5

Esa noche mi sueño fue intermitente, varias veces me desperté con la sensación de que alguien me espiaba y tras verificar que Natacha seguía durmiendo, volvía a cerrar los ojos e intentaba descansar. Sobre las nueve, fue la última y en esa ocasión, la impresión resultó cierta al encontrarme a la rusita sentada a los pies de mi cama con una bandeja en sus manos.

            ―Mi señor, le he preparado el desayuno― la escuché decir.

            No sé si lo hizo a propósito o por el contrario fue casualidad, pero lo que tengo claro es que al poner la bandeja en mis rodillas sus pechos rozaron mi boca y al sentirlo esa criatura gimió con la dulzura de un gatito.

― ¿Qué haces desnuda? ― pregunté sin recriminarle directamente ese roce, ya que de hacerlo debería darle un escarmiento para que no volviese a pasar.

Por un breve instante, creyó por mi pregunta que estaba enfadado, pero, al ver que no era así, luciendo orgullosa sus pectorales respondió:

 ―Se me ha enseñado que, cuando esté en presencia de mi amo, estemos solos y a no ser que medie una orden anterior, no puedo llevar ropa para que él disfrute de mi belleza sin cortapisa alguna

A pesar de ser un poco canijas para mi gusto, era evidente que sus tetas eran de ensueño y por eso deleité la mirada en ellas mientras le preguntaba si se consideraba bella.

―Aunque nadie me lo hubiese dicho, lo sabría… tengo ojos en la cara para mirarme en un espejo.

―Y tienes razón, eres una nena preciosa y como no deseas que tu señor se enfade, vete a poner algo encima.

―No soy una niña, tengo veintiún años― herida al oír que la había llamado “nena”, replicó.

Podía ser novato como amo, pero no tonto y por eso no me pasó inadvertida la tierna rebeldía, pero rebeldía al fin, que mostró. Al ser evidente que había sido deliberada y que la rubita lo había hecho para averiguar cuán estrictos o laxos eran mis límites, supe que debía de reaccionar o perdería “prestigio”. Por eso, tirando la bandeja al suelo, la tomé de la cintura y le di dos duros azotes que evitaran que esa criatura volviese a retarme.

―Cuando te digo que eres una nena, es porque puedo ser tu padre. Ahora, antes que me termines de cabrear, ve a vestirte y recoge lo que he tirado mientras me baño.

Su sonrisa me anticipó que algo planeaba y saliendo de la cama, cuando ya estaba fuera de mi alcance, contestó:

―De acuerdo, papaíto. Su nenita se va a vestir.

En respuesta, le lancé la almohada. Almohada que no impactó en ella, porque previéndolo había salido corriendo. Enternecido por ese juego casi infantil, salí del cuarto hacia la ducha. Estaba todavía bajo el grifo cuando Natacha volvió con el uniforme de la noche anterior. Sin siquiera preguntar si su presencia era bien recibida, se sentó sobre el bidé y se me quedó mirando casi llorando:

― ¿Por qué no me ha esperado? ¿Acaso ya no me quiere? ¿Tan enfadado está con su Natacha que se está bañando solo?

La angustia de su voz me hizo sospechar que esa rusita estaba sufriendo. Con casi plena seguridad, asumí que parte de su adiestramiento se había basado en minar su confianza y que esta se tambaleara cuando su “señor” la ignorara y por eso, sin meditarlo más, repliqué:

―Por supuesto que te quiero, pero tenía prisa y por eso no te esperé.

― ¿Qué vamos a hacer? Es sábado y según Patricia, hoy y mañana los va a dedicar a mí.

Escuchar que esa zorra entrometida se valiera de la cría para tenerme controlado, me jodió y de qué manera. Pero en vez de comenzar a despotricar de ella, decidí imitar su estrategia y devolvérsela con creces.

―Natacha. Hazme un favor, toma mi móvil y busca en la p de Puta, el nombre de Patricia Meléndez y llámala. Cuando te conteste, dile que la esperamos en media hora en la puerta, porque va a acompañarnos de tiendas.

Siguiendo estrictamente mis instrucciones, volvió con el teléfono y en mi presencia, la llamó:

―Señora, su Lucas me ha ordenado comunicarle que quiere verla en casa en media hora para ir de compras.

Sonreí a pesar de ese denostado “su Lucas”.

―Pregunta doña Patricia qué vamos a comprar.

―Ropa para la muñeca de porcelana, ella lo entenderá…

El bufido que pegó a través del altavoz del teléfono fue la prueba. Mientras esperaba que Natacha se vistiera para salir, recordé que la habían adiestrado a que anduviese desnuda en presencia del que considerara su amo. Sabiendo que eso era una pequeña parte nada más de su adiestramiento, llamé a Julián Ballestero, psiquiatra en el Hospital la Paz y un buen amigo. Amigo al que básicamente mentí, diciendo que al colaborar con una ONG enfocada a combatir la esclavitud sexual me habían mandado uno de sus casos más graves que habían dado por perdido.

―Siempre hay algo que se puede hacer― respondió mientras quedaba en pasar por casa esa misma tarde con la idea de ver en persona si era tan profundo el lavado de cerebro de la rubita.

Justo cuando estaba colgando, Natacha salió de su cuarto. El pésimo estado de la camiseta y el pantalón que se había puesto ratificó mis sospechas que había llegado a la casa con lo puesto y elaborando una breve lista, bajamos a encontrarnos con mi secretaria. Esa bruja debía estar con algún asunto entre manos, porque llegó exigiendo que nos diésemos prisa porque era sábado y tenía muchas cosas qué hacer.

            ―Realmente, lo siento― imprimiendo toda la ironía que pude a mi tono: ― pero como comprenderás en cuanto vi que esta pobre criatura no tenía más ropa que un par de picardías que solo se podría una fulana y su uniforme de trabajo, supe que tenía que comprarle algo acorde a su edad. Te llamé porque lo normal es que quien le ayude a probarse ropa sea una mujer y no un viejo de cuarenta y dos años, como yo.

            La rabia que se acumulaba en sus ojos no me inmutó y mientras nos bajábamos del coche en el centro comercial, puse en sus manos una lista de treinta elementos que consideraba necesarios que Natacha tuviera y que iba desde tres pantalones, tres faldas, tres camisas, diez bragas… hasta finalmente llegar a colorete y pinta labios.

―Voy a tardar una eternidad― se quejó.

―No te preocupes. Toma mi tarjeta y cuando terminéis, estaré tomando algo en el Vips del centro comercial.

Si en vez de miradas, me hubiese lanzado cuchillos en ese momento hubiera muerto. Es más, solo la presencia de Natacha babeando ilusionada con las tiendas y con lo mucho que le iba a comprar su amo, impidió que me mandara a la mierda y desapareciera de ahí.

―Ven muñeca, vamos a comprarte un ajuar que hipotecará a tu amo de por vida.

Ilusamente, creí que esa amenaza era baladí hasta que a mi teléfono empezaron a llegar los gastos: «¡Cuatrocientos veinte euros, dos pantalones!», «¡quinientos trece por un abrigo!», «¡Un conjunto de ropa interior, trescientos!». Al cuarto mensaje decidí no leerlo y llamar directamente a Patricia para que cesara ese dispendio. La muy hija de perra debía estar esperando la llamada porque saltó el contestador, informando que su teléfono no estaba operativo.

«Mierda, la tarjeta era la Visa Oro y no tiene límite», asustado ya, exclamé para mí.

Dos horas después y seis mil seiscientos quince euros más pobre, la zorra de mi secretaría me llegó por detrás:

 ―Don Lucas, le debes cuarenta pavos a Ernesto por las molestias― oí su dulce voz en mi oído señalando un porteador que se había agenciado para que llevara las bolsas.

Al girarme casi me como sus pechos al estar agachada, pero eso no fue lo peor, sino que impresionado me quedé mirando lo erectos que tenía los pezones y ella me pilló:

―Sí, jefe. A su secretaria se le ponen así cuando consigue darle un buen repaso a un incauto― reconociendo tanto el fenómeno como que consideraba que me había vencido.

Es más, pensando que podía irse, se despidió.

―Perdona, se me había olvidado comentarte que os he reservado sitio en una peluquería especializada en peinados africanos para que os hagan a las dos esas trenzas que me dijiste le quedarían tan bien a Natacha― escuchó a su espalda.

Volteándose, me gritó que, en su caso, dos peluqueras iban a tardar al menos cuatro horas:

―Por favor―  Natacha le rogó emocionada: ― siempre he deseado que me peinaran así.

Nuevamente, Patricia se sintió obligada a complacerla:

―Vamos antes de que me arrepienta, ¡muñeca!…

Cuatro horas y media después, vi llegar a Natacha y a Patricia con el pelo recogido en múltiples trencitas, todas ellas rematadas por una bola de colores. La belleza de mi secretaría con ese peinado afro me hizo babear y por eso apenas me fijé en que la rusita daba saltitos a mi lado buscando que le hiciera caso. Viendo la decepción de la chavala al no conseguir que me fijase en ella, la zorra de piel morena decidió tomar cartas en el asunto y cogiendo a la cría de la cintura, la besó en los labios mientras le decía que estaba preciosa y que si su “Lucas” no se lo había dicho era solo porque quería hacerlo cuando nos quedásemos solos.

            La sonrisa que brilló en su cara me hizo comprender muy a mi pesar que mi empleada había actuado correctamente y por eso cuando la cría se adelantó para ver una tienda, únicamente critiqué que se hubiese referido a mí como “su Lucas”.

            ―Si usted lo desea, dejaré de llamarle así ante Natacha, pero entonces aténgase a las consecuencias― contestó.

            Qué en vez de disculparse, encima se me rebelase poco menos que llamándome imbécil, me cabreó y cogiéndola del brazo, exigí que se explicara.

            ―Esa criatura está y siempre ha estado sola. En su casa, es la primera vez que siente algo parecido a un hogar. Con ella, he recalcado siempre que usted es mío para que no se frustre intentando convertirse en algo más. Si no lo hiciera, esa pobre se sentiría con derecho a ser su pareja… Ahora que lo sabe, Don Lucas, ¿cómo quiere que hable de usted a Natacha?

            ―Como tu Lucas― con la cola entre las piernas, respondí.

            Lo que no supe prever es que, haciendo valer su victoria, esa mujer esperara a la vuelta de la rubita para meter la lengua hasta el fondo de mi garganta y diciéndonos adiós, pidiera a la criatura que cuidase de “su” hombre hasta el lunes.

            ―Así, lo haré doña Patricia.

La alegría con la que movía el trasero en dirección a la parada de taxis fue otro plomo en mi ánimo cada vez más hundido, pero lo que realmente supuso un toque de atención fue reconocer lo excitado que me había dejado ese beso.

«¡Cómo se ha atrevido! ¡Voy a denunciarla por acoso y despedirla!», me prometí sabiendo que jamás lo llevaría a cabo.

Para colmo de males, Natacha se me arrimó pegándose más de la cuenta mientras decía:

―Amo, ya ha oído a su señora. Hasta pasado mañana, seré yo quien lo mime.

En vez de contestar, miré el reloj y le rogué que se diese prisa porque en veinte minutos debíamos estar en casa, porque quería presentarle a un amigo.

―Un psiquiatra, ya lo sé. Mientras nos peinaban, Patricia me avisó que uno de estos días iba a recibir la visita de uno de esos médicos porque usted quería comprobar que su muñeca de porcelana no se rompería en mil pedazos.

A pesar de ser consciente de que por medio del sistema de seguridad esa guarra de ojos tan negros como su corazón podía espiarme, en ese momento, di por sentado que conociendo cómo era yo había supuesto que no aceptaría la opinión de sus especialistas y que me buscaría uno, y no que ¡me espiaba! Por eso lejos de contrariarme, lo vi como un favor al haberla preparado para aceptar ser examinada por mi amigo.

Y así fue, cuando Julián llegó, pude dejarle sola con él sin tenérselo que explicar. Lo que había previsto como una charla que duraría media hora, se prolongó casi toda la tarde y eran cerca de las ocho, cuando la rusa llegó a mi despacho diciendo que el médico quería hablar conmigo. Sabiendo que esa conversación era algo que Natacha no debía escuchar, le cerré la puerta en las narices cuando intentó entrar conmigo al salón.

―Cuéntame, ¿cómo la has visto? ― pregunté mientras me servía una copa.

―Mal, francamente mal. Podría mentirte y asegurarte que bajo mis cuidados esta cría mejoraría, pero no sería verdad. Solo podemos encauzarla para que no busque la felicidad autodestruyéndose y por ello, considero necesario que me vea una vez a la semana.

― ¿No entiendo que es eso de autodestruirse? ― reconocí.

―El malnacido que la adiestró elaboró un cruel sistema de adoctrinamiento por el cual grabó en el interior de la paciente una absoluta dependencia hacia el hombre que la adquiriera, de forma que si no consigue el cariño de su dueño se verá abocada al suicidio.

― ¿Por qué alguien haría eso? Lo lógico sería venderla en vez de hacer que se mate haciendo que su comprador pierda todo lo invertido en ella.

Mi pregunta rozó el histerismo al hacerme ver la gravedad de su problema:

―Aunque no veo en ella nada que impida que la vendas, personalmente, creo que el lavado de cerebro que sufrió iba enfocado a que el hijo de perra que la comprara pudiese disfrutar viendo como poco a poco Natacha se iba desmoronando. Te parecerá algo que solo una mente enferma puede planear, pero sé que su torturador le ha dejado impreso que se suicide colgándose de una cuerda.

Cayendo en el sofá, pregunté cómo debía confrontarlo y qué debía hacer con la joven:

―Lo lógico sería cederle en propiedad la chica a un colega para que la interne en un hospital, pero eso solo sería trasladar el problema a otro. Como te conozco y sé que no vas a rehuir tu responsabilidad, hasta el próximo viernes que volveré a recibirla, deberás mostrarte cariñoso con ella y dejar que su sexualidad fluya. Si te encuentras con algo que no sepas interpretar, deberás llamarme.

― ¿Qué has dicho? – chillé creyendo que no había entendido.

―Exactamente, lo que has oído. El que la torturó se ha asegurado de dejar detonantes de actuación escondidas en su mente y debemos irlos descubriendo sin ponerla en riesgo.

― ¿Detonantes de actuación? ― pregunté.

―Sí, acciones o situaciones que pueden parecer inocuas pero que darán inicio a una serie de consecuencias pregrabadas en su cerebro y ante las que deberás reaccionar. Para que te hagas una idea, quizás una palabra que digas la hará lanzarse por la ventana o por el contrario que automáticamente se quede dormida. Solo su torturador y el hombre para el cual la habían diseñado saben en qué consisten.

―Julián…entiendo, pero, no me has dicho cómo debo actuar.

            Midiendo sus palabras, respondió:

            ―Si ves que el detonante ha desencadenado consecuencias dañinas para la paciente, dando una contraorden que mitigue sus daños. Pero si es algo bueno… ¡deberás dejar que fluya hasta el final!

            Un escalofrío recorrió mi piel al escuchar al psiquiatra y totalmente abrumado por la responsabilidad, lo acompañé a la puerta y me despedí.

            ―Cortar e impedir todo lo que consideres negativo, alargar y propiciar lo positivo― me hizo recordar antes de desaparecer por el pasillo…

6

De vuelta al salón, rellené mi copa y encendiendo la tele, me puse a ver la clásica comedia que programaban los sábados para ser disfrutada en familia. Acaba de seleccionarla, cuando por la puerta y siguiendo lo aprendido, Natacha apareció desnuda. En silencio, apoyó su cara en mi muslo tumbándose a lo largo del sofá. Tras el duro vaticinio de Julián, vi como algo bueno las risas con las que reaccionaba a las previsibles situaciones en las que iban viéndose involucrados los protagonistas y por eso, mientras daba un sorbo al whisky, con la mano libre acaricié a la rubita metiendo los dedos entre sus trenzas.

El profundo gemido que, brotó de su garganta al sentir mis yemas recorriendo con suavidad su nuca, me hizo girar. Al hacerlo, vi que tenía las areolas erizadas y la cara desencajada por el placer. Admitiendo que ese tipo de caricias era uno de los desencadenantes que habían grabado en sus neuronas para afianzar el dominio de su comprador, instintivamente, retiré la mano como si quemara.

Natacha, al verse privada de ese gozo, se echó a llorar con una angustia y un dolor a los que no me pude resistir. Y deseando que cesaran ambos, recorrí con los dedos la parte posterior de su cabeza, volviéndola a sumir en un éxtasis sexual que jamás había conocido.

            ― ¿Qué me hace mi señor? ― sollozó de felicidad mientras sentía que todas y cada una de las células de su cuerpo gozaban con ese acto tan normal.

―Mimar a mi muñeca― contesté y consciente de lo que ocurría, no me quedó otra que seguir el consejo de Julián alargando el placer de la rubita.

― ¡Me arde todo! ― rugió mientras, separando las rodillas, intentaba refrescar su sexo abanicándose con un papel.

―Déjate llevar y disfruta― comenté con la esperanza de que me hiciera caso y que, con mi ayuda, esa jovencita fuese olvidando sus penurias pasadas.

Lo que nunca adiviné fue que esas tres palabras unidas fuesen otra espoleta oculta lista para detonar y que, pegando un berrido, su sexo se convirtieran en una fuente y que de su interior brotase su flujo en forma de chorro y que tras hacer una media circunferencia en el aire fuese a caer en mitad del parqué.

― ¿Qué le ocurre a su muñeca para no poder dejar mear? ¿Por qué siente tan rico cuando hace pis junto a usted? – sin dejar de retorcerse, preguntó.

No sé qué me impactó más, si el total desconocimiento que esa joven tenía sobre su cuerpo o la peculiar manera en la que se corría. Había leído muchas veces acerca de esa forma de eyaculación, pero siempre la consideré una leyenda urbana y, por ende, jamás la había contemplado. Aun así, no pude contener la curiosidad y atrayéndola hacia mí sin dejar de acariciarle la nuca, repetí en su oído:

― Déjate llevar y disfruta.

Al reiterar sobre el resorte que había grabado en su mente, Natacha se vio lanzada hacia un orgasmo todavía más ruidoso, atronador y húmedo que el anterior y pegando su cuerpo al mío, bañó mis piernas con su esencia mientras gritaba que nunca la dejase de mimar.

―Déjate llevar y disfruta― insistí sin darme cuenta que estaba torturándola y que tanto placer impuesto podía convertirse en dolor.

Afortunadamente, el malnacido que diseñó esas reacciones no creyó oportuno en este caso que su víctima sufriera y por eso cuando su cuerpo fue incapaz de resistir tanta estimulación, directamente y como si fuese algo enchufado a la red, se apagó. Al verla caer inconsciente, temí haberla matado y traté de hablar con el galeno. Cuando no contestó, marqué el número de Patricia. Mi secretaria si lo hizo y avergonzado, le narré lo que había pasado. Algo debía saber sobre la naturaleza del mal de Natacha, porque sin necesidad que le explicara más solo me pidió que le dijera que palabras había usado. Al repetírselas, me rogó que llevara el móvil al oído de la rubita y pude oír que le decía:

―Muñeca, ya basta y ahora descansa.

Como por arte de magia, su respiración se tranquilizó y ese agónico derrumbe se convirtió en un sueño donde su rostro radiaba bienestar.

Al explicar a la morena que la rusa estaba tranquila, la tomó contra mí y el poco seso que había mostrado al violentar de esa manera la resistencia de la cría:

―Don Lucas, la puse en sus manos pensando en que sabría hacerla disfrutar, no en que abusaría de su poder torturándola.

            En sus palabras deduje que daba por sentado que necesitaba una mujer y completamente fuera de mis casillas, respondí atacándola y con toda la mala leche del mundo, comenté que, si tanto le interesaba mi bienestar y el de la mujer que estaba durmiendo en el sofá, lo que debía hacer es venir a la casa y meterse desnuda en nuestra cama.

            ―Desde ahora te digo que algún día lo haré― contestó sin cortarse: ― Pero, no ahora.

Pensando que era una calientapollas y que se conformaba con amenazar, insistí en mi ataque:

―Si no es ahora, ¿cuándo?

―El día que me lo pidas de rodillas mientras pones en mi dedo un anillo.

Por supuesto, ¡la colgué!…

Oír de los labios de Patricia que se sentía con derecho a exigir que le pidiera matrimonio me pareció del todo absurdo y más cuando hasta entonces había dado sentado su predilección por las damas. Con los nuevos datos que había conseguido recopilar esa mañana, encendí el ordenador y busqué confirmar algo que me llevaba rondando como una parvada de buitres alrededor de mi cabeza desde que me habló de la ONG.

             «El fin de su romance con el banquero, la venta de su empresa y la fundación de ese organismo benéfico fueron concatenados en el tiempo y eso no fue producto de la casualidad», me dije mientras metía en google el nombre de ese hombre y dos palabras: “escándalo”, “prostitución”. Al no darme un resultado que me resultara interesante, cambié estas por “rumor” y “tráfico de mujeres”. Fue entonces cuando en mi pantalla apareció que a raíz de un soplo anónimo la policía había localizado los cuerpos de tres desgraciadas en una nave que pertenecía al financiero. Por lo visto, las fallecidas eran hijas de gente bien que un día desaparecieron sin dejar rastro. Sus autopsias determinaron que habían sido objeto de torturas y a pesar de no haberse comprobado la participación del susodicho, corría el rumor que la policía sabía que una de sus amantes fue quien dio el chivatazo.

            ― ¡Patricia! ― cuadrando el puzle, exclamé.

            De algún modo, la morena debió descubrir que las actividades ilícitas de su amante y sintiéndose culpable, tras denunciarlo, vendió la empresa y usó el dinero para redimir su pecado.  La lógica era aplastante, pero habría a la vez otro interrogante: “¿qué había pasado para que esas muertes le cambiaran la vida?”. Obtuve una pista, investigando las identidades de los cuerpos, al descubrir que una de ellas, una tal Isabel Pérez, había estudiado en el mismo colegio que mi secretaria. Lo único que faltaba por reunir era los flecos que la hubieran llevado a denunciar a su ex.

            «O bien se enteró de la muerte de su compañera o lo que es peor, ella misma la provocó», medité valorando ambas opciones.

            No me quedó otra que anotar esa cuestión en el largo rosario de dudas que algún día debería resolver con ella, cuando Natacha se levantó y llegó a donde yo estaba preguntando qué era lo que había pasado y por qué se había despertado en mi cama.

― ¿No te acuerdas de nada? ― pregunté.

―Sí, recuerdo que estaba tumbada a su lado y sus dedos acariciándome― sonrió.

― ¿Haz memoria? ¿Recuerdas algo más? ― insistí.

El rubor de sus mejillas me informó que lo había hecho, aun antes de que reconociera entre balbuceos que había experimentado algo muy placentero y que se había meado sobre mis pantalones:

―No te measte… te corriste. Lo que sentiste se llama orgasmo y es totalmente natural. No tienes que avergonzarte de nada.

Mis palabras le dieron qué pensar y tras unos segundos acomodando sus ideas, respondió:

―No me avergüenza, me gustó y me gustaría que se volviera a repetir, pero no sé cómo.

―Basta con que me lo pidas y yo lo haré posible― hundiendo mis yemas entre tus trenzas, respondí.

Saber que su placer iba unido a mis mimos la hizo feliz, pero no la dejó satisfecha y manteniéndose alejada de mí, dejó claro su total inexperiencia preguntando si eso significaba que habíamos follado.  Reconozco que debí ser más comprensivo con ella y jamás soltar esa carcajada, pero me pilló con el pie cambiado que un pedazo de mujer tan bella no supiera nada de sexo.

―Perdona― me disculpé al ver sus lágrimas: ―No, no hemos follado, pero lo que has sentido es parte de mi amor.

―Entonces, ¿cuándo me vas a enseñar a follar?

«Y ahora, ¿qué contesto?», medité tan asustado por la responsabilidad como incrédulo y tratando de cambiar de conversación, quise saber cómo era posible que no hubiese hablado nunca con una amiga del tema.

―Nunca he tenido una amiga. Es más, hasta conocer a Patricia, la única persona con la que recuerdo haber hablado desde que me compró a mis padres fue con mi antiguo dueño.

― ¿Qué edad tenías? ― necesité saber a pesar de meterme entre arenas movedizas.

―No lo sé, pero me bajó la regla cuando ya vivía con ese hombre.

Siendo los doce años lo más frecuente, supe entonces que esa joven había estado bajo las garras de su torturador al menos diez años. Bajo esa óptica, adiviné que no solo iba a ser mi deber el hacerla feliz sino también que debía ejercer de maestro para que, sin presión alguna, fuera descubriendo tanto los demás aspectos de la vida como su sexualidad.

Por eso cuando de nuevo, insistió en que deseaba follar conmigo, la abracé y depositando un tierno beso en su mejilla, susurré en su oído que antes de subir una montaña, había que aprender a andar, luego correr, para finalmente escalar.

―Don Lucas, estoy lista para que me enseñe.

―Lo sé, muñequita, lo sé― respondí no tan seguro de… ¡estarlo yo!

Curiosamente, en ese preciso instante, escuché en mi móvil la llegada de un mensaje de Patricia. Al abrirlo, era un artículo en el que un psiquiatra daba consejos de cómo tratar a los niños que habían sido víctimas de abusos. A pesar de que Natacha hacía tiempo que había dejado la adolescencia, reconozco que me enfrasqué en su lectura en busca de un método o procedimiento avalado por la ciencia con el afrontar su enseñanza. La insistencia del especialista en que se debía crear un ambiente seguro alrededor del sujeto que les permita tomar un papel más activo a la hora de abordar la vida, me hizo recapacitar. Ya que, al definir el clima donde debería vivir, repetía continuamente la importancia de que los pacientes se integraran en el grupo bajo la atenta mirada del terapeuta.

Que después de la discusión que habíamos tenido, esa arpía se permitiera aconsejarme a la distancia cómo[fs1]  actuar, me cabreó:

―Si cree que es tan fácil, debería venir y hacerlo ella― grité al móvil descargando las culpas en él.

La rusa, que se había mantenido callada mientras yo leía, vio apropiado insistir en cuando iban a empezar sus clases.

―Vamos a hacer algo más divertido, te voy a llevar al cine― respondí escaqueándome del tema en vez de tomarlo por los cuernos.

La mera mención de ir a una sala de cine fue suficiente para hacerla olvidar su propósito inicial y únicamente me rogó que la ayudara a vestirse, porque era la primera vez que podía elegir entre distintas prendas y ahora no sabía cuáles eran las apropiadas. Confieso que no me pareció ser algo difícil y rápidamente comprobé mi error cuando, yendo con ella a su cuarto, elegí para ella un coqueto, pero nada escandaloso conjunto de bragas y sujetador. Tan acostumbrado estaba a verla en pelotas que nunca me esperé que contemplarla vistiéndose me resultara algo tan estimulante.

«Es una joven preciosa», murmuré para mí en vez de reconocer que estaba buenísima y que de habérmela encontrado en una disco hubiese intentado echarle un polvo.

Natacha algo se olió porque con una exagerada alegría me preguntó si la encontraba guapa con ropa interior. Alguien más versado en la vida, hubiese comprendido el motivo del bulto de mi pantalón, pero ella no y acercándose a mí, llevó sus manos a mi bragueta y preguntó qué me ocurría mientras se aferraba mi erección.

―Muñeca, no sigas. Uno no es de piedra― respondí haciéndole ver que me había excitado.

― ¿Eso significa que le gusto?… ― preguntó colorada sin retirar la mano de mi miembro: ―… ¿Qué le gusto como mujer?

Su sorpresa no obtuvo respuesta y dejándola con la pregunta en sus labios, saqué de su armario un vestido que encontré, para a continuación salir huyendo. Ya en mi habitación, completamente abochornado por mi comportamiento, me sentí un mierda, un hijo de perra sin sentimientos al saber lo cerca que había estado de abrazarla y demostrarle lo mucho que me atraía.

Cuando ya vestida vino por mí, la cosa empeoró al quedarme con la boca abierta con su belleza.

― ¿Sabes que será mi primera vez? ― comentó refiriéndose a la película, pero en mi interior fue otra cosa lo que entendí y contra mi voluntad, me vi amando a esa criatura.

La certeza de que, dado su adiestramiento, ante cualquier avance de mi parte Natacha se vería forzada a entregarse a mí no facilitó el tema y de camino al coche, fui tan cerdo de plantearme si al volver del cine abusaría de ella llevándomela a la cama. Por el contrario, la tentación que caminaba a mi lado parecía encantada con mis miradas y sellando mi derrota, al sentarse en el asiento del copiloto, no le importó que el vuelo de su falda dejara al descubierto gran parte de sus muslos. Fijándome de reojo en su sonrisa, supe que lo había hecho a propósito y esforzándome a no seguir acariciándola con los ojos, aceleré rumbo a donde proyectaban el film al que íbamos.

Asumí que ese bombón no iba a dejar de usar el poder que recién había descubierto tener sobre mí cuando en un semáforo retomó el tema de su educación al querer saber, si al volver a casa, iba a comenzar sus clases.

―Quiero que, además de mi dueño, sea mi maestro― con tono incierto, afirmó mientras incrementaba mi turbación posando su mano en mi bragueta.

Mi pene reaccionó de nuevo irguiéndose bajo mi ropa y la rusita al sentir cómo crecía con descaro me preguntó qué tenía que hacer para que su sueño se cumpliera.

―Por lo pronto, ¡deja de tocarme! ― exclamé: ― ¡Estoy conduciendo!

Sus risas retirando los dedos ratificaron mi derrota y preocupado, me percaté de lo mucho que deseaba acallarlas mordiendo sus labios.

«Macho, no te pases», me repetí en un intento de rechazar esa funesta idea, «es solo una niña, aunque tenga un cuerpo de pecado».

Desde su asiento, la chavala siguió presionando como si hubiese leído mis pensamientos:

―Quiero ser la muñeca que cuide a mi amo las veinticuatro horas del día.

Como es lógico, comprendí el significado oculto bajo esa frase y que, con ella, esa criatura celestial se estaba autonombrando para compartir mis sábanas y no solo el techo donde vivíamos. La poca decencia que me quedaba me hizo parar el coche y girándome, quise dejar las cosas claras:

―Natacha, mi responsabilidad es conseguir que olvides el sufrimiento que has pasado y que finalmente seas feliz.

Quizás no quiso o no pudo entender lo que quería decir y malinterpretando mis palabras, se lanzó a mis brazos en busca de mis besos, mientras me daba las gracias por velar por ella. La seguridad que mostraba y el roce de sus pechos contra el mío los sentí fueron un clavo más que cerraba el ataúd de mi condena e incorporándome de nuevo al tráfico de la Castellana, tomé la gran vía.

Al llegar, faltaba casi tres cuartos de hora para la película y recordando que no habíamos cenado, la llevé a un burguer que había a la vuelta. Para Natacha todo era nuevo y por eso ilusionada no dejó de reír y de bromear mientras daba cuenta de su hamburguesa. La casualidad quiso que un matrimonio con un niño se sentara en la mesa de al lado. Eso tan normal a mis ojos, no lo fue a los suyos y con cierta envidia, la rusita sonrió al ver el cariño con el que el padre daba de comer a su retoño.

Entendiendo lo que sentía, tomé una patata y se la puse en la boca sin saber que ese gesto desembocaría en una pregunta que me resultó difícil contestar:

―Don Lucas, ¿por qué su Patricia no vive con nosotros?

Sin una respuesta clara que dar, recordé las razones que mi secretaría me había dado para simular que éramos pareja y evitando desmentirla, no fuera que eso la diera pie a querer ser ella mi mujer, respondí:

―Es una mujer independiente y le doy espacio.

Digiriendo mis palabras, se quedó callada durante unos segundos antes de replicar:

―Cuando me dejó en su casa, prometió que seríamos una familia y que podría contar siempre con ella.

Algo en mi interior, me hizo sospechar que esa criatura se sentía perdida sin una figura femenina y que al igual que el niño que teníamos enfrente, deseaba tener quizás no un padre y una madre sino un hombre y una mujer que le brindaran su cariño.

―Echo de menos poder preguntarle cosas― recalcó bebiendo su refresco.

Mi corazón se encogió al oírla y cometiendo una locura, le aseguré que hablaría con ella para que se pasara al menos una temporada con nosotros. El brillo de felicidad de su sonrisa me impactó, pero lo que realmente me dejó anonadado fue oírle proclamar sin ningún pudor las ganas que tenía de ver a la negrita disfrutando mientras le hacía el amor. Esa imagen tantas veces rechazada al considerar poco ético el acostarme con una empleada volvió con fuerza y por mucho que me revolviera el estómago, deseé brevemente que se hiciera realidad.

«Estás loco, ¡eso nunca debe ocurrir!», mi conciencia dictaminó mientras mi mente soñaba con hundir la cara entre sus oscuros pechos.

La hora me hizo volver a la realidad y tomando la mano de Natacha, nos encaminamos hacia el cine. La alegría de la rusita al entrar me hizo olvidar ese deseo y la llevé hasta su asiento. Desconociendo lo pronto que volverían los problemas, me senté junto a ella. Mi optimismo se transformó en angustia cuando se apagaron las luces y algo hizo “crack” en la dulce damisela que tenía a mi lado. Nada me preparó a hacer frente a los gritos de miedo y terror que comenzó a dar al verse a oscuras. Como sería la cosa que el operario de la sala creyó prudente volverlas a encender y mientras el resto de los espectadores miraban horrorizados hacia nosotros, la vi retorcerse en el suelo con los ojos saliéndosele de las orbitas presa de dolor. Recordando las palabras con las que la morena había conseguido detenerla con anterioridad, las susurré en su oído. Pero para mi desgracia, no evitaron que siguiera convulsionando con sus alaridos resonando a través de las butacas.

El murmullo de la gente se estaba trasformando en ira al dar todos por sentado que era mi culpa y que, amparado en la oscuridad, había abusado de ella. Eso me hizo reaccionar e instintivamente, crucé su cara con un tortazo. El sonido de mi mano impactando contra su rostro incrementó más si cabe la indignación de las personas que había acudido a ver esa película, pero entonces la joven dejando de gritar, buscó mi consuelo abrazándome.

― ¿Qué me ocurre? ¿Por qué soy así? – lloró en mis brazos.

La vergüenza del momento no fue nada en comparación con el dolor que experimenté por ella y cogiéndola de la cintura, desaparecimos de la sala mientras los testigos pedían que viniera alguien de seguridad.  El escándalo y la llamada del encargado hizo que al salir nos topáramos con ellos y solo cuando vieron que la cría les pedía disculpas aludiendo a un supuesto miedo a la oscuridad, permitieron que nos fuéramos sin llamar a la policía.

 Al llegar a casa y sintiéndose a salvo, Natacha se tranquilizó e intentando simular que nada había ocurrido, me rogó que nos fuéramos a dormir. Destrozado, accedí y sin tocarla para que no se sintiera presionada, la guie hasta mi cuarto. Ya en él, la rusita se desnudó y siguiendo la rutina de otras noches, tomó la almohada y se tumbó sobre la alfombra mientras volvía a sollozar.

Asumiendo que la joven precisaba de cariño, haciendo de tripas corazón, le pedí que por esa noche durmiera conmigo. Como un autómata, obedeció subiéndose a la cama y buscando mi calor, se acurrucó sobre mi pecho mientras me daba las gracias por ser tan comprensivo con ella. La desnudez de su cuerpo pegado al mío me hizo dudar de las motivaciones que me habían hecho invitarla a compartir mis sábanas y cerrando los ojos, deseé que al día siguiente su sufrimiento hubiese desaparecido y no volviera jamás.

―Esta muñequita necesita sentir el amor de su dueño abrazándola― susurró girándose mientras me obligaba a poner la mano en sus senos.

―Duerme, pequeña, duerme― respondí impresionado por la dureza de su trasero rozando mi entrepierna.

La ternura de mi voz fue la nana que necesitó para quedarse dormida y con el sonido de su respiración, cerrando los ojos, la imité. Desconozco cuanto tiempo paso antes de empezar a soñar que estaba con Altagracia y que era ella la mujer que descansaba a mi lado, lo cierto fue que en mi mente fueron las manos de esa fulana las que sacaron mi pene del pijama para colocárselo entre las piernas.

―Le amo, don Lucas― escuché entre sueños y reconociendo en su voz a la rusita, me desperté.

Decidí seguir simulando estar dormido al sentir que, aprisionando mi erección entre sus muslos, se ponía a restregarla contra su vulva. Al principio sus movimientos eran lentos, como si estuviese tanteando cómo se hacía el amor. La humedad que envolvió a mi miembro y el hecho que en ningún momento Natacha intentara hundirla en su interior evitaron que reaccionara apartándome. Su confianza al creerme dormido se incrementó y poco a poco fue acelerando la velocidad con la que buscaba forzar las sensaciones que iba descubriendo. La inusitada dureza de su pezón bajo mi mano me confirmó su excitación. Sabedor de que tenía el deber de dejar que su sexualidad fuera fluyendo sin mi intervención, permití que usara mi tallo como herramienta involuntaria de su lujuria.

El ritmo creciente con el que se masturbaba con mi glande y sus gemidos me cautivaron y nuevamente tuve que esforzarme para no revelar que era plenamente consciente de lo que ocurría al notar en ella los primeros síntomas del placer. 

«Deja que lo descubra sola, no intervengas», como un mantra me repetí reteniendo el dictado de mis hormonas mientras la niña iba dando paso a la mujer.

El suave sollozo que brotó de sus labios al caer en brazos del que quizás era su primer orgasmo no impuesto, me obligó a cambiar de estrategia y besando su nuca, la azucé a seguir.

―No quería…― al verse descubierta, comenzó a decir avergonzada.

―Tranquila, muñeca― susurré en su oreja mientras tiernamente regalaba sobre su pecho un pellizco: ―No has hecho nada malo.

 Asumiendo mi permiso, se lanzó ya desbocada a por el gozo que experimentaba y girándose, intentó con cierta torpeza empalarse con mi miembro. Rechazando sus intentos, le pedí que continuara frotándose evitando culminar.

―Debo aprender a andar antes de correr― recordando mi consejo, suspiró.

Aferrándome a sus palabras, quise hacerla ver que debía ir paso a paso murmurando que siempre que me necesitara, me tendría. Pero sé que no me escuchó porque para entonces su cuerpo estaba inmerso en una vorágine de sensaciones que la zarandearon con inusitada fuerza y ante mis ojos, su mundo colapsó mientras empapaba el pantalón de mi pijama.

Mi cara al ver la intensidad de su entrega le hizo reír y llena de alegría, me rogó que no la regañara por habérmelo mojado mientras intentaba quitármelo. Defendiendo la única defensa que seguía evitando que la hiciese mía, le di un azote diciendo:

―Ya que esta noche aprendiste a andar, ahora descansa.

Frotando su nalga, respondió sin percatarse de sus palabras:

―Me hubiese gustado que Patricia hubiera estado aquí.

― ¿Por qué lo dices? ― espantado, pregunté.

―También soy su muñequita y quiero que esté orgullosa de mí― cerrando sus ojos, musitó mientras a su lado un estremecimiento recorría mi cuerpo…


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