Con casi cincuenta años y tras un tormentoso divorcio, la vida sonreía a Gonzalo Sierra. Dueño de un pequeño emporio inmobiliario y una vida sexual más que decente, se consideraba un hombre medianamente feliz. Solo tenía un problema, los tres hijos que había tenido con Marta, su ex mujer. Por motivos genéticos, por el ejemplo que les había dado, o sepa qué azar del destino, sus descendientes habían sido incapaces de mantener una pareja estable. Alberto, el mayor, saltaba de una novia a otra a cada cual más rara. La que no era mucho mayor que él, venía de una familia conflictiva, era alcohólica o directamente una psicópata. Patricia, la mediana, ni siquiera eso. Siendo una mujer guapísima, apenas había tenido novios y si se le preguntaba por los motivos de su soltería, siempre contestaba que los hombres le tenían miedo. Y la pequeña, Isabel, una médica recién graduada que dudaba todavía con veinticuatro años sobre cuál era su sexualidad, pasando de tener como pareja un hombre y a la semana siguiente pasear colgada de una mujer. Según ella, era pansexual.

Siendo Gonzalo de la vieja escuela, la primera vez que su hija le había hablado de esa orientación sexual tuvo que buscarla en internet y así se enteró que la pansexualidad consistía en la atracción hacia otras personas independientemente de su sexo o identidad de género.

            «Joder, en mis tiempos a eso le llamábamos bisexualidad», recuerda que pensó al leerlo y por mucho que tanto la responsable de sus dudas como el resto de sus retoños le intentaron explicar la diferencia, lo cierto es que para él era lo mismo: «A mi hija le gusta la carne y el pescado».

            Aunque ya no vivía con ellos, no era raro que alguno lo llamara para comer y por eso no le extrañó cuando una mañana, Patricia le mandó un WhatsApp pidiendo verlo. Hasta para eso era anticuado y en vez de contestar tecleando su teléfono, la llamó y quedó con ella en verse en un restaurant para cenar. Nada más colgar recordó que había quedado con anterioridad con una conocida con derecho a besos.

            «A Alicia no le importará», se dijo mientras pensaba en qué excusa darle. Pero decidió decirle la verdad, porque también para ella los hijos eran lo primero y varias veces le había cancelado sus citas para ocuparse de ellos.

            Tal y como previó, la abogada comprendió la razón, pero no por ello le obligó a compensarla con un fin de semana romántico en Londres. Aceptando el chantaje como mal menor, le prometió que el siguiente la llevaría a recorrer la capital inglesa.

            «Dudo que nos dé tiempo», sonrió recordando la fogosidad de esa rubia de pechos operados, «es más, no creo que salgamos de la cama».

            Nada le alertó cuando esa noche salía de la empresa que la conversación que mantendría con su nena cambiaría su vida. Mientras encendía su flamante BMW, lo único que se le pasó por la cabeza fue el sablazo que seguramente sufriría su cuenta corriente y es que a pesar de estar empleada en un despacho top de Ingenieros y ganar un buen salario, Patricia tenía un agujero en el bolsillo y cada equis tiempo le pedía dinero. Por eso, casi no habían empezado a charlar cuando decidió ir directo y preguntar cuánto pasta tendría que darle esta vez.

            ―No es eso. Lo que necesito es un favor― hasta indignada contestó.

            Sorprendido de que sus problemas no fueran monetarios, interesado preguntó en que podía ayudar entonces.

            ― ¿Recuerdas a Estefany, mi amiga colombiana?

            Era imposible no acordarse de ese terremoto que Patricia había conocido haciendo Erasmus en Paris. Además de medir uno ochenta, esa morena de ojos verdes era una descarada tan divertida como guapa, que desde el primer día que la conoció le pareció una cría encantadora.

―Sí, que pasa con ella.

―Lleva un par de años pasándolo mal y parece ser que se ha peleado con su viejo.

―No me extraña, ese Ricardo es un perfecto cretino― contestó al recordar cuando durante una visita lo conoció en Madrid y le pareció el clásico potentado iberoamericano que se creía un iluminado por la mano de Dios: ―Pero, ¿qué tiene eso que ver?

―Como trabajaba en la compañía de su padre, se ha despedido y por miedo a buscarse la enemistad de ese hombre, nadie de su ciudad quiere contratarla. Sin otra salida que marchar, me ha pedido ayuda para instalarse en Madrid.

Siendo su hija un tanto descerebrada, ante todo era una buena persona y por eso pensó que lo que le quería pedir es que la contratara.

―Puedo darle trabajo, si es eso lo que te preocupa.

De repente sus mejillas se tornaron coloradas:

―Eso le vendría muy bien, pero anda deprimida y no creo que sea lo mejor. Quizás más adelante.

― ¿Entonces?

―Me ha pedido vivir conmigo mientras se aclara―  como no le pareció raro siendo tan amigas, Gonzalo aguardó a que continuara: ―Pero es imposible, aunque no te lo haya contado, estoy viviendo con un chico.

― ¿Tienes novio? ― preguntó alucinado.

―Sí. Acabamos de empezar y por eso quería pedirte que se quedara en tu casa.

―Pero, ¡Patricia!

―Serán solo un par de meses, mientras se adapta… ¡por favor! ¡Papito! Tu chalet es enorme.

Mientras en la empresa y en la vida era un tipo duro, con sus bebés era un blando y aunque no le apetecía en lo más mínimo que esa cría viniera a trastocar su vida de solterón, no pudo negarse y únicamente preguntó cuándo tenía pensado aparecer por España. Demostrando cómo de calado tenía a su progenitor, la chavala contestó:

―Papa, te conozco y sé que, si te hubiese dado tiempo, hubieras pensado en alguna forma de escaquearte…

― ¿Cuándo llega? ― con un visible y creciente cabreo, la interrumpió.

―Tenemos tiempo de cenar tranquilamente, su vuelo no aterriza hasta las doce― respondió mientras llamaba al camarero para pedir la comanda.

De buen gusto, la hubiese castigado con un par de azotes como hacía cuando era una cría, pero con sus veinticinco años y en un local público eso era algo impensable y por eso decidió reprenderla del modo más cruel que se le vino a la cabeza y con una sonrisa de oreja a oreja, puso sobre la mesa sus condiciones:

―Este sábado me presentarás a ese noviete que me has tenido escondido o ya puedes buscar sitio a tu amiga en un sofá de tu casa.

― ¡No me puedo creer que seas rencoroso! ― exclamó molesta por la imposición.

―Rencoroso es mi primer apellido y Vengativo el segundo. ¿Realmente creías que me iba a quedar callado? Cuando me tengo que enterar que tienes pareja, ¡el mismo día que metes con calzador a una amiga en mi casa!

―Vale, perfecto. Pero esta cena y la comida del sábado las pagas tú… ¡estoy sin un euro!

Sonriendo por esa simbólica, pero inservible victoria, rellenó su copa y se puso a leer la carta mientras trataba de pensar si acomodar a Estefany en el bungaló de la piscina o en una de las habitaciones de la casa. Como lo último que deseaba era tener a esa hispana deambulando por la misma planta donde él dormía, decidió llamar a Antía, la criada, para que prepara esa habitación. Al decírselo, la treintañera que llevaba con él desde el divorcio, le hizo ver que era invierno y que es esa casita no había calefacción.

―Papá, lo mejor es que se quede en mi habitación. ¡Recuerda que es mi invitada!

A punto de soltarle que llevaba tres años sin dormir ahí, prefirió quedarse callado y no decirle que sus reparos en acogerla ahí provenían de que, al ser el cuarto que estaba frente al suyo, la colombiana estaría al tanto de sus movimientos y eso haría imposible que se llevara a alguien a dormir con él.

«Tendré que llevármelas a un hotel», se dijo refunfuñando.

Su enfado se fue diluyendo gracias a los mimos de la manipuladora criatura que había engendrado y es que, sabiendo el enorme sacrificio que hacía, se dedicó a compensárselo a base de cariño.

―Te quiero mucho, papito― le dijo mientras arrancaba el coche para ir al aeropuerto.

―Yo más, mi pequeña― con el corazón henchido de orgullo respondió al sentir sus palabras como una medalla.

No en vano al romper con su madre y aunque ella lo abandonó por otro, siempre le había quedado la duda de si la razón de la ruptura era el poco tiempo que había dedicado tanto a ella como a sus retoños.

Mientras se dirigían a recoger a la colombiana, Gonzalo se intentó auto convencer de que la presencia de esa morena no trastocaría su día a día.

«Puede ser hasta agradable», se dijo recordando el carácter travieso y juguetón que siempre había demostrado las temporadas que había pasado veraneando con Patricia en su casa de Santander.

A su mente llegó un par de trastadas que conjuntamente hicieron y que le sacaron de las casillas como podía ser el robarle el coche para irse de juerga a Pedreña o la fiesta de espuma que montaron el jardín.

«Estefany es encantadora y no dará problemas», concluyó más tranquilo mientras aparcaba en el parquing de la T4 y en el reloj del coche marcaban casi las doce.

Asumiendo tenían tiempo por el tamaño de la terminal y el hecho que viniendo de Hispanoamérica tuviera la obligación de pasar el control de pasaportes, no tuvo prisa alguna en llegar a la sala de espera. Por eso no supo que decir cuando se la encontraron llorando aterrorizada con la idea de que su amiga se hubiese olvidado de su llegada.  Es más, le costó reconocer en ella a la joven que recordaba. Siempre la había visto como una cría que se comería el mundo a bocados y por eso le resultó tan duro verla sollozando en brazos de Patricia.

«Menuda depresión», pensó impresionado al comprobar que las profundas ojeras de su rostro.

Impactado, se quedó observando que lejos de venir vestida de acuerdo a su edad, su indumentaria parecía la de una monja. Con un jersey de cuello alto y una falda hasta los tobillos esa niña anteriormente tan coqueta hubiese pasado desapercibida en una congregación religiosa.

«Algo le ha ocurrido, Este cambio no puede ser motivado por una discusión con su padre», concluyó mientras recogía su equipaje.

Al ser algo que no le incumbía, no preguntó y prefirió adelantarse para que Patricia y la cría pudieran hablar en confianza. Cuando llegaron a donde había aparcado, la tristeza de la chavala parecía haberse incrementado. Su sospecha de que hasta verse su hija no le había anticipado el cambio de planes y que en vez de quedarse en su piso viviría con él, quedó de manifiesto cuando lanzándose a sus brazos se echó a llorar por ser tan bueno de acogerla. Enternecido por el dolor que encerraban sus palabras, dejó que se desahogara en su pecho mientras le decía que podía quedarse todo el tiempo que quisiera.

Su desinteresado apoyo la hizo berrear aún más y mientras intentaba calmarse, le juro que intentaría no ser un incordio.

―Jamás lo serás. Eres de la familia.

―Estefany, Papá está encantado de recibirte y verás como con su ayuda no vas a tardar en recuperarte.

Las palabras de Patricia consolando a la colombiana ratificaron sus sospechas de que su estado tenía otro origen al que su hija había dicho.

«Debió ser terrible para que tuviera que dejar su país con tantas prisas», abriendo la puerta para que pasara al coche, meditó.

Como tenía la seguridad de que tarde o temprano se enteraría, no dijo nada y condujo hasta el chalet. Una vez allí, únicamente se ocupó de subir las maletas y cediendo la responsabilidad de ejercer de anfitrión a su chavala, se encerró en su habitación mientras a través de la puerta le llegaron hasta pasadas las dos el sonido de sus voces charlando o mejor dicho de Estefany llorando y Patricia consolándola….

A la mañana siguiente, su hija le estaba esperando para desayunar. Que se hubiese quedado a dormir en casa, no anticipaba nada bueno. Gonzalo, bien hubiese podido echarle en cara el marrón que le había colocado sobre sus hombros, pero prudentemente se abstuvo de hacerlo y solo preguntó cómo había pasado la noche su invitada.

―Está peor de lo que pensaba.

Que su niña estuviera tan triste era algo que consideró lógico.

―Ya verás qué pronto se le pasa. Un par de días que te la lleves de juerga y volverá a ser la misma.

―Ojalá fuera tan fácil. Tiene mucho que pensar y lo último que quiero es presionarla.

Nuevamente el cincuentón estuvo a un tris de pedir que le confiara lo que le pasaba a su amiga, pero la llegada de ésta al comedor lo impidió. Observando las profundas ojeras que lucía, comprendió que la morena apenas había podido descansar y torpemente al querer entablar conversación con ella, le preguntó si había avisado en Colombia que había llegado bien.

Supo que había metido la pata al oír su contestación:

―No tengo a nadie que me importe en ese país.

La angustia de su tono lo dejó petrificado y sin saber cómo actuar, optó por lo fácil. Dio un beso a su niña y otro a su amiga y se marchó a trabajar. Ya de camino a la empresa, se quedó pensando en que podía haberle sucedido. Por un momento, se le pasó por la cabeza que su depresión fuera debida a un abuso paterno, pero rápidamente lo desechó por lo inconcebible que le parecía una actuación así.

«Debe ser otra cosa», prefirió pensar.

Ya en la oficina, el día a día del trabajo le impidieron seguir reconcomiéndose con la difícil situación de su invitada, hasta que sobre las seis de la tarde recibió la llamada de Antía avisándole que la joven se había encerrado en su cuarto y que ni siquiera había bajado a comer. Preocupado, dejó todo y corrió hacia la casa. Al llegar se dirigió hacia la habitación donde dormía y comenzó a tocar la puerta. Cuando no contestó sus llamadas, empezó a aporrearla y temiéndose lo peor, tomó impulso y consiguió derribarla.

 La escena que se encontró le hizo ver que sus temores estaban fundados al ver a la colombiana tirada en la cama y sobre la cómoda, un vaso y un bote de somníferos vacíos. Asumiendo que la cría había intentado suicidarse, gritó pidiendo ayuda. La pelirroja, al oír sus gritos, subió corriendo y mientras llamaba a emergencias, metió los dedos en la garganta de Estefany haciéndola vomitar parte del veneno que había ingerido.

Siguiendo las instrucciones que les marcaba el sanitario al otro lado del teléfono, entre los dos la desnudaron y la metieron a duchar mientras llegaba la ambulancia. Aun así, fue una suerte que el contacto con el agua helada la hiciera reaccionar y que terminara de echar los barbitúricos que todavía tenía en el estómago. Como su interlocutor les había dicho que tenían que evitar que se durmiera, Gonzalo Sierra no reparó en que estaba desnuda y durante media hora, la tuvo caminando por la habitación hasta que el sonido de la ambulancia llegando le hizo percatarse de su desnudez.

―Váyase a cambiar― dijo la criada cuando llegaron los enfermeros: ―Yo me quedo.

Su jefe agradeció la sugerencia y yendo a su habitación, se quitó la ropa y se secó antes de ponerse otra. Mientras se vestía, no pudo dejar de lamentar el no haberse percatado del verdadero alcance de la angustia de esa criatura y por ello cuando le informaron que el peligro había pasado y que solo había que dejarla descansar, el duro hombre de negocios se desmoronó y dudó si llamar a su hija o no.

Fue la propia colombiana la que avergonzada le pidió que no lo hiciera:

―Su hija insistiría en quedarse conmigo y no quiero que su novio se enfade.

Aunque le pareció una memez lo que decía, no quiso contrariarla y optó que al menos esa noche no diría nada. La gallega que hasta entonces se había mantenido un poco al margen, viendo que seguía sin ropa, le pidió salir del dormitorio mientras ella se ocupaba de ponerle un camisón.

―Tiene que comer algo. Voy a la cocina y vuelvo― comentó a su jefe que esperaba tras de la puerta.

No queriendo dejarla sola, Gonzalo se acercó a la cama y al verla más tranquila, se sentó junto a ella. Lo malo fue que al tenerlo a su lado se volvió a desmoronar y reclamando sus brazos, se puso a llorar contra su pecho diciendo que no quería seguir viviendo. Nunca había soportado a los que se dejaban derrotar y quizás por ello, de haberse hallado en otra situación o con otra persona, la respuesta del maduro ejecutivo hubiera sido cruzarle la cara con un tortazo, pero al verla tan indefensa se vio impulsado a abrazarla e intentar consolarla.

Desgraciadamente, cuánto más se esforzaba en tranquilizarla, más lloraba y desolado tuvo que soportar que sus gemidos y llantos se prolongaran hasta que Antía apareció con la bandeja de la comida. Avergonzada por su comportamiento, dejó que la dieran de cenar y con el estómago lleno, se consiguió relajar y poco a poco se fue quedando dormida mientras el padre de su amiga y la criada no la perdían de vista.

―Esta muchacha está sufriendo.

Su jefe no respondió mientras se hundía desesperado en el sillón.

2

Esa noche, el cincuentón se quedó despierto velando a la chiquilla. Aunque no fuera su hija, se sentía responsable de ella y por eso solo se separó de ella cuando sobre las ocho llegó la pelirroja a sustituirle. Agotado tras la noche en blanco, se metió a duchar para despejarse. Bajo el agua pensó que de no haber tenido una cita ineludible a las diez se hubiese quedado durmiendo. Tras vestirse y mientras se anudaba la corbata, se asomó a la habitación de la colombiana y viéndola en buenas manos, se fue a trabajar asumiendo que sus problemas no habían hecho más que empezar.

            La confirmación de que así sería le llegó a modo de conferencia y es que nada más llegar a su oficina recibió la llamada de Ricardo Redondo desde Bogotá.

            «¿Qué coño querrá este capullo?», se preguntó mientras Amalia, su secretaria, se lo ponía al teléfono.

            Al pasárselo, el tipo directamente le preguntó si Estefany estaba en Madrid. Pensando que esa pregunta venía motivada por la preocupación paterna, no vio nada malo en contestar que sí y que no se preocupara porque se estaba quedando con él, absteniéndose de comentar nada de lo sucedido la noche anterior. Para su sorpresa, el muy hijo de perra comenzó a despotricar y de malos modos le urgió a echarla porque según él su hija era un peligro para todos aquellos que la tuviesen cerca y que solo él era capaz de cuidarla. Durante poco menos de un minuto soportó sus impertinencias, pero cuando el colombiano se atrevió a amenazarle directamente lo mandó a la mierda y colgó.

            «Menudo imbécil», exclamó para sí mientras a su mente volvía la sospecha de que ese malnacido hubiese abusado de Estefany, ya que su actitud era lo último que alguien podría esperar de un buen padre, y parecía la de alguien sumamente celoso.

            «Esta niña no se va a ninguna parte, ¡de eso me ocupo yo!», se dijo convencido de que su deber era ayudarla.

            El resto de la mañana no pudo dejar de pensar en ella y en las razones de su sufrimiento mientras trataba infructuosamente centrarse en la oferta que tenía que mandar a una empresa americana.

            «Si consigo que me hagan su socio en España, al día siguiente mi compañía valdría el triple», meditó prohibiendo que Amalia le pasara otra llamada.

            No fue hasta el mediodía cuando viéndose incapaz de terminar la oferta decidió llamar a casa y preguntar por la chiquilla. Antía le contestó que había conseguido que Estefany se tomara el desayuno, pero que no había podido conseguir que saliera del cuarto.

            ―No deja de llorar― añadió cuando la interrogó sobre lo qué hacía.

            ―Tenla vigilada, no vaya a ser que haga una tontería― le ordenó, aunque sabía por la bondad de la mujer que no hacía falta.

Tras colgar, decidió llamar a Patricia para hacerle partícipe de que el padre de su amiga lo había llamado exigiendo que la pusiera en la calle, por si así conseguía que le contara cual era la verdadera razón que había llevado a la morenita a cruzar el charco. Tras tres timbrazos, lamentó que tuviese el teléfono apagado y por eso únicamente le pudo dejar en el contestador que necesitaba hablar con ella.

Reconociendo que era incapaz de concentrarse, decidió volver a casa y comprobar en primera persona, el estado de la chavala. Durante el trayecto, intentó pensar en qué decir para sacarla de la depresión, pero como el trato con la gente no era uno de sus fuertes no se le ocurrió nada. Tras aparcar en el chalet y oyendo que la gallega a su servicio estaba ocupada en la cocina, subió por las escaleras en dirección al cuarto que había puesto a disposición de la latina.

Al llegar y no verla, entró en el dormitorio temiendo que la joven estuviese llorando en el baño o algo peor. Por ello, no pensó en que se estuviera duchando cuando abrió la puerta. La silueta de Estefany completamente desnuda bajo el agua lo impactó y durante unos segundos se quedó admirando su indudable belleza. Aunque ya sabía que esa cría era un monumento, no pudo dejar de asombrarse del tamaño y forma de sus pechos.

«¡Por Dios! ¡Es preciosa!», se dijo mientras intentaba retirar la mirada.

Ajena a estar siendo observada, su invitada se estaba enjabonando el trasero y eso le permitió valorar los impresionantes cachetes de los que era dueña. Instintivamente, comenzó a babear deseando que fueran sus manos las que estuviesen recorriendo esas maravillas.

«¡Qué coño hago!», se dijo al darse cuenta de la atracción animal que sentía y muerto de vergüenza, huyó de la habitación.

Ya en el salón, se sentó y se puso a lamentar que, comportándose como un cerdo, se hubiese quedado espiando absorto los atributos de la colombiana.

«No me puedo creer que Patricia haya metido esa tentación en mi casa», descargando la culpa en su hija, masculló mientras intentaba dejar de pensar en las contorneadas piernas que a través del vapor había disfrutado.

Con esa sensual imagen grabada en su cerebro, se sirvió un whisky que le hiciera más pasable el pavor que sentía por haber obrado como un viejo verde.

«Le llevo veintitantos años, ¡puedo ser su padre!», hundido en la miseria, estaba murmurando cuando un ruido le hizo girar y vio que la culpable de su azoramiento se acercaba con cara triste.

―Don Gonzalo, le pido perdón por lo de anoche― con dos lágrimas cayendo por sus mejillas, susurró.

El dolor que destilaba su tono le hizo abrazarla y tratar de consolarla. Como ya había ocurrido con anterioridad, Estefany se desmoronó al sentirse quizás a salvo. Lo que no sabía la morena y Gonzalo nunca lo confesaría es que al mimarla el recuerdo del agua cayendo por su piel volvió con fuerza a su cerebro y espantado por el peligro de sentirse descubierto, el maduro intentó no pensar en ello. Por eso cuando ya su pene comenzaba a crecer bajo el pantalón, recibió con agrado que la chavalilla se separara de él y preguntara a qué se debía su presencia en el chalet, ya que lo usual era que llegara de trabajar entrada la noche.

―Estaba preocupado por ti― reconoció sin ambages.

Por raro que parezca, esa confesión molestó a la joven y separándose de él, le pidió no volver a cambiar ningún aspecto de su rutina por su causa.

―Júremelo o me voy― le gritó bordeando la histeria.

Su reacción despertó las alertas de Gonzalo y pensando nuevamente en el viejo de su invitada creyó ver en su nerviosismo que temía que el estricto control parental se volviese a repetir, pero teniéndole a él como protagonista.

Asumiendo que era así, bajando el tono de su respuesta, replicó:

―Si lo que te da miedo es que intente controlarte, ya puedes irlo olvidando. No soy tu padre y menos tu pareja, por mí puedes comportarte como quieras… siempre que lo de anoche no se vuelva a repetir.

Prometiendo que nunca volvería a intentar quitarse de en medio, sonrió y esa sonrisa que iluminó su cara la convirtió en una diosa y a él en su firme admirador. Conteniendo las ganas de quedarse adorándola, preguntó a Antía si tenía lista la comida porque tenía hambre. Para su sorpresa, la eficiente criada llegó muerta de vergüenza y le recoció que no había tenido tiempo de terminar de cocinar y que al menos tendría que aguardar una hora.

«No tengo tanto tiempo», pensó y mirando a Estefany, preguntó si le apetecía ir a comer con él al restaurante de la esquina.

De primeras se negó, aduciendo que no se sentía con ganas de cambiarse de ropa. Observando que llevaba un jersey ancho y una falda larga, indumentaria muy parecida a la que llevaba cuando la recogió en el aeropuerto, Gonzalo no aceptó sus excusas y únicamente le mostró la puerta.

―Te vienes conmigo. No se hable más.

Bajando la mirada mientras esbozaba una sonrisa, pícaramente, contestó:

―Sí, amo.

Por un momento, el cincuentón se quedó helado. Pero al mirarla y ver que estaba de broma, reconoció por primera vez en ella a la dulce y traviesa criatura que había conocido años antes. Viéndolo como un síntoma de su recuperación, riendo la avisó que se diese prisa o se la llevaría a rastras.

―No hace falta, soy una niña muy obediente― cogiendo su bolso, comentó y con paso alegre salió de la casa.

La comida resultó un agradable interrogatorio por su parte en el que nada quedó a salvo de sus preguntas. Desde los motivos de su divorcio, si tenía novia o la marcha de su empresa. La forma tan divertida en que planteó esas cuestiones evitó que se sintiera molesto e incluso le reconoció las dificultades que había tenido esa mañana para centrarse en el nuevo contrato.

Aun así, le sorprendió al dejarla en casa que esa niña le diera un beso en la mejilla mientras le avisaba que no le quería de vuelta hasta que hubiese dejado finalizada la oferta.

―Sí, bwuana― respondió muerto de risa a lo imperativo de esa orden.

―Cuando acabes y si no te importa, me gustaría que viéramos juntos un capítulo de Blacklist, una serie a la que soy adicta.

Despelotado, el maduro hombretón confesó que él también estaba totalmente picado con la historia de ese gánster y que estaba a punto de terminar de ver la séptima temporada.

―Te llevo dos capítulos de ventaja, pero no me importaría volverlos a ver.

Con ello acordado, Gonzalo se fue a la oficina y sin darse cuenta se enfrascó completamente en el asunto con los americanos, descubriendo aspectos en los que podrían sumar fuerzas que hasta entonces no había caído. Eran ya las once de la noche cuando al terminar se percató de lo avanzado de la hora y mandando por email la oferta, se fue a casa.

Al llegar, se dirigió a la cocina a ver qué le había dejado la pelirroja y ante su sorpresa, se encontró a Estefany esperándolo con una sonrisa.

― ¿Qué tal te fue? ¿Conseguiste darle forma?

Algo en su tono hizo que más que una pregunta hubiese sido una afirmación y desternillado, bromeó con ella diciendo que era un hombre de palabra y que si había llegado tan tarde era porque le daba miedo entrar en la casa sin haberlo terminado.

―No soy tan mala― protestó.

La ternura de su voz lo dejó sin habla y tratando que no notara su nerviosismo, preguntó si había cenado.

―No, te estaba esperando. Ahora sé niño bueno y vete a descansar en el sillón mientras la caliento.

Que lo tratara como un crio lo hizo reír y cogiendo una cerveza de la nevera, no vio nada malo en dejarse mimar por la chavala. Ya en el salón, se dejó caer en el sofá de tres piezas, sin saber que al llegar Estefany se sentaría a su lado en vez de hacerlo en el otro. Tampoco le pareció tan extraño al ver que así la televisión le quedaba de frente y charlando con ella, cenaron.

Cuando acabaron, Gonzalo buscó en la pantalla Netflix para seleccionar la serie, pero entonces la casualidad quiso que hubiesen repuesto una película de Halle Berry que le habían dicho que era un peliculón. Sin saber realmente nada sobre su contenido, preguntó a la morena si le apetecía verla.

―Ponla, veo que a ti sí y prometiste que no ibas a cambiar nada para agradarme.

Como en parte tenía razón, no dudó en seleccionar Monster´s Ball en la televisión y se pusieron a verla.  Desde el principio al cincuentón le pareció una obra de arte en la que se mezclaba racismo con una descarnada historia de amor entre la mujer de un hombre que acababa de ser ejecutado y su verdugo. En cambio, a la chiquilla le debió aburrir porque cerrando los ojos posó la cabeza en el hombro de su benefactor y se quedó dormida. Como eso era algo que muchas veces habían hecho sus hijas, Gonzalo lo aceptó con naturalidad y siguió viendo la película.

En un momento dado, cuando el protagonista se ofreció a llevar a la viuda a casa, recordó que si le habían hablado de esa cinta era por la escena en que Halle Berry se entrega al carcelero. Sabiendo que era brutalmente erótica, se removió incómodo al tener a Estefany durmiendo en su hombro. Mirando de reojo, oyó su respiración y decidió continuar. La pantalla mostraba para entonces a la pareja llegando a donde vivía la viuda e invitándolo a pasar, abrió una botella de Jack Daniels que era la preferida de su difunto esposo.

El dolor que llevaban acumulado en sus precarias vidas se desbordó y ya borrachos, comenzaron a ver unos dibujos que había realizado el marido y el hijo de la camarera mientras a su lado Estefany comenzaba a roncar con la suavidad de una gatita. Viendo su tranquilo dormitar, paró la cinta y se sirvió una copa. Al volver la cría, se movió y dejándose caer, apoyó la cabeza sobre el muslo del cincuentón. Por un momento, sintiéndose incómodo, estuvo a punto de despertarla. Pero no lo hizo y volvió a poner la película.

En ella, Halle Berry llevaba una blusa de tirantes de color morada y una minifalda negra que parecían sacadas de un rastrillo. La humildad de su ropa no menguaba la belleza de la actriz.

«Aun así está buenísima», se dijo mientras en la pantalla se echaba a llorar recordando a su hijo.

Cuando el tipo la intenta consolar, se vio siendo el protagonista masculino de la historia mientras la femenina por arte de magia se había convertido en la colombiana.

―Quiero que me haga sentir mejor― Estefany le rogó en la pantalla mientras se bajaba los tirantes y ponía los pechos a su disposición.

Horrorizado, giró la cabeza hacia abajo y al ver que seguía dormida, no tuvo fuerzas de apagar la cinta al ver que, subiéndose sobre él, le pedía que le hiciera sentir bien.

«Estoy soñando», se dijo mientras observaba a su otro yo despojándola de la blusa.

― ¿Puedes hacerme sentir bien? ― insistía la amiga de Patricia al sentir los labios de Gonzalo en sus senos mientras llevaba las manos hasta su falda.

La necesidad de la mujer se incrementó al verse solamente en bragas y girándose sobre el sofá, se puso a cuatro patas para que el cincuentón y no el actor la hiciera suya.

Sin entender cómo era posible vio que el trasero al que se estaba follando en la cinta era el mismo que había visto duchándose.

«No es posible», se dijo mientras su alter daba unos bruscos azotes en el pandero de la colombiana.

La rapidez con la que en la televisión iban cambiando de postura y del perrito pasaban al misionero lo tenía totalmente alelado.

«Somos nosotros», exclamó advirtiendo que hasta el protagonista tenía su misma marca de nacimiento en el trasero.

Ya totalmente excitado, vio en la pantalla a Estefany empalándose sobre él y a los pechos que tanto le habían impresionado rebotando al ritmo en que lo montaba hasta que cayendo sobre él se corría mientras su yo la tenía sujeta con las manos en el trasero. La sensualidad con la que la morenita movía las nalgas para disfrutar de los últimos coletazos de placer lo aterrorizó y más cuando oyó la voz de la chiquilla agradeciéndole en el oído que lo necesitaba, que no sabía cuánto necesitaba sentirse amada.

Sin entender qué pasaba, apagó la televisión y durante más de un minuto, se quedó callado temiendo incluso bajar la mirada por si la joven se hubiera percatado de su erección. Cuando al fin pudo reunir el coraje suficiente para mirarla se la encontró todavía durmiendo, pero con la misma sonrisa que muchas veces había visto en sus amantes después de haber follado.

«Estoy imaginándomelo todo», pensó y negando lo que había sentido y visto, adujo esa alucinación al cansancio.

Comprendiendo que no podía dejar a la cría durmiendo en el salón, la tomó en brazos y como tantas veces había hecho en el pasado con Patricia o con su hermana, la llevó hasta la cama. Una vez allí, con la ternura de un padre, la tapó y estaba apagando la luz cuando entre sueños escuchó a Estefany susurrar:

―Gracias, por hacerme sentir bien…

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