I. 2 de junio de 1260
Los mongoles somos los lobos en un mundo repleto de presas; nacemos guerreros y en el fragor de la batalla encontramos nuestro hogar natural. Me lo enseñaron desde que era pequeño, en Suurin, un extenso valle estriado de ríos y rodeado de cerros. Pero con el paso del tiempo aprendí a detestar las batallas porque la muerte acecha y susurra sus secretos en cada sablazo, en cada gota de sangre salpicada sobre la hierba y en cada grito. Armenia, Cilicia, Bagdad; con el ejército del Kan del Ilkanato de Persia recorrí medio mundo para estamparme contra esta realidad una y otra vez.
Mi nombre es Sarangerel, y aprendí a aborrecer cada guerra porque mientras más cerca esté de morir, más lejos estoy de reencontrarme con mi hijo, hoy la única razón de mi existencia. Miro mis manos, estas viejas y encallecidas manos sosteniendo una espada y un escudo, y solo siento en los dedos un fuerte deseo de volver para cargarlo y abrazarlo.
La tierra parece detestar la sangre de las heridas que se desparrama en cada lucha; el grito de sufrimiento de los enemigos ya no es la canción que una vez fue para mí. A los ojos de todos, peleo y sobrevivo para la gloria de nuestro Gran Kan, pero en realidad lo hago porque un hombre no puede irse de este mundo sin por lo menos ver por última vez a su hijo.
Los mongoles nacemos guerreros. Pero este guerrero, y sobre todo estas manos, ya se están cansando de esta vida.
Tras un largo y duro viaje a través del desierto, los tres emisarios del Imperio mongol habíamos llegado a El Cairo. La capital musulmana brillaba por sí sola, como una perla en la ribera del Nilo; el vivo colorido de sus calles y la imperturbable rutina de los cientos de personas eran fascinantes, invitaban a probar una vida distinta a la que había llevado y parecían tener esa capacidad de levantarnos nuestro ánimo decaído; las provisiones de agua se nos habían agotado y nuestros rostros revelaban nuestro hartazgo. Inadecuado, desde luego, pues estábamos en territorio enemigo. Mantener la calma era necesario, mostrarles a cada uno de los habitantes los guerreros feroces que éramos.
El rumor acerca de la violenta expansión del Gran Kan Hulagu se había extendido lentamente entre la población egipcia y se percibía el miedo en las miradas de los comerciantes y ciudadanos cuando nos abríamos paso sobre nuestros caballos, rumbo al palacio del Sultán para cumplir con nuestra misión diplomática. Era inevitable sonreírme al notar cuánto respeto o miedo éramos capaces de provocar, pero no debíamos aprovechar nuestra situación. Debíamos cabalgar a trote lento, cautelosos, con respeto. Cualquier gesto inapropiado aumentaría el nerviosismo del pueblo, el miedo de los guardias, y con ello vendría la violencia.
Descansar en alguna posada estaba descartado según nuestro comandante, decisión discutida una y otra vez por mi camarada Odgerel, un guerrero que solo rinde con el estómago lleno o al menos tras probar de algunas pueblerinas en un burdel; pero parecía incapaz de notar el aire viciado en las calles. Los comerciantes, los guardias, los niños, las mujeres, prácticamente todos tragaban saliva, susurraban entre ellos, seguramente especulando cuál era nuestra misión y qué les depararía ahora que nuestro ejército estaba avanzando a través del desierto.
—¡Por todas las flechas de mi aljaba! Las mujeres de aquí son realmente preciosas, ¿no lo crees, Sarangerel? —Odgerel tenía la mala costumbre de pensar en voz alta, no cesó el parloteo ni rumbo al palacio—. Hasta hacen olvidarme de la arena metida hasta los cojones.
—Deberías preocuparte por tu caballo, no por mujeres —respondí, acariciando a mi animal. Hablar con él para olvidarme de la tensión a nuestro alrededor era una opción sabia. Ocultar el cansancio con una sonrisa.
—A mí no me engañas, Sarangerel, te he visto echándole el ojo a algunas…
—Odgerel, un caballo te llevará hasta Damasco pero una mujer te llevará a la ruina.
—¿Y dónde queda eso? Parece mejor destino que Damasco.
—Jala-barbas, te estoy diciendo que no necesitas de una mujer, necesitas de tu caballo.
—¡Odgerel, Sarangerel! —al frente, nuestro comandante nos guiaba—. ¡Silencio y sigamos avanzando!
El ambiente se tornó aún más hostil dentro del pomposo palacio, en donde los guardias del Sultán, que destacaban por los turbantes enrollados en torno a sus cascos, parecían maldecirnos con la sola mirada; se percibía en los ojos y gestos de todos y cada uno de ellos conforme avanzábamos por los pasillos. Susurros, mandíbulas tensas por doquier, puños demasiado cerca de los mangos de sus cimitarras; daba la impresión de que solo era cuestión de segundos para que la mecha de la guerra se encendiera.
—Escúchame, Sarangerel —me susurró Odgerel, cortando el sonido de nuestras pisadas sobre el suelo de mármol—. ¿Lo sientes? En el aire, amigo. Es como si en cualquier momento uno de estos bastardos fuera a desenvainar su cimitarra para atacarnos.
—Eres lento para pillar las cosas, perro —gruñí—. Me interesa evitar los espadazos. No metas la pata, acabemos con esta misión para volver a casa cuanto antes.
—Trataré, pero es difícil no meter la pata con el estómago vacío —le sonrió a un guardia, acariciando el mango de su sable enfundado en la vaina del cinturón.
—¡Os he ordenado silencio, Odgerel, Sarangerel! —volvió a rugir nuestro comandante sin detener su andar—. No hemos venido a pelear, lo saben. Somos emisarios.
Tocado con un turbante blanco inmaculado, sentado en su alto trono y rodeado de esposas que le abanicaban, el Sultán Saif Al-Din Qutuz se removió en su asiento al vernos llegar a los tres. Sus generales le acompañaban, probablemente ya le habían advertido de nuestra llegada. En los ojos de Qutuz se percibía el miedo de los niños, la ansiedad de los adultos y el odio insostenible de sus guardias; era el hombre que cargaba sobre sus hombros una de las últimas y más importantes resistencias del imperio musulmán.
A un gesto de manos, sus mujeres se retiraron del salón.
—Que la diosa Tanri me lleve, Sarangerel —me susurró Odgerel, sonriéndole a una de las esposas del Sultán que había pasado a su lado—, tantas hembras para solo un hombre, esto es un crimen.
—Guarda silencio y compórtate, cabeza de granito.
Nuestro comandante se presentó, abriendo la carta que habíamos traído y leyéndola a viva voz.
—¡Desde el Rey de Reyes de Oriente y Occidente, el Gran Kan, para Qutuz, el mameluco! Ha oído cómo hemos conquistado un vasto imperio y hemos purificado la tierra a nuestro paso. No se puede escapar del terror de nuestros ejércitos. Sus oraciones a su Dios no funcionarán contra nosotros. ¡Apresúrese en su respuesta antes de encender el fuego de la guerra! Mendigue, y estará a salvo. Resista, y sufrirá la más terrible de las catástrofes.
Uno de los generales tomó el mango de su cimitarra con el rostro torciéndose de ira.
—¿¡En dónde habéis aprendido modales!? ¿¡A qué viene esta forma tan arrogante de presentarse ante nuestro Sultán!?
—¡Atrás, Baibars! —Qutuz se levantó de su trono y tomó del hombro de su general para tranquilizarlo—. No tolero ese tono frío y prepotente vuestro. El Gran Kan confía en su ejército y no cree que el mío le pueda hacer mella. Me han informado de vuestro avance violento a través del califato abasí, pero estáis equivocados si pensáis que nos someteremos pacíficamente como Damasco.
—¿Qué te había dicho, Sarangerel? Vete preparando —Odgerel volvió a susurrarme—. Nos han enviado a un pozo de serpientes hambrientas.
—Mantente sereno, Odgerel, y guarda silencio cuando hablan.
Nuestro comandante guardó la carta y aconsejó al Sultán.
—El Gran Kan no atenderá a ruegos ni lamentos durante la guerra, Sultán Qutuz. Va a destruir sus mezquitas y luego matará a sus niños y ancianos juntos. Hoy, usted es el único enemigo contra el que tiene que marchar. No comprometa de esta manera a su pueblo.
—¡Contén esa lengua cuando le hablas a nuestro honorable Sultán, mongol! —volvió a asaltar el nervioso general.
—En serio no creo que nuestro comandante esté eligiendo las palabras adecuadas para dirigirse a un grupo de hombres nerviosos —Odgerel no callaba. De todo a mi alrededor, era su ansia de batalla lo que realmente me preocupaba. Debíamos evitar a toda costa cualquier provocación si pretendíamos salir vivos—. Sarangerel, la sangre va a correr por este salón.
—Respira hondo, jala barbas, vas a meternos en problemas.
—¿Yo? Es nuestro comandante quien está jugando con fuego. Puedo olerlo casi… Sarangerel, ¿por quién peleas?
—Por el imperio mongol, Odgerel.
—Entonces nos veremos en el infierno, amigo mío —agarró el mango de su sable, presto a desenvainarlo.
—¡Vuestros términos son inaceptables, someternos es un pecado y acto de traición! —bramó el general, ahora sí apuntándonos con su cimitarra, gesto imitado por todos los demás guerreros en el salón. Tragué saliva; ser temidos era un orgullo, nos veían como bestias amenazantes. Lobos, eso éramos, nacidos para la batalla. Aunque en el fondo yo tenía tanto miedo como ellos, no les daría el gusto de mostrarle el más mínimo gesto de debilidad.
Pero en el momento que acariciaba el mango de mi sable, el Sultán Qutuz rugió con voz autoritaria:
—¡Guardad las armas! ¡No se derramará sangre en este salón! —Volvió a tomar del hombro de su general para exigirle temple. Cerré los ojos y agradecí al Dios Tengri por haber dotado de serenidad al Sultán—. Y vosotros, mongoles, retiraos e informadle a vuestro emperador que Egipto tiene guerreros temibles. Si no tenéis más que decir, entonces permitid que mis guardias os acompañen hasta las afueras de la ciudad.
—Sultán Qutuz —interrumpió nuestro comandante, probablemente tan aliviado como yo y el resto del salón—. Como mensajeros esperamos que respete nuestra condición de inmunidad.
—Podéis estar tranquilos. Como veis, yo disto de los medios fríos y salvajes de vuestro emperador. De nuevo, os invito a retiraros de la ciudad. Comprenderéis que para calmar el ánimo en las calles, prefiero que vayáis escoltados por mis guardias.
—Entendido. Nos vamos como vinimos, Sultán Qutuz.
Odgerel me tomó del hombro y suspiró largamente. Respiraba como un perro al sol; nunca fue bueno en situaciones como la que estábamos viviendo, en donde hay tensión en el aire y lo mejor es tener la espada guardada, en donde hay que dejar que el diálogo haga de mediador.
—¡Por el Dios Tengri, estuve a segundos de desenvainarla! Ha ido mejor de lo que esperaba, Sarangerel…
—No celebres aún. Al menos no hasta salir de la ciudad, Odgerel.
Cabalgábamos a paso lento por las calles de los arrabales, rumbo a las puertas de la ciudad, cuando percibimos de nuevo esa tensión en el ambiente. Los guardias que nos custodiaban hasta la salida, montados sobre sus caballos árabes, murmuraban constantemente a nuestras espaldas. Odgerel, en respuesta, no dejaba de acariciar el carcaj atado en su montura, como desafiando a los mamelucos. Tensar su arco y lanzar una saeta no le tomaría más que un suspiro.
—Vuestros caballos son muy pequeños —dijo por fin uno de ellos—, no parecen ser buenos para el desierto.
—No los subestimes, mameluco —acaricié al mío, que lanzó un bufido—. Se adaptan perfectamente al terreno.
—Y son resistentes, no corren como mulas cojas cuando les alcanza un flechazo —masculló Odgerel.
De reojo noté que al gesto de uno de ellos, el gentío en las calles se dispersó poco a poco. Odgerel y yo nos observamos; no era normal que un lugar tan poblado empezara a quedar vacío. Ambos detuvimos nuestros animales, quienes parecían percibir nuestro propio nerviosismo.
—Tranquilo —susurré a mi animal, volviendo a acariciarlo.
—¡Odgerel, Sarangerel! —nuestro comandante también contuvo su caballo y se giró para hablarnos—. Somos mensajeros, no lo olviden.
—Os deseamos una placentera travesía y un galope veloz, amigos ojos-rayados.
En el momento que una flecha silbó cortando el aire supe que todo había dado un revés, y que la inmunidad que supuestamente teníamos como mensajeros era solo una ilusión enterrada bajo la gruesa arena del desierto. Cayó nuestro comandante al suelo como un saco de arroz, con la garganta destrozada y sangre desperdigada por el suelo.
—¡Cacen a los mongoles! —se oyó un grito en las calles—. ¡El Sultán quiere sus cabezas!
La guerra había comenzado, con firma irrevocable de sangre estampada en las calles. El polvo se extendía, nuestro comandante moría en el suelo bajo el calor abrasador; poco a poco los enemigos asomaban de entre las columnas de las edificaciones, tensando las cuerdas de sus arcos mientras mi pecho se llenaba de una sensación que había sentido y odiado mil veces en el fragor de la batalla.
Y en mi corazón, que redoblaba sus latidos, solo cabía una sola cosa: mi pequeño hijo.
Y el deseo de cargarlo una vez más con estas manos.
—¡Odgerel! —Desenvainé mi sable y preparé mi escudo; a los ojos de todos ellos, éramos guerreros crueles nacidos solo para la batalla, pero uno, en el fondo, teme. Yo al menos siempre tuve miedo—. ¡Embiste y huye!
Mi caballo saltó hacia uno de los negocios y tumbó al arquero que se escondía tras un tablero de frutas; el revoloteo de las uvas e higos a mi alrededor confundió a otro guerrero que, montado sobre su animal, se había acercado a mi lado presto a tumbarme, mas su cuello probó el acero afilado de mi espada.
—¡Venid a por mí, hijos de puta! —Odgerel se abría paso entre los enemigos en rápida galopada, repartiendo sablazos a cuanto podía dar alcance. De una fugaz ojeada noté su sonrisa en ese rostro salpicado de sangre enemiga—. ¡Hala! ¡Ahí fue uno! ¿¡En dónde habéis entrenado, cornudos!?
Su grito de júbilo rebotó por las calles de El Cairo mientras el árido viento azotaba con fuerza mi rostro.
—¡Hay más adelante! ¡Prepara tu puto arco, Odgerel!
—¡Yo solo quería algo de beber y de paso una mujer, hijos de puta! Sarangerel, ¿¡es tan difícil escribir una puta carta en condiciones!?
—¡Apura y tensa el arco, perro, aún no hemos salido de la ciudad!
—¿¡Por quién peleas, Sarangerel!? —preguntó al acercarnos velozmente a la salida. Tres, cuatro… cinco arqueros nos esperaban, apuntándonos como cazadores ante un zorro, mas se olvidaban que nosotros éramos lobos de las estepas. El gentío se dispersaba a nuestro alrededor; gritos, sangre y polvo desperdigado adornaban las calles de la ciudad caldeada por el fuerte sol.
—¡Peleo por el imperio mongol, Odgerel!
—¡Entonces nos veremos en el infierno, amigo mío!
II
Para el joven ángel Curasán, los días en los paradisiacos Campos Elíseos no eran tan agradables como le gustaría. El paisaje era colorido y floreado hasta donde la vista alcanzaba, y el cielo diurno siempre destacaba su azul brillante, pero aquello terminó resultándole cansino tras varios años. Su rutina consistía en cargar su pesado arco de caza, avanzando desganado por el camino de tierra entre el montón de ángeles que, día a día, partían rumbo a los campos de entrenamiento de tiros que lindaba al gran bosque, guiados por la Serafín Irisiel.
Su túnica blanca le incomodaba, la bota de cuero izquierda le apretaba, y para colmo sus alas parecían estar más entumecidas que de costumbre.
—Sabes, Curasán, me preocupas —susurró la joven Celes, a su lado, tratando de evitar que el resto de ángeles la escuchara. La muchacha, de larga cabellera azabache que contrastaba con sus alas de fuerte blanco, podía percibir el estado de su mejor amigo fácilmente—. Deberías dejar de ir abajo…
—¿Abajo?
Celes extendió sus alas cuanto pudo, rodeándolo con ellas para traerlo consigo. Era su particular medio de obtener privacidad en el camino. En la legión de ángeles siempre rondaban los curiosos.
—Sí, “abajo”, en el reino de los humanos. No creo que al Trono le agrade saber que uno de sus ángeles se escabulle sin permiso.
El joven abrió sus ojos cuanto pudo.
—¿Pero qué…? ¿Qué te hace pensar que me escabullo para ir a ese lugar?
—¡Te seguí, Curasán!
—¿Me seg…? Eres una angelita muy rara, ¿eh? ¿Se lo has dicho a alguien?
—¡No se lo he dicho a nadie! Pero si los Serafines se enteran, te van a desplumar esas bonitas alas que tienes.
—No se atreverían —masculló, agitándolas—. ¿Quieres algo, no es así? ¡Escúpelo!
—¡No quiero nada! Mira, simplemente ten más cuidado. No tengo la más mínima idea de qué haces yendo allí… y tampoco es que muera de ganas por saberlo, pero por los dioses, trata de ir menos, un día te van a pillar.
En el momento en que la muchacha lo liberó del abrazo de sus alas, el joven la tomó de la mano y la apartó del camino para internarse en el bosque. No valieron las tímidas reprimendas de su amiga, pronto se encontraron avanzando solos, ocultos en medio de la espesura; hojas y plumas revoloteaban a su alrededor.
—¡Curasán!
—¡Vamos, Celes!, te mostraré algo.
—¿Qué vas a mostrarme? —tiró de su mano para liberarse—. ¿Por qué lo haces?
El muchacho se acarició el mentón, perdiendo su mirada hacia ese fuerte cielo azulado. Avanzar todas las mañanas en lo que él consideraba un “aburrido rebaño” que iba para practicar tiro al blanco no era precisamente su idea de divertimento. Pensar en repetir aquel escenario por el resto de su existencia empezaba a agobiarlo, y romper la rutina se veía como una necesidad. Y mejor en compañía.
Tras sonreír con los labios apretados, volvió a tomar de la mano de su compañera.
—Es que… ¿No te aburre?
—¡Aburrido lo será para ti! ¡No es todo entrenamiento, yo al menos voy a los coros y también hago la recolección de frutas!
—¡Ja! Hace años que no como nada, y en el coro cantáis horrible. No necesitamos de canciones ni comida, Celes, ¡somos ángeles!
—Si nuestra instructora… se entera de que nos… salimos del camino —protestaba a trompicones mientras seguían internándose en las profundidades del bosque—. ¿Quieres ir al reino de los humanos, no es así? ¡Perfecto, pero no me arrastres contigo, Curasán! ¡Me vuelvo!
Volvió a liberarse de su mano. Extendió sus alas y levantó vuelo, aunque rápidamente el joven la tomó de los pies. Él sabía que con Celes debía insistir un poco más para convencerla. Forcejeando ambos, continuaron la discusión:
—¡Necesitas un escape, Celes!
—¡Suéltame el pie! —aleteó con fuerza, levantando polvo, pero el muchacho la sostenía firme—. No creo que escaparse del entrenamiento de hoy sea la solución adecuada para tu aburrimiento. ¡Además, temo por mis alas!
—¡Psss! ¡Nadie te desplumará, qué cosas te pones a inventar! ¡He visto cosas que no te lo podrás creer, Celes! Y… he probado cosas prohibidas por el mismísimo Trono…
Celes no podía negarse a su curiosidad y la sola idea de lo prohibido hizo que perdiera el control de sus alas. Cayó de espaldas sobre la hierba aunque su plumaje la protegió del impacto. Conmocionada como estaba, se limitó a observar el lento paso de las nubes a través del imponente azul del cielo; se tomó del vientre mientras recogía sus piernas.
—¿Co-cosas prohibidas? ¿Como cuáles?
Lanzando su arco a un lado, Curasán se inclinó ante ella y agarró sus rodillas. Al menos ahora se mostraba interesada en su propuesta y cierto regustillo victorioso invadió el vientre del joven. Separando delicadamente las piernas de su amiga, la miró a los ojos.
—Hay tantas cosas que no sé ni por dónde comenzar. Oye, ¿y esa cara rara que has puesto, Celes?
—Bu-bueno, es solo curiosidad.
—Como te he dicho, somos lo que somos. No necesitamos de comida y el cuerpo nunca lo pide, pero aún así recolectamos frutas para degustarlas simplemente porque el sabor es agradable, ¿no es así?
—¿A dónde quieres ir con eso?
—¿No lo ves, Celes? Que el cuerpo no lo pida no significa que debamos privarnos de placeres…
Separó aún más las piernas de su compañera y la túnica cedió, revelando más de lo que usualmente ella permitía; la respiración de la joven aumentó al tiempo que sus uñas prácticamente se enterraban en su vientre; parecía querer despertarse de aquel momento y así poder detener a su amigo, aunque no encontraba la voluntad.
—Hay lugares —susurró con una sonrisa de lado, viendo cómo ella cedía poco a poco—, en donde estas alas no nos pueden llevar.
La muchacha tragó saliva y abrió ligeramente la boca presta a continuar preguntando. La cálida mano de Curasán se ocultó bajo la falda, y el pequeño mundo de Celes, su paraíso de frutas, flores, entrenamientos y cánticos, se resquebrajó poco a poco, descubriendo cuánto placer se escondía en una simple caricia.
¿Cómo era posible que ella sintiera ese montón de sensaciones en su vientre? Era algo cálido nunca antes experimentado, un algo que buscaba grietas para escapar. Los ángeles fueron creados a imagen y semejanza de los humanos, pero los dioses les arrancaron cualquier atisbo de sentimientos. Eran inmortales, fuertes, apasionados, pero desconocían el amor, la libertad y cualquier sentido de pertenencia; eran simples herramientas creadas para servir a sus hacedores.
Al menos así parecía serlo…
—Ah… Curasán… ¿dó-dónde aprendiste a hacer eso? ¡Ah! ¡Ángel pérfido! —retorció sus muslos y se mordió los labios. Quería alejarse y volver a su mundo de flores, pero otra fuerza le rogaba que atenazara a su compañero con brazos y piernas para que no dejara de tocarla. Sus alas se descontrolaron, sus ojos no encontraban un lugar dónde posarse.
Y su cuerpo de hembra despertaba de un eterno letargo.
—¿Dónde aprendí?… Pues en una tarde calurosa conocí a una hermosa humana que caminaba sola cerca de un lago azul…
—¡Hmm! —gruñó ella, levantando la mano para arrancar una pluma del ala de su recién estrenado amante—. ¿Y por qué no vas junto a ella?
—Pues porque está en el reino humano, Celes, ¿no es obvio? —jugueteaba él, inclinándose para besarla por primera vez. Fue una unión de labios torpe, relampagueante en el sentido más estricto: rápida, fugaz, pero fuerte y estremecedora a la vez.
—¡Ya! —respondió Celes, ladeando su rostro, pues ahora sentía una garra tomar su corazón. Estaba celosa, y necesitaba cuanto antes demostrar que era mejor que aquella supuesta humana—. ¿¡Y qué es lo que tanto sabe hacer esa mortal!?
Curasán tomó la mano de su amiga, que parecía subir para arrancarle otra pluma. Y esta vez, la llevó a un lugar peculiar para que ella palpara una inusitada dureza que resaltaba bajo la túnica del joven. La hembra se sonrojó y todo intento de respuesta se perdió en un largo y tendido suspiro, mientras sus finos dedos parecían no querer apartarse de aquel extraño miembro que sostenía.
—¿Acaso… acaso llevas una daga allí abajo, Curasán?
Pero un cálido viento se llevó el momento; un sonido estruendoso se oyó sobre ellos y el bosque se iluminó como si el sol se hubiera agrandado. El suelo vibró de manera violenta cuando ambos ángeles levantaron la mirada; un bólido de larga estela dorada atravesaba el cielo a gran velocidad, abriéndose paso entre las nubes, internándose en las profundidades del frondoso bosque.
—¡Por los dioses! ¿¡Es uno de los Serafines!? —preguntó ella, juntando sus rodillas y separándose de su amigo—. ¡Nos han pillado, nos desplumarán!
—No creo que sea un Serafín, Celes…
La joven se repuso, sacudiéndose el polvo de su túnica mientras a lo lejos se oía el impacto de lo que parecía ser un cometa en el espeso y otrora apacible bosque. Algo había caído en los Campos Elíseos.
—Creo que deberíamos volver y avisar a los demás, Curasán, puede ser algo peligroso.
—Sí, exacto —la excitación del joven menguó y rápidamente se hizo lugar una fuerte curiosidad. Recuperando su arco, extendió las alas y levantó vuelo lentamente—. O podríamos adelantarnos y ver qué ha sido eso. Vamos, Celes, no ha caído lejos.
—¡No, Curasán! —la muchacha tomó del pie de su amigo antes de que partiera, no deseaba que él se expusiera al peligro, no cuando había despertado algo latente en su cuerpo de hembra. Y de nuevo comenzó el forcejeo—. ¡Ni siquiera sabes qué es eso! ¡Podría ser el enemigo por el que tanto hemos estado entrenando!
—¿Destructo? ¡Perfecto, seré yo quien le dé caza con este arco! Tendré una bonita estatua en la entrada misma de los Campos Elíseos en honor a mi valentía.
—¡Ni siquiera somos buenos con el arco, no seas imprudente!
—¡Suéltame el pie, Celes! ¡Imagina si derrotamos a Destructo aquí y ahora! ¿Quieres que construyan una estatua en tu honor? ¡Piénsalo!
—¿Una… estatua…?
La muchacha quedó pensativa imaginando cómo sería tener un monumento de mármol en el paseo que conduce al Templo Sagrado, entre las figuras de los ángeles más bravos e importantes de la legión; momento aprovechado por el joven Curasán para escabullirse. Celes apenas notó cómo el ángel apresuraba el batir de sus alas para adentrarse en el bosque, rumbo a donde había caído el extraño intruso.
—Yo… supongo que también quiero una estatua… —masculló.
La zona del impacto había convertido una gran porción del frondoso bosque en cenizas, y la cortina de humo que había levantado hacía imposible ver mucho más allá de unos cuantos pasos. Curasán preparó la flecha y tensó la cuerda del arco hasta la oreja, apuntando en el centro del área consumida por el fuego. La humareda no le permitía observar con claridad, pero estaba seguro de que alguien o algo estaba allí, acechando, esperando para atacar al primero que se acercara.
—Curasán —susurró Celes, escondida tras un tronco caído, abrazando su arco de caza—, prométeme que sobrevivirás.
—¿En serio? —una sonrisa bobalicona se esbozó en el joven—. ¿Es que quieres continuar lo de recién?
—Bu-bueno, eres mi mejor amigo, no me gustaría perderte.
—Entendido, tendré cuidado, Celes. Cúbreme las alas, ¿sí?
Siguió avanzando a pasos lentos, siempre tensando su arco hasta el punto en el que sus dedos empezaban a doler. Pero no cedería, no si en frente se encontraba el mismísimo Destructo, el ángel destructor que según las profecías, destruiría el sagrado reino de los ángeles. Notó apenas a través de la pared de humo a una pequeña y oscura figura que parecía observarle, en medio de un círculo de césped, arbustos y ramas calcinados.
—¡Sin la amenaza de Destructo, no habrá más entrenamientos! —gritó el joven, vaciando los pulmones, a tan solo pocos segundos de disparar.
—¡Curasán, no dispares! —Celes llegó rápidamente para bajar el arco de su compañero—. ¡Es solo una niña!
De un fuerte aleteo, la joven logró dispersar la humareda para revelar lo que parecía ser una pequeña descalza, con túnica angelical, de larga cabellera rojiza, mejillas marcadas y ojos verdes. Los miraba con curiosidad, sin sonrisas ni gestos de ningún tipo más que el agitar de sus pequeñas alas.
—¿Una… niña?
Al guardarse los arcos en las espaldas, se acercaron a ella. No mostraba ningún tipo de emoción; simplemente los observaba en silencio, con curiosidad, como esperando que dieran el primer paso para presentarse. En todos los Campos Elíseos no había ninguna sola niña con alas, y la sorpresa era mayúscula.
Fue Curasán el primero en hablar, acuclillándose ante ella para mirar esos preciosos ojos.
—Oye, bonitas alitas, pequeña —inclinó su cabeza, su tono de voz se volvió juguetón—. Bienvenida a los Campos Elíseos.
La niña pareció paralizarse ante el gesto del joven, para luego sonreír como respuesta.
—¡Jo! Me ha sonreído, Celes —el joven se golpeó el pecho y cabeceó divertido—. Me llamo Curasán
—¿Cómo es que una niña ha llegado hasta aquí?
No pudieron seguir preguntándose más sobre la nueva y extraña recién llegada; una fuerte voz femenina gruñó con fuerza a sus espaldas:
—¡Ya decía yo que la fila parecía más corta que de costumbre! ¿¡Creían que iban a escabullirse del entrenamiento de hoy!?
Ambos se giraron con mueca preocupada. Se les erizó la piel al ver a la mismísima Irisiel, su instructora, la Serafín arquera más habilidosa de los Campos Elíseos, reconocible por sus seis alas extendidas imponentes y amenazantes. Tras ella, repartidos sobre árboles o sentados sobre la hierba, una infinidad de ángeles observaban con curiosidad, todos ellos sus compañeros de entrenamiento que habían dejado atrás.
De larga cabellera oscura que la llevaba atada en una coleta, de facciones finas en el rostro que ocultaban con belleza la auténtica fiera que era, la alta Irisiel avanzó hasta sus dos pupilos. Sonreía, mostrando unos marcados colmillos, tamborileando su cintura.
—¿Les gustaría el día de hoy llevar unas manzanas sobre la cabeza? Haríamos el entrenamiento más divertido. ¿O prefieren que los desplume frente a todos? ¡Uf! Sería un espectáculo digno de recordar.
—Cu-ra-sán —la niña habló por primera vez; voz dulce y torpe, como quien habla otro idioma por primera vez, robándose la atención de todos.
—¿Quién es la niña? —preguntó uno de los ángeles, quien sentado sobre la gruesa rama de un árbol, afilaba sus saetas.
—¡Tiene alitas y todo! —rio otro, recostado en un tronco.
La Serafín cambió su semblante al notarla. Apartando a sus dos estudiantes del camino, avanzó y observó a la extraña criatura de arriba abajo. Su respiración aumentó como los latidos de su corazón; un ligero mareo la invadió, pero se repuso a tiempo.
—Por los dioses —susurró, plegando sus seis alas, sentándose sobre una rodilla ante la niña—. ¡De rodillas, todos!
—¿Lo dices en serio, Irisiel? —preguntó Curasán, mientras raudamente los demás ángeles bajaban al suelo para arrodillarse ante la desconocida—. ¿Quién es esta pequeña?
—¡Serás estúpido, Curasán! —reprendió la instructora—. ¡De rodillas! ¡Es una Querubín!
—¿Una Queru…?
No terminó su pregunta cuando Celes le propinó una patada desde detrás para ponerlo de rodillas.
—Una Querubín —susurró su amiga, tapándose la boca—. ¿Cómo no lo había notado? ¡Es una Querubín!
—¿Qué carajo es una Querubín?
—¡Pedazo de animal! —gruñó Irisiel—. Estamos ante el ser más puro de nuestro linaje. Es el ser más cercano a los dioses, incluso más cercano que nuestro Trono. ¡Silencio y mantente de rodillas, patán!
—¡En-entendido!
Cayó sobre el bosque un largo y tendido silencio solo cortado por la tímida brisa. Aquello era una escena extraña, una cantidad importante de ángeles guerreros le rendían respeto a una niña que solo tenía ojos para el joven que jovialmente se le había presentado. Fue él mismo quien, impaciente como era, decidió volver al asalto:
—Esto… Irisiel, ¿cuánto tiempo deberíamos estar de rodillas?
—Ni idea… —confesó, mordiéndose los labios—. Es la primera vez que veo una Querubín.
—¿Y dices que esta niña es nuestro superior?
—¡Te digo que es una Querubín, claro que lo es!
—Oiga, Irisiel —una voz surgió de entre el montón de ángeles—, a nuestro… superior… se le está colgando algo de la nariz…
Alguna risa se oyó pero inmediatamente fue diluyéndose; burlarse del ser de mayor rango de la angelología podría ser contraproducente, concluyeron muchos. Rápidamente, Curasán arrancó un pedazo de su propia túnica y se levantó para limpiarle la cara a la niña. Los demás ángeles, poco a poco, se reponían. Unos entre sonrisas, otro desaprobando el gesto de su compañero.
—Listo, como nueva.
—¡Más cuidado, Curasán! —Irisiel se acercó para apartarlo bruscamente. Alguien tan puro como una Querubín no debería tener mucho contacto con un ángel de tan bajo rango como él—. ¡No es una niña cualquiera!
La Serafín levantó a la pequeña, tomándola de la cintura, mirando esos llamativos ojos verdes. Las puntas de sus seis enormes alas se doblaron ligeramente conforme se mordía los labios; una de las cazadoras más letales de los Campos Elíseos pareció enternecerse.
—¡Bueno! ¿Tienes nombre, Querubín?
Solo obtuvo otra sonrisa como respuesta, por lo que la sentó sobre sus hombros. La pequeña se sujetó de la cabeza de la Serafín, observando asombrada a todos y cada uno de los cientos de ángeles que se habían congregado allí para verla.
—Tremendo espectáculo el que has hecho, Querubín, te admiro —Irisiel extendió sus majestuosas alas—. Será mejor que te llevemos junto al Trono, seguro que él sabrá qué hacer.
III. 2 de Junio de 1260
—¡Tremendo espectáculo el que hemos hecho, Sarangerel!… ¡Hip! Me recuerda a aquella vez que nos abrimos pasos a flechazos entre esa horda de cumanos…
Cruzar lentamente el desierto con Odgerel siempre resultaba cansino, aunque a esas alturas ya me estaba acostumbrando a él y sus extravagancias. Pero no estaban ayudando ni la calurosa primavera que se sentía a cada paso ni el hecho de que Odgerel había advertido un par de odres de airag negro guardados en mi montura. Para él, cualquier momento era bueno para emborracharse.
Huimos hacia el norte, siguiendo el sendero que marcaba el Nilo, y esperábamos llegar hasta el Río Damietta, ya que lo utilizábamos como punto de referencia para retomar el camino hasta Damasco. Un camino duro y largo nos esperaba, no exento de peligros. Visto así, era normal que Odgerel quisiera beber y olvidarse por un momento del infierno que nos pudiera aguardar.
—Odgerel, perro, ¿vas a bebértelo todo o piensas compartirlo?
—¡Ya! Toma, amigo… ¿Sabes lo que realmente lamento?… Haberme ido de esa ciudad con el estómago vacío… y sin haber probado de una de esas egipcias… seguro que bajo esos trapitos se esconden auténticos vicios…
—Odgerel, cuando me retire del ejército te llevaré a un burdel del imperio de Tangut. Allí verás lo que es una mujer de verdad y te dejarás de tonterías.
—¿Retirarte? ¿Retirarte, dices?… Escúchame, Sarangerel, ¿me dirás ahora por quién peleas?
—Por el imperio mon…
—No, jala barbas —extendió su brazo y me tomó del hombro. Si no estuviéramos montando, probablemente me obligaría a pegar mi frente con la suya como tanto le gustaba hacer en señal de camaradería—. Dime la verdad… ¡Hip!… Verás, cuando yo desenvaino este sable, veo a mi mujer y a mis hermanas, y ruego que pronto todo acabe para ir a reunirme con ellas. Pero… amigo, no quiero dejar el mundo con deshonra, así que aunque deseo que el enemigo me dé el descanso que anhelo, tengo que luchar con todo para mantener mi honor. Porque en el paraíso no hay lugar para los hombres sin honor. No habrá mujer ni hermanas si no muero con honor, amigo.
—Recuerdo a tus hermanas, Odgerel, allá en Suurin. En el calor de mi yurta conocí muy bien a algunas, ¿no te lo había dicho?
—¡Ja! ¡Auch, la puta herida…! Escúchame, jala barbas, escoge bien tus palabras si no quieres probar mi sable…
—Seguro que las ovejas de Suurin extrañan tu cariño, amigo.
—¿Pero tú quieres que mee en tu desayuno, escoria? Ya no quiero estar a tu lado… —se apartó de mí—. ¡Hip! ¡Apuremos el paso y lleguemos a Damasco cuanto antes! —gritó antes de caer estrepitosamente sobre la arena.
Conseguí arrastrarlo hasta la ribera del Nilo, bajo unas rocas que sobresalían de la arena y daban perfecto cobijo. Desde jóvenes siempre estuvimos juntos. Ambos éramos los mejores guerreros de nuestro campamento, aunque él tenía un estilo de lucha más salvaje, y yo anteponía el diálogo antes de intercambiar sablazos.
Como él, yo también me encontraba agotado y solo quería cerrar los ojos, pero aún faltaba tiempo para que la noche cayera, por lo que decidí comprobar el terreno a pie.
Cuando avanzaba cerca de un pasaje angosto del Nilo, pensando que tal vez deberíamos deshacernos de nuestras armaduras de cuero para confundir a unos posibles mamelucos que pudieran partir a nuestra caza, vi algo que o bien podía ser un espejismo o sencillamente la consecuencias de haber bebido ese odre de airag negro.
Una hermosa mujer estaba bañándose desnuda en la ribera; de largo pelo dorado, liso como un lago salado, de senos juveniles, dueña de una silueta de redondeces como las de los cerros que rodean Suurin, de esas que son capaces de endurecer hasta el hierro pobremente templado. Me froté los ojos para comprobar que no fuera algún espejismo de esos que nos habían advertido.
Aprovechando el sesear del río, me acerqué sin ser oído y así poder sentarme sobre la arena, a escasa distancia. Retirándome el casco, me deleité de la preciosa vista con una sonrisa como no había esbozado en días. Los senos me recordaban a los de mi mujer, de joven, tanto por el tamaño como las rosadas areolas, así como esos pezones que lucían duros por el frío del agua. Era preciosa, parecía musitar una canción conforme sus manos recorrían su trasero, algo sucio de arena y polvo. Ansiaba levantarme y ayudarla a quitarse esas manchas, aunque el intenso cabrilleo de las gotitas de agua en todo su cuerpo me tenía atontado.
Conocí a varios camaradas que no dudarían en abalanzarse a por ella sin mediar palabra; fui testigo de muchas desgracias de ese tipo, sobre todo en Persia, durante las conquistas. Pero aunque tuviéramos cierta fama, lo cierto es que fuera del campo de batalla somos hombres de costumbres y honor. Las mujeres y los niños son de lo más sagrado. Y esa preciosidad, era, por el Dios Tengri, un regalo caído del cielo para mis sufridos ojos; una auténtica perla resplandeciente a orillas del Nilo que, sin saberlo ella, no solo logró endurecerme sino que me alegró aquel terrible día.
Fuera ilusión o no, deseaba que aquello durase para siempre. Pero el tiempo apremiaba.
—¡Escucha, mujer!, ¿¡vienes con alguna caravana!? Me gustaría algunas provisiones. Prometo devolver el favor si pasas por Damasco, en la caballería del Kan.
Dio un sobresalto y se giró horrorizada para verme con esos preciosos ojos atigrados. Se cubrió los senos y su entrepierna como pudo mientras chillaba de espanto. De alguna manera consiguió sobreponerse a la sorpresa y me observó seriamente de arriba abajo; tras aclararse la garganta, me habló en un terrible jalja, mi dialecto.
—Tú… Te reconozco… ¿Mongolia?…
—Me han enviado aquí porque domino la lengua árabe —me levanté para acercarme a ella. Puede que mi sonrisa la asustara—, pero también sé romano, puedes hablarme sin miedo, perla del Nilo.
—¿Eres un tártaro, no es así?
Repentinamente, una saeta cayó en el agua, cerca de mis pies. Se había hundido hasta las plumas pero al verla supe que pertenecía a los mamelucos; por la dirección que había tomado, deduje que venía de una loma pedregosa delante de mí; probablemente se trataba de un grupo que partió a nuestra caza.
—¡Sarracenos! —gritó la joven.
Noté otra saeta subir por el aire, pareció detenerse durante unos segundos en la altura, para luego caer rápidamente en dirección nuestra; tomé de la cintura de la joven y la empujé para afuera del río. No la pude esquivar a tiempo y mi muslo derecho lo pagó caro. La seda que protegía mi pierna impidió que penetrara más, pero el dolor punzante era inevitable. Mientras ella retrocedía a gatas hasta lo que parecían ser sus ropas, tan asustada que ni podía ponerse de pie, bajaron de la loma tres jinetes mamelucos.
Dos de ellos desmontaron para acercarse con gestos poco amigables. Desenvainaron sus cimitarras para rodearme en el río. Risas e insultos caían entre el chapoteo del agua. El dolor en mi pierna se volvía intenso, pero durante la batalla uno aprende a dejarlo a un lado.
—¿¡Acaso te duele!? —Repentinamente la muchacha se acomodó detrás de mí.
—Deberías irte corriendo de aquí, mujer… y vestirte, de paso…
—¡Ah! ¡Cuidado, ahí viene!
Uno corrió directo a por mí, con una sonrisa en ese rostro repleto de polvo, con el agua salpicando a su alrededor. No se esperó el puñado de arena que la joven le lanzó al rostro para entorpecer su ataque.
Desenvainé mi sable y lo usé para desviar el primer espadazo. A base de fuerza bruta, levanté su cimitarra al aire para así poder tener un hueco; le di un codazo al pecho que le quitó el aliento. Antes de que reaccionara, conseguí enterrar mi espada en su corazón. Otro muerto más en mi haber; uno cree poder acostumbrarse al grito de dolor del enemigo, al rostro torciéndose de dolor, al hilo de sangre en su boca y a su agonía final, pero lo cierto es que todo ello solo empeoraba mi temor a la batalla.
Cayó al agua y con su cuerpo inerte fue mi espada. Solo me quedaba el arco y ni en mis mejores sueños lograría prepararla a tiempo: el segundo guerrero venía corriendo a por mí, no supe si llorando por la pérdida de su camarada o simplemente se trataba de algún un grito de guerra.
—Lo que daría por otra espada…
—Aquí tienes —dijo suavemente la muchacha, poniendo el mango de una espada en mis manos—. Por favor, no la pierdas.
—¿Tenías una espada? ¿Pero cómo es que…?
—¡No hay tiempo, ahí viene!
Otro intercambio de acero a orillas del Nilo. Esta vez pude darle una patada al enemigo para tumbarlo y recuperar la espada que conseguí clavarle en su estómago. Aquello era un ritual tan inesperado como desagradable, ¿quién espera en una misión diplomática matar a otros hombres? Por dentro detestaba todo ello, pero el enemigo, en sus últimos segundos, solo vio la aparente quietud de mi rostro salpicado de sangre, la de un lobo salvaje que está acostumbrado a segar vidas.
Desde la distancia, el tercer enemigo, montado sobre su caballo, gritó a todo pulmón la pérdida de sus dos camaradas. Pero me tenía miedo, había visto mis habilidades y demostré que aún herido podía dar batalla. Por ello decidió permanecer en la montura y tensar su arco desde la seguridad que ofrecía la distancia.
—¿Por qué no has huido, perla del Nilo? —pregunté avanzando un paso para apartarme de ella y a la vez llamar la atención al arquero—. Ahora es un buen momento.
—De haber huido no tendrías oportunidad alguna contra ellos —dijo avanzado otro paso para pegarse de nuevo a mi espalda. Gruñí. La mujer tenía razón, si no fuera por su espada, probablemente yo estaría muerto—. Además, necesito que luego me devuelvas la espada.
Una nueva saeta se oyó cortando el aire, ahora detrás de nosotros, y con dirección al guerrero mameluco. Fuera quien fuera, le acertó al pecho y él perdió el equilibrio. Antes de que pudiera reponerse, otra flecha se clavó en su cuello; el enemigo se desplomó de su montura con un horrible gesto de dolor en su rostro.
Cuando nos giramos, vimos que de entre las lomas de tierra salió un guerrero tensando su arco, aunque el sol tras él me impedía reconocerlo. Pero fue oír su voz y tranquilizarme.
—¡Hijos de puta! ¿¡Alguno de ustedes mamelucos podría hacerme el favor de matarme!?
—¡Odgerel, qué bueno oírte, perro!
El dolor en la pierna se me hacía insostenible, por lo que caí sentado sobre una rodilla y clavé la espada en la arena para no terminar en el suelo. De reojo noté que el pomo del arma tenía un escudo de seis rayas, rojas y blancas; juraría que lo había visto en algún otro lugar, pero recordarlo no era prioridad.
Odgerel se me acercó, algo errático en su caminar pues aún parecía estar borracho. Observó fugazmente a la muchacha que, a un costado de la ribera, se hacía rápidamente con sus ropas.
—¡Que mi caballo me lleve al cielo! Sarangerel, ¿¡estás viendo lo mismo que yo!? —tomó de mi hombro, sin dejar de contemplar seriamente a la muchacha—. ¿Será un espejismo de esos?
—Odgerel… No estás imaginando cosas. Pero primero tu camarada, luego la mujer. Ahora mismo tengo una puta flecha en la pierna…
—¡Tártaros! —gritó la joven mientras se ajustaba un cinturón por sobre su blanca y desgastada túnica de lino—. Os ruego que me ayudéis para llegar a Acre. La caravana en la que venía fue atacada por estos sarracenos y no tengo caballos.
—Oye, oye, mujer, por mí estabas bien así sin esos trapitos…
—¿Acre? —pregunté entre dientes mientras Odgerel me ayudaba a quitarme la flecha de la pierna, tomando del astil para girarla lentamente de derecha a izquierda, y luego de izquierda a derecha. Dolía hasta el alma—. Los barones de Acre son cristianos pero no son muy diplomáticos con los mongoles… no es un destino al que deseáramos ir —dije reponiéndome, buscando por el cadáver del mameluco para recuperar mi sable—. Nosotros vamos a Damasco.
—Puedes acompañarnos si gustas —sonrió Odgerel, jugando con la saeta mameluca entre sus dedos—, en mi caballo siempre hay espacio para una mujer…
—Deja de pensar con el nabo, Odgerel.
—¿Yo? Sarangerel, no fui yo quien terminó con una flecha en el muslo por proteger a una mujer. En el fondo las amas tanto como a tu caballo…
—¡Me llamo Roselyne!, soy del reino de Francia. He… he venido para buscar a mi hermano, está en Acre, al servicio del Rey Luis.
—¡Jo! Una mujer brava atravesando el desierto con decisión, me gusta, en la cama seguro eres una fiera —Odgerel fue hasta el mameluco que había asesinado para recuperar sus flechas—. ¡Pero las mujeres sois al final todas blandas, no aguantarás mucho tiempo si sigues yendo sola!
—Poco me conoces para decir eso, tártaro.
—Mierda, cómo odio pelear… —me quejé tras limpiar mi sable, antes de guardarlo en la funda—. Como he dicho, vamos a Damasco. Puedes seguirnos si deseas, hay cristianos allí, son los francos del reino Armenio de Cilicia con quienes está aliado nuestro Kan, y podrías esperar a por una caravana. En cuanto al caballo, puedes tomar uno de los mamelucos…
No se lo habrá pensado mucho; un largo, vasto y peligroso desierto le quedaba por recorrer en completa soledad. Necesitábamos de sus provisiones, si es que las tenía, y ella de nuestra compañía y seguridad.
—He oído cosas sobre vosotros —dijo Roselyne—. Pensaba que un tártaro se hubiera abalanzado a por mí para violarme sin siquiera preguntar mi nombre. Pero mis ojos no me engañan. Me habéis salvado de los sarracenos y estoy agradecida.
—Estoy seguro de que te han contado historias —me acerqué para devolverle su espada—. Pero no nos confundas con salvajes, somos enviados por el Gran Kan en misión diplomática. Somos emisarios.
—¡Relaja los ánimos, mujer! —Odgerel sonreía, guardando sus flechas en el carcaj—. Damasco está para este lado, la ruina para el otro. Así que, ¿a dónde quieres ir?
IV
En el centro de los Campos Elíseos, alejados de los frondosos bosques de entrenamiento, de los gigantescos jardines de ocio, de las pequeñas islas y de los mares que la rodean, se encontraba erigido el imponente Templo donde el viejo Nelchael, Trono y líder de la legión de ángeles, observaba con gesto serio a la pequeña pelirroja sentada sobre los hombros de la Serafín. El salón estaba repleto de ángeles que, curiosos y sorprendidos, querían observar a la recién llegada.
—Nelchael, mi señor, buenas tardes —saludó la Serafín, ante él, sentada sobre una rodilla mientras la pequeña jugaba asombrada con los rizos de su cabellera—. Sus alas se ven muy bien.
—Irisiel… —el Trono se acarició su canosa barba, achinando los ojos para ver a la pequeña sentada sobre los hombros de la letal arquera—. Dime que ya estoy viejo y que veo cosas que no debo…
—Mi señor, sus ojos aún funcionan, ¡es una Querubín! ¿Cree que los dioses la pudieron haber enviad…? ¡Mierda, la niña me ha arrancado un pelo!
—¡Cuida esa lengua, Serafín! —rugió Cygnis, el particular ángel consejero del Trono que nunca dejaba su lugar a su lado—. ¡Estás en un templo sagrado, en presencia de nuestro líder!
—¿Qué…? ¿Te han crecido cojoncillos, Cygnis? —la Serafín mostró los colmillos de su amplia sonrisa—. Me gustan los ángeles con cojones, para practicar tiro al blanco. Hacen que la palabra “espectáculo” cobre una nueva dimensión.
—No soy ninguno de tus estudiantes, Serafín, no temo tus bravuconadas.
—Pues eso lo vamos a arreglar…
—¡Suficiente, ambos! —el Trono se frotó la frente—. Por los dioses, me da dolor en la cabeza solo de oírlos.
Nelchael levantó de nuevo la mirada y la observó por largo rato. Al contrario del resto de ángeles de la legión, no pareció verse impresionado por la pequeña, ni siquiera cuando ella extendió su brazo y así poder palpar su rostro. Preguntó a la niña de dónde provenía y cuál era el motivo de su presencia, pero tal como le habían advertido, aún no hablaba.
El viejo Trono suspiró, mirando el montón de ángeles que esperaban atentos una respuesta suya. Desde que Lucifer fuera expulsado de los cielos, en el lejano inicio de los tiempos, los ángeles nunca más volvieron a saber de los dioses. Sus creadores desaparecieron misteriosamente, dejándolos huérfanos y afligidos debido a la inexplicable ausencia. Pero ahora, una Querubín, el ser más cercano a los dioses, había llegado a los Campos Elíseos. Aunque, tras milenios de espera, el viejo Trono prefería una mejor señal que una niña que aún no podía ni hablar.
—¿Debería sonreír o algo así? ¿Siglos esperando que vuelvan los dioses y esto es lo que obtenemos? Una Querubín que no es capaz de pronunciar una palabra… ¿Alguien quiere mi cargo y decirnos qué hacer?
—Recomendaría que se integrara en nuestra sociedad, mi señor —susurró Cygnis—, después de todo, tal vez más adelante nos pueda aclarar de alguna manera cuál es su objetivo y quién la ha enviado.
—Nelchael —la Serafín cabeceó afirmativamente—, me parece que es lo correcto. Pero no se lo tome a mal, a mí no me mire si busca una niñera. Tengo alumnos, y están esperando que las clases continúen. Además, dudo que los otros dos Serafines se presten a la labor.
—¿Quién la ha encontrado?
—Ehm… Curasán la ha encontrado, mi señor. De hecho, “Curasán” es lo único que ha dicho la Querubín desde que llegó.
—¡Curasán! —gritó el Trono.
Una tímida voz surgió de entre el montón de ángeles desperdigados en el salón:
—¿S-sí, mi señor?
—Cuídala. La dejo a tu cargo.
—¿En serio? —Curasán extendió sus alas en un acto involuntario. El ángel más torpe de los Campos Elíseos se haría cargo del ser más importante de la angelología; muchos rieron, otros temieron por las consecuencias que aquello implicaba—. ¿Por qué yo? ¿Solo porque la niña me ha nombrado? ¡Fue Celes quien la salvó antes de que yo la matara en el bosque!
—¿¡La ibas a matar, mendrugo!? —gruñó su instructora.
—¡Por los dioses! ¡Cuidad el lenguaje en este salón! —protestó Cygnis.
—¡Mierda, Cygnis —la Serafín estaba desatada—, realmente dan ganas de darte un flechazo al culo!
—¡Silencio, por el amor de los dioses! —todos callaron al oír la voz ronca y autoritaria del viejo Trono—. Me cansa solo de escucharles… Ya no estoy para estos rifirrafes vuestros. Si la Querubín ha dicho tu nombre, Curasán, no tienes absolutamente nada que decir.
—Me cago en…
—¡El lenguaje, cuidad el lenguaje en este templo sagrado!
Se ocultaba el sol en el horizonte de los Campos Elíseos. El revuelo que había causado la llegada de la Querubín se había serenado, y en una plaza bañada por el naranja del cielo y el cantar lejano de un coro, la pequeña avanzaba lenta y torpemente entre el gentío que la observaba con curiosidad; buscaba a alguien de entre ese montón de ángeles que poblaba el lugar. Uno en especial, sentado en un banquillo, de brazos cruzados y rostro contrariado que se quejaba de algo con una amiga suya.
El joven Curasán dio un respingo al sentir las manitas de la pequeña pelirroja, que apretaron fuerte sus dedos. Ella sonreía y en sus ojos chispeaba el atardecer; parecía evidente que la niña había entendido la orden del Trono, la de estar al lado del muchacho que la había encontrado.
—Pero bueno, enana, tú de nuevo —suspiró Curasán—. Oye, Celes, en serio, ¿tengo algo en las alas y no lo noto?
—No, más bien… creo que le gustas —su amiga le codeó.
—Ajá, bueno… pequeña, realmente te la tienes tomada conmigo, ¿eh?
—¡Te has salvado por hoy, Curasán! —gritó la Serafín a lo lejos—, ¡con las ganas que tenía de desplumar esas bonitas alas que tienes! ¡Uf! Iba a ser un espectáculo digno de recordar…
—Pues… viéndolo de esa manera —sin mucho esfuerzo, levantó a la pequeña y la sentó sobre sus hombros—, parece que me has salvado de una buena, Querubín. Al final resultaste ser una pequeña perla a orillas de un río.
—Me pregunto si tiene un nombre —Celes se inclinó para acariciar sus pequeñas alas—, ¿o acaso deberíamos pensar en uno? Ya sabes… uno provisorio…
—Estaba pensando en “Colorada”, pero creo que “Perla” le queda bien… ¿Te gusta, niña?
—¿Crees que el Trono aprobará ese nomb…?
—Per-la —la pequeña soltó torpemente, mirando asombrada la puesta del sol. Chispas doradas centelleaban en el cielo. El coro angelical a lo lejos acompasaba el paisaje.
—¡Hala! ¿Lo has oído? Pues si la Querubín misma lo dice, supongo que no hay nada más que discutir. Pequeña Perla, ¿lista para hacer historia al lado del gran Curasán?
V. 2 de Junio de 1260
Caía el sol tras las dunas, y pronto tocaría una fría y dura noche. En medio de la inmensidad del desierto, los tres avanzábamos lentamente sobre nuestros cansados caballos. Odgerel, como no podía ser de otra manera, no calló durante el trayecto. Es más, parecía bastante renovado con una mujer haciéndonos compañía.
—Y… ¿cómo es que una mujer como tú decidió cruzar el mundo en búsqueda de su hermano?
—Bueno, tengo mis razones —dijo ella, sacudiéndose el polvo sobre su túnica de lino—. No creo que mis motivos resulten incomprensibles. Ustedes también deberían ser capaces de ver el valor de una familia.
—¡Jo!, ¿has oído eso, Sarangerel? Eres mi mujer ideal, Roselyne… si no fueran por esos ojos enormes que tienes, te escogería como mi esposa. Pero es un reto que estoy dispuesto a aceptar, ¿qué me dices? ¿Quieres formar un clan poderoso conmigo?
—Realmente no sabes cuándo callar esa boca, tártaro…
—Suficiente, Odgerel —ordené a lo alto de una duna.
Damasco aún estaba a cuatro días y quién podría asegurarnos de que ya no éramos perseguidos, pero viendo el imponente atardecer del desierto solo quería disfrutar de la vista. Chispas doradas centelleaban en la arena; el brillo naranja del sol se desparramaba en el cielo, ocultando con su belleza todos los peligros que nos aguardaban. Era el mundo desde una perspectiva más agradable.
—Odgerel, escúchame… —tome una pausa y suspiré para mirarlo—. Peleo por mi hijo.
—¿Ese pequeño? Lo recuerdo. ¿Está en Suurin, no?
—Sí —cabeceé, cerrando los ojos—.Ahora que entraremos en guerra se hará difícil volver junto a él.
—Ya veo, Sarangerel… tienes mi palabra de que te ayudaré a encontrarte con tu niño. Un hombre no debe irse de este mundo sin despedirse de su hijo.
—Tenemos mucho en común —afirmó la francesa, con un tono de voz sereno—. Con motivaciones así no hay duda de por qué tenéis la fama de invencibles. Guerrero tártaro, espero que lo consigas.
Avanzamos en completo silencio, lo cual parecía hasta sorprendente conociendo a Odgerel, pero al rato se acercó para tomarme del hombro. Gruñó brevemente una canción de nuestro pueblo para luego mirarme con una sonrisa enorme.
—¡Por el Dios Tengri! Menudo día hemos tenido, ¿no lo crees, Sarangerel?
—¿Y esa sonrisa en tu rostro, perro?
—Bueno… me alegra saber que no soy el único que tiene en mente algo más que un imperio. Mi corazón está feliz porque ahora estoy seguro de que nos veremos en el paraíso, amigo mío.
Continuará.