I

La Serafín Irisiel levantó la mirada y vio cómo las estrellas se fueron ocultando tras los oscuros nubarrones. Sintió un par de gotas cayendo sobre sus alas y se preguntó si todo aquello no era sino un mal presagio de lo que podría ocurrir.

Frente a ella, miles de los guerreros del Serafín Rigel vigilaban la cala del Río Aqueronte; las antorchas a lo largo y ancho chisporroteaban y arrojaban una pálida luz amarillenta sobre los ángeles. Se le hizo extraño todo aquello; las líneas habían engrosado y muchos se habían armado con picas, lanzas y escudos. Si Durandal no había levantado sospechas de huir al reino de los mortales no había motivo para reforzar la seguridad.

A su lado descendieron suavemente dos Dominios. Uno se acercó para comunicarle la situación: el Serafín Rigel no se encontraba en los Campos Elíseos pues no lo percibían. Irisiel cerró los ojos y echó a suspirar.

Luego se fijó en los guerreros frente a ella y vio a Cursa, uno de los estudiantes prodigio del titánico Serafín. Sostenía una lanza con un lazo dorado que flameaba al viento, ataviado a la punta.

—¿Dónde está vuestro maestro?

El guerrero prefería mantener silencio, pero Irisiel no era precisamente una desconocida en el rango angelical. Su voz era firme, como era de esperar de alguien que fuera honrado con el cargo de líder mientras Rigel no estuviera presente.

—Volverá al amanecer.

Irisiel apretó la mandíbula.

—¿Hay secretos entre nosotros, Cursa? Ocultármelo no sirve de nada si tengo a los Dominios conmigo. Me acaban de informar que no está aquí, por lo que solo puede estar en el reino de los mortales.

Y era verdad. El joven ángel sabía que no tenía sentido seguir escondiéndolo y, es más, sintió que un gran peso de encima fue liberado. Miró a la Serafín con un gesto que revelaba su inquietud.

—Nos encontramos preocupados por nuestro maestro, pero estamos aquí para cumplir su orden. Nadie irá al reino de los mortales hasta que él vuelva.

—Rigel estará orgulloso de contar con guerreros tan disciplinados. Pero es el más fuerte de los cielos y no deberíais temer por él. ¿Qué es lo que tanto os preocupa?

—Destructo —dijo sosteniendo su mirada, y tras él los guerreros murmuraron—. Si es verdad que Perla es el ángel de las profecías, entonces le confieso que estamos muy preocupados.

Irisiel enarcó una ceja.

—¿Creéis que Destructo podría asesinar a Rigel?

—A toda la legión.

—¿Te estás escuchando? ¿Cómo esa niña sería capaz de algo así? ¿Qué piensa Rigel de vuestra…? —la arquera cambió el semblante ante un pensamiento que le asaltó súbitamente.

Consideró la idea de que, tal vez, el Serafín había bajado para hacerse cargo del supuesto ángel de las profecías. No imaginaba que Rigel sería capaz de aquel “sinsentido”, según ella, pero su misteriosa desaparición sumada a la fuerte seguridad montada en la cala eran indicios de algo que no le agradaba.

El tono de la discusión cambió drásticamente.

—¡Ábreme el paso! Iré con los Dominios.

—Me temo, Serafín —con la punta de su lanza trazó una línea sobre la arena humedecida—, que nuestra orden está clara.

—Tienes agallas, Cursa —pateó el suelo arenoso y salpicó la línea trazada—. ¿Podrías volver a dibujar esa condenada línea otra vez?

El guerrero tragó saliva.

—Podrás ser una de las más fuertes de los Campos Elíseos, Serafín, pero estás sola ante una legión de áng…

La hembra hizo un ademán brusco para interrumpirlo. Y, lentamente, reveló su amenazadora sonrisa de colmillos.

—¿Sola?

Tras ella, más allá de la cala, sobre los cientos de árboles y palmeras amontonados en la oscuridad, fueron asomando incontables ángeles que habían estado escondidos, arcos en ristre, apuntando a los guerreros de Rigel. Tensaron aún más las cuerdas; el aire mismo se detuvo ante lo que parecía ser un inminente enfrentamiento, y era tanta la tensión que solo se oían los incontables crujidos de los arcos de un lado y el chisporroteo de las llamas del otro.

Irisiel avanzó un paso hacia el nervioso guerrero.

—¿Vuestro maestro ha bajado para asesinar al supuesto ángel de las profecías y ustedes no harán más que vigilar un río? ¿Acaso el Serafín confía tan poco en vuestras capacidades que él mismo tiene que bajar para hacer vuestro trabajo?

Pareció afectar a Cursa, pues percibió una fugaz ola de disgusto en su rostro. El guerrero temía por su maestro, incluso deseaba que la Serafín bajara para prestar ayuda, pero algo que caracterizaba a todos los guerreros de Rigel era la disciplina. Aquellos deseos que chocaban entre sí tarde o temprano terminarían desbordándose.

—¡Somos el muro de Rigel!

La Serafín tomó del cuello de Cursa y lo tumbó al suelo con saña. Se abrió paso a través de la gruesa fila, tumbando a cuanto guerrero intentara detenerla. Pero los más alejados se agrupaban rápido, por lo que extendió las alas y dio un brinco elevado. Pisando las cabezas de los sorprendidos enemigos, avanzó dando grandes zancadas; el Aqueronte estaba a solo pocos pasos.

—¡Próxima! —gritó la Serafín.

En medio de la legión de Irisiel se encontraba un ángel acuclillado sobre la rama de un árbol. De gruesas alas y con plumas de puntas rojizas, el estudiante más audaz de la Serafín se irguió al oírla y tensó la cuerda de su arco hasta la oreja, tragando aire y vaciando su mente de cualquier pensamiento.

Tronó un relámpago a lo lejos. En el momento que la lluvia empezó a caer para azotarlo todo en la cala, surcó una saeta, imperceptible en la oscuridad de la noche, y se clavó en la pierna de un guerrero que forcejeaba con la Serafín.

—¡Protegedla! —bramó Próxima sacando otra flecha de su carcaj.

La noche y la torrencial lluvia lo dificultaban todo; silbaban las flechas en el cielo y estas eran rechazadas por los escudos de los guerreros, aunque algunas conseguían colarse y clavarse en los cuerpos enemigos, que caían adoloridos, tiñendo de sangre la otrora pacífica y paradisíaca cala del Río Aqueronte.

La Serafín invocó su arco y, elevándose, tensó el arma con tres saetas listas para salir disparadas en diferentes direcciones, pero titubeó al pensar en segar la vida de los súbditos de Rigel. Aquella breve vacilación bastó para que Cursa saltara y la sujetara del pie, tumbándola sobre la arena.

La arquera quedó tan conmocionada por la caída que, cuando levantó la mirada, no supo cómo reaccionar al ver a Cursa empuñando su lanza. En sus alas vio incrustada un par de flechas, pero el guerrero se enmascaraba tras una expresión seria. Realmente, pensó ella, los estudiantes de Rigel eran temibles y fuertes.

—¡Rigel solo quiere librar a Perla de su estigma!

—¿¡A costa de su vida!?

Pateó al guerrero y este cayó, soltando la lanza en el ínterin. Irisiel montó sobre él y lo tomó de la pechera de la túnica para zarandearlo.

—¿Por qué Rigel decidió bajar para asesinarla? ¿Por qué permitís esta atrocidad? ¿Acaso entrenáis tanto el cuerpo que se os ha olvidado la cabeza?

—¡Permitir que ella viva solo traerá caos y desesperanza! ¿Acaso no lo ves? —la tomó por las manos y apretó—. ¿Qué es más importante? ¿La vida de ella o de la legión? Matarla sería un acto de piedad.

Irisiel abrió los ojos cuanto era posible. ¿Qué posibilidad había de que aquella dulce Querubín pudiera sobrevivir a una batalla contra el ángel más fuerte de los cielos? Levantó la mirada y los observó cuanto la rodeaban; buscaba algún ángel que la comprendiera, que sintiera piedad por aquella niña, pero solo percibía miedo a su alrededor. Estaban asustados, claramente controlados por el terror.

Solo había alguien que podría ser capaz de manipularlos de esa manera.

—¿Cómo es posible que no seáis capaces de verlo? —volvió a zarandearlo con violencia—. ¡Esa niña no es la verdadera amenaza! ¡Es ese maldito Segador!

A su alrededor nadie se atrevía a clavar alguna lanza en la espalda expuesta de la Serafín. Algunos estiraban sus escudos para protegerla de los flechazos que podrían caer hacia ella. La respetaban, aunque a sus ojos la hembra sintiera afecto por un ángel que, a juicio de ellos, traería muerte y desesperanza.

Al otro extremo, sobre los árboles y palmeras, Próxima extendió sus alas y levantó su arco de caza al aire. Todos los arqueros cesaron el ataque.

No muy lejos, elevado en el aire junto con unos cuantos de sus alumnos, el Serafín Durandal contemplaba la disputa. Aunque el rostro impávido del espadachín no revelara su estado de ánimo, experimentó la misma pesadumbre que Irisiel.

—El miedo controla a los ángeles —concluyó uno de sus estudiantes.

—No —respondió el Serafín—. Solo a los débiles.

—¿Deberíamos intervenir, Maestro?

—Aguardad.

Miró a un lado, hacia la legión de arqueros de Irisiel queriendo abrirse paso hacia el reino de los humanos, y luego al otro, hacia los guerreros de Rigel, quienes solo los dejarían pasar sobre sus cadáveres. Él anhelaba la libertad, pero no a costa de otros ángeles.

“¿Qué harías tú, Nelchael?”, pensó cerrando los ojos. “Te necesitamos, viejo amigo”.

II

Un par de gotas de agua cayeron sobre el destruido pavimento y resbalaron hacia una de las innumerables grietas que se habían abierto tras las intensas luchas libradas. El cielo relampagueó a lo lejos; los nubarrones habían llegado para oscurecerlo todo en Nueva San Pablo y amenazaban con traer, tarde o temprano, una lluvia torrencial.

Una esfera filmadora entró en la zona de batalla y, deslizándose con sigilo, no fuera que la descubrieran, transmitía para toda la humanidad un combate tan sorprendente como misterioso: dos ángeles desafiándose en duelo mortal.

Perla, con su sable, apuntó al Serafín Rigel y midió la distancia. Entre ambos había poco más de diez pasos o dos aleteadas precisas. El adversario era enorme y, habiendo visto la batalla que libró contra sus anteriores contrincantes, la Capitana Ámbar Moreira y el Dominio Fomalhaut, sabía que dejarse alcanzar por su puño sería tan mortal como dejarse clavar por su tridente.

Y si él la lanzaba con la fuerza del aleteo de sus seis alas, como había hecho con sus dos rivales, de seguro terminaría tan lastimada que no podría volver a levantarse.

“Pero es lento”, concluyó apretando los labios. Perla no era fuerte y su maestro fue sabio al haber potenciado su velocidad y reflejos para compensar. Había que moverse. Y moverse rápido.

Cuando el Serafín levantó su tridente, la joven notó, por la postura del guerrero y la posición de sus alas, encorvándose, que daría un salto hacia ella. Todo sucedía lento ante sus ojos, por donde desfilaban varias opciones para un contraataque a un ataque que aún no había partido.

Rigel se abalanzó e intentó clavar el tridente en el cuerpo de la muchacha, pero esta dio un salto, ayudada por sus alas, y pisó los dientes del arma para hundirla en el suelo pavimentado. El Serafín no salía de su asombro cuando vio a la Querubín, parada sobre la asta, tomando impulso para propinarle una patada al rostro con tal agilidad y fuerza que lo dejó aturdido.

El guerrero retrocedió atontado por la fuerza del golpe; la muchacha notó un blanco en el pecho y podría asestar un sablazo. Pero tuvo dudas, en sus entrenamientos todo se detenía allí, con un suave golpe de la empuñadura en el pecho o en el brazo, indicando que había vencido. Ahora tendría que matar y no a cualquiera; por más que frente a sí había un adversario, no podía quitarse el hecho de que se trataba de un ángel a quien ella profesaba un cariño especial. Titubeó lo suficiente para que el Serafín invocara su tridente en la mano.

De un salto, la joven retrocedió y adoptó su postura de ataque, lejos del alcance de los dientes del arma.

—Ese maestro tuyo —dijo el Serafín, ignorando la línea de sangre que caía de su frente—. Te ha entrenado muy bien.

“Por más que lo intente, cuesta hacerme a la idea de luchar contra él”, pensó ella. “Pero si pretende matarme, debo quitarme los miedos y asestarle un golpe”. Volvió a levantar su sable hacia el adversario, midiendo, cotejando posibilidades, tragando tanto aire como fuera posible para vaciarlo todo, miedo incluido, de una sola vez. “Un golpe tan fuerte que desee rendirse”, asintió decidida.

Rigel arrojó su arma como una lanza y, de refilón, la muchacha vio un relámpago plateado caer del cielo. Fomalhaut volvía a interponerse para salvarla del ataque, clavando sus sables entre los dientes del tridente. No estaba sola en su lucha y aquello le dio fuerzas, pero no había mucho tiempo para pensar o agradecer; saltó para apoyarse sobre la espalda del Dominio y, extendiendo sus alas, tomó impulso para abalanzarse hacia el Serafín.

El titánico ángel la vio venir y pretendió defenderse, pero un inesperado mareo lo invadió y perdió el control de su cuerpo por un instante. El dolor en los músculos que se contraían, la visión que se le emborronó. Era la primera vez que experimentaba algo de esa naturaleza y se preguntó si aquella violenta explosión en la que se vio engullido pudo ser capaz de afectarlo.

El cielo relampagueó en el instante en que la Querubín consiguió atizarle un tajo certero en el pecho, aunque no esperaba que Rigel quedara con el rostro inmutable. La afilada hoja apenas se hundió en la piel; tal como la Capitana lo había comprobado, el Serafín parecía estar hecho de roca más que de carne.

—Te creía inteligente. La mortal ya comprobó que una espada no me atravesaría.

“Los sables no sirven para atravesar”, pensó Perla, tirando de su arma para abrirle otra herida considerable en el pecho, rasgando la túnica angelical y salpicando varias gotas de sangre al aire. “¡Sirven para rajar!”.

Pero el Serafín se mantenía inmutable, aun con la túnica tiñéndose de rojo. “¡Se acabó!”, gruño, extendiendo sus seis majestuosas alas. Perla se asustó; intentó dar otro salto hacia atrás, pero sus piernas flaquearon cuando vio aquellas gigantescas e imponentes alas extendidas en todo su esplendor.

—Pero, ¿¡por qué lo haces, Titán!? —atinó a preguntar con los ojos humedecidos.

El Serafín agitó sus alas con una fuerza inaudita y la lanzó como una suerte de muñeca de trapo. Mientras era arrojada por el impulso, sintió en sus alas las yemas de los dedos del Dominio, quien intentó sostenerla, pero este no pudo más que rozarla. Perla cerró los ojos y apretó los dientes, temiendo el peor de los impactos.

Zadekiel extendió brazos y alas para atraparla, aunque la terrible fuerza con que fue lanzada la Querubín la sacudió por completo y tuvo que esforzarse in extremis, no fuera que también terminara siendo impulsada. Tras ella, Aegis y Dione descendieron rápidamente para sujetar a su maestra. Las suelas de las botas de las tres hembras humearon debido a la fricción contra el pavimento, pero, poco a poco, consiguieron detenerla.

Las cuatro cayeron despatarradas sobre el suelo. Estaban a salvo y por más que la tensión de una lucha a muerte fuera palpable en el aire, las recién llegadas empezaron a carcajearse. Porque, ¿quién diría que unas simples hembras del coro angelical lograrían conseguirlo a tiempo? Pese a tener el mundo en su contra, lograron encontrar a la amiga perdida y la encontraron sana y salva.

Conmocionada, perdida entre brazos, piernas y alas varias, Perla meneó la cabeza para espabilar y buscó con la mirada a su salvadora.

—¡Ma-maestra! —se enrojeció—. ¿Qué haces aquí?

—¡Buena atrapada, Zadekiel! —Dione elevó la mano y levantó el pulgar.

—¡Digno de una Arcángel! —rio Aegis.

Esta última se arrodilló, sacudiendo las alas. Se frotó los ojos cuando tuvo a Perla frente a sí. Había cruzado medio mundo, incluso llegó a perder la esperanza, pero ya no había nada que detuviera la felicidad que experimentaba en su corazón. Dobló las puntas de sus alas, apretujó sus labios y los ojos se le humedecieron.

—¡Perla! —chilló jugando con sus dedos—. ¡Te he extrañado!

La Querubín no pudo articular palabra alguna y echó a trastabillar palabras como respuesta; rodeada constantemente de enemigos y en su peor momento, cuánto bálsamo le resultó tener de cerca a sus amigas. Recibió el abrazo de la tímida ángel, que más bien pareció ser una embestida. Hizo un esfuerzo por enjugar sus propias lágrimas de manera disimulada.

—Yo también te he extrañado —respondió por fin, acariciando la cabellera de Aegis. Luego miró a Dione, quien se sacudía el polvo de encima—. Las extrañé todas. Y es por ustedes que he decidido luchar.

Dione enarcó las cejas.

—¿Luchar? ¿Contra el Serafín? —miró a su alrededor; se mordió los labios al ver la destrucción que desolaba el lugar—. Por los dioses, ¿acaso te has golpeado la cabeza?

Zadekiel ya se había repuesto y avanzó hacia el Serafín. Sabía que debía confrontarlo: era la maestra, la superior. Por más que fuera solo una instructora del coro angelical, era algo que lo sentía como una responsabilidad; debía proteger a sus alumnas. Vio a su alrededor el destruido campo de batalla, el fuego levantándose por donde fuera que mirase, el humo dibujando figuras informes en el aire y los cuerpos de decenas de mortales desperdigados en el suelo.

Frunció el ceño y se fijó en Rigel.

—¿Todo esto lo has hecho tú?

Rigel arrancó de un manotazo la parte superior de su túnica. Estaba completamente teñida de sangre y hecha jirones. La herida en el pecho era considerable y al notar que el mareo persistía supo que debía apurar su misión, no fuera que se debilitara.

Había subestimado a la mortal. Y había subestimado a la Querubín.

Clavó su tridente en el suelo, con violencia, volviendo a crear grietas a su alrededor.

—¡Apartaos de mi camino! ¿O acaso queréis morir protegiendo a Destructo?

—¡Detén esta barbarie, Rigel! —ordenó Zadekiel.

—Es mi última advertencia. Apártate o caerás con ella.

—¿Entonces seremos enemigos? —la rubia meneó la cabeza—. No entendí cuando te percibí bajando de los cielos. Percibí odio, ansia de sangre. Pero, sobre todo… ¡Sobre todo percibí miedo! ¡Este no eres tú! ¡Baja el arma! ¡Esto no es lo que el Trono hubiera deseado!

—¡Esto es precisamente lo que él deseaba! ¡La supervivencia de la legión!

—¡No así, no de esta manera!

Perla se repuso recogiendo su sable del suelo. Sus amigas la sostenían, no quería que luchara, pero la Querubín se apartó bruscamente sin despegar la mirada del titánico ángel. Se estremeció al verlo preso del pánico. “Ya lo entiendo…”, pensó ella apretando los labios: el Serafín estaba claramente controlado por el miedo. Influenciado por el terror, bajó de los cielos para asesinar a aquella que amenazaba la vida de los dioses. Se preguntó entonces quién sería capaz de manipularlo de esa manera.

—¡Perla no es Destructo! —chilló la maestra apretando los puños—. Deja de comportarte como una herramienta de los dioses. ¿No puedes, simplemente, pensar por ti mismo, Rigel?

—Dioses, dioses, dioses…. —gruñó la Querubín apuntando a Rigel con su sable—. Es por ellos que tanto sufrís. ¡Los detesto! ¡Si esto es culpa de ellos, entonces me encargaré de exigirles cuentas el día que vuelvan!

Zadekiel dio un respingo al oír aquello. Encogió las alas y achinó los ojos. Solo conoció, en toda su vida, a un ángel que sería capaz de decir algo como aquello. Lentamente se giró hacia su alumna.

—Eso es… eso es precisamente algo que diría un ángel destructor, ¿sabes? Creo que mejor deberías dejar que yo hable…

—¡Pues tal vez yo sí sea Destructo! —asintió la pelirroja, causando que tanto su maestra como sus compañeras abrieran los ojos cuanto era posible.

—¡Oh, tú! —Zadekiel, brazos en jarra, rio nerviosa—. Va a ser verdad eso de que te golpeaste fuerte la cabeza…

Repentinamente, la larga falda de la túnica de la maestra se levantó y revoleó, revelando más pierna de lo que usualmente ella permitía. Enrojeció, cubriéndose de nuevo y actuando como si no hubiera sucedido nada, aunque el momento fue cazado por la esfera filmadora y por lo tanto toda la humanidad la contempló. Miró el suelo y ladeó el rostro al percibir una fuerte corriente de aire manando a través de la grieta.

Pero notó que la corriente surgía no solo allí sino a través de todas las fisuras desperdigadas en el pavimento. Y, más que corrientes de aire, surgían incontables hojas y pétalos coloridos que se elevaban con una rapidez notable. Muchas revoloteaban por el campo de batalla como si tuvieran vida y conciencia propia, otras dibujaban figuras informes a lo alto para luego caer en picado y desperdigarse por el sitio, uniéndose a las que iban brotando de las fisuras.

La esfera filmadora se deslizaba a baja altura, entre los escombros, permitiendo que el mundo también fuera testigo de aquel misterioso espectáculo de belleza inusitada, en donde, de manera inexplicable, la línea que separaba el cielo y la tierra poco a poco fue desapareciendo, borrada por las hojas y pétalos que ya ocupaban todo el campo de visión.

Tumbado sobre un montón de escombros, Johan se sacudió el polvo de su cabellera mientras mascullaba insultos; había sufrido un viaje rápido y vertiginoso en la espalda de una de las hembras del coro, que no fue muy cortés al soltarlo bruscamente. Le dolía hasta los huesos, pero sintió que alguien le agarró de la cabellera y, girándole ligeramente la cabeza, le plantó un beso en los labios que pareció calmarle el dolor.

La Capitana se apartó de la unión de labios; tras clavar su espada en el suelo, se arrodilló para apoyar su cabeza en el pecho del joven amante, buscando un consuelo que necesitaba con urgencia. A esas alturas su traje táctico se había convertido en poco más que un montón de tiras de fibra de carbono que desnudaban su cuerpo en algunas zonas. La idea de involucrarse en aquella batalla de guerreros semidioses estaba descartada.

—No ha salido como lo planeamos —susurró ella, buscando de nuevo sus labios pues la mujer temía que en cualquier momento todo acabaría.

El muchacho aún no salía de su asombro; temía por la vida de la mujer, pero cuánto fue su alivio al verla viva. La tomó de la barbilla, solo para comprobar que no fuera una ilusión, y le limpió una mancha de la mejilla. Poco a poco fue esbozándose una sonrisa bobalicona.

—Salió mejor de lo que pensaba —respondió él—. Sigues viva.

Los besos continuaron. Lo necesitaban con ansiedad luego de rozar la muerte. Ese tacto, ese calor que hacía hervir la sangre de los amantes que apaciguaba la desesperanza que caía sobre ellos: Ámbar no había conseguido salvar a la niña, al menos no como lo había ideado, y era inevitable pensarse nuevamente como una heroína fallida, como una madre que había vuelto a fracasar.

—Si todo esto termina hoy, me gustaría que sepas que estoy agradecida.

—Pero… si conseguimos salir vivos, deberíamos buscar otro trabajo… —asintió el joven.

Johan vio de refilón un pétalo que voló hacia él; lo atrapó y luego miró con asombro los miles que brotaban de las grietas. Ladeó el que había capturado y, debido a la forma de los tépalos, notó que se trataba de una flor que conocía. “¿Gladiolos, aquí?”, se preguntó, guardándolo en su puño. Recordó que ya había visto la misma flor en el cementerio, cuando, junto con la Capitana, decidieron liberar al ángel. Era un muchacho de ciencias pero, tras todo lo vivido, no podía descartar algo que desafiaba a la lógica.

—Me pregunto si están intentando decirnos algo.

—¿Qué? ¿Las flores? —preguntó la mujer atrapando otro—. No sé qué mensaje podría ser.

—Significan “Victoria” —dijo él, soltando la hoja.

Zadekiel había caído al haber sido golpeada por otra fuerte corriente de aire que salió disparada cerca de sus pies. Intentó levantarse, pero cayó sentada sobre el mar de pétalos, desperdigando las hojas a su alrededor. Escupió unas cuantas, bastante molesta, pero no tuvo más remedio que contemplar asombrada toda la singular escena. Además, el aroma le supo delicioso y tranquilizador; levantó las manos y sintió los pétalos colándose entre sus dedos; por un momento se sintió como si estuviera en los prados de los Campos Elíseos.

Sin esperárselo, el ángel plateado Fomalhaut se abrió paso entre las hojas y pétalos como quien abre un telón, y se acercó para ofrecerle una mano, siempre enmascarado tras aquel rostro desprovisto de expresión. Ni siquiera sonrió al percibir la sorpresa y el súbito enrojecimiento de la rubia.

—El Serafín Rigel me ordenó asesinar a Perla —confesó con una frialdad que espantó a la maestra.

—¡Ah! Y lo dices tan tranquilo —Zadekiel frunció el ceño y se cruzó de brazos—. Es por cosas como estas que los Dominios no me caen muy bien.

—Pero no acepté. Cuando nos lo propuso, una flor se elevó hacia mí. Era un gladiolo. Son las preferidas de Perla porque, según ella, sus hojas siempre vuelan a su alrededor cada vez que pasea por el jardín de Paraisópolis. Ahora que veo este campo de flores, me pregunto si todo esto no es sino la voluntad de un ángel.

—¿Voyuntad ye quiéd? —preguntó la hembra, sacando una hoja que se pegó en su lengua.

—No lo sé. Es simplemente una sensación que tengo.

La maestra, al aceptar la mano del Dominio, se repuso y atrapó una hoja. Cayó en la cuenta de que, tal vez, nunca estuvieron solos en ningún momento de su larga y dura aventura. Tal vez alguien animaba a los héroes desde el mismísimo inicio.

—¿Te refieres al Trono?

El Serafín Rigel se conmovió al ver el cielo y el mismo suelo repleto de flores, y llegó a la misma conclusión que Zadekiel: el viejo Trono estaba allí, de alguna manera; su voluntad se elevaba entre las hojas que teñían a Nueva San Pablo de un mágico colorido. Supo entonces que era momento de cumplir de una vez su objetivo; levantó la mirada para ver a Perla frente a él y se sorprendió al notar que las flores parecían bailar especialmente a su alrededor, describiendo una especie de órbita en torno a su cintura, sus alas y, especialmente, su sable.

—Veo que te aferras a la vida y has luchado bravamente. Si vas a ser el ángel que destruya a los dioses, solo te queda algo más por hacer. Demuéstramelo —extendió sus brazos y alas—, demuéstrame que eres el ángel más fuerte de los cielos.

La joven negó.

—¡Eres mi amigo! ¡Conseguiré terminar esta lucha sin perderte!

El Serafín suspiró, desclavando su tridente del pavimento.

—Y tú demasiado dulce, pequeña Perla.

Ambos se lanzaron a la lucha inevitable sintiendo que llegaban al cénit. Lo sabían; que no había marcha atrás, que aquella batalla era lo que tenía que hacerse porque no existía la posibilidad de un tal vez. Perla lo comprendía mejor que nadie: no era una lucha contra un enemigo; nunca lo fue. Era una lucha contra algo que asomaba entre las sombras, era una batalla contra algo oscuro que cubría el corazón del Serafín con unas garras.

Era una batalla contra el miedo. Una batalla que no había que perder bajo ningún concepto.

Porque ella era el ángel de la esperanza.

Los intercambios de golpes se sucedían uno tras otro; refulgían los destellos de las armas de los guerreros legendarios en medio del vuelo de las flores a su alrededor; Perla era tan veloz esquivando o lanzándose a por el enemigo que las hojas seguían la estela de viento que se trazaba tras ella, aunque los que veían la batalla creían fervientemente que las flores la seguían allá donde ella fuera.

A veces el Serafín bloqueaba los golpes del sable y, ayudándose del asta del tridente, conseguía que la espada de la joven saliese disparada hacia arriba, pero rápidamente el arma desaparecía del aire y volvía a reaparecer en las manos de la Querubín, quien ya había dominado el arte de la invocación, haciendo gala de un manejo excepcional: asestaba un sablazo, luego giraba sobre sí misma, extendiendo las alas, materializando su sable en la otra mano, aplicando un tajo que desperdigaba gotas de sangre al aire.

“Es rápida”, susurró el Dominio, quien apretaba las empuñaduras de sus armas, presto a lanzarse a la lucha y ayudarla, mas viendo cómo se desenvolvía la joven concluyó que sería un estorbo en caso de entrometerse.

“¿Y esta es la misma niña que lloró en mis pechos?”, se preguntó la Capitana, quien se apoyó de sus rodillas debido al cansancio. “¿Quién lo diría?”, vio el destello de los ojos feroces de la joven, observando el choque de su arma contra el adversario, la precisión de su danza mortal, admirando aquella fortaleza que solo la conseguían quienes luchaban por algo que amaban.

El mundo también lo vio con fascinación; el sable rodeado por las flores que se convertían en una extensión del arma, la agilidad y gracilidad destructora de aquella guerrera, la larga cabellera roja como el fuego que flameaba en medio de aquel baile de hojas coloridas.

Era un auténtico relámpago carmesí.

La mitad de la asta del tridente dio varias vueltas por el aire y cayó hundida en el mar de pétalos. Perla volvió a adoptar su posición ofensiva, apuntado al enemigo con su sable, ahora teñido de sangre del Serafín. Respiraba pronunciadamente debido el esfuerzo realizado.

El Serafín, con decenas de cortes adornando su cuerpo, sostenía con incredulidad su arma, que para colmo había perdido un diente.

“Esta niña”, pensó el guerrero, tirando a un lado el tridente. “Completa insolente. Quería desarmarme”.

—¿Aún piensas en terminar esta lucha de manera pacífica?

—¡Suficientes han caído hoy, Titán!

El Serafín lo sintió como un regaño. Y de nuevo le invadió la culpabilidad por haber sesgado la vida de aquellos humanos cuando bajó de los cielos. Él había matado. Ella, el supuesto ángel de la desesperanza, luchaba por preservar la vida aún si esta fuera de su enemigo. Se preguntó entonces si aquella dulce niña realmente portaba sobre sus hombros la destrucción.

Miró sus manos. Tal vez rendirse era una buena opción, pero él era el ángel cazador creado por los hacedores para eliminar todo aquello que representara una amenaza. Había sido proclamado el campeón de los dioses por ser el Serafín que más ángeles renegados cazó, en el Río Lete, en las fronteras entre los Campos Elíseos y el Inframundo. Ese era su fin. Por más que su corazón rogaba que dejara de batallar, había algo oscuro que lo acallaba y le exigía terminar con la amenaza.

Miedo. Era miedo. De perderlo todo. El reino de los ángeles. El de los mortales.

Se abalanzó a por ella. La joven asestó un rápido tajo al hombro derecho; la hoja se hundió y rajó la carne, pero no pareció hacer mucho efecto; el sable salió disparado y se perdió en el mar de pétalos, a varios metros. Intentó invocarla de nuevo, pero el Serafín la tomó del cuello y, con una saña inusitada, la empotró contra el suelo, creando un boquete y levantando por los aires tanto hojas como pedazos del pavimento.

Con el enorme Serafín sobre ella, la Querubín sintió cómo las gruesas manos apretaban más y más el cuello. Entonces, con los ojos humedeciéndose, la muchacha mandó un puñetazo al pecho de Rigel. El aire no llegaba a los pulmones y perdía el conocimiento poco a poco. No debía terminar así, se dijo a sí misma, y no le quedó más remedio que tomar la decisión más difícil de su vida.

Ladeó el cuello, como queriendo tomar un último aliento para decir algo.

—Perdóname… —susurró ella—. Perdóname, Titán.

Un dolor desgarrador se hizo lugar a través del pecho del guerrero, quien sintió cómo súbitamente su legendaria fuerza le abandonó. Abrió los ojos, sorprendido, y notó que ahora la Querubín lloraba amargamente bajo él. Pero la muchacha, dentro de lo que cabía, parecía encontrarse bien. Buscando una explicación notó que las trémulas manos de la joven, bajo su pecho, sostenían una empuñadora. “Invocó su sable…”, pensó un desesperado Rigel, quien poco a poco fue retirando la presión de sus manos sobre el cuello. “Lo invocó en medio de mi pecho…”.

El gigantesco ángel cayó a un lado, levantando pétalos al aire con su caída; los ojos se le hacían pesados y el cuerpo ya no respondía.

“¿Por qué?”, pensó el Serafín tocando la empuñadura sable que lo atravesaba. “Ahora que he perdido…”, y giró débilmente su cabeza para mira a aquella muchacha que, ahora sí, gritaba y lloraba amargamente, cubriéndose el rostro con las manos, incapaz de aceptar la realidad de que, por primera vez en su vida, había matado a alguien.

En la mente del Serafín se agolparon tantos recuerdos de manera inexplicable. De los de una niña con alitas llorando desconsoladamente porque no quería apartarse del gigantesco ángel, quien ella misma bautizó como “Titán” porque le parecía tan grande como los titanes que ilustraban sus libros de estudios. O de sus tardes paseando, con la pequeña sentada sobre sus hombros, a orillas del lago en Paraisópolis, quien oía fascinada las historias del guerrero contra las huestes de Lucifer.

Era como si el corazón, ahora libre de unas oscuras garras que lo tenían sujeto, librase al aire todo aquello que luchaba por salir. Y el dolor que sintió al percatarse de lo que intentó cometer fue lo más cargante que sintió en su existencia. Por primera vez, el ángel cazador y más fuerte de los cielos, sintió los ojos arder.

Las hojas y pétalos se abrieron paso para mostrarle un cielo azul oscuro que empezaba a ser atravesado por las luces de un nuevo amanecer.

Inesperadamente, Perla se abalanzó sobre él para abrazarlo. La Querubín lloraba desconsoladamente, intentaba pedirle perdón, hundiendo su rostro en el pecho del guerrero, pero tan solo salían balbuceos ininteligibles conforme apretaba el abrazo.

El viento cesó y las hojas fueron cayendo lentamente sobre el mar de pétalos. Algunas, muy pocas, aún flotaban perezosamente alrededor de los dos ángeles, como si quisieran escuchar las súplicas que esbozaban los labios trémulos de la dulce Querubín.

Haciendo un sobreesfuerzo, el Serafín acarició la cabellera de la joven.

Hubo un susurro. Tal vez fue una súplica de perdón, tal vez fueron unas palabras de advertencia acerca de la verdadera amenaza que se cernía sobre los ángeles; su voz se perdió en el murmullo del viento.

III

La Serafín Irisiel tumbó a un guerrero sobre la arena de la cala mientras varios la sujetaban de los pies y alas para que no escapara al reino de los mortales. Aunque, para sorpresa de todos, se abstuvo de tumbar a otro al ver cómo una fina línea de luz dorada se posaba sobre el horizonte oscuro del Río Aqueronte.

“Amanece”, pensó la arquera, librando al guerrero que agarraba del cuello. Sintió súbitamente cómo algo dentro de su pecho se había resquebrajado por completo. Los guerreros la soltaron por lo que lentamente recuperó su compostura.

Pero, extrañamente, la idea de ir al reino de los mortales se le volvió innecesaria. Era como si supiera que, hiciera lo que hiciera, sería un esfuerzo inútil. Que ya era tarde. Se giró y notó que los guerreros de Rigel sufrían de manera similar a ella. Había un ensimismamiento generalizado y a su alrededor iban cayendo, poco a poco, las picas, lanzas, escudos y antorchas que antes sostenían con fuerza.

Su estudiante, Próxima, descendió velozmente en la cala y, al ver a su maestra tambaleándose de alguna suerte de mareo, lanzó su arco al suelo y se acercó para sujetarla. No notó ningún tipo de herida en el cuerpo o en las alas de su instructora, por lo que estaba desconcertado.

—Maestra —dijo el joven guerrero—. ¿Se encuentra bien?

La Serafín no prestó atención; se tomó del pecho y se preguntó si lo que sentía era verdad. O, más bien, si lo que dejaba de sentir era posible. Porque ya no percibía al Serafín Rigel, su eterno compañero de batallas, aquel con quien había luchado alas con alas en la lejana guerra contra las huestes de Lucifer.

A su alrededor los estudiantes de Rigel caían arrodillados, mirando el río dorado del amanecer, experimentando el mismo agobio que la Serafín; era como si la verdad flotara en el aire arrastrada por el viento como un aroma en un campo de flores.

El Serafín Durandal descendió suavemente cerca de la hembra, sobre una gran roca acariciada por el agua. Miró el río y sintió que, definitivamente, faltaba algo. Casi deseaba que viniera ese “gigante” a regañarlo, o a rodear su cuello con esas enormes manos para amenazarlo con la muerte por atreverse a acercarse al Aqueronte.

—¡Durandal! —gritó la Serafín—. ¿Tú lo sientes? Es… es Rigel, ¿no es así?… ¿Cómo?… ¿Cómo es posible…?

—El miedo controla a los más débiles —concluyó mirándola a los ojos. Había advertencia en sus palabras—. El miedo vuelve débil hasta al más fuerte.

Repentinamente, la arquera comprobó con estupor cómo varios ángeles caminaban pacíficamente hacia el Río Aqueronte, atravesando la cala, pasando entre los miles de estudiantes de Rigel, quienes no hacían nada por detenerlos, absortos como estaban debido a la sensación de vacío nunca antes experimentada.

El mayor temor de la Serafín, que Durandal y su legión abandonasen los Campos Elíseos, se materializaba frente a sus ojos.

—¿¡Adónde vais!? —preguntó Irisiel.

—Nos vamos —respondió Durandal, bajando de la roca para así hundir sus pies en el agua.

La hembra invocó su arco de caza y lo tensó, apuntando al Serafín. Pero, de nuevo, no se atrevió a disparar. Además, sin Rigel presente, ella no podría hacer mucho para detenerlo. Nunca fue buena mediadora. Aun así, no quería desnudar sus dudas y debilidades, por lo que no bajó el arco en ningún momento.

—¿Vas al reino de los mortales? ¿También pretendes asesinar a Destructo?

Mientras los miles de ángeles se adentraban en el río, Durandal frunció el ceño. Se giró y miró detenidamente a la Serafín.

—Se llama Perla.

Retomó su caminata, internándose cada vez más.

—Lo dijiste tú misma. Ella no es la amenaza. La culpa la tiene el que ha hinchado de miedo a Rigel y su legión. Nuestro enemigo es el Segador.

—Coincido. ¿Pero entonces qué pretendes hacer yendo al reino de los mortales?

—Con la muerte de Rigel, la amenaza se ha convertido en realidad. Estamos en guerra, Irisiel. Actúa antes de que el miedo se extienda hacia tus estudiantes…

—¿Entonces estáis huyendo de la guerra?

—¿Huir, yo? Creía que me conocías —el Serafín sacudió sus alas, chapoteando el agua y saboreando la dulce sensación de libertad próxima—. Hazme un favor y libera a los guardianes de Perla.

—Si tú me conocieras, sabrías que no te conviene darme la espalda —su arco crujió debido a la tensión.

—No te alegres tanto —elevó una mano al aire en señal de despedida—. Volveré, mi querida amiga.

Irisiel suspiró y bajó el arco. Por más que no compartiera los ideales de libertad del Serafín, se conmovió con aquella imagen del inesperado y masivo éxodo. Miles de los guerreros de Durandal volaban sobre el río, otros preferían adentrarse caminando hasta que el agua los tragara, como el propio Durandal, quien dejaba una larga estela de espuma en las aguas del río debido a sus seis alas. Los que se encontraban arriba caían en picado, chapoteando mientras otros, poco a poco, iban zambulléndose.

El Río Aqueronte, en ese momento, era una gigantesca franja azulada azotada por una auténtica lluvia de ángeles.

IV

En medio del campo de flores de Nueva San Pablo, Zadekiel daba coscorrones a sus dos alumnas, quienes dormían placenteramente sobre el mar de hojas. Achinó los ojos, estaba claro que ellas estaban agotadas y necesitaban descanso, pero sabía que no era el momento y el lugar más adecuado para dormir.

Miró hacia atrás y vio que Perla también estaba extrañamente durmiendo sobre el pecho del Serafín Rigel, a pesar de que solo hacía segundos lloraba desconsoladamente. Apretó los labios pensando que la experiencia de asesinar a un amigo habría sido tan traumática para la Querubín que de seguro terminó desmayada.

—Deberíamos llevarlas a un sitio más seguro —dijo girándose en búsqueda del Dominio, pero notó que este también se encontraba tumbado sobre el mar de hojas.

A pocos metros del lugar, la Capitana olisqueó algo raro en el aire y rápidamente frunció el ceño. Agarró al joven Johan de su camisa, ordenándole que huyeran cuanto antes, pues estaba segura de conocer ese aroma y que, de continuar allí, terminarían sucumbiendo ante sus efectos somníferos. Dedujo que probablemente se trataba de la milicia local, o la de Reykō, que buscaban capturar tanto a los ángeles como a los culpables de la liberación de Perla.

—¡Johan, necesitamos…! —se detuvo y vio con espanto que el joven caía lentamente al suelo, amortiguado por las hojas.

Y ella también sentía los ojos pesados. Antes de caer junto con su amante, oyó el rugido de cientos de helicópteros acercándose, probablemente militares, y se preguntó si todo por lo que había luchado había sido en vano.

Decenas de helicópteros adornaban el lugar que fuera el escenario de la cruenta batalla entre los ángeles. La esfera filmadora se infiltró, a baja altura, entre las naves y los soldados que descendían, pero rápidamente fue atravesada por una filosa espada, por lo que terminó echando chispas y apagándose. Apenas consiguió captar una empuñadura plateada en donde destacaba el símbolo de una cruz carmesí.

Varios soldados en traje EXO de un blanco pulcro habían llegado al lugar, engalanados con capas que flameaban al viento. Además de contar con espadas enfundadas en el cinturón o rifles modernos sujetos en sus espaldas, se hacía notable el símbolo de la cruz carmesí del templario destacando en el pecho de todos, abrazado por un dragón dorado.

En un mundo donde la religión perdió mella tras el Apocalipsis, fue necesario adaptarse a los tiempos o terminar sucumbiendo; en medio de la ciudad de Nueva San Pablo, los modernos cruzados del Ejército Privado del Vaticano habían llegado misteriosamente, saltándose todo tipo de protocolos internacionales.

Un soldado accionó su casco para retirar la visera y así poder ver con sus ojos desnudos todo aquello. De cabellera y barba canosas que delataban su edad, el líder del operativo se preguntó sobre la procedencia de aquel extraño mar de pétalos por donde se hundían sus pies, pero sabía que no había mucho tiempo que perder, bastante complicado se veía el panorama por haber entrado a una nación hostil sin ningún tipo de aviso.

Habría consecuencias inmediatas, de eso estaba seguro.

—¡Comandante! —gritó una joven en guardapolvo, señalando a una dormida Ámbar—. ¿Qué hacemos con esta mujer? —la muchacha se acarició la comisura de los ojos para ajustarse el implante visual y cerciorarse de que se trataba de la mismísima Capitana Moreira; estaba segura de que la mujer no tenía mucho futuro si la abandonaban allí.

No obstante, el Comandante fue contundente:

—No es nuestro problema, doctora. Solo los ángeles.

—Comandante —insistió la muchacha, que ahora señalaba al durmiente Johan—. Son los policías que liberaron al ángel. Tienen orden de captura.

—Pero, ¿tienen alas?

—Comandante…

—No tienen alas, no entran en los helicópteros. Cíñase al plan, doctora.

—¡Papá!

—Ya está, ya empezamos —suspiró el hombre—. Súbelos.

Acercándose a la discusión, un soldado cargaba a Perla en los brazos mientras que, detrás de él, tres militares arrastraban con dificultad el cuerpo del Serafín derrotado. La doctora dio un respingo al ver a la muchacha alada; nunca había tenido a un ángel de cerca, y vaya ángel, pensó, se trataba de la que bajó de los cielos y ganó aquella batalla televisada para toda la humanidad.

Tras pasarle un rutinario escaneo con un dispositivo que sostenía en la mano, no pudo evitar tragar saliva al comprobar los resultados sobre la cadena de ADN. Con los ojos bien abiertos, miró la secuencia del genoma y a la durmiente pelirroja de manera intermitente. Sacudió el dispositivo y volvió a escanearla. Luego de volver a comprobar los resultados, giró lentamente la cabeza hacia su padre.

—¡Comandante!… Este ángel…

—¿Y ahora qué diantres pasa, doctora?

—Esto… —tragó saliva y guardó el dispositivo—. Tal vez te lo diga cuando estés con mejor humor…

—¡Nos vamos! Cárguenlos a todos, ni un segundo más en este sitio.

V

Aún era de noche en la capital del Hemisferio Norte. En un alto rascacielos perdido entre la maraña de edificios se encontraba la sede central de la farmacéutica VER.net, donde la madura dueña del conglomerado, Reykō, había observado fascinada la batalla entre ángeles desde la comodidad de su amplia oficina y en compañía de sus asesores.

Aunque el ángel que había comprado se le había escapado de las manos, pronto enviaría su ejército para capturarla. A ella y todos esos ángeles que vio en la transmisión.

Pero el ambiente en la oficina no era el que la mujer deseaba. Su despacho se encontraba repleto de soldados, protegiéndola y apuntando con sus rifles al enemigo que había entrado sorpresivamente, reventando el gigantesco ventanal.

Pese al peligro latente, la mujer sonreía al recién llegado.

—Creía que la noche se me había arruinado —dijo Reykō—, pero parece que en realidad es mi noche de suerte.

El Serafín Durandal tocó los hombros de los dos Dominios que entraron con él. Eran hábiles rastreadores y no les fue difícil encontrar lo que él les había ordenado buscar. Luego se fijó en la excéntrica mortal.

—¿Quién eres y a qué has venido? —preguntó ella.

Durandal ladeó el rostro. Había una imagen sobre la profecía de Destructo que lo tenía bastante preocupado. En aquella imagen revelada por el Segador, el Serafín caía muerto a manos de Perla con una espada de hoja zigzagueante y flamígera, un arma que solo podía ser una.

—La espada del Arcángel Miguel —Durandal extendió las seis alas para imprimir presencia—. Entrégamela.

—¿O… qué? —jugueteó ella mientras sus soldados tensaban las armas.

Y el Serafín, como respuesta, sonrió ampliamente.

Sobre las azoteas de los cientos de edificios que rodeaban la fortaleza de la farmacéutica, descendían los miles de ángeles de la legión de Durandal mientras las sirenas de la urbe atronaban con intensidad, advirtiendo la invasión de los seres celestiales que tanto había temido el mundo entero.

Miles de los asustados ciudadanos levantaron la mirada hacia ese cielo nublado, oscuro y relampagueante, y se les encogió el corazón. Sabían, con solo ver a ese ejército de guerreros semidioses invadiendo el mundo, que una nueva Guerra Celestial estaba comenzando.

Mientras, en los Campos Elíseos, el húmedo viento mecía la larga cabellera de la Serafín Irisiel, quien admiraba un nuevo amanecer abriéndose paso sobre el Río Aqueronte. Pese a estar rodeada de sus estudiantes, no podía evitar sentirse sola sin la presencia de los dos Serafines. Pero había mucho trabajo que hacer; había toda una guerra por librar. A su lado, su estudiante predilecto, Próxima, se preguntó qué les deparaba a los dos reinos, pero prefería mantenerse callado.

—Próxima —dijo ella, percibiendo la intranquilidad de su alumno—. Te tengo una misión en el Inframundo. ¿Crees poder con eso?

El estudiante asintió, aunque por dentro se estremeció solo de oír aquella palabra: “Inframundo”. El reino de los muertos donde habían perecido las huestes de Lucifer.

—¿Acaso sientes miedo?

Próxima iba a responder, pero la instructora posó la mano sobre su hombro con tacto consolador.

—Durandal se equivoca. Sentir miedo es natural. Simplemente, no dejes que te domine. Tenlo siempre presente y triunfarás en tu misión.

En el reino de los mortales, los helicópteros del Ejército Privado del Vaticano levantaban vuelo sobre la ciudad de Nueva San Pablo, desperdigando las hojas del campo de flores a su paso. Ya estaban advertidos de la invasión angelical que sufría una nación del norte y muchos se preguntaban si aún podrían hacer algo para prevenir lo que parecía ser un inminente Apocalipsis.

Dentro de una de las cabinas, el Comandante se fijó en la pelirroja alada que dormía plácidamente, ahora en los brazos de la doctora. Tal vez, pensó desviando la mirada hacia la ciudad, aún había esperanzas de crear una alianza entre reino de los cielos y el reino de la Tierra.

—Esta invasión —dijo la doctora buscando consuelo en la mirada del Comandante—. Tengo miedo… Papá.

Aquella mirada asustadiza tocó el punto débil del hombre y este se inclinó para besarla en la frente. El miedo era inevitable, pero él era el soldado de la fe y la gloria, al menos así rezaba la máxima del cuerpo militar del Vaticano.

—No temas. Lo conseguiremos —susurró en un tono reconfortante.

Lejos, en las profundidades del Inframundo, el Segador, sentado en el trono de un castillo perdido en medio de la oscura ciudad de Flegetonte, acariciaba el filo de su guadaña. Tal y como había hecho con los Arcángeles hacía más de trescientos años, manipuló e inyectó de terror al Serafín Rigel esperando que este pudiera encargarse por sí solo de la amenaza de Destructo.

Pero sus planes habían sufrido un gran revés con la inesperada victoria de la Querubín; no obstante, esperaba pronto volver a conducir los hilos del destino de la manera que le convenía. Su deseo de ver de nuevo a los dioses, sobre todo a su amada Perséfone, seguían firmes, y creía fervientemente que solo deshaciéndose de la herejía podría invocarlos de nuevo.

Por amor, sería capaz de librar de nuevo el fin de los tiempos.

Las sagradas armas de una nueva y colosal batalla estaban afilándose. Héroes y villanos destacaban en todos los bandos. El escenario ya no tendría solamente un campo de lucha; esta vez, tanto cielo, tierra como infierno serían testigos de un cruento escenario bélico. La guerra había llegado y los reinos de los dioses pronto se verían sacudidos hasta sus cimientos.

Y en medio de todo, la leyenda del ángel destructor no hacía más que iniciar su gesta en donde cambiaría para siempre el orden impuesto por los dioses.

El miedo solo se vencería con esperanza.

Fin de la segunda parte

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