3

Sobre las diez y media, desperté todavía abrazado a Ua. La joven debía de haber amanecido antes y al sentir que me movía, usando su voz en vez de sus hebras, me preguntó si había descansado. Sorprendido de que durante la noche hubiera aprendido a hablar y que lo hiciera con una mezcla de nuestros acentos, respondí que cómo era posible. Luciendo una sonrisa que me dejó embobado, me informó que ambas habían aprovechado las horas para practicar con sus cuerdas vocales.

            ―Tienes una voz preciosa― contesté regalándole un breve pico en sus labios.

            Al igual que cuando le di el azote, ese tierno gesto la cogió con el pie cambiado y abriendo los ojos de par en par quiso que le explicara porque la había besado.

            ―Porque eres preciosa― comenté repitiendo el mismo mimo.

            Sus mejillas se tiñeron de rojo con el piropo y bajando su mirada, avergonzada preguntó si era cierto. Impresionado de que no fuera consciente de su belleza, la atraje hacía mí y forzando su boca, la besé esta vez con pasión. Por un momento que me pareció eterno Ua se quedó petrificada y solo cuando sintió mi lengua jugando con la suya, decidió dejarse llevar. Durante un minuto, compartimos nuestros labios y si no me permití acariciarla, fue por estar convencido de que para esa cría el ser querida era difícil de asimilar.  Supe que estaba en lo cierto cuando dominada por una sensación desconocida no aguantó la presión y se echó a llorar.

―Tranquila, princesa. No pasa nada― entrelazando mis dedos en su pelo, murmuré.

Mi susurro, lejos de amortiguar sus lloros, los incrementó.

―¿Qué le pasa a este cuerpo?― aterrorizada preguntó.

Recordando que la noche anterior ella misma había dejado caer que habían adoptado recientemente la forma humana, comprendí que al hacerlo había sido con todas las consecuencias y que su angustia se debía a no saber reconocer que sentía. Queriendo saber más, le pedí que me dijera qué era lo que había experimentado con el beso.

―Mi respiración se aceleró al igual que mi corazón― respondió sin entender que al adquirir nuestra anatomía también se veía estimulada por los mismas hormonas que nosotros.

Midiendo mis palabras, le informé que esa reacción se debía a que lo que había experimentado era deseo y que debía aceptar que era humana.

―No soy una mujer, soy una sanadora― contestó sobrecogida.

Riendo la miré y acariciando uno de sus pechos, jugueteé con el rosado botón que lo decoraba. El pezón de Ua se contrajo excitado al sentir la acción de mis yemas.

―No es posible― musitó todavía incrédula.

No queriendo asustarla le pedí permiso para metérmelo en los labios. Convencida de su incapacidad de sentir, me lo dio. Dudé si estaba actuando correctamente ya que a pesar de parecer una veinteañera esa criatura acababa de renacer y con sumo cuidado, lamí los bordes de su areola para demostrar mi teoría. El sollozo que brotó de su garganta al notar esa húmeda caricia fue la prueba incontestable de su humanidad.  

―Santa luz― chilló superada cuando tomando el pezón mamé de él.

Su grito despertó a las dos durmientes y deseando que entendieran que no le pasaba nada, les expliqué lo que ocurría.

―Te equivocas, Íel. Debe ser otra cosa. Nunca he oído que una sanadora se vea atraída por su protector. Somos sexualmente inoperantes. Nuestra función no nos lo permite― contestó Ía.

Por alguna razón Tomasa no quiso intervenir ni tomar partido, por lo que nuevamente tuve que ser yo quien sacara a ese bello ser de su error.

―Si tan segura estás, te importa que haga la prueba contigo.

Dando por hecho que no sentiría nada, confiada puso un seno a mi disposición. Antes de metérmelo en la boca, observé que era más grande pero no por ello menos bello que el de su compañera.

―Tienes unos pechos maravillosos― desde el otro lado de la cama, la mulata confirmó mis pensamientos.

El rubor de sus mejillas me azuzó a acercarme y repitiendo la misma operación que con Ua, dediqué unos segundos a impregnar de saliva su pezón antes de abrir los labios. Desde el primer lametazo, la inexperta supo que se había equivocado al suponer que no se vería afectada, Intentando afianzar sus dudas decidí mordisquearlo suavemente antes de ponerme a mamar.

Fascinada y con la carne de gallina, recibió esa caricia como una derrota y echándose a sollozar, me rogó que parara.

―Hazlo Miguel, déjala asumir sus sentimientos― me rogó la morena al sentir como suya la angustia de la chavalilla.

Al ver que obedecía y ejerciendo como madre, Tomasa las abrazó sin decir nada. Sintiendo que mi presencia sobraba, me levanté al baño mientras dejaba a esas dos crías llorando en brazos de la morena. Reconozco que me sentía sucio. En mi paranoia por entender que eran,  las había forzado por encima de sus posibilidades y ahora no sabía cómo actuar. Mi corazón me pedía pedirles perdón, mientras mi cerebro intentaba convencerme de que había hecho lo correcto al revelarles hasta donde llegaba su parte humana. Al final venció mi corazón y hundido volví al cuarto.

Desde la puerta, contemplé a las niñas mamando de la viuda y no queriendo interrumpir ese momento, me senté frente a ellas sin hablar. La imagen no podía ser más tierna, desesperadas por lo que sus cuerpos experimentan se había lanzado a por sustento en un intento de rehuir sus sensaciones. No llevaba más de unos segundos cuando me percaté que involuntariamente las dos albinas comenzaban a restregar tímidamente sus sexos contra los muslos de la morena. Tomasa me guiñó un ojo al darse cuenta y pidiendo con la mirada que no interviniera, se quedó quieta sin moverse mientras notaba que las chavalas iban incrementando la velocidad con la que se auto estimulaban.

  ―Comed y no penséis― les dijo sin dar importancia a la creciente humedad de sus coñitos: ―Os quiero, mis pequeñas.

Desde mi privilegiado puesto de observación, recreé mi mirada en ellas y comprobé sus diferencias. Al igual que sus pechos, el trasero de Ía era más grande que el de su compañera y en contrapartida, Ua poseía un delicado equilibrio que la hacía igualmente atractiva.

«Son un sueño», medité mientras a mis oídos llegaban sus primeros gemidos.

Asumiendo que antes de tocarlas siquiera, debían explorar ellas solas su parte humana, la mujer observó inmóvil la creciente calentura de la crías. Para entonces e incluso para ellas era evidente su excitación y dejando por fin los pechos que las estaba amamantando, buscaron los besos de Tomasa. La viuda no rehuyó sus labios y alternando besos entre ellas, colaboró discretamente en su auto búsqueda.

El erotismo de la escena no me pasó inadvertido y con ganas de unirme a ellas, tuve que hacer un esfuerzo por evitarlo.  Gracias a ello, pude reparar en que Ua estaba al borde del orgasmo y que se ponía a temblar mientras seguía frotando su vulva contra la pierna de su teórica protegida.

―¡Soy una mujer!― gimió descompuesta al sentir que sus neuronas se consumían de placer.

La aceptación de su parte humana por parte de su compañera derritió los reparos de Ía y cayendo hacia atrás, lloró presa de su primer orgasmo. Testigo de su descubrimiento, esperé a que dejaran de moverse para acercarme y sin preguntar nada, las abracé.  Las dos crías recibieron nuestras caricias abochornadas al darse cuenta de que habían recibido un don sin dar nada a cambio y durante un largo rato, siguieron intentando entender y asumir que habían dejado de ser unos seres asexuados y que gracias a los genitales humanos conocían de primera mano lo que era amar.

Al escuchar el rugido de mi estómago, Ua se percató que no había comido nada desde la noche anterior y totalmente cortada, me preguntó porque seguía cuidándolas cuando era notorio que necesitaba alimento.

Acariciando su blanca melena, respondí:

―¿Crees que hay algo más importante para mí que cuidar a mis mujercitas?

Desconcertada por mi respuesta, dos gruesos lagrimones surcaron sus mejillas.

―Nunca creí que un día comprendería lo que realmente quería decir los humanos afirmaban que estaban enamorados, y ahora lo sé. Mi amor por ti solo es comparable a que siento por nuestra Asa.

Y dirigiéndose a su hermana, le preguntó si ella sentía lo mismo. Ía fue todavía más explícita:

―Gracias a vosotros, sé que es el amor y si lo permitís además de ser vuestra sanadora quiero ser vuestra mujer.

Besándola, Tomasa contestó:

―Ya lo eres pequeña hechicera. Tú y tu hermana sois nuestras mujeres y espero que aceptéis a esta anciana de la misma manera.

Riendo las dos chavalas le dijeron que no era vieja, que ellas llevaban viviendo vivido mucho más.

―¿Qué edad tenéis?― pregunté.

 Sin dar importancia al dato, tras calcularlo, Ua nos informó que ambas habían salido de la cuba de fertilización un primero de febrero de hacía ¡ciento noventa y tres años terrestres!

―¡Su puta madre! ¡Sois unas rucas!― exclamó muerta de risa la mulata: ¡Decidme qué crema os echáis que me la compro!

            Sin entender la guasa, comentaron que,  si de verdad quería parecer más joven, ellas podían conseguirlo. Tomasa se quedó pensando y tras darse cuenta de que, si de pronto aparecía por el pueblo sin arrugas, la gente empezaría a chismear y por eso les pidió que se abstuvieran de meterles mano.

―¿Y unos pechos más grandes?― insistieron apelando a la coquetería innata de las mujeres: ―¿O un trasero más firme?

―Eso no me vendría mal, ¿verdad?― comentó mirándome.

―Yo te veo maravillosa como estás― respondí evitando mojarme.

Conociendo a las féminas, mi negrita iba a hacer lo que quisiera y si dejaba caer que la retocaran, me iba a ir como en feria. Por eso permanecí callado mientras esa crías (me resultaba imposible pensar en ellas como unos seres que me quintuplicaban la edad) seguían tentando a la cocinera con distintos retoques, a pesar de saber que sería yo el beneficiado.

Lo malo fue cuando habían acabado de pactar los cambios en la mulata empezaron a conmigo. Acojonado por ser manipulado, solo permití que a través de sus manejos perdiera algo de grasa abdominal.

―¿Y no quieres que te toquemos el sexo? Podríamos hacerlo enorme.

―Ni de coña, me lo dejáis en paz― contesté temiendo convertirme en una especie de Rocky Siffredi.

Interviniendo Tomasa, se atrevió a comentar que dado que tendría que satisfacer dos bocas hambrientas y una mujer ardiente al menos debía permitir que me otorgaran más resistencia. Estaba a punto de mandarla a la mierda cuando, sonriendo un tanto avergonzada, Ía comentó que por ese aspecto no tenía que preocuparse ya que al mejorar mi estado físico y corregir un problema que habían visto en mi corazón, ahora tenía la fortaleza de un chaval de veinte. No supe si cabrearme o agradecérselo. Me habían mejorado, pero… sin mi permiso.

Mi cara debió de ser lo suficientemente elocuente porque entrando al saco, Ua intentó disculpar esa intromisión diciendo:

―Amado Íel, no nos podíamos permitir perderte en solo veinte años, tras las mejoras nos durarás al menos otros ochenta.

Que hubieran multiplicado por cuatro mi esperanza de vida era de agradecer, pero aun así seguía cabreado y de mala leche, contesté que ya hablaríamos porque me urgía una ducha, para acto seguido dejarlas en la habitación.

Ya en el baño, abrí el grifo y mientras esperaba a que tomara temperatura, me puse a pensar lo extraño que era la tranquilidad con la que, tanto Tomasa como yo, habíamos aceptado que no eran humanas sino unos seres de otro planeta.

«Lo lógico es que nos hubiéramos cagado encima y hubiésemos tratado de huir», medité, «en cambio nos pareció hasta normal».

La claridad de que ese planteamiento era acertado y que algo raro había, me hizo saber que de algún modo había actuado en la química de nuestros cerebros para que así fuera.

«Serán preciosas, dulces, encantadoras y demás, pero son unas zorras», dije para mí sin enfadarme.

Dando vueltas al asunto, estaba ya en la ducha cuando escuché que se abría la mampara, al girarme vi que era la mulata.

―Patrón, tenemos que hablar de lo que he hecho― musitó preocupada sin atreverse a entrar.

Que me llamara nuevamente “patrón” en vez de Miguel, me anticipó que lo que iba a escuchar no sería de mi agrado y por eso, decidí comportarme con ella como antes:

―Tu dirás, mujer.

La cuarentona tomó aire antes de decir:

―Siento que me he aprovechado de usted y de su bondad. Debo confesar que siempre me ha gustado y que muchas noches he soñado que entraba en mi habitación. Por ello cuando esta noche Ua estaba arreglando mis problemas, se dio cuenta que no éramos pareja y me preguntó por qué. Al enterarse que secretamente lo deseaba, me dijo que si la dejaba me podía ayudar a conseguirlo.

―¡Qué me hicieron! ¿Me tocaron el cerebro?― exclamé lleno de ira.

Llorando a moco tendido y sin mirarme, contestó:

―No, patrón. Fue a mí. Según ella, con solo un pequeño cambio en mis feromonas, me haría irresistible ante cualquier hombre. Tanto deseaba que usted me hiciera caso, que acepté.

―Además de idiota, eres tonta. Si hubieses querido acostarte conmigo, solo tenías que pedirlo― grité indignado: ―Ahora que eres un afrodisiaco andante, ¿te vas a follar a todo el pueblo?

Usando mis palabras contra mí, preguntó si era verdad eso… que si antes que llegaran nuestras niñas ya la deseaba.

―Siempre has sido una mujer atractiva― musité al ver en sus ojos un hálito de esperanza: ―pero ahora no sé qué decir.

―Sigo siendo la misma negra enamorada de su patrón― sollozando contestó: ―Y si tan asquerosa le resulto, cojo mis cosas y me voy.

La angustia de esa buena mujer me derrumbó y tomándola del brazo, la metí conmigo bajo la ducha.

―No te vas a ninguna parte. Eres una puta, una golfa y una liante, pero quiero que seas mi puta, mi golfa y mi liante― respondí mientras forzaba su boca con mi lengua.

―Soy todo eso y más, mi señor, mi amado Íel― suspiró de alegría pegándose a mí.

El tacto de su piel despertó mi lujuria y cogiendo uno de sus hinchados senos, lo mordisqueé mientras deslizaba mi mano hasta su entrepierna. Al encontrarme sus pliegues llenos de flujo, comprendí que su entrega era total y aprovechándome de ello, decidí dar un salto en esa relación recién estrenada:

―Si te portas bien con tu patrón, a este no le importaría usarte de por vida.

El gemido de deseo que brotó de su garganta al oírme me alentó a continuar:

―Serás mía y solo mía. Y nunca miraras a otro.

―No lo haré― murmuró al sentir uno de mis dedos entrando en su coño.

―No te pondrás celosa cuando alimente a las niñas.

―Nunca, mi señor― gimoteó moviendo sus caderas.

―Te entregaras por completo y no te negaras a nada.

―Nunca podría negarme a mi señor― lloriqueó sintiendo que le flaqueaban las piernas.

Dándole la vuelta, comencé a recorrer sus negros cachetes enumerando sus obligaciones mientras le metía un dedo en el ojete:

―Me entregarás tu culo, tu boca y tu coño. Tu cuerpo por completo.

―Ya son suyos, mi adorado patrón.

Acercando mi glande a sus labios, comencé a jugar con su clítoris haciéndola saber que iba a volverla a tomar e incrustando un par de centímetros mi sexo, mordí su oreja diciendo:

―Tu renovado vientre me dará hijos y compartiré con ellos la leche de tus tetas.

Para la mulata más que una obligación fue una promesa y echándose hacia atrás se embutió toda mi erección diciendo:

―Su negra le dará negritos, mi señor.

―Y, para terminar, me ayudarás a adiestrar a esos seres.

―¿Adiestrar?― preguntó.

Le mordí la oreja diciendo:

―Mi querida Tomasa, ¿no te das cuenta de que si sus cuerpos son capaces de sentir deseo, es nuestro deber el enseñarles a ser humanas? Como mi pareja, deberás ayudarme a convertirlas en nuestras mujercitas en todos los sentidos. ¿Estás de acuerdo?

―¡¡¡Sí!!! Íel…

4

Tras desayunar, nos teníamos que enfrentar a una serie de problemas prácticos. El primero de ellos era su ropa. Revisando el armario de Tomasa, había poco en él que las sirviera. Siendo esta una mujer alta en términos costarricenses, las chavalas la llevaban unos quince centímetros y por ello todos los vestidos que las probamos les quedaban indecentemente cortos.

            ―Tendremos que comprarles de todo― comenté mientras Ía se probaba un sujetador de la mulata y comprobaba que le quedada enorme. Como la diferencia de pecho era todavía mayor en Ua, está ni siquiera lo intentó. Algo parecido ocurría con las bragas, al tener unas caderas menos exuberantes. Dándose por vencidas, Tomasa les cedió unos pantalones que además de ser demasiado holgados, les quedaban cortos.

―Antes de pensar en llevarlas al pueblo, deberíamos pintarles el pelo para darles un aspecto más normal.

Sabiendo que nunca podrían pasar desapercibidas por el color de su piel y antes de hacer algún cambio, decidí explicarle a ella la situación. Las dos crías comprendieron de inmediato el tema y por eso accedieron a que les tiñéramos sus melenas.

―No sería lógico que llevaran el mismo color― murmuré pensando en diferenciarlas y así evitar que parecieran gemelas.

Su apariencia nórdica era determinante a la hora de elegir las tonalidad y por eso sacándoles una foto, usé un programa de ordenador para irles mostrando cómo les quedarían. Lo que nunca me esperé fue que, en vez de elegir por ellas mismas, buscaran en nuestras reacciones cuál se pondrían.

―Yo quiero ese― sentenció Ua al comprobar el atractivo que provocaba en Tomasa la versión pelirroja.

No pude estar más de acuerdo, ese pelo unido a sus ojos azules le conferían una sensualidad casi adolescente. Ía, en cambio eligió un cambio menos drástico.

―Ese color dorado me pega más.

Supe que la razón que la habían inducido era que había leído en mis reacciones la atracción que sentía desde niño por las rubias, pero no lo comenté al no querer poner a prueba los celos de mi antigua empleada. Una vez decididos los cambios en sus melenas, debíamos pensar en una excusa para su presencia en la casa.

―Podríamos decir que son mis sobrinas― dejé caer.

―No, Miguel. Tarde o temprano, la gente sospecharía. Como se dice, más vale una vez rojo que ciento amarillo. Si decimos que son de tu familia y luego la gente descubre que estás con ellas, sería malo a la larga.  Es mejor que se escandalicen desde el principio.

―¿En qué has pensado?― pregunté.

Tomando su tiempo para acomodar sus ideas, mi fiel negra respondió:

―Cuando llegaron a nuestra puerta, pensamos que eran dos turistas que se habían perdido. ¿No es así?

Al ser una pregunta retórica, no respondí y esperé a que continuase.

―Si mantenemos que son dos mochileras que han venido de Europa a disfrutar de sol y playa a las que has dado cobijo, nadie sospechará si luego se quedan indefinidamente como tus amantes. Piense que en el pueblo se murmura que en España eras un tipo importante que ha venido a esconderse aquí huyendo de un lio de faldas. Qué unas mujeres con ganas de pasárselo bien se aprovechen de tu dinero para vivir en este paraíso, sería algo que la gente consideraría normal. Ya lo dicen de mí. Según las habladurías, llevo compartiendo cama y mantel contigo desde el día siguiente que entré a trabajar aquí.

Me quedé con la boca abierta al oír de sus labios los chismes que corrían por el pueblo, pero dando cierta razón a su planteamiento, accedí a presentarlas así.

―¡Pura vida!― exclamé descojonado al saber que si los habitantes de la zona pensaban que era un don Juan cualquier escándalo posterior quedaría amortiguado al asumir que se debía a mi vida licenciosa.

Habiéndonos inclinado por esa opción, debíamos en primer lugar ir a por ropa acorde con su edad y por tintes para el pelo, pero nos encontrábamos con la renuencia de ellas a separarse de nosotros. Seguíamos dando vueltas a cómo hacerlo cuando de pronto escuchamos que un coche se acercaba. Al mirar a través de la ventana, descubrí que el inesperado visitante era el sargento de policía que conocía y no queriendo que se enterara de su presencia, pedí a Tomasa que las escondiera en mi cuarto mientras salía a recibirle.

―¡Qué milagro!― exclamé con dos cervezas en las manos tratando de demostrar normalidad: ―¿A qué se debe tu visita?

El uniformado tomó el botellín con una sonrisa mientras me decía que venía por el incendio del monte cercano. Gracias a mi experiencia en el póker, me mantuve impertérrito mientras le explicaba que había visto la humareda pero que no me había acercado.

―Mejor, está lleno de gente del gobierno― comentó mientras vaciaba su cerveza.

Conociéndole había traído una buena provisión y dándole la segunda, quise que me contara que había pasado para suscitar el interés de la capital.  Manuel haciéndose el interesante, dio un buen trago antes de contarme que como representante de las fuerzas del orden se había acercado el primero a ese lugar y que por eso lo que me iba a contar era de primera mano.

―Me imagino que fue una avioneta la que se estrelló― dije a modo de anzuelo.

El agente sonrió y sin negar esa versión, me explicó que al llegar comprobó que la extensión de bosque dañada era de casi ochocientos metros de largo por cincuenta de ancho y que por ello había notificado el hecho directamente a la base. Tras lo cual me enseñó en su móvil una foto donde se vía un amasijo de hierros.

―Menuda leche se pegaron. Me imagino que no hubo supervivientes― comenté mientras daba buena cuenta de mi cerveza.

―Personalmente lo dudo, pero no hemos encontrado tampoco los cuerpos de sus ocupantes― respondió y pasando a la siguiente imagen, a modo de confidencia, musitó: ―Lo único que se han hallado son restos de lo que parecen ser unos pulpos enormes que llevaban en la bodega.   

No dije nada al observar en la pantalla dos masas informes que el paisano había identificado como cefalópodos. Al ver los cadáveres de los antiguos protectores de las muchachas, me quedé callado horrorizado ya que había dado por sentado que serían parecidos a los humanos. Viendo mi cara de sorpresa, el sargento me contó que al llegar los miembros del gobierno le habían ametrallado con preguntas y que, temiendo alguna infección bacteriológica, le habían hecho multitud de pruebas médicas mientras se llevaban en recipientes sellados esos despojos.

―La fijación de esos tipos con esos bichos me hace sospechar que los ocupantes de ese avión debían de ser traficantes de especies en peligro de extinción.

Sin dar importancia al dato, el hombretón me anticipó que, aunque se estaban centrando en el área que lindaba con el mar, tal y como se estaban comportando los enviados del gobierno era seguro que tarde o temprano pasaran por mi finca a preguntar.

―Gracias por avisar, pero como no les hable de las pencas que están creciendo en mis plataneros no sé qué van a sacar de mí― despelotado contesté mientras le despedía.

Tras decirle adiós, aguardé que desapareciera para acercarme a mi habitación con la intención de comunicarles lo que había averiguado. Al entrar me encontré con que las chavalas habían aprovechado mi ausencia para retocarse físicamente.

―¿Cómo narices os habéis pintado el pelo?― exclamé antes de darme cuenta de que su transformación iba más allá y que además de lucir el tono que habíamos hablado en sus melenas, la palidez de su piel también había desaparecido y ambas lucían un moreno que parecía producto de largas horas tomando el sol.

―¿Verdad que están preciosas?― Tomasa preguntó muerta de risa.

Esos retoques me dejaron sin palabras y mientras las crías exhibían sus renovados atributos ante mí supe que,  si antes ya eran bellas,  con esos cambios se habían convertido en dos diosas que bien podían competir en el concurso de Miss Mundo.

 «Joder, ahora pasaran todavía menos desapercibidas», me dije anonadado.

Ía quiso saber mi opinión meneando su nuevo cabello mientras comparaba su bronceado con el mío.

―Estáis guapísimas― reconocí incapaz de retirar la mirada de ambas.

Su compañera riendo comentó que habían hecho caso a la mulata respecto a lo delicadas que era la piel sin melanina y que por ello habían dotado a sus epidermis con ese pigmento.

―¿Crees que deberíamos hacernos crecer vello púbico?― insistió.

―Ni de coña. Me encanta tal y como los tenéis― susurré impresionado con la facilidad con la que mudaban y entrando en materia, les comenté las fotos que me había enseñado el policía.

―¿Esos seres eran vuestros simbiontes?― pregunté negándome a llamar protectores a esos capullos haciendo referencia a la simbiosis, esa asociación entre organismos de especies diferentes por la cual ambos se benefician.

Metiendo sus hebras bajo mi piel, la ahora rubia buscó en mi mente las imágenes de las que hablaba y tras hallarlas, llorando lo confirmó:

―No pudimos hacer nada por salvarlos. Cuando despertamos tras el accidente, ya estaban muertos y nosotras malheridas. Gracias a los datos que habíamos acumulado durante los años que nuestros “¿padres? ¿dueños?” se habían dedicado a estudiar la tierra, pudimos mudar en lo que ahora somos y así poder sobrevivir en esta atmósfera cargada de oxígeno.

Por su dolor comprendí que sentía que les habían fallado y por eso preferí cambiar de tema, diciendo que debíamos buscar un modo de crearles una coartada por si venían preguntando.

―¿Te refieres a un pasado?― susurró la joven.

―Sí― repliqué: ―Voy a intentar contactar con alguien que os falsifique unos pasaportes, aunque os reconozco que no tengo ni idea cómo hacerlo.

Sonriendo, la espectacular chavala me pidió permiso para entrar en mi ordenador. Sin nada que perder, accedí y encendiéndolo, le pasé el teclado.

―No lo necesito― respondió y sacando los mismos apéndices que usaba para entrar en mi mente, los insertó en la entrada USB.

Me quedé paralizado al ver pasar diferentes webs a una velocidad endiablada mientras me preguntaba si podían pasar por suecas.

―Perfectamente― murmuré sin saber qué se proponía.

―Íel, ¿te gustaría que tus mujercitas tuvieran estudios?― insistió mientras en la pantalla vi que entraba en mis finanzas: ―Sería bueno para poder explicar los consejos que te vamos a dar para que mantenernos no te cueste dinero.

―¿De qué coño hablas?― pregunté mientras observaba que a un ritmo vertiginoso se introducía en las bolsas de medio planeta.

Poniendo cara de niña buena, la pelirroja comentó:

―Sin otra cosa que hacer, aprendimos los rudimentarios esquemas con los que organizáis vuestro mundo y nos resultaría sencillo, transformarte en un hombre riquísimo sin dejar rastro alguno en sus ordenadores.

Estaba a punto de avisarles que no se pasaran cuando de pronto la impresora empezó a escupir papel. Al cogerlo, leí alucinado que en solo tres minutos maniobrando Ía había sido capaz de crearse un pasado tanto personal como académico y que sus nombres “legales” eran Ua Asasson e Ía Ielsson.

―Espero que no te moleste que me haya inspirado en vosotros para nuestros apellidos― comentó con una sonrisa de oreja a oreja.

―¿Hasta qué punto alguien podría descubrir el amaño?― preocupado pregunté.

―Nadie podrá nunca descubrirlo, me he ocupado de ello― soltando una carcajada, la puñetera cría respondió mientras seguía leyendo que mientras ella era la hija de un reverendo y de su mujer ambos ya fallecidos, Ua había pasado su infancia con sus abuelos en un pueblo perdido en las montañas.

            Si ya de por sí eso era increíble, cuando sacó mi historial financiero no supe que decir ya que de alguna forma había conseguido multiplicar por cien mis inversiones.

            ―Chavala, me preocupa tanto dinero a mi nombre― comenté horrorizado por sus implicaciones.

            Sin dejar de reír, pidió que terminara de leer las últimas páginas impresas. Al echarles un vistazo, vi que eran los certificados de varias auditorias que había soportado en las que la Hacienda española había llegado a la conclusión de un origen legítimo de esos fondos.

―Estas auditorias que se remontan a más de diez años.

―¿Te parece poco? ¿Quieres que vaya más lejos?― susurró. 

            Asombrado por lo sencillo que le había resultado meterse en los ordenadores de medio mundo, les pedí que no se pasaran ya que prefería mantener un perfil bajo.

            ―No te preocupes, mi amado Íel. Con nosotras velando por tus intereses, no tienes por qué preocuparte― la ahora pelirroja comentó e incrementando mi desconcierto, me informó que esa misma tarde podíamos ir a la embajada de Suecia a recoger sus pasaportes.

―¿Habláis sueco?― Tomasa que había permanecido en segundo plano preguntó, temiendo quizás que no lo hubiesen previsto. Para demostrar que era así nos echó una parrafada en vikingo, que por descontado queda que no entendimos.

Asumí cómo iba a cambiar mi ya acomodada existencia cuando le dije que era imposible que llegara a su cita ya que San José estaba a más de cinco horas de coche. Sin perder su sonrisa, Ua nos soltó:

―¿Nos vamos ya? Tenemos una avioneta esperándonos en Puerto Jimenez para llevarnos a la capital.

Dándolas por imposibles, no pregunté cómo lo habían conseguido ni cuánto les había costado y dirigiéndome a mi antigua empleada, susurré en su oído si alguna vez había ido a esa ciudad.

―Será mi primera vez― respondió mientras cogía el bolso.

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