Día tres.-
  Su recto, lleno de líquido, la despertó un par de veces durante
la noche. Era algo a lo que no se acostumbraba. No era relativamente doloroso, solo molesto. Sentía la presión del agua sobre sus paredes intestinales, permanente, obsesiva. Soñó con ella, en supurantes y cortas pesadillas que le parecieron totalmente reales y que, finalmente, la despertaron en un completo estado de confusión.
  Cerca del amanecer, cuando posó sus manos sobre su vientre hinchado, el irresistible deseo de defecar parecía una sorda alarma antiaérea en su interior. Sentía todo su cuerpo crispado por no poder evacuar toda aquella agua, pero, al mismo tiempo, con solo apretar un poco sobre su alterado pubis, demasiado sensibilizado por la presión, la sensación era divinamente exótica.
  Era como un falso orgasmo, una creciente sensación de total plenitud y de abandono. Un extraño deseo que solo aquellos que han experimentado con juegos sucios y lúbricos han llegado a saborear. La condesa de Antequera, Mili para los amigos, le comentó algo de esto en un brunch organizado por su Majestad: “lo mejor de una lluvia amarilla era aguantar y aguantar”.

Tuvo que levantarse en tres ocasiones para aliviarse en el cubo. Apenas cabía orina en su vejiga debido a la presión de su intestino. Sin embargo, orinar era casi abandonarse a las enloquecedoras ansias por defecar. Sentía escurrir húmedas partículas a través de su ano y de aquel maldito dilatador que hacía de tapón. De hecho, el colchón mostraba una gran y maloliente mancha que demostraba que el dilatador no era absolutamente estanco, pero si era suficiente para dejar la mayor parte del líquido en el interior.

  Intentó hacer fuerzas en el cubo, por si podía relajar su ano lo suficiente como para permitir un mayor paso del líquido, pero, por lo visto, no era capaz de ello. Intentó calmarse y relajarse, tumbada en la cama, el sueño totalmente ahuyentado. En ese momento de tranquilidad, fue cuando reconoció que se sentía realmente caliente con la situación. Llevaba toda la noche con el coño humedecido y los pezones erguidos.
  “Eres una zorra, Carmen”, se dijo, rabiosa. Jamás experimentó tal humillación como las que la sometían aquellos dos hombres. Al contrario, ella era la que continuamente humillaba a quienes tenía en su entorno. No lo hacía de una forma conciente, cierto, pero, ahora, tenía que reconocer que lo hacía. El servicio, los subalternos del club, la secretaria de Alejandro… Todos ellos habían sufrido de sus acicates verbales, de sus airadas maneras de aristócrata pija y relamida. ¿A cuantos hombres y mujeres había humillado en público, haciéndoles recordar quizás sus humildes orígenes, o el desliz social de un familiar?
  Ahora sabía lo que se sentía, lo que dolía. “Eres toda una mala perra”, pensó en el mismo momento en que introducía su índice en el coñito. “Te mereces todo esto”. Se estremeció totalmente al rozar el clítoris, que respondió al estímulo con una fuerza increíble. Dejó escapar un ronco jadeo y sus desnudas piernas se abrieron instintivamente, reclamando más.
  “¿Lo ves? Eres todo un putón. No te preocupa nada más, solo el goce. No piensas en lo que te dirá Alejandro cuando te lleven ante él”, siguió recriminándose.
  Se imaginó desnuda y de rodillas ante su esposo. Él tomaba uno de los viejos látigos expuestos en la sala de armas, y la azotaba cruelmente, llamándola puta y ramera. Carmen volvió a gemir; ahora eran dos dedos los que se atareaban en su coñito.
  Tenía merecida cualquier penitencia que su marido ideara. Se sentía sucia y arrepentida por todo lo que se había organizado. Justo antes de alcanzar el orgasmo, decidió que si Alejandro la aceptaba de nuevo, ella misma propondría algunos de los castigos que mereciera.
  Sin embargo, ya más calmada, recapacitaba sobre su inmediato futuro. Cada vez estaba más convencida que su marido no la repudiaría formalmente, ya que, en ese caso, todo el adiestramiento que aquellos dos estaban llevando a cabo no serviría de nada. No, Alejandro pretendía tenerla de vuelta y, además, bajo su yugo. Carmen lo merecía, sin duda, y estaba dispuesta a soportar lo que fuera.
  Pero, ¿tendría libertad de movimiento o sería una prisionera en su propia casa? Esa era la cuestión que más la enervaba. ¿Qué límites le serían impuestos? ¿Seguiría manteniendo su posición social? No tenía más remedio que agachar la cabeza y obedecer; ya se enteraría en el momento apropiado.
  La puerta se abrió y sus dos captores aparecieron, siempre tan correctos, deseándole buenos días. Rómulo portaba el barreño en sus manos, con la perilla flotando en el agua. Carmen se estremeció al verla. Remo examinó el nudo del cordón de cuero y pareció quedar satisfecho.
―           Por favor… no aguanto más… — musitó ella.
  Él asintió y desató el nudo con pericia y rapidez. Carmen saltó hacia el cubo, quitándose el dilatador de un tirón. Su vaciado sonó con mucha fuerza contra la lata del cubo y el chorro no parecía tener fin. Carmen intentó disimular un suave orgasmo al vaciarse. Rómulo sonrió y seguramente Remo también bajo su eterna máscara de cartón. A Carmen no le importó. Empezaba a estar más allá de esas estúpidas connotaciones y solo quería aliviarse. Acabó con un par de ventosidades que si la hicieron ruborizar.
  Remo le ofreció una mano para incorporarla. De reojo, ella observó a Rómulo llenar la perilla con el agua jabonosa del barreño. Remo la obligó a inclinarse allí mismo, de pie.
―           No… otra vez no – suplicó.
―           Ssshh… es lo mejor – le susurró Remo al oído.
  El chorro entró con fuerza en su recto y, curiosamente, hizo vibrar toda su espalda, casi de forma placentera. La sentaron de nuevo sobre el cubo y evacuó mansamente. Rómulo volvió a llenar el enema e inundaron de nuevo sus tripas.
―           Aguante, señora. Le pondré este – le mostró Remo el nuevo dilatador. Era casi el doble de grueso que el que había tenido toda la noche en el ano, pero no mucho más largo.
 El agua del enema empezó a salir nada más introducir un poco el dilatador. Remo lo empujó sin contemplaciones, cortando la fuga y arrancando un largo gemido a la mujer. Ató con fuerza el cordón y le dio un cachete en la nalga para acabar. Al incorporarse, Carmen comprobó que no sentía tanta opresión intestinal como la víspera. Quizás, habían introducido menos cantidad de agua, o bien sus tripas se estaban habituando; el caso es que parecía más llevadero. Era conciente de la presión que el nuevo dilatador ejercía sobre su esfínter, abriéndolo sin contemplaciones. Notó como su coño se encharcaba sin remedio.
Dios santo, ¿por qué era tan puta?, se recriminó.
―           Puede ducharse y asearse – le dijo Remo, acompañándola al cuarto de baño.
―           Gracias – respondió ella, de forma totalmente inconsciente.
  Remo dejó la puerta entreabierta y se dirigió hacia el televisor, que encendió. Buscó un programa matinal de deportes. Rómulo se apoyó en el marco de la puerta del cuarto de baño, mirando la tele y controlando, de paso, a la marquesa, a la cual no le importó ya lo más mínimo su presencia.
  Carmen se miró en el espejo. A pesar de lo ocurrido, no tenía mal aspecto. No presentaba bolsas en los ojos por las lágrimas, ni ojeras, y su piel relucía de sudor a pesar del frío que hacía fuera. “Quizás sea el hambre lo que me mantiene bella”, bromeó al notar sus tripas gruñir. Como si estuviese en un balneario, revisó sus axilas y su pubis. Le vendría bien rasurarse, el vello estaba apareciendo. Rebuscó en el armarito de al lado y encontró maquinillas desechables. Tomó una y se contempló de nuevo en el espejo.

  “¿Te vas a poner guapa para ellos?”, preguntó mentalmente a su reflejo. “Para ellos, no, por mí. Necesito sentir que controlo algo de todo esto”, se respondió sinceramente, quizás por primera vez en su dilatada vida.

  Con dos dedos, repasó el largo flequillo que le caía sobre los ojos, tapando sus bien depiladas cejas. El pelo estaba limpio, pero no pudo peinarlo en todo el día de ayer. Habitualmente lacia y bien cepillada, su melenita caoba parecía ahora un revoltijo, un nido de pájaros. Quizás lo mejor era que se hiciera una cola tras cepillarlo…
Sus ojos, de un tono a caballo entre un verde oscuro y un marrón otoñal, siguieron pasando revista. Se sabía bella y, la verdad es que, Carmen estaba muy satisfecha con su cuerpo. Pronto cumpliría la treintena y aún no se cuidaba tanto como la mayoría de sus amistades. Si, hacía deporte y controlaba lo que tomaba, pero eso era algo que había hecho siempre. Le gustaba jugar al tenis y pasar por el gimnasio tres o cuatro días a la semana. No era una mujer alta, pero aprovechaba muy bien su metro sesenta y seis. Sus manos sopesaron los senos. Perfectos, ni grandes ni pequeños, con bonitos pezones de rosadas aureolas. Sus músculos pectorales los sujetaban con firmeza, aún, si lo deseaba, podía prescindir de sujetadores. Al igual, su vientre aparecía plano y duro, sin trazas de maternidad. Se giró un poco, alzándose sobre los dedos de los pies y mirando su trasero. Un culito pequeño y respingón, quizás su mayor orgullo, ya que lo solía mimar muchísimo con intensivas sesiones de masaje.
  Rozó el dilatador con un dedo. “Ahora, lo siguen mimando”, bromeó. Deslizó dos dedos por sus piernas bien delineadas. Aún estaban perfectas y no necesitaban la cuchilla. Con un suspiro, abrió la ducha y se metió bajo los cálidos chorros.
  Diez minutos más tarde, Carmen salía del cuarto de baño, sintiéndose limpia y seca, y con una pequeña cola de caballo que oscilaba graciosamente desde lo más alto de su cabeza. Rómulo, con una enigmática sonrisa, la tomó del codo y la condujo ante la chimenea, donde el fuego crepitaba sobre un par de leños nuevos. Remo sujetaba una ancha y obsoleta paleta de madera, con la que se golpeaba suavemente la palma de la otra mano.
―           Es el momento de la confesión – le dijo.
―           ¿Confesión?
―           Si. Relatará, en voz alta, cada uno de sus pecados, de forma precisa y detallada. Por cada uno de ellos, recibirá un golpe en las nalgas. No trate de guardarse pecados para sí misma, tenemos un dossier bastante exacto sobre usted.
―           Eso quiere decir que ya le hemos adjudicado un número estimado de paletazos. Si su confesión no coincide con nuestros informes, con una diferencia de cinco pecados, volveremos a confesarla mañana de nuevo, comenzando desde cero – detalló Rómulo.
―           ¿Comprende? Si no llega a los que nosotros estimamos como cómputo total de sus pecados, empezaremos mañana de nuevo con la paleta. Si se pasa de pecados, lo mismo.
―           Pero… pero… ¡es demencial! ¡No puedo acordarme de todo! – balbuceó una muy asustada Carmen.
―           ¿Tantos han sido, marquesa? – preguntó Remo muy suavemente.
―           ¿Desde cuando? – preguntó ella, abatiendo la cabeza.
―           Desde que se casó con el marques de Ubriel. Es lo único que importa. Son solo cinco años, no serán tantos…
―           Apóyese en la cornisa de la chimenea. Eso es, inclínese – la indicó Rómulo, haciendo que bajara la cabeza, sujetándose con los dedos en el filo de piedra y ladrillo que sostenía la imperturbable imagen de su marido. – Separe las piernas, así… Relaje las nalgas, es un consejo.
 
  Carmen había vuelto a abrir el grifo de las lágrimas, y, esta vez, estaba realmente asustada. La gran paleta parecía ominosa y dañina. Además, no estaba segura de recordar todas sus faltas. ¿Y si ellos conocían muchas menos de las que eran?, se preguntó al ver como Remo activaba una pequeña grabadora ante sus ojos, sobre la cornisa. ¡Su esposo se enteraría de todo! Cerró los ojos, sorbiendo por la nariz. ¿Qué más daba?La AgenciaMiltonya la había atrapado. Había sido ya juzgada y sentenciada. Ya no dependía nada de ella, ni su matrimonio, ni su vida social, ni siquiera su libertad…
―           Sesión de castigo adúltero, Ley Milton 43/B-456… Caso Marques de Ubriel, a fecha de… — citó Remo ante la grabadora. – Diga su nombre, edad e identificación, por favor.
―           Carmen Pastrana y Fernández, 29 años, 68.745.083Z – respondió ella casi en un susurro. Tomó aire y siguió en el mismo tono. – El día de mi boda tuve un encuentro furtivo con una de mis damas de honor, en el laberinto de los jardines de Goya…
  ¡PLAAASS!

El golpe resonó como un disparo, sobresaltándola. Fue un golpe seco, producto de una muñeca entrenada. El dolor no comenzó hasta un segundo después, en que un terrible picor pareció devorar lentamente toda su nalga derecha, adueñándose de su hermana gemela, y subiendo por su espalda, a través de los nervios de la columna. Ni siquiera pudo gritar. Solo un ronco quejido se escapó de sus labios. La sorpresa la había dejado paralizada. Carmen reculó hasta su posición original. El golpe la había echado hacia delante, hacia las llamas de la chimenea. Movió los músculos de sus glúteos, a la par que jadeaba un par de veces. Su mente se había quedado en blanco.

  Los hombres parecían no tener ninguna prisa. La dejaban recuperarse, pensar y que el dolor se diluyera algo. Carmen intuyó que eso era aún peor para ella, pues el dolor sería pleno y total.
―           Asistiendo a mi primer baile social como marquesa, una puesta de largo, inicié a la homenajeada en una sesión de besos lésbicos y caricias. La jovencita tenía quince años…
 ¡PLAAASS!
  Esta vez gritó y bien alto. El golpe cayó en su otra nalga, que tardó aún menos en ponerse a hervir. ¡Joder, como dolía!
―           Varias semanas más tarde, conseguí que esa misma jovencita sedujera a su tía y la compartiera conmigo. Esto duró todo un verano… — dijo a toda prisa, intentando que los golpes no se espaciaran tanto.
  ¡PLAAASSS!
―           ¡Ayay! ¡Joder… joder…! – el dolor parecía quemarla, ahora que el tercer golpe había caído sobre una nalga ya marcada. La piel había adquirido una furiosa tonalidad roja.
  Tuvo que calmarse y recuperar el hilo de su confesión. Sintió una mano acariciarle la nalga golpeada. No supo si era lascivia o lástima. Le dio igual. El dolor reinaba.
―           Esa Navidad, invité a mi amiga Chessy a unas vacaciones en el Caribe. Chessy y yo habíamos compartido piso y… cama en la universidad – Carmen jadeaba a causa del tremendo ardor que pulsaba bajo la piel de sus nalgas. – El marques no pudo acompañarnos, y Chessy y yo retomamos de nuevo la vieja relación.
  ¡PLAASS!
  Las rodillas le flaquearon y tocó el suelo, aunque enseguida la sostuvieron, poniéndola de nuevo en pie. Las lágrimas arrasaban sus mejillas y caían al suelo. Sintió algo húmedo que descendía por uno de sus muslos y pensó que sería sangre. Sin duda, la piel de sus glúteos había cedido y la sangre resbalaba desde allí. Parpadeó y agachó más la cabeza, mirando. A pesar del dolor, casi sonrió cuando comprobó que no era sangre, sino lefa que descendía desde su vagina, como una fuente. Nunca había estado tan empapada.
―           Chessy se ligó un potente negrazo… lo subió a nuestra habitación y me lo ofreció también… no quise… pero si estuve con ellos, bueno con ella… no dejé que el negro me tocara… pero lamí su semen sobre el pecho de Chessy…
  ¡PLAASS!
―           ¡Aaahhaaa! – Carmen emitió un largo quejido, en el que se mezclaba la agonía y un extraño estado febril que, por el momento, no tenía otra definición.
―           Puede tocarse si lo desea, gran Puta de Babilonia – le dijo al oído Rómulo. – Le caen babas por los muslos…
―           No… no… no quiero… — jadeó ella. – La viuda del Canciller Prat me introdujo en la zoo…filia… un par de veces… semana… follábamos con sus mastines entrena…dos…
  ¡PLAAASSS!
  Carmen abrió enormemente la boca, pero no surgió ningún grito. Sus caderas se echaron hacia delante y levantó un pie del suelo, a causa del golpe. Se llevó dos dedos al coño, de forma rabiosa, frotando su clítoris.
―           Los enormes perros… se corrían… y se corrían… sin parar… en nosotras… durante horas… aaahh… Dios…
―           Putón – murmuró Remo, acomodándose la polla dentro del pantalón.
―           Fuimos a las cuadras… del hipódromo… cuando su pura sangre… ganó el Gran Premio de Cataluña… intentó follarse al caballo… pero no le caaaahh… bía… pusimos su gran polla entre nuestros… cuerpos desnudos… y se corrióooo… ahí…
  ¡PLAAASS!
  Su mano se movía frenética entre sus piernas, pellizcando el clítoris, introduciendo varios dedos en el coño. Trataba de contrarrestar el dolor de la paleta con el placer de su vagina, y parecía lograrlo.
―           A la semana… la viuda sacó al caballo del hipódromo… y ya no volvió a participar nunca en… una carreraaaa… oh, dulce Jesús…
¡PLAASS! ¡PLAASSS!
―           ¡No blasfemes! – exclamó Remo, tras aplicar dos paletazos seguidos como reprimenda.
―           ¡Aaahaaaaayy! – los hombres no supieron distinguir si fue un grito de dolor o de gozo, pero la mano de ella no paraba de palmearse con fuerza el pubis, en una furiosa manipulación.
   Finalmente, se derrumbó de rodillas, estremeciéndose toda. Los dos hombres dejaron que recupera el aliento y, entonces, le preguntaron:
―           ¿Ha terminado con su confesión?
―           ¡NO! – el grito les sorprendió. Era una exclamación de furia, de rebeldía. – ¡Claro que no, hijos de puta! No pienso daros la satisfacción de volver a repetir esto…
  Sin embargo, Carmen se había corrido, de una forma tan tremenda y exclusiva como no había experimentado jamás. Cuanto estaba sintiendo y descubriendo en estos días, la volvía frenética y la aterrorizaba. Nunca pensó que gozaría con el dolor y la humillación, no de una forma tan abyecta y tremenda. Si no lo remediaba de alguna forma, todo esto cambiaría su vida para siempre, y no sabía si para mejor. Se puso nuevamente en pie, abrió los brazos, abarcando mejor la cornisa, aferrándose a la piedra. Alzó su culito y tomó aire.
―           Irene, mi masajista, viene dos veces por semana a nuestra casa – sonrió levemente, como si recordarse algo divertido. – Es una universitaria de diecinueve años muy capaz. Reparte su tiempo entre estudiar una carrera de ciencias políticas y masajear a toda la alta sociedad. Me cuenta todos los chismes de las otras damas mientras me relaja con sus dedos… y su lengua.
  ¡PLAAASS!
  

Las nalgas ya habían adquirido un tono oscuro, violáceo, con retazos rojo púrpura, que se convertirían en enormes hematomas en pocas horas. Carmen se mordió el labio inferior con fuerza. Sabía que no soportaría mucho más, pero su coño pulsaba, pidiendo guerra, pidiendo más sensaciones, fueran placer o dolor.

―           Sorprendí a la hija del jardinero, a la que teníamos a prueba como doncella, robando alhajas. Me suplicó que no la descubriera ante su padre, que la mataría o la enviaría a un internado… Magda había cumplido los dieciocho años en aquel momento… se ofreció como mi perra, mi sumisa… Estuve jugando con ella un par de semanas, pero no me sentía a gusto con ese rol, así que se la cedí a Chessy… que se ha convertido totalmente… en su dueña…
  ¡PLAAASS!
  Su cuerpo se agitó por completo, como si fuese una marioneta sin control. El dolor era inmenso. Dolor sobre dolor. Ahora comprendía porque ella no gozaba humillando a Magda. Sentía envidia en el fondo. Carmen siempre había anhelado ser sometida y lo estaba descubriendo. A pesar de haber gozado, su coño no dejaba de fluir. Llevó de nuevo sus dedos juguetones.
―           Este verano… tuvimos el honor de alojar, durante el mes de julio, al marquesito de Tordesillas, a petición de sus padres. Debíamos reunirnos con ellos en agosto, en las islas Maldivas. El joven venía de un colegio inglés muy renombrado, y era encantador… no sé… cuantos años tenía… catorce, o quince… que importa… era muy hermoso y sentía curiosidad…
―           ¿Te lo follaste, puta? – la cogió Remo por la coleta.
―           Ssiiii… — siseó ella. – Le incitaba en la piscina… con las tetas al aire… estuvo follándome todo el mes… todos los días… mañana y tarde… fue mi primer hombre desde que me casé… mmmm…
¡PLAAASS!
  Esta vez, la paleta cayó en la parte posterior de sus muslos, causándole menos daño, pero haciendo vibrar todas sus piernas y caderas. El líquido de su trasero presionaba su vejiga, de tal manera que estaba a punto de orinarse, aún más con las obsesivas caricias que se otorgaba.
―           Sin embargo… no busqué a Carlos… la verdad es que no me han atraído los hombres desde mi matrimonio… mi marido era bien suficiente… — confesó Carmen con sinceridad. – Mis líos con las chicas han sido siempre sobreseídos… pero el cabrón de Carlos me retó… y eso es algo que no puedo remediar… ¿sabéis? Tenía que demostrarle… aaahhh… ostias… joder… no puedo mássss… me voy a meaar todaaa…

 ¡PLAAASS! 

  El golpe detonó la micción. Con un grito, Carmen se dejó llevar por el impulso y el deseo. Un chorro amarillo se partió, alrededor de sus dedos. Parte mojó las losas del suelo, parte bajó por sus muslos. Los chorreantes dedos no dejaron de acariciar. Al contrario, impusieron un ritmo frenético que la llevo a gozar inmediatamente. Las piernas se le volvieron de goma y tuvo que deslizarse al suelo, quedando apoyada sobre rodillas y manos, sobre el charco de orina. El culo le ardía terriblemente, tanto por dentro como por fuera. Jadeaba e intentaba calmar su enloquecido corazón. Tenía la boca seca.
―           He terminado la confesión – dijo con un suspiro.
Una mano la aferro de la cola de caballo, tironeando hacia atrás, obligándola a sentarse sobe sus rodillas. Abrió los ojos. Rómulo y Remo estaban ante ella, dando la espalda a las llamas. Tenían sus miembros en libertad y totalmente erguidos, evidentemente excitados por cuanto habían contemplado y escuchado. Carmen supo intuir lo que deseaban.
  Alzó sus manos, aferrando ambos manubrios delicadamente. Los besó alternativamente, con obediencia y respeto, para después abrir sus labios y tragar una de ellos, el de Rómulo, hasta la garganta. Mientras masturbaba lentamente el miembro de Remo. Cambió varias veces de orden, hasta tenerles gruñendo y empujando con las caderas contra su boca. Estuvo un buen rato lamiendo los gruesos testículos, regodeándose en el aroma que desprendían. Los dos hombres no tardaron en correrse sobre su rostro y pechos, entre gruñidos de satisfacción.
  Rómulo la ayudó a levantarse y la llevó al cuarto de baño para que se refrescara el trasero y se limpiara. Carmen ahogó una exclamación al contemplar sus nalgas en el espejo. Se estaban volviendo de un color morado oscuro. Ay, su pobre culito…
  Orinó de nuevo y sus tripas rugieron nuevamente. Rómulo le quitó el dilatador, dejando brotar el agua y, seguido, una pequeña deposición. Hubo un nuevo ritual de enema, pero solo media perilla, y de nuevo el dilatador fue insertado. La llevó a su habitación y la encadenó a la cama. Carmen reflexionó largamente sobre todo lo que le estaba sucediendo, y se reafirmó en lo que pensaba. Cada día aceptaba un poco más de humillación y castigo. Era más, cada día lo deseaba más.
  Acostada de bruces, con las nalgas al aire, escuchó como sus captores preparaban el almuerzo y se sentaban a comer. No le llevaron nada. Carmen su durmió para no seguir escuchando su estómago.
 Tras un par de horas de siesta, Carmen es despertada por Rómulo y conducida al salón. Allí, Remo la espera, sentado a la gran mesa de rústica madera. Con una seña, la indica que se siente frente a él.
―           El señor marques desea que firme un nuevo contrato para con él – dijo, con su voz nasal tras la máscara.
―           ¿Un contrato marital?
―           No, un contrato de esclavitud.
  Carmen tragó saliva. Era el momento de las palabras mayores, se dijo.
―           Aquí está redactado – dijo el hombre, empujando varios folios hacia ella. – Léalo y pregúnteme cualquier cosa que no comprenda.
  Con manos temblorosas, Carmen giró los papeles hacia ella y empezó a leer.
  “Por el presente documento, al que reconozco todos los derechos contractuales, me entrego plenamente a mi Amo, Dueño, Señor y Maestro, y acepto a servirle como esclava por un periodo de dos años.
  Por este mismo acto, renuncio por completo a mi anterior identidad, que repudio, y paso a llamarme “esclava”, “perra”, “puta”, o como mi Amo desee llamarme. Es mi deseo conforme de aceptar el contenido de este contrato en su integridad, de forma plenamente conciente, sabiendo y aceptando que en cada uno de sus artículos, se establecen normas propias de una relación BDSM y que mi condición dentro de este marco de relaciones, no será otra que la de una obediente sumisa a merced de los deseos y caprichos de mi Dueño.”
 “Artículo 1º. Para que sea reconocida como esclava en cualquier momento y en cualquier situación, mi Amo me impondrá una serie de artículos que luciré con orgullo y cuya simple ostentación será para mí, fuente de íntima satisfacción. Entre los citados atributos se incluyen tanto los de carácter reversible como los permanentes: collares, anillos, aretes, piercings, tatuajes, etc. Se incluye asimismo la indumentaria que mi Amo elija para cada momento y situación.”
“Artículo 2º. Al aceptar mi plena sumisión, me obligo a respetar y a acatar permanentemente las decisiones de mi Amo, a quien entrego libremente el control de mi entendimiento y de mi voluntad, obligándome a obedecerle y a darle placer en todo momento, confiando ciegamente en su sabiduría. Reconozco la carga que representará para mi Dueño todos los errores que pueda cometer y asumo todas las culpas, así como las penitencias que se derivarán de ellas. Por lo tanto, acepto plenamente y de buen grado todos los castigos y correctivos que mi Amo me imponga, con el ánimo de alcanzar la perfección.”
  “Artículo 3º. Al entregarme a mi Amo para realizar sus deseos, asumo que mi aprendizaje como esclava tiene un coste. En pago del mismo, le ofrezco mi cuerpo para que goce de él usándolo, vistiéndolo y modelándolo a su gusto. Me comprometo asimismo a mantener constantemente una actitud obediente y sensual, y a mostrarme atractiva y apetitosa para que mi Amo obtenga siempre el máximo placer.”

“Artículo 4º. Mi mayor deseo es convertirme en una perfecta esclava a las órdenes de un Amo estricto y severo, sabiendo que ello requerirá un perfeccionamiento constante. Por ello, suplico a mi Amo que me eduque sometiéndome a una disciplina estricta, valiéndose de todos los recursos que juzgue necesarios para domesticarme, incluidos los doloroso. Le doy las gracias por todos los correctivos que me impondrá para mejorar para mejor mis prestaciones, y me comprometo a esforzarme por mejorar a diario.”

  “Artículo 5º. Acepto que mi Amo pueda cederme a otras personas para completar mi formación. A ellas, las serviré en los términos que mi Amo disponga. También es potestad de mi Dueño exhibirme en lugares públicos, incluso a cara descubierta, tanto para castigarme como para gozar de mi plena sumisión.
  Si mi Amo decide hacer públicas imágenes (fotografías o vídeos) de su esclava, lo consideraré un honor.”
  “Artículo 6º. Para vaciar ante mi Amo todos mis pensamientos, buenos y malos, me comprometo a llevar un diario en el que anotaré todas las pruebas a las que sea sometida, así como mis propias sensaciones, para que mi Amo las pueda examinar y me pueda corregir. Acepto desde ahora que este documento pueda ser hecho público en cualquier medio, incluso acompañado de imágenes y revelando mi identidad.”
  “Artículo 7º. Deseo ardientemente convertirme en una puta para dar a mi Amo el máximo placer sexual. Para ello, vestiré prendas fetichistas de su agrado y me comportaré siempre de forma extremada y provocativa, tanto en privado como en público. La adquisición de nuevas prendas y del instrumental necesario para mi doma se realizará, si es necesario, con el dinero que mi Amo obtenga de mi prostitución a terceras personas.”
  “Artículo 8º. Estaré siempre a disposición de mi Amo para que pueda usarme cómo y cuándo le apetezca. Acudiré a sus llamadas con la máxima celeridad y tendré permanentemente preparadas las prendas que mi Amo estime obligatorias para presentarme ante él.”
  “Artículo 9º. Deseo que mi esclavitud sea total. Por ello, suplico a mi Amo que, además de usarme para obtener placer sexual, me considere su criada doméstica para todo tipo de labores. También asumo que pueda formar parte de mis obligaciones proporcionar a mi Amo otras esclavas o putas, tanto para su uso ocasional como permanente, e incluso ser considerada la última de las siervas de sus siervas. Si este es su deseo, le satisfaré gustosamente.”
  “Artículo 10º. Confío que gracias a la sabiduría de mi Amo, pueda llevarse a cabo todo lo establecido en este contrato de sumisión, de forma plenamente satisfactoria, continuada y placentera. Si mi Amo no obtuviese de mí el máximo placer, se deberá única y exclusivamente a mi ineptitud.”
  “Y como prueba de aceptación de todo lo estipulado en el presente documento, de mi entrega y sumisión a mi Dueño, Amo, Señor y Maestro, me agacho ante él, le adoro besando sus pies e inscribo mi nombre de esclava a continuación:
―           ¡Dios santo! – exclamó Carmen al acabar de leer el documento. — ¿Esto es legal?
―           Totalmente, señora.
―           Pero… ¡No tengo derecho a nada!
―           Exactamente. El marques considera que es vital que entienda eso, antes de firmar.
―           Pero yo no me entrego voluntariamente.
―           Puede usted renunciar en el momento que abandonemos esta cabaña. Si no quiere regresar al lado del marques, podrá marcharse libremente.
  Carmen pensó detenidamente el asunto. Su marido le daba opción a elegir, cuando la ley Milton le daba a él todos los derechos. En el imperio español no existía el derecho al divorcio; todo lo más una separación en la que ella no tenía derecho a nada. Volver a él como una esclava, o bien abandonar la alta sociedad, difícil elección.
  Si le dejaba, debería volver con su familia, con la consiguiente humillación, tanto para ella, como para ellos. Su madre no se lo perdonaría nunca, y su padre podía perder muchos clientes de la aristocracia. Pero… Dios… la esclavitud…
  El simple hecho de pensar en esa palabra conseguía poner firmes sus pezones. En realidad, ¿no era eso lo que buscaba? Era una forma de asegurarse. El contrato solo la comprometía a dos años. ¿Y después?
  Un nuevo escalofrío le recorrió la desnuda espalda. Notó su coño ardiendo de nuevo, haciendo causa común con sus maltratadas nalgas. La esclava del marques… su puta…
  Carmen comprendió que su vida iba a cambiar muchísimo de ahora en adelante. Nada volvería a ser lo mismo, ni su relación con Alejandro, ni con sus amistades. Todo dependía de lo que decidiera su esposo.
―           Está bien, acepto – contestó con un suspiro.

―           Firme – Remo le entregó una elegante estilográfica y ella puso su rúbrica al inicio del contrato y al final.

  Rómulo puso el contrato en una carpeta, que metió en portadocumentos de cuero.
―           Comprenda que esto ya no es tarea nuestra, pero, en atención al señor marques y a su colaboración conla MadreIglesia, se ha convenido que nos encarguemos de su iniciación como esclava – explicó suavemente Remo. – Su Amo nos ha dado todos los detalles pertinentes sobre lo que desea de usted.
―           Creo que esto es algo que debería tratar con él, personalmente.
―           ¡Ssshhh! Él mismo lo ha querido así. Quiere que cuando comparezca ante él, sea para iniciar su camino como perra. Así que todo lo será explicado ahora, incluyendo los ensayos y las iniciaciones.
―           ¿Ensayos?
  Rómulo la golpeó con el revés de la mano, duramente, en la mejilla.
―           Silencio – chistó. – Se acabaron las contemplaciones, has firmado el contrato. Ya no tienes derecho a nada.
  Carmen se mordió el labio. La habían respetado hasta que ella decidiera su destino. No tenían que contenerse a partir de ese momento.
―           El contrato especifica un periodo de dos años. Si al término de ese tiempo, su esposo se ha cansado de ti, o no está satisfecho con tu servicio como esclava, te repudiará como esposa, perdiendo el título de marquesa y cualquier privilegio adquirido – explicó Remo.
―           Durante estos dos años, – tomó el relevo su socio – seguirás siendo la marquesa de Ubriel y cuanto eso significa. Asistirás a los actos públicos y eventos sociales que se requieran, siempre junto a su esposo, y no se separará de él sin su permiso. Se acabaron las tardes en el club de tenis o en la casa de campo. No volverá a salir sola de la mansión de su esposo.
  Carmen asintió, reprimiendo las lágrimas.
―           Si te comporta bien y satisfaces a tu Dueño, al cabo de esos dos años, firmarás un nuevo contrato con más ventajas para ti. Así que todo depende de tu comportamiento. ¿Has comprendido esto bien?
―           Si, Remo.
―           Bien. En los eventos sociales, tendrás acceso a tus armarios de vestidos y complementos, pero solo para ellos. A solas, usaras medias hasta el muslo, con liguero o portaligas, y zapatos que tu Amo elegirá. Nada de ropa íntima, ni lencería. Dependiendo del clima, podrás llevar una blusa o camiseta corta, que deje tus nalgas al aire, en donde pronto se te marcará el emblema nobiliario de tu Amo.
  Carmen estalló en lágrimas.
―           No te preocupes – rió Rómulo. – No será con un hierro al rojo, sino un tatuaje. Tu Amo no quiere que sufras daño alguno permanente.
―           Recuerda que siempre debes llevar al menos las nalgas y el sexo al aire, para que todo el servicio pueda ver el emblema y tu pertenencia al marquesado.
―           A partir de este momento, dejarás de tomar cualquier anticonceptivo que uses. Cuando regresemos a la ciudad, tendrás una visita a tu ginecólogo. Se te retirará el DIU, en caso de que lo utilices, y se te hará un control exhaustivo de fertilidad. El marques desea descendencia.
―           ¡Nadie, salvo el marques, tocará este coñito, salvo consentimiento expreso! – recalcó con fuerza Remo, tomándola de la barbilla. Cualquier amante masculino ocasional, impuesto o no, tendrá que utilizar tu boca o tu culito, nunca tu vagina. En esto, tu Amo es muy claro, y será motivo de repudio en el acto. ¿Te ha quedado claro?
―           Si, si… nada de amantes.
―           En la intimidad, deberás tratar a tu esposo de Amo o Señor. Y usar todas las reglas de la obediencia más extrema. No hablarás hasta que él te pregunte o de permiso. Caminarás tres pasos detrás de él, a su derecha o izquierda. Cuando te mande llamar, esperaras en posición de entrega, de rodillas, sentada sobre los talones, con la espalda recta y el rostro inclinado; o bien, en pie, con las piernas abiertas, las manos atrás, y boca entreabierta.
―           ¿Has comprendido bien esto? – le preguntó Rómulo, dándole un capón en la nuca.
―           Aay… si, perfectamente.
―           Bien, ahora ensayarás estas posiciones, y repasaremos las normas.
  Durante toda la tarde, Carmen estuvo atendiendo y practicando cuanto se iba a requerir de su esclavitud. Esta vez, no la llevaron de nuevo a su dormitorio, sino que la dejaron de rodillas ante la chimenea, esperando a que los hombres terminaran de preparar la cena. El olor a comida la volvía loca. En verdad, se sentía famélica y sedienta.
―           ¿Quieres cenar? – le preguntó Rómulo, poniendo la mesa.
―           Si, por favor.
―           Ya sabes que son cuatro azotes.
  Ella asintió, suspirando.
―           Ven, súbete a la mesa – indicó el hombre mientras buscaba su vara.
  Siguiendo las indicaciones, Carmen se tumbó de espaldas sobre la gran mesa de madera. Se aferró con los dedos de ambas manos a los bordes. Respiraba más fuerte; no sabía si por miedo o excitación. Rómulo le hizo abrir las piernas todo lo que pudo. Acarició y pellizcó la suave cara interna de los muslos, descargando el primer golpe en el izquierdo.
  El dolor fue bestial, haciendo que Carmen cerrase impulsivamente las piernas y adoptase una postura fetal.
―           No permitas que el dolor te haga olvidar tus deberes – le aconsejó suavemente el hombre.
  Carmen le miró a través de las lágrimas, confusa.
―           Tendré que volver a empezar – aclaró Rómulo, chasqueando la lengua.
  Lentamente, Carmen volvió a colocarse en posición, totalmente desnuda y con las piernas abiertas. Tragó saliva y esperó el nuevo golpe. En la parte interna del muslo izquierdo, el verdugón se volvía cada vez más rojizo. Otro golpe cayó en el muslo derecho.
―           ¡Uno! Gracias, Señor – dijo con voz clara, reprimiendo un quejido.
  Golpes fuertes, espaciados, y bien dirigidos.
―           Uuu… ¡Cuatro! Gracias… Señorrr – acabó de contar, rechinando dientes.
  Mientras tanto, Remo había dispuesto sobre la mesa, un gran plato con carne asada, una fuente de ensalada de pasta, y una patata asada para cada uno. Rómulo ayudó a la mujer a bajarse de la mesa y la permitieron sentarse con ellos, como una persona con derechos.
  Carmen se quemó los dedos, intentando comerse su patata, debido a sus ansias. Riendo, Rómulo sirvió un poco de ensalada en el plato de ella, y le pasó el plato de carne para que escogiera.

Cenaron en silencio, los hombres mirando de reojo como la marquesa devoraba lo que contenía su plato, sin ninguna traza de su anterior elegancia ni etiqueta.

―           Quita la mesa y friega todo esto. Después, puedes ir a asearte – le ordenó Remo.
  Carmen obedeció sin chistar, aún a pesar de no haber realizado nunca tareas domésticas. Encontró el cubo de basura, donde vaciar los restos. El estropajo y el detergente estaban bajo el fregadero, y pronto cumplió su cometido. Se retiró a ducharse y lavarse los dientes. Soltó su coleta y cepillo su pelo hasta quedar satisfecha. Tras esto, regresó ante los hombres, que estaban fumando y viendo el noticiario televisivo.
―           Posición de espera, zorra – indicó Rómulo.
  Carmen separó las piernas para que su depilado sexo quedara visible. Las manos a la espalda, sobre el nacimiento de sus glúteos. La vista al frente – aprovechó para mirar el noticiario – y la boca entreabierta, dejando ver la humedad de su lengua. Sus nalgas seguían muy calientes, aunque el picor había desaparecido. Al mirárselas en el espejo, había respingado. Estaban casi negras, pero ahora le dolían menos.
  Al cabo de un rato de no moverse, Carmen constató que su cuerpo estaba cómodo en aquella posición, como si fuera ideal para ella. Ideal y excitante, porque su vagina ya estaba mojada, sin que nada la hubiera tocado. Las noticias dieron paso a una clásica película de comedia. Remo le hizo una seña para que se acercara. La sentaron en el sofá, entre los dos.
―           Aparta las manos – la conminó Rómulo.
  Ella obedeció, dejándolas laxas a los lados de sus caderas.
―           Separa las piernas – dijo a su vez Remo.
  Una mano de cada hombre se posó sobre sus muslos, acariciando lentamente, subiendo y bajando con malicia e intención, hasta hacerla suspirar. Los dos hombres se reían con las escenas de la película, pero ella tenía los ojos entrecerrados, solo atenta al deslizar de los dedos masculinos.
  Aún ninguno había alcanzado su zona más erógena, pero Carmen ya se estaba quejando, totalmente excitada. Tensó las caderas cuando, casi con desgana, los dedos exploraron su pubis.
  “Vamos, cabrones”, pensó con ansias.
Dejó escapar el aire de sus pulmones en un gemido, al apoderarse aquellos dedos de su inflamado clítoris y penetrar, al mismo tiempo, en su mojada cavidad. Carmen no tardó ni dos minutos en correrse, agitando frenéticamente su pelvis, demasiado ansiosa para contenerse.
―           ¡Que pedazo de perra! – sonrió Rómulo.
―           Si, una real puta que ahora nos va a hacer gozar – rezongó Remo, bajándose los pantalones y el calzoncillo. Rómulo le imitó enseguida.
  Cada uno atrapó una mano de Carmen, llevándola hasta su regazo. Aquellos, hasta ahora, inanimados dedos, tomaron vida, apoderándose de los erguidos cipotes. Una pequeña sonrisa tensó los labios de la joven marquesa. No quiso mirar las expresiones de su rostro. Fue su turno de mirar la película, aunque sin prestarle atención, más concentrada en el ritmo que imprimía con sus manos y en los roncos jadeos masculinos.
  Se detenía maliciosamente cada vez que notaba tensarse los testículos, impidiéndoles descargar. Entonces, reanudaba nuevos juegos, acariciando sus escrotos o pulsando sus glandes. Rómulo parecía enloquecido, y le aferraba la muñeca con las dos manos. Remo había girado el cuello y la observaba detrás de la máscara del marques, gimiendo sordamente.
  Dos géiseres de esperma brotaron con fuerza, manchando sus dedos y sus camisas. Broncas quejas ascendieron por las curtidas gargantas, hinchando el ego de la mujer. Sin que se lo pidieran, Carmen llevó las manos cubiertas de semen a su boca, limpiándolas con la lengua.
―           Haz lo mismo con nuestras pollas – pidió Remo, y ella obedeció mansamente.
―           Es hora de colocar el último dilatador – anunció Rómulo, levantándose y guardándose la polla limpia.
Remo la condujo de regreso a su habitación y la esposó a la cama. Carmen, sentada en el borde, le miró apaciblemente. Rómulo entró de nuevo con el mismo barreño y su inseparable perilla. La marquesa evacuo mansamente el agua de sus intestinos, que manó casi limpia. El esfínter aparecía enrojecido y abierto, quebrada su voluntad. El dilatador, en esta ocasión era corto y bastante ancho, al menos de cinco centímetros. Volvieron a irrigarle el recto, pero, esta vez, no le dejaron el agua dentro. Rómulo le aplicó un poco de gel en el esfínter en el momento de colocarle la nueva pieza, para abrirla aún más. Carmen se quejó fuertemente, pero no era más que teatro. Su coño palpitaba de nuevo.
  En cuanto los hombres la dejaron sola, sus manos se abalanzaron sobre su entrepierna, calmándose con urgencia. La presión en su ano era tal que, por mucho que se masturbara, el deseo volvía a surgir, imparable. De bruces sobre la cama, con las manos entre las piernas, pellizcaba con fuerza el clítoris y se metía dos dedos tan profundamente como podía. Al mismo tiempo, sus nalgas apretaban, se movían en círculos, buscando aplastar su pelvis contra el colchón. Entre los apretados glúteos, el ano era un foco de llamas que no se extinguían nunca.
  El sexto orgasmo le trajo el merecido descanso, casi un desmayo la verdad. Su cuerpo quedó roto y espatarrado en la cama, sin ni siquiera cubrirse con las mantas.
 
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 

Para ver todos mis relatos: http://www.relatoseroticosinteractivos.com/author/

[paypal_donation_button]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *