I. Año 2332

Cientos de dragones sobrevolaban en el cielo nocturno, dibujando un gigantesco círculo de al menos doce anillos de grosor; era un ejército numeroso que incluso había ocultado la luna, ennegreciéndolo todo. De vez en cuando, dos lagartos se desprendían del grupo y arrasaban entre los soldados del Norte, quienes no podían hacer nada ante las feroces embestidas de las bestias que los arrojaban por los aires.

Cunningham levantó la mirada y apretó los dientes. Se sintió sobrepasado, pillado de sorpresa y, viendo la bestialidad con la que actuaban los dragones, todas las ideas y estrategias que tenía preparadas recibieron un baldazo de agua fría. Lo que más odiaba era el hecho de que aquellas bestias podrían acabarlos con un solo ataque, si es que se venían todos a la vez, pero por alguna razón solo volaban sobre ellos enviando a un par, gruñendo y estremeciéndolo todo a su alrededor.

“Están jugando con nosotros”, pensó apretando los puños.

Se acercó a una antorcha encendida cerca de una tienda y la agarró; avanzó entre sus hombres, quienes se habían arremolinado alrededor de él. Deneb Kaitos lo miró con curiosidad.

—¿Qué harás?

—¿Qué crees? A diferencia de ti, no me quedaré quieto.

—¿Vas a contraatacar?

El joven comandante saltó sobre unas cajas apiladas y levantó la antorcha al aire para que sus soldados lo mirasen.

—¡Oídme! ¿Recordáis los entrenamientos en los montes de Salduvia? Reykō estaba en disputa con la planta de energía de fusión que nos proveía electricidad. Los cabrones desactivaron el suministro de la base y durante una semana entera nos bañamos en agua congelada. Nos recuerdo en las duchas, helados y tiritando entre risas… ¡Por el Norte, querían echarnos de allí, pero solo consiguieron envalentonarnos más! ¿Recordáis la promesa que hicimos? ¡Que cazaríamos a los dragones y arrojaríamos sus enormes cadáveres en medio de la puta planta de fusión!

Se giraba mientras hablaba, tratando de mirar a los ojos de todos y cada uno de sus hombres. Quería sostener las miradas; que dejasen de observar arriba y que esos rugidos dejaran de intimidarlos. Muchos asentían porque recordaban. Otros levantaban sus arcos, aullando. El comandante se golpeó el pecho con el puño.

—¡Estos lagartos nos quieren correr de la misma manera, pero no saben lo que les espera! ¡Oídme, hijos del Norte! ¡Yo no pretendo caer sin dar una lucha! ¡Yo no pretendo irme sin soltar al menos un puñetazo a esos horribles rostros suyos! ¡Reclamemos esta noche, caza dragones! ¡Formad dos filas de diez arqueros frente a mí! ¡La primera, preparad saetas cegadoras! ¡Segunda, saetas de carga explosiva!

Los soldados sintieron unas renovadas energías al oírlo y, sobre todo, verlo; porque sus ojos parecían destellar fuego; el comandante había vuelto en sí y al menos daría una lucha; imbuidos de valor por sus palabras, corrieron hacia adelante armándose con sus arcos de polea; en un llano entre dunas, formaron una larga fila y se sentaron sobre una rodilla, apuntando al cielo enjambrado. Detrás de ellos se formó otra fila con hombre que, de pie, tensaban sus arcos. Muchos temblaban, y de hecho el comandante lo notó por lo que fue entre las filas para dar golpes de ánimo a unos y otros.

—¡Recordad todo lo que hemos atravesado para llegar hasta aquí! —coscorrones aquí y allá—. ¡Por vuestras familias en Alba, Lutecia, Iberia y en especial en la hermana de Jonathan en la ciudad de Valentía! ¡Por ella, sí, deseo verle esas enormes tetas una vez más!

Carcajadas y aúllos se oían en un lado y otro. Los temblores iban aminorando en detrimento de una sensación de valor; el comandante lo sabía. Miró el enjambre arriba; había notado que los dragones no enviaban a un par de los suyos por simple azar: estaban sincronizando un ataque y sabía que pronto bajarían dos dragones; achinó los ojos cuanto notó al gigantesco Leviatán encima de ellos, gruñendo con fuerza descomunal y agarrando a los suyos con sus propias garras traseras, sacudiéndolos como si también les imbuyera de valor a su manera.

—¡Veinte hombres en mi flanco derecho, veinte en mi izquierdo! ¡Tensad vuestros arcos con flechas perforadoras!

Deneb Kaitos se mostró maravillado ante lo que veía; Albion Cunningham en todo su esplendor: el joven comandante animaba a más soldados en tanto los restantes formaban con rapidez y un orden que contrastaba con el caos que acaeció minutos atrás. Por un momento deseó estar allí entre los mortales, tensando un arco y rugiendo como uno más.

—¡Hijos del Norte, Caza Dragones! —Cunningham levantó la antorcha y la agitó de un lado al otro, tratando de llamar la atención del ejército alado—. ¡Rugid conmigo!

Bramó el grito de guerra junto con sus soldados con una fuerza que se asimilaba a la de los propios dragones:

—¡Nuestros pechos las murallas!

Dos dragones bajaron del anillo, arrojados por su gigantesco líder. Estos en especial parecían dirigirse directamente hacia Cunningham: era llamativo desde el cielo debido a la antorcha. El mortal lo sabía y corrió hacia adelante en campo abierto, atravesando la fila de arqueros.

—¡Flancos, apuntad las alas!

Uno de los dos dragones se adelantó como si quisiese devorárselo primero. Cayó en picado y, extendiendo las alas, aminoró para luego cambiar de rumbo; voló al ras del suelo, dando una enérgica aleteada para impulsarse hacia el mortal. Silbaron flechas en el aire; incontables saetas atravesaron su campo de visión y las alas se vieron perforadas, por lo que el lagarto cayó dando varios tumbos y dibujando una larga estela sobre la arena. Advertido por el ataque de los flancos, el segundo dragón se elevó para volver al enjambre en el cielo.

El lagarto herido intentó reponerse usando sus alas y patas traseras; no obstante, vio a Cunningham a varios metros delante de él y deseó incinerarlo cuanto antes; Leviatán lo había enviado específicamente a por ese mortal: abrió la enorme boca, aunque no se esperó una repentina lluvia de flechas que, al impactar a su alrededor, brillaron tan intensamente que quedó momentáneamente ciego. Intentó levantar vuelo, pero a la señal de Cunningham, una veintena de flechas explosivas surcaron el cielo y cayeron sobre el dragón, quien de feroces gruñidos pasó a soltar lo que parecieran ser una auténtica orquesta de bufidos mezclándose con el sonido de explosiones.

Luego vino una quieta tranquilidad solo cortada por el aleteo de las bestias arriba; la niebla de arena que se había levantado alrededor del dragón bajó poco a poco para revelar a la bestia, calcinada y echando humo de sus escamas. Levantó ligeramente el cuello, con los violáceos y brillantes ojos semiabiertos, pero terminó cayendo con todo su peso y finalmente muerto.

Los soldados del Norte bramaron elevando sus arcos al aire. Cunningham siguió corriendo hacia la bestia, saltando sobre la cabeza. Desenvainó su espada y la clavó en el cráneo del animal, entre los cuernos, solo para cerciorarse de que estuviera finalmente muerto. La piel escamada era durísima, pero la hoja era filosa y él tenía toda la energía del mundo.

La desclavó teñida de sangre. Luego apuntó a Leviatán.

—¡No sois invencibles! ¡No sois los putos invencibles!

Una auténtica oleada de bramidos de furor recorría el oscuro desierto de Bujará. Los hombres habían derrotado a uno y sentían que podrían cargárselos a todos. Se sentían dioses. Leviatán se fijaba en el comandante desde las alturas. Incluso desde allí podía escuchar con claridad el constante grito de guerra del Norte: “¡Nuestros pechos las murallas, nuestros pechos las murallas!”. Leviatán era una bestia inteligente; sabía que había un claro desafío. Luego, echando una pequeña estela de fuego por su nariz, agarró con sus patas a otros dos dragones, sacándolos del vuelo circular y gruñéndoles a las caras en una especie de reprimenda.

La sonrisa de Cunningham se convirtió en una delgada línea en su rostro pálido; ahora, del anillo de dragones, diez se desprendieron y volaron más bajo para preparar el asalto; Leviatán enviaría más efectivos. En cierta manera, el líder dragontino le reconocía su astucia al haber sesgado a uno de los suyos. Aunque el mortal no pudiera entender las motivaciones del dragón, lo cierto era que estaba honrándolo a su manera.

—¡Todos, atención! ¡Más hombres, mierda, necesito más filas a mi alrededor! ¡Disparemos como nunca antes en nuestras vidas!

Tragó saliva mientras toda la milicia formaba a su alrededor en una suerte de danza sincronizada; sabía que estaba usando todos los medios a su disposición solo para dar pequeños arañazos. Iba a matar tantos dragones pudiera hasta perecer, pero dudaba de que aguantarían más que minutos. A falta de tecnología, necesitaba de una fuerza mayor. Casi como si adivinara sus pensamientos, el Dominio Deneb Kaitos descendió a su lado sobre la cabeza del dragón muerto.

—Impresionante, Cunningham. Asesinasteis a Ryūjin. Él solo devoró a una quincena de ángeles en la guerra contra Lucifer.

—¿Tienen nombres?

—¿Por qué no habrían de tenerlos?

—¡No empieces! Necesito tu ayuda. ¿Me darás una mano?

Deneb Kaitos esbozó una pequeña sonrisa de lado. Cunningham, en respuesta, le devolvió una mueca de desagrado. En verdad que le costaba pedirle ayuda a un ángel.

—Me honras. Mis alas son tuyas, comandante.

II. Año 1368

El ejército xin había planificado su estrategia durante los días que acamparon en el corredor y las colinas adyacentes, por lo que al ver a los mongoles en el horizonte nada les cayó de sorpresa. Mientras los enemigos armaban su campamento frente al paso de Wakhan, los xin habían tenido tiempo de formar sus filas; las órdenes llegaban claras y rápidas; decenas de mensajeros partían, a caballo, desde la tienda principal donde el comandante Syaoran dictaba las directrices a sus escribas.

Para el amanecer, unos dos mil jinetes esperaban a los mongoles en un paso angosto resguardado entre dos altísimas y empinadas laderas de hielo y roca; a lo alto, escondidos, mil arqueros se apostaban en cada flanco, prestos a lanzar una auténtica lluvia de saetas cuando los enemigos irrumpieran en el corredor.

Era justamente allí, en uno de los flancos, donde Wezen paseaba a pie al frente de la fila de arqueros. Se sacudió un par de copos de nieve que habían caído sobre su hombrera; cualquier detalle le desquiciaba por lo especialmente inquieto que se encontraba; si fuera por él, enviaría a todos los jinetes a un solo ataque frontal contra los mongoles. Pero el mensajero traía órdenes claras; había que atraer a los enemigos y dejar que él y sus arqueros se encargasen de eliminar la oleada que seguramente enviaría el Orlok.

Atraerlos a una trampa no era precisamente su idea de una batalla; le seducía ganarles por fuerza bruta.

Un soldado se acercó junto a él.

—¿Piensas en Xue?

Wezen enarcó una ceja al reconocer a Zhao enfundado en una armadura lamelar, negra y de costuras blancas como la de los demás.

—Creía que nunca más volverías a ponerte una armadura.

Zhao se encogió de hombros.

—En aquella ocasión creía que no volverías a participar de otra batalla.

—Como quieras —hizo un ademán—. Aunque no lo creas, siempre recuerdo a ambas. Son la razón por la que estoy aquí, ¿no?

—¿Ambas? ¿Piensas en alguien más?

Wezen dio un respingo; frunció los labios y miró para adelante.

—En la diosa Buda. He pasado mucho tiempo a tu lado y he aprendido a apreciarla.

—Buda no es una d… —Zhao parpadeó incrédulo y susurró—. Piensas en Mei, ¿no es así? ¿Te has detenido a considerarlo alguna vez? No tienes ningún tipo de futuro con una esclava; arriesgarías tu promoción en el ejército.

—Pero, ¿qué mierda haces? ¿Eres mi condenado ángel de la guardia?

—¿Ángel? ¿Ahora sabes algo sobre cristianismo?

—No soy cristiano, es solo que Mei me habló de ellos… —volvió a callarse. Meneó la cabeza y caminó hacia adelante.

—Escúchame. No necesito de tu protección ni tampoco de tus palabras. Si estás con esa armadura, entonces me sirves como soldado.

Lejos de la batalla que asomaba en la entrada del corredor de Wakhan, en el reino Xin se vivía un silencioso y tenso amanecer. La ciudad de Congli parecía mantener su rutina en torno a la venta de seda y plantación de arroz, pero había una incómoda interrogante flotando sobre las cabezas de los habitantes: sabían que, en el peor de los casos, los mongoles vencerían al ejército xin, avanzarían y aplastarían todo lo que se le pusiese por delante; el apacible pueblo incluido.

Era un nerviosismo que incluso contagió a Xue, que como medio de distracción se sentó bajo la sombra del ginko para trenzar los finos hilos de seda con la rueda hiladora. El árbol había alfombrado el lugar con sus peculiares hojas amarillas y ella tenía esperanzas de que allí encontraría la tranquilidad que buscaba. Debía tener fe en su peculiar dragón, se dijo finalmente.

—¡Buenos días, Xue!

Dio un respingo cuando oyó una voz femenina; miró a un lado, tras el vallado de su hogar. Frunció el ceño al ver a la esclava trayendo consigo un canasto; vestía una túnica sencilla, blanca, y destacaba en el radiante mar de hierba. En verdad que ni ella misma sabría explicar qué le incomodaba de Mei si se trataba de una muchacha afable y guapa, algo tímida. Tal vez lo que le molestaba era la incertidumbre de que esa muchacha bien podía haber intimado con su celado dragón. Incontables veces…

—No te quedes ahí —dijo volviendo a su manualidad—. Eres bienvenida.

Mei reverenció por la hospitalidad y se acercó. No soportaba el ambiente en el pueblo donde todos hablaban de guerras, de emperadores y rebeliones. Eso lo vivía día a día cuando viajaba con el ejército xin. En Congli, simplemente, no podía hablar abiertamente de lo único que le importaba.

Se sentó junto a ella e inmediatamente reinó un silencio incómodo. Posó la canasta sobre su regazo y descubrió la tela. Había preparado arroz enrollado en harina de soja; deseaba caerle bien a la hermana de Wezen.

—He traído algo para desayu….

—¿Piensas en mi hermano? —preguntó tensando los hilos de seda.

Una gota de sudor descendió de la frente de la esclava. Sus labios eran una fina línea recta; no respondió ni se movió un ápice.

—Espero que sí —continuó Xue—. Estoy segura de que él piensa en ti.

Mei se relajó al oír aquellas palabras. Abrazó el canasto contra sí y se acomodó.

—Lo cierto es que temo por él. Es un buen hombre.

Xue dejó de hilar y la observó; comprobó que era una sinceridad arrolladora lo que eran capaz de transmitir los ojos oscuros de la esclava. Los celos aminoraron. Esa muchacha sufría, concluyó recogiéndose un mechón de la frente.

—Déjame contarte algo, Mei. Cuando éramos niños, Wezen se ató una soga a la cintura para entrar a una zanja de barro y rescatar a una oveja. Al final, el que quedó atrapado fue él. Y yo no tenía fuerzas suficientes para tirar de la soga… así que empecé a llorar allí mismo pensando que Wezen iba a morir.

—¿Por una oveja? ¿Y cómo salió?

—Se giró hacia mí con la cara embarrada y me dijo que, si le dejaba morir, me perseguiría toda la vida como un fantasma. Me aterré de la idea y corrí. Todo fue una broma para poder martirizarme durante la noche como un supuesto espíritu. Ten cuidado, porque ese bribón sigue ahí adentro de un cuerpo de hombre.

La quietud bajo la sombra del ginko fue finalmente desplazada por risillas de las dos muchachas. El viento levantó una capa de pétalos amarillos del suelo; la incomodidad que antes había entre ambas se había ido con la brisa.

—¡Tendré cuidado! —asintió Mei—. ¿Tú también piensas en él?

Xue se encogió de hombros. Se inclinó hacia el canasto y retiró uno de los lü dagun. Se veía bien y, además, notó que era especialmente esponjoso al tacto; seguro que Mei era una buena cocinera, concluyó dándole una mordida. Cerró los ojos y emitió un largo gemido de aprobación que hizo sonreír a la esclava.

—No te preocupes demasiado por él, Mei. Es demasiado terco para morir.

Wezen echó una mirada hacia la planicie donde el ejército mongol había acampado. Frunció el ceño; una oleada de jinetes se acercaba. Calculó unos mil o mil quinientos guerreros atravesando a plena galopada. Un Mingghan. Dedujo que el Orlok enviaría una décima parte de su fuerza principal, seguramente para comprobar las defensas. Elevó su arco y, a su señal, un joven portaestandarte guardó la bandera blanca que sostenía al borde de la ladera; levantó una de color rojo, que ondeó con fuerza, y los arqueros de ambos flancos prepararon sus arcos.

—¡Carcajes! —gritó a los suyos—. ¡Controlad vuestros carcajes, los quiero ver llenos!

Luego miró hacia los jinetes de su ejército, abajo en el paso resguardado por las laderas, y apretó los labios. En verdad que le gustaría estar allí listo para repartir sablazos. Desde los altísimos flancos era sencillo llegar al terreno de batalla y viceversa; un sendero, forjado por los propios xin para facilitar la ida y venida de los mensajeros, serpenteaba hasta lo alto; con un buen caballo solo tomaría un puñado de minutos.

De vez en cuando se le cruzaba la idea de bajar y ser parte de la batalla, pero meneó la cabeza. Su misión era repartir órdenes a los arqueros y el éxito le recompensaría con un cargo importante en la Sociedad del Loto Blanco.

Fue por el mismo sendero que el embajador y su escolta occidental subieron para permanecer a salvo durante la contienda. Ni siquiera hubo tiempo para que el embajador se encontrase con el comandante xin; lo harían cuando todo terminase. El estrecho paso era un terreno peligroso como para dejarlos allí, así como el campamento principal, que bien podría ser un objetivo específico de la caballería mongola. Wezen ordenó que estuvieran cerca de él: las laderas eran demasiado altas y empinadas como para que los mongoles subieran desde el afuera del corredor.

No muy alejado de los arqueros, Mijaíl, sentado sobre una roca, bebía un odre de agua. Estaba ansioso y le incomodaba estar bajo la atenta mirada de los dos guardias xin que les fueron asignados a él y el embajador.

El ruso terminó de beber y lanzó el odre a los pies de uno de los inmutables soldados. El embajador enarcó una ceja y se dirigió a su escolta:

—Estás pensando en el Orlok.

—De una manera u otra, clavaré mi espada en su corazón.

—Hay dos ejércitos entre vosotros dos.

—Eso es lo que me molesta, mi señor.

—Piensa en algo agradable. ¿Tu hermano, el oso de Nóvgorod? ¿O qué me dices de esa princesa de la que decías no poder olvidar, Anastasia?

El ruso hizo un ademán.

—La había olvidado hasta que me la acaba de recordar, mi señor.

Y rio. Ambos rieron para inquietud de los dos guardias. Aún así, Mijaíl no se sentía especialmente tranquilo. Ese Orlok lo había sorprendido por el solo hecho de encontrarlo en un lugar tan remoto como Persia, presto a vengarse por su derrota en Nóvgorod. De alguna manera esa bestia salvaje encontraría la manera de volver hasta él, concluyó mirando a los arqueros xin que, ahora, se preparaban para asediar a los enemigos.

Los jinetes mongoles entraron en el estrecho paso y con la misión de aplastar el campamento principal. En tanto, la línea de jinetes xin los esperaban con los escudos levantados al ver cómo los enemigos preparaban sus arcos en plena galopada. Los tártaros eran un ejército feroz, el trotar intenso y sus aullidos salvajes estremecían de una manera especial porque el sonido rebotaba por las paredes del paso, acrecentando la impresión de que eran muchos más.

Wezen no se amilanó. Se inclinó con el arco tensado y apuntó hacia abajo; no miró a un jinete en especial; era un auténtico mar de mongoles y polvo por lo que con certeza acertaría a alguno. Y si no, tenía la confianza de que sus dos mil arqueros de seguro harían mella.

—¡Disparad!

Cientos de flechas silbaron y se clavaron en los enemigos y sus caballos. La línea frontal se había desarmado completamente, pero los que los seguían no desistieron, avanzando a galope tendido rumbo al encontronazo contra los xin y pisando a sus propios compañeros. Wezen y sus hombres recogieron sendas flechas y volvieron a disparar, aunque ahora comprobaban con estupor cómo los mongoles elevaban sobre sus cabezas sendos escudos que detenían los disparos. Las flechas no hicieron tanta mella como en la primera oleada.

Wezen se giró y silbó al portaestandarte.

—¡Enarbola la bandera amarilla…! —se rascó la frente sudorosa—. ¡Espera! ¡Enarbólala a mi señal!

Miró hacia abajo y empezó a contar segundos; debía dejar que más mongoles entrasen en el paso antes de ejecutar el siguiente paso de su plan. Sus arqueros se mantuvieron quietos pero ansiosos; era clave ahorrar las flechas y no era momento de seguir disparando.

Finalmente, elevó la voz.

—¡Ahora!

Nada más clavarse y ondearse la bandera, grupos de xin se prestaron a empujar grandes rocas apilonadas en los precipicios de las laderas. Sus rostros se desfiguraban del esfuerzo mientras gruñían. Wezen sonrió con satisfacción al verlas caer y oír el estruendo allá abajo; a ver si esos escudos resistían, pensó frotándose el mentón.

Los mongoles detuvieron la arremetida debido a los escombros de rocas acumulándose en medio del paso; caían como lluvia torrencial; la estrategia xin había funcionado: el ejército invasor se encontraba partido en dos. Adelante, abandonados prácticamente, los mongoles que lograron avanzar ilesos eran devorados por unos feroces y animados jinetes xin que aullaban por poder iniciar la cacería.

Wezen se limpió el sudor de la frente; tal vez no era tan mala la idea de ganar con mañas. Se fijó que muchos mongoles habían desmontado y escalaban las rocas para unirse a la batalla o simplemente para disparar sobre ellas. El xin no iba a permitir aquello; a su señal, él y sus soldados volvieron a inclinarse en precipicio de la ladera, arcos en ristre.

Fue cuando notó de refilón cómo uno de sus arqueros cayó al vacío. Tragó saliva; o era un torpe que resbaló o, peor, fue empujado. Se giró y comprobó con horror cómo una treintena de mongoles había llegado hasta las colinas, corriendo hacia ellos con sables en mano.

Se preguntó cómo fue posible que les pillaran de sorpresa y, sobre todo, cómo pudieron haber subido su inalcanzable puesto. Pero no hubo tiempo para ello; desenvainó su sable y al grito de “¡Enemigos en la retaguardia!” se lanzó contra ellos.

Los mongoles no eran demasiados, pero eran feroces y pareciera que necesitaban dos xin por cada uno de ellos. Usaban no solo sus grandes sables sino hasta sus propios cuerpos para embestir a los sorprendidos arqueros. Wezen se enfrentó a uno y esquivó un espadazo, agachándose; desde abajo envió un sablazo que atravesó la quijada del enemigo.

La desclavó con fuerza y apartó el cadáver de una patada. Aulló con el rostro salpicado de sangre para contagiar de ánimo a sus soldados.

—¡Mirad! ¡No son invencibles, no son invencibles!

Mijaíl, lejos de la contienda, se incorporó al oír el griterío. Los dos guardias xin también se fijaron en la repentina invasión mongola y, aunque no parecían ser muchos, desenvainaron sus espadas prestos a defender al embajador. El ruso hizo lo propio, sacando a relucir su radiante shaska.

Fue cuando vio a un soldado mongol que, luego de tumbar un par de arqueros xin, echó un vistazo alrededor. Mijaíl notó que se fijó especialmente en él. En nadie más que él. Como si hubiera venido en su búsqueda. El mongol elevó la mano y gritó una frase en jalja. Inmediatamente el enemigo fue despachado por Wezen, quien corrió hacia él para cercenarle la cabeza.

El guerrero xin se tomó de las rodillas; luego escupió un cuajo de sangre sobre el cadáver.

—¡Necesito vigías en esta ladera! ¡Pronto!

Se dirigió hacia el precipicio de donde habían venido los mongoles. Vio las estacas y anclas apiladas a un lado y supo que habían subido escalando las paredes escarpadas de hielo. Las pateó con rabia, pero al menos los atacantes estaban siendo despachados porque no era un número importante.

Solo quedó un enemigo que, en otro extremo de la ladera, clavó una bandera dorada que flameó enérgica. Wezen apretó los dientes y se armó con su arco, tensando la cuerda hasta la oreja. La flecha atravesó una hilera de soldados xin hasta que terminó clavándose en el pecho del mongol, que cayó por el precipicio.

El joven oriental avanzó con largas zancadas hasta la bandera y la desclavó con nerviosismo. La tomó entre sus manos y miró a sus arqueros, esperando que alguno supiera qué tipo de señal o mensaje podría significar aquello. Zhao estaba allí, entre ellos, y se la mostró:

—¿Alguna idea?

Zhao meneó la cabeza.

—Supongo que ya da igual, la hemos derribado —concluyó Wezen—. Te encargo para apostar vigías que vigilen este sector. Es primordial que protejamos a los arqueros.

En el campamento de los mongoles el ambiente cambió abruptamente. En las afueras de una tienda militar, el Orlok, sentado a una mesa junto con su general y un par de jóvenes mensajeros, se levantó enérgico. Había visto la bandera dorada clavarse en la ladera izquierda del paso. Cuando pudiera, le agradecería a ese roñoso general afgano sus consejos y guías para penetrar la fortaleza natural que los xin habían forjado en el Corredor de Wakhan.

Su general se removió inquieto; se frotó el mentón.

—Orlok, ¿me lo puedes explicar?

—Algunos tenían órdenes expresas de enviarme una señal si veían a un hombre de cabellera dorada acompañando a un anciano. Como me dijo el afgano, el único lugar que los xin considerarían seguro de proteger sería en lo alto de las laderas. Es un hombre inteligente.

El general desencajó la mandíbula.

—¿El ruso? ¿Aún piensa seguir con esta persecución ridícula, Orlok?

—Te lo he dicho ciento de veces —dijo recogiendo su yelmo sobre la mesa y poniéndoselo—. El Padre Cielo está de mi lado. Desea que vengue a nuestros hermanos caídos. No me lo impedirás tú, general.

El Orlok llamó a un grupo de soldados para que lo acompañasen. Estaba eufórico por haber vuelto a encontrar a Mijaíl. Se sentía un emisario de la muerte, el elegido por Tengri para impartir justicia. Montó sobre su caballo y se fijó en su estupefacto general.

—Te dejo el cargo del ejército.

—¡Orlok! ¡Su lugar es aquí, repartiendo órdenes!

—¿No dijiste lo mismo la noche que perdimos en Nóvgorod? No cometeré el mismo error. Mi lugar está allá —señaló la ladera con su sable, luego lo levantó para llamar la atención de sus jinetes—. ¡Guerreros, montad conmigo!

Su general golpeó la mesa con furia ante la atenta mirada de los nerviosos mensajeros. Lo vio alejarse y ponderó la situación. Iban de camino a perder un cuarto del ejército y aún no podían atravesar la primera línea defensiva. Se levantó apurado y dictó a los mensajeros su primera orden. Que repartiesen la noticia cuanto antes. No podían continuar embistiendo esa maldita trampa mortal; definitivamente, pensó, el Orlok estaba tan cegado por su venganza que ya no estaba en condiciones de liderar un tumán.

—Recoged el campamento y avisad a los comandantes de los Mingghan que retrocedemos. Volvemos a Kabul.

III. Año 2332

Deneb Kaitos bajó del cielo y, al acercarse a tierra, extendió las alas y aminoró la caída para luego, pisando ligeramente la arena, emprender un veloz vuelo a ras del suelo que levantaba una nube espesa; en un momento dado causó un atronador sonido similar a una explosión. Como todo Dominio, su velocidad era impresionante y lo convertía en un auténtico fulgor plateado; ningún otro ser vivo, además de los dragones, sobreviviría los Mach 5 que los científicos del Hemisferio Norte midieron durante uno de los vuelos del ángel.

Detrás, el dragón de escamas atigradas, Quetzalcóatl, lo perseguía propinándole todo tipo de gruñidos que Deneb Kaitos interpretaba como insultos a su raza. Quetzalcóatl no se esperó la veintena de soldados que, a un lado y otro de las dunas por donde sobrevolaba, le arrojaran saetas explosivas para que el gigantesco animal se diera de bruces en el suelo. La caída fue estruendosa. La bestia era orgullosa; aún herido mortalmente levantó el cuello, fijándose únicamente en el ángel que ahora descendía frente a él, y abrió la boca para lanzarle una llamarada.

Deneb Kaitos amagó levantar vuelo para esquivarlo, pero el animal se atragantó con una flecha perforante que alguien le lanzó directo a la garganta. El ángel se giró y vio a Cunningham a lo alto de una duna, tensando su arco de polea.

El Dominio le asintió como agradecimiento; Cunningham respondió con otra mueca de desagrado. En realidad, no dejaría que ningún dragón matara al ángel. Eso le correspondía a él, se dijo, lanzándose a la carrera hacia otro grupo de soldados que estaban lidiando con un dragón problemático, de escamas doradas que irradiaban especialmente en aquella noche.

Los soldados del Norte habían formado cinco grupos de cuarenta hombres, los últimos que habían sobrevivido al ataque sorpresa; cada equipo debía lidiar con dos dragones y el ángel debía servirles, en la medida de sus posibilidades, como anzuelo para que los lagartos cayesen en las trampas. Cunningham viajaba de un grupo a otro, alentando y formando parte de los ataques.

Arriba volaban varias centenas de dragones, era verdad, y la derrota inminente la tenían asumida, pero quién iba a quitarle ese total de siete dragones muertos por sus manos.

Cunningham detuvo su carrera y abrió los ojos cuanto pudo; desde lo alto de una duna comprobó el gigantesco mar de fuego asando a sus hombres. Al menos tres grupos habían sido eliminados por el violento dragón dorado, quien parecía haber entendido las tácticas de anzuelo que los mortales preparaban.

Deneb Kaitos descendió a su lado.

—Ese es Doğan.

—No me interesan sus nombres —escupió Cunningham—. ¿Por qué diantres estás aquí? ¿No deberías ayudar a los demás?

—Lo siento, Cunningham.

—¿Cómo que lo sientes?

Se giró y vio con pavor cómo un dragón plateado y erizado de flechas, sobrevolando sobre el grupo de soldados que recién había ayudado, arrojaba virulentamente su fuego. Sus hombres aullaban de dolor para, finalmente, venirse una oscura quietud. El dragón cruzó sobre el mar de cadáveres y dedicándole un rugido amenazador al estremecido comandante, para finalmente caer estrepitosamente a pocos metros de él, con los ojos ya cerrados y regueros de sangre recorriendo entre sus brillantes escamas.

El ejército del Norte había sido recibido una auténtica paliza y el hombre, como única respuesta, dejó caer su arco.

—Su nombre es Nío —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham ahogó una risa; hasta en un momento como aquél ese “maldito pajarraco” gustaba de sacarle de sus casillas.

—Esto es —dijo en voz baja, mirando sus manos encallecidas de tanto manipular la cuerda—. Hasta aquí he llegado.

—Más lejos de lo que jamás hubiera imaginado, Cunningham. Si me hubieran dicho que un mortal sería capaz de dirigir a un ejército de hombres y derrotar a ocho dragones, no lo creería.

—Me consuela saber eso —ironizó.

—Me alegra poder animarte.

Un gigantesco dragón negro aterrizó frente a los dos, con sus imponentes alas abiertas a cabalidad; su descenso hizo vibrar el suelo de tal manera que el Dominio tuvo que levantar vuelo y el mortal sucumbió, cayendo estrepitosamente. El lagarto gruñó ladeando su rostro de un lado a otro; fuerte y estremecedor. Las escamas de su piel eran oscuras, negras, pero radiantes hasta el punto que las estrellas mismas parecían reflejarse en las escamas. Además, su tamaño era demencial; de al menos dos veces mayor que los lagartos que habían combatido.

Cunningham se levantó; intentó desenvainar su espada, pero la sola presencia de la bestia impresionaba por lo que la empuñadura terminó resbalándosele. Se extrañó que no le atacara; de hecho, desde que aterrizara no mostraba intenciones hostiles; el dragón inclinó su rostro a un lado para verlo detenidamente.

Cunningham dio pasos hacia adelante, con los brazos extendidos.

—¿Por qué no me atacas, maldito lagarto? ¡Ataca!

Deneb Kaitos descendió y lo agarró del hombro para atajarlo. Era obvio que aquel dragón no había venido a batallar. Si quisiera, ángel y humano ya estarían calcinados.

—¡Os habéis arrebatado la vida de mis hombres! —se apartó del Dominio con un movimiento de hombros—. ¡Mátame y termina con este juego, dragón!

—No es un dragón cualquiera. Pensaba que sabrías el nombre de este.

El dragón soltó una pequeña llamarada desde su nariz; solo el ángel supo interpretarlo como una risa. Una carcajada corta. Cunningham lo observó detenidamente: además del tamaño, este tenía una cantidad ingente de cuernos a lo largo de su cabeza y alas; sus ojos, de un púrpura profundo, eran penetrantes.

—Eres Leviatán.

El dragón emitió un gruñido similar a un ronroneo.

Año 1368

Wezen cayó sentado sobre una roca para recuperar aliento. El frío se hacía más presente y dolía solo respirar. Para el mediodía, una inesperada tormenta de nieve llegó sobre la Cordillera de Pamir, entorpeciendo y desgastando a los dos ejércitos enfrentándose en el corredor. Wezen había luchado sin cesar al lado de sus arqueros y la idea de que las flechas se terminarían antes que los jinetes mongoles se hacía cada vez más incómoda.

La arquería no le resultaba físicamente exigente, pero el hecho de que se girase cada momento para comprobar que no subieran mongoles hasta su posición era inevitable y, sobre todo, cansador. El miedo estaba allí, por más que ahora había apostado a Zhao y varios vigías.

Respiró hondo y se repuso. Ordenó a sus arqueros que cesaran el ataque, que esperasen a que los enemigos se reagrupasen en el corredor. Luego se dirigió hacia los vigías: era un pequeño escuadrón de solo diez xin comandados por un movedizo Zhao, que todo lo controlaba como un general.

Wezen silbó para llamarle la atención.

—Buen trabajo, amigo. Ya no hay sorpresas de este lado. Cuando me nombren con un alto cargo te nombraré mi escudero —bromeó.

El budista se retiró el yelmo; tenía el ceño fruncido.

—¿Y pasar las tardes refrescándote con abanicos de seda? Pienso retirarme lejos de ti cuando esta batalla termine.

Wezen echó la cabeza hacia atrás y carcajeó.

—¿Tan pronto? La armadura te sienta bien.

—Me siento pesado —confesó sacudiéndose—. Y ciego. Me temo que la tormenta está dificultando la visión de los vigías.

Wezen se acercó al precipicio y comprobó que, efectivamente, una densa niebla de nieve se había levantado y no podía ver más que pocos metros bajo sus pies, cuando tan solo a la mañana podría ver incluso el lejano suelo; en ese entonces le había causado una suerte de admiración por los mongoles que escalaron todo ese tramo.

Zhao se acercó a su lado.

—Si hay alguien subiendo, no lo podemos ver. Y el viento es tan fuerte que se hace imposible oírlos.

El xin hizo un ademán.

—En realidad, son buenas noticias. La tormenta no la pondría fácil a cualquiera que escale, Zhao. ¿Quién crees que sería lo suficientemente estúpido para subirla en este momento?

Una estaca atravesó la niebla de nieve y Wezen la siguió con la mirada. Alguien la lanzó con precisión endemoniada. Cuando se clavó en la frente de Zhao, entre sus ojos, todo a su alrededor desapareció repentinamente: La tormenta y la ventisca, los arqueros charlando a sus alrededores y otros tanto que estaban gritando órdenes. Todo se había emborronado y lo único que veía claramente era a su amigo cayendo de espaldas, con un semblante de sorpresa marcada por una línea sangrienta.

Wezen se quedó allí, impávido, con los ojos fijos en Zhao. Ni siquiera vio de refilón a un mongol surgir del precipicio para dar un brinco hacia él. Y se trataba de un guerrero gigantesco, nada más y nada menos, que lo engullía bajo su sombra. Había más enemigos surgiendo de un lado y otro de la ladera, pero el xin no tenía ojos para ninguno porque la realidad era difícil de digerirla.

Ver soldados morir era algo esperable, algo a lo que se podría preparar, pero ver a un amigo caer así era una sensación desagradablemente distinta. Por un instante, se convirtió en aquel niño indefenso y aterrorizado que una vez fue cuando vio morir a su madre a mano de los invasores mongoles.

El Orlok rugió su grito de guerra y estampó a Wezen contra el suelo; la cabeza del xin se estrepitó contra una roca y rebotó violentamente. El mongol lo creyó muerto, pero debía asegurarse antes de ir a por los siguientes. Tras él, los mongoles escalaban y gritaban eufóricos al llegar, levantando sus sables. Al menos una centena escaló los hielos escarpados. ¡Qué cansados estaban unos y otros, pero era como si al solo entrar en batalla surgieran renovadas fuerzas!

El mariscal desenfundó su sable y se la clavó en el corazón del joven xin. Toda la energía que le quedaba a Wezen le abandonó de un golpe hasta tal punto que no hubo tiempo para cualquier tipo de pensamiento.

Simplemente, sus ojos se cerraron mientras la sangre brotaba del pecho.

Año 2333

Leviatán dirigió su mirada a las estrellas y rugió con una fuerza abismal; los dragones arriba respondieron el grito y lanzaron llamaradas por los aires, sin dirección aparente. Por un instante el desierto de Bujará brilló con la intensidad de varios soles. Cunningham volvió a caer al vibrar el suelo, entre las arenas que repicaban junto con su espada. Era un grito poderoso que erizaba la piel y lo estremecía en lo más profundo.

Entonces Cunningham vio con pavor cómo los siete dragones que había derrotado; calcinados unos, erizados de flechas otros, se levantaban con dificultad, como quien despierta de una noche de sueños. Unos se sacudían, librándose de las saetas que caían al suelo, otros extendían sus alas y, como si fuesen camaleones, se desprendían de la piel quemada, revelando unas renovadas escamas.

Finalmente, los dragones resucitados se elevaron y se unieron al anillo en el cielo, dejando caer una lluvia de flechas y pieles quemadas.

Cunningham cayó arrodillado y perdió el habla de lo sorprendido que estaba; una flecha cayó cerca de él y repicó sobre la arena; a su alrededor caían otras más, pero ni aún sí quiso levantarse o cubrirse. Como una hormiga miserable, así se sentía ante la muestra de poderío de aquellos dragones. Se quedó allí, deseando que Leviatán se apiadara de él y lo matara de una vez.

—¿Son…? ¿Acaso son inmortales?

—No —respondió el ángel.

El comandante miró a un lado, hacia donde el fallecido dragón plateado había caído. Todavía estaba tumbado y parecía no haber revivido, pero el hombre se estremeció cuando, de golpe, Nío abrió sus grandes ojos. Eran amarillos, de color miel; feroces como los de un lobo y brillantes como estrellas.

—Simplemente, los dragones no mueren con facilidad.

Y Nío rugió.

Año 1368

Wezen abrió sus ojos y el brillo amarillento de ellos parecía ser más fuerte, feroces como los de un lobo y brillantes como estrellas. La cacofonía de gritos y espadazos a su alrededor volvía oírse paulatinamente, como si recobrase los sentidos. Se tomó el pecho con la mano temblorosa y sintió la hendidura que dejó la hoja del sable a través de su armadura. Sentía también la sangre entre los dedos. Estaba convencido de que había muerto. De que aquel gigantesco mongol le había hundido su sable en el corazón. Pero su corazón latía. Y latía fuerte.

“Como aquella vez”, pensó el guerrero mirando el cielo azul. “Como aquella vez que morí ahogado en ese charco de barro y Xue creyó que fue una maldita broma de mi parte…”.

Se sentía tan vivo. Fuerte como nunca antes que daban ganas de rugir. Había un fuego en el pecho que ardía con la intensidad del sol. Se repuso y apretó los puños porque, más allá del extraño suceso de su resurrección, había algo que el joven dragón xin no podía quitarse de la cabeza.

“Zhao”.

Tenía que vengarse de alguna manera; pero oyó una flecha silbando sobre su cabeza.

Cerca de Wezen, el Orlok se tambaleó cuando sintió algo punzante clavarse en su cintura. Del dolor soltó su arma y se sentó sobre una rodilla; buscó con la mirada al culpable. Era difícil pillarlo debido a que los xin habían llegado para defender su posición; les parecían idénticos en esas armaduras negras. Pero sonrió cuando lo vio.

Mijaíl sostenía un arco tensado y dedicándole una mirada feroz; el ruso lanzó su arma al suelo y desenfundó su shaska. Brillaba como un haz de luz. Tenía miedo; más que nunca en su vida, pero con su maestro había aprendido a aparentar, a esconder sus emociones tras una máscara indescifrable. Fueron tres meses duros en Persia y sentía que había cambiado; ya no era ese joven temeroso que, una vez, ante la caballería mongola, se arrodilló para orar y cerrar los ojos.

El Orlok se arrancó la flecha y empujó a un par de soldados xin para llegar hasta él; no había momento para otros. Le propinó un sablazo como saludo, de arriba abajo, pero el joven era ágil vestido con aquella chilaba y dio un salto hacia atrás; levantó espada con ambas manos e intentó encajarle la hoja en un brazo, pero el Orlok se escudó con su propia espada; Mijaíl intentó ejercer presión, aunque el mongol era una auténtica bestia que no cedía a ninguna fuerza.

El mariscal dio un empujón y la shaska cayó al suelo; pateó el estómago del desarmado ruso, quien se desparramó sobre la nieve con el aire abandonando sus pulmones de un golpe. Estaba mareado y desorientado; apretó la nieve en su puño. Jamás volvería a tener una oportunidad como aquella, pensó, de vengar la muerte de Wang Yao y librar a Nóvgorod de aquella temida bestia. Por su hermano, se dijo, no debía terminar allí.

El mongol cayó arrodillado cuando sintió una patada a un lado de su rodilla. Miró de reojo y vio un fulgor plateado presto a cercenarle el cuello, pero bloqueó elevando su antebrazo; la armadura de gruesas escamas evitó que la hoja se hundiera mucho; apenas llegó hasta la piel.

Era Wezen. El xin estaba furioso; deseaba vengarse de la muerte de Zhao y no entraba en razón. Normalmente debía dirigir las defensas, darle prioridad a los arqueros y mantenerse calmo ante el ataque sorpresa, pero realmente no estaba por la labor y eso se percibía a su alrededor; todo estaba descontrolado, los xin y mongoles se arrojaban unos contra otros sin orden y como auténticos animales.

El Orlok se sintió aterrorizado cuando se vio observado por esos ojos amarillos del dragón xin. Pero, ¿no le había clavado su sable en el corazón? Se preguntó qué clase de magia chamánica pudo haberlo revivido, pero no había mucho tiempo para pensar en ello. Dio un tirón de su brazo y la espada del xin cayó repiqueteando al suelo. Luego envió un puñetazo al estómago del joven y, al encorvarse de dolor, enganchó otro en su rostro, de abajo arriba, que lo hizo caer despatarrado.

El mariscal recogió su gigantesco sable pare eliminarlo de nuevo; esta vez no resucitaría. Elevó el arma. Wezen, desde el suelo, lo vio y se sintió sobrecogido. Agarró un puñado de nieve y pretendió lanzárselo a la cara, pero desencajó la mandíbula cuando notó una fina y radiante hoja de acero surgiendo del pecho del Orlok, rociándole gotas de sangre a su rostro y armadura.

El mariscal cayó arrodillado emitiendo un fuerte jadeo de dolor, incapaz de pronunciar palabra alguna entre la sorpresa y la evidente derrota. Entonces Wezen lo vio, detrás del mongol, al custodio ruso. “¡Por Nóvgorod!”, rugió el joven. Luego recuperó su espada de un tirón; “¡Y por Yang Wao!”; propinó un potente espadazo horizontal y la cabeza del Orlok llegó rodando hasta los pies de un sorprendido Wezen.

Mijaíl clavó su espada en la nieve y se sostuvo de las rodillas, tratando de recuperar la respiración y controlar el temblor de sus manos. A su alrededor, los aguerridos xin terminaban de despachar a los últimos infiltrados, que parecían haber perdido el deseo de luchar al verle caer a su Orlok. El ruso se fijó en Wezen; aún no lo conocía, pero ya lo había visto comandando a los arqueros. Notó sus llamativos ojos amarillos. Le asintió, estrechándole la mano para ayudarlo a levantar.

Wezen frunció el ceño y apartó la cortesía de un manotazo. Se repuso él solo y con evidente enfado. No podía creer que Zhao había muerto. Y no solo eso: ni siquiera pudo vengarlo; el occidental le robó la oportunidad; lo vio con la mirada feroz; Mijaíl no entendía. El xin envió un potente puñetazo a su estómago y luego una patada a los pies que hizo al escolta ruso caer encogido de dolor.

El dragón xin escupió al suelo.

—¿Quieres que te ría la gracia? Esta batalla le pertenece a los xin.

IV. Año 2332

Cunningham seguía arrodillado y deseaba que Leviatán lo eliminara de una vez; pero, para su infortunio, el mariscal de los dragones le dedicó un largo gruñido; como un ronroneo, para luego elevarse y unirse a los suyos, levantando en su vuelo una gigantesca nube de arena que causó toses al peculiar dúo de guerreros.

—Te lo advertí —dijo Deneb Kaitos, carraspeando—. No teníais oportunidad desde un principio. Ahora ya sabes por qué hasta los hacedores detestaban a los dragones que ellos mismos crearon. Solo la Serafina Irisiel y su legión de arqueros pudieron exterminarlos, aunque para ello tuvieron que recurrir…

—Cállate —hizo un ademán desganado—. Solo cállate.

—No. Esto debes oírlo. Leviatán te reconoce y por ello te deja vivo. Hace milenios, Lucifer dijo que solo se gana el respeto y la lealtad de los dragones a base de fuerza y ferocidad. Tú le has demostrado ser lo que ya te dije en incontables ocasiones. Eres un gran guerrero. Incluso los dragones te reconocen.

Deneb Kaitos no consiguió animar al ensimismado joven; eso sí, notó de refilón a alguien detrás de ellos; vio un fulgor plateado dirigiéndose hacia el comandante y no dudó en desenvainar su espada para impedir que alguien lo lastimase. Consiguió interceptar el espadazo, pero enarcó ambas cejas al ver cómo la hoja de su arma legendaria se resquebrajó para luego reventar en cientos de pedazos.

Vio de reojo a la atacante: era la mortal, aquella a la que Cunningham llamaba “Capitana Moreira”. Se había olvidado por completo de ella; la pensaba muerta por los soldados del Norte. Era obvio que había venido a vengarse por sus propios soldados caídos. Intentó darle un puñetazo para que se alejara, aun sabiendo que ella podría morir debido a su fuerza angelical. No obstante, otro ángel plateado descendió entre ambos y pateó el pecho de Deneb Kaitos para apartarlo.

Quedaron observándose ambos Dominios, Deneb Kaitos y Fomalhaut, cada uno protegiendo a su propio mortal. De momento, los dragones no hacían más que observarlos desde la altura.

Deneb Kaitos miró la empuñadura de su espada rota; extrañaría esa hoja con la que libró grandes batalles hacía milenios. La lanzó a un lado y se fijó en la mujer; ahora comprendía por qué su arma se había resquebrajado al contacto con la hoja enemiga: ella portaba la espada zigzagueante del Arcángel Miguel.

—¿Nari-il?

Fomalhaut asintió. Deneb Kaitos se fijó en la mujer.

—Ofrezco mis disculpas. Pero mi orden es proteger a este hombre.

Ámbar se adelantó marcando un tajo en la arena para recalcarle al ángel que ella era la portadora de aquel estandarte. No estaba orgullosa de tener que restregar de esa manera su nuevo cargo, pero estaba furiosa y deseaba cuanto antes asesinar a Cunningham; sabía que liquidarlo no le devolvería a Alonzo Raccheli y todos sus soldados, pero ¡qué bien se sentiría clavarle la hoja en su corazón! Ni siquiera se interesó el motivo por el cual el comandante seguía allí, de espaldas a ella y de rodillas, viendo a esos dragones como si ya no le importase vivir.

—Bien —dijo ella—. Como portadora de la espada, ¿entiendo que ahora estás bajo mis órdenes?

Deneb Kaitos asintió.

—Entonces hazte a un lado, ángel.

El Dominio apretó los labios. Desde luego, esa mujer era una superior y debía acatar. Pero el solo pensar en permitir que ella acabase la vida de Cunningham lo superaba; se sorprendió de sí mismo; jamás pensó que llegaría a tener un tipo de lazo así con un humano, un humano bastante peculiar y hostil como él. Pero, a la vez, tenía sentido. Cunningham era un mortal que lo maravilló hasta el punto de sentir admiración. Tal vez sentía “un algo” más que le costaba discernir. Pero era algo agradable y concluyó que no podía haber algo malo en ello.

Miró a la mujer.

—No.

—Déjale hacer lo que quiere —dijo un desganado Cunningham—. Aquí ya no tengo nada que hacer. Si quiere su venganza, adelante. ¿Qué más da? Hemos fracasado. No he tenido la más mínima oportunidad de cazarlos. Tú no conseguiste pactar una alianza con ellos. Así que hazlo, véngate. Al final, Moreira, eres como yo.

—¡No me compares contigo, maniático!

Ámbar calló cuando notó el contorno gigantesco de una sombra sobre ellos; Leviatán había vuelto a bajar del cielo; tan rápido que, de un solo movimiento, agarró con sus patas traseras a los dos ángeles plateados, apretando hasta hacerlos crujir y luego lanzándolos a cada uno en distintas direcciones del horizonte. Se impulsó y aterrizó detrás de Ámbar, quien se giró con los ojos abiertos tanto era posible.

Se le hizo evidente que el mariscal dragontino había venido a cumplir su promesa de cebarse con ella de última. Pero, si Ámbar iba a morir, al menos se llevaría la vida de Cunningham. Quiso girarse y correr a por él, pero el dragón abrió la boca y arrojó su aliento infernal. La mujer se encogió, escudándose con la espada zigzagueante en un acto reflejo. Temblaba demencialmente, pero no era ella; era el arma.

Levantó la mirada y, del susto, casi se le resbaló la empuñadura: Leviatán había disparado su aliento de fuego, pero la filosa hoja del Arcángel lo absorbía por completo. Las llamas brotaban sin cesar de la boca del lagarto, abundante y caótica, pero en un punto todo se reducía y finalmente terminaba siendo capturado por la espada, como un agujero negro tragándose todo atisbo de luz a su alrededor.

Finalmente, Leviatán cesó el ataque y retrocedió, rondándola como un tigre. Ámbar se repuso sin saber dónde mirar; o a su espada o al cada vez más enfurecido dragón. Por primera vez en cientos de años, una línea de fuego rodeaba la hoja zigzagueante. Se había vuelto flamígera como en las leyendas.

El dragón volvió al asalto, ladeó su cuerpo y, encorvando su larga cola, envió un latigazo hacia la mujer; Ámbar intentó escudarse de nuevo con la espada flamígera, pero no surtió efecto, si es que esperaba alguno. Salió disparada y voló una decena de metros para caer estrepitosamente sobre una duna. Estaba mareada; intentó levantarse, pero sintió un dolor punzante bajo su pecho; dos, tal vez tres costillas se habían roto.

Leviatán levantó vuelo y, ahora sí, retrajo su cuello para tomar impulso y enviar una bocanada de fuego más fuerte que la anterior.

El dragón cayó inesperadamente al suelo emitiendo un fuerte jadeo de dolor. Ámbar se sentó sobre la duna; las sorpresas no paraban de venir, pensó, y ya era hora de que alguna buena tuviera a su favor. Porque notó aquello; un ángel había atravesado el cielo y consiguió conectarle un puñetazo a la cabeza de Leviatán, tan fuerte que consiguió tumbarlo. No era, además, un “pichón” cualquiera.

Era el mariscal de los ángeles.

El Serafín Durandal descendió lentamente sobre otra duna, sacudiendo su mano derecha. El dragón tenía un cráneo y una piel dura; él no tenía la fuerza del Serafín Rigel, pero el hábil espadachín tenía también recursos en su puño. Su legión de casi diez mil ángeles también descendió de los cielos, tras él, mirando atentamente a los innumerables dragones arriba.

Al ver a su líder herido y atacado, las bestias abandonaron los anillos circulares que trazaban y bajaron a los alrededores, sobre las demás dunas. Gruñidos aquí y allá en tanto Leviatán sacudía su cabeza, reponiéndose y buscando al culpable de la interrupción.

Entonces se tenían el uno frente al otro; auténticos seres legendarios e inmortales; dragones y ángeles, otrora aliados como los jinetes con su caballería, posteriormente enemistados tras la rebelión de Lucifer contra los dioses. La brecha entre ambos parecía insalvable; los lagartos los detestaban.

Leviatán rugió al ver al Serafín; la túnica del ángel y sus alas flamearon con fuerza al llegarle el mensaje en forma de una gran ventisca; fue un insulto en lengua dragontina. Durandal no se inmutó ni siquiera al percibir el grotesco aliento.

—¿Quieres que te ría la gracia? —ironizó el Serafín—. Yo en tu lugar cuidaría mis palabras. Si caíste una vez, volverás a caer.

El dragón no pretendía dejarlo pasar; iba a engullir al ángel entre sus llamas, pero dio un respingo cuando oyó una familiar voz femenina surgir de algún lado del desierto.

—¡Basta ya! ¡Ambos!

Miró un lado y otro tratando de ubicar el origen. Luego la vio por fin, bajando una duna en su lado izquierdo. El dragón se acomodó. Ya amanecía y el cielo aclarándose facilitó que reconociera a la hembra alada de larga cabellera dorada. Leviatán era una bestia inteligente con una memoria sin parangón. Aunque era cierto que le costaba asimilar que justamente “ella” estuviera allí.

La maestra de cánticos, Zadekiel, llegó finalmente frente a la bestia, sujetándose de sus rodillas para recuperar aliento. La hembra no tenía el estado físico de los ángeles guerreros y haber atravesado medio mundo para llegar hasta el Mar Radiante fue una auténtica tortura. En dos ocasiones tuvo que agarrarse de otros ángeles pues ya no podía aletear más.

—No has… cambiado un ápice —dijo ella con la respiración agitada—. ¿Me recuerdas?

El dragón emitió un par de ronroneos, abriendo la boca ligeramente. ¿Cómo iba a olvidarla? El único ángel a quien Leviatán respetó fue Lucifer. Porque solo él lo convenció de ser parte de una guerra contra los hacedores. Los historiadores de los Campos Elíseos habían escrito que la guerra celestial se inició porque el ángel caído sintió celos del poderío de los dioses, pero solo Leviatán y unos pocos comprendían la verdad: El primer ángel que desafió a los hacedores, lo hizo por amor.

Leviatán reconocía a Lucifer. De la misma manera que reconocía a la razón por la cual libró la guerra: su amante. El dragón cerró los ojos y gruñó en tono juguetón.

Zadekiel enrojeció de furia. Se palpó el vientre y luego miró su cintura.

—No estoy gorda.

Leviatán dejó escapar un par de cortas llamaradas desde su nariz.

—Y tú sí que sí, gordo y gruñón —dijo en tono musical, agitando las alas—. ¡El gran Leviatán, perezoso y tostón!

Tras el líder dragontino, cientos de dragones expulsaron más flamas de fuego al aire. Todos reconocían a la amante de Lucifer, su voz armoniosa y actuar carismático. Zadekiel se acercó a la bestia y acarició su boca, los pequeños cuernos que nacían en los alrededores y finalmente mimó la frente. Leviatán se retorcía de gusto. Muchos dragones extendieron las alas y amagaron ir junto con ella para recibir las caricias; la extrañaban.

Era verdad que la hembra no deseaba verlos; le recordaban su primer y legendario romance. Al tocar a Leviatán rememoró aquella primera vez que Lucifer la llevó, en una noche, de paseo sobre su lomo, tocando las nubes y acariciando las estrellas. Todo era tan hermoso como doloroso de recordar. Sin embargo, había que confrontarlos porque ahora un enemigo amenazaba en las sombras. Había que ver a los dragones y recordar no solo su pasado como amante, sino de recordar el motivo por el cual Lucifer se alzó contra los hacedores.

Era un motivo por el cual valía la pena, se dijo finalmente: ser parte de una guerra para librarse de las cadenas que en ese entonces los dioses les tenían echadas, las mismas que ahora el Segador parecía manejarlas.

—Por mí, ponedle fin a vuestras diferencias y recordad aquella razón por la que luchasteis al lado de Lucifer. Te necesito. Os necesitamos.

Zadekiel hizo un ademán torpe hacia atrás, hacia los ángeles de Durandal.

Muchos guerreros encorvaron las alas y otros hicieron muecas, pero sabían que no les quedaba mucha opción. Al final, todos procedieron a arrodillarse allí frente a los dragones. Eran unas disculpas por la guerra, milenios atrás, librada entre ambas razas por orden de los hacedores. Durandal tardó en hacerlo, pero bastó una mirada fulminante de Zadekiel para que este procediera a rendirle disculpas y respeto a todas las bestias aladas.

El dragón vio el gesto de la legión de ángeles; no lo dudó; levantó la cabeza y, rampante, extendió sus alas. Se elevó en el cielo, gruñendo en un tono largo y tendido, dejando a Zadekiel tosiendo por la arena levantada. Sus dragones correspondieron y también levantaron vuelo, cruzando de un lado a otro en cielo celeste y ahora enjambrado.

Sobre otra duna, Ámbar se sentó tomándose el vientre con un brazo. Dolía horrores. Retiró una jeringa de su cinturón y la inyectó en su pierna, esperando que pronto pasara el dolor. Fomalhaut, con una línea sanguinolenta cruzándole la pechera de su túnica, también se sentó a su lado; la mujer echó una mirada a la herida del ángel.

—¿Estás bien?

El Dominio levantó sus alas y las sacudió con suavidad.

—Lo suficientemente bien para levantar vuelo.

—Soy la peor “Nari-il” que habéis tenido, ¿no es así?

—Los últimos destruyeron este reino. Así que lo estás haciendo bien.

Ámbar se inclinó y procedió a inyectarle la jeringa esperando aplacarle cualquier dolor, aunque enarcó una ceja cuando la aguja se rompió al contacto con la piel del Dominio. La lanzó a un lado y suspiró largo. Se sentía la culpable del desastre y fracaso de su misión. Si Raccheli estuviera vivo, pensó, de seguro la estaría regañando por no haber traído más ángeles. “Y luego me hubiera chantajeado por una cita”, pensó apretando los labios.

—Por favor —dijo ella—. Dime que esos gruñidos son algo bueno.

—Lo son. Leviatán ha dicho que, los que quieran seguirnos, que nos sigan. No creo que todos lo hagan, pero parece que muchos aceptarán ser nuestros aliados.

Ambos levantaron la mirada y observaron el majestuoso y a la vez temible espectáculo del cielo atiborrado de dragones y otros tantos que hacían vuelos rasantes sobre los ángeles arrodillados, como si estuvieran inseguros de ayudarlos y necesitaran comprobar las disculpas de cerca. O tal vez solo se deleitasen de ver a sus jinetes humillándose; después de todo eran bestias orgullosas.

Al menos se había conseguido el objetivo; los dragones serían la esperada caballería de los ángeles y se esperaba que con su sola presencia bastara para intimidar y detener la inminente invasión del Hemisferio Norte a la nación china; pero también había otra guerra en ciernes; una la guerra de la que los ángeles consideraban la principal y más peligrosa; aquella que debían librar contra el oscuro Segador y su ejército de millones de espectros.

Ámbar se recostó por el ángel plateado y cerró los ojos.

—Creo que he visto a tu amigo. El dragón albino.

—Nío —asintió.

—Tiene unos bonitos ojos amarillos. Me recuerdan las estrellas.

V. Año 1368

Los rayos del sol del atardecer trazaban líneas doradas sobre el Corredor de Wakhan; la tormenta se disipaba y los vigías repartían un mensaje entonando los cuernos con notas largas. En las laderas ya sabían la noticia porque tenían una excelente panorámica del valle donde acamparon los mongoles; los enemigos se retiraban y el campamento ya se había desarmado. La tormenta, la protección natural del paso y la férrea defensa que montaron los xin había rendido sus frutos.

Una centena de jóvenes guerreros entraron al corredor para recorrer un auténtico mar de cadáveres, recogiendo flechas y armas; en su mayoría eran mongoles, aunque también había soldados de los suyos que, para el anochecer, deberían estar completamente envueltos en telas blancas para luego ser cargados en carromatos, de vuelta a Xin para ser enterrados.

Era un clima extraño allí, entre la algarabía de haber ganado una batalla y el pesar por los hermanos caídos.

Mijaíl caminaba bajo la sombra del estrecho corredor, tirando de las riendas del caballo del embajador. Trataba de no mirar demasiado hacia los cadáveres; temía a los muertos y no deseaba rememorar imágenes similares que había visto en Nóvgorod. Guiados por un apático Wezen, se dirigían al campamento principal donde el comandante de la legión xin aguardaba.

Wezen se tocaba de vez en cuando la pechera agujereada y aún húmeda de sangre. Él había muerto, estaba convencido de ello, y pensar que había resucitado con fuerzas renovadas era una situación imposible de explicar. Si Zhao estuviera vivo, pensó lamentándose, tal vez le hubiera ayudado a dilucidar el misterio que rodeaba su extraña situación.

Luego vio al comandante Syaoran salir de la tienda principal del campamento, vigoroso en sus movimientos y con una mueca de felicidad en el rostro. Llevaba bajo su brazo su propio yelmo de penacho rojo. Y es que había razones para estar contento: no todos los días se conseguía la rendición de los mongoles; fue una demostración de poderío bélico y astucia.

Wezen espabiló.

—Mi comandante —reverenció—. Confío en que los mensajeros lo hayan avisado. Además de los mongoles, también llegó el embajador junto con su escolta. Estaban pisándole los talones, por lo que decidí llevarlo arriba en las laderas durante el asedio.

Syaoran se frotó el mentón y miró al anciano.

—El embajador, sí. ¿Planea quedarse en Xin unos días o irá directo a Koryo? —preguntó con una sonrisa de lado; estaba de buen humor—. Es un camino largo, mi señor. La Sociedad del Loto Blanco le ofrece hospitalidad, si le interesa.

—Déjate de vueltas —interrumpió el anciano haciendo un ademán—. Te ves bien, Syaoran. Os felicito por vuestra victoria. Que recorra todos los rincones del reino Xin y sirva como aviso a los invasores. Permíteme decirte que doce años son demasiados. He olvidado rostros y sobre todo mi reino; me gustaría recuperar los recuerdos.

Syaoran asintió y procedió a arrodillarse frente al hombre; posó la frente en el suelo. Wezen fue el primero en fruncir el ceño ante aquel acto de sumisión. Los soldados alrededor dejaron sus quehaceres, cargando flechas y espadas, y también lo miraron con perplejidad. Murmullos surgieron aquí y allá.

El comandante echó la mirada hacia atrás y rugió:

—¿Qué hacéis, perros? ¡Arrodillaos todos! ¡Estamos en presencia del venido de las estrellas! ¡Nuestro emperador!

Mijaíl dio un respingo y miró al sonriente anciano. No podía ser verdad lo que acabó de oír; dominaba la lengua xin, pero algo se le pudo haber escapado. Se rascó la frente:

“¿Emperador, ha dicho?”.

Wezen desencajó la mandíbula mientras los soldados procedían a soltar lo que tenían en manos para arrodillarse abruptamente. Otros, incrédulos aún, miraban a su comandante y aquel anciano intermitentemente. Era como si todo cobrase sentido por un instante; que un ejército tan grande viajara por toda Xin hasta el encuentro de aquel supuesto embajador. De alguna manera muchos sabían que no era un simple hombre con quien debían encontrarse, simplemente no esperaban que fuera tan especial.

Syaoran se irguió y levantó su casco con una mano; el penacho rojo flameaba con fuerza. Sonrió porque por fin el “Hijo de las estrellas” estaba con ellos; había regresado para unir los pueblos de Xin y liderar la expulsión de los terribles invasores que aún rondaban en su amada tierra.

—¡Wu huang wangsui!

Mijaíl achinó los ojos; a ver si estaba malinterpretando algo, pensó, porque los xin eran rápidos hablando. No era posible que él estuviera compartiendo tres meses con un hombre que, realmente, podría ser uno de los más poderosos de todos los reinos. Si es que hasta habían meado juntos a orillas del río Kabul, compitiendo por quién llegaba más lejos.

—¿Eres el emperador de Xin? ¿Lo de ser un embajador de Koryo fue…?

Sintió un golpe por detrás, en las rodillas, y cayó al suelo.

—¡De rodillas ante nuestro emperador, extranjero!

Era Wezen quien, inmediatamente, también se postró a su lado. El joven xin estaba tan o más sorprendido de la situación, pero se adaptó rápido. De haberlo sabido, hubiera sido más atento y servicial con el anciano, pensó cerrando los ojos y meneando la cabeza.

—¡Wu huang wangsui! —gritó otro soldado con su sable elevado.

El grito se contagió de un lado a otro; luego retumbaba con fuerza por las paredes del paso de Wakhan dando la impresión de que eran millones quienes celebraban el retorno de su emperador. “¡Diez mil años para el emperador, diez mil años para el emperador!”. Los que estaban arriba en las laderas aún no entendían, pero les parecía llamativa la vista de los cientos de sables levantándose a lo largo del corredor; era como una gigantesca y larga piel de puercoespín.

El emperador se tomó la pechera de su túnica, maravillado y emocionado hasta que los ojos le ardieron. El griterío se había convertido en una seguidilla enérgica de “¡Diez mil, diez mil, diez mil!”. Y era como si su caballo, inquieto, también se emocionara. Se giraba sobre sí mismo, como mostrándoles a todos al hombre venido de las estrellas. El anciano elevó la mano; habían acabado doce años lejos de la nación que amaba, ocultándose en el anonimato para evitar la persecución mongola que amenazaba con eliminarlo.

Ahora, había que recuperar su hogar.

Se fijó en Mijaíl, de rodillas a un lado. Había sido testigo de la evolución del ruso a lo largo de aquellos tres meses. Jamás pensó que ese pedante, irreverente y enamoradizo soldado llegaría a establecer una amistad fuerte con él. Sentía que, a su lado, aún había una gran historia que vivir. Le habló, aunque el griterío era ensordecedor por lo que el ruso tuvo que esforzarse para entenderlo.

—¡He dicho que te quiero a mi lado, Schénnikov!

El joven se repuso admirando el animado festejo. Volver sobre sus pasos a las hostiles tierras de Persia no era una idea demasiado tentadora. En cambio, servir como custodio de un emperador le seducía más de lo que habría imaginado. Además, con el Orlok muerto, Nóvgorod y su hermano podían esperar tranquilos.

Reverenció.

—Siempre y cuando no haya otros secretos entre nosotros, mi señor —bromeó.

VI. Año 2332

El Dominio Deneb Kaitos abrió los ojos, pero tuvo que entrecerrarlos debido al fuerte sol sobre él. Estaba herido y sentía punzadas en el cuerpo, en las zonas donde Leviatán le había clavado sus pezuñas al arrojarlo por el horizonte, por lo que prefirió no moverse. No obstante, percibía una brisa cálida y notó que estaba en movimiento.

Al espabilar, notó que alguien lo estaba cargando.

—Cunningham —dijo él.

El comandante avanzaba lentamente a través del desierto, marcando sus pesados pasos en la arena. El camino hasta el campamento principal apostado en las afueras del Mar Radiante sería largo y tortuoso. Sobre todo, en compañía de Deneb Kaitos, concluyó el hombre. Al menos el ángel era liviano y no le importaba llevarlo en sus brazos.

—Cállate.

—Pensaba que luego de la misión me desafiarías a un duelo…

El ángel cayó estrepitosamente sobre la arena. Apretó los dientes como único gesto de dolor. Se repuso lentamente, sacudiendo sus alas, y vio al comandante alejándose y elevando una mano:

—Si ya tienes fuerzas para hablar, tienes fuerzas para caminar.

Cunningham solo deseaba salir del Mar Radiante. Lo que le tocase más adelante; llámese castigo o el confrontar su propio fracaso, lo haría más adelante. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no notó al gigantesco Leviatán a un costado del camino, tendido sobre una duna y mirándolo fijamente.

El comandante no supo cómo reaccionar. Leviatán era el culpable directo de la masacre de su escuadrón de Caza Dragones. Era verlo y recordar a muchos de sus soldados. Imágenes fuertes, de hombres calcinados en mares de fuego. Pero, ¿podría culparlo? Después de todo él había entrado al Mar Radiante para cazarlo a él y sus congéneres.

El mariscal dragontino alargó el cuello y agachó la cabeza hasta posarla en el suelo. Cunningham, sin dejar de mirarlo, consultó con Deneb Kaitos.

—¿Quieres traducírmelo?

—¿Hace falta? Desea que montes sobre su lomo. Te sacará de este lugar. Solo Lucifer montó a Leviatán a lo largo de la… —vio que Cunningham caminó hacia el dragón, no sin antes dedicarle a él un enérgico ademán—. ¿Qué? ¿Quieres que me calle?

El joven se acercó hasta Leviatán. Miró sus brillantes ojos purpúreos; Cunningham estaba inseguro, pero en la mirada que intercambiaron hubo algo que lo tranquilizó. Sujetándose de los gruesos cuernos de la cabeza, dio un enérgico salto y montó sobre su lomo. Se acomodó; parecía un lugar seguro. Sonrió. Era un sitio cómodo, de hecho. Como hecho para él. Se inclinó sobre la cabeza de Leviatán y miró a Deneb Kaitos. Ya se sentía en confianza con el dragón.

—Plumero, tú te negaste a obedecer a tu superior, ¿no es así? A esa mujer con la espada zigzagueante…

—Ella quería asesinarte.

—Corrígeme si me equivoco. No creo que ahora te reciban con los brazos abiertos. Eres un traidor de tu legión.

Deneb Kaitos calló y dobló las puntas de sus alas. Cunningham ahogó una risa; era la primera vez que conseguía enmudecerle. El ángel le pareció abruptamente adorable así de incómodo, por lo que palmeó el lomo del dragón.

—No quiero que me malinterpretes. Un día de estos te mataré, pájaro montés. Pero algo me dice que, a tu lado, algo grande espera. Solo que no sé si es algo bueno o malo. Averigüémoslo, Deneb Kaitos. Monta conmigo.

Y el ángel sonrió.

Continuará en el capítulo diez y final de Destructo III, “Golpeando las puertas del cielo”. Mil gracias a los que están siguiendo la serie

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