El padre, la madre y Aurora
No tardé en comprobar que mi elección de castigo había sido errónea porque tanto la rubia como la morena aprovecharon el momento para disfrutar del pandero de la otra. No había tomado en cuenta que además de ser mis sumisas, esas dos preciosidades se tenían mucho cariño y que en vez de azotes fueron caricias lo que se dieron entre ellas.
―Eres un zorrón desorejado― susurró Ana a la mulata mientras hacía que la castigaba.
―Y tú, una guarra― le replicó esta, con visible alegría al sentir los dedos de la gemela torturando dulcemente su sexo.
―No comprendo que nuestro amo aceptara ser tu dueño― prosiguió al escuchar que sus yemas provocaban un primer suspiro de su contrincante – Eres solo tetas y culo.
Sin dejar el intercambio dialectico, Estrella se dio la vuelta buscando con su boca la gruta de la rubia. Al hallarla húmeda y receptiva, no lo dudó y hundió la lengua entre sus pliegues.
―No te he dado permiso― susurró Ana muerta de risa mientras la imitaba.
Al comprobar que el supuesto castigo se había convertido en una demostración de amor, estuve a punto de cambiarlo sobre la marcha, pero entonces Irene se acercó y me dijo al oído:
―Gracias amo por darme una lección. No entendía que las ordenara que se castigaran una a la otra hasta que comprobé lo enamoradas que están entre ellas. Ana y Estrella también se han dado cuenta y dudo que ninguna de las dos vuelva a intentar humillar a la otra.
Justo acababa de comentarlo cuando escuché a Estrella decirle a su compañera todavía enfrascadas en un apasionado sesenta y nueve:
―Zorrita, tengo que reconocer que me encanta tu trasero microscópico.
Esperábamos oír una respuesta agresiva por parte de Ana, pero entonces, sin ningún tipo de rencor, la replicó:
―Lo mismo digo, guarrilla. Tu trasero me trae loca a pesar de parecer un campo de futbol.
Mirándome alucinada, su matriarca bufó:
― ¡Son incorregibles!
Soltando una carcajada, salí de la habitación dejándolas solas.
― ¿Te apetece otra cerveza? La mía está caliente― comenté al ver que Irene me seguía.
Ya en la cocina, recordé la llamada.
― ¿Qué piensas del hecho que tus padres hayan invitado a Aurora a la cena?
―Eso ha sido idea de mi madre. Cuando mis padres se enfadan, la tía siempre los hace entrar en razón. Si ha querido que esté presente es que prevé que haya que calmar a mi viejo.
Como daba la bienvenida a cualquier cosa que nos ayudara a superar el trance, no seguí indagando y cambiando de tema, dejé caer si aprovechábamos que estábamos solos para ir a la farmacia por una prueba de embarazo:
―No hace falta, papá. ¡Tus gemelas están en camino!
Tardé unos segundos en asimilar sus palabras, y cogiéndola entre mis brazos, la besé mientras le decía:
― ¿Sabes que eres un tanto zorra?
―Sí, mi amor. Soy y seré tu zorra.
Habiendo aceptado mi paternidad con anticipación, al verla confirmada me hizo feliz y quitándole la cerveza de las manos, afirmé mientras la tiraba por el fregadero:
―A partir de ahora, no quiero que bebas.
Sonriendo, la dulce y cariñosa enfermera, contestó:
― ¡Era sin alcohol! Pero ya que lo comentas, cuando tengas ganas de fumar, ¡salte al jardín!
―A sus órdenes, ¡mi sargento!
Sabiendo que era burla y que lejos de estar enfadado, me había hecho gracia el tono autoritario con el que me había hablado, entornó sus ojos al responder:
―Como lo vea con un cigarro dentro de casa, pienso mandarle al calabozo.
― ¿Te he dicho alguna vez que eres una pequeña Stalin?
Riendo sin control, la rubia replicó restregando su sexo contra mi entrepierna:
― ¿Y yo que tengo un amo un poco bobo?
Tirando al suelo todos los trastos que había en la mesa, la tumbé y sin dejar que se quejara del estropicio, callé su boca con la mía mientras hundía mi pene en su coño.
―Dudo que cuando esté bien preñada mi amo pueda ser tan bruto con su amada, pero valdrá la pena intentarlo – bufó gozando de cada cuchillada.
La presión de su vulva sobre mi pene me enervó y mientras aceleraba el ritmo, llevé mi boca hasta sus pechos. Al sentir que mis dientes se cerraban sobre uno de sus pezones, Irene aulló de placer y eso fue el acicate que necesitaba para forzar aún con mayor violencia su sexo.
La rapidez de mis embates consiguió demoler sus defensas y dominada por una lujuria atroz, comenzó a gemir mientras disfrutaba de mi ataque. La facilidad con la que mi verga se desenvolvía dentro de su coño y la humedad que este destilaba me informaron de su excitación.
―Mi embarazada anda cachonda― remarqué.
Totalmente descompuesta, Irene aulló anticipando su orgasmo. Momento que aproveché para recoger entre mis dientes uno de sus pezones y darle otro suave mordisco. Ese dulce suplicio azuzó a la muchacha para correrse mientras su flujo se desbordaba por mis muslos.
― ¡Me corro! ― chilló sorprendida por la violencia de sus sensaciones.
Con mi mujer contenta, fui en busca de mi placer, pero entonces, alertadas por el estruendo de los vasos y platos al romperse, llegaron las otras dos y al vernos, la mulata protestó:
― ¡Joder! ¡Pensaba que había pasado algo! Y os encuentro follando.
En cambio, la pizpireta rubia, muerta de risa, comentó:
― ¿El zorrón que tengo por hermana y matriarca me puede explicar con qué vamos a dar de cenar a nuestros padres? ¡Os habéis cargado toda la vajilla!
Girando la cabeza, Irene comprobó que tenía razón y que sobre las baldosas de la cocina estaba totalmente hecha añicos.
―Mierda, ¿ahora qué hacemos?
Asumiendo que la culpa era mía, contesté que no se preocuparan porque podíamos comprar otra. Confieso que esperaba que con eso se tranquilizara, pero casi llorando objetó:
―En dos horas, están aquí … todavía no tengo hecha la cena, hay que cambiar a tu madre y limpiar todo esto. ¡No tengo tiempo de ir de compras!
―No te preocupes, iré yo― respondí bajándome de la mesa, totalmente insatisfecho y con la polla tiesa…
Para los que nunca hayan tenido la desdicha de comprar una vajilla, solo puedo decir que es ¡un coñazo! Y no solo por la cantidad de estampados, sino que dependiendo del fabricante te encuentras con platos de diferentes tamaños y formas. Tanta diversidad en colores, materiales y modelos me sobrepasó.
Por suerte cuando estaba a punto de tirar por la calle del medio, llegó un hada madrina en la piel de vendedora del Corte Inglés.
― ¿Puedo ayudarle en algo?
Agarrándome a ella como a un clavo ardiendo, le expliqué mi problema. Lo primero que me aconsejó fue que volviera con mi pareja porque era una decisión importante y al responderle que no podía acompañarme, poniendo cara de circunstancias, me preguntó:
― ¿Formal o para diario?
―Formal, mis futuros suegros vienen a cenar a casa.
―Bien, ¿color del mantel?
―Ni puta idea.
― ¿Tipo de cubertería?
―Tampoco.
― ¿Clase de cristalería?
―Menos
Sonriendo, comentó que se veía que se lo quería poner difícil y tras lanzarme otra serie de preguntas, a las que no supe ni pude contestar, se le encendió la bombilla y me dijo señalando una elegante mesa que tenían de exhibición:
― ¿Le gusta como está decorada esta mesa?
―Tiene estilo― contesté.
Ella sacando la calculadora, empezó a sumar los distintos elementos expuestos y enseñándome el resultado, me soltó:
―Ochocientos sesenta y siete euros incluyendo mantel, cristalería, cubertería y vajilla para doce personas. Solo tiene que hacer una foto y que se lo coloquen igual.
Pocas veces un palo económico como aquel me resultó tan placentero y mientras la señora se iba con mi tarjeta, saqué mi móvil del bolsillo e hice una foto.
Media hora después entraba por la puerta de casa, portando no se que cantidad de cajas. Al ver a Estrella, le di mi teléfono y dije:
―No tengo tiempo de explicarte, toma la foto como modelo y pon la mesa mientras me preparo.
Prometiéndome a mí mismo que jamás volvería a dejar que me metieran en un embolado como aquel, me desvestí y me metí en la ducha. Ya en ella, recordé que cuando vivía solo, al volver cada noche, la taza del desayuno tenía la fea costumbre de permanecer sucia en el mismo sitio que la había dejado por la mañana.
«Lo difícil que es llevar una casa, ¡menos mal que tengo a Irene!».
Al salir, miré el reloj y respiré al saber que tenía al menos veinte minutos antes que las visitas llegaran. Ya sin prisas, me empecé a vestir tranquilamente pero entonces entrando casi desnudas en mi cuarto, Ana y la mulata me preguntaron si sabía dónde su matriarca había dejado la plancha.
―No lo sé― respondí y extrañado por el nerviosismo que mostraban las dos, les pregunté qué ocurría.
―Al sacar del armario nuestros vestidos, nos hemos dado cuenta de que están arrugados y tenemos que darles una pasada.
Tomándome a cachondeo su problema, les respondí que por mí podían recibirlos en lencería porque se veían guapísimas. La mirada que me lanzó la rubia fue suficiente para no seguir insistiendo y poniéndome la corbata, las ayudé a buscarla. Afortunadamente no tardamos en encontrarla y mientras se iban corriendo a acicalarse, me dirigí al salón a ponerme una copa.
No había terminado de servirme el hielo cuando de pronto escuché el timbre. Sabiendo que ninguna de mis tres mujeres estaba lista, tragué saliva y fui a la puerta.
«Solo ante el peligro», me dije acongojado mientras la abría.
Las gemelas me habían contado que su viejo era un hombre alto y fuerte pero jamás pensé hallarme ante un tipo de casi dos metros cuyos brazos rivalizarían con los de un integrante de un equipo de lucha libre.
Su enorme presencia me impidió durante unos segundos no solo hablar sino también fijarme en sus acompañantes.
―Don Gerardo, soy Alberto. Encantado de conocerle― lo saludé extendiéndole la mano.
El duro apretón con el que me la estrechó no solo estuvo a punto de romperme los dedos, sino que me dejó clara que la fortaleza física de esa bestia iba en consonancia con su aspecto.
«Me podían haber dicho que Hulk iba a ser mi suegro», protesté en mi interior, dando por sentado que si las cosas se ponían violentas nada podría hacer por evitar que me diera una paliza.
Afortunadamente, su madre era una copia con veinte años más de las gemelas. Pequeña, tipazo y con una cara tan dulce como su voz:
―Soy María― dijo saliendo como por arte de magia de detrás de su marido.
«Joder, ¡le echaba un polvo!», sentencié en mi interior mientras la saludaba de beso. Pero fue al ver a la famosa “tía Aurora” cuando me percaté que entre las gemelas y yo había un serio problema de comunicación, porque donde esperaba ver a una solterona me encontré un pedazo de pelirroja tan guapa como exuberante: «y a ésta, ¡también!».
Confieso que, en mi mente, me vi hundiendo mi cara entre los muslos de esa preciosidad.
«¡Menudo hembrón!», exclamé para mi impresionado por el erotismo sin límite que destilaba a su paso. Alta, guapa, tetona, cintura estrecha, culo prominente, «¡Lo tiene todo!».
Mi impresión de hallarme ante portento de mujer quedó ratificada al saludarla y notar la enormidad de sus melones contra mi pecho.
―Por fin conozco al hombretón que ha enamorado a mis niñas― dijo sin importarle la presencia del padre.
No sabiendo como comportarme, pregunté si querían algo mientras esperábamos. Don Gerardo con tono autoritario se dirigió a su mujer diciendo:
―Ponme un güisqui, mientras hablo con nuestro yerno.
«Ojalá se den prisa», pensé mientras acompañaba a esa mole de músculos hasta el sofá.
Agradecí comprobar que Aurora nos seguía y mas que se sentara junto a él, porque así podría intervenir si se ponía agresivo.
― ¿A qué te dedicas? ― fue lo primero que me soltó mi suegro al sentarse.
―Tengo una empresa de internet― contesté sabiendo que era el inicio de un exhaustivo interrogatorio.
― ¿Y con eso te ves capaz de mantener a mis dos niñas?
Afortunadamente y cómo me habían contado, la estupenda pelirroja medió diciendo, mientras trataba de calmar al hombretón aquel poniendo una mano sobre su muslo:
―Gerardo es un poco bruto, pero es que le preocupan las nenas.
Estaba acorralado y lo sabía, por ello respondí que, aunque no fuera tan rico como él, mi nivel de vida daba suficiente para mantener a mi familia.
― ¿Tu familia? ― exclamó en gigantón.
Cabreado de que lo dudara, me olvidé de quien era y alzando la voz, me enfrenté a él diciendo:
―Sí, ¡mi familia! ¡Me da igual que usted nos vea como unos degenerados! ¡Somos una familia!
Para entonces, su mujer había llegado y sentándose en el brazo del sofá junto a su marido, le dio su copa. Durante unos segundos, el animal aquel se quedó pensando mientras, por mi parte, lamentaba haberme dejado llevar por la ira.
Me temí lo peor cuando vi que, bebiéndose el licor de un trago, se levantaba. Pero entonces, sonriendo, me soltó:
―Dame un abrazo.
«No entendiendo nada», pensé sin tenerlas todas conmigo. La descomunal fuerza del bicho me dejó casi sin respiración, pero lo que realmente me descolocó es que de buen humor me dijera:
―Se nota que las tontas de mis hijas han sabido elegir alguien con huevos― y girándose hacía Aurora, la ordenó que rellenara nuestras bebidas.
Teniendo la mía entera, no me quedó mas remedio que imitarle y me la bebí de golpe antes que la pelirroja me la quitara de las manos.
―Ya te dije que Gerardo es un poco tosco, pero tiene buen corazón y sabe captar a la gente enseguida― comentó en mi oído.
Supe que el aludido lo oyó porque soltándole una sonora nalgada y muerto de risa, le pidió que se diera prisa ya que tenía sed. Confieso que no sé qué me resultó más extraña, si la sonrisa de su mujer al ver que Gerardo daba un azote a su amiga o la satisfacción que intuí en Aurora al sentir esa caricia sobre su trasero.
«Son amigos desde hace años», pensé sin dar mayor importancia a la familiaridad que compartían justo en el momento en que por la puerta hicieron su aparición mis tres sumisas abrazadas.
Su entrada provocó un silencio que se podía masticar, pero no me importó porque era un trance que teníamos que pasar si queríamos seguir adelante. No por ello me resultó indiferente que, con Estrella entre ellas, la belleza casi albina de las gemelas se viera realzada por el contraste con la morena y girándome hacía su padre, busqué su reacción.
La cara de su progenitor mutó de la sorpresa inicial a un extraño, pero evidente, interés y acercándose a sus hijas, les preguntó que quién era esa monada.
Tomando la iniciativa, Irene contestó:
―Se llama Estrella y es tu nuera.
Reconozco que me quedé acojonado al escuchar que le soltaba esa bomba desde el principio. Y más cuando desde mi sitio observé que ese pedazo de animal se había quedado totalmente cortado, pero entonces soltando una carcajada abrazó a la mulata y le dio un par de besos asumiéndolo.
―No sabía que mis niñas me iban llegar con una jovencita tan preciosa como tú― comentó mientras la estrechaba entre sus brazos.
Para Estrella ser aceptada era importante y luciendo una sonrisa de oreja a oreja, le replicó:
―Yo tampoco tenía ni idea que iba a tener un suegro tan atractivo.
Gerardo al escuchar ese piropo me miró y sin mostrar rencor alguno, me soltó:
―Parece ser que además de cojones, tienes buen gusto.
―En eso nos parecemos― respondí señalando a las impresionantes maduras que le acompañaban.
Mis palabras le hicieron dudar y tras pensárselo dos veces, llamó a María y a Aurora a su lado. La rapidez con la que acudieron me hizo pensar que lo tenían planeado y más cuando con la rubia a su izquierda y con la pelirroja a la derecha, Gerardo miró a sus hijas con intención de decirlas algo.
Ana e Irene tuvieron la sensación de que iba a echarles la bronca por el tipo de vida que habían escogido y por ello buscaron cobijo bajo mi brazo. De forma que antes que su viejo hablara éramos dos bandos, uno formado por el gigante, su mujer y la amiga, y el nuestro formado por mí, las gemelas y Estrella.
Ana, siendo la que más miedo tenía a su padre, curiosamente se le enfrentó diciendo:
―Si no estás de acuerdo con nuestra forma de vida, puedes marcharte. Ni mi hermana ni yo pensamos cambiar. ¡Junto a Estrella y Alberto formamos una familia!
Gerardo le molestó la rebeldía de su pequeña y sé que tuvo que contenerse para no soltarle un guantazo, pero entonces dando un paso, salió la madre y con tono suave, dijo:
―Hija, no es eso lo que os quiere decir vuestro padre.
Envalentonada, Ana la replicó:
― ¿Entonces qué es?
―Que estoy orgulloso de vuestra valentía― respondió este: ―Me habéis demostrado que obviando lo que piense la gente habéis decidido no esconderos.
Es difícil explicar el desconcierto con el que sus hijas recogieron sus palabras porque un piropo era lo último que pensaban oír de sus labios. Irene y Ana, sin llegárselo a creer, miraban a su madre y a su tía buscando una explicación al cambio que había experimentado su viejo.
Yo tampoco entendía nada. Según ellas me habían confesado su padre era un hombre educado a la antigua y que hacía gala de ello.
«¿Qué ocurre aquí?», me estaba preguntando cuando de pronto María abrazó a su marido y a su amiga mientras pedía al gigantón con una dulzura brutal que continuara.
―Me habéis demostrado tener un valor que yo nunca tuve― dijo Gerardo casi tartamudeando.
― ¿De qué hablas? ― respondieron casi al unísono sus hijas.
―Vuestra madre y yo tenemos algo que confesar…― musitó sin poder terminar.
Viendo que ni María ni su marido eran capaces de seguir, la pelirroja tomó la palabra y acercándose a las gemelas, las tomó de la mano mientras les decía:
― ¿Sabéis que siempre os he considerado mis hijas?
―Sí, tía. ¿Pero eso que tiene que ver con lo que papá quiere decirnos? – dijo todavía en la inopia.
―Aurora no es nuestra amiga sino nuestra mujer― soltó la madre interviniendo por primera vez.
―No os creemos― replicaron las gemelas― ¡nos hubiéramos dado cuenta!
Demasiado avergonzado para hablar, el enorme mastodonte cogiendo a Aurora del brazo la besó ante el pasmo y la incredulidad de sus hijas.
―Mamá, tú ¿qué opinas? ― indignada Irene preguntó al ver el morreo que su padre le acababa de dar a la pelirroja.
La respuesta de María no pudo ser mas concisa ya que rescatando a su amiga de los brazos de su marido, se fundió con ella en un apasionado beso dejando claro que también ellas dos eran amantes.
― ¿Nos estáis diciendo que toda la vida hemos estado engañadas? ― insistió impresionado su hija.
Rojo de vergüenza, su viejo contestó:
―Creímos conveniente ocultároslo para evitar que fuerais objeto de habladurías, pero ahora después de la lección que nos habéis dado, nos hemos dado cuenta del error y tras discutirlo entre los tres, decidimos que supierais la verdad.
― ¿Puedo besar a mi otra futura suegra? ― preguntó Estrella poniéndose de su parte.
―Por supuesto― respondió Aurora emocionada al ver que, en la mulata, tenía un aliado.
Mientras la felicitaba por el paso que acababan de dar, me fijé en las gemelas y en sus padres. Se notaba que ellas querían perdonarlos, pero ninguna tenía el valor de ser la primera en hacerlo.
Conociéndolas, decidí darles un empujón diciendo:
―Don Gerardo me quito el sombrero ante usted y ante sus ¡dos señoras! Sé lo duro que les ha resultado dejar atrás una vida de mentiras y por eso quiero mostrarle mis respetos.
Tras lo cual, abracé al gigantón y sin que me oyeran sus hijas ni sus mujeres, susurré en su oído:
―Eres un cabrón por lo que me has hecho sudar, pero tengo que reconocer que tienes buen gusto a la hora de elegir compañera, ¡las dos están buenísimas!
Al viejo le hizo gracia y respondiendo a mi falta de respeto, murmuró en mi oreja:
―Aunque me caigas bien, te mato si les haces daño a mis hijas o si pones tus sucias manos en una de mis mujeres.
Con una carcajada, repliqué en voz baja:
―No se preocupe, pienso hacer que sean felices y respecto a lo segundo, ¡con tres tengo suficiente!
FIN