Eliana y Fernando eran el matrimonio perfecto hasta que ocurrió el desastre.  Por lo general, los noviazgos de la secundaria no duran de por vida, pero a veces hay excepciones y el caso de ellos parecía ser.  Él era en aquellos días el alumno perfecto, atractivo y ganador con las chicas, además de brillante en los estudios.  Ella era lo mismo pero puesto en términos de mujer: es decir, muy cortejada por los varones y también con altísimas calificaciones.  Durante bastante tiempo, Fernando se dedicó a sus correrías de adolescente pirata y quizás por eso no hizo, en un principio esfuerzo por levantarse a Eliana; es que, a pesar de que ella tenía a la mayoría de los varones encima, la realidad era que se mostraba como una chica seria y no daba demasiada cabida a ninguno o, al menos, no era proclive a embarcarse en historias fugaces y esporádicas.  Lo suyo era tener novio y, por cierto, hasta que se dio lo de Fernando tuvo muy pocos: apenas dos y ninguno había logrado pasar el año.  Su delicioso rostro de ojos verdes enmarcados en cabellos negros con bucles que le caían hasta los omóplatos eran motivo de envidia entre las chicas y de obsesión entre los varones; y eso sin hablar de su cuerpo, maravillosa e increíblemente desarrollado ya desde sus catorce años: para su último año de estudios ya lucía unos pechos sugerentes y redondeados, una cola perfectamente delineada y unas atractivas piernas de torneados muslos y firmes pantorrillas.  Su delgada y casi matemática cintura era otro motivo de suspiros masculinos y celos femeninos.
                Fernando era un muchacho de ésos a los que todos les sale bien; en los recreos siempre había tres o cuatro chicas arracimadas en derredor suyo, casi siempre con expresión algo bobita.  Él era alto y atractivo, de cabellos castaños y ojos color miel, pero además de eso irradiaba un aura o un carisma que generaba cierto magnetismo.  En un principio no tenía grandes conflictos con el resto de los varones: la envidia no suele hacer entre ellos tanta mella como entre las amistades femeninas, pero con el tiempo su imagen de muchachito suertudo y exitoso le fueron haciendo ganar algunos enemigos e inclusive algunos de los que eran sus amigos no podían ocultar cierto recelo o resentimiento, ya que es duro cuando todas las miradas de las chicas se posan en tu amigo y ninguna sobre ti.  Tal era el caso, de hecho, de Adrián, quien era, a los ojos de todos, su mejor amigo, pero no tenía ni mínimamente el éxito con las mujeres de que gozaba Fernando.  Lo peor para Adrián fue que él estuvo, prácticamente durante tres años, enamoradísimo de Eliana al punto de terminar por casi no prestar atención a otras chicas.  Ni siquiera le gustaba mucho que otras se le acercaran a hablar porque temía, exageradamente, que Eliana lo viese y que eso desalentase cualquier proyecto a futuro con respecto a ella.  Lo cierto, sin embargo, era que Eliana, si bien nunca trató mal a Adrián y siempre lo vio como uno de sus amigos más leales, jamás se sintió atraída por él ni mucho menos estuvo enamorada.  En alguna oportunidad, incluso, él venció su miedo y la avanzó durante una fiesta de estudiantes en un boliche nocturno, pero ella, entre palabras huidizas y esquivas, lo rechazó: no lo hizo abierta ni chocantemente, sino con la mejor onda que fuera posible a los efectos de hacer entender a Adrián que podían ser amigos aun a pesar de que no existiese un vínculo más alto.  Pero claro, Adrián no se conformaba con eso.
                    Para colmo de males, en el último año ocurrió lo impensable, o, por lo menos, impensable para Adrián.  El viaje de egresados a Bariloche transcurrió normalmente sin que pasara nada distinto de lo que ocurre en todos esos viajes y, por cierto, no se alteró en este caso en demasía la conducta ni el devenir de los tres jóvenes.  Fernando, como no podía ser de otra manera, sacó a relucir en todos los boliches nocturnos todas sus armas de seductor: no dejó títere con cabeza en lugares como Grisu, Cerebro, Rocket o By Pass.  Muchacha que estaba buena era muchacha a la que él ya le había echado el ojo y, en algún momento a lo largo de la noche, también muchacha que caía a sus pies.  Eliana mantuvo en esos días y noches el perfil serio que la caracterizaba: no se le vio desbocarse ni descontrolarse como suele ocurrir con esas chicas muy autorreprimidas cuando se van de viaje de egresados y experimentan una cierta liberación.  Y en cuanto a Adrián, tampoco nada cambió demasiado: las chicas estaban allí, al alcance de la mano por miles y, en algunos casos, muy fáciles, lo cual hacía que incluso los chicos que no eran demasiado atractivos sino simplemente del montón (y él lo era) tuvieran chances que eran más difíciles de tener en sus lugares de origen.  Eso sí: no le perdía el paso a Eliana; siempre estaba cerca suyo y hasta en algún momento él mismo llegó a plantearse si no se estaría poniendo fastidioso.  La invitó con copas, habló largo rato con ella acodado en la barra de uno u otro centro nocturno pero no volvió a intentar un avance amoroso: ya tenía la experiencia de aquel primer rechazo y pocas cosas le atemorizaban tanto como fallar otra vez.  Sería, quizás, sacrificar futuras posibilidades con Eliana e incluso, tal vez, convertirse en el hazmerreír de los demás.
              Pero la sorpresa llegó el último día, o mejor dicho, la última noche, cuando Fernando, luego de haber pirateado a cuanta muchacha había en el boliche, se detuvo a hablar con Eliana junto a la pista.  Adrián permaneció un momento junto a ellos pero cuando notó que la conversación, virtualmente, lo excluía, se alejó hacia otro lado sin que ellos siquiera se dieran cuenta de ello.  Dio vueltas a la pista cada tanto, echando el ojo a ambos para ver si en algún momento Fernando la dejaba en paz y así podía, Adrián, volver junto a ella sin el riesgo de parecer un guardabosques.  Pero no, seguían allí, departiendo alegremente y hasta daba la impresión de que hubiera una intimidad cada vez mayor.  En la siguiente pasada de Adrián por el borde opuesto de la pista, oteó hacia el lugar en el que antes ellos se hallaran y descubrió que ya no estaban: no Fernando solamente, sino ninguno de los dos.  Miró hacia todos lados, tratando de descubrirlos entre el gentío, en la pista, en los sillones de los costados, en la barra, pero nada, no estaban por ningún lado.  Una especie de celo enfermizo y, obviamente injustificable ya que él no tenía con Eliana ningún vínculo de pareja, se apoderó de Adrián al punto de experimentar en ese momento una cierta angustia o desesperación.  En eso, lo vio a Fernando : estaba solo, lo cual le produjo un cierto alivio, pero al seguirlo con la vista, vio que se dirigía hacia la barra y luego se alejaba de ella con dos tragos, uno en cada mano.  Le siguió el camino hasta que desapareció en la penumbra que daba lugar a la zona de los reservados y, obviamente, ya no daba para seguirlo allí.  A Adrián, la cabeza le comenzó a dar vueltas y se desesperó.  ¿Era posible que estuviera con Eliana?  ¿Que la hubiera convencido de ir a un reservado después de que ella había cultivado siempre un perfil de chica seria y de nunca haber ocurrido nada entre ellos?
               Esa noche, Adrián siguió caminando nerviosamente a través del boliche, prácticamente chocándose con la gente o ignorándolos como si no existiesen: su único objetivo era encontrar a Eliana esperando, por supuesto, hallarla sola para así convencerse de que Fernando, fiel a su estilo, se había llevado una chica a los reservados, pero a cualquier otra chica.  Sin embargo, ella no estaba por ningún lado y la peor de las presunciones se terminó haciendo realidad cuando a las siete de la mañana los vio salir abrazados y besándose.  Adrián supo siempre que ése sería un duro golpe con el cual debería cargar.  Jamás discutió ni tuvo conflictos después de eso con Eliana ni con Fernando, quien en definitiva era su amigo aunque, como tal, él bien sabía que Adrián siempre había estado interesado en ella; simplemente fueron dejándose de ver, de frecuentar los mismos lugares, de visitarse o de llamarse.  Adrián abrigó, durante algún tiempo, la esperanza de que se tratara de uno de esos amoríos fugaces nacidos en viaje de egresados  y que, como tal, de un momento a otro se terminaría y las cosas volverían a una cierta normalidad.  Nada de eso, sin embargo, ocurrió: los meses pasaron y se hicieron años.  Eliana y Fernando, increíblemente, seguían juntos.  El contacto, casi por inercia, se fue perdiendo; si se cruzaban en algún lado o se encontraban en un evento compartido se saludaban, claro, con cordialidad, pero a la vez con una cierta aureola de hielo sobrevolando las brevísimas charlas que, casi siempre, giraban sobre temas absolutamente rutinarios, sin pasar de un preguntarse qué estaba haciendo cada uno de sus vidas, lo cual implicaba, casi de manera exclusiva, hablar sobre estudio o trabajo.
             Fernando estudió bioquímica y terminó consiguiendo empleo en una gran empresa láctea.  Ella estudió como contadora y, al tiempo de graduarse, entró a trabajar en la misma empresa, obviamente por palanca de él.  Adrián comenzó ingeniería en sistemas pero abandonó rápidamente; en un cambio bastante drástico se pasó a arquitectura, pero tampoco tuvo demasiada suerte.  Él no tenía tantas cualidades para el estudio y, por otra parte, un cierto desánimo instalado en su espíritu desde aquella noche en Bariloche, hizo presa de él por años, aun a pesar de todos los esfuerzos hechos por concentrar sus pensamientos en otras cosas.  Habiendo visto que el estudio no era lo suyo se terminó poniendo un bar nocturno y le fue sorprendentemente bien, tanto que al tiempo los ingresos le fueron suficientes par a comprar un cero kilómetro e incluso instalar un par de bares más por zonas bien estratégicas de la ciudad.  Y el dinero le llovió del cielo sin problemas; las chicas también, desde luego, ya que las cosas le son más fáciles al exitoso que al fracasado, aunque nunca tuvo una relación demasiado formal ni estable.
                 Eliana y Fernando, por su parte, se casaron.  Ni siquiera las parejas del cine podían aparecer ante los ojos de los demás como matrimonio perfecto, feliz y exitoso.  Adrián fue invitado, pero puso excusas para no asistir; presenciar la boda ya era demasiado, así que se limitó a llamarlos por teléfono a ambos para felicitarles ,así como hacerles llegar un buen regalo de tal modo que vieran que no había resentimiento alguno, lo cual, por supuesto, no era cierto.
                 Y un año llegó la crisis.  En la peor de sus formas.  Inflación galopante, caída de reservas y desempleo se combinaron de un modo devastador y muchas industrias se vieron obligadas a cerrar sus puertas.  Entre ellas le llegó el turno a la firma láctea en la cual tanto Eliana como Fernando se desempeñaban.  La situación fue terrible porque la empresa, estimulada en los años previos por el crecimiento económico, había hecho inversiones riesgosas y contraído empréstitos que, de pronto, se convirtieron en una carga pesadísima ante el terrible cuadro de reducción de la actividad.  Se empezó, como suele ocurrir, por los despidos de personal y las primeras víctimas fueron los camioneros y los administrativos: dentro de esa volteada cayó Eliana, a quien se despidió con la excusa de haber cometido un par de errores en el manejo de cuentas de clientes y proveedores.  Se le prometió el pago de la indemnización correspondiente pero la misma nunca llegó.  La empresa tenía tal volumen de deudas con acreedores de suma importancia que era obvio que las indemnizaciones a empleados irían a parar al fondo de la lista de espera.  Fernando siguió trabajando en el laboratorio; él tenía más antigüedad que Eliana y seguramente eso jugó a su favor.  Sin embargo, lo que a primera vista pudo haber sido visto con un cierto alivio, se convirtió a la larga en un problema: los pagos de sueldos comenzaron a atrasarse y pronto no hubo dinero para prácticamente nadie.  Al igual que tantos otros, Fernando quedó con tres meses de sueldo impagos y un futuro laboral que se veía terriblemente incierto.  Tal como era de prever, la firma quebró y se llamó a junta de acreedores.  Los conflictos arreciaron y la fábrica incluso estuvo tomada durante un par de meses por los empleados que exigían el pago de lo adeudado.
                Lo cierto fue que, en medio de tal panorama, el matrimonio perfecto y feliz que Eliana y Fernando habían sido a los ojos de todos, dejó súbitamente de serlo.  Con treinta años de edad, ambos quedaron sin trabajo y arruinados ya que, al igual que lo hiciera la propia empresa y en lo que parece ser una cadena eterna, ellos también se habían metido en enormes deudas ante el estímulo de los ingresos de épocas de bonanza económica.  Comenzaron a llegar las cartas-documento, los pedidos de embargo y, lo que es peor, algunas amenazas tanto telefónicas como con notas en la puerta de la casa.  Fernando intentó pedir dinero prestado pero la situación era harto complicada ya que, por todos lados, tanto ella como él, aparecían como insolventes y, como tal, eran prestatarios de alto riesgo para cualquier usurero.  Es decir, no había forma de recurrir a ningún préstamo o crédito.
                 Fue así que, en medio de una creciente desesperación y habiendo cubierto ya todas las posibilidades, Fernando lo llamó por teléfono a Adrián, su amigo de la secundaria.  Él contestó amablemente y escuchó toda su historia lamentándose por su suerte aunque siempre en un tono algo frío.  Aceptó, no obstante, prestarles una suma de dinero bastante importante como para ir cubriendo algunas de las deudas más acuciantes.  Ello pareció comenzar a dar algún alivio, pero la realidad era que la crisis era terriblemente galopante y, a la larga, todo se siguió complicando: los intereses de las deudas contraídas seguían aumentando y ahora ni siquiera tenían cómo pagarle a Adrián el dinero prestado.  Ninguno de los dos conseguía trabajo.  Así que en un momento de extrema desesperación Eliana lo llamó por teléfono a Adrián; estaba obvio que ambos sabían que él estaría mejor predispuesto a negociar con ella que con él, habida cuenta del interés que había tenido en Eliana desde adolescente.  Adrián la escuchó pacientemente y no perdió su serenidad de hielo ni aun cuando ella, en un par de oportunidades, se quebró y rompió en sollozos.  Le dijo simplemente que se tranquilizara y los citó a ambos a verlo en el bar esa noche.
Y así fue como la pareja cayó en el lugar del cual Adrián era propietario.  Viendo la actividad del lugar, parecía no haber trazas de crisis allí; una isla, casi podría decirse: repleto de gente todo el tiempo, bebiendo, riendo o jugando al pool en alguna de las tantas mesas que poblaban el local.  Adrián los condujo a una mesa que estaba escaleras arriba, en un rincón casi sin luz y allí les lanzó a bocajarro:
                 “No se hagan problema – les anunció -.  La plata va a estar.  No les prometo sacarlos de todas sus deudas de una, porque va a ser un proceso lento y largo, pero puedo ir respondiendo a las obligaciones que contrajeron…”
                El rostro de ambos se iluminó aun en aquella semioscuridad.
                 “Adri… – dijo Eliana, notablemente emocionada -.  No sabemos cómo agradecerte… Sos un amigo de los que no hay… Pero… el tema es: ¿cómo vamos a poder pagarte?”
               Adrián hizo una seña con el pulgar como señalando escaleras abajo.
               “Una de las camareras se me va la semana que viene porque se va a vivir a México.  Necesito un reemplazo…”
                Ambos lo miraron con evidente confusión.
                 “Eli, yo creo que vos podrías hacer bien ese trabajo y eso va a permitirles ir pagando las deudas conmigo…”
                  “Nunca trabajé como camarera…” – apuntó Eliana, con evidente gesto de preocupación.
                  “No es ninguna ciencia – señaló Adrián con gesto de desdén -.  Se aprende… Y las chicas acá son muy copadas y te van a saber asesorar…”
                   El semblante de Eliana fue mutando de la preocupación a la alegría.
                  “Adri, vos no te das una idea del favor que nos estás haciendo… No te das una idea…”
                    “¡Por favor!  ¿Somos amigos o no somos amigos?  Y hay algo más: uno de los muchachos que trabajan detrás de la barra también se me va, así que eso me va a permitir ubicarlo también a Fer…”
                   Los rostros de ambos resplandecieron.
                   “Adri…- dijo Fernando -.  Esto no puede ser real.  No podés ser capaz de hacer semejante favor…”
                  “¡Sos un groso! – agregó ella -.  ¿Qué amigo haría un favor así por nosotros?”
                  “No sé qué clase de amigo – apuntó Adrián -, pero uno de verdad sí lo hace.  Y yo lo soy” – cerró la frase guiñando un ojo a ambos.
                    Se confundieron en un abrazo, sin que Fernando pudiera ocultar su emoción ni Eliana sus lágrimas.
                   A la semana siguiente se presentaron los dos para comenzar a trabajar en ese mismo día.  El turno era de nueve de la noche a seis de la mañana, de lunes a lunes.  No había, por supuesto, posibilidad de protestar por ello y, dadas las circunstancias que a ambos afligían, ni siquiera parecía ubicado o ético hacerlo.  Había que tomar lo que hubiese, gustasen o no los horarios o la cuestión de no tener días de franco.  Con respecto a la indumentaria, nadie había hablado de uniformes y, de hecho, Eliana había notado que no parecía haber un patrón que se repitiese en las camareras que trabajaban en el lugar a no ser por el hecho de que usaban faldas, en general cortas.  Eligió, por tanto, para presentarse, una bastante discreta que terminaba un poco por encima de la rodilla pero que aún así molestó un poco a Fernando; ella, cariñosamente, le calmó con un beso.
                 “Tranquilo – le dijo -.  Vamos a estar trabajando juntos así que los dos vamos a tener que portarnos bien, jaja”
                  Adrián aún no estaba en el lugar; claro, siendo el dueño del local, no se manejaba con los mismos horarios que los empleados: llegaría, seguramente, en algún momento a lo largo de la noche o, tal vez, ni siquiera llegaría en absoluto.  La sorpresa para ambos fue que, al presentarse ante la barra como Eliana y Fernando anunciando que venían a incorporarse, quien los atendió fue una antigua conocida de ellos.  Se trataba de Ofelia, quien en los años de secundario había sido siempre una muchacha muy reservada y de modales esquivos.  En parte ese aislamiento se había debido a su aspecto: no era una mujer fea pero sí de mandíbula bien marcada y con rasgos algo masculinos, lo cual no hubiera sido nada de no ser porque en sus actos también evidenciaba comportamientos y tratos más propios de un varón que de una mujer.  Allí estaba ante ellos, de rasgos gélidos y germánicos, con una expresión  algo hermética en su rostro: era, además, una mujer muy alta, midiendo poco más de un metro noventa y lucía, a diferencia del resto del personal un atuendo algo más formal: vestía de camisa, pantalón y botas, todo de color negro, pareciendo más ropa de montar que para desempeñarse en un bar.  Tanto su ropa como su actitud mostraban a las claras que tenía allí una posición de cierta jerarquía.  En un principio no pareció reconocerles.
                  “Ustedes empiezan hoy, ¿no?” – preguntó sin que mediara siquiera un saludo de buenas noches.
                  El tono severo intimidó un poco a la pareja, particularmente a Eliana, razón por la cual fue Fernando el que respondió:
                  “Sí, sí…: nos citó Adrián”
                   La mujer asintió con un gesto adusto, frunciendo la comisura de su labio.  Mostrando una gélida indiferencia, les hizo seña de que pasaran hacia el otro lado de la barra y, una vez que la pareja lo hubo hecho, comenzó a caminar en dirección hacia la cocina, sin que mediara palabra alguna y como dando por tácito y sobreentendido que ellos debían seguirle.  Una vez allí se giró hacia ellos y se cruzó de brazos, escudriñándolos con actitud de estudiarlos de la cabeza a los pies.  Sin lograr saber bien por qué, Eliana se estremeció y bajó la vista.
                   “Ofelia – intervino Fernando, quien mostraba algo más de seguridad ante la situación o, al menos, era eso lo que buscaba mostrar delante de su esposa -.  ¿No te acordás de nosotros?”
                   “Sí, sí – respondió ella sin dejar de escudriñarlos ni por un segundo -.  Me acuerdo perfectamente”
                   A Eliana, y esta vez también a Fernando, les pareció encontrar algo indefinible e inquietante en el tono de la respuesta.  Si uno se ponía a hacer memoria, no era difícil recordar que Ofelia era, de algún modo, el objeto de burla del curso, dado su aspecto de marimacho y los rumores, siempre crueles, acerca de lesbianismo.  A la cabeza de ambos acudió de manera conjunta el recuerdo de aquella oportunidad en la cual, en el curso, habían votado a la mejor compañera y al mejor compañero con la particularidad de que en el segundo caso, al escrutar los votos, había unos cinco que, aparentemente confabulados, la habían votado a ella como “mejor compañero”, es decir dándole carácter de varón.  Ninguno de ambos recordaba particularmente que Ofelia tuviera en aquellos días buena relación con Adrián; la realidad era más bien que se ignoraban mutuamente; no dejaba de sorprender, por lo tanto, verla a ella ahora como empleada de él y, aparentemente, con un cierto rango entre el personal.
                  “Esa ropa no va para trabajar acá  – dictaminó después de hacer un minucioso análisis ocular de Eliana e, incluso, de dar un par de vueltas alrededor -.  Falda muy larga…”
                 El comentario no pudo menos que enardecer a Fernando.
                     “¿Muy larga? – rugió – ¿Qué se supone que vaya a tener puesto?”
                     Ofelia ignoró el comentario y siguió, ceñuda, con su escrutinio.  Parecía haberse detenido especialmente en la indumentaria de Eliana sin hacer demasiado caso de la de Fernando.  La reacción de él había sonado un poco a exabrupto y eso preocupó a Eliana, quien le hizo gesto de que se mantuviera calmo.
                      “Está bien, Ofelia – dijo ella, buscando poner paños fríos a la situación -.  ¿Y qué sugerís?”
                      Una vez más, la mujerona no respondió.  Se acercó a Eliana e inclinando un poco el cuerpo para poder verla desde atrás, tomó entre sus dedos un pliegue de la falda y alzó la misma.
                       “La ropa interior tampoco… No me gusta”- dijo.
                        Fernando estuvo a punto de estallar nuevamente.  Eliana lo advirtió y echándole una mirada furtiva, frunció los labios en señal de que hiciera silencio y se mordió luego el labio superior.  Él,  a su pesar, asimiló el mensaje.  Claro, se estaban jugando su trabajo y no era cuestión de dejarlo pasar por aparentes nimiedades como un cambio de vestuario.  De todos modos, Fernando no pudo quedarse callado; en todo caso moderó el tono y, cuando preguntó, trató de contener su furia y hacerlo lo más gentilmente que fuera posible.
                       “Pero… la ropa interior…, ¿qué tiene que ver?  Si no se ve…”
                     Una vez más Ofelia se comportó como si no le oyese, aunque luego Fernando entendería bien que, en realidad, no se le escapaba palabra alguna.
                      “Esto afuera” – dijo la mujerona sosteniendo aún un pliegue de la falda de Eliana entre sus dedos.  Casi de inmediato apareció una empleada que, sin que mediara más trámite, le soltó a Eliana la falda y se la deslizó piernas abajo para terminar quitándosela por los pies.  Fernando vio entonces como su esposa quedaba, en medio de la cocina y a la vista del personal, vestida sólo con una bombachita, a decir verdad bastante escueta.
                    Ofelia tomó la prenda íntima por el elástico y lo estiró hacia sí para luego soltarlo.
                     “Esto también” – ordenó.
                      Y así la empleada dejó a Eliana desnuda de cintura para abajo ante la vista furiosa de su propio marido, que crispó los puños.
                      “Ofelia… – dijo, entre dientes -.  ¿Te parece que éste es el lugar adecuado para…?”
                       “Tenés que aprender un par de cosas todavía – le replicó la mujer sin siquiera mirarlo y acusando, por primera vez, recibo de haber oído algo de lo que Fernando le venía diciendo -.  En primer lugar, no me tutees: del colegio ya pasaron unos cuantos años.  Aquí y ahora, ustedes son lo mismo que cualquier otro empleado y aquí se me llama SEÑORA OFELIA; eso va para vos también” – señaló a Eliana con un enhiesto y amenazante dedo índice en alto.
                      “Está bien, Señora Ofelia” – aceptó Eliana quien, en medio de la vergonzante humillación que estaba sufriendo ante los demás, buscaba mantener lo suficientemente fría la cabeza como para no perder los estribos o, lo que venía ser para el caso casi lo mismo, perder el trabajo.
                      “En segundo lugar – retomó Ofelia como si se tratara de un instructivo -, si no les gustan las condiciones del trabajo ya saben dónde está la puerta y por último, les aclaro que acá cada error o insubordinación se paga.  Por lo tanto si siguen objetando órdenes – miró de soslayo a Fernando -, van a seguir acumulando infracciones”
                       El parlamento de la gélida mujer descolocó a Fernando; se desprendía de sus palabras que ya había algunas infracciones acumuladas puesto que de lo contrario nunca Ofelia hubiera dicho “seguir acumulando”.  Por otra parte, y eso era a todas luces lo más inquietante, la arenga de la mujerona había dejado entrever que existían sanciones internas para castigar las faltas aunque, claro, no había forma de saber cuáles eran ni de qué modo se aplicaban.  La empleada que le había quitado falda y bragas a Eliana se retiró con rumbo incierto llevándose las prendas; cuando poco después regresó, lo hizo trayendo sobre el antebrazo un par de prendas nuevas aunque, dado lo minúsculo de las mismas, Fernando las vio más bien como trapos.
                “A ver, dame acá” – ordenó Ofelia extendiendo una mano hacia la chica sin siquiera mirarla, como era su estilo -.  Primero la tanga”
                La joven colocó en manos de Ofelia la prenda solicitada y ésta la tomó entre los respectivos dedos pulgar e índice de ambas manos para ponerla ante su rostro y escrutarla  con mirada aparentemente experta.
                “Sí, ésta va bien” – dictaminó ante la atónita mirada de Fernando, horrorizado por lo mínimo de la prenda -.  A ver…, levantá un pie”
                 Eliana hizo lo que se le decía y la mujerona, flexionando una pierna hasta casi tocar el suelo con su rodilla le pasó la tanga para luego pedirle que levantara el otro pie y hacer lo mismo.  Una vez hecho eso, Ofelia se incorporó llevando hacia arriba la prenda y lo hizo tanto que se la calzó en la zanja de tal modo que hasta la levantó unos centímetros del piso.  Así, una ínfima rayita de tela prácticamente desapareció al enterrarse entre las perfectamente redondeadas nalgas en tanto que, por delante, sólo un brevísimo triángulo se ubicaba por sobre el montecito del clítoris.  Ofelia extendió un brazo con la palma abierta como reclamando la falda y, en efecto, la empleada se la entregó: una pieza en cuadrillé y terminada en bastoncillos con volados.  Volviendo a flexionar la pierna hizo repetir a Eliana el acto de levantar alternadamente primero uno y luego el otro pie a los efectos de colocarle la prenda.  Una vez que, llevando la falda arriba, se la calzó en la cintura, saltó a la vista que apenas le tapaba la cola; bastaba cualquier mínima inclinación o que se agachara para que sus nalgas quedaran expuestas.
                Ofelia giró alrededor de Eliana como estudiándola y se detuvo a su espalda acariciándose el mentón con gesto pensativo.
               “A ver… – dijo -.  Inclinate.   Tocate las puntas de los zapatos”
                La orden, por supuesto, resultaba terriblemente humillante.  Eliana permaneció por unos instantes dudando.
                “Dale – insistió Ofelia -, hacé lo que te dije y no tengas tanta vergüenza que acá el culito ya te lo vimos todos y además es mejor que te vayas acostumbrando”
                   Eliana, para quien era sumamente importante preservar el empleo conseguido, dejó de dudar e hizo lo que se le requería.  Inclinándose hacia adelante se tocó con los dedos las puntas de los zapatos con lo cual, obviamente, su cola entangada quedó expuesta ante los ojos de los presentes.  Cierto era que sólo un momento atrás también lo había estado y sin nada encima, pero sin embargo, esta vez para Eliana la sensación de sentirse humillada era infinitamente peor.
                “Sí, va bien –dijo Ofelia -; ahora a trabajar”
                 Salieron de la cocina hacia la zona interior de la barra y la rabia contenida de parte de Fernando parecía a punto de estallar.  Eliana le echó una mirada disuasiva temiendo que un exabrupto arruinase todo.  Ofelia trazó un arco con la mano y enseñó a Eliana cuáles eran las mesas que tenía asignadas; lo de Fernando era bastante más simple ya que sólo debía permanecer tras la barra a la espera de lo que los clientes le pidieran.   Ofelia tomó una libreta  e hizo algunas anotaciones; con el correr de la noche notarían que ésa era una acción que permanentemente repetía.  A Eliana se le ordenó que permaneciese del lado exterior de la barra a la espera de ser solicitada por los clientes o bien para que estuviera atenta en caso de que llegaran nuevos.  Al apostarse en tal lugar, notó cómo, obviamente, todas las miradas del salón se clavaban sobre ella y no pudo evitar bajar la mirada con vergüenza.  Fernando, desde atrás de la barra, podía ver cómo todos los tipos del lugar la miraban con ojos voraces y debía contener las ganas irrefrenables que tenía de dirigirse hacia ellos para ponerlos en su lugar o para, al menos, hacerles notar que esa mujer, a la que miraban tanto, ya tenía dueño y, como tal, no estaba disponible.
                  El espectro social de la clientela del bar parecía amplio: había señores bien vestidos con aspecto de ejecutivos adinerados pero también algunos fracasados de mala vida o muchachos de veintitantos años que no paraban de beber e intercambiar bromas; las edades, por cierto, podían ser muy diversas.  Eran, eso sí, mayormente hombres. salvo las mujeres que estaban acompañadas por sus parejas.  Eliana no era la única camarera en el lugar, pero claro, era la chica nueva, con lo cual era quien concentraba la mayor parte de las miradas.   Se dirigió a atender un par de mesas en la medida en que fueron llegando nuevos clientes y, por supuesto, Fernando no podía quitarle la vista vigilante de encima; con un chasquido de dedos delante de sus ojos, Ofelia le llamó la atención al respecto y le conminó a concentrarse en su labor, consistente en ese momento en preparar un par de tragos que le habían solicitado dos tipos que acababan de ubicarse a la barra.
                     “¿Qué onda la chica nueva?” – preguntó uno de ellos y Fernando, sin poder ocultar su furia, le echó un vistazo de reojo para comprobar que estaba mirando a Ofelia y por lo tanto la pregunta iba para ella.
                      “Es nueva, como bien has dicho – confirmó ella -; todavía tiene que aprender algunas cosas pero la vamos a sacar buena”
                      Aun a pesar del permanente escrutinio de Ofelia, Fernando espiaba por debajo de las cejas cada tanto y logró constatar que cada vez que Eliana se inclinaba sobre una mesa para depositar un pedido, sus nalgas quedaban inevitablemente al aire, lo cual motivaba que muchos de los presentes le echaran el ojo.  En una oportunidad un grupito de tres clientes que tendrían, en promedio, unos veinte años, la llamaron para que se acercase y se produjo entonces un momento de charla totalmente inaudible para los oídos de Fernando, pero que, sin embargo y por lo que se veía, daba la impresión de que uno de los tipos le insistía con algo ante lo cual ella, al menos en apariencia, parecía excusarse.  Eliana terminó dando media vuelta (aunque sin dar la impresión de haber dado por concluida la charla sino más bien suspendida) y se acercó a la barra para hablar con Ofelia, quien se hallaba en su puesto de observación junto a la caja.  Sin dejar de atender la barra, Fernando aguzó un oído a los efectos de escuchar:
                “Señora Ofelia – dijo Eliana; el tratamiento no dejaba de sonar extraño a los oídos de Fernando considerando que, en definitiva, habían sido ex compañeras del colegio -.  Aquellos chicos me dicen que quieren que juegue al pool con ellos.  Dicen que las camareras de aquí siempre lo hacen…”
                 “Y es cierto – confirmó Ofelia -.  Muchas veces caen tipos solos que se acodan en la barra y no tienen con quién jugar.  Ya es una tradición del lugar, y los clientes lo saben, que nuestras camareras están disponibles para eso…”
                 La respuesta no pudo menos que causar consternación, tanto en Fernando, quien no podía dar crédito a sus oídos, como en Eliana, cuyo rostro sólo rezumaba sorpresa.
                   “Pero…, Señora Ofelia, no puedo hacerlo…, estoy trabajando” – protestó Eliana, tan tímidamente que ni siquiera sonó como una protesta.
                  “Despreocupate por eso – minimizó Ofelia con un gesto desdeñoso -.  La política del lugar es que el cliente se tiene que ir satisfecho y, sobre todo, tiene que volver.  Un cliente a quien no le damos lo que quiere o que se aburre, es un cliente que muy posiblemente no regrese… La única condición que ponemos es que nunca estén jugando al pool…, o haciendo cualquier otra, dos chicas al mismo tiempo.  Altérnense.  Las mesas que estás atendiendo, mientras estés ocupada, las reparto un poco entre otras dos camareras para que se hagan cargo.  Aquí las chicas que ya están desde hace rato conocen bien la mecánica del lugar, así que para ellas no será nada nuevo…”
                    Los ojos de Eliana parecieron revelar aún más sorpresa que antes.  Además, había quedado repiqueteando en su cabeza una frase de Ofelia: “jugando al pool…, o haciendo cualquier otra cosa”.  Lo mismo ocurrió con Fernando, quien ya no sólo prestaba oídos a la conversación sino también ojos, hasta que un tipo que estaba en la barra lo trajo de vuelta a “lo suyo” para pedirle un daikiri.
                   Fernando atendió el pedido del hombre y, de reojo, vio como su esposa regresaba hacia la mesa en la que se hallaban los tres muchachos; al llegar hasta ellos, le tendió a uno unas fichas que llevaba en la mano, las cuales, de seguro, serían las que abrían la mesa de pool: eran  unas cuantas, lo cual significaba que planeaban jugar por laro rato.  Los jóvenes sonrieron con satisfacción y Eliana les guió hasta una mesa que estaba desocupada; mientras abrían la mesa y ubicaban las bolas dentro del triángulo, Eliana regresó a paso rápido junto a Ofelia:
                     “Señora Ofelia – dijo, con expresión de angustia -.  No sé jugar al pool; nunca jugué…”
                     “Los chicos te van a enseñar” – le respondió Ofelia, siendo casi la primera vez en que se dibujó, aunque muy levemente, una sonrisa en la comisura de sus labios.
                       Eliana volvió junto a ellos y, prácticamente, le pusieron en mano uno de los tacos, el cual tomó con la inseguridad propia de quien nunca ha jugado al pool.  El caso no se ajustaba al ejemplo presentado momentos antes por Ofelia ya que allí no había nadie que estuviera solo y necesitara compañera para jugar, pero eran tres y querían, obviamente, jugar en duplas.  El que quedó finalmente como compañero de Eliana se le acercó al oído y le habló un rato, entre risas.  Desde donde estaba, Fernando hervía por la intriga y por el exceso de confianza que el joven se tomaba.  Lo peor de todo fue que detectó una leve sonrisa en Eliana, como si le hubiera festejado algún comentario, vaya a saber de qué tipo.
                       Y la partida comenzó.  Eliana era, por supuesto, la que se hallaba en problemas ya que ni siquiera sabía cómo tomar el taco.  Pero los chicos, y sobre todo su compañero de dupla, fueron más que solícitos mostrándole bien cuáles eran las posiciones o de qué forma tenía que tirar.  Fue entonces cuando Fernando descubrió que cada vez que Eliana se inclinaba sobre la mesa para apuntar, su cola quedaba a la vista de todos y los tres muchachos se arracimaban por detrás de ella, riendo e intercambiando bromas que, dada la distancia, no llegaban a ser oídas por Fernando.  Éste, sin salir de su odio ni de su estupor, echó un vistazo al resto del salón y comprobó que no eran los tres jóvenes el único público que Eliana tenía al inclinarse sino que desde casi todas las mesas vecinas e incluso desde otras más alejadas, tenían sus ojos sobre las nalgas de Eliana y no lo hacían con disimulo ni de reojo sino que, muy por el contrario, se apreciaba claramente que reían y se comentaban entre sí: los que jugaban al pool, en cualquiera de las mesas, habían dejado de prestar atención a sus partidas.  Fernando tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para no sortear la barra de un salto y correr hacia el lugar para poner las cosas en orden, sobre todo cuando notó que uno de los muchachos, tomándose demasiadas atribuciones en su papel de instructor, se ubicaba por detrás de Eliana y le ayudaba a tomar el taco correctamente así como a hacer puntería.  Al hacerlo, inevitablemente, la apoyaba alevosamente con su bulto sobre la cola.  Le hablaba al oído, sin que hubiera forma de que Fernando pudiese tener idea de qué le decía.  Pero, para colmo de males, el arrebato pedagógico del joven que la apoyaba surtió efecto también en los demás y, así, en los siguientes tiros, cada uno de ellos fue pasando sucesivamente por su retaguardia para mostrarle cómo se hacía y, de paso, apoyarla.  Cada vez que alguno de los tres lo hacía, el resto reía.
            Una vez que los tres hubieron pasado por el puesto de “instructor”, parecieron dejarla más o menos en paz para el siguiente tiro, ya que Eliana se dedicó por sí sola a tratar de manejar el taco y de hacer puntería correctamente, sin que nadie le estuviese encima.  Sus nalgas, de todos modos, siempre quedaban al descubierto cada vez que se inclinaba y fue entonces cuando Fernando vio algo que le hizo perder definitivamente la cordura.  En el momento en el cual ella se inclinaba sobre la mesa de pool, uno de los jóvenes, mientras sostenía en una de sus manos algún trago, alzó el taco hasta tocar con la punta la cola de Eliana, justo en el lugar en que, cubierto por una tirita de tela insignificante, se hallaba su orificio.  Ni siquiera lo hizo suavemente, sino que prácticamente enterró el taco ya que la azulada punta se perdió por un instante entre las cachas de Eliana, quien dio un respingo y se giró en un único movimiento mientras miraba a los jóvenes con expresión de indescriptible desconcierto a la vez que se llevaba una de sus manos hacia la cola, justo al lugar en el cual había recibido el impacto.  El muchacho que había tenido tal ocurrencia, sólo apuró su trago en tanto que los demás reían.  En cuanto hubo dejado de escanciar el contenido de su vaso, él también se sumó a las risas, festejando su propia broma.
                La paciencia de Fernando, ya para esa altura una cuerda estirada en exceso, encontró su límite, pero también la de Eliana, quien si bien no hizo objeción alguna, echó a los tres jóvenes una mirada de incredulidad y salió a paso decidido hacia la caja, precisamente en el mismo momento en que Fernando, apoyando sus manos sobre la barra, daba un salto hacia el otro lado y se dirigía hacia la mesa de pool en la que se hallaban los tres insolentes desubicados.
               Llegó ante el que, justamente, había cometido el infame acto: mantenía éste en su rostro una desagradable sonrisa y estaba apoyando su vaso, ya vacío, en una mesa vecina.  Fernando lo tomó por la camisa con violencia para  sorpresa del joven, quien ni siquiera le había visto venir.
                 “Nadie le mete una mano encima a mi esposa, ¿entendés?… Nadie…”
                  El muchacho lo miró extrañado; pareció tardar unos segundos en entender.
                  “Eeeeh, ¡paraaaaá! ¿Qué te pasa? ¡Estábamos jugando, nada más!  Aparte no le puse la mano encima…, fue el taco, je”
                    Fernando echó hacia atrás su brazo, dispuesto a estrellarlo contra la cara del muchacho, pero los otros dos lo tomaron por atrás, impidiéndoselo.  Una vez que lo inmovilizaron, el joven que acababa de zafar del golpe de Fernando apoyó el taco a un costado y rió entre dientes:
                     “¿Sos un poco desubicado o me parece a mí?
                    Y acto seguido hundió su puño contra el estómago de Fernando, al punto de dejarlo casi sin aire.  Justo en ese momento apareció Ofelia, acompañada por Eliana, quien había acudido a ella en busca de auxilio.   La mujerona palmoteó el aire e impuso su voz autoritaria:
                  “¿Qué pasa acá? – preguntó – ¿Cuál es el problema?”
                  Su tono sonó tan imperativo que los muchachos interrumpieron la golpiza que habían inciado contra Fernando.
                   “Nada… – se excusó el que acababa de golpearlo -.   Estábamos jugando con la chica y de pronto apareció este tipo al que no sé qué carajo le pintó…”
                    “¡Le metieron el taco de pool en la cola!” – vociferó Fernando haciendo un esfuerzo sobrehumano por recuperar la respiración después del golpe recibido, mientras los dos jóvenes que lo retenían por los brazos persistían en su actitud y no daban señales de liberarlo.  En ese momento Fernando echó un vistazo en derredor y notó, como no podía ser de otra manera, que prácticamente toda la concurrencia estaba atenta a la trifulca que se había suscitado.  Pero si por algo miró fue porque llegó a sus oídos un coro de risas apenas mencionó, a tan viva voz, el incidente del taco en la cola; antes que generar rechazo o solidaridad, el comentario había, por el contrario, despertado hilaridad.
                     “¡Eso fue jugando! – protestó el joven afectado -.  No fue nada; apenas un roce, apenas una broma…”
                     Ofelia giró la cabeza hacia Eliana y le dirigió una mirada de hielo; luego hizo lo propio con Fernando.
                      “Suéltento – pidió, o más bien ordenó -.  Está todo bajo control; yo me encargo  -; tomando con dos dedos a Eliana por un pliegue de su remera, la acercó hacia la mesa -.  Ahora sigan jugando… y todo normal”
                       “Normal las pelotas – protestó otra vez el mismo joven -.  Nos vamos a la mierda…”
                       Tanto él como los otros dos, luego de liberar a Fernando, depositaron con violencia los tacos de pool sobre la mesa y se retiraron con gesto ofuscado.  Ofelia frunció los labios y miró alternadamente a Eliana y a Fernando con una mirada que lo decía todo:
                       “Esto es una infracción grave eh… – espetó -, de parte de los dos: lo peor que nos puede pasar es que el cliente no se encuentre a gusto y se vaya.  Después de terminado el turno lo hablamos.  Ahora vos de vuelta a la barra y vos a atender las mesas…”
                        “Señora Ofelia – balbuceó Eliana -.  Yo… no sé cómo pedir disculpas…”
                          Fernando la miró incrédulo.  Ella, obsesionada como estaba con el tema de perder el trabajo, se rebajaba al punto de disculparse por lo que, en definitiva, había sido la reacción lógica de cualquier mujer a quien se hubiese faltado a su dignidad.
                       “Ya vamos a hablar – dijo Ofelia, abriendo por primera vez sus ojos grandes y enseñando sus manos bien abiertas de modo de hacer entender a Eliana que se callara o que no insistiera. – Eso sí: vayan haciéndose a la idea de que esto lleva sanción; no es algo que se pueda permitir…”
                      “Sí, Señora Ofelia” – aceptó sumisamente Eliana bajando la vista, en tanto que Fernando seguía sin poder creer nada: ni el modo tan particular en que se manejaban en ese lugar ni el grado de aceptación que exhibía su esposa.
                    Ofelia dio media vuelta sobre sus tacos y echó a andar de regreso hacia la caja.  Fernando miró un momento a Eliana a la espera de que ella levantase la vista en algún momento; quería, aunque más no fuera con una mirada, reprenderla o al menos hacerla consciente del grado de degradación hacia el cual estaba siendo arrastrada.
                    El resto de la noche venía transcurriendo sin sobresaltos o, por lo menos, sin que ocurriera nada de lo que, ya empezaba a entenderse, era considerado como normal en aquel lugar tan especial.  No hubo rastros de la presencia de Adrián y Fernando lo lamentó.  Se preguntaba si su viejo amigo estaría al tanto de lo que allí ocurría cuando él no estaba o de los abusos de poder que cometía Ofelia.  Trató de pensar lo menos posible a los efectos de hacer bien su trabajo y no ir acumulando “infracciones” pues, de hecho, Ofelia parecía no parar de tomar notas en su libreta.  Se propuso, adrede, dejar de seguir con la vista a Eliana puesto que estaba ya para esa altura obvio que, fuera donde fuera, todos en el salón estarían mirándole la cola o haciéndole comentarios procaces y soeces.  Mejor no mirar para no repetir accesos de furia como el que ocurriera tras el incidente en la mesa de pool.  Pero fue dos horas después de eso cuando la propia Eliana se apareció junto a la caja con expresión desesperada y con los ojos desorbitados.
                 ¡Señora Ofelia! – dijo, hablando con cierta urgencia -.  Un cliente me… metió la mano… ¡Eso no está bien!  No fue un taco de pool esta vez, fue su mano…”
                 Ofelia levantó la vista hacia el fondo del salón como si fuera una especie de vigía sobre un mangrullo y Fernando, alertado al oír las palabras de su esposa, no pudo evitar hacer lo mismo.  La mesa en cuestión hacia la que Eliana señalaba con el pulgar estaba ocupada por  cuatro tipos más una muchacha que se hallaba sentada sobre el regazo de uno de ellos.  Tenían un aspecto desagradable y, por cierto, ninguno de ellos resultaba ni medianamente atractivo.  Alcanzaba con un rápido vistazo para darse cuenta, además, que estaban bastante alcoholizados y, a diferencia de los que se habían retirado de las mesas de pool tras el incidente, no eran ningunos muchachos, sino tipos que contarían alrededor de cuarenta y tantos años: sólo la joven que se hallaba sentada sobre uno de ellos daba impresión de no pasar los veintidós.  Tanto Eliana como Fernando esperaban alguna reacción por parte de Ofelia por considerar que había ciertos límites que no podían ni debían ser traspuestos en el trato hacia las empleadas por parte de los clientes.  La mujerona, sin embargo, estiró, simplemente, su largo cuello para tratar de visualizarlos mejor.  Uno de ellos, al cual Eliana identificó como el autor de la ofensa, estaba sentado muy tranquilo y hasta sonriente, mirando hacia la caja.
               “¿Qué te hizo exactamente?” – preguntó Ofelia con aire indiferente.
                “Bueno, yo… estaba sirviendo la mesa y de pronto sentí que me… estaba acariciando la pierna.  Ya me pareció desubicado pero para no crear un problema, simplemente esperé a que en algún momento dejara de hacerlo.  Pero no, fue al revés: cuando me incliné para apoyar la bandeja sobre la mesa me… acarició las nalgas”
                Ofelia escuchó atentamente el relato de Eliana sin dejar por un instante de mirar hacia el fondo del salón.
                “Vení conmigo” – le conminó luego, al tiempo que, saliendo de atrás de la caja, comenzaba a marchar a paso decidido hacia la mesa ocupada por el desagradable grupito.  El paso casi marcial y algo amenazante que Ofelia imprimía a su marcha, entusiasmó a Eliana e hizo desistir de cualquier nueva reacción a Fernando, cuyo rostro había enrojecido por la furia ante las noticias que su esposa había acercado a la barra.
                 Llegaron ante la mesa; Ofelia se plantó allí cuan alta e imponente era y fue imposible que hubiera en el quinteto alguien que no alzara la vista hacia ella.  Eliana, entre tanto, permanecía un paso más atrás, casi como queriéndose cubrir detrás de la mujerona.
                 “¿Qué pasó acá?” – preguntó.
                 El principal aludido, al cual Eliana había señalado como el responsable de lo ocurrido, se encogió de hombros.
                 “Nada – dijo -; sólo estaba acariciando a la señorita…”
                 “Señora” – le interrumpió, tajante, Ofelia.
                 “Ah…, señora entonces – continuó el tipo -; bueno, yo la acaricié un poco y de repente se fue y nos dejó plantados”
                 “Tal cual – intervino uno de los restantes -.  Ni siquiera terminó de atendernos”
                   Ofelia, ceñuda y con los labios fruncidos, hizo un rápido recorrido con los ojos por el círculo de hombres y por la chica veinteañera ; a decir verdad, daban la impresión de ser de no muy alto nivel de educación.  Luego miró a Eliana.
                  “Acercate” – le dijo.
                  Eliana levantó un pie para ubicarse a la par de Ofelia pero lo hizo con tal timidez que la mujerona la tomó casi por la piel del brazo y la acercó hacia el sujeto que la había ofendido.  Así, quedaron encarados: el tipo sentado y sonriente, Eliana de pie y muy confundida.
                  “Pedile disculpas” – ordenó Ofelia.
                   Eliana, muy despacio, giró la cabeza hacia la mujer.  Lo hizo porque, en realidad, quería constatar si el pedido u orden había sido impartido hacia el cliente, lo cual era de lo más lógico, o bien hacia ella, lo cual parecía ser tremendamente descabellado.  Sin embargo, la peor presunción tomo carácter de realidad cuando, al mirar a los ojos de Ofelia, descubrió que la mujer miraba hacia ella.  No había ningún otro destinatario para la orden impartida.
                      “Pedile disculpas” – reiteró, imprimiendo una mayor severidad al tono de su voz.
                       Eliana estaba perpleja por la incredulidad.  No podía asimilar lo que estaba oyendo.  ¿Debía ella disculparse ante un baboso degenerado que le había tocado impunemente la cola?  Por lo pronto, el gesto adusto de Ofelia no parecía dar lugar a interpretar algo diferente: eso que había oído de Ofelia era exactamente y de manera unívoca lo que se estaba esperando de ela.  Una vez más, pensó en su trabajo, en las deudas, en las amenazas… Se giró hacia el hombre, quien la miraba aún más sonriente que antes, a la vez que expectante.  Eliana tragó saliva y sintió como si alguien le estuviera revolviendo por dentro…
                      “P… perdón, señor” – musitó, en un susurro apenas audible.
                      “A ese volumen no creo que te haya escuchado” – le regañó la mujerona.
                    “Perdón, señor” – repitió Eliana, algo más alto y con voz más firme.
                    “Bien – concedió Ofelia -; ahora vamos a retomar las cosas en el punto en que estaban”
                    Temblando por la vergüenza y por los nervios, Eliana volvió a girar la vista hacia Ofelia; la miró sin entender.
                     “¿Qué te estaba haciendo el señor cuando interrumpiste tu trabajo?” – le preguntó la mujer.
                     Los cinco de la mesa, con la muchacha incluida, rieron a un mismo tiempo.  Eliana ya no cabía en sí misma con la vergüenza que sentía.
                      “Me… estaba tocando la cola” – respondió, con voz apagada  y algo quebrada por el momento que estaba viviendo.
                       “Muy bien.  Entonces…, date la vuelta.  Y enseñale tu cola al señor para que siga con lo que, con tan mala educación, interrumpiste”
                        “Es que hoy las jovencitas vienen cada vez más maleducadas.  ¿Se fijó, señora?” – apostilló uno de los que estaba sentado a la mesa a la vez que echaba una rápida mirada y guiñaba un ojo a la muchacha que tenía sentada sobre él, la cual le propinó, en evidente broma, un puñetazo sobre el brazo para, inmediatamente, echar los dos a reír..
                         Ofelia no dijo palabra y Eliana comprendió que tampoco ella tenía nada más para decir.  Simplemente se giró y luego apoyó las manos sobre una de sus rodillas a los efectos de inclinarse y así mostrar mejor su cola.  Enseguida sintió el contacto de la desagradable mano nuevamente; no sólo era desagradable la piel sino también el modo en que la tocaba.
                        Lejos, desde la barra, Fernando estaba a punto de estallar y, una vez más, apoyó las manos sobre la misma a los efectos de saltar hacia el otro lado.
                       “Yo te diría que te contengas – le dijo una de las camareras que se hallaban, en ese preciso momento, retirando un pedido -.  Está muy jodido conseguir laburo y hay que cuidarlo; te lo digo por tu bien.  Sé que es duro y es una cagada para cualquier matrimonio trabajar en un lugar como éste.  Pero vas a tener que aprender a bancártelas todas… Después de todo…, pensá que la están tocando, nada más… Se están divirtiendo; podría ser peor”
                      Fernando se quedó en el molde ante el parlamento de la muchacha, el cual, se advertía, había tenido más sentido de sincero consejo que de amenaza; de hecho, la joven camarera lució en su rostro una expresión triste en el rostro al hablarle, como si comprendiera lo que a Fernando la estaba pasando internamente.  Sin agregar más palabra, la camarera tomó su bandeja, le dirigió una última mirada y se fue a cumplir con sus tareas.
                      Entretanto, junto a la mesa, Ofelia permaneció unos instantes con vista escrutadora mientras el tipo de la mesa seguía acariciándole la cola a Eliana; daba la impresión de estar supervisando que todo estuviera bajo control.  Una vez que así pareció determinarlo, dio media vuelta sobre sus talones.
                      “Cualquier cosita me avisan, ¿sí?” – dijo al marcharse.
                      “Sí, Señora, pierda cuidado… – le dijo en voz alta el mismo que masajeaba las nalgas de Eliana -.  Igual, yo creo que ahora la chica se va a portar bien, jeje”
                      Una vez que Ofelia se hubo retirado, el sujeto se mantuvo un rato toqueteándole la cola mientras la sometía a un interrogatorio en el cual le preguntó nombre, edad, así como también acerca de su estado civil puesto que ya Ofelia había dicho que era “señora” y no “señorita”.  A los tipos pareció calentarles cuando se enteraron, por boca de Eliana, que su esposo trabajaba allí mismo y que se hallaba detrás de la barra.  Uno de ellos, incluso, estiró el cuello en procura de verlo, con una sonrisa ladina en su rostro.  Cuando el sujeto que estaba tocando a Eliana dio por terminado el manoseo, otro de los que se hallaban a la mesa la conminó a acercarse a él y adoptar idéntica posición que la que adoptara ante su amigo, es decir, inclinada y dándole la cola.  Eliana debió soportar otro toqueteo más, pero esta vez a dos manos y sólo para que, una vez terminado, pasara al siguiente y luego al siguiente de los cuatro que se hallaban sentados a la mesa.  En cuanto a la chica, no sólo no le molestó que el que estaba con ella se divirtiera sobándole la cola a Eliana sino que ella también reclamó hacerlo y, de hecho, así lo hizo: fue la quinta.  Para colmo de males, fue como si cada uno fuera un poco más allá en el toqueteo; tal fue así que el tercero no sólo le sobó bien las nalgas sino que además le recorrió varias veces con su dedo índice la zanjita entre las nalgas.  El cuarto no sólo se permitió eso sino que incluso introdujo lo suficiente un dedo índice en la zanja como para estirar hacia afuera la tirita de tela de la tanga, soltándola luego y haciéndola prácticamente restallar como un látigo al entrar de nuevo en la hendidura entre las cachas.  Pero como si con ello no estuviera tampoco conforme, se permitió incluso deslizar una mano por debajo de la cola y por entre las piernas para tocarle y masajearle la vagina por encima del ínfimo trozo de tela que la cubría.  Incrementó tanto el masajeo que, por muy desagradable que fuera el tipo y muy procaces que fueran tanto sus comentarios  como los de sus amigos, Eliana se sorprendió a sí misma excitándose contra su voluntad.
                   “¡Está mojadita!” – alardeó el tipo.
                   “Se ve que le gusta, jaja” – agregó otro.
                   “¡A ver! ¡Quiero ver! – exigió riendo la jovencita, quien tocó a Eliana en la cola y en la conchita hasta con más lascivia que el resto.  Cuando comprobó que, en efecto, Eliana estaba mojada, insistió particularmente en ese punto y, siendo mujer, sabía bien cómo tocarla para aumentar la excitación y sobre todo conseguir esa excitación hasta en contra de la voluntad de Eliana.
                    Eliana no sabía dónde meter tanta vergüenza ante tanta humillación.  Levantó un poco el cuello mecánicamente para comprobar si Fernando la veía y, aunque le costaba visualizarlo por hallarse ella inclinada, cada tanto veía su imagen dibujándose entre la gente que iba y venía.  Y Fernando la miraba… Aun a la distancia, ella podía percibir que no cabía en sí de la rabia que sentía… Para él también era una terrible humillación, tanto como para ella…  Pero eso no fue todo: en ese momento Eliana echó un vistazo en derredor y descubrió que, desde las mesas vecinas, prácticamente todos estaban atentos a la escena que, en ese momento, la tenía a ella como protagonista: el que no sonreía, directamente reía.  Ella se puso de todos los colores posibles y bajó la mirada al piso.  Cuando la joven que, había entrado a la diversión casi de colada, terminó de masajearle la concha, le dio una palmadita en la cola en señal de cierre.  ¡Cuánta vergüenza sintió Eliana!  ¡Esa chica era apenas una veinteañera!”
                “Bueno – dijo -, vaya… vuelva con su patrona, jeje” – le dijo el mismo que la había manoseado en primer lugar y que era, quien en definitiva, iniciara todo el lío que terminaba en semejante humillación.
                  Cuando regresó a la caja, ni siquiera se atrevió a mirar a los ojos a Fernando; suponía, y con bastante razón, que él no podría creer que su esposa se hubiera rebajado a tal punto sólo por cuidar un empleo.  Fernando, de hecho, había estado a punto de llamarlo a Adrián para ponerlo al tanto de la aberrante situación que allí se estaba viviendo, pero por más que rebuscó en el directorio hasta encontrarlo, lo cierto era que no tenía ni siquiera crédito para llamarlo, como venía ocurriendo casi todos los días desde hacía meses.  Aun así, en el preciso momento en que revisaba su celular, Ofelia se lo quitó de las manos en un movimiento tan rápido que él ni siquiera llegó a preverlo y, lo que fue peor, lo arrojó dentro de un balde con hielo que acababan de traer de regreso, lo cual venía a significar que para esa altura ya era en realidad un balde lleno de agua fría.  El teléfono cayó adentro y, lisa y llanamente, dejó de funcionar.  Fernando miró a Ofelia con los ojos inyectados en furia pero a ella no dio la impresión de afectarle en lo más mínimo, ya que mantuvo su gesto severo e imperturbable al hablar:
                     “Cuando se trabaja, no hay celular” – sentenció, simplemente.
                     Una vez más estuvo a punto de reaccionar y, una vez más también debió tragarse sus impulsos; le bastó con echar una mirada al resto del personal, sus compañeros detrás de la barra o alguna de las camareras que se hallaban retirando un pedido.  Bastaba con ver sus miradas para darse cuenta que, de algún modo, le estaban conminando a mantenerse tranquilo.
                        A las seis de la mañana finalizaba el turno, pero eso estaba lejos de significar, como Fernando y Eliana erróneamente suponían, el fin de la jornada laboral.  El local recién entonces comenzaba a cerrar sus puertas y mientras le cobraban a los últimos clientes, ya algunos empleados y empleadas se dedicaban a colocar las sillas sobre las mesas, paso previo a barrer el suelo.  Para cuando todo eso hubo terminado, serían las siete menos veinte de la mañana y Ofelia llamó a todo el personal a reunirse en la cocina.  Una vez que los tuvo a todos allí, tomó su libreta y la enarboló casi como si fuera una bandera.
                      “Resumen del día” – anunció.
                     Fernando y Eliana miraron alrededor y, con sorpresa, vieron  en el semblante de todos los allí presentes que lo que estaban presenciando era, para ellos, un acto de absoluta rutina cotidiana.  Nada fuera de lo normal.
                       “¡Jazmín!” – graznó la mujerona y, de inmediato, una muchachita muy menuda y de cabello negro se ubicó frente a ella.
                       “Rompiste un vaso hoy” – le espetó Ofelia, con total frialdad.
                      La chica asintió, sin aparente intención de objetar absolutamente nada.
                      “Sí, Señora Ofelia – reconoció, bajando un poco la vista, pero a la vez pareciendo tomar el asunto con una resignación que terminaba por ser naturalidad -.  Pido mil disculpas”
                         “Muy bien – dijo Ofelia, al parecer conforme con la respuesta obtenida de parte de la chica -.  Ya sabés cómo sigue entonces…”
                        “Sí, Señora Ofelia”
                         La jovencita, que no parecía tener más de veinte años, se giró e, inclinándose hacia adelante, alzó su falda dejando al descubierto una hermosa cola entangada.  Fernando notó que, por muy mínima que era la prenda, no era tan pequeña como la que le habían dado a su esposa.  Ofelia flexionó un brazo y extendió la palma hacia un costado, quedando como a la espera de algo.  Casi de inmediato una empleada se acercó y depositó en su palma abierta…  una fusta.  Eliana ahogó una exclamación de estupor llevándose ambas manos a la boca, en tanto que Fernando no pudo contener que se le escapara una interjección ininteligible, en tanto que los ojos de ambos se abrían atónitos, como queriendo escapar de sus órbitas.  Ofelia, sin siquiera mirar a la chica que se la alcanzaba, tomó la fusta y trazó un par de fintas en el aire, llegando incluso a estrellarla suavemente sobre la palma de la mano que tenía libre.  Clavó la mirada luego en el atractivo trasero de la muchacha y, echando un brazo hacia atrás, blandió la fusta en el aire de un modo tan inquietante que no pudo menos que producir un estremecimiento en Eliana, quien mecánicamente se puso detrás de su marido y se apretujó contra su espalda.  Aun así, ambos pudieron ver cómo el rostro de la mujer se transformaba al tener aquel instrumento en la mano: o más bien, era como si encontrara allí su verdadera esencia; viendo a Ofelia con la fusta en mano, producían la sensación de ser un conjunto, como que cada una de ambas tenía sentido cuando estaba en compañía de la otra y que formaban, al unirse, un ser autónomo y dotado de identidad propia.  El rosto de Ofelia pareció contraerse y se vieron sus dientes asomar  por su boca y morder el labio superior.
                 El primer fustazo restalló sobre la cola de la chica, quien se sacudió un poco y casi no emitió sonido: apenas un quejido que se quedó en la garganta.  Ni Eliana ni Fernando podían creer lo que estaban viendo; ella escondió su rostro detrás de él para no ver la escena y Fernando hizo con la vista una recorrida por las caras de los demás empleados buscando detectar siquiera en alguno de ellos una señal de que las cosas estaban realmente fuera de su cauce.  Pero no: podía decirse que las miradas eran casi inexpresivas y que hasta rezumaban un cierto acostumbramiento.  El segundo fustazo cayó sobre la otra nalga de la jovencita y, esta vez, el quejido fue algo más audible.  Llegó el tercero y ya no era quejido; era grito.  Fernando no salía de su asombro por interpretar que alguien tenía que parar aquello  y que no podía ser que tal espectáculo siguiera, pero además de ello le pareció reconocer, por debajo del grito de la chica el sonido de una interjección gutural que brotaba de la garganta de Ofelia.  Con la llegada del cuarto fustazo, tal sensación pasó a ser una realidad confirmada, conjuntamente con un hilillo de baba que creyó ver correr por la comisura del labio de la mujerona.  No hubo quinto fustazo, por suerte.  Ofelia le volvió a entregar la fusta a la misma chica que en su momento se la había traído y pidió que le dieran nuevamente su libreta, en tanto que la joven, luego del castigo recibido, se incorporaba y se retiraba del centro de la escena para ubicarse a un costado con evidente expresión de dolor.
                  “Eliana” – graznó esta vez Ofelia.
                    No por esperable, el llamado a Eliana dejaba de ser impactante para la pareja; ambos sabían perfectamente que a lo largo de la noche ella había incurrido en algunas insubordinaciones y fallas que hasta habían devenido en que unos clientes se marcharan del bar.  Considerando eso, era ingenuo no esperar un castigo, sobre todo teniendo en cuenta que hacía apenas instantes una chica había recibido cuatro golpes de fusta por hacer caer un vaso.  Eliana se escondió aun un poco más detrás de Fernando y él, de manera complementaria, la cubrió con instinto protector.  Una de las empleadas, sin embargo, se acercó a ella y la tomó por los hombros.
                       “Vamos – le susurró al oído -.  Ya sé que esto es nuevo para vos, pero si Ofelia se enoja va a ser peor…”
                     Eliana había tomado por la mano a Fernando, pero en la medida en que la joven la fue empujando y llevando por los hombros, se resignó, no sin terror, a su suerte y la mano de él cayó una vez que ya no pudo sostener la suya.  La empleada la fue llevando hasta ubicarla en el mismo lugar que antes ocupara la chica a la que habían llamado Jazmín, dando la espalda a Ofelia.  En el momento de dejarla, la joven se acercó al oído de Eliana para susurrarle:
                     “Tranquilita…, hacé lo que te dice…”
                      Una vez que la chica se apartó a un costado, Eliana se sintió diez veces más desprotegida, sabiéndose bajo el escrutinio feroz de Ofelia y las miradas resignadas del resto, quienes, al parecer, estaban presenciando una sesión de castigos sin nada de anormal cuyo carácter público parecía tener sentido ejemplar.  Castigar a los empleados infractores enfrente del resto de sus compañeros era una forma de que todos vieran que había que hacer las cosas bien.
                      “Pocas infracciones pueden ser tan graves como hacer que un cliente se vaya” – espetó la gélida mujer mientras doblaba la fusta por delante de su rostro.
                     Eliana bajó la vista al suelo, como tratando de buscar en él alguna respuesta; no sabía bien qué tenía qué decir o qué correspondía en un caso como ése, pero recordó que Jazmín había pedido disculpas.
                    “Sí, Señora Ofelia… – dijo, en tono lastimero -.  Yo… lo siento mucho; no tengo palabras para pedir perdón, pero créame, Señora Ofelia, que lo siento mucho…”
                    “Eso está muy bien – concedió Ofelia – pero con sentirlo no alcanza: tres clientes se fueron y seguramente ya no van a volver.  Eso es plata perdida…”
                     Eliana quedó en silencio, sin saber qué decir.  De pronto sintió la fusta tocando su cola y experimentó un estremecimiento porque pensó que vendría un golpe, pero no fue así; apenas un roce…
                      “Te estoy hablando – le dijo Ofelia -.  ¿Es plata perdida o no lo es?”
                      “S… sí, señora Ofelia, imagino que sí”
                       La mujerona asintió con la cabeza.  Sin dejar de sostener la fusta, entrecruzó sus dos manos a la espalda y caminó un poco por el lugar, siempre manteniéndose por detrás de Eliana, a quien el corazón le saltaba de miedo cada vez que escuchaba el taco de una bota apoyarse contra el piso.
                     “Y… ¿por qué fue que se largaron?” – preguntó Ofelia con evidente sadismo, pues sabía bien el motivo y sólo quería que Eliana lo expusiera ante los demás.
                     Eliana se aclaró la garganta y tragó saliva.
                     “Porque… uno de ellos me puso un taco de pool en la cola, Señora Ofelia”
                    “Ajá… ¿Y eso te molestó?”
                    “S… sí, Señora Ofelia; en ese momento me molestó” – balbuceó Eliana, casi al borde de las lágrimas, sin saber ya para esa altura qué era lo más conveniente para responder.
                   Ofelia asintió en silencio.  Luego giró la cabeza hacia la misma chica que le había traído la fusta, aunque, una vez más, sin mirarla:
                    “Tráiganme un taco de pool” – ordenó.
                     Un río de hielo pareció correr por la columna vertebral de Eliana y otro tanto ocurrió con Fernando; esta vez sí ocurrió, a la inversa de lo que había sucedido hasta ese momento, que la orden impartida por Ofelia causó un cierto revuelo general.  No fue que nadie se quejara, por supuesto: estaba más que obvio que nadie se atrevería a hacerlo, pero hubo un cierto estupor reflejado en los rostros y en las miradas que casi todos se intercambiaron entre sí, como si se estuviera ante una situación que excedía lo rutinario o lo que estaban acostumbrados a ver.  La empleada salió de la cocina casi a la carrera en dirección al salón y volvió con un taco de pool que puso en manos de Ofelia quien, sin dejar de sostener la fusta a su espalda con una mano, asió el taco cual si se blandiera una espada con la otra.  Lo movió como si trazara en el aire unos dibujos imaginarios.
                     “Bájenle la bombacha” – ordenó.
                                                                                                                                                 CONTINUARÁ

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