Como ya habréis leído, mientras Defoe habla de Xuri como un esclavo que acompañó a mi famoso antepasado en su huida, la realidad es que fue una morita a la cual el destino la despojó de libertad siendo una niña. Secretamente enamorada de Robinson, vio en él a su dueño. Los prejuicios imperantes en el siglo XVII junto que fuera musulmana fueron una barrera psicológica que abrió una brecha entre ellos. Las profundas creencias religiosas de mi antecesor impidieron que aceptara de primeras las caricias que su compañera de infortunio tanto ansiaba. En su disculpa y antes de que veáis su modo de asumir la esclavitud como detestable, pensad que fue un hombre de su tiempo y que al contrario que en nuestros días, tener un humano en propiedad era algo cotidiano…
Durante el desayuno, la malnacida no dejó de hablar de nuestra boda y de que invitaría a todos sus conocidos para que conocieran de su mano al hombretón que la había conquistado. Asintiendo a cada una de sus frases, di por buenos sus planes pensando que ya en la costa, tendría la oportunidad de huir.
―Haré de ti, mi califa― encantada con la idea, comenzó a imaginar nuestro futuro juntos haciendo especial énfasis en los hijos que su vientre me daría y las tierras que, con la ayuda de nuestra parentela, conquistaría para mí.
Estábamos terminando nuestro almuerzo cuando el vigía nos alertó de la presencia de un navío español. La pirata vio en ello la oportunidad de aumentar el ajuar de novia y sin hacer caso a sus hombres, imprudentemente ordenó que prepararan el asalto a ese galeón a pesar de que las dos hileras de cañones que contaba a cada lado.
―Señora, tienen más potencia de fuego que nosotros – prudentemente le alertó su segundo.
Obviando ese sabio consejo, izó la bandera negra y comenzó a perseguir a la que consideraba una presa fácil. Nuevamente, su secuaz intentó hacerla recapacitar, pero entonces la hábil capitana le mostró lo cargado que navegaba y que, por su dirección, ese barco volvía de las indias.
―A buen seguro, llevará sus bodegas llenas de oro.
La mención de un tesoro demolió la resistencia de sus hombres y unánimemente apostaron por su conquista. Fue entonces cuando Xuri nos salvó la vida porque, llegando ante su dueña, susurró en su oído el peligro que correría su prometido si permanecía en el bajel durante la refriega.
―Tienes razón, mema― contestó la bucanera y llamando a uno de sus hombres, ordenó que arriaran un bote y que me trasportaran a él.
Nuevamente la morita demostró estar dotada de gran inteligencia, señalando a la corsaria si no sería prudente trasladar el baúl con sus joyas, para que, llegado el caso que tras apoderarse del enemigo el navío se hundiera, no se quedara sin la fortuna que había acumulado en sus correrías. La capitana no vio en las palabras de su esclava nada extraño y exigiendo la presencia de un moro llamado Muley, le ordenó que acompañara a Xuri, para que esta le dijera que era lo que tenía que cargar. No pude más que sonreír al comprender que era lo que la morenita se proponía y por ello, dócilmente dejé que me llevaran al bote mientras la joven y el filibustero encargado de protegerlo cogían el tesoro.
«Bien pensado, chiquilla», pensé para mí al ver las dificultades que Muley tenía para cargar el cofre.
Ya en la barca, observé de reojo, que el violento sujeto cargaba su pistola sin esperar a separarse del navío. Al percatarse de mi mirada, sonriendo dejó caer lo hacía por si tenía que defender las joyas de mi prometida. Supe a ciencia cierta que ese malnacido realmente se estaba preparando para apoderarse del cofre si el asalto salía mal y que la pólvora y el proyectil de su arma llevaban mi nombre grabado.
«Piensa matarme, pero no lo hará mientras su jefa siga viva». Como debía esperar el desenlace de una batalla que todavía no había empezado, me acomodé en la proa de la embarcación para que viendo mi tranquilidad el sujeto no sospechara que había descubierto sus funestas intenciones.
Para aquellos no duchos en la mar, debo de señalar que al igual que en un enfrentamiento terrestre los generales mueven sus ejércitos intentando obtener ventaja sobre el enemigo, en uno naval el atacante debe perseguir a su enemigo sin exponer el costado del barco hasta el final, ya que si lo hace antes de tiempo los cañones del contrario no tardarían en desarbolarlo. Como en este caso la capitana contaba con la ayuda del mercante que había apresado, comprendí que los dos navíos se lanzaran en la persecución del galeón intentando cerrarle el paso, aprovechando la menor velocidad del gigantesco velero totalmente cargado.
Durante hora y media, lo acosaron rectificando el rumbo continuamente en busca de esa ventaja, hasta que un supuesto error del comandante español dejó al descubierto su babor. Confiando en la rapidez de su bajel, la corsaria dio orden de enfilar a su enemigo mientras usaba el mercante para acorralarlo.
―La capitana lo tiene hecho― murmuró para sí su secuaz.
Advertí en su tono un deje de tristeza. Compartiendo la misma, pero por diferentes motivos, me quedé observando el desenlace cuando de pronto de detrás del que consideraba ya perdido surgieron dos largas lanchas llena de remeros, que lejos de huir se dirigieron con premura hacia los corsarios.
― ¿Qué hacen esos locos? ― gritando, Muley se preguntó sin reparar en la ventaja que le conferían todos esos remos contra el navío de su jefa.
Confieso que yo tampoco comprendía esa táctica y menos cuando llegando a su costado los cañones que llevaban en proa, en vez apuntar hacia el casco, dirigieron el fuego contra el palo mayor. Al disiparse el humo, el mástil del bucanero parecía intacto, sin ningún daño de importancia y a través de la distancia pudimos escuchar los gritos de su tripulación riéndose de sus contrarios. Sus risas se tornaron en turbación cuando el viento empezó a desgarrar, como si de trapos viejos se tratasen, las velas.
Como experto marinero, comprendí que los papistas habían sustituido el proyectil por metralla y que los moriscos tenían la batalla perdida antes de que, sin el arrastre del viento, su navío se parara en seco. Absorto con esa novedosa táctica que cambiaría por siempre las batallas navales, no reparé en que Muley me apuntaba hasta que un gemido me hizo voltear. Al girarme, vi al pirata tratando de cerrar la herida de su cuello.
―Mi señor, tuve que hacerlo. Ese malnacido iba a matarlo― escuché a Xuri sollozar.
Consciente de que la joven había cercenado el pescuezo del pirata para salvarme, me arrojé sobre el moribundo y de un empujón lo lancé por la borda. Estaba viendo cómo se hundía cuando escuché el retumbar de las dos filas de cañones del galeote. Esa descarga terminó por desarbolar el navío de la capitana, la cual espadón en mano intentaba levantar el ánimo de sus compinches, aunque sabía más que nadie de su derrota. El odio enquistado de los españoles hacia los moros hizo que su comandante ni se planteara parlamentar y dando orden de reanudar, escuché una nueva serie de cañonazos.
―El mercante huye― me dije al ver que rehuía el combate.
No esperé a que el barco de mi captora se hundiera para coger los remos e imitarlo:
―Si nos capturan, nos consideraran cosarios y nos colgaran― comenté al ver la sorpresa en el rostro de Xuri.
No hizo falta que me explayara más, la inteligente esclava comprendió que Inglaterra era la enemiga declarada de España por lo que, si caía en sus manos, los militares de ese reino verían en mí a un enemigo. Aunque dudaba que fueran conscientes de nuestra presencia, preferí dirigirme hacia alta mar en vez de hacerlo hasta la costa. Sin levantar el mástil para que no vieran la vela, comencé a remar mientras la morenita se mantenía en silencio. Los enemigos de mi patria esperaron el hundimiento del corsario sin alejarse. Cuando solo quedaba la proa por sumergirse en las frías aguas del Atlántico, reanudaron su camino hacia Europa.
Al comprobar que el galeote se perdía por el horizonte, cambiando de rumbo, icé las velas para acto seguido y en dirección contraria, dirigirnos hacía la costa africana. Xuri sintió frio al caer la noche, pero acostumbrada a recibir solo desprecios, no se atrevió a pedirme algo con que guarecerse.
―Ven, pequeña― abriendo mis brazos, la llamé.
La mujercita se acurrucó contra mi pecho sin moverse y solo cuando nos tapé con una manta, tuvo el valor de preguntar si la iba a vender al llegar a tierra. Apesadumbrado porque me considerara un ser tan despreciable, acariciando su larga melena, susurré:
―Después de haberme salvado la vida, no solo voy a liberarte, sino te que juro que cuando lleguemos a la civilización compartiré contigo el tesoro que con tu inteligencia y valentía ha puesto en nuestras manos.
Confieso que creí ver alegría en sus sollozos y por eso me sorprendió que, sin ser capaz de levantar su mirada, esa criatura contestara:
―No quiero que me libere. Deseo seguir siendo su esclava.
Sus palabras fueron un obús a la educación recibida y moralmente hundido, traté de explicarle que con el dinero que obtendría con la venta de esas joyas podría rehacer su vida, comprarse una casa y tener una familia.
―Prefiero que me lleve con usted y que use la fortuna de la pirata para volver con su Elizabeth― musitó sin dejar de llorar.
Sabiendo que nuestras penalidades no habían terminado y que tendría tiempo de hacerla recapacitar, comprendí que discutir con ella en ese momento era ridículo:
―Trata de dormir― repliqué.
Con el timón en la mano y la luna guiándonos, observé a la chavalita cerrar los ojos:
―Seré muy feliz a su lado, mi señor…
9
El amanecer nos sorprendió ya fondeados frente a una playa. Habíamos llegado a la costa durante la noche, pero temiendo que aprovechando la oscuridad alguna alimaña nos atacase, preferí echar el ancla a unos quinientos metros de la orilla. Como me había mantenido al timón hasta pocas horas antes, seguía durmiendo mientras el sol se elevaba por el horizonte. Estaba soñando con mi hogar y con la pelirroja cuando sentí unas manos desabrochándome el cinturón.
― ¿Se puede saber qué haces? ― pregunté al descubrir que no era ella, sino Xuri quien intentaba despojarme de él.
―Despertar a mi amado dueño― cogiendo mi hombría entre sus yemas, susurró.
La dulzura de su voz me hizo callar y mientras la brisa de la mañana acariciaba mis mejillas, sentí a la morenita apoderándose de su trofeo. Tal y como había aprendido, usó su lengua para darme los buenos días sin que yo fuera capaz de rechazar sus mimos. Mi mutismo la envalentonó y separando sus labios, sumergió mi tallo en su garganta. La humedad de su boca demolió mis antiguos reparos y entrelazando los dedos en su pelo, decidí disfrutar de su cariño por última vez:
«Aunque no quiera, voy a liberarla», me prometí mientras ajena a mi resolución Xuri se afanaba en satisfacerme.
La insistencia de esa morenita no tardó en rendir sus frutos y al sentir en su boca el tamaño que había adquirido mi virilidad, vio colmados sus deseos y con creciente ansia buscó mi gozo.
―Amo, derrame su esencia en mí― escuché que me imploraba mientras involuntariamente comenzaba a restregar sus muslos contra el mío.
Asumiendo que, tras una vida llena de penurias, era el único proceder que conocía para demostrar su amor, dejé que continuara frotándose a pesar de saber que mi corazón ya tenía una dueña pelirroja y era consciente de que jamás podría corresponderla.
―Mi pequeña― suspiré sintiendo que traicionaba el cariño de la mujer a la que debía la vida.
Xuri malinterpretó mi sollozo y creyendo que era una señal de la adoración que su dueño sentía por ella, aceleró la velocidad tanto de su boca como de sus caderas y coincidiendo con mi blanca rendición diseminándose en su boca, la morenita alcanzó el placer que la corsaria le tenía vedado. Llena de alegría al disfrutar por segunda vez entre mis brazos, no quiso contrariarme y con un afecto que me dejó anonadado, saboreó mi simiente hasta que ésta dejó de brotar. Entonces y solo entonces, sonriendo me miró:
―Os amo, mi señor.
Su confesión me sumió en la desesperación al saber lo difícil que sería convencerla de que rehiciera su vida lejos de mi lado y por ello, atrayéndola hacía mí, la besé mientras le juraba que cuidaría de ella el resto de mi existencia. La felicidad con la que acogió mis palabras y su renovado entusiasmo en volver a disfrutar me hicieron reír.
―Zorrita mía, tenemos que desembarcar y buscar algo de comer― reconozco que, soltando una carcajada, comenté a pesar de lo mucho que me atraía la idea de sumergirme entre sus brazos.
Sus ojos brillaron al escuchar esa cariñosa pero desconsiderada manera de referirme a ella y demostrando la satisfacción que el saber que aceptaba ejercer como su dueño provocaba en ella, intentó retenerme diciendo:
― ¿No desea mi amo tomar posesión de su zorrita antes de bajar a la playa?
Comprendí horrorizado que me estaba pidiendo que la usara como mujer y no siendo capaz de decirle que eso me parecía impropio de un caballero, preferí postergar su dolor y regalándola una tierna nalgada, le informé que debíamos aprovechar el frescor de la mañana para conseguir alimento. Haciendo un puchero, la morenita comprendió que tenía razón y mientras me comunicaba que aceptaba ese retraso, también dejó claro que en su mente seguía firme la decisión de entregarse a mí al comentar:
―Esta noche, perderé la virginidad en sus manos.
Sin saber qué decir, remé hacia la costa sintiendo su enamorada mirada fija en mí. Al llegar a la orilla, le pedí que me ayudara a asegurar la balsa. La morenita no dudó en meterse al agua para obedecer. Comprendí lo complicado que me resultaría cumplir con mi deber al observar sus pechos transparentándose a través de su vestido mojado.
«¡Qué bella es!» mascullé desmoralizado mientras recreaba la mirada en los juveniles atributos de esa morena criatura.
Supe que se percató de la intensidad con la que los observaba cuando sin ruborizarse me soltó:
―Son suyos, mi señor.
Rehuyendo contestar, me bajé y comencé a empujar el bote hacia la orilla. Tras conseguir encallar, lo até con una soga a un árbol para evitar que al subir la marea pudiésemos perder el único medio con el que volver a la civilización. Ya asegurado, cogí la pistola y una espada antes de internarnos en la selva. Por enésima vez, Xuri me sorprendió cuando vi las buenas maneras con las que manejaba un mosquetón que el pirata había llevado con él al subirse a la lancha.
―La capitana me enseñó a disparar pensando en que pudiera defender su inversión cuando ella no estuviera presente.
Agradecí a la pirata esas enseñanzas, aunque no sus motivos, dado que por el aquel entonces me seguía pareciendo un pecado considerar a una mujer como mercancía. Sin mencionar mi disgusto con su antigua dueña, le pedí que no hiciera ruido mientras buscábamos algo de comer no fuera a ser que reveláramos nuestra presencia a los moradores de esas tierras. La inteligente muchacha comprendió mis temores y por eso se mantuvo alerta todo el tiempo. El creador tuvo piedad de nosotros porque apenas habían pasado unos minutos cuando descubrimos un cactus repleto de pitayas, una fruta que había conocido durante mi estancia en Guinea y que me encantaba por su sabor.
―No te imaginas lo dulce que es― comenté ante su desconocimiento a la criatura.
Creyéndome a pies juntillas, Xuri no esperó e intentó abrir su piel, sin reparar en las espinas. Su chillido llegó antes que mi advertencia y cogiendo su mano, delicadamente fui extrayendo las púas que habían mancillado su piel. Mi acto carente de segundas intenciones fue visto por la muchacha como una prueba más de mi afecto por ella y por eso al terminar, me asustó comprobar el tamaño que habían adquirido sus areolas. Disimulando mi embarazo, tomé un cuchillo y sacando la carne, le expliqué cómo se hacía. Tras lo cual, insensatamente, se me ocurrió dárselo directamente en la boca. La morenita abrió sus labios y no satisfecha con devorar mi obsequio, lamió mis dedos mientras me daba las gracias. La sensualidad con la que lo hizo despertó al traidor que tenía entre las piernas poniendo a prueba mi determinación.
―Ayúdame a recolectarlos― conseguí susurrar al separarme de ella.
Cuidadosamente, Xuri fue desprendiendo uno a uno los frutos del cactus evitando ésta vez sus espinas y solo cuando vi nuestra cosecha en el suelo, comprendí que no había tenido la precaución de coger algo para transportarlos. Al comentar el problema y cuando la única solución que hallé fue sentarnos a disfrutar del desayuno, la morita vio otra y despojándose de la falda, la usó para hacer de ella una bolsa. No me atreví a decir nada, a pesar que no me pasó inadvertida su alegría que sintió al percatarse de mi mirada fija en su trasero. Me avergüenza confesar lo cerca que estuve de recorrer con mis manos esa hermosura y más cuando sabía que no pondría objeción a que lo hiciera. Afortunadamente conseguí rechazar esa funesta idea y arrebatando de sus manos el hatillo, inicié el camino de vuelta. La heredera de Eva sabiendo el efecto que sus nalgas provocaban en mí se adelantó para que pudiese observarlas en plenitud.
«Me está tentando y lo sabe», medité molesto con la fragilidad de mis deseos de respetar su honra.
Estábamos a punto de llegar al bote cuando un sonido nos alertó de la presencia de un animal. Ni siquiera había llegado a alzar la pistola, cuando una detonación me asustó y ante mi pasmo, comprobé que había sido ella la que, anticipándose a mí, había disparado. Sacando mi cuchillo y sin saber a qué había acertado, corrí a rematar la presa.
―Es un venado― grité mientras terminaba con el sufrimiento del bicho con un certero tajo a lo ancho de su cuello.
Xuri hizo gala de su habilidad innata y sin que se lo tuviese que ordenar, usó la hoja de su machete para comenzar a desmembrarlo para que resultara más fácil el cargar sus restos. Aceptando que lo hacía mucho mejor que yo, me senté a observarla.
«¡Qué suerte tuve cuando la conocí!» sentencié mientras crecía mi estima por ella.
Al terminar, me negué a que ella portara ese peso y cargándomelo sobre los hombros, le pedí que recargara su mosquetón y que abriera ella el camino, por si el olor de la sangre de nuestra victima atraía a algún depredador. Orgullosa de que su amo confiase tanto en ella, obedeció y se mantuvo atenta a cualquier ruido los cinco minutos que tardamos en retornar.
Ya de vuelta en la playa, nos pusimos a acumular leña y hojarasca para hacer un fuego donde asar nuestra captura. Cuando ya habíamos recolectado suficiente, usé una yesca para encender la fogata mientras la morena ensartaba las diferentes piezas en unas varillas. Al ver que ponía sobre la lumbre la totalidad de la carne, le hice ver que seríamos incapaces de comer tanto y fue cuando con una sonrisa comentó que ya lo sabía pero que su intención no era cocinarla sino ahumarla para que una vez seca se mantuviese al menos una semana.
―Tienes toda la razón, pequeña. ¡Qué haría yo sin ti! ― reconociendo el calor de su ayuda, comenté.
Una sonrisa de oreja a oreja iluminó su cara antes de replicar:
― ¡Quemar la carne!
Mirando hacia donde señalaba su dedo, descubrí que una de las patas había caído sobre el fuego y que, si no la sacaba, se iba a achicharrar. Por ello, rápidamente con un palo intenté extraerla mientras escuchaba a la morita carcajearse de mí. Tras conseguir quitarla de las brasas, la chiquilla seguía riendo y tratando de acallar su mofa, tiré de ella y la besé. Xuri se derritió al sentirse entre mis brazos y deseando que por fin su dueño la hiciese mujer, comenzó a despojarme de la camisa. La pasión que demostró nubló mi buen juicio y como había hecho con Elizabeth busqué sus pechos. Pechos que no dudó en poner a mi disposición mientras metía sus manos dentro de mi pantalón. Al sentir sus dedos aferrando mi virilidad caí en lo que estábamos haciendo y con un empujón la aparté de mí.
Mi nuevo rechazo la hizo llorar. Viviendo su dolor, traté de hacerla comprender que no era decente que me aprovechara de ella. Sintiendo que era un pretexto, con gruesas lágrimas corriendo sus mejillas, me gritó que fuera lo suficiente hombre para reconocer que no la deseaba. Su reproche me tocó el alma y actuando como un bellaco, me bajé los pantalones le mostré el tamaño de mi infamia.
―Por supuesto que te deseo, pero debo respetarte y no hacerte pecar ante tu Dios acostándote con un cristiano.
Esta vez mi argumento la dio que pensar y corriendo hasta mí, me abrazó sin dejar de murmurar lo dichosa que era al tener un dueño que velaba por ella pensando incluso en su vida futura.
―Os amo más a cada instante.
El cálido tacto de su piel incrementó mi ignominia, alcanzando ésta nuevas cotas. Al darse cuenta, la morena me sonrió y tiernamente preguntó si deseaba que me diera los buenos días. Solté una carcajada al escuchar su picardía:
―No, pequeña. Debemos comer para al terminar enfilar hacia el norte.
Los trozos de carne que estábamos asando ya estaban listos y por ello nos pusimos a reponer fuerzas mientras el resto seguía ahumándose. Tras terminar y dado que según Xuri aún debíamos esperar dos horas para que estuviese lo suficiente seca para no pudrirse, ya que sabía disparar, decidí enseñarla a defenderse con una espada. Como era una locura poner un sable en alguien inexperto, elegí dos palos de buen tamaño para las lecciones.
Al hacerle saber lo que me proponía, sonrió sopesando la vara que le había dado y viendo en el suelo una de la mitad de su tamaño, la cogió. Acto seguido con una de las supuestas espadas en cada mano, poniéndose en guarda, me retó a que la atacara. Reconocí en su postura el arte de los tercios españoles en la lucha con daga y espada y antes de cometer la insensatez de atacar una defensa que era famosa en el mundo entero, quise saber quién le había enseñado a coger así esas armas.
―Un pirata nacido en Sevilla a cambio de que le llevara todas las mañanas un pedazo de pan recién hecho― contestó mientras descargaba un primer golpe sobre mí.
No me dejé engañar. Sabiendo que si detenía su ataque con mi espada de madera dejaría descubierto mi costado ante su daga preferí rehuir el contacto echándome hacia atrás. Sin dejar de sonreír, Xuri reiteró su embestida otras dos veces más, las mismas que evité defenderme.
― ¿Mi señor no tendrá miedo de su esclava? ― bajando sus defensas preguntó.
―Seré tu dueño, pero no un insensato― dije mientras intentaba lanzarla un mandoble.
Me avergüenza reconocer la facilidad con la que retuvo mi golpe usando el menor de los palos al mismo tiempo que con el largo barría mis pies. Ante mi consternación, me vi cayendo de costado a sus pies y a ella sobre mí poniendo la daga en mi cuello, preguntó:
― ¿Se rinde, mi señor?
― ¡Jamás! ― respondí mientras sacudía el polvo de mi ropa.
― ¡En guardia! ― nuevamente en tensión, exclamó.
Sabiendo que mi error había sido atacarla por la izquierda que era su mano buena, decidí no volver a reiterarlo y esperé a que cometiera ella un fallo. Estudiándonos, nos pusimos a girar dando círculos. Tan atenta estaba a mis movimientos que Xuri no vio el tronco que sobresalía de la arena. Anticipando su caída, esperé a que tropezara para atacar. Al hacerlo la espada de mi esclava me golpeó el pecho mientras la muy arpía se desternillaba diciendo que su amo había caído en la clásica estratagema de un pirata.
«¡Su tropiezo ha sido premeditado!», lleno de ira, razoné.
Esa vez fui yo el que gritó en guardia y sin esperar a que alzara sus defensas descargué sobre ella un mandoble tras otro. Lo previsible de mis golpes la permitieron lucirse, entrecruzando los palos, formó una equis con la que se estrellaron mis ataques.
―No debe dejarse llevar por la furia― me soltó antes de hacer una finta tras la cual terminé nuevamente con la daga sobre mi cuello.
Sabiendo mi cabreo, la astuta mujer se arrodilló frente a mí y levantándose la falda, me rogó que la azotara. La ausencia de enaguas tapándola el trasero me permitió no solo contemplar sus nalgas sino también los bordes de su feminidad. No pude contenerme y tomándola de la cintura, estaba a punto de incumplir mi promesa cuando de pronto observé su sonrisa:
―Zorra, deja de tentarme o un día no me podré contener, e irás al infierno―exclamé más molesto conmigo que con ella.
Olvidando el respeto que me debía al ser mi sierva, contestó:
―Valdrá la pena ir al infierno si antes consigo llegar a cielo en brazos de mi señor.
A un tris estuve de cruzarle la cara, pero cuando ya había levantado el brazo recordé que le debía la vida. Tragándome el orgullo, únicamente le pedí que sacara la carne del fuego mientras yo liberaba la barca y la llevaba al mar.
Embarcados y cuando ya había izado la vela, caí en la cuenta de mi olvido: el enfado había hecho que me descuidara y olvidara que además de comida, necesitamos beber. Estuve a punto de volver. Pero rápidamente comprendí que de nada serviría, dado que durante nuestro paseo no había encontrado ninguna fuente de agua. Por ello y aunque la prudencia me impulsaba a tomar tierra para buscar un rio, un manantial o incluso un triste charco, tomé la decisión de seguir.
«Si bordeo la costa, tarde o temprano, me toparé con la desembocadura de un rio», me dije confiado.
El sol de ese medio día pegaba con fuerza y por eso agradecí que la sombra de la vela protegiera el tablón de popa donde estaba sentado.
―Deberías venir a mi lado― comenté a la morita viendo que su asiento estaba a pleno sol.
La muchacha hizo como si no me oyera el consejo y permaneció en proa, disfrutando de la refrescante caricia de la brisa del mar.
―Te vas a achicharrar― insistí.
Haciendo oídos sordos a mi buen juicio, Xuri se mantuvo en sus trece. Juro que no medí correctamente los riesgos y evité darle una orden directa, a la que no hubiese podido negar. En vez de ello, permanecí en silencio mientras oteaba la orilla en busca de agua dulce. Durante las horas más calientes del día, navegué hacia el norte bajo el cobijo de la vela mientras la bella musulmana permanecía tumbada imprudentemente a cielo abierto. Debían ser cerca de la cuatro de la tarde cuando unos negros nubarrones aparecieron en el horizonte anticipando una tormenta. Al comprobar que el mar se encrespaba y que las olas amenazaban con mandar a pique la pequeña embarcación, creí prudente desembarcar para mantenernos a salvo. Enfilando hacia la costa, elegí una pequeña cala inaccesible excepto por mar para varar y así estar protegido tanto de los salvajes de dos patas como de los de cuatro.
Tras asegurar la barca, fui a despertar a la morita. Al no responder, le di la vuelta y con horror, las grietas que lucían sus labios me hicieron comprender que estaba deshidratada. Mis miedos se incrementaron cuando alzándola en brazos seguía sin reaccionar y con ella a cuestas, bajé a la orilla buscando una sombra donde guarecerla. Al no hallarla, no me quedó más remedio que dejarla sobre la arena y volver por la vela. Tras arriarla, la usé para crear un techo que la librara de los ardientes rayos de la tarde.
«¡Necesito darle algo de beber!», me dije desesperado.
A punto de intentar escalar el agreste desfiladero, el altísimo tuvo piedad de este pecador y empezó a llover. La fecundidad de esas tierras quedó patente por la violencia con la que las nubes descargaron su furia sobre nosotros, dándome el preciado líquido que necesitaba. Sin otro recipiente a mano, abrí el cofre y dejando tiradas las joyas sobre la quilla, lo llevé a donde Xuri sufría.
«Esto servirá», sentencié tras ponerlo bajo el chorro que caía por la tela de nuestro improvisado refugio y ver que no perdía. Sin otro instrumento que usar, ahuecando mis manos, derramé su contenido directamente sobre la boca de la morena. Su deshidratación era tal que al principio tuve que abrir sus labios con cuidado para que bebiera sin atragantarse.
―Despierta― le pedí mientras rezando pedía ayuda al cielo.
Nuevamente nuestro señor se apiadó de mí y tras varios viajes, la criatura abrió los ojos y se puso a beber. Mi corazón dio un salto de alegría y tras conseguir calmar su sed, me puse a saciar directamente la mía del mismo hilo de agua que había usado.
―Gracias, mi señor― la joven consiguió balbucear antes de perder el conocimiento.
Su desmayo incremento mi zozobra y creyendo que la perdía, la acuné entre mis brazos mientras me arrepentía de mis actos pasados y me comprometía a hacerla feliz si se salvaba. Nada más prometerlo, me percaté del profundo afecto que sentía por ella y de nuevo, lamenté no haber accedido a las caricias que me pedía esa valerosa chiquilla que temblaba abrazada a mí.
―Dios mío, ayúdala― oré mientras el astro rey desaparecía por el horizonte.
La temperatura cayó en picado con la noche y sin una hoguera que caldease el ambiente ni una franela seca con la que taparla, no me quedó otra que despojarme de la camisa para darle el calor que necesitaba mientras me pegaba a ella. Aunque quise permanecer velándola, el cansancio me venció y me quedé dormido con su cara sobre mi pecho…
10
Al abrir los ojos esa mañana, el cielo estaba sin nubes y con un sol radiante mientras entre mis brazos, Xuri permanecía dormida. Viendo su sosegado dormitar no creí necesario despertarla. Delicadamente, me separé de ella y cogiendo mi camisa, hice una almohada donde aposenté su cabeza. La belleza de sus rasgos moros, sus largas pestañas y la carnosidad de sus labios me impulsaron a besarla. Ese breve gesto hizo que mi corazón se acelerara y sintiendo su palpitar, preferí no seguir no fuera a ser que recobrándose viese algo deshonesto en ello. Con ganas de acariciarla, me quité el pantalón y me lancé al mar con ganas de enfriar la calentura que se había adueñado de mi cuerpo.
Tras largo rato nadando, conseguí la tranquilidad que necesitaba para afrontar la jornada y rehaciendo mis pasos, volví junto a ella.
―Mi señor no me ha abandonado― musitó débilmente mientras esbozaba una sonrisa.
Acariciando sus negros lisos, contesté que jamás podría dejar a tan bella criatura. Sus ojos se humedecieron al oír mi piropo y tratando de incorporarse, musitó angustiada que no me había dado los buenos días. No pude más que reír al saber la clase de saludo a la que se refería y con un beso casto en su mejilla, murmuré en su oído:
―Ya tendremos tiempo, ahora descansa y ponte buena. Te necesito sana.
El cariño de mi tono la conmovió y mientras volvía a cerrar los ojos, escuché que susurraba un “te quiero”.
―Yo también, princesa.
Aunque no me oyó, nada más confesar mis sentimientos, me percaté que no mentía y que a pesar de que seguía añorando a mi madrastra, en mí crecía algo más que afecto por esa chiquilla.
«No es honesto amar a dos mujeres», medité apesadumbrado, «va contra las enseñanzas de la iglesia de su majestad».
Sabiendo que mi anglicanismo estaba siendo sometido a prueba, la dejé descansar y me puse a recorrer la cala en busca de algún tronco que me permitiera hacer un fuego esa noche, ya que era consciente que debíamos pasarla ahí. La fortuna quiso que no me fuera difícil acumular una buena cantidad de madera traída por las olas y por eso ya estaba volviendo con ésta bajo el brazo cuando, mirando en una poza, advertí la presencia de un par de enormes caracoles de mar que reconocía haber probado durante el año que permanecí en Guinea. Sabiendo que cualquier fuente de alimento era bienvenida, no dudé en entrar entre las rocas y cogerlos.
Con ellos a buen recaudo, retorné donde habíamos desembarcado y encendí un fuego. Sin saber exactamente cómo cocinarlos, las musas me susurraron que podía hacerlo poniendo las conchas sobre las brasas. Como no las tenía todas conmigo, decidí asar una de esa forma, mientras intentaba extraer el contenido de la otra con un cuchillo. Tras largos intentos durante los cuales tuve que trocear su carne, deposité el molusco sobre el fuego y esperé cinco minutos. Al probar el que había despojado de su caparazón me resultó delicioso y sacando el otro para que no se quemase, corrí a alimentar a la morena.
Xuri saboreó mi regalo sin reparar en que su amo le estaba dando de comer y ante mi alegría, se lo terminó para a continuación volver a caer en letargo. Viendo su mejoría, cogí la concha y sorprendentemente, el animal salió entero. Supe que si volvía a encontrarme con ellos esa forma era la correcta de cocinarlos cuando dando un bocado lo probé y lo hallé digno de los paladares más refinados.
«Está buenísimo», exclamé sin exteriorizarlo para no perturbar el descanso de la muchacha.
Con el estómago lleno, dediqué la mañana a intentar pescar usando una vara como arpón siguiendo el ejemplo de lo que había visto hacer a unos negros durante mi estancia en África. Sin la pericia de esos hombres, mis intentos resultaron inútiles y tras dos horas de continuas decepciones, retorné con las manos vacías. Acaba de llegar cuando escuché que Xuri murmuraba. Temiendo que se estuviese quejando y que de nuevo su estado hubiese empeorado, me acerqué queriendo saber que había dicho.
Con una sonrisa en sus labios, repitió:
― ¡Qué bello es mi amo!
Fue entonces cuando caí en la cuenta de mi desnudez y totalmente colorado busqué el pantalón con el que tapar mi hombría mientras sentía la mirada hambrienta de la chavalilla fija entre mis piernas.
―Mi señor, estamos solos y su sierva no se va a escandalizar― viendo mi turbación y sin dejar de reír, comentó desde la arena.
Sus risas me informaron de su mejoría y en vez de recriminarle su desfachatez, la abracé revelando el miedo que había pasado pensando en que la perdía.
― ¿Temió por mí? –preguntó con manifiesta felicidad.
―Sí, princesa. La próxima que no me hagas caso y te expongas de esa forma, pienso ponerte sobre mis piernas y darte unos azotes que no olvidarás.
Los dos botones que decoraban sus pechos parecieron encogerse al oír mi amenaza. Creí que había entendido la advertencia y que no volvería a cometer ese error, pero entonces haciendo gala de una picardía que desconocía que tuviera subiéndose en mis rodillas, me rogó que la castigara. Solté una carcajada al ver qué, levantándose la falda, dejaba sus cachetes al descubierto y accediendo a su ruego, le regalé un par de nalgadas.
―Mi señor es capaz de dar más duro― protestó que al sentir la suavidad de mis golpes: ―Debe castigarme cómo hacía con la capitana.
―Nunca podría, a ella la odiaba y a ti… te quiero― me atreví a reconocer.
Por extraño que parezca, esa confesión la indignó y bajándose de mis piernas empezó a gritar en su idioma natal, idioma que por descontado no conocía. Tirando de su brazo, le pedí que me lo dijera usando una lengua que entendiera.
―No debe quererme, soy su esclava y nunca seré su mujer.
Comprendí que por su mentalidad no le parecía lógico que un hombre que podría venderla albergara esos sentimientos, pero lejos de dar mi brazo a torcer la abracé y haciendo una carantoña en su mejilla, repliqué:
―Puede que tengas razón, pero no puedo hacer nada por evitarlo.
La pequeña se derrumbó ante esa caricia y comenzando a llorar, huyó de mí alejándose por la playa. Estuve tentado de perseguirla, pero comportándome como un cretino permanecí en la hoguera mientras la morita asimilaba mis palabras sola. Ya anochecía cuando retornó y plantándose frente a mí, dejó caer su ropa.
―Míreme y reconozca si ve en mí una mujer con la que se casaría.
Su belleza era indudable, sus pechos dos prodigios, sus caderas un sueño, pero no… no veía en ella a la madre de mis hijos. Su religión y el recuerdo de Elizabeth lo impedían. No esperó mi respuesta:
―Lo ve, soy una esclava enamorada de su dueño y que ansía sus caricias, pero que sabe cuál es su lugar y que solo aceptará las migajas que le pudieran corresponder por hacerlo feliz.
El velo que nublaba mi entendimiento cayó con sus palabras y sabiendo que cada uno ocupaba un sitio en la creación de Dios, supe que ella estaba acertada y yo, errado. Atrayéndola a mi lado, la tumbé y pasando mis dedos por sus senos, sollocé:
―Permite que tome posesión de ti y que por una noche soñemos juntos que nacimos uno para el otro.
―Mi amor― musitó buscando mi boca.
Tiernamente separé sus labios con la lengua. Mi querida morita suspiró al sentir la calidez de mis caricias mientras nuestras pieles se reconocían entre ellas. Su respiración entrecortada, el terror que lucía en su mirada al entregarse libremente por primera vez, me hicieron recordar el maltrato sufrido durante su corta existencia y comprendí que al menos durante unas horas debía alejar esos fantasmas de su mente.
―Mi princesita, no tengas miedo de tu hombre.
Ese susurro despertó sus lágrimas, lágrimas que recogí con mis labios mientras con las yemas la acariciaba.
―Cierra los ojos y deja que te ame― pedí en su oído.
Soñando que era su noche de bodas, me hizo caso y juntando las pestañas, permitió que mis besos se fueran haciendo más audaces. Bajando por su cuello, lamí sus hombros y mientras dejaba un húmedo surco sobre su piel, observé con dicha sus morenas areolas erizándose. Sucumbiendo a su belleza, fui acercando mis labios a ellas y cuando mi lengua bordeaba el decorado de sus senos, escuché que con un gemido imploraba que los conquistara.
«Lento, hazlo lento. Se lo merece», me dije mientras abría los labios y tomaba dulcemente el primero de ellos.
Habituada a ser un objeto del que abusaban, no pudo reprimir un sollozo cuando sintió a su hombre mamando pausadamente y con ternura de sus pechos.
―Te amo, Robinson.
No fui tan bellaco de no percatarme que había usado mi nombre y que me tuteaba. Sabiendo que seguía viéndose como la Eva de su Adán dediqué largo rato a disfrutar y que ella disfrutara con los mimos de mi boca, antes de atreverme a continuar mi camino. De nuevo en marcha, la humedad de mi lengua recorrió su abdomen haciendo una nueva parada en su ombligo. Hundiéndola en ese hoyuelo anticipé lo que haría al llegar a su tesoro.
―Quiero ser tuya― suspiró olvidando que por derecho ya era mía desde que huimos de la pirata.
Sonreí al escuchar su deseo y deslizándome por su cuerpo, llegué al poblado bosque en el que estaba sita mi meta. Pasando de largo, a pesar de que su aroma me azuzaba a explorarlo, seguí por sus muslos y no paré hasta llegar a sus pies.
―No seas malo― murmuró al sentir mi lengua jugando entre sus dedos.
Alzando la mirada, descubrí que dejándose llevar estaba pellizcándose los pechos. La entrega de mi morita me impulsó a besar sus tobillos, a lamer sus pantorrillas y a chupar sus muslos mientras a mis oídos llegaban los gemidos de placer que fue incapaz de contener.
―Por favor, ten piedad de mí― me imploró al notar que no cruzaba los límites de sus vellos.
―Solo disfruta, mi amada princesa― cruzando esa frontera, pedí.
Sintiendo mi aliento acercándose, involuntariamente abrió sus piernas dejándome contemplar el edén al que me dirigía. Posando mis yemas en sus labios, los separé y mirando en su interior, supe que no me había mentido al ver la tenue telilla que confirmaba su virginidad. No pude más que estar orgulloso de ser el primero que hiciera uso de ese tesoro jamás hoyado, pero también de la responsabilidad que ello acarreaba. Por eso, ralenticé más si cabe el discurrir de mis caricias y antes de asaltarla, asumí que debía explorar el pequeño botón que escondían las mujeres y que descubrí en el cuerpo de mi amada Elizabeth.
―Amor, no me hagas sufrir más― chilló descompuesta cuando lo tomé entre mis dientes.
Tal y como había ocurrido con mi madrastra, al experimentar esa tierna tortura el cuerpo de Xuri comenzó a temblar y de su interior manó su placer. El gozo de la chavala se agudizó al ser mordisqueado, lamido, torturado y zarandeado por mi lengua y ante mis ojos, el pequeño manantial se convirtió en un caudaloso rio que empapó mis mejillas.
―Ansió ser tu mujer― consiguió balbucear cuando mi lengua se introdujo con decisión entre sus pliegues.
Tuve que recordar que era su noche para no caer en la tentación de poseerla en ese momento y como si fuera el último atacante de un fuerte que debía ser conquistado para mayor gloria de su majestad, continué demoliendo con la lengua sus defensas mientras a mis oídos llegaban los gritos de su tripulación sucumbiendo al fuego del placer.
―Amor mío, necesito que me hagas tu mujer ― gritó descompuesta al ser nuevamente sacudida por el gozo.
Cediendo a su deseo, y por qué no decirlo al mío, me incorporé y tomando mi virilidad en la mano, comencé a jugar en la puerta de su castillo sin llegarlo a asaltar. La desesperación la hizo reaccionar y pasando las piernas por mi cintura mandó ella misma al olvido su virginidad.
―Por fin, me has hecho tuya― llena de alegría, proclamó al viento mientras dos furtivas lágrimas de dolor afloraban por sus mejillas.
No queriendo provocar más daño del necesario, aguardé a que se acostumbrara a la invasión antes de comenzar a mover mis caderas. Al principio, fui escarbando en su interior lentamente temiendo el hacerla sufrir.
―Me encanta― reconoció al sentir que el malestar desaparecía y era sustituido por un nuevo tipo de placer que le era desconocido.
Aceptando que así era, fui acelerando y profundizando mis embestidas mientras Xuri comenzaba a reír histéricamente.
―Me estás volviendo loca. Por favor, ¡no pares!
No hizo falta que me lo pidiera. Para entonces, todo mi ser, toda mi mente, me pedían continuar y contagiado por su excitación, convertí mi ritmo pausado en uno tan alocado como ella. Incrustando una y otra vez mi hombría en su interior, me aferré a sus pechos y me lancé ya sin pensar en busca de mi placer.
―Te amo, te quiero, te adoro, mi Robinson― pereciendo y volviendo a nacer, aulló dichosa.
Corriendo por mis piernas su gozo, comprendí que no tardaría en explotar y no queriendo que ella permaneciera al margen del momento en que fertilizara su interior, se lo dije al oído. Nada más escuchar de mis labios su cercanía, convirtió sus caderas en un torbellino en el que se vio envuelta mi hombría y mientras ella gritaba su derrota y su placer, derramé mi simiente dentro de ella. Las potentes detonaciones contra la pared de su feminidad la hicieron caer en un éxtasis casi místico y con los ojos en blanco, buscó satisfacer a su hombre presionando con sus piernas en mi cintura.
―Gracias, mi señor. Su esclava recordará este momento como el más feliz de sus días― sollozó antes de derrumbarse llorando contra la arena.
Supe que la ilusión había pasado y que Xuri ya no era mi mujer sino mi esclava. Pero curiosamente al contemplar la felicidad de su rostro, comprendí que aceptaba con entereza y alegría su destino al saberse mía.
―Para mí, siempre serás mi princesa― murmuré mientras acunaba mi bella propiedad entre los brazos…
11
Ambos comprobamos al día siguiente que ambos habíamos reconocido nuestro sitio en este mundo, cuando Xuri me dio los “buenos días” al estilo de una esclava y de buen grado, yo lo admití al verlo como parte de sus obligaciones. Saciadas su necesidad de servirme y la urgencia de mi cuerpo, reiniciamos nuestro camino hacia el norte. La suave brisa de esa mañana nos impulsó hacia nuestro destino mientras al timón comenzaba a planear el destino que le daría al dinero obtenido con las joyas.
«Me compraré una finca en algún país amigo», decidí tras valorar y rechazar hacerlo en Inglaterra, ya que en mi patria Elizabeth y yo viviríamos con la espada de Damocles por su matrimonio con mi viejo.
Soñando con esa vida futura fueron pasando las horas mientras a mi lado, la morenita no dejaba de sonreír, sintiéndose realizada, al tener un amo tan cariñoso que no dudaba en satisfacer sus necesidades y del que jamás querría separarse. No hace falta decir que fue una jornada dichosa. Aun así, hoy sé que no valoré suficiente ese momento en el que fui rey de mi destino. Al mando de ese pequeño bote, navegando en un mar en calma, con víveres suficiente y la presencia de una valerosa mujercita que me adoraba, debí darme cuenta de que no me hacía falta nada. Debía haber disfrutado del día sin pensar en otra cosa. Xuri, a pesar de sus nulos estudios y de su condición de sierva, fue mucho más sabía que yo. Olvidando los maltratos sufridos durante su dura niñez y adolescencia, se acurrucó entre mis piernas y gozó de esas horas en compañía de su amado amo. Para ella, mi voz contándole los años mozos que pasé en York fue lo único que necesitó para ser feliz.
Ya bien entrada la tarde, faltando poco para que el sol se escondiera, observé una cascada en un acantilado. Aunque el agua no era una necesidad perentoria, decidí pasar la noche en ese paraíso terrenal y por eso encallé la barca en su playa. La belleza del lugar impactó a la joven y sin ayudarme a atarla, corrió hacia el pequeño torrente mientras iba despojándose de la ropa. Viendo su alegría, no me atreví a recriminar su comportamiento y me ocupé de bajar solo nuestros enseres.
―Mi señor, venga. ¡Está buenísima! ― escuché que me decía.
Cruzando la arena, me acerqué a donde estaba. No pude dejar de sonreír al ver a esa morenita jugando en el agua mientras retiraba el sudor acumulado sobre su piel. La estampa de su pelo mojado, su piel morena, la perfección de sus pechos y sobre todo el optimismo que traslucía hicieron que me sentara en una roca y dedicara unos minutos a deleitarme con ese irrepetible instante.
― ¿No desea que su princesa lo bañe? ― preguntó al tiempo que pícaramente acariciaba sus senos.
Ese gesto y que usara el apelativo con el que me referí a ella la noche anterior eran una prueba innegable que la joven deseaba sentir mis besos. Sin ningún remordimiento, me desnudé y acudí a sus brazos. Mi ánimo no se enfrió cuando me recibió jugando y lanzó sobre mí un puñado de barro. No dudé en responder y cogiendo entre mis manos una buena cantidad de arena mojada, la eché sobre su melena. Sus risas al ser atacada me impulsaron a besarla mientras el agua caía sobre nuestros cuerpos.
―Os amo, mi señor― susurró pegando sus senos contra mi pecho.
La dureza de esos juveniles atributos, la suavidad de su piel y sus yemas intentando apoderarse de mi virilidad fueron el aliciente que necesitaba para que entre mis piernas creciera mi euforia y posando mis manos en su trasero, la atraje más a mí. La dulzura de sus rasgos se intensificó al saberse estimada por su dueño y no queriendo desaprovechar mis caricias, me rogó que la tomara. No quise ni pude rechazarla y alzándola en volandas, tomé posesión de su hogareña femineidad con mi hombría.
―Soy y seré eternamente suya, aunque algún día me venda― sollozó al experimentar la intrusión en su interior.
―Nunca me desprenderé de ti a no ser que tú me lo pidas― respondí sintiéndola mía.
Mis palabras la alegraron y demostrando su espíritu juguetón, las puso en duda diciendo que no me creía porque llegaría el día en que fuera vieja y prefiera a otra más joven.
―Te equivocas, princesita. Cuando los años hayan pasado y tus pechos sean unas patéticas lágrimas, me seguirás gustando – repliqué abriendo mis labios mientras asaltaba las erizadas maravillas de las que hablaba.
De nuevo puso mi determinación a prueba preguntando que si cuando su vejez llegara y perdiera los dientes la seguiría viendo bella.
―Aún más― siguiendo la guasa contesté: ― Sin dientes tu boca será más acogedora cuando me des… ¡los buenos días!
Sin dejar de reír, quiso saber por qué la exigía que, además de los buenos días, me diera las buenas noches.
―Para eso tengo el resto de tu cuerpo― contesté soltando una carcajada.
Su picardía de nuevo quedó de manifiesto mientras su cuerpo era objeto de mis embestidas, cuando me preguntó que si eso era así porqué nunca había hecho uso de su trasero.
―No dudes que lo usaré ― desternillado prometí al recordar lo sentido cuando descubrí esa escandalosa forma de amar.
El placer ya había hecho presa a su anatomía y sus gemidos ya resonaban bajo la cascada al decirme que mi sierva estaba deseando que su amo aprovechara ese lugar para explorarlo.
― ¿Realmente deseas que lo haga? Sé que es muy doloroso― pidiendo su opinión esa noche, argumenté.
Tardó en contestar debido al gozo que estaba recorriendo todo su ser y solo cuando consiguió el suficiente resuello para responder, con una sonrisa de oreja a oreja musitó avergonzada:
―Nada que usted haga conmigo puede llegarme a desagradar y debo reconocer a mi amo que experimenté una gran calentura al verlo usando el trasero de mi antigua dueña.
La confesión de esa criatura disolvió como un azucarillo mis reticencias y llevándola hasta la arena, decidí complacerla. Xuri no quiso que me retractara y por ello, nada más dejarla en el suelo se arrodilló y exponiendo su entrada trasera, comentó que estaba dispuesta. La belleza de esos morenos carrillos que largamente había acariciado durante los últimos días me llamó y acudiendo a su encuentro, usé las manos para separarlos.
― ¡Cómo os amo, mi señor! ― sollozó al sentir mi mirada fija en el rosado e inexplorado territorio que me ofrecía.
Absorto en esa hermosura, no la escuché y acercando un primer dedo, tanteé su interior. Al hallarlo seco, busqué entre sus piernas el aceite que facilitara el camino de mi tallo y ante mi alborozo, la joven suspiró de gozo al sentir las manos de su dueño recogiéndolo en su femineidad. El entusiasmo de la morita por ser usada no menguó cuando hundí una yema mojada con sus efluvios en el interior de ese ojal y solo me rogó prudencia para que no le provocara una herida y así al día siguiente pudiese tomarla igual.
―Tengo una libertina como esclava― rugí muerto de risa, pero admitiendo su consejo, recogí un poco más de ese templado líquido que derraba por las piernas al comprobar que el hoyuelo que iba a asaltar seguía necesitándolo.
Libremente sollozó de dicha al sentir que sumaba una segunda yema entre sus nalgas y moviendo sus caderas, colaboró a agrandar el agujero que debía traspasar.
―Meta un tercero, mi señor, antes de usar su hombría― consciente de lo cerrado que lo tenía me rogó.
Aceptando su sugerencia, sumé otro dedo a la incursión. El chillido de dolor con el que lo recibió me alertó de que debía andarme con cuidado y que tenía que seguir relajándolo. Por ello, no tuve prisa en desflorarlo y con gran paciencia, comencé a moverlos dentro y fuera como si mis yemas la estuvieran haciendo el amor. Ese trato no debió incomodarla en demasía dado que aún seguía con ellos en su interior cuando observé que Xuri comenzaba a disfrutar y pensando en el efecto que provocaban mis caricias sobre el botón que escondía entre los pliegues de su entrepierna, le ordené que ella misma se lo acariciara.
―Que dichosa soy al tener un amo que piense en mí― gimiendo con alegría, llevó una de sus manos y obedeció.
Por segunda vez en la velada, el placer hizo mella en ella y aprovechándolo, posé mi estoque en mi adversario. Al contrario que con la pirata, me había planteado hacerlo lentamente, pero entonces con una insensatez sin igual la joven se echó con fuerza hacia tras introduciéndoselo hasta el mango. El chillido que brotó de su garganta no solo me asustó a mí, sino incluso a una bandada de cuervos posados en un árbol, los cuales elevaron su vuelo graznando.
―Me duele― confirmando su sufrimiento, aulló.
Por experiencia, sabía que su dolor iba a ser pasajero y sin extraer mi atributo de ella, le rogué nuevamente que estimulara su botón. La morisca no puso en duda mi buen juicio y reanudado los mimos de sus dedos, consiguió tranquilizarse.
―Ya estoy lista― musitó mientras comenzaba a mover sus caderas.
Reconozco que tuve miedo de empezar a zarandearla, el recuerdo de la pirata seguía siendo muy fuerte y lo último que deseaba era maltratarla. Su insistencia me hizo reaccionar y lentamente comencé a extraer mi virilidad de ella, temiendo a cada instante desgarrar su trasero.
―Cabalgue sobre su sierva― imploró la criatura mientras mordía sus labios para contener el dolor.
La presión que ejercía sobre mi tallo fue menguando y eso me permitió ir acelerando el ritmo de mis incursiones al tiempo que ella incrementaba la acción de sus dedos. La calentura de la morenita era brutal y prueba de ello fue la petición que me hizo al sentir que el placer se iba acumulando en su cuerpo:
―Quiero sentir las caricias de sus azotes.
Nuevamente la gorda y la crueldad con la que la tomé llegó a mi mente y aunque me parecía totalmente desatinado su ruego, abriendo la mano accedí a sus pretensiones.
― ¡Mi señor! ― exclamó dichosa al sentir la primera nalgada y demostrando que en su mente su dueño solo la estimaba si la maltrataba, me rogó no solo que repitiera esa caricia, sino que incrementara su fuerza.
No sabiendo a qué atenerme y sobre todo hasta donde deseaba llegar, descargué sobre ella un par de potentes nalgadas. El gemido de placer que brotó de su garganta me impactó. Supe lo mucho que le complacía el sentirse en mis manos cuando el riachuelo que manaba entre sus piernas aumentó de caudal bañando mis muslos.
―Soy feliz al saberme su esclava― rugió descompuesta al notar el escozor de su trasero.
Olvidando cualquier caballerosidad, me lancé al galope mientras azuzaba a mi montura con nuevos azotes. El cambio de ritmo acrecentó su gozo y confirmando su entrega, comenzó a llorar de alegría pidiendo que nunca dejara que se le olvidara que era mía.
―Disfruta, mi princesa― rugí al notar la cercanía de mi placer y tomando agarre sobre sus hombros, seguí usando con celeridad mi bella propiedad.
La profundidad y persistencia de mis embestidas hicieron que Xuri cayera nuevamente en el disfrute y con mayor intensidad en sus gritos, me rogó que derramara mi simiente en su interior. No pude más que complacerla y dejando que la naturaleza siguiera su curso, llené con mi regalo ese adorado trasero mientras su dueña caía sobre la arena en éxtasis.
― ¡Soy y seré su princesa! ― gritó ya satisfecha.
Agotado e impresionado por el placer que había brindado a la morena haciendo uso de esa entrada, sonreí.
―Deja que te abrace mientras descanso, ¡infiel mía!
La joven al escuchar mi grito, se removió incómoda al pensar brevemente que su amo la estaba acusando de faltar a su deber, pero entonces cayendo en que me refería a su religión, musitó llena de dicha.
―Mi dios debe estar contento con esta pecadora y por eso me permite disfrutar en esta tierra del gozo que reserva a sus creyentes.
No pude hacerla llegar mi opinión acerca de sus creencias y dejándola que posara su cara sobre mi pecho, comprendí que tarde o temprano tendría que revelarle el mensaje de Jesucristo para que su alma se salvara.
Ya repuesto, reiniciamos nuestro camino subiendo a la barca. Al señor debió de congratularle mi disposición de convertirla porque ya en la barca una suave pero persistente brisa infló las velas y así recorrimos en unas horas, mayor distancia que con anterioridad y ya mediada la tarde vimos con alborozo las primeras señales de civilización, de forma que todavía había luz cuando amarramos en un puerto llamado Dakar, famoso por ser el mayor centro de comercio de esclavos de esa parte de África.
Conscientes de la cantidad de filibusteros y gente de mal vivir que habitaban esa ciudad, escondimos bajo nuestras ropas las joyas y por sugerencia de mi morena, cargamos nuestras armas antes de atrevernos a desembarcar. Tal y como había comentado, nuestra presencia no pasó inadvertida. Lo cual era lógico ya que la gran mayoría de sus habitantes eran negros como el betún con el que lustraba mis botas y si a eso le uníamos mi pelo rubio y el llevar como guardaespaldas a una mujer con una espada en una mano y una daga en la otra, no me extrañó que la gente se apartara a nuestro paso.
No tardé en encontrar un marchante con el que, tras un largo tira y afloja en el que Xuri funcionó como interprete al ser en árabe, salimos con el equivalente a veinte libras en oro producto de la venta de un broche con una gran gema. A pesar de tener el convencimiento que me habían estafado, reconozco que estaba contento al disponer de suficiente dinero para pasar la noche y comprar un pasaje que nos llevara de vuelta a la cristiandad. Por eso tuvo que ser nuevamente la morita quien me alertara de la presencia de unos maleantes.
―Mi señor, nos llevan siguiendo desde que salimos de la tienda.
Asumiendo que debían ser hombres del sujeto al que habíamos vendido la joya, puse la mano sobre la pistola y girándome apunté al más osado de los cuatro. El tipejo no se amilanó y por eso tuve que apretar el gatillo. El sonido de la detonación dio inicio a una breve refriega donde los tres restantes se lanzaron sobre mí haciendo caso omiso de la joven. Se dieron cuenta de ese error cuando ya era tarde y yacían sobre la acera.
―Ayuda― imploró mi esclava al ver la herida de mi pierna.
Un mercader de origen portugués presenció la escena y acudiendo en nuestro auxilio, llamó a sus criados y con una caridad cristiana que todavía hoy agradezco, nos brindó tanto ayuda como un techo donde dormir.
―Nunca he oído que de una mujer tan ducha en el uso de las armas― mientras me cargaba en su carruaje comentó don Lope, nuestro bienhechor.
El dolor no me impidió agradecer sus atenciones y menos cuando ejerciendo de anfitrión, nos cedió una de las habitaciones de su casa para que recibiera los cuidados de un galeno, el cual tras limpiar mis heridas aconsejó que descansara hasta que cerrasen. Todavía con fuerzas para hablar, me enteré que el portugués era propietario de dos buques que hacían el camino a las indias y abusando de su confianza, compré dos boletos en el próximo que partiera.
―Usted y su mujer no deben preocuparse, ahora descanse― me dijo tras recibir el pago.
Al hacerle ver que Xuri era mi esclava y no mi esposa, no dudó en hacerme una oferta por ella. Oferta que por supuesto rechacé:
―Le debo la vida y si algún día me desprendo de ella, será para darle carta de libertad― contesté mientras perdía el sentido.
Lo único que recuerdo de esos días fue la preocupación de la joven a mi lado en la cama y mis continuas pesadillas donde Elizabeth y nuestro retoño pasaban una penalidad tras otra sin que yo pudiera hacer nada. Tres largos días y tres largas noches me debatí entre la vida y la muerte hasta que una mañana abrí los ojos sin saber dónde me hallaba.
―Estamos a salvo, mi señor― musitó con alegría la morenita al verme repuesto: ―Su princesita ha sufrido sintiendo que lo perdía, mi señor.
El cariño de la chavala me enterneció y atrayéndola hacía mí, la besé. Fue entonces cuando supe de mis padecimientos, ya que sin ahorrarse el dolor que le había producido Xuri me explicó que la fiebre me había hecho confundirla con la mujer que me esperaba en mi patria y pensando en mi bienestar, quiso saber porque no quería emprender viaje de vuelta a casa.
―Todavía no tengo lo suficiente para darle la vida que se merece― contesté sin saber lo que me iba a reservar el destino.
No queriendo seguir conversando sobre un tema tan doloroso, pedí que me ayudara a ir a ver al comerciante que nos había dado cobijo. La muchacha no vio inconveniente y pasando su brazo en mi cintura, me ayudó a buscar a don Lope. Lo hallé en compañía de dos moras de notable belleza y suponiendo que eran sus esclavas, no comenté nada.
―Míster Robinson, me alegró de ver que ha recobrado las fuerzas― me saludó mientras una nutrida prole de chiquillos rondaba a nuestro alrededor.
No me cupo duda que eran carne de su carne al ver el cariño que les mostraba y aunque me pareció fuera de lugar que un europeo procreara con sus siervas, también me abstuve de hacer comentario alguno al respeto y únicamente volví a agradecer su amparo.
―Solo me he comportado como haría todo hombre de bien― respondió el bigotón mientras las mujeres preparaban la mesa para darnos de comer.
Sin preguntar, Xuri corrió a auxiliarlas dejándome solo con el dueño de la casa, el cual rápidamente me informó que en una semana salía hacia Brasil con un cargamento de esclavos y que, dado que ya había pagado el pasaje, podía acompañarlo.
―Me parece perfecto, don Lope. Solo espero estar recuperado para entonces contesté.
El portugués mirando descaradamente las ancas de mi morita, riendo contestó:
―Deberá ahorrar fuerzas y no ceder a la tentación de cumplir como hombre con algo tan bello.
La malicia de sus palabras y el tono de su voz me hizo ver en plan de guasa que no le incomodaría disfrutar de Xuri y recordando la oferta que me había hecho, le hice saber que intentaría limitar las apetencias de mi sierva pero que al ser tan joven y fogosa era dudoso mi éxito. Sus carcajadas coincidieron con la llegada de las tres musulmanas con las viandas.
―Luego seguiremos hablando de mujeres, ahora comamos― cogiendo un pedazo de carne comentó mientras tanto Xuri y sus esclavas se quedaban de pie sin atreverse a intervenir…