10

Como al día siguiente había quedado con la directora del centro donde cursaría su graduado, se levantó temprano para ocuparse de las labores del hogar antes de ir a su escuela. La cara de preocupación con la que estaba limpiando la casa cuando terminé de ducharme me hizo asumir que quizás debía contratar una muchacha para que así pudiera estudiar. Al comentárselo, la puñetera cría se volvió hacia mí y con lágrimas en los ojos, me preguntó si acaso me había cansado de ella y ya no la quería.

            ―Al contrario, muñeca. Quiero que seas feliz, pero también que te formes. Por eso, te aviso que si veo que lo necesitas buscaré a alguien que te ayude.

            Entendiendo mi razonamiento, dejó de llorar y con renovado optimismo, me soltó:

            ―Seguro que, si se lo dice a su Patricia, ésta le encontrará una nena más a la que educar y amar.

            Confieso que me heló la posibilidad de nutrir con otra desgraciada mi harén y rechazando de plano esa idea, la urgí a vestirse para no llegar tarde mientras meditaba sobre su ausencia de celos y que no viera como algo dañino el compartir la vida con otras mujeres. Ya en el coche, ese pensamiento seguía rondándome la cabeza y en un semáforo, directamente le hice saber que no iba a aceptar a nadie que no fuera ella en mi cama.

            Encantada con mis palabras, me besó llamándome embustero:

― Sé que soy su muñeca, pero también que doña Patricia la mujer con la que sueña.

No deseando revelar que esa arpía no era mi novia sino mi acosadora, me quedé callado y aparqué para acudir con ella a ver a nuestra cita. La tal Helena, una cincuentona bastante horonda, nos estaba esperando y por ello, sin mayor dilación pasamos a su despacho. Desde el principio, la señora me informó que sabía de lo especial que era su nueva alumna cuando sin empacho alguno comentó que llevaba un par de años colaborando con la ONG que la había liberado.

No necesitado de aclarar ese extremo, expliqué a la educadora los dones de la rusita haciendo hincapié en que quería que los desarrollara a la vez que recibía el resto de las materias.

―No se preocupe, don Lucas. Así lo haremos― contestó levantándose y tomando a la rubia de la mano, le ordenó que la siguiera.

El tono duro, pero cariñoso con el que se dirigió a ella me confirmó que esa mujer estaba aleccionada sobre cómo tratarla y despidiéndome de las dos, quedé en que la recogería antes de ir a comer.

―No hace falta que venga por mí para llevarme a casa, tengo llaves― dijo la chavala mientras me decía adiós: ―Nos vemos en la noche.

Sabiendo que estaba en buenas manos, tomé el coche y fui a la oficina. Al llegar al garaje, Patricia estaba quitándose el casco y queriendo conversar conmigo antes de entrar, me esperó. Su mirada fija en mi trasero mientras cerraba el bmw, me indignó y decidí que a la primera oportunidad le haría ver que nuestra relación de poder había cambiado. Cuando la puerta del ascensor se abrió y había otros dos tipos en él, vi que había llegado el momento y colocándome detrás de ella, disimulando comencé a acariciar sus nalgas. La ira de sus ojos al sentirse manoseada en público me hizo reír y sin ceder un ápice en el acoso, buceé con la mano entre sus muslos. Incapaz de abroncarme sin montar un espectáculo, no le quedó otra que aguantar los escasos segundos del trayecto y echa una furia salió huyendo cuando llegamos a la planta donde íbamos.

Tal y como había previsto, entró en mi despacho tras de mí y dejando salir su cabreo, me echó en cara mi comportamiento. Lo que nunca se esperó fue que, con una tranquilidad inesperada, preguntara por mi café:

―Me gusta con dos de azúcar y una nube de leche.

Su cara palideció al darse cuenta del nulo efecto de sus protestas y tragándose su orgullo, se giró y fue a servírmelo. El tamaño de sus pezones al volver con él me hizo comprender que esa negra estaba planeando un contrataque y antes de que pudiese el planteárselo, incrementé el acoso preguntándola que tipo de bragas se había puesto esa mañana. Juro que me había planteado que incluso me abofeteara, pero lo que jamás sospeché fue que se las quitara y me las lanzara a la cara.

―Si tanto te interesa mi ropa interior, tómala― gritó creyendo que me iba a acobardar.

Pero para su desgracia, no fue así y cogiéndolas entre mis dedos, la llevé a mi nariz mientras muerto de risa le decía que olían a puta. Su rabia alcanzó nuevas cotas cuando doblándolas, las coloqué a modo de pañuelo en el bolsillo de mi chaquete y como si nada hubiese pasado, preguntara por mi correo. Retornando a su mesa, lo cogió y volviendo a mi lado, me hizo saber que no iba a ser presa fácil cuando pasando las cartas por su entrepierna, me las entregó.

―En cinco minutos, viene mi hermano a discutir con usted los fondos que se necesitarán para cumplir con el Santander― rugió antes de desaparecer y ponerse a teclear furiosa en su ordenador.

Supe que lo que había escrito cuando recibí un corto pero elocuente mensaje:

“Has ganado esta batalla, pero yo venceré la guerra. 1―0”.

Mi carcajada resonó en la oficina mientras Joaquín entraba dispuesto a estudiar conmigo los aspectos financieros del contrato con la entidad bancaria, pero antes de comenzar me preguntó si sabía qué coño le pasaba a Patricia.

―Debe estar en sus días― respondí lo suficientemente alto para que la aludida me escuchara.

A través del cristal, comprobé que así había sido y olvidándome de ella, me sumergí con mi asistente en el asunto que le había hecho venir a mi despacho. Durante media hora, su falta de reacción me hizo erróneamente asumir que había una tregua entre nosotros, pero cuando requerimos su presencia para que nos explicara un detalle del acuerdo que no alcanzábamos a entender, caí en que solo era un paréntesis en el combate.

«No me lo puedo creer», pensé horrorizado al ver que, aprovechando que su hermano no podía ver lo que hacía, al sentarse se levantó la falda luciendo ante mí su poblado sexo.

            Si de por sí eso me pareció fuera de lugar, qué decir cuando en mitad de su explicación llevó una mano a su entrepierna y comenzó a pajearse mirándome a los ojos.

«Esto sí que no me lo esperaba», reconocí mientras una pertinaz erección crecía bajo mi pantalón.

Consciente del tamaño que había adquirido mi atributo, la hija de satanás esperó a terminar la aclaración para con los dedos impregnados de flujo y diciendo que tenía una miga en la boca, dejarme probar por primera vez a que sabía su esencia.

«¡Será puta!», exclamé para mí con su sabor recorriendo mis papilas mientras se levantaba y se iba.

  Afortunadamente Joaquín no se percató del comportamiento de su hermana y centrándose en los números, siguió planificando cuanto debíamos invertir para llevar a buen puerto el contrato. No pudiendo revelar mi excitación esperé a que finalmente saliera de mi despacho para meterme en el baño y usando la braga que me había lanzado, masturbarme.

Al acabar y liberar la tensión, tuve especial cuidado en recoger mi semen con ella y llegando hasta mi secretaria, puse la mojada prenda en sus manos mientras decía:

―Te devuelvo las bragas con regalo incluido.

Nuevamente ese engendro de piel oscura me sorprendió porque en vez de montar un pollo, sonrió y ante mi consternación, sacando la lengua comenzó a dar cuenta de mi semilla en plan goloso.

―Qué razón tenía Altagracia cuando me contó lo rico que estaba mi jefe― sin rastro de vergüenza, replicó avivando tanto mis ganas de matarla y como de poseerla.

Humillado al saber que ella había salido victoriosa de ese segundo rifirrafe, volví a mi despacho con solo una idea en mi mente: ¡el devolvérsela con creces! Por ello busqué el modo de vengarme, pero el día a día de la empresa me lo impidió y a la hora de comer, no había conseguido un plan de contraataque. Lo malo es que ella si lo tenía y mientras se despedía hasta la tarde, se ocupó de dejar claras sus intenciones al decirme que había quedado con un cura para reservar iglesia.

― ¿Quién ha muerto? – pregunté tiñendo de hipocresía la voz.

―Por ahora nadie, pero el día que nos casemos seré yo quien te mate a polvos― respondió desternillada mientras se iba.

Juro que estuve a punto de seguirla y empotrarla contra una mesa sin importarme la presencia del resto de empleados, pero la poca prudencia que me quedaba me hizo mantenerme en el sillón y observar únicamente cómo esa zorra se iba meneando el trasero con la certeza de lo mucho que nuestra rivalidad le haría disfrutar en el futuro.

Cabreado hasta decir basta, dejé la empresa y me fui a dar un paseo, esperando que el aire de ese mediodía me diese la inspiración que me faltaba. Increíblemente así fue y sin darme cuenta de hacía donde me dirigían los pasos, me encontré frente a un sex shop y entrando en él, decidí hacer a mi secretaria un regalo que le dejase clara mi negativa a compartir la vida con ella. Por ello, entre el extenso surtido de aparatos, compré un pequeño estimulador de clítoris cuya estructura me llamó la atención al llevar unas cintas con las que adosarlo al coño sin que se moviera mientras la usuaria caminara.

―Es lo último que nos ha llegado, se llama “mariposa clitoriana” y es una especie de satisfayer que sin duda hará las delicias de su pareja― comentó la dependienta alabando mi elección.

 Con ese regalo impropio de un jefe, me fui a comer deseando ver la cara de mi secretaria cuando se lo hiciera entrega.

«Se va a coger un mosqueo de época», reí entre dientes mientras pedía el menú del restaurante al que había llegado.

Una hora y tres cuartos después, llegué a la oficina y depositándolo en sus manos, le comenté que si tan urgida estaba de caricias debía de usarlo y olvidarse de mí. Tal y como había previsto, se enfadó al abrir el presente y lanzándome una cuchillada con la mirada, contestó que lo aceptaba mientras me decidía a pedir su mano.

―Se te gastarán las pilas antes de que eso ocurra― respondí mientras me iba al despacho.

Desde mi asiento la vi leer las instrucciones del artilugio para a continuación levantarse y con él, irse al baño. Descojonado al saber que iba a colocárselo, pensé que mi secretaria estaba más necesitada de lo que pensaba e ilusamente, me olvidé tanto de ella como de la mariposa hasta que, retornando, puso sobre mi mesa el mando del aparato.

―Ya que eres tan cerdo de obligarme a llevarlo, serás tú quien decida cómo y cuándo ponerlo en funcionamiento.

Tras lo cual y sin mirar atrás, se fue a su mesa dejándome barruntando si realmente estaba tan decidida a hacerme suyo que se lo había puesto o todo era una farsa.

«Está jugando conmigo y teniéndolo en el cajón, espera que sea tan bobo de encenderlo», me dije asumiendo que si lo ponía en acción lo único que despertaría serían sus carcajadas.

Durante treinta minutos la duda revoloteó en mi mente y solo cuando la vi ordenando unos papeles a tres metros de su mesa, me atreví a probar pensando en rápidamente apagarlo si no reaccionaba. Para mi sorpresa, los dosieres que llevaba en las manos se le cayeron al sentir la acción del vibrador entre sus piernas y sin recogerlos, se acercó a mi puerta.

―No me puedo creer que hayas sido tan pervertirlo de ponerlo en funcionamiento― rugió furibunda.

―Ni yo que hayas sido tan zorra de ponértelo― contesté elevando la intensidad del mismo: ―Si tanto te molesta, quítatelo.

Confieso que creí que eso haría cuando la vi retirarse, pero por enésima vez me dejó con la boca abierta cuando tras recoger del suelo el estropicio, volvió a su silla y mirando hacia mí, me retó. Pienso que, en su fuero interno, asumió que desistiría, pero el morbo de tenerla en mis manos y las ganas que tenía de vengarme de ella, me hicieron jugar subiendo y bajando la vibración del chisme que llevaba adosado.

Comprendiendo al fin que no lo haría, tomó la decisión de no dejarse intimidar y girando su silla, levantó su falda y separó las rodillas, para que desde mi lugar contemplara el efecto de la mariposa entre sus piernas.

«Si piensa que voy a ceder, va lista», dije para mí convencido de que esa manipuladora no resistiría el embate y que terminaría yéndose al baño a quitárselo.

Sin perder detalle alguno, observé que poco a poco la calentura iba haciendo mella en ella y nuevamente pensé que no tardaría en claudicar, pero lo último que imaginé fue que su claudicación consistiera en el silencioso orgasmo con el que me premió desde su mesa.

«No me puedo creer que esté disfrutando», sentencié al percatarme que no parecía rechazar el gozo impuesto.

Asustado por el alcance de mis actos, apagué el aparato mientras pensaba incluso en pedirle perdón, pero entonces escuché un mensaje en mi teléfono. Al ver que era de ella, lo leí:

“Gracias, mi amor. Me ha encantado sentirme observada mientras me corría. Mañana volveré a traer puesto tu regalo”.

Recordando su árbol genealógico al completo, tomé el maletín y salí huyendo de la oficina mientras sus risas sonaban a mi espalda.  Con un cabreo de narices, salí rechinando rueda rumbo a casa al saber que el marcador de ese día mostraba un empate, aunque de haber sido justo hubiese reconocido que corría a su favor.

Por ello quizás durante el trayecto como loco pensé en como contrarrestar su ventaja, pero sobretodo como anticipar sus siguientes pasos, ya que tenía claro que esa diosa de ébano no cejaría hasta tenerme babeando a sus pies. En el piso, hallé a Natacha pintando en su taller. No queriendo perturbar su concentración, sin avisar de mi llegada, me puse una copa y salí a la terraza en un intento de que las vistas de mi Madrid natal, consiguieran amortiguar mi enfado. Desgraciadamente, éste se incrementó cuando observé a Patricia estacionando su vespa sobre la acera y con la furia corroyendo mi interior, fui a enfrentarme con ella. Mi intención fue poner un hasta aquí y prohibirle la entrada, pero esa arpía de pelo rizado, poniendo su casco en mis manos, me informó que no era a mí a quien venía a ver, sino a la rusa y que ésta le había pedido servirle de modelo en un cuadro que estaba pintando.

            Cediendo el paso, la dejé entrar y absorto en su trasero, la vi meneándolo de camino al cuarto donde la chavala la esperaba. Al saludarla, la rubia se dio cuenta de mi llegada y corrió a mis brazos buscando mis besos. Tras lo cual, me rogó que no le tomara en cuenta que nuevamente se le había pasado la hora y no me había hecho nada de cenar.

―No te preocupes, muñeca. Atiende a tu invitada mientras llamo a que nos traigan algo― respondí enternecido por su preocupación.

Agradeciendo mi comprensión, Natacha tomó de la mano a la que en teoría era también su dueña e ilusionada le mostró lo que llevaba pintado. Patricia al contemplar en la pintura los cuernos y el rabo me miró riendo y alabando la calidad de las pinceladas, solo preguntó dónde y cómo debía de modelar.

―He preparado sobre mi cama una reproducción del lecho en el que Goya pintó a su maja― respondió mostrando los dos almohadones blancos donde debería reposar una vez se quitara la ropa.

La zorra de rasgos africanos no esperó a que me marchara y dejando caer su vestido, lució sus bellas formas mientras con toda la mala leche del mundo me preguntaba si quería quedarme observando.

―Si quiero ver tu coño, pediré que me lo muestres mañana en la oficina― rugí dejándolas solas.

Mi indignación se acrecentó todavía más cuando desde el salón escuché sus risas al contarle la ingenua criatura como su amo le había resuelto las dudas a la hora de plasmar su dulzura y la arpía sin cortarse un pelo, respondió que esa tarde venía excitada.

―Mi Lucas me ha hecho correrme dos veces en su despacho― añadió mientras tomaba postura sobre la cama.

No deseando dejar que ese par siguiera mortificándome llamé a un chino y tras encargar cena para ellas dos, desaparecí de casa jurando que no volvería hasta que esa guarra se hubiese ido. Sin otro sitio al que ir, me dirigí al tugurio donde Altagracia trabajaba y así fue como me enteré que, gracias a un benefactor, la cubana había dejado el oficio y había vuelto a la habana.

―Cuando se despidió, me dijo que había sido usted, pero veo que me engañó― comentó la madame un tanto enfadada por si se había ido con la competencia.

Sabiendo que la causante había sido mi secretaria, me abstuve de alquilar los favores de otra meretriz y con la rabia a flor de piel, me fui a cenar yo solo jurando venganza.

«¿Quién coño se cree para meterse así en mis asuntos?», gruñí mientras decidía seguir indagando en su pasado con la intención de hallar algo con qué atacarla.

Por ello y mientras el camarero abría el “ribera del Duero” que había pedido, busqué en mi móvil información sobre el bancario con el que supuestamente había tenido el romance y ante mi consternación descubrí que ese mismo lunes había sido echado de su trabajo. Pero, al leer que las malas lengua decían que su cese fue propiciado por una llamada de un directivo del Santander al presidente de su entidad, fue cuando caí en que a buen seguro Patricia había tenido algo que ver en ello.

«Ha aprovechado nuestro trato para informar a alguien del banco sobre su posible responsabilidad en una trata de blancas», me dije en absoluto molesto sino todo lo contario, ya que sospechaba que ese capullo había colaborado al menos con la organización culpable del maltrato de Natacha. «Se lo tiene merecido», me dije mientras como un sabueso persiguiendo una presa, buceaba en la red en busca de más datos de ese hombre.

Mis sospechas se hicieron realidad cuando en varias páginas apareció inaugurando exposiciones de arte e incluso firmando como crítico un reportaje sobre un nuevo valor de las artes plásticas que prefería mantenerse en el anonimato, pero en cuyos cuadros descubrí la mano de mi muñeca.

«Encima de explotarla como persona, ¡se beneficiaba de su pintura!», exclamé viendo los precios a los que se había vendido su obra.

  Haciendo a ese hombre objeto de mis iras, me olvidé de la morena y tomándomelo como algo personal, concluí que me costara el tiempo y el dinero que fuera le haría pagar por sus crímenes.

«Ese cabrón no sabe el enemigo que se ha buscado», señalé fuera de mí anotando con sangre su nombre en mi memoria: ― ¡Isidro Bañuelos voy a por ti!

Con un propósito del que ocuparme, me importó una mierda la hora que era y cogiendo el teléfono llamé a un conocido dueño de una agencia de detectives y citándolo en media hora en su oficina, pagué la cuenta y me marché sin haber probado bocado alguno. Ya con él y tras tener que aguantar sus quejas por la premura con la que le había citado, le expuse todo lo que sabía de ese pervertido y guardando solo para mí la existencia de Natacha, le insinué que lo quería entre rejas.

―Te va a salir caro, los que tratan con vidas humanas son gente peligrosa― respondió pidiendo una suma que no me pareció excesiva por sus servicios.

―Pedro, solo te pido que pongas todo tu empeño en esto. Según todos los indicios que poseo, ese hijo de perra es al menos responsable de tres muchachas muertas cuyos padres también sabrán recompensarte si demuestras su autoría― añadí dejando caer que las encontradas en una de sus naves pertenecían a lo más alto de la sociedad madrileña.

Con ese plus en sus alforjas, el investigador prometió que me tendría al tanto de lo que encontrara y cerrando la agencia tras de mí, se despidió avisándome que si tal y como sospechaba alguien de mi entorno había sido víctima de ese depredador debería tener cuidado:

―Esos tipos nunca dejan que se les escape una presa.

Con ello en mente, volví a casa donde me llevé la sorpresa de encontrarme a mi secretaria durmiendo abrazada a la rusa sobre mi cama. De no haber sabido la clase de hombre que era su ex, quizás la hubiese echado con malos modos, pero conociéndolo la tapé y me fui a cenar a la cocina…

11

Seguía durmiendo en el sofá del salón, cuando los ruidos de unas risas me alertaron de la hora que era y siguiendo el sonido por la casa, llegué al baño donde Patricia y Natacha disfrutaban tirándose agua la una a la otra. Al verme entrar ambas se quedaron calladas, pero en especial mi secretaría, la cual un tanto avergonzada intentó tapar sus pechos con las manos. El contraste de sus pieles dotó a la imagen de una sensualidad que pocas veces había contemplado y cediendo al dictado de mis hormonas, acerqué la silla y cogiendo una esponja, me puse a enjabonarla ante su completa turbación.

            ―Siento que no pudieses dormir en tu cama, se nos hizo tarde― ruborizada comentó sin saber a qué venía el cambio que había experimentado al ver que la mimaba.

            ―Tranquila, con ver lo bella que eres me doy por pagado― murmuré mientras recorría sus senos.

            ― ¡No me toques! ¡No puedes hacerlo! ¡Soy tu secretaria! ― espantada por lo que sentía, ilusamente protestó.

            Sin negarlo, obvié sus quejas y mientras con dulzura preguntaba a la rusa si también ella la encontraba preciosa, jugueteé con mis yemas en sus pezones. La endiablada y rubia criatura sintió que su amo le estaba dando cancha y mientras se metía una de las areolas de mi asistente en la boca, respondió:

            ―Su Patricia es mi Diosa.

            El ataque coordinado de los dos hizo brotar un gemido de la mujer y levantándose intentó huir, pero su intento empeoró las cosas al poner involuntariamente su sexo al alcance de mi lengua y no dejando pasar la oportunidad, le pegué un largo lametazo y así probé por segunda vez su esencia, pero en esta ocasión directamente de la fuente.

            ―Por favor, no sigas― rogó al comprobar que no contento con ese primer acercamiento, hundía la lengua entre sus pliegues y me apoderaba de su botón.

            Confieso que el sabor agridulce de su coño había hecho desaparecer de mi mente lo demás y que mis neuronas solo podían pensar en seguir comiendo ese manjar. Nueva y brevemente intentó que parase, pero entonces la boca de nuestra muñeca cerró sus labios besándola y con ello, dejándola a mi merced. Sin nuevas protestas, su coño quedó a mi entera disposición e impulsado por mi propia lujuria, mordisqueé su botón mientras la morena sentía que perdía el equilibrio. Solo las asas que ella misma había colocado en ese baño, impidieron que resbalara, pero haciéndola adoptar una postura que favorecía mi ataque.

            ―Antes de que me tomes, tienes y deber pedirme algo― rugió sintiendo la cercanía del orgasmo.

            Sabiendo que se refería al matrimonio, hice oídos sordos y levantándome, deje caer el pantalón del pijama, mostrando mi pene totalmente erecto.

            ―Por favor te lo pido, no me violes― sollozó al notar mi glande restregándose entre sus pliegues.

            De haber querido, hubiese traspasado su entrada, pero haciéndola sufrir permanecí jugando con los labios de su sexo sin penetrarla hasta que sus gritos me avisaron del placer que la corroía. Entonces y solo entonces, separándome de ella, mordí su boca y recreándome en el poder que sentía sobre ella, comenté en su oído:

―No soy un violador… si algún día te decides a ser mía, deberás llegar y pedirlo sin esperar nada a cambio.

Tras lo cual, dejándola en la bañera, tomé a Natacha en volandas y sacándola del baño, la informé que se fuera a vestir porque iba a llegar tarde a clase.

―Mi señor, ¿por qué no quiso amar a su Patricia? ― comentó intrigada la chavalilla al escuchar los lloros de la negrita.

―Cariño, esa zorrita también debe aprender a andar antes de correr― respondí mientras me secaba.

Como esa explicación le era conocida, sonriendo, se fue a preparar para otro día en el centro de formación. Para entonces, mi secretaria había recuperado algo de cordura y recogiendo su ropa del suelo, me miró diciendo:

―Eres un maldito. Hoy el marcador va uno cero.

Tras lo cual se fue a vestir a otro lado con mi cachondeo resonando a sus espaldas. La certeza de que esa jornada me depararía al menos otros dos encontronazos con mi acosadora si quería darle la vuelta al contador, me divirtió y anudando la corbata alrededor del cuello, fui a desayunar de inmejorable humor.

Aunque salimos a la vez de casa, al tener que ir a dejar a Natacha y la mejor movilidad de su vespa en el tráfico madrileño, Patricia me estaba esperando al llegar a mi despacho. Dando por finalizada la tregua y sin recato alguno, se quitó las bragas que le había prestado la rusa y poniéndolas en mi mano, se levantó la falda para que viera que llevaba puesto mi regalo del día anterior.

―Yo he cumplido, por lo que debes ir al baño, masturbarte con ellas y devolvérmelas― con la seguridad de que estaba en su derecho exigirlo, me soltó.

 Confieso que, aun siendo algo aberrante, su reclamación me hizo gracia y siguiendo el juego, puse en funcionamiento el aparato adosado a su sexo. La sonrisa de mi acosadora mientras se sentaba a repasar la agenda me informó que no iba a cejar en su empeño y que no se marcharía de ahí hasta recibir esa prenda llena de semen. Decidido a no dejarme intimidar por esa mujer, se me ocurrió insinuar si no deseaba recogerla ella misma, aduciendo que era una pena manchar algo que apenas tenía un par de puestas. Si en algún momento pensé que se sentiría coartada, me equivoqué ya que, no dudó en preguntar cómo deseaba el pervertido de su jefe que lo pajeara, si con la mano o con la boca. El tamaño de sus pezones me alertó de que iba en serio y deseando demostrarla que estaba jugando con fuego, respondí que con la boca.

Como tantas veces antes, esa loca no se lo pensó y empujando mi silla hacia atrás, se metió bajo la mesa para a continuación bajar mi bragueta liberando mi pene. Al tomarlo entre sus manos todavía morcillón, se rio de mi pobre desempeño:

―En el baño y mientras intentabas abusar de mí, parecía más grande― comentó mientras le regalaba un primer lametazo.

 No sabiendo con sinceridad si cabrearme, reírme o dejarme llevar, resolví eso último, pero incrementando el morbo. Por eso mientras acercaba mi silla dejándola aprisionada bajo el despacho, tomé el teléfono y llamé a su hermano. Patricia al oírlo quiso salir de su encierro, pero se lo impedí cerrando cualquier salida y por eso cuando escuchó que Joaquín llegaba a la oficina, dejó de debatirse. Reconozco que me la puso dura tenerla a mis pies con su pariente enfrente y por eso elevé la presión sobre ella aún más poniendo el vibrador a toda potencia.

Obviando el pellizco que me pegó en el muslo, pedí al financiero que me aclarara unos datos que me había mandado mientras me relajaba en el asiento:

―Empieza, no tenemos todo el día― comenté mirando al rubiales, aunque la destinataria de la orden era otra. 

Contra toda lógica, noté unos labios exageradamente mimosos apoderándose de mi sexo mientras mi segundo desgranaba el contenido del mail por el que le preguntaba.  Premiando en cierta forma, la diligencia de mi empleada maniobré el artilugio subiendo y bajando la intensidad de su vibración, sin dejar de escuchar la explicación de Joaquín.

―Siempre es un placer comprobar lo bien que haces todo― dejé caer a ambos.

Curiosamente, la que se sintió más alagada fue la morena y quizás por ello acompañó a la amorosa acogida de sus labios con un singular masaje a mis huevos mientras su hermano agradecía que reconociera su labor. Lo que nunca preví fue que involuntariamente el rubiales añadiera picante al momento, preguntando por ella.

―Tengo entendido que tiene un asunto importante en sus manos― contesté disculpando su ausencia.

―Tienes que atarla en corto, es imprevisible cuando la dejas suelta― añadió: ―Una semana sola y se inventó lo del Santander.

Sentí la indignación de la aludida bajo la mesa, al extraerse brevemente mi tallo de la boca y por ello haciendo como si me acomodaba las partes en un movimiento tan típicamente masculino, cogiéndola de la melena se la volví a meter hasta el fondo de la garganta.

―En eso te doy la razón, pero creo que en este caso pienso que lo que está haciendo es de suma importancia y solo espero que sepa culminarlo― desternillado de risa, respondí al tiempo que volvía a incrementar la presión sobre ella jugando con la intensidad. Esas supuestas dudas sobre su capacidad desaparecieron al sentir que aceleraba sus maniobras metiendo y sacando mi falo con una maestría pocas veces experimentada. Por todo ello, no pude más que alegrarme cuando preguntando si deseaba algo más, el financiero desapareció hacia su despacho.

Patricia, que hasta entonces había permanecido muda, aprovechó para insultarme, pero no por ello dejó de mamar y ya sin un testigo que le pudiese descubrir comenzó a gemir mientras se lanzaba desbocada por su premio.

―Joder, niña. ¡Quién lo diría! ¡Eres una máquina! ― exclamé previendo la cercanía del orgasmo.

―Todavía soy mejor en la cama― susurró satisfecha con el halago segundos antes de que mi pene explotara.

Cuando lo hizo, la morena no permitió que se malgastara ni una gota y en plan obsesa, incrementó mi placer cerrando sus labios alrededor de mi glande. Su voracidad devorando mi blanco presente y los sollozos de gozo que me regaló con cada impacto en su paladar no solo me dejaron seco, sino que me hicieron asumir lo mucho que me gustaba esa mujer y lo cerca que estaba de cometer el error de considerarla algo más que mi secretaria. Afortunadamente para mí y desgraciadamente para ella, al terminar de ordeñarme fue ella la que falló al salir sonriendo y decir que, para ser de un blanco, mi leche no estaba del todo mal.

Aun sabiendo que lo decía para molestar, me jodió y por ello, contrataqué sacando un billete y metiéndolo en su escote:

―Como me escuchaste decir, sé reconocer un trabajo bien hecho. Si quieres otros cincuenta euros, te espero después de comer.

La furia con la que me lanzó el dinero de vuelta me hizo reír y humillándola más comenté:

―El marcador va dos a cero.

Indignada y con ganas de vengarse, salió del despacho dando un portazo, pero justo entonces, volviendo a entrar, tomó de vuelta el billete diciendo:

―Dos a dos… no solo he conseguido que me dieras tu semen, sino que encima me he corrido y me llevo cincuenta euros.

Con ese empate técnico, terminó la mañana…

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