La Navidad pasó, la primavera llegó. Ágata se sentía algo deprimida mientras caminaba hasta la casa de Frank. En estos meses, su relación con Jezabel había fructiferado de veras. Acudía un par de veces en semana al piso de la morena y se amaban toda la tarde. En esos momentos, no se acordaba de Frank para nada. Sin embargo, más tarde, su culpabilidad y su dependencia la atormentaban hasta que volvía a ver a Jezabel.
  Jezabel era algo especial para ella. La morena asumió perfectamente el rol dominante y la hacía vibrar. Salían de compras juntas y se comportaban como buenas amigas, cuando, en realidad, eran más bien marido y mujer. Jezabel consiguió un vibrador especial en un sexshop con el cual le encantaba penetrarla. La poseía como si fuese un hombre y Ágata enloquecía con ello.
  Frank no la besó cuando abrió la puerta. Estaba preparando un poco de té en la cocina. Se limitó a saludarla, un tanto fríamente, y ella supo que algo pasaba. Él se giró y la miró, atentamente.
—      Tenemos que hablar – le dijo. –Siéntate.
  Ágata lo hizo en una de las sillas y apoyó las manos sobre la mesa de madera.
—      ¿Qué sucede, Frank?
—      Sé lo tuyo con Jezabel.
—      Oh, Dios mío… – susurró ella.
—      Lo sé desde hace tiempo. Comprendo que tienes edad para estar con otra gente, para descubrir cosas nuevas. Por eso mismo, no te he dicho nada antes. Pensé que volverías a ser la misma, pero no ha sido así.
—      Lo siento, Frank, yo no quería… – las lágrimas brotaron, incontenibles.
—      No quiero disculpas. Te has comportado de un modo completamente egoísta, Ágata. Me has traicionado, engañado. Yo la compartí contigo y sólo la he visto cuando tú estabas delante. En eso quedamos, te lo prometí, ¿no? Entonces, ¿por qué lo has hecho?
—      No lo sé. Me siento muy bien con ella. Es como una amiga.
—      Tienes otras amigas y no te acuestas con ellas. ¿Por qué tiene que ser diferente?
  Lo que más le dolía es que Frank no le gritaba; se mantenía frío y firme. Supo que estaba a punto de perderle y el llanto arreció.
—      Perdóname, Frank. Sucedió así, sin más. No la volveré a ver más.
—      Vete, no quiero seguir hablando por ahora – dijo él, marchándose de la cocina.
 
 
  Tardó mucho tiempo en regresar a casa. No quería que sus padres la vieran en ese estado. Finalmente, consiguió serenarse y regresó, pero se negó a cenar y se encerró en su habitación. Se excusó con sus padres achacándole su estado al periodo. Se dejó caer en la cama y siguió llorando. Después, un poco más calmada, estuvo tentada de llamar a Jezabel y contárselo todo, pero se reprimió. Ya había hecho suficientes tonterías. Primero debía ver en que quedaba todo con Frank. La simple idea de ser repudiada por su hombre le causó un malestar físico que la postró en la cama al día siguiente. Estaba en medio de una depresión.
  Al tercer día, llamó a Frank.
—      Ven, tenemos que hablar – le dijo lacónicamente. Así que ella acudió, preparada para lo peor.
  Se sentaron como dos desconocidos, de nuevo en la cocina, frente a un té moruno.
—      Le he dado muchas vueltas al asunto y sólo he llegado a una conclusión – dijo él.
—      ¿Cuál? Estoy dispuesta a redimirme.
—      He perdido la confianza en ti y debes hacer que la recupere. Es como un castigo, ¿lo comprendes?
—      Sí.
—      ¿Estás dispuesta para escucharme?
—      Sí, haré lo que sea.
—      No me entrometeré en tu relación con Jezabel. La comprendo. Puedes seguir viéndola, pero, a cambio, te pediré una cosa.
—      Dilo ya.
—      Como tu falta ha sido agenciarte una mujer para ti sola, sin compartirla, ahora quiero que me consigas una mujer para mí, para mi solo. Después, podremos compartirla si quieres.
—      ¿Eso es todo? Puedo buscar a otra que no sea Jezabel. Sólo lo hemos hecho con ella, pero me acostumbraré y…
—      No quiero una profesional. Tiene que ser una chica normal, una amiga tuya, la que yo elija.
—      Pero… – se asombró Ágata. — ¿Cómo puedo yo…?
—      Esa es la condición. Si no puedes cumplirla, lo mejor será que desaparezcas de mi vida.
  Ágata se quedó callada, la cabeza inclinada. Frank tenía razón a su manera, toda la culpa era suya.
—      Está bien. ¿Quién es la chica?
—      Que conste que no es nada personal, pero tengo que escoger a alguien especial, alguien a quien quieres y respetas para que el castigo sea eficaz. Quiero que sea tu amiga Alma.
—      ¿Alma? Dios santo, Alma… No puedo hacerlo. No quiero hacerla daño.
—      Es ella o nadie. Tú tienes la culpa y debes pagar.
—      Pero, ¿cómo voy a convencerla de que se entregue?
—      Creo que ya sabes cómo tienes que hacerlo, pero, de todas formas, puedo darte un par de consejos. Por lo que sé, tu amiga no sale con ningún chico y se preocupa mucho por ti. Tú misma me lo has dicho. La he observado en ocasiones, cuando estáis en la academia. Te come con los ojos; está enamorada de ti.
—      ¡No puede ser! ¡Alma no es…!
—      Como prefieras. Era solo un consejo. No nos veremos más hasta que la traigas aquí y me la entregues. Después, todo volverá a la normalidad.
—      No puedes hacerme eso, Frank. No puedo estar sin ti – gimió ella.
—      Haberlo pensado antes. Podrías haberme dicho tu lío con Jezabel y yo lo hubiera aceptado, incluso podría haberte aconsejado. Pero preferiste engañarme. Esas son mis condiciones, Ágata.
 
 
  Ágata se sintió abandonada en el momento en que salió de la casa de Frank. Por el momento, había perdido a su amante y no podía confiarle su problema a Jezabel; no lo entendería y podía perderla a ella también. Mientras caminaba hasta la parada de bus, pensó en su amiga Alma. Nunca la había atraído; bueno, ninguna chica lo había hecho hasta que conoció a Jezabel e, incluso después, no solía fijarse en ellas, pero tenía que reconocer que su amiga era bonita. Alma era morena y llevaba el pelo cortado en melenita, sobre la nuca. De vez en cuando, se pintaba el pelo con tonos rojizos. Se preguntó si Frank tenía razón y Alma lo hacía para parecerse a ella. Era un poco más baja que Ágata e igualmente estilizada. Poseía una nariz respingona y unos ojos almendrados muy dulces. Era muy morena de piel, por eso mismo, en primaria, algunos chicos se habían reído de ellas, llamándolas Blancanieves y Tizón. Su rostro era ovalado y destacaban sus labios carnosos. Poseía poco pecho, pero su trasero era respingón y muy atractivo, con unas largas piernas que ponía de manifiesto usando siempre tejanos.
  El consejo de Frank seguía dándole vueltas en la cabeza. Recordó diversas ocasiones que, en aquellos momentos, le parecieron banales e inocentes pero que, al mirarlos bajo otro prisma, cambiaban de significado. Si era cierto, tenía una posibilidad de convencerla, utilizando sus sentimientos. Eso la hizo sentirse mal. Iba a engañar a su mejor amiga por un hombre, a utilizarla como un trozo de carne. No sabía si sería capaz.
 
 
  Alma suspiró cuando Ágata salió de la habitación para traer algo para merendar. Cada vez le era más difícil mantenerse cerca de ella. Creía que con estos meses de separación la había olvidado, pero sólo había hecho falta tres días para darse cuenta que la seguía deseando. Alma nunca se lo había dicho, ni a ella ni a nadie, como todas sus amigas, había mantenido algunas relaciones con chicos, justo las suficientes para perder su virginidad y comprender lo qué era un hombre, pero nunca se sintió segura con ellos. Observaba a sus amigas en las duchas, soñaba con ellas y se masturbaba pensando en ellas. No pudo darle más vueltas; era lesbiana. Desde que asumió su sexualidad, se tranquilizó, aunque Ágata le gustaba más y más a medida que pasaban los días.
  Ahora, Ágata había vuelto a ella. Aunque no se había sincerado con Alma, ésta estaba segura de que había roto su relación con quien fuera que estuviera saliendo y necesitaba una amiga. Le estaba dando su apoyo incondicional. Durante esos tres días, habían reanudado su amistad. Fueron al cine, al zoo, a una fiesta y, ahora, pasaba el fin de semana en casa de Ágata. Quizá fuera el momento que Ágata aprovecharía para contarle todo.
  Pero Alma no las tenía todas consigo. Ágata había cambiado, había madurado. Ya no se comportaba como una adolescente, sino como una mujer. Su forma de hablar, sus gestos, su manera de andar, todo ponía de manifiesto una sensualidad recién descubierta con la que se sentía a gusto y, por ello, Alma estaba nerviosa. Antes, Ágata era una amiga hermosa a la que admirar, a la que imitar, con quien poder charlar de todos los temas; ahora, la contemplaba, la espiaba y se excitaba. Su corazón latía a todo ritmo y la boca se le secaba. Ágata estaba mucho más bella bajo esa faceta. ¿Cuántas veces se había masturbado, desnudándola en su mente, besándola con su imaginación?
  Ágata abrió la puerta y entró, portando una bandeja con unos sándwiches y unos refrescos. Se había cambiado de ropa y traía el pelo húmedo.
—      Siento haberte dejado sola, pero he aprovechado para ducharme y cederte el cuarto de baño para después. Ya me he puesto cómoda. Debes hacer lo mismo. Esta noche, mis padres salen, así que estaremos solas para ver la tele y hablar de lo que queramos.
—      Perfecto – respondió Alma, palmoteando como una chiquilla. Su explosión de alegría no era más que una tapadera para disimular su asombro cuando vio aparecer a Ágata.
  Se había cambiado de ropa, colocándose una más cómoda, de estar por casa, pero no por eso menos atrevida. Sólo llevaba puesta una amplia camisola azul, quizá de su padre, cuyas mangas llevaba remangadas por encima de los codos. La camisa no le llegaba más abajo de las caderas, por lo que cualquier movimiento dejaba ver sus braguitas rosas y caladas. Llevaba los botones desabrochados hasta muy abajo, dejando asomar parte de su vientre plano y pálido, formando un gran escote que revelaba que no llevaba sujetador. Ágata debió darse cuenta de su mirada y se disculpó por el atuendo.
—      Es que tenemos el termostato de la calefacción estropeado. No podemos regularla ni quitarla hasta que no venga el técnico – dijo. – Deberías ponerte tú también cómoda, pronto hará calor aquí.
—      No importa. De todas formas, estás en tu casa.
  Ágata colocó la bandeja sobre la mesa de estudio y se agachó para recoger varios folios que se cayeron. No se acuclilló, sino que se inclinó totalmente sobre sus piernas, de tal forma que la camisa se subió mucho, dejando ver sus nalgas cubiertas por las braguitas. Alma tragó saliva, si no la conociera tan bien, pensaría que la estaba provocando. Estaba bellísima.
  Merendaron y, al mismo tiempo, charlaron de muchos temas que llevaban atrasados. Estudios, chicos, chismes y trapos, los cuatro temas más importantes para unas adolescentes. Se rieron bastante y Ágata se revolcó sobre su cama, enseñando sus largas piernas desnudas y su pelvis, sin darle importancia. Alma, que seguía sentada a la mesa, no dejaba de mirarla con disimulo. Nunca la había visto tan desinhibida. Algo le pasaba y quería saberlo. Poco a poco, se serenó y, finalmente, bajaron a ver la tele un rato. Alma, conociendo los gustos de su amiga, escogió una vieja película, en blanco y negro, que trataba de un romance con mal final. A media película, se dio cuenta de que su amiga estaba llorando en silencio.
—      ¿Qué te ocurre? – le preguntó.
—      No… es nada. Esta película me pone triste.
—      Y por eso estás llorando a moco tendido. Ágata, va siendo hora de que me cuentes lo que te pasa. No soy tonta – dijo seriamente Alma, apagando la tele con el mando a distancia.
—      No… no es nada.
—      Vamos, vamos, soy yo, Alma. No puedes engañarme. ¿En qué lío te has metido?
—      Oh, Alma – rompió a llorar Ágata, sin freno.
  Alma dejó que se calmara un poco y escuchó en silencio.
—      Conocí a un hombre, un hombre mayor que yo. Era muy interesante, atractivo y cariñoso. Al principio, solo éramos amigos, buenos amigos. Me ayudó… bastante y, me enamoré como una tonta.
—      ¿Está casado?
—      No, divorciado – explicó Ágata, enjugándose las lágrimas. – Tampoco tiene hijos. Prácticamente, hemos vivido juntos estos meses. Sólo volvía a casa para dormir. Era tan cariñoso, tan bueno. Me ha enseñado muchas cosas, ya sabes, en la cama. Y, ahora, no…
  Alma contempló como la barbilla de su amiga hacía un mohín. Estaba a punto de echarse de nuevo a llorar.
—      … no quiere verme más. Oh, Alma, me siento tan desgraciada… – sollozó Ágata, abrazándose al cuello de su amiga.
—      Vamos, vamos, desahógate. Eso es. Llora todo lo que quieras – dijo conmovida.
—      Gracias a Dios que estás aquí. Necesito aferrarme a alguien en estos momentos – su voz sonó extraña al tener su rostro enterrado en el pecho de Alma.
La esbelta morena la acunó en el sofá, susurrándole palabras de consuelo, de cariño. Sin embargo, tenerla así entre sus brazos, tan indefensa, la excitaba, pero no quería separarla. Tratando de que se calmase, acarició su espalda y sus cabellos rojizos. Ágata se acurrucó contra ella y colocó una de sus piernas desnudas sobre su regazo. Alma se mojó los labios y bajó lentamente una de sus manos, temblorosa. Era más fuerte que ella. Colocó la palma de su mano sobre el muslo de Ágata y la acarició suavemente, como si la consolase, pero no era una caricia de consuelo. Tuvo que reprimirse para no profundizar más. Ágata levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—      No sabría qué hacer si no estuvieras aquí, Alma. Gracias, eres una buena amiga – dijo sorbiendo. Acto seguido, la besó en la mejilla.
—      Venga ya. Tú harías lo mismo por mi – dijo Alma, quitándole importancia.
—      No, no. Eres una santa. Has aguantado todo, incluso seguiste a mi lado cuando yo te abandoné sin explicarte nada. Eres mi mejor amiga.
  Con estas palabras, Ágata se incorporó un poco más y empezó a besar repetidamente las mejillas de Alma. Ésta se sintió incómoda, nerviosa. Aquellos besos la enervaban de tal manera que no supo que pasó después, sólo que se encontró besando a Ágata en la boca, apasionadamente. Reaccionó cuando se dio cuenta de que la pelirroja no respondía a su caricia bucal; se había quedado muy quieta, con los ojos abiertos. Alma, jadeando, se apartó y desvió la vista.
—      ¿Qué… qué has hecho? – musitó Ágata.
—      Lo siento. Ha sido un impulso. No se volverá a repetir, descuida – respondió Alma, sin mirarla y levantándose.
—      Me has besado en la boca. Con la lengua – tartamudeó Ágata, aún sentada y tocándose los labios.
—      Será mejor que me vaya; es tarde.
—      ¡Santo Dios! ¿Eres… eres lesbiana, Alma?
  Alma salió corriendo; aquellas palabras sonaban tan horribles en boca de Ágata que no pudo soportarlo. La dejó en casa, sola y confusa, y corrió hasta su casa. Estuvo toda la noche llorando y tachándose de estúpida.
 
 
  Alma intentó esconderse cuando vio a Ágata en el pasillo del instituto, el lunes por la mañana. No había contestado a las llamadas de teléfono de Ágata; no se atrevía a mirarla siquiera. Pero era demasiado tarde, la pelirroja la había visto y la llamó. Su semblante era serio y su voz demasiado grave cuando le dijo que tenían que hablar. Alma asintió con la cabeza y murmuró que lo harían más tarde, cuando acabaran las clases.
—      Espérame en el patio. Hablaremos al ir para casa – la citó Ágata.
  En la clase, Alma se sentó lejos de ella, aún a sabiendas que los demás murmurarían pues llevaban sentándose juntas desde el primer curso. Pero Alma no se sentía con fuerzas para soportar las miradas de reproche de su amiga. Durante el fin de semana, Alma se había tachado de idiota redomada por no haberle dicho a Ágata lo que sentía mucho antes. Todo aquello no hubiera pasado nunca.
  Como un alma en pena, Alma esperó cabizbaja a que Ágata se reuniera con ella en el patio. La pelirroja se colocó a su lado y no la tocó.
—      Vamos al parque. Hablaremos allí a solas – le dijo y Alma asintió.
  El parque estaba vacío a aquellas horas; era un pequeño parque infantil con una arboleda que sombreaba algunos bancos. Se instalaron en uno y Ágata le preguntó:
—      ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—      Tuve miedo. No es algo que se vocee a los cuatro vientos – respondió Alma, sin mirarla.
—      Me tomaste por sorpresa. Te aprovechaste de mi indefensión, de mi confianza – la recriminó.
—      Sí y me odio por ello; no sabes cuánto me odio, Ágata. No supe reprimirme.
—      ¿Desde cuándo sientes así?
—      ¿El qué? ¿Qué me gustan las mujeres o bien que me gustas tú?
—      Las dos cosas.
—      Hace un par de años, cuando rompí con Richard. No me sentía a gusto con ningún chico, ni siquiera me atraían. Es más, creo que salí con él por los demás. Fue entonces cuando empecé a mirar a las mujeres. Al principio, me asusté, pero asumí la evidencia. Me fijé en ti desde el principio, pero nunca me atreví a decirte nada; temía perderte.
  Ágata asintió, como si la comprendiera.
—      Alma, estoy enfadada contigo sólo por no habérmelo dicho. Lo que pasó en mi casa es una tontería. Me cogiste desprevenida y me asusté. Eso es todo.
—      Lo comprenderé perfectamente si no quieres volver a verme.
—      ¡No seas tonta! No he dicho nada de eso. Ahora mismo, nos sentimos las dos muy mal, una por un motivo y la otra por otro, pero ambas sufrimos y eso nos une aún más – dijo Ágata poniendo su mano sobre la de su amiga.
—      ¿Significa que me perdonas?
—      Claro, tonta – dijo sonriendo Ágata. – Sigues siendo mi mejor amiga, aunque un tanto especial ahora.
—      No volveré a tocarte, lo prometo – dijo Alma, apartando su mano de la de su amiga.
—      Alma, cállate y déjame hablar. Durante este fin de semana, lo he pensado mucho. Me he sentido furiosa y engañada, traicionada y abatida, pero también he sentido pena por ti. Comprendo perfectamente por lo que estás pasando, por que yo también lo he vivido. He intentado comprenderte, sentir lo que sientes al verme, y te he visto desde otra perspectiva muy diferente… – Ágata tragó saliva y retorció sus manos. Por un momento, no supo qué decir y Alma se dio cuenta de ello. – Lo que intento decirte es… que… ¡Dios, qué difícil es esto!
  Alma contuvo el aliento.
—      Lo que trato de decirte es que… si tú quieres…
—      ¿Qué?
—      Si querías enseñarme lo que siente una mujer… con otra – ahora fue el turno de Ágata de agachar la cabeza y musitar.
—      ¡Oh, mierda! ¿No te estás burlando de mí? ¿Estás segura?
—      Sí, creo que sí. Eres hermosa y me gustas. Además, nos conocemos de toda la vida. Por mucho que lo niego, desde aquella tarde, te veo de otra manera. Me gustaría mucho contentarte y tener una experiencia nueva. Es algo sobre lo que he fantaseado en ocasiones. Creo que todas las chicas lo hacen, en un momento o en otro.
—      No quiero que sea por lástima – musitó Alma.
—      No lo es, te lo juro. Es que… estoy intrigada, ¿sabes? – Ágata, entonces, la miró y, subiendo una de sus manos, la acarició el rostro, suavemente.
—      Oh, Ágata, no sabes qué feliz me haces…
—      Sí, pero esto debe quedar entre nosotras. Nadie debe enterarse. Además, tenemos que planificar el momento.
—      Sí, claro. ¿Qué tal en mi casa este fin de semana? Mis padres se van al apartamento de la playa y mi hermano nunca para en casa cuando no están.
—      Estará bien. Mientras tanto, será mejor que no nos veamos.
—      ¿Por qué? – se desilusionó Alma.
—      Porque, de esa forma, sabremos con seguridad cuales son nuestros sentimientos. Debo estar segura, ¿me comprendes?
—      No, pero se hará como dices.
—      No te pongas así. Para que veas que voy en serio, róbame otro beso.
  Alma fue de nuevo cogida por sorpresa. Miró a su alrededor; no vio a nadie. Ágata mantenía los ojos cerrados y el rostro ladeado, esperando la caricia. Alma se inclinó sobre ella y besó los sensuales labios que la enloquecían. Esta vez, Ágata respondió a la caricia y lamió fugazmente los labios de Alma. Se separaron rápidamente. Alma sintió su corazón galopar, excitado. Caminaron hasta casa cogidas de las manos y sin decir ni una palabra.
 
 
 
Ágata, al igual que Alma, estaba deseando que llegara el fin de semana, aunque por un motivo diferente. La morena soñaba por las noches con aquella cita. Por fin, iba a tener a su amada entre los brazos. En cuanto a Ágata, estaba un paso más cerca de volver con Frank. Las cosas estaban saliendo muy bien. No las había planeado paso a paso, pero era la intención que portaba: provocar a su amiga en el caso de que fuera cierta su condición homosexual. Frank no se equivocó, nunca lo hacía. Para él estaba claro y ella se aprovechaba de su consejo. La verdad es que tampoco fingía con Alma. Era cierto que la veía de otra manera. Se había revestido de una sexualidad que antes nunca fue capaz de ver en ella. Su romance con Jezabel, que aún se mantenía, la ayudaba a comprenderla mejor. Decidió fingir ignorancia en el tema sáfico; sería encantador que Alma llevase las riendas, tal y como a ella le gustaba. De otra cosa que estaba orgullosa, era de su actuación ante Alma. Asumió su papel de mujer herida con facilidad; la verdad, era que la herida era demasiado reciente y se desahogó en aquel momento. Pero cuando fingió molestarse y todo aquello, estaba actuando, y, en su opinión, merecía un Oscar.
 
  Cuando Alma le abrió la puerta quedó bastante claro para Ágata que era el turno de la morena para intentar seducirla. Vestía una cortísima falda y una camiseta recortada justo por debajo de los senos, de color malva. Alma nunca llevaba faldas, ni cortas ni largas. Verla así impresionó a Ágata más de lo que suponía. Las bronceadas y esbeltas piernas de Alma atrajeron su mirada y se lamió los labios, excitada.
—      Vamos, pasa – le dijo la morena, cogiéndola de la mano.
—      ¿Seguro que tu hermano no vendrá?
—      Seguro. Nada más irse mis padres, metió algo de ropa en un bolso y se largó. Creo que dijo algo de un piso alquilado o algo así. Apuesto lo que quieras a que estará de fiesta todo el fin de semana.
—      Entonces, tenemos la casa para nosotras solas – se rió Ágata.
—      ¿Has tenido algún problema con tus padres?
—      No, que va. Nunca ponen pegas cuando vengo a tu casa. Llamaran por teléfono para ver cómo estamos, eso es todo.
—      Todo el fin de semana para nosotras – le dio un suave codazo Alma.
—      Sí, eso mismo.
—      ¿Qué te apetece hacer? – le preguntó Alma, abrazándola por la cintura y pegándose a ella. Ágata aún no había soltado el pequeño bolso que llevaba en bandolera y que contenía un par de mudas.
—      Bueno, no sé. Tú eres la experta en esto.
—      Es que así, en frío… ¿Qué tal si vemos la tele un rato?
—      Bueno. ¿Tienes alguna película interesante? No quisiera tragarme el tostón de todas las tardes.
—      Buscaré en el cuarto de mi hermano, a lo mejor tiene una de esas de miedo.
—      ¡Estupendo – se rió Ágata.
Las dos subieron las escaleras, cogidas de la mano. Ágata dejó su bolso en la habitación de Alma mientras que ésta rebuscaba en el cuarto de su hermano, entre las diferentes películas que tenía allí.
—      ¡Eh, Ágata! ¡Mira lo que he encontrado! – la llamó Alma desde la otra habitación.
—      ¿Qué es? – le preguntó la pelirroja acudiendo.
—      Historia de dos putas. Hospital sexual. El internado. Fiesta depravada… Hay un buen puñado – dijo Alma sosteniendo un lote de películas de vídeo.
—      ¿Porno?
—      Ajá. Mi hermanito está bien surtido.
—      Me gustaría ver una. Nunca lo he hecho.
—      Yo tampoco. Escogeré una.
  Alma escogió la del Internado. Las fotografías de la contraportada revelaban actrices jóvenes y hermosas y un par de escenas de lesbianismo. A lo mejor, ayudaba a calentar el ambiente, se dijo. Bajaron hasta la sala y cerraron las persianas.
—      ¿Quieres palomitas? – preguntó Alma antes de sentarse en el sofá.
—      Alma, esta película no es propia para eso. Además, no hace ni una hora que he almorzado. No, gracias. ¿Cuál has escogido?
—      El internado.
—      Muy apropiado – sonrió. Las dos se sentaron y Alma accionó el vídeo con el mando a distancia.
  La película empezaba con tres amigas, jóvenes y hermosas; dos morenas y una rubia. Daban una fiesta en la casa de una de ellas. Cinco chicos esculturales estaban invitados. Empezaron a jugar al stripocker y pronto se celebró una buena orgía. Las chicas mamaban pollas alternaban con los chicos. La mayoría de las veces tenían a dos tíos por cada una.
—      Hay que reconocer que esos tíos están buenos – susurró Ágata.
—      ¡Pché!
—      ¿De verdad que no te pone una buena polla?
—      Bueno, no es que me sea indiferente, pero prefiero mirarlas a ellas. La rubia esa está muy bien. Fíjate qué tetas.
—      No están mal, pero parecen operadas. Oye, Alma, ¿has mirado mucha a las chicas en el cole?
—      No es algo de lo que me guste hablar, Ágata.
—      Venga, tía, siento curiosidad.
—      Sí, de vez en cuando miraba a una chica en particular, sobre todo en el vestuario o en las duchas. Durante una temporada, Cristina Fauller me ponía cachonda con esas inmensas tetas. Pero siempre te he admirado a ti; mientras estabas delante, todas las demás desaparecían.
—      Vaya, eso es muy agradable – se sonrojó Ágata.
  En ese momento, la orgía de la televisión acabó de mala manera. Los padres de una de las chicas regresaron antes de lo debido a casa y las pillaron in fraganti. Se armó una buena escena. Como castigo, mandaron a su hija, la rubia, a un internado.
—      Tiene nombre de putilla: Tandy – dijo Ágata, de nuevo interesada en la película.
El internado era un tanto especial. La directora, una opulenta mujer de unos treinta años, castigaba, en ese momento, a una de las internas. El escenario parecía una celda de la Santa Inquisición. Una habitación colmada de aparatos de tortura. La chica, una morenita de pelo corto y ojos cándidos, estaba atada a un potro de madera, de bruces. Su falda aparecía levantada y las bragas bajadas. La directora la azotaba con un pequeño látigo, mientras que otra profesora le introducía a la chica un consolador en el coño. La morena chillaba pero su expresión era de placer.
—      Un poco fuerte, ¿no? – musitó Ágata.
—      Sí, parece una cinta sadomaso.
  La directora dejó de azotarla para colocarse a la cabecera del potro y remangarse la falda, haciendo que la chiquilla le comiera el coño.
—      Eso ya me gusta más – se rió Alma.
  El castigo acabó y la rubia protagonista ingresó en el internado. Su compañera de habitación era una linda oriental, menuda y divertida. Aquella noche, la rubia escuchó como su compañera se masturbaba sin freno, ni vergüenza y ella la imitó. Alma miró a su amiga de reojo mientras sucedía la escena. Ágata no quitaba ojo de aquellos dedos que acariciaban las vulvas.
—      Alma, ¿en qué piensas cuando te masturbas? – preguntó Ágata, tomando a su amiga por sorpresa.
—      Bueno, yo…
—      ¿En mi?
—      Sí, sobre todo. Aunque hay veces que imagino otras chicas.
—      ¿Cómo me ves? Dime la verdad, por favor.
—      Suelo imaginarte desnuda, ya sabes. Tumbada en la cama y esperándome…
—      Es extraño saber que te ven así. No sé si estoy dolida o excitada.
—      Ágata…
—      ¿Qué?
—      No preguntes más – dijo Alma, abrazándola y besándola en la boca.
  El beso fue largo y profundo. Cuando se separaron, la escena en el televisor había cambiado y la rubia estaba lamiendo el coño de la oriental. Se quedaron abrazadas y muy juntas, sin decir nada y mirando la pantalla. La escena era buena y nada desagradable. Mantenía el ritmo y fluidez; las chicas no realizaban obscenidades, sino que se amaban lánguidamente. Alma tomó la mano de Ágata y, lentamente, la colocó sobre su muslo moreno y desnudo. La dejó allí, sin presionarla. Al poco, Ágata empezó a acariciar la piel, sin atreverse a explorar más. Alma tuvo que cogerla de la muñeca y tirar de ella para que la mano ascendiera por debajo de su corta falda. A partir de ahí, no tuvo que dirigir a Ágata. Esta había decidido que ya era el momento de dejar de hacerse la tonta; estaba excitada y quería probar a su amiga. Acarició la vulva por encima de las bragas; Alma se abrió de piernas y cerró los ojos, apoyando su frente en el hombro de su amiga. Se sentía en el cielo, ¿cuántas veces había imaginado esta escena? Ágata consiguió introducir sus dedos bajo la prenda y se apoderó del coño de su amiga. Lo notó totalmente empapado y se alegró. Su dedo índice presionó sobre el clítoris, insistentemente. Alma gimió y se recostó sobre el sofá
—      No puedo más, Ágata… O te detienes y me dejas hacer a mí, o me lo haces de una vez.
—      ¿Hacerte el qué?
—      Lamerme el coño, ¿quieres?
—      No sé hacerlo.
—      Sí sabes. Verás qué fácil. Ven…
 
  Con delicadeza, colocó su mano en la nuca de su amiga y la atrajo hacia ella, entre sus piernas. Se alzó la falda y Ágata le quitó totalmente las bragas. Alma se abrió de piernas, mostrando su sexo oscuro y velludo. Ágata, con afectada timidez, lamió la cara interna de un muslo, a la altura de la entrepierna, pero su amiga la obligó a ir directamente al asunto. Lamió el coño de Alma y se asombró de que fuera tan distinta a Jezabel, distinta e igualmente maravillosa.
—      Oh, sí,… así, ya… ya… estoy casi lista… Ágataaa… – murmuró al correrse.
—      Vaya. Esto no está nada mal – dijo Ágata, incorporándose y quitándose un pelo de la boca. — ¿Y ahora qué?
—      Espera un poco a que me recupere. Te devolveré esta caricia centuplicada.
 
 
 Aquella tarde lo hicieron de nuevo, esta vez más calmadas, cuando se ducharon juntas, las dos desnudas. Retozaron bajo el chorro de agua, lamiéndose mutuamente e insertando sus dedos. Después, se vistieron y salieron a comer algo. Alma se asombró cuando Ágata, aprovechando que nadie la veía, le sobó las nalgas en la cola del McDonald. Cuando regresaron a casa, se fueron directamente al dormitorio de los padres de Alma y estuvieron gran parte de la noche amándose. Alma le confesó que no era virgen pero que sólo lo había hecho una vez.
  Al día siguiente, sábado, Alma le trajo el desayuno en la cama y volvieron a yacer juntas después. En esa ocasión, Ágata bajó a la cocina y usó un plátano grande que introdujo en la vagina de su amiga a modo de consolador. Alma estaba muy contenta porque Ágata se aclimató muy bien a la situación. De hecho, la mayoría de las veces, era la pelirroja la que le metía mano y la incitaba, aunque después la dejaba hacer. Las chicas se unieron aún más, felices.
  Cuando los padres de Alma regresaron, se pusieron tristes al tener que despedirse. Durante tres días habían vivido como pareja y ahora debían separarse.
 
 
  Ágata se dijo que el momento había llegado. Alma dependía cada día más de ella. Habían pasado dos semanas desde que vivieron aquel fin de semana en casa de la morena. Ahora, Ágata la manejaba a su antojo, dejando que siempre llevara las riendas a la hora de hacer el amor, pero manipulándola. La incitaba en clase a la menor ocasión y habían llegado a hacer el amor en los lavabos y en un pequeño trastero. Alma parecía estar madura para no negarle nada a su amiga.
—      Alma… – le dijo mientras se dejaba abrazar y ambas caían sobre la cama de Ágata. Estaban en su habitación, con la excusa de estudiar.
—      ¿Sí?
—      Lo he pensado mucho…
—      ¿Qué has pensado? – preguntó Alma sin dejar de besarla y acariciarla.
—      Me gustaría que probaras con un hombre.
—      ¿Por qué? Ya lo he probado – Alma se retiró, extrañada.
—      Has probado con un chico. Estoy hablando de un hombre; alguien con experiencia. Sería ideal para nuestra relación. Así podrías comparar, no sé. Yo lo hago a cada momento y comprendo que son dos cosas distintas.
—      ¿Cómo de distintas? – Alma parecía ofendida.
—      No te lo tomes así – dijo Ágata, sentándose ella a su vez y cogiéndola de la mano. – Me lo paso muy bien contigo y, ya ves, lo hacemos a cada instante, pero sé que un hombre te puede dar algo de lo que nosotras no disponemos. Me gustaría que lo probaras. Tú misma me has dicho que una polla no te deja indiferente.
—      No es la polla, lo que no me gusta, sino el hombre. No puedo con su rudeza, con su machismo. Si la polla viniera por separado, te aseguro que tendría unas pocas en casa.
—      Eso es porque no has conocido a un hombre cabal y maduro. Te aseguro que no es lo mismo.
—      ¿Y dónde encuentro a ese ejemplar? – ironizó Alma.
—      Alma, no puedo engañarte; no tengo derecho a hacerlo. Anteayer me llamó y nos vimos.
—      ¿Quién? – se estremeció Alma.
—      Él.
—      ¡No jodas! ¿Habéis hecho las paces?
—      Algo así. Lo siento, tenía que habértelo dicho, pero aún estaba demasiado confusa. No puede vivir sin mí, me lo ha dicho. Estos meses han sido un suplicio para los dos. Gracias a Dios que te he tenido a ti.
—      ¿Y cómo sabes que no te volverá a hacer daño?
—      Me ha dejado poner todas las condiciones que he querido. Estaba muy arrepentido, Alma, créetelo.
—      ¿Y es por eso que me insinúas que debo buscarme un tío? ¿Por qué te vas a marchar con él?
—      No, no sería capaz de una cosa así. Os quiero a los dos y me debato entre ese amor. ¡Lo estoy pasando fatal!
—      Nunca te he puesto condiciones, Ágata. Lo entenderé si vuelves con él – le dijo la morena, acariciándole la mejilla.
—      No, no quiero dejarte, ni a él tampoco. Es a lo que le he dado tantas vueltas. Quiero compartiros.
—      ¡Estás loca!
—      Puede, pero ayer, cuando la solución me vino a la cabeza, me puse tan cachonda con imaginármelo que me tuve que masturbar. Quiero que folles con él, a solas, Alma, que lo conozcas, que él llegue a amarte también. Sería ideal. Después, los tres disfrutaríamos juntos.
—      Tú no estás bien de la cabeza, Ágata. Aunque yo aceptara, ¿qué diría él?
—      Es lo que quería contarte. Ya lo he hablado con él. Le he contado lo nuestro y vi la excitación en sus ojos cuando le hablaba de nuestro amor.
—      ¿Cómo has sido capaz? ¡No tenías ningún derecho a contárselo!
—      Lo sé, pero pensé que era lo mejor, sincerarme. Él está dispuesto a conocerte y revelarte su identidad. ¿Harías lo mismo? ¿Lo harías por mí, por nuestro amor?
—      No sin saber quién es.
  Ágata inclinó la cabeza. Esa era la parte dura, la parte en la que no actuaba. Por un momento, no se atrevió a decirlo, pero, finalmente, murmuró su nombre.
—      El profesor Warren.
—      ¿QUË?
—      Frank Warren, nuestro profesor de arte dramático.
  Alma se puso en pie, alelada, y la miró.
—      Así que te saliste con la tuya; te entregaste a él, ¿no?
—      Sí.
—      Pero ese hombre tiene edad para ser tu padre.
—      Es un hombre atractivo y maduro. Tiene mucha experiencia; es lo que intento decirte. No es un niñato que va a lo suyo, ni es una aventura de un fin de semana; sabe comprometerse.
  Alma se giró, sin decir nada más, y avanzó hasta la ventana. Estaba sopesando la situación y sus sentimientos. Warren era un hombre atractivo, ella misma lo reconocía, hasta encantador. Por otra parte, no quería perder a Ágata ahora que la había conseguido.
—      Está bien. Aceptaré un solo encuentro con él. Si no me agrada, lo olvidamos. Pero quiero la garantía que no saldrá ni una sola palabra de su boca sobre nuestra relación.
—      Alma, recuerda que él también está en tus manos. Sabes que salimos juntos. Podrías acabar con su carrera. Está bien; un encuentro.
—      ¿Vendrás?
—      No, es demasiado pronto.
 
 
  Frank lo tenía todo preparado. Ágata le llamó por teléfono el día después, diciéndole que todo estaba solucionado. Alma consentía en entregarse a él, pero debía ser muy persuasivo y romántico. Él comprendió su juego cuando le contó los detalles.
—      Te echo de menos, Frank – le dijo ella.
—      Pronto podrás volver. Tu castigo está a punto de concluir. Yo también te he echado de menos, pequeña. – en cierto modo, era verdad. Frank echaba de menos la total aceptación de Ágata, aunque, en esos meses, había deambulado de una amante a otra, como antes de conocer a Ágata.
  Sin embargo, se había acostumbrado a la carne joven y las mujeres adultas no le ponían como ella. Se mantuvo en sus trece, sabiendo que la dependencia de la chica era total y que le conseguiría otras chicas. Tenía muchos planes para su amante, planes muy divertidos.
 
Colocó las velas sobre la mesa del comedor. Alma vendría pronto para cenar y debía exhibir todo su talento con ella. La comida estaba preparada y bien sazonada con Loto Azul, no quería que se echara atrás en el último momento.
  El timbre de la puerta sonó. Con una sonrisa, se arregló la corbata y fue a abrir.
—      Hola, Alma – le dijo a la chica, que esperaba algo nerviosa en el rellano.
—      Hola, profesor Warren.
—      Frank, por favor.
  La hizo pasar dentro, contemplándola. Alma se había esmerado en su físico. Llevaba una falda plisada y corta, de una tonalidad azul turquesa, que revoleteaba alrededor de sus torneados muslos a cada movimiento. Una camisa blanca, bajo la cual se marcaban los pezones libres de sujetador, y una rebeca roja completaban la indumentaria.
—      Si hubiera sabido que sería tan formal, me habría puesto un vestido de noche – dijo ella, señalando la corbata y el traje de él.
—      No te preocupes, estás muy bien, acorde a tu edad – contestó Frank mientras le servía una copa de vino tinto en donde había disuelto un poco de Loto Azul.
—      Tienes una bonita casa.
—      Sí, perteneció a mi familia – le dijo, entregándole la copa. – Supongo que te habrás asombrado cuando Ágata te contó nuestra relación, ¿no?
—      Un poco, pero después me pareció lógica. Bebía los vientos por ti en la academia.
—      Créeme si te digo que no busqué esta relación, pero aconteció y no pude resistirme. La quiero mucho, ¿sabes? Y estaría dispuesto a hacer lo que fuese para retenerla a mi lado.
—      ¿También esto? No creo que sea un sacrificio.
—      No lo es, Alma. Eres una chica muy hermosa, pero nunca te hubiera abordado si Ágata no me lo hubiera impuesto.
—      Creía que era una fantasía muy masculina eso de tener a dos chicas en la cama – dijo ella, sorbiendo su vino.
—      Tienes razón – sonrió él. – Pero agotadora.
—      Tengo curiosidad por saber qué te dijo exactamente. No ha querido contármelo.
—      Bueno, cuando nos vimos la supliqué que siguiéramos. Me contestó que no le hacía ninguna falta, que su vida estaba plena y que había dado un giro tan brusco que no la comprendería. Le dije que aceptaría cualquier cosa con tal de que vernos de nuevo y ella repitió que no lo entendería. La desafié a explicármelo. Le costó un poco, pero, finalmente, me contó vuestra relación. Me quedé con la boca abierta, sin saber qué decir. A cada palabra que decía, mis esperanzas se esfumaban. Notaba el amor que había entre vosotras.
  Frank notó como Alma se sonrojaba. Su cuento iba bien, muy bien.
—      Finalmente, la supliqué de nuevo, diciéndole que me convertiría en su esclavo si quería, que sólo estaría allí como plato secundario, para cuando necesitara un hombre y que no intervendría nunca en vuestra relación. Creo que eso la ablandó un poco y lo pensó mejor. Fue entonces cuando puso sus condiciones. Si era capaz de complacerte como hombre y como compañero, no solo volvería a mí, sino que lo compartiríamos todo entre los tres.
—      ¿Cómo distéis por sentado que yo aceptaría esa situación?
—      Yo no lo podía saber, te conozco solamente de vista, pero Ágata estaba muy segura de lo que decía y de cómo actuarías, ¿me equivoco?
—      Aún no lo sé.
—      Pero estás aquí, ¿no?
—      Le prometí a Ágata un solo encuentro. Si no funcionaba, adiós. No soy una feminista aferrada, ni me desagradan tanto los hombres cómo para rechazarlos. Sin embargo, me gusta mucho más la suavidad y ternura de una mujer. No soporto la agresividad masculina, eso es todo. Ágata me prometió que no eras así, que eras un hombre experimentado.
—      Y estoy dispuesto a demostrártelo. ¿Cenamos ya?
Alma quedó impresionada por el ambiente que Frank había creado en el comedor. Los platos eran exquisitos y el vino ayudaba mucho. Sus modales también eran exquisitos y sus temas de conversación interesantes. Frank puso en juego todo su saber como actor y, finalmente, ayudado por el Loto Azul, lo consiguió.
—      Ha sido una cena exquisita, Frank – dijo Alma, tragando su última cucharada de postre. Se sentía algo atolondrada y con calor. Supuso que sería el vino. Sus palabras ahora brotaban sin nerviosismo y una fuerte confianza brotó entre los dos. Ágata parecía tener razón, Frank no era como los demás hombres.
—      Me gustaría seguir charlando un poco más. ¿Pasamos a mi estudio y te tomas algo? No sé, una Coca o algo así. Yo tomaré un buen coñac.
—      Está bien. No tengo que volver a casa hasta las once; aún soy menor – dijo ella encogiendo los hombros y riéndose. Frank la secundó en la broma.
—      Quiero que comprendas que, aunque estás aquí, no tienes porque sentirte obligada a… ya sabes – le dijo el profesor mientras servía coñac para él y un poco de licor de frutas para ella.
—      Sólo prometí un encuentro, Frank, no que me acostaría contigo. Si lo hago, es porque quiero.
—      ¿Si lo haces?
—      Aún no lo sé – se rió tontamente la morena.
  Frank se sentó en el mullido sillón de lectura y ella lo hizo frente a él, en el otro sillón compañero. Saborearon sus licores y se miraron.
—      Es extraño. Nunca me he sentado a hablar así con una mujer. Bueno, con una mujer de tu edad, quiero decir. Me siento un tanto… cohibido.
—      Entonces, ¿qué hacéis cuando estáis juntos?
—      Salimos a pasear. Nos encanta ir al zoo, al cine, ver viejas películas de mi colección, actuar un poco. No sé. Me hace sentir mucho más joven y divertido. Me siento capaz de hacer locuras.
—      ¿Y no habláis?
—      Sí, pero lo solemos hacer en la cama o en la cocina, frente a una buena taza de chocolate. Es algo como un matrimonio, ¿sabes?
—      Sí, me es conocido.
—      Me encanta verla deambular con esas atrevidas falditas por toda la casa, a ratos, muy seria y adulta, a veces, traviesa y juguetona. Suele sentarse en mis rodillas cuando estoy leyendo o trabajando y hacerme cosquillas hasta hacerme abandonar lo que estoy haciendo. ¿Qué hace cuando está contigo?
—      Bueno, me resulta muy raro hablar de eso contigo. Amamos a la misma persona y no siento celos en este momento. Ágata es mi mejor amiga y se ha convertido también en mi amante. Lo es todo en una sola persona. ¿Qué puedo decir que no hayas dicho ya? La conoces como yo. Me encanta cuando me incita en clase o en la calle, al meter su mano bajo mi falda o tocarme un seno atrevidamente. Me encanta ir de la mano con ella. Todo el mundo piensa que somos amigas, pero sus dedos me acarician la muñeca al mismo tiempo, como una promesa de lo que vendrá más tarde.
—      Oh, Dios. Esa es nuestra Ágata. La extraño tanto – dijo Frank, con las lágrimas a punto de rodar. — ¿Puedes hacerme un favor, Alma?
—      Bueno.
—      ¿Te importaría sentarte en mis rodillas, como lo hacía ella, mientras seguimos hablando? Es muy impersonal para mí y doloroso.
  Alma se sorprendió de su propia reacción. Sentía pena por Frank y estaba más que dispuesta a sentarse en sus rodillas; es más, estaba deseando hacerlo. Si decir nada, se levantó y avanzó hasta él. Se sentó de lado sobre las piernas de Frank.
—      Gracias. Siempre me ha hablado muy bien de ti, Alma. Te sorprendería saber cuánto te estima y te quiere. Sentí muchos celos cuando me contó vuestra relación. Me dio detalles turbadores, cómo os besabais, cómo os acariciabais, cómo olía tu pelo – dijo inclinándose sobre ella y oliendo la nuca de Alma.
  Ésta se estremeció levemente.
—      Creí que quería hacerme daño contándome todo eso, pero, finalmente comprendí que sólo era lo que sentía por ti. No había maldad en sus palabras y te envidié aún más. Sin embargo, mi pene pensaba otra cosa. Sin duda os imaginaba en una de vuestras habitaciones, rodando sobre la cama, desnudas y felices. Me asombré cuando, a pesar de mi frustración, mi polla se irguió en vuestro honor.
  Aquellas palabras susurradas a media voz, en su oído, hicieron palpitar el corazón de Alma. La mano de Frank se posó sobre su rodilla; la palma estaba muy caliente.
—      Ahora, vuelvo a sentir lo mismo y estás a mi lado. Yo…
—      Frank…
—      ¿Sí, Alma?
—      Cállate y bésame – gimió Alma, abriéndose de piernas y cerrando los ojos. Frank pegó sus labios a los de ella.
  La mano del hombre profundizó entre las piernas de la chica, al igual que hizo su lengua en la boca de ella. Alcanzó con los dedos la entrepierna oculta por las bragas y palpó la tela empapada ya. Se dijo que tenía que estar muy cachonda desde hacía unos minutos. Acarició lentamente la cara interna de los muslos y la vulva, sin introducir un solo dedo bajo la prenda, enloqueciéndola. Era consciente que debía estar acostumbrada a la suavidad de otros dedos, así que nada de brusquedades. Mientras tanto, Alma le desaflojaba la corbata y le abría la camisa, deslizando sus manos por el firme pecho del hombre. Sus caderas se movían bajo la caricia de Frank y aspiraba el sabor a coñac en su boca. Deseosa de un contacto más íntimo, se apartó ella misma las bragas, dejando sitio para la mano del hombre. Frank acarició el clítoris con suavidad para después introducir su dedo meñique en la vagina, insinuándolo más bien.
—      Quiero verla… – susurró ella, apartándose un poco y bajando sus manos hasta el pantalón.
  Desabrochó la bragueta e introdujo su mano, sacando el miembro desafiante y poderoso. La acarició voluptuosamente y con algo de curiosidad.
—      Esta es la culpable de todo – dijo, frotando un dedo sobre el glande.
—      Oh, sí, Alma… hazme lo que quieras…
  La chica se dejó caer de rodillas y aferró mejor el miembro. Aunque no lo había hecho nunca, sabía qué se esperaba de ella. La probó con la lengua y no le desagradó en absoluto. La introdujo en su boca, haciendo presión con los labios y formando un tope con la lengua. Lentamente, cogió el ritmo, gozando con el poder que le daba ver al hombre retorcerse a su mandato.
—      No más… detente… para… – gimió Frank y ella se detuvo.
  Los dos jadeaban. Frank se inclinó sobre ella y la ayudó a ponerse en pie.
—      Ven sobre mí, te haré lo mismo – le dijo.
  Alma colocó sus pies sobre el sillón, uno a cada lado del cuerpo de Frank, y así su pelvis quedó sobre el rostro del hombre. Éste le levantó la falda y le quitó las bragas, tirándolas al suelo. Aplicó su lengua al aromático coño y Alma creyó derretirse. Ágata tenía razón, Frank era todo un experto, suave y potente a la vez. Tuvo que apoyarse en el respaldo para no caer de rodillas; todo su cuerpo temblaba, próximo al orgasmo. Ella tampoco quiso correrse y se lo hizo saber. Frank la desnudó por completo, devorándola con la mirada. Ella le quitó los pantalones y la camisa. A pesar de su edad, el hombre se mantenía en forma. Se arrodilló sobre Frank, abrazándole por la nuca y hundiendo su lengua en la masculina boca. La polla rozaba su pubis y ella se frotó un poco más, ansiosa. Nunca había sentido tal deseo por un hombre ni por una mujer. Esa noche estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para apagar el fuego que ardía en sus entrañas. Sintió cómo Frank manipulaba en sus bajos, ayudando a la polla a encontrar el camino correcto. Alma se quejó, aquello no era un plátano, sino carne dura y gruesa, pero, finalmente, consiguió tragar la mayoría en su coño. Enardecida por la sensación, saltó sobre su regazo, incapaz ya de besarle. Mantenía los ojos cerrados y se lamía constantemente los labios. Frank, por su parte, la miraba fijamente, disfrutando de lo que veía, y acariciaba los menudos pechos cuyos pezones amenazaban con despegar de tiesos que estaban.
—      Ooooh… ¡qué… gorda la… tienes!
—      ¡Y qué estrecha eres, cariño!
—      Uuuuuhh… me viene ya… ¡Me vieneeee! – exclamó ella, echando la cabeza hacia atrás.
  En ese momento, Frank no pudo resistir más y sacó rápidamente su miembro, derramándose sobre el agitado pubis de la morena.
—      Oh, Dios, qué bueno – jadeó él.
  Permanecieron estrechamente abrazados, aún jadeantes y sudorosos.
—      Ha sido magnífico – resopló ella.
—      Sí, sublime. Sólo son las diez, ¿crees que aguantarás otro?
—      ¡No me digas! ¡Eres insaciable! – se rió Alma.
—      Sí, probemos otra postura.
  Frank se levantó y se masajeó la polla, aún erecta por la pequeña porción de Loto Azul que se había tomado, la justa para saber qué hacía. Colocó a Alma de rodillas sobre el sillón, las manos en el respaldo y el trasero alzado. Masajeó aquellos glúteos, preparándose para embestir el coño por detrás.
  “Tengo que convencerla de utilizar el ensanchador. Ese culo tiene que ser mío”, se dijo.
 
 

Ágata no cabía en si de alegría. El encuentro había salido de maravilla; Alma parecía encantada con Frank. Ni siquiera se planteó la cuestión de los celos. Había cumplido su castigo y podía volver con él. Corrió los últimos metros que la separaban de la casa de Frank y llamó a la puerta con insistencia. Se echó en sus brazos en cuanto abrió, llenándole de besos el rostro.
—      Amor mío, amor mío – susurraba.
—      Ah, cuánto te he echado de menos, pequeña zorra. Ahora todo está olvidado – contestó él abrazándola contra la puerta, ya cerrada. – Huelo ese coño tuyo en sueños.
—      ¿Qué sentiste anoche, cuando la follabas? ¿Te gustó? ¿Te complació?
—      Sí, sí, pero no tanto como tú… Quiero follarte aquí, de pie, ahora…
—      Sí, sí, estás dispuesto – dijo ella, cogiéndole el pene a través del pantalón, una polla endurecida.
  Frank le dio la vuelta, colocándola de cara a la puerta, y le abrió las piernas, subiéndole la falda y rasgándole las bragas. Se desabrochó los pantalones y guió, sin más preámbulos, la polla hasta su estuche. Ágata gimió al ser traspasada. La había echado de menos. Frank bombeó, enloquecido, y ella jadeaba con la mejilla apoyada contra la madera y sus manos abiertas, aguantando el peso.
—      Me la follé dos veces mientras pensaba en ti. Se volvió loca, esa putilla. No había probado una polla como la mía jamás. Hice una magnífica actuación que la conmovió. Le hablé de ti y de mi, de cómo follábamos como locos. Se abrió de piernas cuando se lo dije – le dijo él al oído.
—      Sí, Alma… es así…
—      Quiero follármela otra vez. Quiero compartirla contigo, que coma de nuestras manos, que sea nuestra esclava, ¿me ayudarás?
—      Sí, sí… – dijo ella a punto de correrse.
 
 

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