráculo.

La guerrera contempló su hombro herido. La visión de la sangre pareció desatar la lujuria asesina de la mujer, que miró con una mueca demoníaca a su oponente.

-Maldita zorra…

Implacablemente, la guerrera cerró su presa más y más, mientras continuaba penetrándola. Las venas se marcaron en la garganta y sienes de Reesnia y su rostro se amorató mientras era estrangulada. Los ojos parecieron salirse de las órbitas mientras la espuma se escapaba de sus labios. La mazmorra se vio inundada de los húmedos sonidos del golpeteo de la carne contra la carne y de los jadeos agónicos de la sacerdotisa mientras la vida escapaba de su cuerpo. Los postreros estertores y la asfixia la provocaron un último orgasmo, causando que sus músculos púbicos se contrajeran y dilataran sobre el falo de Mordekai que gimió ante la presencia del clímax, antes de tensarse mientras eyaculaba en las entrañas de la agonizante mujer, rugiendo sordamente su placer.

Se levantó trabajosamente, saliendo viscosamente del interior del cuerpo de la sacerdotisa, mientras su jadeante respiración se normalizaba. Durante unos segundos, un hilillo de semen unió la húmeda verga y el sexo de Reesnia. Mordekai miró con desprecio el cadáver de su enemiga y se limpió la saliva que caía desde sus labios antes de hablar.

-¿Qué opinas, Lygya?

La figura encapuchada habló con voz suave.

-¿La predicción? Mentía, mi señora. Si de verdad hubiera creído que vos vais a ser derrotada por esa tal Eressia, no os hubiera intentado asesinar con el puñal. Hubiera sido un esfuerzo inútil.

Mordekai pareció meditar las palabras de la mujer.

-¿Sabes, Lygya? Eres la única de todo mi ejército con algo de sesera. Por eso me gustas.

-Vivo para serviros, mi señora. No obstante, será mejor no dejar cabos sueltos. Me encargaré personalmente de esa Eressia.

La flácida verga de la guerrera había vuelto a crecer considerablemente mientras se acercaba como un felino ronroneante a la mujer encapuchada. Con rudeza, Mordekai la sujetó contra el muro, mientras sus labios se cerraban sobre los de la mujer.

-Sois insaciable, mi señora. –Logró jadear Lygya.

La lengua de la guerrera recorrió su boca, su cuello, sus oídos, y sólo se detuvo para morder su guante y, tirando de él, desnudar su mano. Acto seguido, ésta buscó el sexo de la mujer, apretándolo para aumentar su excitación. Un dedo se deslizó por la encharcada gruta, palpando la humedad y el calor de su vagina.

Por fin, como si no pudieran resistirse más, ambas mujeres se tumbaron sobre el frío suelo y Mordekai tendió sobre él a Lygya. Su mano continuó explorando como una culebra inquieta el esponjoso interior de la mujer y, cuando el cuerpo de ella se tensó y su espalda se arqueó, aprovechó ese momento para meterle su verga hasta el fondo. Lygya abrió los ojos desorbitados, su boca abierta en un silencioso grito. La guerrera dio nuevas embestidas, manteniendo su pedazo de carne lo más dentro que podía, abrazadas, intentando que ningún hueco quedara entre sus cuerpos, entrelazados como si fueran uno solo hasta que ambas llegaron al orgasmo.

Lejos, muy lejos de allí, las noticias se extendían por el Reino de Grendopolán. Un vasto ejército del norteño Reino de Drakenwald se dirigía hacia la capital, devastándolo todo a su paso.

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