7
Mi nueva vida estaba resultando de lo más satisfactoria. En sólo una semana ya había tomado completamente las riendas, y aunque mi nueva condición había propiciado algunos cambios en mí, seguía siendo la misma persona, sólo que con algunos objetivos y gustos diferentes debidos a las circunstancias.
Pasé un par de días tranquilos en los que me centré en hacer bien mi trabajo, aportando nuevas ideas que mi jefe, Gerardo, alabó por resultarle refrescantes y cuya puesta en práctica obtuvo su visto bueno. Eso sí, en ningún momento omitió los piropos no centrados únicamente en mi ingenio. Acepté sus zalameras palabras alabando mi belleza con una sonrisa y dando capotazos como los que Lucía siempre había dado utilizando respuestas como: “Qué cosas dices”, “Tú que me miras con buenos ojos”, etc. Respuestas tontas y prefabricadas con las que dar el asunto por zanjado para cambiar inmediatamente de tema encauzándole nuevamente en la faceta profesional.
Con el paso de los días, las “compañeras” con las que tomaba el café de media mañana, fueron mostrándose menos reticentes conmigo. Poco a poco conseguí que dejasen de verme únicamente como “La jefa”, para empezar a verme como una más de ellas. Esto se convirtió en algo realmente importante para mí, puesto que debido a la ajetreada vida laboral, no tenía más tiempo para relacionarme con otras mujeres. A María, mi hermana, era casi imposible verla entre semana, y Raquel, mi única amiga, estaba a cientos de kilómetros y aún faltaba una semana para que volviese a la ciudad. Necesitaba hacer nuevas amigas, porque aunque ya me sentía una mujer con sensaciones y gustos propios, tenía mucho que aprender sobre la forma de sentir y pensar de las mujeres, a pesar de que ya tenía todos los recuerdos vividos por la Lucía original. Aunque mi masculinidad había sido recluida a un profundo rincón de mi interior, aún seguía pensando como un hombre en muchos aspectos, lo que a la larga podría causarme conflictos con mi entorno, por lo que el hacer nuevas amigas en las que reflejarme podría ser una cuestión de supervivencia. Sabía que la mayoría de mujeres de la empresa me consideraban asquerosamente perfecta: joven, guapa, inteligente y con éxito, pero no podía culparlas por ello, porque era la impresión que Lucía siempre había dado. Tenía que esforzarme para suavizar esa percepción que tenían de mí y que fuesen más tolerantes para conocerme como persona.
El jueves al salir de trabajar, volví a acercarme al hospital. Esa vez sí que pude estar a solas con Antonio, y aunque realmente ya no tenía angustiosos sentimientos que necesitara exteriorizar, resultó gratificante contarle todas mis experiencias a aquella persona tumbada en la cama cuya interlocución era inexistente. El hecho de confesarle a alguien la pequeña aventura con mi cuñado, me sirvió para relativizar el sentimiento de traición a mi hermana. Como le dije al yacente cuerpo de Antonio, al fin y al cabo sólo había sido sexo, esporádico e instintivo, sin sentimiento alguno, por lo que no habría que darle mayor importancia y no debería considerarse una traición hacia María.
Una vez liberada por completo del sentimiento de culpa, no dudé en relatar los detalles de lo ocurrido, haciendo especial énfasis en las maravillosas sensaciones experimentadas, recordándolo todo con una sonrisa en los labios y una humedad en mi tanguita que me obligó a quitarme la chaqueta por el calentón. También le relaté lo vivido con “nuestro” antiguo amigo el mismo día que nos encontramos en ese mismo lugar, consiguiendo que los recuerdos aumentasen mi excitación hasta el punto de que, cuando quise darme cuenta, ya estaba acariciando mi entrepierna por encima del ligero pantalón de traje que llevaba. Tuve que contenerme para no meterme en el cuarto de baño y masturbarme a gusto, a lo que ayudó la súbita entrada de una enfermera para cambiar la bolsa de suero. Al volver a salir, vi su media sonrisa al darse cuenta de cómo mis pezones se marcaban en mi blusa, y el sentimiento de vergüenza consiguió apagar definitivamente mi fuego.
Más sosegada, seguí hablándole al inmóvil cuerpo, cambiando completamente de tema para explicarle mis sensaciones en el trabajo y mis impresiones con el puesto que ahora desempeñaba. Incluso, una vez cogida carrerilla, le relaté las pequeñas cosas del día a día que iba descubriendo en mi proceso de aprendizaje siendo Lucía. Fue una tarde genial para mi salud mental.
Al día siguiente, durante la pausa del café, dos de las compañeras con las que ya asiduamente bajaba a la cafetería, empezaron a hablar de salir esa noche, puesto que era viernes. Eran las dos más jóvenes del grupito, rondarían ambas en torno a los 28-30 años. Me apeteció muchísimo la idea de salir de copas y a bailar (acababa de descubrir que me gustaba bailar) con mujeres de mi edad. La experiencia sería muy enriquecedora, además de divertida, y tampoco tenía ningún otro plan. Estuve tentada de auto-invitarme, pero lo pensé mejor. Estaban empezando a conocerme, pero yo aún seguía siendo su jefa y ciertas reticencias son difíciles de disipar, y si ellas no me lo proponían, debería darles más tiempo para ganarme su confianza y que ellas mismas tuvieran ganas de quedar conmigo fuera del entorno laboral.
Al volver a encerrarme en mi despacho, el sentimiento de soledad me abrumó, era el mismo sentimiento que encontré en los recuerdos Lucía, una soledad que en mi vida anterior nunca había sentido. La imagen de una persona no se podía cambiar de un día para otro, por lo que debía ser paciente y ya conseguiría hacer amigas destruyendo el cascarón en el que mi antecesora se había encerrado.
Un mensaje en mi móvil me sacó de mis pensamientos. No tenía almacenado el número en la agenda, aunque me era conocido:
– Hola, Lucía, soy Pedro. Supongo que te acordarás de mí, porque yo sí que me acuerdo mucho de ti.
– Hola, Pedro. ¿Hay novedades sobre Antonio? – le contesté inmediatamente sintiendo un vuelco en el corazón.
– Tranquila, no hay nada nuevo. Te escribo por si te gustaría quedar esta noche.
Era de esperar, el chico aún estaba en una nube por lo que había pasado entre nosotros. Él era un caramelito para mí pero, dejando a un lado falsas modestias, yo era un auténtico festival de alta repostería para él, y su valentía natural y las hormonas le habían lanzado a intentar la quimera de tenerme una segunda vez.
– Pedro, eres un encanto, pero no te di mi número para esto – le contesté-. Comprenderás que entre tú y yo hay una gran distancia en casi todo, y hay cosas que sólo pasan una vez en la vida.
– Ya, ya, cuento con ello. En realidad, como tenemos un amigo en común, y charlamos tan a gusto el otro día, quería proponerte venir a pasar un rato conmigo y mis amigos y echarnos unas risas…
Sentí curiosidad, la verdad es que me había quedado con ganas de hacer algo de vida social para aquella noche, y puesto que había dejado para más adelante la opción de quedar con las compañeras del café, tal vez tendría la oportunidad de relacionarme con otras personas, aunque sólo fuera un rato para no sentirme tan sola. Pedro me caía muy bien, y el crear una nueva amistad con él siendo Lucía, me podría servir para no desconectarme completamente de mi vida anterior. A través de él podría saber sobre mis padres sin tener que fingir ante ellos.
– Explícate – le contesté.
– Alicia (mi madre) no estará este fin de semana, así que he quedado con dos colegas para que se vengan a tomar algo tranquilamente a mi casa. Sé que podemos parecerte unos críos, y seguro que tendrás otros planes, pero si quisieras venirte, seguro que lo pasas bien.
– Ya veo…
– Venga, Lucía, di que sí. Me encantaría conocer mejor a una amiga de Antonio, y seguro que les caes genial a mis colegas y ellos te caerán bien.
Me estaba convenciendo, aunque la compañía de unos chicos casi adolescentes no era precisamente la que buscaba, podría ser divertido. Sin embargo, una duda asaltó mi cabeza:
– No les habrás contado nada del otro día, ¿no? – le pregunté.
– No, no, claro que no. Eso es para mí, y ya me has dejado claro que en eso se quedará. Sólo les he dicho que conocí a la amiga de un amigo y que me gustaría invitarte. Por ellos, encantados, y además también se vendrá la novia de uno.
Sabía que Pedro era un chico sincero, así que no dudé de su palabra. Finalmente acepté su invitación, y tras darme la dirección de su casa, que por supuesto yo conocía perfectamente, quedamos para las 10 de la noche.
Al salir del trabajo pasé por una tienda, no podía presentarme en casa de Pedro con las manos vacías, y puesto que sabía perfectamente que la velada consistiría en tomar copas en su casa, decidí comprar una botella de buen whisky de malta para los chicos (estaba casi segura de que beberían whisky barato igual que yo había hecho a su edad), y una botella de un buen y dulce ron añejo para poder tomarme yo una copa sin que me destrozase el estómago.
Tras una hora de ejercicio en mi gimnasio particular y una rápida cena, me duché y arreglé para acudir a casa de Pedro. Al abrir el armario de los vestidos de verano, el primero que vi era uno de los que me había comprado con María, el que no había estrenado, y me pareció una buena ocasión para hacerlo. Al ponérmelo, no recordaba que fuera tan ajustado, era como una segunda piel de color negro que envolvía mi silueta desde mis pechos, con un generoso escote recto, hasta casi la mitad de mis muslos. Tuve, incluso, que cambiarme la ropa interior, puesto que las dos prendas se marcaban en la tela dando una fea impresión. Uno de los cambios en mi forma de pensar desde que era Lucía se me hizo patente en aquel momento: como hombre, nunca me habría dado cuenta de ese detalle, sin embargo, ahora me parecía importantísimo el estar siempre perfecta, fuese cual fuese la ocasión; por lo que me puse un mínimo tanga negro y preferí prescindir del uso de sujetador. El vestido proporcionaba la sujeción justa para que mis pechos se mantuvieran en su sitio formando un bonito y generoso busto sin parecer que rebosaba por encima de la tela. Me calcé un par de zapatos con un buen tacón y miré el resultado en el espejo. Me vi, simplemente, espectacular. Demasiado espectacular para el plan que tenía por delante, pero lo cierto es que me apetecía estrenar el vestido y no tenía ninguna otra ocasión en mente para hacerlo. Estaba increíblemente sexy, con mis curvas envueltas en la fina tela para dibujar con precisión mi silueta. El escote formaba un balcón al que cualquiera querría asomarse, con un bonito canalillo entre ambos pechos. Mis glúteos se veían firmes, redondeados y duros, y la corta falda junto con los tacones me hacían unas piernas kilométricas. El negro del vestido y los zapatos contrastaba con mi piel, y al ser mi cabello del mismo color, hacía que mis azules ojos destacasen confiriéndome una penetrante y felina mirada. A pesar de la explosividad de la prenda elegida, y su sensualidad, esta me quedaba elegante, no haciéndome parecer una puta mostrando carnaza. Mostraba, pero sugería más que mostrar, y en parte por eso me había costado el dineral que había pagado por él.
A pesar de que la casa de Pedro sólo estaba a una parada de metro de mi casa, pedí un taxi. Aunque mi intención era la de quedarme allí sólo el tiempo de tomarme una copa, preferí no coger el coche, y para volver pediría otro taxi, puesto que no era aconsejable que una mujer como yo tomase el metro sola a partir de ciertas horas.
Pedro me abrió la puerta de su casa con una sonrisa de oreja a oreja. Me dio dos besos y no trató de ocultar cómo me miraba de arriba abajo con un resoplido:
– Estás de infarto – me dijo.
– Gracias. He traído un par de cosas – le contesté cambiando de tema.
– Genial, pasa, ya han llegado los demás – dijo cogiendo las dos botellas.
Al entrar en aquella casa los recuerdos de mi vida anterior invadieron mi mente. Recuerdos de juegos de niños, de películas, de partidas de videojuegos, de explicaciones de matemáticas…. Pero sobre todos ellos, el recuerdo de Alicia, aquella guapa madre soltera que me había dado el mayor regalo de mi vida.
Cuando entramos en el salón, los dos chicos que estaban allí sentados se levantaron como un resorte, y en sus rostros vi el reflejo de la impresión que les produje, se quedaron ojipláticos. Tenían la misma edad que Pedro, y no esperaban encontrarse con una mujer como yo más que en las fotografías que solían mirar en sus ordenadores. Mi amigo me los presentó como Luis y Carlos, compañeros suyos en el primer curso de la universidad.
– ¿No iba a venir una chica también? – pregunté al ver que la única presencia femenina era la mía.
– Sí – contestó Carlos-, mi novia. Pero al final le ha tocado ir a trabajar esta noche.
– Vaya, ¿en qué trabaja?.
– Es camarera, y aunque tiene turno de mañana, algunas noches de fin de semana le toca hacer unas horas.
– Pues ya lo siento, me hubiese gustado conocerla a ella también.
Luis y Carlos ocuparon los sillones, y yo me senté en el sofá junto a Pedro y frente a ellos, de tal modo que tuve que cruzar pudorosamente las piernas dándoles una buena vista del firme muslo que quedaba por encima. Qué recuerdos me traía ese sofá…
Mi amigo les enseñó las botellas que había llevado, y con una ovación hacia mí, dejaron las copas que acababan de servirse para ponerse “mi” whisky mientras Pedro me servía galantemente el ron tras preguntarme qué me apetecía.
Como era de esperar por la novedad, fui el centro de la conversación, de tal modo que relaté cómo había conocido a Pedro y la historia de nuestro amigo común. Percibí cómo escuchaban cada una de mis palabras como si estuviese entonando una bella melodía, extasiados contemplando y siguiendo cada uno de mis gestos como si quisieran memorizar cada detalle de mí. Estaba empezando a acostumbrarme a producir ese comportamiento en cuantos hombres me rodeaban, pero en aquellos chicos, debido a su juventud, era especialmente marcado.
Supe que eran compañeros de clase estudiando la misma carrera que yo había hecho (Pedro había decidido estudiar la carrera aconsejado por mí), por lo que la conversación fue muy fluida con continuas preguntas sobre mi trabajo que no me importó contestar. Entre trago y trago, la timidez inicial se fue disipando, y poco a poco la conversación fue tornándose más amena con bromas y anécdotas que me hicieron reír. También supe algo más sobre aquellos chicos, como que Luis era una especie de genio informático (aunque estuviese estudiando otra cosa), y que Carlos, a pesar de llevar tan sólo un mes saliendo con su novia, estaba totalmente colado por ella.
La verdad es que me sentí cómoda con aquellos chicos. Con una copa delante, apenas se notaba la diferencia de edad, y yo conocía perfectamente su forma de pensar y sus inquietudes, pues eran las mismas que yo había tenido cuando era un chico de su edad. Pero cuando terminé mi copa, decidí que era el momento de marcharme. Ya había hecho la suficiente vida social, había afianzado un principio de amistad con Pedro, y me había divertido.
– Venga, quédate un rato más, Lucía – me dijo mi amigo cuando me levanté-. Es muy pronto y lo estamos pasando bien.
– No te vayas – dijeron los otros dos a coro.
– Podríamos jugar a “Yo nunca” – añadió Luis iluminándosele el rostro.
– ¿“Yo nunca”? – pregunté picándome la curiosidad.
– ¡Buena idea! – exclamó Pedro.
Me explicó que se trataba de un juego para beber, y sobre todo, para conocer mejor a quienes participaban. La dinámica era sencilla: todos teníamos nuestra bebida, pero no se nos permitía beber hasta que el juego dictase que debíamos hacerlo. Para beber, y por turnos, cada uno debía hacer una afirmación real que empezase con “Yo nunca…”. Si el resto de participantes sí que habían realizado esa acción, debían beber. El juego se basaba en la sinceridad, en las ganas de ingerir alcohol, y en tratar de averiguar cosas sobre los compañeros.
Me pareció divertido, y puesto que viviendo como Lucía sólo tenía algo más de una semana de experiencias, pensé que saldría airosa consiguiendo emborrachar a esos tres muchachos para marcharme serena a casa habiéndome reído con ellos. Me senté y Pedro me sirvió otra copa.
– Empiezo yo con algo suave – dijo Carlos-: Yo nunca he montado en globo.
Luis fue el único que levantó su copa y dio un trago.
– Suave, pero ya has ido a pillar – le dijo a su compañero-. Los dos sabíais que el verano pasado me regalaron un viaje. Me toca: Yo nunca he matado un pájaro con el coche.
– ¡Qué cabrón eres! – exclamó sonriendo Carlos mientras levantaba su copa.
– Yo nunca he trabajado en una oficina – dijo Pedro guiñándome un ojo.
– Has ido a tiro fijo, ¿eh? – le dije sonriéndole para dar un trago.
Era mi turno. Por un momento estuve tentada de decir algo que sabía de él, pero como se suponía que no podía conocerlo, preferí lanzar una afirmación que pudiese implicarles a los tres y que fuera real teniendo sólo en cuenta mi nueva vida:
– Yo nunca he jugado con la Play Station.
Los tres bebieron de sus copas, y me reí un rato mientras trataban de convencerme que debía probarlo.
El juego prosiguió, turno por turno, lanzándose pequeñas puyas entre ellos hasta que Luis se dio cuenta de que yo no había vuelto a beber más que con la afirmación de la oficina.
– Yo nunca he tenido un coche propio – dijo tanteándome.
Fui la única que bebió, y los chicos intercambiaron miradas con las que acordaron sin palabras ir a por mí. Con afirmaciones sobre el piso, el trabajo, o incluso prendas femeninas, consiguieron hacerme beber todas las veces. Empecé a sentir los efectos del alcohol, había olvidado por completo que mi resistencia a la bebida se había mermado considerablemente desde que era Lucía, y entré en un estado de alegría desinhibida con el que me uní a las carcajadas del resto cuando Carlos bebió ante la afirmación: “Yo nunca me he puesto unas bragas”, lo que tuvo que explicar contándonos la loca historia de cómo cuando era pequeño su madre le puso un día unas braguitas de su hermana como castigo por haber estado escondiendo los calzoncillos usados en un cajón.
Al ver que llevaba varios turnos sin dejar de beber, se “apiadaron” de mí, y el tema de la ropa interior acabó derivando en el terreno sexual.
– Yo nunca me he hecho una paja pensando en la novia de un colega – dijo Carlos.
Los otros dos bebieron, y ante la mirada inquisitiva de Carlos, ambos se encogieron de hombros. El atisbo de tensión desapareció cuando Pedro afirmó: “Tío, tu novia está buena”, con lo que acabamos riéndonos los cuatro.
– Yo nunca me he hecho una paja pensando en una profesora – dijo Luis.
Pedro y Carlos bebieron y explicaron que en sus respectivos institutos habían tenido alguna profesora que, a pesar de no ser especialmente atractiva, les había puesto hasta llegar a ese punto.
– Yo nunca me he hecho una paja pensando en la madre de un colega – dijo Pedro.
Luis y Carlos se miraron y ambos bebieron.
– ¡Joder, lo sabía! – exclamó Pedro con indignación-. Sois unos cabrones.
Los aludidos se encogieron de hombros y con un: “Tío, tu madre está buena” que soltó Carlos imitándole, acabamos riéndonos los cuatro nuevamente.
– Si vosotros supierais – pensé moviendo el culito sobre el mismo asiento en el que ocho años atrás Antonio había probado los encantos de Alicia.
Tal vez fuera por el efecto del alcohol, o por tanto mencionar sus masturbaciones, o por la evocación al recuerdo de mi estreno con la madre de Pedro, pero empecé a sentirme excitada.
– Así que os gustan las mujeres mayores, ¿eh? – les dije.
– Joder, es que si son como la madre de Pedro… – contestó Carlos.
– Dejemos ya el tema de Alicia – dijo el aludido contrariado.
En aquel momento me resultó curioso que Pedro se refiriese a su madre por su nombre, en lugar de por “mamá” o “madre”, pero entonces recordé que desde que el chico entró en la adolescencia, siempre la había llamado así, supuse que era una especie de acto de rebeldía que había mantenido en el tiempo.
– O mejor – intervino Luis-, si esas mujeres mayores son como tú, ya ni te cuento – añadió mirándome.
Los otros dos resoplaron al unísono sonriéndome, y entonces me di cuenta de que a los tres se les marcaba ligeramente la entrepierna. Ellos también estaban excitados, y no era por hablar de masturbaciones o de Alicia, era por mí y yo lo sabía. ¡Cómo me gustaba provocar eso!.
– Sois encantadores – les dije con una sonrisa haciendo un cambio de postura y cruce de piernas del que no perdió detalle ninguno de los tres.
Me sentí tan bien siendo el centro de sus deseos, que quise seguir jugando con ellos.
– Yo nunca he follado con una chica borracha – les solté.
Los tres levantaron sus copas y bebieron.
– ¡Vaya! – dije-, ¿es que las chicas de vuestra edad no saben mantener las piernas cerradas cuando beben?.
Los cuatro nos reímos, y acabaron confesándome que los tres se habían estrenado así en fiestas de pueblos. Pensé que tenían un curioso denominador común, y así fue como me enteré de que Pedro sólo había tenido dos precipitadas experiencias antes de conocerme a mí.
– Tendré que tener cuidado de no emborracharme… – dejé caer mirándoles seductoramente.
Los tres rieron con nerviosismo, sabía que eso les había terminado de poner las pollas como barras de acero, y ese pensamiento consiguió acalorarme.
– Yo nunca le he comido el coño a una tía – prosiguió Carlos con el juego tratando de sacarles información a sus amigos.
Fui la única que bebió, y los tres chicos se quedaron atónitos mirándome.
– Bueno – dije entre risas-, hay que probar de todo en esta vida…
En aquel momento, los paquetes en las entrepiernas de los tres se me hicieron tan evidentes, que sentí cómo mis pezones se endurecían en respuesta.
– Joder, Lucía – dijo Carlos-, ¡eres la bomba!.
Le sonreí, le guiñé un ojo y le pregunté:
– ¿Y tú no se lo has comido a tu novia?, ¡pobrecita!.
Los otros dos se partieron de risa.
– Bueno, es que aún no he tenido la oportunidad… – contestó avergonzado y arrepintiéndose de haber sacado el tema llevado por la euforia etílica.
Luis acudió en su rescate, y para que su amigo no se sintiera tan mal, afirmó de repente:
– Yo nunca he tenido la polla dentro de la boca de una tía.
Pedro fue el único que bebió de su copa mirándome de reojo, lo que los otros no percibieron exclamando un: “¡Qué cabrón!” al unísono. En cuanto a mí, esa evocación aumentó mi excitación, haciéndome sentir los pezones tan duros como para atravesar mi bonito vestido mientras mi tanguita se humedecía. Sabía que en ese momento estaba marcando pezones y que los tres chicos se estaban dando un festín mirándome las tetas, lo cual aceleraba mis pulsaciones.
– ¿Tampoco te la ha chupado tu novia? – le pregunté nuevamente a Carlos con sorpresa.
– Es que… – contestó volviéndole la vergüenza- Sólo llevamos un mes… Aún no hemos hecho nada más que enrollarnos… y no quiero presionarla…
– Es que está buena y no quiere que se le escape – intervino Luis entre risas.
– Él también está bueno – contesté yo confesando sin querer mis pensamientos-. Seguro que ella también lo está deseando… Yo lo desearía…
En ese momento me di cuenta de que me estaba dejando llevar por el alcohol y la excitación. Ninguno de los tres chicos estaba nada mal, siendo Pedro el más atractivo. Aun así, en cualquier otra circunstancia me habrían parecido unos pre-adultos sin más, en los que no habría centrado mi atención; sin embargo, en aquel momento de ligera embriaguez, las duras pollas que adivinaba bajo sus pantalones me estaban incendiando.
– A lo mejor tendría que tener yo una charla con tu novia – le dije a Carlos catapultada por los efectos del alcohol-. ¿Cómo se llama?, ¿en qué bar trabaja?,
– Se llama Irina – me contestó atropellado por mi ímpetu.
– ¿Irina? – le pregunté resultándome familiar tan particular nombre.
– Sí, es que es rusa. Trabaja en un pub del centro llamado “El Dandy”.
¡No me lo podía creer!, aquello era el colmo de la casualidad. “El Dandy” era el pub de aquel tipo que había conocido y con el que había tenido mi primera experiencia sexual con un hombre desde que era Lucía. Al instante supe por qué me resultaba familiar el nombre de la novia de Carlos:
– “Tengo una camarera en el primer turno, una muñeca rusa de 18 años llamada Irina a la que le encanta hacerme una mamada todas las mañanas. Es adicta a desayunar mi leche calentita… Jejeje, ya sabes…”- resonó en mi cabeza la voz del dueño del pub.
Parecía que el destino hubiese cerrado otro círculo entorno a mí, y lo tomé como una especie de señal. Sentí lástima de Carlos, llevaba un mes saliendo con una chica que le gustaba de verdad y aún no había tenido sexo con ella por no querer forzar la marcha, y resultaba que yo sabía que esa chica tenía la afición de practicarle una felación a su jefe todos los días. De hecho, sospeché que aquella noche la “famosa” Irina no estaba trabajando en el pub, sino más bien estaba trabajándose a su jefe, lo que avivó aún más la hoguera de mi lujuria.
– Ya que Irina está trabajando – le dije a Carlos poniéndome en pie ante él-, a lo mejor necesitas liberarte un poco.
El chico me miró de arriba abajo con los ojos como platos y la entrepierna a punto de reventarle el pantalón. Los otros dos estaban igual.
– ¿A qué te refieres? – preguntó casi en un susurro.
Le sonreí, y me mordí instintivamente el labio como si quisiera refrenar mi deseo, pero este ya era irrefrenable. Estaba cachonda, y me sentía justiciera. Me apetecía comerme la polla de ese chico, como su novia hacía cada mañana con su jefe, y darle la satisfacción de engañarla como ella hacía con él.
Me arrodillé ante él, y acaricié sus piernas y el duro paquete que yo había provocado.
– Joder, Lucía – me dijo resoplando-, no juegues conmigo…
– No estoy jugando – le susurré-, quiero comerme tu polla… – añadí desabrochándole el pantalón.
Oí cómo los otros dos resoplaban. Pedro sabía lo que era encontrarse en esa situación, y ahora no perdía detalle. Luis, en el sillón contiguo al de Carlos, tenía una privilegiada vista de cuanto ocurría, y sonreía incrédulo sujetándose la entrepierna. Yo le devolví la sonrisa guiñándole uno de mis azules ojos, y por la expresión de su cara, vi que casi consigo que se corra.
Bajé un poco el pantalón de Carlos y el calzoncillo, lo justo para ver la rosada cabeza de su verga y parte del tronco. Se veía tan apetitosa, que me relamí los labios y la besé suavemente.
– Por favor, Lucía – suplicó el muchacho-. Tengo novia… no quiero ponerle los cuernos… – añadió poniéndome las manos sobre los hombros.
– ¿No quieres que te la chupe un poquito? – le pregunté en tono meloso.
– Me pones malísimo… pero no puedo…
– Joder, Carlos – le dijo Luis poniéndose en pie indignado-. Tienes a la tía más buena que he visto nunca dispuesta a hacerte una mamada… ¿y lo vas a rechazar?. Ojalá yo tuviera tu suerte…
Vi el rostro de Carlos enrojecido de excitación y vergüenza, y aunque sabía que su novia se la estaba dando con queso, yo no era quién para decírselo. Y tampoco le iba a forzar a hacer algo de lo que pudiera arrepentirse, por lo que me eché un poco hacia atrás dispuesta a levantarme. Pero al girar mi cara hacia la izquierda, me encontré con el exagerado paquete de Luis ante mí. Tenía otra joven verga a mi alcance, para mí sola, y tenía tanta hambre de degustar una, que no dudé en girarme sobre las rodillas, y desabrochar ese otro pantalón para tirar de él y de la ropa interior dejándoselo en los tobillos. El falo de Luis se presentó ante mí como una estaca, tieso y duro, con su punta humedecida por la excitación. No era especialmente impresionante en tamaño, pero su aspecto era tan apetecible que me la metí en la boca deslizándola por mis húmedos labios hasta que llegó a mi garganta.
– ¡Oooohhhhhh! – gimió Luis sin salir de su asombro.
Sentí cómo el músculo latía contra mi lengua, y me di cuenta de que el chico estaba tan excitado que los latidos se estaban convirtiendo en espasmos. La calidez, humedad y suavidad de mi boca le impresionaron tanto, que la joven próstata se disparó como un arma cargada sin seguro. Apenas tuve tiempo de retirar el glande de mi garganta cuando se corrió. Invadió el fondo de mi boca con ardiente y densa leche que tuve que tragar inmediatamente para no ahogarme. Conseguí sacármela un poco más para ponerla sobre mi lengua, y siguió eyaculando borbotones de lefa que me llenaron con su sabor. Luis gruñía, y su polla seguía vaciándose en mi boca. Era una corrida abundante y espesa, deliciosamente abundante y espesa. Su gusto, aunque muy parecido al que dos días antes había paladeado de Pedro, era ligeramente distinto, y también me gustaba. Tragué cuanto pude, pero fue inevitable que parte rezumara por la comisura de mis labios y resbalase hasta mi barbilla. Aquel muchacho se estaba corriendo como un caballo, y en sus últimos espasmos pude disfrutar de su elixir durante unos segundos antes de tragarlo.
Le solté, y limpiándome los labios y la barbilla con los dedos para relamerlos deleitándome con el sabor y la textura de ese exclusivo néctar, vi cómo el chico se desplomaba sobre el sillón.
– Eres más rápido que el rayo – le dije con una pícara sonrisa.
– Yo… – dijo avergonzado pero resoplando de satisfacción.- Tu boca… Ha sido lo mejor de mi vida…
Sentí mi tanguita empapado con mis jugos. Estaba claro que me excitaba sobremanera el que se me corrieran en la boca. Así que miré a Carlos con cara de zorra hambrienta. Este tenía los ojos fuera de las órbitas. Su glande, desnudo por mí, ahora brillaba húmedo por la excitación de lo que acababa de presenciar.
– Ahora sí que quieres, ¿verdad? – le dije girándome nuevamente hacia él.
No pudo articular palabra, sólo asentir con la cabeza. Agarré su duro músculo para liberarlo de la presión de la ropa, y lo succioné hasta la mitad. Ya tenía suficiente experiencia como para saber que los tentadores jovencitos apenas aguantaban unas pocas chupaditas antes de explotar. Y así fue, que tras un par de succiones arriba y abajo con mis labios deslizándose por su tronco, sentí cómo Carlos se derramaba sobre mi lengua. Su semen también tenía un último y sutil gusto distinto al del anterior, con lo que descubrí que cada hombre tenía un sabor característico, tal vez debido a la alimentación. Pero el sabor predominante era el agridulce y salado sabor a leche de hombre al que estaba empezando a hacerme tan adicta como parecía serlo Irina, la novia rusa de aquel chico. Con la boca nuevamente llena de polla y candente y denso esperma, saboreé sin poder evitar que una de mis manos se colara bajo mi falda para acariciarme el húmedo tanga.
Me tragué toda la corrida dando más chupadas con las que obtuve cálidos chorros del delicioso elixir de aquel chico, mamando de la verga para extraer la última gota, momento en el que sentí cómo una mano acariciaba mi culo. Dejé mi golosina con su dueño extasiado, y al girar la cabeza vi que la mano que acariciaba mi culo era la de Pedro.
– ¿Te has olvidado de mí?- me dijo sonriéndome.
-¿Tú también quieres correrte en mi boquita? – le pregunté poniendo cara inocente situando el dedo índice sobre mi labio inferior.
– Si no estás llena ya…
– Aún tengo hambre, y he dejado el postre para el final – le contesté agarrando su paquete.
Se quitó todas las prendas inferiores, y me ofreció ese magnífico músculo que ya había probado dos días atrás. Tenía la esperanza de que esta vez me durase un poco más el caramelo, así que preferí tener una postura más cómoda para realizar la felación a conciencia. Le pedí a Carlos que se levantara, y este me dejó su sitio para que me sentase en el sillón mientras Pedro se situaba delante de mí poniendo nuevamente su mástil a la altura de mi boca.
Luis y Carlos observaron cómo el rosado glande de su amigo se posaba en mis labios y estos lo recibían acogiéndolo y haciéndolo entrar entre ellos.
– Esto es mejor que ver a una actriz porno en una peli – oí que decía Luis.
– Lucía está más buena y es mucho más elegante que esas actrices – le contestó Carlos.
Oír aquello me encantó, y quise darles un buen espectáculo a ambos haciéndole una mamada a Pedro que resultase muy visual, para lo cual succioné lentamente la polla tirando de ella hacia mi boca y hasta que tocó mi garganta. Mi amigo suspiró, y por el tono supe que esta vez sí que iba a aguantar un poco más. Me la saqué lentamente, chupando con suavidad hasta que la punta apareció nuevamente de entre mis labios.
– Jooodeeeeer… – dijeron los tres chicos al unísono alimentando mi lascivia.
Tomé nuevamente el glande, y le propicié unas chupadas cortas utilizando únicamente los labios, haciéndolo entrar y salir repetidamente entre ellos para que su punta incidiese contra mi lengua con suaves toquecitos que acariciaban la rosada piel, como si estuviese probando un polo de hielo demasiado frío para comerlo entero. Después, hice que aquella herramienta de placer penetrase en mi boca absorbiendo cuanta longitud de duro músculo cupo en mí. Lo envolví con mi paladar, lengua y carrillos, y lo succioné mientras me lo sacaba dejándolo impregnado de mi saliva.
– Lucía – me dijo Pedro resoplando-, si lo haces así vas a hacer que me corra tan rápido como estos dos…
– Quiero que tu leche me llene la boca como ya lo ha hecho la suya – le contesté viendo por el rabillo del ojo cómo los otros dos no perdían detalle con sus miembros nuevamente erectos.
Volví a comerme el duro rabo de Pedro, y sabiendo que los otros dos miraban con atención, ladeé ligeramente la cabeza, coloqué mi negro cabello tras la oreja para despejarme el rostro, y empecé a chupar haciendo que el glande incidiese contra el interior de mi carrillo derecho; de tal modo que los tres chicos podían ver cómo cada vez que esa lanza perforaba mis labios, su punta se adivinaba en mi perfil mientras mi azulada mirada se clavaba en los ojos de los dos espectadores. Se me hacía la boca agua, y puesto que así no podía tragar mi propia saliva, esta salía de entre mis labios embadurnando el ariete que los penetraba produciendo un característico sonido: “Slurp, slurp, slurp…”
Estaba tan cachonda, que ya iba a por todas. Mientras chupaba la dureza de Pedro, mi mente no dejaba de darle vueltas a la idea de que ya no tenía suficiente con hacerles una mamada a cada uno. Tenía a tres apetecibles jovencitos con sus instrumentos tiesos por mí y para mí, y quería follármelos, necesitaba follármelos. El ver a los otros dos chicos observándome con sus inhiestas vergas, no hacía más que hacer más apremiante ese deseo. Así que volví a la posición de engullir, y succioné esa rica polla con fuerza, oprimiéndola con mi boca, penetrándome hasta casi tocar la garganta, mamando con movimientos de mi cabeza hacia delante y hacia atrás como si me fuera la vida en ello, ejerciendo toda la presión de la que mis carnosos labios eran capaces, imprimiendo una velocidad que me convirtió en la más voraz de las felatrices.
– Aaah, Lucía, aaaah, aaaaahhhh, aaaaaaaaaaahhhhhhh, Lucíaaaaaahhh… – gimió el beneficiario de mi glotonería.
Sentí las palpitaciones, ya le tenía a punto, pero no me detuve.
– También se va a correr dentro – oí que decía Luis.
– Esta tía es increíble – comentó Carlos.
– ¡¡¡Y se lo va a tragar todoooooooohhhhhhh!!! – gritó Pedro explotando.
Mi boca volvió a inundarse de leche hirviendo, el delicioso semen de Pedro que se estrelló contra mi paladar mientras su glande lo empujaba hacia mi garganta. Tragué la primera y más generosa eyaculación, y seguí autofollándome la boca con esa pétrea polla mientras convulsionaba escupiendo lechazos dentro de la cavidad, sintiendo cómo el denso y cálido fluido estimulaba mis papilas gustativas resbalando por mi lengua para, finalmente, verterse a través de mi garganta. Fue la menos abundante de las tres corridas que acababa de tomarme (seguramente ese mismo día se había pajeado pensando en mí), pero me resultó la más deliciosa siendo la de sabor más dulce de las que había probado. Decidí dejarles un imborrable recuerdo a los tres sacándome la verga de la boca para que su último estertor y eyaculación fuese sobre mis enrojecidos labios recibiendo el esperma con un beso. El blanco néctar se derramó sobre mis labios, impregnándolos con su brillo, recorrió el carnoso labio inferior, y fluyó por las comisuras de mi boca. Me separé de la fuente del lechoso manjar, y miré a los tres chicos que me contemplaban maravillados. Me relamí la corrida con la punta de la lengua, y me llevé hacia la boca con un dedo lo que había resbalado hasta mi barbilla:
– Uuummmmm – gemí degustando.
– Uuuufffff – resoplaron los tres.
Me puse en pie, y con una sonrisa miré a los tres chicos con sus prendas inferiores en los tobillos. Las pollas de Luis y Carlos me apuntaban, mientras la de Pedro languidecía. No dejaban de estar cómicos, pero mi lujuria de incontrolables hormonas femeninas recorriendo mis venas, no me permitía más que verlos como objetos de deseo.
Estaba sedienta, así que le di un último trago a mi copa, y poniéndome con las manos sobre las caderas, dije:
– Bueno, chicos, ahora ya no podéis decir: “Yo nunca he tenido la polla en la boca de una tía”… – ¿Ahora qué queréis hacer?.
– “Zorra revienta-braguetas” – dijo en mi cabeza el vestigio masculino que me quedaba-. Y lo que me gusta serlo – le contesté.
– Podríamos ir a la cama de Alicia… – sugirió Pedro con Luis asintiendo con la cabeza.
Estaba en plena combustión interna, empapada, con los pezones como pitones de morlaco, con tres yogurines para mí sola, el regusto de sus corridas en mi paladar, y el morbo de utilizar la cama de aquella que me había desvirgado cuando yo era un chico como aquellos tres… Estaba dispuesta a todo cuanto surgiese.
CONTINUARÁ…
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