7

Con el recuerdo de lo sucedido, me desperté el domingo teniendo todavía entre mis brazos a la chavala. La expresión tranquila de su rostro descansando no evitó que me sintiera mal al saber que su felicidad era producto del maltrato que había recibido desde niña. Y no queriendo que perturbar su descanso, me quedé observándola en silencio. Su belleza eslava y las reacciones que provocaba en mí fueron un siniestro recordatorio de la responsabilidad que la zorra de mi secretaria había puesto sobre mis hombros. Y mientras acariciaba su cuerpo con la mirada, instintivamente mis ojos se dirigieron hacia su sexo. La ausencia de vello me permitió recorrer sus pliegues mientras me preguntaba si en su interior seguía teniendo esa telilla que confirmara su virginidad.

            Sin ser algo perentorio que necesitara saber, una insana curiosidad me nubló la razón y comportándome como un bellaco, me agaché y acerqué mi cara entre sus piernas. El olor que desprendían esos labios fueron una llamada que no supe contrarrestar y antes de darme cuenta, con la lengua recogí un poco de la humedad que los envolvían.

«¡Qué estás haciendo!», horrorizado pensé y con el agridulce sabor de la rusita impregnando mis papilas, hui al baño.

La angustia de haber abusado de ella no evitó que entre mis piernas creciera mi apetito y queriendo apaciguarlo, decidí llenar el jacuzzi con la esperanza de que un baño me bajara la erección. Ya con el agua a su nivel, cerré el grifo y me estaba desnudando cuando la chiquilla apareció por la puerta.

―Lo he preparado para ti― mentí al comprobar en su rostro que Natacha sufría al sentirse ignorada.

― ¿Para mí? ― preguntó incrédula pero feliz.

Riendo, la tomé entre mis brazos y a pesar de sus protestas, la metí en la bañera y comencé a bañarla, pensando quizás que con ello podría disolver alguno de sus miedos. Lo que no esperaba es que al sentir la esponja recorriendo su cuello, la rusita se echara a llorar.

― ¿Qué te ocurre? ― pregunté alucinado con sus sollozos.

―No merezco sus mimos― susurró.

―Por supuesto, que te mereces esto y mucho más― añadí llenando de espuma su cara: ―Eres la dulce muñequita que un día llegó a mi vida para que la cuidara.

            La rubia recibió mi tierna reprimenda con ilusión y regalándome una de sus habituales sonrisas, me rogó que le hiciera compañía dentro del agua. No pudiéndome negar a su deseo, metí un pie en la bañera sin prever que en plan juguetón esa endiablada criatura tirara de mí haciéndome caer sobre ella y menos que en vez de quejarse de mi peso, con inusitada picardía comenzara a restregarse contra mi pene, riendo:

            ―Quiero que mi maestro me haga repasar cómo se anda para que luego pueda explicárselo a su Patricia.

            Esa extraña fijación con mi secretaria levantó mis alarmas y mientras Natacha subiéndose encima de mí comenzaba a rememorar las lecciones que había aprendido, quise que me contara porque le urgía compartir sus experiencias con la negrita.

―Ella insistió en que la mantuviera al tanto de mis progresos― con ilusión contestó incrementando mi turbación al posar sus juveniles senos en mi pecho.

No queriendo revelar mi disgusto, llevé las manos a sus nalgas y presionándolas, marqué el ritmo de sus movimientos mientras insistía en que me contara si esa maldita le había explicado el porqué de su interés.

―Según ella, debo confesarle todo lo que siento cuando su Lucas me mima, para asegurarse de que soy feliz― suspiró al sentir mi boca acercándose a su pecho.

A pesar de ser consciente de la vileza de la treta que estaba usando para sonsacarle información, eso no fue óbice para que lamiendo su rosada areola siguiera interrogándola:

― ¿Qué crees que diga cuando le cuentes que esta mañana he mordisqueado    tus pechos?

El berrido que brotó de su garganta al notar mis dientes torturando con ternura su pezón fue música celestial a mis oídos y por ello no dejé de mordérselo mientras la oía contestar.

―Sé que sentirá envidia de su muñeca y que hubiese deseado estar en mi lugar.

― ¿Te lo ha dicho o lo supones? ― no dando tregua a la inexperta muchacha, pregunté.

El completo colapso de Natacha fue algo que no contaba y por eso no pude insistir cuando de pronto desde la primera hasta la última de sus neuronas entraron en ebullición y ante mis ojos se derrumbó presa de un orgasmo aún más brutal que el de la noche anterior.

«Por Dios, ¡qué narices estoy haciendo!», exclamé para mí al verla babear con la mandíbula desencajada por el placer y sintiéndome a la altura de su torturador, decidí tomarla entre mis brazos y llevarla de vuelta a la cama.

Sobre las sábanas, la cría siguió disfrutando o mejor dicho sufriendo un clímax tras otro sin que yo pudiese hacer nada por evitarlos y asustado cuando comprobé que no paraban, sino que se iban incrementando en intensidad, probé todas las palabras claves que se me ocurrieron e incluso la abofeteé sin resultado visible alguno.

Ya temiendo por su integridad, tomé el móvil y llamé a mi secretaria. La zorra de Patricia escuchó mi problema sin inmutarse y como la vez anterior en que pedí su ayuda, me hizo poner el altavoz en la oreja de la joven:

―Tu amo está satisfecho con su muñeca.

Como por arte de magia, al escuchar a la mujer desde el otro lado del teléfono, Natacha dejó de debatirse y se quedó dormida.

―No era tan difícil― riéndose de mí, declaró la arpía.

Lleno de ira al escuchar su guasa, le ordené que dejara lo que estuviese haciendo y viniera a explicarme qué ocurría y porqué sabía exactamente qué decir y cómo actuar en cada caso, revelando las sospechas que me corroían de que de alguna forma hubiese sido partícipe del lavado de cerebro de la rusa. Entendiendo mi indignación, me informó que llegaría en cuarto de hora…

Con ganas de estrangularla, esperé en el hall de la casa que esa zorra de piel oscura llegara. Cuando el reloj marcó el tiempo que le había dado sin que apareciera, volví a llamarla y sin preguntar cuanto le faltaba, la amenacé con ir por ella y traerla a rastras tirándole de las trenzas. Lejos de intimidarle mi exabrupto le hizo gracia y mostrando su ausencia de moral, comentó que esa idea era tan atrayente que no iba a tocar el timbre para que fuera yo quien la obligase a entrar al piso.

Supo que no había medido bien sus palabras cuando me vio abrir la puerta y cogiéndola de sus greñas, la introduje a la fuerza por la casa hasta mi cuarto donde sin disculparme señalé a la rubia que me traía tan preocupado.

―Te doy cinco minutos antes de llamar a la policía para que expliques tu actuación.

Sin turbarse en absoluto, de su bolso sacó un expediente con el dictamen de los psiquiatras que habían atendido a Natacha tras rescatarla y dijo:

―Léelo antes de levantar infundios sobre mí.

No sé qué fue lo que me enervó más, si su tranquilidad o el hecho que, pasando completamente de mí, se tumbara sobre “mi” cama y abrazando a “mi” muñeca, comenzara a susurrar en su oído que “su” ama había llegado y que por tanto no tenía nada que temer. Indignado cerré el cuarto tras de mí y a pesar de ser solo las once de la mañana, me puse un whisky con el que digerir tanto mi cabreo como las páginas que tenía que leer.

Tal y como me había avisado, el dossier que había puesto en mis manos era el resultado del examen del equipo médico de su ONG, el cual además de los aspectos psicológicos de la rusita incluía todas las pruebas que le había hecho para dictaminar si estaba sana. Pasando por encima los temas de su salud física, me concentré en los de su equilibrio mental y en ellos pude constatar que además de ratificar la opinión de mi amigo respecto a la presencia de “Switches de comportamiento”, incluía una serie de procedimientos y palabras claves que esos traficantes de blancas habían usado con anterioridad en otras víctimas.

Con esa lectura, me enteré porqué ella había tenido éxito mientras yo había fallado, ya que el autor de ese expediente dejó escrito que cuando las pacientes entraban en algún trance o bucle de sufrimiento o de placer se las debía hacer saber que “su dueño” estaba contento con ellas para conseguir su vuelta a la normalidad.    

«Si lo sabía, ¿porque se lo calló?» indignado, me pregunté.

Al no hallar respuesta entre esas páginas, preferí dejarlas y sacársela a ella, aunque fuera a golpes.  Por ello, volviendo a mi habitación, abrí la puerta. Ni en mis peores pesadillas preví encontrarme a mi secretaria totalmente desnuda acariciando la nuca de la rusa y a ésta, revolcándose en mitad de un orgasmo.

― ¿Se puede saber qué coño haces? ― grité descompuesto sin poder rechazar la tentación de admirar los negros pezones que me traían tan obsesionado.

No mostrando vergüenza ni estupor por sentirse observada, la hija perra continuó provocando el placer de la muchacha al contestar:

―Nuestra muñeca necesitaba sentir los mimos de su ama… así que o bien te quedas y aprendes, o te vas y esperas a que termine.

Lo prudente, sano o, por qué no decirlo, ético hubiese sido el marchar, pero no pude y sentándome frente a ellas, permanecí en el cuarto mientras esa negra tentación incrementaba sus caricias rozando con las yemas el clítoris de Natacha.

―Linda, este botón es el responsable del placer que sentiste con “mi” Lucas― mirándome a la cara, comentó al tiempo que le daba una demostración del resultado que un pellizco provocaba en ella.

La cría pegando un sonoro aullido confirmó que ese pequeño montículo era un resorte que podía y debía usar su amo para premiarla, pero lo que nunca se imaginó la zorra de mi asistente fue que imitándola la joven buscara comprobar si su maestra reaccionaba igual a una caricia suya en el mismo lugar.

―Qué traviesa es nuestra muñeca― sin pudor y permitiendo que continuara al separar las rodillas, Patricia comentó.

La visión de su coño siendo acariciado despertó mi lado perverso y elevando mi voz desde la silla, informé a la que se consideraba mi pupila que le iba a dar otra clase y que siguiera mis órdenes. Como no podía ser de otra forma, Natacha esperó mis indicaciones mientras Patricia me miraba aterrorizada. Viendo su indecisión, cogí mi móvil y comencé a grabar mientras le decía:

―Como te ha dicho tu ama, el clítoris es un detonante de placer que puedes y debes usar para mostrar tu gratitud con “mi negra”. Pero lo que no te ha dicho y por tanto no sabes es que el mejor método de hacerlo reaccionar es usando tu lengua para acariciarlo.

Mi empleada comprendió muy a su pesar que no podía llevarme la contraria porque eso sería contraproducente para la chiquilla y lanzándome una cuchillada con la mirada, añadió:

―Haz lo que te dice, “mi blanco”. Deslízate por mi cuerpo, dándome besos y al llegar a mi sexo, delicadamente descubre mis pliegues antes de intentar lamerlo.

Juro que sus indicaciones rebasaron por mucho las que yo iba a dar y por eso prestando atención, observé cómo Natacha se iba acercando a los impresionantes pechos de la morena dejando a su paso una serie de interminables besos a los que no fue inmune su profesora.

―Lo estás haciendo muy bien, pero sigue― con la respiración entrecortada, pidió al sentir que excediéndose la chavala se había hecho fuerte en los senos mordisqueando las gruesas escarpias que para entonces eran sus pezones.

―No tengas demasiada prisa― interviniendo, añadí: ―Antes de continuar, debes comprobar si a tu dueña le gusta sentir que se los retuerces entre los dedos.

Como en su interior yo era su principal valedor, la joven me obedeció a mí y no a ella. Y con un extraño fulgor en su mirada, llevó sus pálidas manos a las exuberantes ubres de la morena.

―Hazlo― insistí.

 Como si fuera algo natural en ella, cogió las excitadas areolas de Patricia y con dos dedos en cada una, comenzó a torturarlas con saña. Supe que estaba imitando a su torturador cuando llevando al límite su resistencia, comentó al oído de la morena que debía exteriorizar a su amo lo que sentía:

―Qué mi Lucas es un pervertido y qué me vengaré― chilló elevando su voz.

Satisfecho, ordené a Natacha que siguiera rumbo a la meta. Increíblemente, observé que la negra entornando los ojos involuntariamente me lo agradecía y sin dejar de grabar lo que estaba ocurriendo, me acerqué y mordí sus labios. Patricia se derrumbó sobre la almohada presa de una excitación que poco tenía de actuación y restregando en su cara lo mucho que le estaba gustando mis clases, volví a mi silla.

―No soy tu zorra― protestó mientras la lengua de la rusa comenzaba a desplegar atenciones entre sus pliegues.

― ¿Entonces quién eres? ― muerto de risa, repliqué.

Sin cortarse ante la cámara, replicó:

―Por ahora tu secretaría, pero pronto seré la mujer de la que estarás enamorado y a la que pedirás que sea tu esposa.

Que confesara sus intenciones tan libremente me dio que pensar y mientras ordenaba a Natacha que pegara un primer lametazo a lo largo del coño de Patricia, comprendí que esa confesión no había sido lanzada por azar y que su intención era demostrar sin rodeos que se sentía tan segura de sí misma que no iba a necesitar aludir a un supuesto acoso para conseguir sus deseos.

 ―Mete la lengua en el interior de tu ama y fóllatela, como algún día yo haré contigo, pero jamás con ella― exigí a la chavala.

El aullido indignado de mi empleada al escuchar mi negativa a acostarme con ella, coincidió en el tiempo con su placer y mientras la rusita se lanzaba a devorar el sexo de su dueña, ya sin recato alguno está gritó:

―Lo quieras o no, eres tú el que me está follando a través de nuestra muñeca.

Con ira comprendí que esa zorra tenía razón y que Natacha solo había sido un instrumento con el que intenté saciar mis ganas de poseerla, por eso abandonando la habitación, cogí las llaves del coche y salí a recorrer sin rumbo las calles de Madrid…

8

Llevaba dando vueltas más de una hora sin que las musas se apiadaran de mí mostrándome cómo debía afrontar la fijación que el cerebrito que había cometido el error de contratar sentía por mí, cuando escuché el sonido de un mensaje en mi teléfono. Aprovechando un semáforo lo abrí al comprobar que era de la morena.

            ―Lucas.  He conseguido calmar a Natacha, ya que se quedó muy trastornada por la forma en que nos dejó. Ahora está contenta y feliz esperando la vuelta de su dueño. Por favor, no tardes mucho.

            Al leerlo comprendí que en adelante debía tener más cuidado y no jugar con la fragilidad mental de esa chiquilla. Por eso, educadamente, le di las gracias por la advertencia.

            Demostrando nuevamente lo puta que era, aprovechó mi mensaje para escribir otro pidiendo que le mandara una copia de lo que había grabado para que le hiciera compañía por las noches.

            ―Que lo disfrutes― sin visualizar su contenido, fuera de las casillas, respondí adjuntando lo que me pedía.

            ―Lo haré con mis deditos soñando que son los tuyos― tuvo los santos ovarios de contestar.

            Contra todo pronóstico, me encantó sumergirme en ese juego y replicando al instante, pedí que se gravara haciéndolo y que me lo mandara.

            ―Dame un par de horas y lo tendrás― añadiendo tres besos al mensaje y un corazón contestó.

            Con una extraña, pero reveladora, sonrisa en mi rostro, volví a casa a reunirme con “nuestra” muñeca…

Natacha me recibió feliz y exteriorizando su alegría, me informó que al día siguiente antes de irme al trabajo tenía que llevarla al Centro de Educación de Personas Adultas del Distrito Centro, donde Patricia había concertado una cita con su directora.

            ―Sabía que mi amo quería a su muñeca, pero no que iba a permitir que estudiara― afirmó mientras me abrazaba.

            La ilusión que mostraba no me permitió explicar que no había sido mi idea sino la de esa manipuladora de rasgos africanos, pero mentalidad de una agente soviética del KGB y por eso, únicamente pregunté si le había dado tiempo de hacerme de comer.

            ―Me duele que lo pregunte – contestó y mostrándome el camino hacia el comedor, se fue a traer lo que había preparado.

            Al entrar y ver sobre la mesa dos platos, sospeché que iba a recibir la visita de Patricia, lo que extrañamente no me enfado. Sentándome en la silla, me sorprendió que fuese ella misma la que ocupara el sitio libre:

            ―Su novia me informó que a partir de hoy debía de comer junto a usted― anticipándose a la pregunta, comentó.

            Asumiendo que era parte del proceso de adaptación de la chavala a su nueva vida, no vi inconveniente alguno y llené con vino tanto mi copa como la suya.

            ― ¿Me está dando permiso de beber? ― quiso saber al ver lo que había hecho.

            ―Una sola, nada más. Se te puede subir al no estar habituada― respondí reparando en que como otras tantas cosas iba a ser su primera vez.

            Ver la timidez con la que daba un sorbo al vino, me hizo sonreír y aprovechando ese momento de placidez, conversé con ella acerca de lo que le gustaría estudiar una vez se hubiese sacado el graduado escolar.

            ―Si usted me lo permite, querría estudiar arte.

            A cualquier otra persona hubiese contestado que no necesitaba mi permiso, pero en su caso y conociendo el maltrato al que la había sometido, únicamente pregunté por las razones que le habían llevado a elegir esa opción.

―En casa de mi antiguo amo, había muchos cuadros y cuando me quedaba sola durante días enteros, mi única compañía fueron un cuaderno de dibujo y un maletín con pinturas de todos colores que me regaló como premio.

― ¿Te apetece que vayamos al Prado? ― comenté.

Colorada hasta decir basta, la preciosa eslava me reconoció que no sabía qué era ese lugar. Sin dar importancia a su ignorancia, le expliqué que era uno de los museos más importantes de pintura y que allí podría ver las obras de grandes genios.

―Por favor, ¡necesito que me lleve! ― exclamó dando saltos de alegría sin moverse del asiento.

Enternecido, la azucé a comer, prometiendo que nada más terminar la llevaría. La forma en que se atascó dándose prisa me hizo imitarla y en menos de diez minutos, habíamos acabado incluso con el café. Como anécdota he de contar, que eran tantas sus ganas de salir que no cayó en que seguía desnuda.

―Muñeca, deberías vestirte antes.

Ruborizada comprendió y dejándome solo, se fue a cambiar. Al volver, venía vestida con un vaquero, un top y subida en unos andamios. Mirándola, no solo parecía sacada de un desfile de moda, sino que me llevaba cinco centímetros. Y no queriendo demostrar que no me gustaba sentirme bajo a su lado, usé como excusa para que se quitara esos tacones que no eran apropiados para caminar:

―Vamos a estar dos horas andando por museo. Ponte mejor unas zapatillas cómodas― finalmente, la aconsejé.

            Accediendo a regañadientes, me hizo caso y tras cambiarse, salió de mi brazo rumbo al Prado. Como su alegría era contagiosa, aproveché el camino para explicarla que no solo veríamos escenas felices, sino también otras duras.

            ―Nada comparables a lo que he sufrido cuando no le conocía― contestó al oír esa advertencia.

            Reconozco sin rubor, que me estremecí al imaginar lo que había padecido y acariciando su mejilla, repliqué a esa criatura que eso era un pasado que nunca volvería a su vida.

            ―Lo sé, su Patricia fue lo primero que dijo al hablar conmigo.

            Aunque Natacha hubiese llegado a mi casa de su mano, me molestó su obstinación en recordarme a su salvadora y con ganas de incordiar más que otra cosa, escribí a ésta un mensaje exigiéndola que cumpliera la promesa de mandarme un video.

            “¿Tanto desea mi jefe y futuro enamorado verme disfrutando?”, inmediatamente, contestó.

            Como siempre, esa zorra consiguió sacarme de las casillas y midiendo que era mi empleada y que ese mensaje podía ser usado en un juicio, tecleé en mi teléfono:

            “Cuando alguien se compromete en algo, debe cumplirlo”.

            No habían pasado más que unos segundos cuando puede leer su respuesta:

            “¡Me encanta saber lo ansioso que estás! Pero todavía tardaré media hora. Firmado: tu secretaria y futura esposa”.

            Me abstuve de contestar y como estábamos llegando, di por inevitable ese retraso mientras buscaba un sitio donde aparcar. El destino quiso que un jaguar del tamaño de mi bmw estuviese saliendo a una manzana del museo y, por tanto, metí el coche en el lugar que dejó libre. Lo que no sabía es que los escasos cien metros que nos separaban de la pinacoteca iban a poner a prueba mi temperamento y sobre todo mi paciencia ya que, al ir caminando por la acera con Natacha del brazo, un grupo de jóvenes no tuvieron empacho alguno en piropearla:

            ―Tía buena, ¿qué coño haces con ese viejo? ¡Si quieres diversión, ven con nosotros!

            Confieso que estaba a punto de soltar un bufido, cuando la eslava se me adelantó:

            ―Mi novio es un hombre y no un niñato como otros.

            La forma en que se había referido a mí, me dejó acojonado y le susurré al oído que no era su pareja. Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, me contestó.

            ―Yo lo sé, pero ellos no.… y además su Patricia me explicó que nunca debía de decir a nadie que usted era mi dueño.

            Admitiendo que tenía razón, no por ello dejó de molestarme que hubiera sido esa zorra la que se lo aconsejara, previendo el problema y cagándome en los muertos de la morena, llegamos a la taquilla. Mientras pagaba, me volvió a aterrorizar que, dado que el manipulador que la había educado le había regalado un kit de dibujo, pudiéramos toparnos con alguno de sus detonantes de comportamiento en el museo. Adelanto que no fue así y la tarde resultó más que agradable, sublime. Fue una delicia comprobar cómo se rio viendo “Los borrachos de Velázquez”, cómo lloró con “los fusilamientos de Goya” o cómo se emocionó con “El descendimiento de la Cruz de Van Der Weyden”. Al ser nuestra primera visita y mis miedos seguían ahí, evité pasar por las salas donde se exhibían las obras que consideraba más peligrosas. Así, en esa ocasión, no le mostré ni la época negra del pintor zaragozano y menos a “Saturno devorando a su hijo”, no fuera a ser que el malnacido hubiera programado una de esas espitas en esas pinturas.

            Esa autocensura casi me hace cometer un pecado capital y ya había dejado atrás “El jardín de las delicias del Bosco”, otra de las obras problemáticas, cuando recordé que muy cerca se exhibía uno de los cuadros que más me habían impactado cuando era un crío. Por eso rehaciendo el camino, la planté frente a un retrato de cincuenta y dos centímetros de alto por cuarenta y uno de ancho:

            ―Muñeca, este pequeño cuadro es para mí una de las obras cumbres de la pintura.

            ― ¡Es precioso! ― exclamó embelesada y como si hubiese sido hipnotizada, se quedó observando en silencio el virtuosismo con el que Durero pintó su famoso autorretrato.

            Justo en ese momento, me entró un mensaje de Patricia y al leer el texto dudé si ver el video:

            “Algún día y con este vestido, te haré un striptease”.

            Mientras decidía si darle al play o esperar a casa, de reojo observé que Natacha no parecía tener prisa y que todavía se iba a quedar un rato al ver su fascinación la maestría con la que dejó patente su melena de pelo rubio el alemán. Quizás por eso, me atreví a dar inicio lo que había grabado y agradezco haber bajado al mínimo el volumen porque, tras un plano en negro donde solo se oía la marcha nupcial de Mendelssohn, apareció esa impertinente e imprevisible negra vestida de blanco. Sintiéndome burlado, paré el video y preferí terminarlo de ver ya en privado, pero antes de guardar el móvil le mandé un mensaje no muy escueto, pero sí directo:

            “Si no quieres que a ese traje se lo coman las polillas sin haber sido usado, búscate a otro”.

             Después de lo cual, olvidándome de esa cabrona de exuberantes tetas, me centré en la muchacha que tenía bajo mi cuidado y durante casi dos horas más, la fui guiando de cuadro a cuadro explicándole lo que sabía y lo que no buscándolo en internet.

            ―Gracias, don Lucas. Ha sido el mejor día de mi vida― me soltó al salir.

            De camino al coche, recordé sus palabras acerca de la compañía que le hacían unos pinceles y girando ciento ochenta grados, cruzamos Neptuno con la idea de entrar en una de las tiendas para turistas donde según mi memoria a parte de suvenires del museo vendían todo tipo de material de pintura.

            ―Mira, ¡hay un libro del Prado! ¡Todo lo acabamos de ver! ― gritó mientras entusiasmada se ponía a ojearlo.

            Viendo que la calidad del mismo era escasa, la dejé viendo mientras al empleado le pedía uno de mucha mejor edición. Enseguida me entendió, y cogiendo uno enorme de un estante me lo dio. Al comprobar que era una impresión de lujo y que recorría cronológicamente la colección permanente de la pinacoteca, le pedí que me lo apartara porque pensaba comprarle más cosas. Oliéndose la clase de cliente que era al haberme gastado de primeras cien pavos, preguntó que más quería:

―Yo nada. La niña, todo lo que le pida.

Y cerrándole el pésimo facsímil en sus narices, comenté a Natacha que, ya que quería estudiar arte, deseaba regalarle los instrumentos básicos de pintura y que le fuera pidiendo al hombre lo que viera que necesitaba.

―Le amo, mi señor― chilló buscando mis labios.

Con cariño, no solo la rechacé, sino que le recordé que no debía llamarme así en presencia de la gente.

―Te amo, amor mío― con una picardía que nunca esperé de ella, replicó.

Ese día fui un pésimo amo, ya que en vez de enfadarme me reí. Lo que no me hizo tanta gracia fue verla acumular lápices, acrílicos y hasta oleos mientras el vendedor sonreía. Confieso que era tanta su emoción que no dije nada y solo discutí con ella cuando quiso comprar un lienzo de más de dos metros de ancho.

 ―Don Lucas, para el cuadro que tengo en mente, necesito que sea grande.

Tras unos dimes y diretes en los que esa criatura sacó a relucir un par de lágrimas, pactamos que fuera de “uno por uno y medio” el que finalmente nos llevamos. Cuando pagué la cuenta, realmente comprendí el verdadero significado de “sales más caro que un hijo tonto” al ver el agujero que la damisela había dejado en mi cuenta corriente. Pero he de confesar que no me importó al considerarlo parte de su recuperación anímica y por eso, subiendo todo al coche partimos de vuelta a casa.

Al llegar, Natacha intentó tomar al asalto mi despacho haciéndolo su taller, pero me negué de plano y dado que su cuarto apenas lo usaba porque dormía conmigo, fue ahí donde finalmente colocó todos los bártulos que habíamos comprado. Una vez puesto el lienzo sobre el caballete, cogió el libro del Prado y olvidándose de mí, se puso a buscar un cuadro que copiar. Como ese interés en ella era nuevo, la dejé sola y me fui a mi habitación donde recordé que no había visualizado todavía el video de Patricia.

Al ser la televisión una de esas inteligentes, las que la gente pervirtiendo nuestro idioma llama “Smart”, decidí ponerme cómodo y ver su contenido en su pantalla.

Ya sin la cortapisa de público, la música de Mendelssohn sonó a todo volumen en los altavoces. Estaba decidido a no dejar que esa zorra se saliera con la suya excitándome y por eso cuando la vi aparecer de novia, me puse a observar con espíritu crítico su vestido.

«Cómo engorde cien gramos antes de casarse, no le va a cerrar», pensé para mí fijándome en lo ajustado que le quedaba.

Parando la imagen, todavía tranquilo, comencé a estudiarla a conciencia. Con su metro ochenta y al igual que Natacha esa tarde, se había puesto unos tacones de más de diez centímetros y eso muy a mi pesar estilizaba su figura, haciendo resaltar tanto su trasero como sus pechos.

«Hay que reconocer que está estupenda», sentencié dando nuevamente al play mientras pensaba en lo que diría Joaquín si algún día se enterara de la forma en que su hermanita acosaba su “admirado” jefe e imaginando su cabreo, seguí disfrutando del video.

Es más, anticipado lo que iba a contemplar, me pregunté si mi secretaria habría sido tan mema de auto inculparse nombrándome. No tardé en comprobar que fue así cuando mirando a la cámara en plan putón susurró:

― ¿Le parezco suficientemente guapa a mi jefe? ¿O sigue pensando que Altagracia lo es más?

Que comenzara haciendo mención a la puta que contraté por ser su clon, me descolocó y contra todo pronóstico me puse a fantasear con que fuera una escena lésbica lo que esa zorra había grabado. Y por eso ya estaba hipnotizado cuando en la televisión comenzó a bailar riendo.

― Me encantó descubrir que mi Lucas, ese hombre atento y educado sentía predilección por las negras como yo― la escuché decir mientras comenzaba a desabotonar lentamente su vestido.

Cuando ya creía que lo iba a dejar caer hizo todo lo contrario, levantándose la falda exhibió sus pantorrillas para a continuación mostrar los muslos que tan obsesionado me tenían.

―Soy preciosa y lo sabes.

Para entonces y aunque no quisiera reconocerlo, deseaba que se diera prisa, que dejara los jueguecitos y se terminara de desnudar. Pero no tardé en darme cuenta que no iba a ser así y que esa loca iba a aprovechar para poner las cartas sobre la mesa.

―Desde que defendiste a mi hermano siendo hetero, me interesé por ti y poco a poco, lo que descubrí, me hizo comprender que debías ser mío― comentó mientras se sentaba y con estudiada parsimonia, se iba quitando las medias.

 Las uñas rojas de sus pies me resultaron extremadamente estimulantes y sin querer me vi hundiendo la lengua entre sus dedos.

―El comportamiento con tu esposa al divorciaros y que no convirtieras la separación en una guerra, confirmaron que habías nacido para ser “mi” Lucas y que debía conquistarte.

Excitado y cabreado al mismo tiempo, tuve que hacer un esfuerzo para no parar la reproducción, llamarla y decirle hasta de lo que se iba a morir, pero asumiendo que en ese video mi “secretaria” estaba cavando su tumba decidí seguir viéndolo cuando levantándose finalmente dejó caer su vestido. El contraste de su piel negra contra el encaje blanco de su ropa interior me dejó sin habla al sentir entre mis piernas que el traidor se endurecía.

―No te imaginas lo feliz que me hizo que me contrataras y que al verme sentada en la silla de Merche tu mirada recorriera este trasero― comentó girándose haciendo que me deleitara con sus negras nalgas.

Todavía de espaldas, deslizó los tirantes del sujetador diciendo:

―Supe desde ese momento que no tardarías en babear por mí y que, con un pequeño empujón de mi parte, me harías tu diosa.

Entonces se giró hacia la cámara y acercando la cara mientras sonreía, lanzó una amenaza u oferta que consideré desde todo punto fuera de lugar:

―No tardarás en pedir probar las caricias de tu negra. Pero para que acepte y te las dé, habrás de pedirme antes que me case contigo. 

Que esa hija del diablo se vanagloriara en mi cara de la atracción que sentía por ella, me terminó de indignar. Por segunda vez en unas horas, dejé de visualizar el contenido del mensaje, y decidí que, si esa morena tenía ganas de guerra, guerra tendría. Con ese video en las manos como prueba, el acosador iba convertirse en acosador y su víctima en victimario:

―Atente a las consecuencias, ¡mi diosa! ― rugí muerto de risa, apagando la televisión.

9

Esa noche tuve que pedir que de un restaurante nos trajeran de cenar porque Natacha estaba tan centrada en la pintura que se olvidó de sus obligaciones como criada y ni siquiera se dio cuenta de la hora, hasta que sonó el timbre y descubrió del otro lado de la puerta al motorista trayendo unas pizzas. Su vergüenza fue máxima al verme pagándolas y asustada por lo que pudiese pensar de ella, me rogó que la perdonara.

            ―No sentí que había pasado tanto tiempo, lo siento y comprendo que deba castigarme― balbuceó completamente sofocada.

―Tienes razón… ¡te mereces un buen correctivo! ― con tono duro y hasta siniestro, repliqué: ―Eres una desvergonzada, una insolente a la que tengo que educar… por eso, inmediatamente, ven a que te enderece.

Dejando las cajas sobre la mesa, se acercó a recibir una dolorosa reprimenda, pero lo que se encontró fue con que su amo comenzó a hacerle cosquillas mientras le decía que fuese la última vez que se atreviera a pedir un castigo cuando no se lo mereciera.

―No le he hecho de cenar― intentando no reír, respondió.

 Hurgando con mis yemas en sus axilas, en sus costados, seguí haciéndola sufrir mientras se intentaba liberar.

―Te reprenderé severamente hasta el punto de mandarte exiliada a dormir a tu cuarto.

Viendo que era broma, simulando un dolor que no sentía, comenzó a gritar: ―No, por favor, dormir sola ¡no! ― cuando de repente algo se rompió en su interior y las risas se transformaron en llanto, la confianza en desesperación y la alegría en tristeza: ―No, por favor, no me eche de su lado.

Percatándome que no fingía, que realmente su desolación era real, no me quedó otra que cogerla en brazos y susurrar en su oído, que no se angustiara, que estuviera tranquila porque esa noche dormiría conmigo. Levantando su mirada, la vi sonreír:

―Ya que dormiré con mi amo, ¿finalmente me va a enseñar a follar?

― ¡Serás zorra! ¡Estabas actuando! ― exclamé muerto de risa al reconocer que esa nena me había tomado el pelo y poniéndola sobre mis rodillas, alterné azotes y cosquillas.

Con el culo rojo y agotada de reír, la tomé en brazos y llevándola a la ducha, la metí vestida en agua helada. Sus gritos indignados me sonaron a una sinfonía de Beethoven y prohibiéndola cerrar el grifo, me quedé disfrutando de cómo el frio amorataba sus labios y sus pezones. Cuando ya eran de color azul oscuro, le pedí que se acercara. Al hacerlo, mordí una de sus areolas. Su grito de sorpresa con el cambio de temperatura, me hizo reír y abriendo el agua caliente dejé que se templara.

―La próxima vez que me faltes al respeto, te meteré en hielo durante una hora.

Dejando que se secara sola, me fui a calentar las pizzas. Como diez minutos después, Natacha apareció por la cocina supuestamente arrepentida y pidiendo perdón, pero quizás su tono o puede ser que el brillo de su mirada algo en ella me hizo sospechar que mentía y que a la mínima oportunidad que tuviera iba a revelar nuevamente lo travieso de su carácter.  Sus travesuras lejos de molestar, me gustaban y solo la posibilidad de que al descarriarse de lo marcado en su subconsciente pudiese afectarla a posteriori, me hizo reaccionar y mostrarme duro con ella.

―Hoy creo que me he portado maravillosamente contigo y te he concedido todos los caprichos que me has pedido. No hagas que me arrepienta y me obligues a darte una paliza y a quemar todos los útiles de pintura que te compré.

Más que la violencia lo que realmente hizo que se arrepintiera fue la posibilidad de perder los oleos, los pinceles y los lienzos. Para la rusita, era un tema vital y echándose a llorar, juró que no volvería a tentar al destino desobedeciéndome.

―Te creo, muñeca. Ahora cena y luego, me tienes que mostrar lo bien que pintas.

Que, sin haberlo visto, pensara que chavala poseía talento la agradó y olvidando las lágrimas que derramó segundos antes, luciendo una sonrisa, comenzó a comer el triángulo que le había puesto en el plato.

―Me da vergüenza y miedo defraudarle― comentó mientras se servía una segunda ración.

Lo bien que se le daban todas las cosas que se proponía como podía ser desde los idiomas, al hablar un español casi sin acento o la cocina, donde era toda una chef, me hizo asumir que en dibujo también destacaría. Pero jamás me esperé descubrir que la veinteañera que vivía en mi casa era capaz de en apenas un par de hora llevar tan adelantado su primer cuadro.

― ¿Le gusta? ― me interrogó preocupada al ver que tomaba asiento frente al lienzo.

― ¿Seguro que nunca te dieron clases? ― alucinado quise saber viendo que se había atrevido a copiar la maja desnuda de Goya.

―Solo lo que leí en los libros― contestó al no entender la expresión de mi cara.

Si de por sí, la maestría con la que había plasmado tanto los colores como la atmosfera del genio era algo de admirar, la impresionante fidelidad con la que en vez de reproducir a la que supuestamente era la duquesa de alba, había trasladado en pinceladas el rostro, pechos y cuerpo de mi secretaria era algo solo al alcance de unos pocos.

«¡Por dios! ¡Aunque todavía solo la ha perfilado, se ve que es ella!», exclamé para mí mientras esa criatura esperaba mi valoración nerviosa.

Admitiendo que me hallaba ante un portento autodidacta y que en cuanto Natacha recibiera unas lecciones el valor de sus obras subirían como la espuma, riendo le pregunté si podría hacerme el favor de agregar un par de elementos a la pintura.

―Me encanta lo que has pintado, pero sería divertido que a Patricia le añadieras unos cuernos en la frente y una cola de demonio en su trasero.

No cayendo en que la negra no estaría muy contenta al verse retratada como una sensual diablesa, me prometió que así lo haría y llena de felicidad, quiso saber si podía quedarse pintando hasta las doce. 

―Te espero en la cama, muñeca…

Tras ver dos películas y que la joven no hubiese venido a mi encuentro, me empecé a preocupar. Al llegar a su cuarto, ahora convertido en taller, la encontré casi al borde de un ataque de nervios.

            ― ¿Se puede saber qué te ocurre? ― pregunté.

            De reojo y sin retirar la mirada del lienzo, respondió:

            ―No consigo dibujar la dulzura de su rostro cuando le mira pidiendo sus caricias.

Escuchándola, se me ocurrió una maldad. Aprovechando que el decorador había instalado un espejo de cuerpo entero en mi habitación, la llevé allí y poniendo la silla en frente, la senté en mis rodillas diciendo:

―Lo que llamas dulzura, es excitación.

La rusita estaba tratando de asimilar lo que le había dicho cuando de pronto notó mis dedos acariciándola.

―Mírate al espejo― la aconseje mientras comenzaba a rozar sus pechos con las yemas.

El escalofrío de la joven al experimentar esa caricia me azuzó a continuar y acercando la boca, lamí su cuello. Su gemido me informó de que mis maniobras estaban teniendo el efecto que buscaba y mientras Natacha seguía en el cristal lo que le estaba haciendo, deslicé sus bragas sacándoselas por los pies.

―Don Lucas― la oí suspirar.

―Graba tu cara en la memoria― susurré sonriendo.

Liberando mi hombría, dejé que fuera ella quien la colocara entre sus pliegues y recordándola que todavía no estaba lista para recibirla en su interior, incrementé mi acoso restregándola contra su vulva. Con su calentura floreciendo a pasos agigantados, mordisqueé su hombro mientras una de mis falanges se apoderaba de su botón.

―Mira la dulzura de mi muñeca en el espejo― comenté al sentir que la chavala se ponía sin disimulo a frotarse ya sin mi ayuda.

La humedad que para entonces desbordaba su interior facilitó el roce y fluyendo entre sus labios, usó mi pene para estimular su sexo mientras notaba mis manos recorriendo hasta el último rincón de su cuerpo.   

―Fíjate en el brillo de tus ojos, mi pequeña putita― insistí previendo lo poco que le faltaba para ser presa del placer.

Dando el empujón que la cría necesitaba, con dos yemas me apoderé de su clítoris. El berrido que brotó de su garganta ratificó que la rubia estaba a punto de caramelo y decidido a que recordara la expresión de su rostro al correrse, la ordené que no retirara los ojos del espejo. Tal y como había anticipado, Natacha comenzó a temblar mientras notaba que el gozo la iba dominando y dando la puntilla, hundí mis dientes en su espalda. Ese mordisco provocó que la chavala perdiera cualquier resto de vergüenza y dando un gritó se corrió mientras me pedía que la hiciera mía.

―Ya eres mía― murmuré intentando rechazar las ganas que tenía de desflorarla.

La rusita se rio al escuchármelo decir y mientras disfrutaba de un tierno, pero rotundo orgasmo me rogó que la llevara a la cama. Su alegría al saber que el hombre bajo cuyo brazo había encontrado cobijo la consideraba suya, me dejó pensando y siguiéndola por la habitación, me preguntó cuándo iba a enseñarle a hacer el amor. Que ya no usara el término follar, me alertó de que tenía que andar con pies de plomo sino deseaba que su entrega incluyera unas emociones ajenas a su naturaleza sumisa.  Al llegar a las sábanas, ese temor se incrementó cuando abrazándome, susurró que me amaba. Haciendo un rápido examen de conciencia, comprendí que esa niña me había conquistado y que compartía sus mismos sentimientos.

―Yo también te quiero, muñeca. Ahora duerme.

Poniendo su cara sobre mi pecho, cerró los ojos y suspiró:

―Soñaré con usted y con Patricia…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *