Sinopsis.

Tercer y ultimo libro de la trilogía SIERVAS DE LA LUJURIA.

La mala salud del pastor obliga a nuestro protagonista a ir asumiendo sus funciones mientras intenta lidiar con la desaforada sexualidad de sus tres mujeres. Sabiendo que entre esas obligaciones estaría el consolar y satisfacer a las dos esposas del anciano cuando fallezca, Jaime va intimando con ellas pensando que era algo lejano en el tiempo. El agravamiento de la enfermedad de anciano mientras se empapa del día a día de la secta le hace ver que no tardará en tener que sumar otras dos mujeres a su harén.

Bajatelo pinchando en el banner o en el siguiente enlace:

Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Capítulo 1

Las siguientes semanas fue un periodo de calma durante el cual me fui acostumbrando a convivir, pero sobre todo a satisfacer a tres mujeres totalmente diferentes. Y gran parte de esa tranquilidad fue gracias a Consuelo porque siguiendo el papel que le había asignado, con mano firme organizó los roles de cada una haciéndome la vida más fácil.          Sara, por su parte, estaba encantada con el cambio porque conmigo podía comportarse como siempre había deseado sin que me escandalizara su carácter sumiso ni tampoco el furor uterino que la dominaba. Es más, para mí este último aspecto de su personalidad fue una bendición porque si un día estaba cansado o no me apetecía “santificar mi matrimonio” con alguna de mis mujeres, le pedía que la consolara y ella aceptaba encantada.

Sin lugar a duda, la más difícil de controlar fue Laura y no solo por su naturaleza manipuladora sino porque todavía le resultaba aceptar que Consuelo no actuara con ella como madre sino como su igual.

No fue fácil, pero al cabo de un mes, el engranaje de nuestra peculiar familia comenzaba a rodar sin estridencias.  Reconozco que hubo problemas, broncas e incluso fuertes desavenencias, pero cuando llegaban a ser insoportables echaba mano de sus férreas creencias religiosas y todo volvía a su cauce.

Un ejemplo de lo que os hablo ocurrió una tarde al volver de mi diaria visita al Pastor. Supe que había pasado algo al encontrarme a Consuelo de muy mala leche.

«¿Qué habrá hecho Laura esta vez?», me pregunté dando por sentado que la culpable era esa rubia. Sabiendo que su madre me diría lo que había pasado, no pregunté y las saludé como tantas otras veces.

Tal y como había previsto, la cuarentona se quejó del comportamiento de su hija diciendo:

―Jaime, tienes que llamar al orden a la anormal que tienes por esposa.

Me hizo gracia que se refiera a Laura de ese modo porque si algo tenían las tres en común era que, tomando en cuenta la moralidad dominante, todas ellas se salían de la norma.

―¿Qué ha pasado?― dije sin darle importancia.

Como si hubiese cometido un delito castigado por la pena capital, contestó:

―Ha obligado a Sara a realizar sus deberes mientras ella se ha pasado todo el día leyendo una novela sin hacer nada.

―¿Nada más?― contesté sin poder evitar una sonrisa.

―¿Te parece poco?

Asumiendo que tenía razón y que debía llamarla al orden, le mencioné un pasaje de la biblia donde San Pablo mediando en una disputa que había habido entre los fieles de Tesalónica había determinado:

―Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma.

La mayor de mis esposas sonrió y aprovechando que estábamos a punto de comer, retiró de la mesa el plato de la joven. Al llegar Laura al comedor y ver que su madre había olvidado ponerle un sitió, directamente fue al armario donde se guardaba la vajilla. Pero entonces Consuelo la informó:

―Nuestro esposo ha decidido que ayunes.

La rubia buscó mi ayuda, pero en vez de apoyarla enuncié otro versículo del apóstol:

―Si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo.

Que dudara de su fe la perturbó y con lágrimas en los ojos, me rogó que la perdonara.

―No soy yo quien te debe perdonar, sino tus hermanas― concluí señalando tanto a Consuelo como a Sara que permanecían de pie.

Aceptando mi justicia, les pidió que se sentaran ya que ella se iba a ocupar de servir la mesa. La más joven de mis esposas se quejó diciendo que esa era su función, pero Laura sonriendo a la pelirroja le pidió que por esta vez dejara que fuera ella la que lo hiciera. Su amiga de la infancia aceptó a regañadientes al comprobar que yo no me oponía. En cambio, su antigua madre no cabía de gozo al ver el castigo que su retoño se había auto impuesto para expiar su falta de diligencia. Yo personalmente dudé de la sinceridad de esa zorrita y por eso cuando tras servirnos la sopa Laura se dirigió a la cocina a preparar el segundo plato, la seguí.

Tal y como sospechaba, la pillé comiéndose un bocata. La rubia se quedó petrificada al ser sorprendida. Sé que esperaba una reprimenda, pero destanteándola sonreí y le pedí dulcemente que dejara todo y se fuera a limpiar el coche. Sabiendo su pecado, abrió el armario para sacar un abrigo, ya que ese día hacía un frio del carajo.

―No te hace falta― le dije mientras lo cerraba.

―Solo llevo una camiseta― protestó tratando que me apiadara de ella.

―Tienes razón, princesa…¡quítatela!― repliqué mientras volvía a mi asiento.

Mis otras dos esposas supieron que algo había pasado cuando la vieron salir en ropa interior hacia el jardín, pero ninguna dijo nada y siguieron comiendo al asumir que, mientras yo no dijera nada, lo que hubiese sucedido no era de su incumbencia.

―Está nevando― Sara señaló preocupada.

 Mirando a través de la ventana, vi los gruesos copos cayendo y olvidando a Laura, me concentré en degustar el manjar que tan diligentemente había elaborado Consuelo. La maestría en la cocina de la mayor de mis esposas podía competir con la de cualquier chef y haciéndoselo saber, le pedí que me pusiera un poco más.

―Vas a engordar― musitó.

―Debo comer para poder cumplir con vosotras― respondí.

―Entonces, no digo nada― riendo replicó ya con la sopera en sus manos.

Mientras me servía, dejé que mis manos juguetearan con su trasero mientras alababa su comida. Desconozco que, si le alegraron más mis piropos o por el contrario mis dedos recorriendo sus duros cachetes, pero lo cierto es que demostrando una alegría genuina prometió que se esmeraría aún más en complacerme.

―¿Cómo piensas hacerlo?― pregunté hurgando bajo su tanga.

―No seas malo y termina de comer. Tu padre te está esperando.

Sin ceder un ápice en mis pretensiones, busqué entre sus pliegues que contestara. La morena al sentir mis yemas torturando su botón, me rogó que no siguiera tentándola. Desde el otro lado de la mesa, la pelirroja estaba disfrutando al ver el acoso y muerta de risa, intervino diciendo:

―Cumplir con los deseos de nuestro marido no es tentación, ¡es tu obligación! Toda buena esposa debe de saber que si no satisface a su hombre lo pone en peligro. ¡Satanás puede tentarlo!

A pesar de saber que Sara se lo decía en guasa, Consuelo enmudeció y bajándose las bragas, me pidió que la tomara. Despelotado, le di un dulce azote antes de pedirle que siguiera comiendo. Al no complacerla, hizo un puchero en ella y demostrando su insatisfacción, me dijo:

―Quien siembra, ¡recoge!

Atrayéndola hacia mí, besé a mi bella madura mientras le susurraba que al volver de ver a mi viejo santificaría mi matrimonio con ella. Pero entonces demostrando la buena sintonía que tenía con la pelirroja, me preguntó si podía Sara consolarla mientras esperaba mi vuelta. La sonrisa que lucía la aludida me informó que ella estaba dispuesta y por ello, accedí.

Acababa de terminar el postre cuando escuché que Laura entraba. Al mirarla, comprobé que venía tiritando. El color amoratado de sus labios me informó del frio que había pasado y sabiendo que se lo pensaría dos veces antes de volver a contrariarme, le pedí que se diera una ducha caliente. Para mi sorpresa se negó diciendo que antes debía limpiar los platos que habíamos usado. No queriendo alargar su sufrimiento, pedí a Consuelo que al terminar se ocupara personalmente de que se daba un baño y despidiéndome de los tres, me fui a las instalaciones de la secta a seguir recibiendo clases de su fundador, mi viejo.

Al llegar a la Iglesia, un chaval me asaltó pidiendo mi ayuda:

―Pastor, mis padres no aceptan a mi novia. ¿Qué debo hacer?

Todavía no estaba acostumbrado a que la gente viera en mí a su sacerdote y por ello, me pregunté qué hubiera hecho mi padre si le hubiesen llegado con esa pregunta. Tras pensarlo detenidamente, pedí que me explicara los motivos que aducían para rechazarla. Según el muchacho, el problema es que pretendía casarse con una madre soltera. Desde mi punto de vista, esos reparos me parecían una completa memez, pero no queriendo dar mi opinión sin oír a la otra parte le pedí que trajera a sus viejos sobre las ocho para escuchar la otra versión. El veinteañero besando mi mano me agradeció que le hubiese escuchado y prometió que esa misma tarde volvería con ellos.

«No soy quién para aconsejar», me dije mientras le veía marchar feliz de que el que él consideraba su guía espiritual fuera a interceder por su pareja.

 Pensando en qué diría a esa familia si se confirmaba que el único mal era el haber tenido un hijo antes, entré a buscar a mi padre. Lo encontré en su despacho hablando con su médico. No queriendo perturbar la reunión, me quedé en la puerta y por ello no pude evitar escuchar que el galeno le aconsejaba reducir al máximo cualquier exceso. Comprendí que se refería a sus deberes conyugales cuando D. Pedro respondió que comprendiera que tenía tres esposas, de las cuales dos eran muy jóvenes.

«Será capullo», pensé al saber que, aunque no lo hubiese hecho público, ya me había adjudicado a la menor.

El doctor sin dar su brazo a torcer le informó de que, si seguía con ese ritmo, no tardaría en dejarlas solas. Su insistencia lo único que consiguió fue cabrear a su paciente, el cual bastante molesto se despidió de él diciendo que lo pensaría.

―Pasa, hijo― dijo al verme en el pasillo: ―¿Te puedes creer lo que ese cretino me ha pedido? ¡Quiere convertirme en un eunuco!

Asumiendo que mi progenitor estaba más que acostumbrado a esa desaforada actividad sexual, le pedí que al menos la aminorara por el bien de las dos mujeres que iba a dejar viudas.

―Eso es imposible. Me debo a ellas― replicó para acto seguido preguntar cómo me iban las cosas en casa.

―Cansado― respondí echándole a él la culpa muerto de risa: ― ¡Me has casado con tres ninfómanas!

―No te quejes. A tu edad yo era capaz de lidiar con eso y con mucho más― contestó mientras sacaba un grueso expediente de un cajón.

Al ver el volumen del tema que iba a tratar, me senté frente a él.

―Necesito que me firmes estos papeles para que cuando me vaya al otro barrio no caiga Hacienda y se lleve la mitad de lo que tanto me ha costado conseguir.

―¿Crees necesario hacerlo ahora?― musité al comprobar que con esos documentos me hacía entrega de la mayoría de los bienes de la secta.

―Desgraciadamente es así. Mi salud se está deteriorando y desconozco cuanto tiempo me queda― contestó el hombre que había empezado a querer a pesar de sus múltiples defectos.

 No tuve más opción que empezar a rubricar el trasvase anticipado de mi herencia mientras observaba de reojo su cansancio. La certeza de que estaba bien jodido me indujo a preguntar en qué más le podía ayudar. Mi viejo no era tonto y supo entrever mi preocupación.

―Esta tarde tenía que visitar unas familias que necesitan nuestra ayuda. ¿Podrías hacerlo por mí?

Sin saber exactamente que se requería, acepté y tomando el teléfono llamó a Judith. La cubana no tardó en aparecer y tras escuchar que iba a ser yo quien la acompañara, únicamente me dijo que ya tenía todo listo y que podíamos irnos cuando yo quisiera. Recordando que había quedado con el novio, pedí permiso al anciano para irme.

―Ve a cumplir la misión de Dios― con voz cansada me pidió mientras se levantaba.

Sus dificultades al caminar me enternecieron, pero fue el dolor que leí en la cubana lo que realmente me dejó alelado al advertir el amor que sentía por el que era su marido.

«Realmente, lo quiere», concluí mientas la seguía hacia la salida.

La camioneta atiborrada de víveres me informó que esa tarde me tocaría repartir las despensas entre los más pobres de la congregación y eso curiosamente me llenó de orgullo al saber que la secta era un engañabobos, pero cumplía una labor social. Ya a bordo del vehículo, ratifiqué que la mulata se había unido a mi padre por amor al ver las lágrimas que corrían por sus mejillas. Queriendo consolarla, tomé su mano y le dije que no se preocupara porque mi viejo todavía le iba a durar muchos años.

―Ojalá tengas razón. No sabría vivir sin él― destrozada sollozó mientras arrancaba.

No sabiendo que decir, me quedé callado mientras la afligida mujer tomaba la carretera de Valencia. Supe que íbamos a la Cañada Real al tomar la salida y pegando la cara al cristal, me quedé espantado con la pobreza que veía. Aunque había oído hablar de esa zona, la mayoría de las veces lo único que se decía de ella era en referencia el supermercado de drogas que se había instalado entre esas chabolas, pero eran contadas las noticias que hablaban de la calamitosa situación en que malvivían sus habitantes. Por un momento estuve a punto de pedir que diéramos la vuelta, temiendo por nuestra integridad física al sumergirnos en el barrio más conflictivo de la ciudad. La mulata debió de intuir mis miedos y con una triste sonrisa, me tranquilizó diciendo que nadie se atrevería a hacerme nada sabiendo que era el hijo de su marido. No supe del fervor que la figura de mi padre despertaba entre esa gente hasta que aparcó en una intersección donde aguardaban pacientemente varias decenas de gitanas.

―Os presento al nuevo Pastor― dijo Judith a la multitud ahí congregada.

Esas mujeres se formaron en fila para recibir mi bendición mientras daban gracias al Señor por que don Pedro tuviese un heredero que continuara su obra. Si esas muestras de cariño me dejaron abochornados, que decir cuando habiéndose corrido la voz de mi presencia, los viejos del lugar llegaron a mostrarme sus respetos. Mi acompañante los conocía a todos y por eso al ver llegar a un anciano con sombrero y una tacita de plata, me dijo que era don Guillermo, el patriarca. Reconozco que me puso nervioso no saber cómo actuar cuando el sujeto se arrodilló frente a mí:

―Te está pidiendo que le bendigas― susurró en mi oído la cubana.

Sintiéndome casi un hereje, hice la señal de la cruz en su frente para a continuación ayudar a que se levantara. El líder de ese clan gitano se dio la vuelta y dirigiéndose a todos los de su etnia, estuviesen o no presentes, declaró que mi persona era sagrada y que cualquier que osara siquiera mirarme mal desearía no haber nacido.

Confieso que me dio un escalofrío comprobar la veneración con los que todos esos marginados me miraban y tuvo que ser Judith quien me sacara de mi turbación pidiéndome que le ayudara a repartir las despensas. Despertando, la acompañé y poniéndome manos a la obra, comencé a distribuir la comida. Lo que en teoría no debía habernos llevado más de una hora, se prolongó hasta bien entrada la tarde porque esas madres requerían también de ayuda espiritual y de consejo. La mayoría de ellas me presentó sus problemas buscando en mí un guía. Al no estar preparado, usé el sentido común para contestarles y debí de haberlo bien porque al terminar don Guillermo, alzando la voz, declaró:

―El pastor ha hablado, ¡queda dicho!― aceptando como ley mi palabra. Solo entonces, la gente se disgregó y cogiendo las viandas que les habíamos llevado se dirigieron a sus moradas.

Todavía alucinado, me subí en la camioneta. Al tomar asiento, la esposa de mi padre estaba llorando nuevamente. Al preguntarle el porqué, besando mi mano dio gracias al Señor por no dejarla desamparada. Comprendí de qué hablaba y todavía no sé qué me indujo a decir que no se preocupara que si algún día su marido faltaba yo la tomaría bajo mi amparo.

―Lo sé― sollozó para a continuación pedir mi bendición.

Estaba ya habituado a que los feligreses de la congregación me la pidieran, pero nunca nadie tan cercano y por ello tartamudeé al recitarla. Tras recibirla, la guapa cubana me miró diciendo:

―Desde ahora le juro que cuando llegue ese momento, hallará en mí una amorosa esposa y a su más fiel compañera.

La devoción de esa morena me impactó al no descubrir nada pecaminoso en su promesa sino una genuina admiración que no supe interpretar. Meditando sobre ello, le pedí que volviéramos a la iglesia porque había quedado con una familia para intermediar entre ellos. Secándose las lágrimas con la manga, me pidió que le explicara de que se trababa por si ella podía darme algún consejo. No teniendo nada que perder, le conté lo que el muchacho me había dicho. Esperó a que terminara de hablar y tras comprobar que el que me pedía ayuda era un tal Ezequiel, indignada me soltó:

―El problema no es esa chica sino el padre. Matilde es un ángel que lleva soportando que ese ricachón trate de volver a abusar de ella como ya hizo en el pasado.

―¿Me estás diciendo que dio a luz un hijo de ese cabrón?

―Sí. Y no quiere que Ezequiel se case con ella para así tener otra oportunidad de violarla.

―¿Estás segura? – insistí.

―Sí, don Jaime. Sé de ese caso desde que la embarazó.

―¿Por qué no lo denunció?― pregunté.

Llena de ira, me contó que se había negado a hacerlo porque su padre trabajaba para él y que si lo hacía se quedaría en la calle.

―¿Y mi padre lo aceptó?

Bajando su mirada, respondió:

―Nunca lo ha sabido. Matilde me rogó que no lo hiciera y todavía me arrepiento.

Extendiéndose en su explicación, me comentó que de haberlo sabido mi progenitor lo hubiese encauzado ya que lo único bueno de ese hombre era su fe en nuestra iglesia. Con esa información de primera mano bajo el brazo, pedí a la mulata que acelerara para no llegar tarde.

―No la desenmascares, Ezequiel nunca podría mirarla a la cara sabiendo que es el hijo del hombre que la violó.

Comprendí que tenía razón y agradeciendo su consejo, le juré que su secreto quedaría a salvo pero que no me podía quedar con los brazos cruzados sabiéndolo. Sonriendo con dulzura, buscó llegar cinco minutos antes de la cita.

Cuando aparcamos frente a la iglesia, la familia en pleno estaba esperándonos en la puerta. Desde el primer momento, ese gordo barbudo me repelió. Todo su ser rebosaba de lujuria, pero fue el maltrato que pude intuir por el modo que se dirigía a su esposa lo que me dio el empujoncito que necesitaba para darle una lección que no olvidaría. No queriendo que nadie contemplara lo que iba a suceder, pedí que fuera solo él quien pasara a mi despacho dejando a su mujer y a su hijo esperando fuera.

El potentado nunca previó lo que se le venía encima cuando cordialmente le pedí que me explicara sus reticencias con la novia de su hijo. Haciendo gala de unas virtudes que no tenía, me hizo ver que toda su vida había sido un modelo de buen marido y de buen padre. Aun así, lo que realmente me sacó de mis casillas fue oírle decir que, si sostenía que Matilde no era adecuada, era por su comportamiento libertino.

―No sabe mantener las piernas cerradas― concluyó creyendo que me había convencido.

―Te importa rezar conmigo para que Dios me oriente― respondí mientras me hincaba en el suelo.

El creyente hombretón no puso reparo a mi petición y oró a su Dios pensando que le iba a dar la razón. Durante diez minutos, preparé mi actuación haciendo memoria de una obra de teatro que protagonicé en la escuela en la que mi personaje era poseído por el diablo y que había despertado la admiración de todos mis profesores. Una vez llegado el momento, con los ojos en blanco, caí convulsionando sobre la alfombra mientras babeaba a raudales. El feligrés creyó que me estaba dando un ataque y se levantó a pedir ayuda.

Viendo que iba a salir de mi oficina, lo paré en seco con voz de ultratumba:

―¿Dónde vas pecador? Póstrate ante tu pastor.

Al girarse me vio señalándole con el dedo:

―Cómo osas pedir la ayuda de mi servidor cuando es la lujuria la que guía tus actos. Desde ahora te digo que, si cruzas el umbral de esa puerta, no llegarás a ver el día de mañana.

Asustado cayó nuevamente de rodillas mientras me escuchaba relatar sus pecados. La certeza de que nadie sabía hasta ese momento de su delito le convenció que estaba oyendo a su Dios.

―Mi señor, perdóneme― imploró viéndose en el infierno.

Asumiendo que no podía seguir con ese papel sin que se percatara del engaño, le ordené que no solo no pusiera más trabas al enlace, sino que regalara a los novios una casa donde vivieran.

―Se lo juro, mi Dios― descompuesto, prometió.

No contento con ello, le exigí que dejara de maltratar a su esposa bajo pena de excomunión antes de volver a la posición previa al ataque. La angustia de su rostro cuando abrí los ojos y dulcemente le pregunté si tras la oración seguía pensando lo mismo me convenció de lo buen actor que era, pero también de que no podía abusar de ello.

―No, pastor. He recapacitado y acepto que se casen.

Sonriendo, llamé a Ezequiel y a su mujer para que el mismo diera las buenas noticias. El muchacho no cupo de gozo al oír que su padre había cambiado de opinión, pero fue su vieja la que besando mi mano me dio las gracias por haber devuelto la paz a su hogar.

―No he sido yo, sino Dios― respondí mientras los despedía en la puerta.

Judith que había permanecido apoyando a la familia, aguardó a que se fueran para, acercándose a mí, darme un beso en los labios.

―¿Y esto?― pregunté un tanto azorado.

La preciosa cuarentona respondió:

―No sé qué artes has utilizado, pero eres digno hijo de tu padre y estaré orgullosa de servirte cuando él falte.

Palidecí al comprobar el tamaño que habían adquirido los pitones de la mulata y no queriendo que notara la atracción que me provocaba, repliqué que no dudaría en buscar sus consejos.

―¿Puedo rezar contigo?

Su tono angustiado me impidió salir corriendo y cerrando la puerta, aguardé que se abalanzara sobre mí. Para mi sorpresa, la hispana me tomó de la mano y levantando su mirada hacia el cielo, oró:

―Mi señor, como tu sierva me comprometo desde este momento a servir a tu elegido y te pido humildemente que una vez sea su esposa, me regales la dicha de tener un hijo suyo.

Que esa cuarentona me informara de sus deseos de que la embarazara era algo que no esperaba y menos que después de hacer esa petición, la mulata me pidiera permiso para ir a “comulgar” con mi viejo porque su cuerpo lo necesitaba y don Pedro seguía siendo su marido.

 ―Vete con Dios y no lo mates― respondí divertido al advertir la excitación que destilaba por todos los poros mi madrasta.

―Intentaré no hacerlo, mi amor― respondió con las mejillas totalmente coloradas declarando unos sentimientos por mí incapaces de ocultar mientras desaparecía de mi despacho.

De camino a casa, no pude más que meditar sobre las dos esposas de mi padre y las diferencias que veía en su comportamiento. Sabía que Raquel era la experta contable y en gran medida la responsable del éxito económico de la secta y gracias a la tarde que había pasado con ella, comprendí que Judith era la cara amable, la conciencia social de la congregación que había fundado mi viejo. Ambas eran parte importante de la iglesia y por lo que me había enterado ambas tenían la sexualidad a flor de piel. Pero ahí acababan sus semejanzas porque mientras la mulata se mantenía fiel a pesar de los dictados de sus hormonas, la rubia recauchutada había maniobrado para que le regalara mi semen y así satisfacer su lujuria. A pesar de ello, no podía criticarla en exceso porque lo quisiera aceptar o no, la cincuentona me había manipulado pensando en su marido y su delicado estado de salud.

 «Hasta el médico la disculparía por el bien de su paciente», me dije mientras aparcaba frente al chalet donde vivía.

Al entrar a la casa me extrañó que nadie saliera a recibirme y por ello tras dejar el maletín sobre una silla, fui a ver dónde estaban mis mujeres. Tras revisar la planta baja y no encontrarlas, fui a ver si estaban arriba al percatarme que ni siquiera habían preparado la cena.

«¿Qué habrá pasado?», me pregunté al ser eso algo atípico. No en vano si de algo no me podía quejar era del modo en que se afanaban para que todo estuviese listo cuando llegara.

Mi extrañeza se incrementó al hallarlas todas juntas metidas en la cama y comprobar que la preocupación que lucían tanto Consuelo como Sara mientras abrazaban a la rubia. Buscando una respuesta, pregunté a la dueña qué ocurría y ésta en voz baja me comentó que la niña no había dejado de temblar desde que había vuelto de limpiar el coche. Fijándome en ella, observé que seguía totalmente amoratada y sintiéndome un mierda, no me quedó duda de que sufría hipotermia derivada de mi castigo. Sabiendo que debía de ser grave al no haberse recuperado tras tanto tiempo, quise saber si habían llamado a Urgencias. Al contestarme que no, tomé el teléfono y llamé. El encargado me informó que tardarían veinte minutos en llegar. Francamente preocupado, pensé en llevarla yo directamente al hospital, pero la temperatura del exterior era demasiado baja. Por eso, tras desechar esa opción, les pedí que se desnudaran las tres. Consuelo se escandalizo con que pensara en el sexo teniendo a su hija enferma.

―Al estar sin ropa, recibirá vuestro calor directamente. Al menos eso hacen en las películas― comenté sin aceptar su reprimenda.

Sara de inmediato despojó a Laura de su pijama mientras la morena me pedía perdón por haber pensado mal de mí. Asumiendo que su reproche era algo lógico, le contesté con dulzura que en vez de disculparse lo que tenía que hacer era desnudarse.  Consuelo no dijo nada mientras se despojaba del vestido y solo cuando se tumbó desnuda junto a su retoño, de muy malos modos exigió a la pelirroja que la imitara diciendo:

―¿Qué haces que no obedeces? Desnúdate.

La joven no tardó en unirse a ella bajo las mantas sirviendo de calefactor bajo las mantas. Ratifiqué que Laura estaba mal al ver que no reaccionaba y por ello, fui a prepararle un té caliente mientras esperaba la ambulancia. Debí tardar no más de un par de minutos en volver, pero el cambio era notable ya que al menos había abierto los ojos. Tras entregar a la pelirroja la taza que había preparado, me senté en una esquina del colchón totalmente descompuesto.

―Nunca pensé que esto ocurriría― intenté disculparme frente a ellas.

―Querido, no fue tu culpa sino la de esta insensata. Al marcharte se negó a entrar en calor y salió a barrer las hojas para espiar sus culpas― dijo su madre mientras daba a sorbos el té.

Que directamente no fuera mi culpa no me consoló porque debía haber previsto que dada su mentalidad se fustigara ella sola, no en vano según sus creencias era responsabilidad del que pecaba el elegir su castigo. Ese convencimiento ratificó en mí que debía de profundizar en el conocimiento de los dogmas y costumbres de la secta para no volver a caer en ese error.

«Si no conozco en profundidad sus creencias, difícilmente seré un buen pastor de mis ovejas», sentencié sin darme cuenta de que paulatinamente iba aceptando la misión que mi padre me había encomendado.

El sonido de una sirena me avisó de la llegada de los paramédicos y saliendo al jardín, abrí la puerta para dejarlos pasar. Tras preguntar la ubicación de la enferma, subí con ellas hasta mi cuarto. Al llegar mis otras dos mujeres se habían puesto una bata, pero lo que me sorprendió fue que hubiesen vestido también a Laura. Al preguntar, Sara me explicó que lo habían hecho para ocultar el cuerpo de mi mujer de la mirada de unos extraños. Al hacerla ver que esa actitud tan apocada no cuadraba con la desbordada liberalidad que demostraban conmigo, la pelirroja únicamente señaló que yo era su marido mientras los empleados de urgencias revisaban a la paciente.

―Tenemos que llevárnosla, sufre hipotermia severa― comentó el jefe.

Estaba poniéndome una chaqueta cuando Consuelo me rogó que dejara que fuera ella la que la acompañara. Aunque en un principio me negué, me convenció al decir que se sentía responsable al no haber conseguido que se diese una ducha caliente a pesar de habérselo yo ordenado. La angustia de su rostro me recordó que era su madre y cediendo, permití que ocupara mi lugar en la ambulancia mientras la pelirroja y yo iríamos en coche.

―No hace falta que vengas― musitó sabiendo que no le iba a ser caso.

Como era lógico, no lo tomé en cuenta y tras subir con Laura al vehículo, las seguimos. Ya en el hospital, el médico de guardia nos tranquilizó diciendo que no era tan grave pero que debía quedarse ingresada hasta que le reestablecieran la temperatura. Fue entonces cuando la mayor de mis esposas insistió en que transigiera y dejara que ella velara por Laura.  No queriendo un encontronazo con la morena, nuevamente cedí y tras comprar cena para todos, dando un beso a la enferma, retorné a casa en compañía de la pelirroja.

 ―No es cierto que fuera una insensata― murmuró Sara nada más aposentarse en el asiento del copiloto: ―Nuestra esposa sabía que nos había fallado y por eso decidió que tenía que hacer algo para expiar su culpa.

Reconozco que debí de haberme mordido la lengua antes de hablar, pero estaba tan molesto con que esa cría disculpara la actuación de Laura que con un cabreo de narices le eché a ella la culpa de que me hubiera desobedecido, olvidando su carácter sumiso. Al oír mi reprimenda se puso a llorar pidiendo que no la repudiara ya que sin mí su vida no valía nada. La ansiedad de la criatura creyendo que podría llegar a expulsarla me impactó al darme cuenta de la dependencia que sentía por mí y no queriendo volver a cometer el error de subestimar su aflicción, pedí su perdón llegando incluso a proponer en voz alta un castigo para mí para que así ella no buscara una expiación.

―Mi señor, usted no ha hecho nada― sollozó: ―Ha sido culpa mía.

 Asumiendo que por mucho que intentara convencerla de lo contrario, corría el riesgo de que hiciese una tontería propuse para esa noche un ayuno sexual con el que purgar nuestros pecados. 

―¿Entonces no voy a poder amarte?― preguntó llena de tristeza.

―No, pequeña. Nuestro castigo será tenernos cerca sabiendo que no podemos disfrutar de nuestro amor― contesté dando por sentado que esa abstinencia solo por unas horas y por tanto soportable.

Pensé al ver sus lágrimas que para esa preciosidad esa penitencia era lo suficientemente dura para que no se le ocurriera buscar otro castigo, pero me equivoqué porque demostrando lo poco que la conocía, Sara decidió que no era bastante y me pidió permiso dormir desnuda para que al vencer la tentación lavara su pecado.

 «Estas tías están como una cabra», razoné dándolas por imposibles tanto a ella como al resto de las mujeres de la secta.

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