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                                                                    Miss Cabble.
Tamara comprobó de nuevo el reloj. Habían pasado catorce minutos desde que la señora Cabble se marchó, tiempo suficiente como para que ya no regresara por haber olvidado la cartera u otra cosa. Echó un vistazo a Ismael. El niño estaba feliz, tirado sobre la sábana colocada sobre el parquet, y rodeado de muchísimos peluches. El crío, de un año, estaba desnudo salvo por el pañal. La temperatura de aquel día de julio era inusual en el interior de Inglaterra, aún siendo verano, y hacía calor en la casa.
La señora ya la había advertido sobre no encender el aire acondicionado. Ismael era muy sensible a la climatización. Así que Tamara se abanicó con la revista de cotilleos que tenía en la mano y se levantó para abrir otra ventana más. Un golpe de brisa cayó sobre ella, al asomarse. Agradecida por ello, se levantó el largo cabello rubio de la nuca, aireando la piel sudada. Se quedó allí, las manos apoyadas en el alfeizar, refrescándose un tanto. El top rosa con pedrería que llevaba dejaba su ombligo y brazos al descubierto y se sujetaba a su cuello con un cordón del mismo material. Completaba su indumentaria con un blanco pantalón pirata de perneras por debajo de la rodilla y cómodas sandalias de plataforma.
Se dijo que era el momento. Brincó alegremente hacia la puerta del dormitorio de la señora, lo que hizo que Ismael la mirase, divertido. Un minuto más tarde, regresó portando un álbum de fotos y unos DVD’s. Se quitó las sandalias y se tumbó en el sofá, usando el reposapiés como soporte para colocar el álbum abierto. Éste mostró una doble página llena de fotografías impúdicas y de magnífica resolución.
¿Quién se lo iba a decir? Era como haber ganado a la lotería. Cuando Tamara respondió a la demanda de una niñera en los chalets de Mattover Hills, nunca se imaginó que trabajaría para la mítica Ava Lynn. Claro que ese era su nombre artístico. En aquellos momentos, se hacía llamar Elizabeth Cabble y pasaba por ser una joven y rica viuda, con un hijo póstumo de corta edad: Ismael.
La verdad era otra bien distinta. Miss Cabble era una célebre actriz porno, cuyos trabajos se comercializaban sobre todo en Asia, por lo que no estaba en el circuito habitual inglés. Esto no significaba gran cosa, a día de hoy, con todo lo que se podía encontrar en la Red, pero al menos sus vecinas no la habían reconocido aún. Sin embargo, Tamara sí. Su hermano tenía una buena colección de porno, de todas partes del mundo, y fue lo primero que Fanny y ella fisgonearon, por supuesto. Fue la primera vez que contempló y admiró a la bella y casquivana Ava Lynn…
Como actriz, no le hacía ascos a nada, absolutamente bisexual. Se dejaba penetrar por todas partes y hacía buenas dobles penetraciones, pero donde lo bordaba, al menos para la encandilada Tamara, era cuando actuaba de forma autoritaria con una o más lindezas asiáticas, en unas inolvidables sesiones lésbicas. Ava era una mujer de las llamadas neumáticas, con unos senos increíblemente dotados y reforzados, que desafiaban toda gravedad; un bello rostro al que el maquillaje exagerado prestaba la mejor expresión del vicio más lujurioso, y unas piernas interminables de muslos torneados y bien ejercitados. Una de sus características como actriz es que solía cambiar drásticamente de peinado en cada película.
A Tamara le gustaba de todas las maneras, de rubia, de morena, con el pelo rizado, con melenita a lo Charleston, con corte pixie, o con peluca a lo afro. Aquellos ojos de oscuros párpados y pestañas súper largas la hacían juntar sus muslos en silencio, sentada al lado de Fanny. Aquellas pupilas azules parecían hablarle a ella directamente. Al final, se había hecho con una copia de las dos películas que su hermano tenía y la pasaba en su portátil cuando se quedaba sola. Por decirlo de manera suave… se mataba a dedos.
Al principio, tras la entrevista de trabajo y sus primeros días, Tamara no la reconoció. Era una mujer atractiva, sin duda, pero era fría y distante. Solía llevar el pelo sujeto casi siempre, con colas de caballo y distintos moños, en un tono rubio ceniza. Sus ojos apenas estaban maquillados y eran más oscuros, quizás debido a no tener un foco en la cara constantemente. Se movía de otra forma también, más normal, sin la teatralidad sensualidad de una película erótica. Todo ello, despistó a Tamara un tanto, hasta que una tarde, a solas en su habitación, con el dedo bien metido en el interior de su coñito, golpeó la barra espaciadora de su ordenador, deteniendo la imagen de Ava Lynn en un plano corto.
¡Era clavada a su nueva jefa! ¡Mas que clavada era la misma, podía jurarlo! La posibilidad de tener a su lado a tan idolatrada mujer, hizo que se licuara literalmente piernas abajo. ¡Tenía que asegurarse de ello! ¡Disponer de la certeza de que miss Cabble era la pornográfica Ava Lynn!
De esa forma, inició una cacería de pruebas cada vez que se quedaba sola en casa, con Ismael, lo cual sucedía a menudo. La señora salía con sus nuevas amigas del club de campo y tenía aficiones muy elitistas: ópera, teatro, soirées de gala, y un domingo de cada mes al hipódromo de Ascot.
De esa forma, Tamara dio con el escondite, en un altillo oculto en el vestidor de la señora. Había un álbum con recortes de prensa y críticas especializadas, un book con fotos de estudio y otro álbum con fotos de rodaje, que era el que tenía ella sobre el sofá en aquel momento. También encontró una colección de todas sus películas y escenas, así como un par de discos sin etiquetar.
¡Era ella, sin duda! ¡Trabajaba para Ava Lynn!
Le hubiera gustado averiguar más cosas, como por ejemplo: ¿por qué había escogido la ciudad de Derby para vivir, pudiendo hacerlo en cualquier parte del mundo? ¿De quién era hijo Ismael? ¿Un lapsus en una película? ¿Una relación fallida? ¿Por qué se había retirado? Mil y una preguntas que se sucedían en la inquisitiva mente de Tamara… pero no podía descubrirlas más que preguntándole a la señora, así que…
Pasó otra página del álbum. Ava en medio de una cama en forma de corazón, desnuda y recubierta de pétalos; Ava en el interior de una ducha, colgada a pulso del cuello de un fornido semental, con su sexo encajado entre sus piernas; Ava entre las integrantes de un harén oriental, todas semidesnudas y besándose entre ellas… Imágenes de diferentes guiones lujuriosos que había llevado perfectamente a cabo, a lo largo de su carrera cinematográfica.
Inconscientemente, la mano de Tamara se deslizó por la elástica cintura del pantalón, buscando el punto caliente entre sus muslos. Su otra mano bajó el top hasta poner al descubierto un erecto pezón, pues no llevaba sujetador alguno debajo. Sus ojos no se apartaron ni un segundo de aquellas fascinantes fotografías.
Levantó la vista un segundo, sólo para asegurarse de que Ismael seguía entretenido con sus peluches, y resbaló la mano al interior del pantalón. Sus braguitas ya estaban muy humedecidas y sus muslos acogieron alegremente su mano.
Se entretuvo admirando una de las fotos en que Ava mantenía encajada entre sus piernas la cara de una de aquellas jóvenes asiáticas, quien le devoraba el coño con maestría, y se regodeó en la increíble mueca de placer que se pintaba en el rostro de la señora. Sus dedos apretaron con fuerza tanto el clítoris como uno de sus pezones, haciendo que se retorciera de gusto.
Dejándose llevar por su lujuria, tironeó de su blanco pantalón hasta dejarlo por las rodillas, apartó la braguita con una mano e introdujo dos dedos de la otra en su vagina, verdaderamente ansiosa. Sus ojos seguían clavados en las sensuales imágenes que disparaban absolutamente su imaginación. El índice y corazón de su mano derecha chapotearon raudamente en el interior de su coño, haciéndola jadear sobre las fotos. Se corrió rápidamente, en silencio, con su propia mano aprisionada por el espasmo que la hizo cerrarse de piernas. Suspiró y sonrió, algo más tranquila. Para ella, la diversión aún no había terminado…
Se puso en pie, acabó de quitarse el pantalón con unos movimientos de sus piernas e introdujo uno de los dos DVD’s sin etiquetar en el aparato, bajo la gran televisión. Tomó el mando a distancia y se dejó caer de nuevo en el sofá. Ismael la miró y dejó escapar varias burbujas de saliva, colmado en su felicidad.
Sentía curiosidad sobre lo que podía haber en aquel disco, y pronto quedó con los ojos redondos y la boca abierta, abrumada. El DVD recogía la entrega de unos premios dedicados a la pornografía, en un lujoso hotel de Shangai. Prácticamente, era una grabación documental y de no muy buena calidad. Ava Lynn subió, recogió su distinción, y pronunció unas palabras. Tamara, aunque no entendió una palabra del idioma asiático que utilizaban, reconoció varios rostros conocidos del medio, sobre todo actrices.
Después, el lugar cambió y parecía ser una disco o boîte nocturna. Gasas de colores cubriendo paredes, cortando cubículos, oscuros suelos jaspeados de reflejos luminosos, bajos y amplios sillones… Camareros de ambos sexos se movían de allí para acá, cargados con botellas de champán y copas diversas, sin preocuparse por la disposición de la clientela, que no era otra más que todos los participantes de la gala. Actores, actrices, productores, cámaras, directores, y demás asistentes, más una buena cosecha de rutilantes starlettes de ojos almendrados.
La mayoría de todos ellos ya estaba desnuda, o casi. Los besos y caricias ya habían quedado atrás y se afanaban en metas más sustanciosas. En resumen, la fiesta había degenerado en una masiva orgía, con cuerpos hacinados en desorden, sin pudor alguno, ni medida. Y allí, entre sudores y gemidos, Ava Lynn destacaba ciertamente, con su pelo rubio platino entre tanta cabeza oscura. Estaba arrodillada sobre la cara de una chica que la devoraba con muchos ánimos, al mismo tiempo que un tipo regordete y calvo hundía su pequeño pene en su coñito expuesto. Ava tenía sus manos alrededor del cuello del hombre y, de vez en cuando, le besaba largamente.
Aquello no era una filmación comercial, ni de coña. Alguien había grabado una auténtica orgía, con algún motivo, pero lo que estaba claro es que ninguno de los asistentes parecía saber que había cámaras camufladas.
Tamara se dejó llevar por el creciente morbo que sentía. Sus manos serpentearon sobre sus piernas desnudas, y acabó corriéndose varias veces, casi sin interrupción, en apenas una hora.
                            * * * * * * *
Elizabeth Cabble se quedó mirando la pantalla de su ordenador con preocupación. Había visionado lo que la cámara camuflada había captado aquella tarde. Era mera rutina, ya que la joven Tamara tenía unas referencias excelentes, pero Elizabeth era algo paranoica por naturaleza. Sin embargo, verla salir de su dormitorio con aquel oculto material le produjo un doloroso pellizco en el vientre. ¡Aquella chiquilla había descubierto su escondite! ¿Por qué había fisgoneado allí? ¿Había sido un hecho fortuito, o bien sabía algo de antemano?
Pero lo que ocurrió a continuación fue más extraño aún. Espiar como la niñera de su hijo se masturbaba mirando sus fotos de rodaje, fue… No encontró la palabra. Emocionante, quizás. No, mejor revitalizante.
Fuera como fuese, no la preparó para lo que pasó a continuación. Primero, contemplar como el acto más vergonzoso de su carrera era descubierto por aquellos jóvenes ojos fue desmoralizador. Elizabeth estaba muy arrepentida de aquel suceso que fue el detonante de que abandonara su carrera cinematográfica. Segundo, la pasión y el fervor con que Tamara se masturbaba y gozaba de sus dedos la impactaron totalmente, tanto que sus propios dedos amenazaron con unirse al goce de la chiquilla.
Aquel delicado rostro que irradiaba inocencia adoptó un semblante que no había podido ver en ninguna actriz con la que trabajó: una veraz y natural magnificación del más puro goce. Aquella niña se había corrido varias veces, con todo abandono, sin importarle que Ismael estuviera presente, ni estar en una casa ajena.
Elizabeth, quien desde que llegó de Oriente, limitaba su vida sexual al fiel consolador rosa que descansaba en su mesita de noche, se notó mojada por primera vez en muchos meses. Quizás debería hablar con su canguro… Sí, se sentía intrigada, después de todo.
                            * * * * * * *
Tamara se mordisqueó la uña del índice mientras miraba por la ventana. Se sentía preocupada y no conocía el motivo con seguridad. Miss Cabble al menos había conectado la climatización en el salón de la casa, y la brisa fresca secaba el sudor de su espalda. La señora la había citado en su casa en una tarde que no estaba programada, pero cuando Tamara llegó, no le dijo nada, atareada en darle de comer al pequeño Ismael. Después lo llevó a su cuarto para acostarle para la siesta, dejando a la rubita más mosqueada que un pavo escuchando una pandereta.
“¿Sospechará algo? Procuré dejar el escondite como estaba.”, se dijo.
Aún le temblaban las piernas al recordar todo el placer que consiguió esa tarde, y estaba dispuesta a repetir en cuanto dispusiera de la ocasión. Parpadeó, recuperando el tiempo presente, al salir la señora de la habitación. Tamara sonrió tímidamente. Miss Cabble le devolvió la sonrisa y se sentó en el sofá. Sin una palabra, pulsó el mando a distancia que se encontraba a su alcance, y la gran televisión cobró vida.
Asombrada, Tamara se vio a sí misma, con las piernas bien abiertas y hundiendo sus dedos en su sexo.
―           ¿Me lo puedes explicar? – le preguntó suavemente la mujer.
―           Yo… yo… – musitó la jovencita, toda encarnada y confusa.
―           ¿Por qué has registrado mi dormitorio? ¿Acaso ya sabías quien era?
Tamara sólo pudo asentir, parada ante la ventana y mirando de reojo como se agitaba sensualmente en la pantalla.
―           ¿Cómo? – abrió las manos la señora.
―           Mi hermano t-tiene pelis… de usted… de Ava Lynn.
―           Ya veo. ¿Lo sabías ya cuando te entrevisté? – preguntó Elizabeth, pausando la escena grabada.
―           No… caí después.
―           No es habitual que una jovencita vea porno… habitualmente – comentó la mujer, como queriendo dejar bien sentado que Tamara debía de haber visto esas películas varias veces para recordar su imagen y su nombre artístico.
Tamara se encogió de hombros. Estuvo a punto de decir algo y se frenó. Luego se abrazó a sí misma y se decidió:
―           La admiro – musitó.
―           ¿Qué?
―           Me encantó desde la primera vez que la ví. Sus cambios de look, su forma de maquillarse, su autoridad…
―           ¿Me estás diciendo que eres una fan? –se asombró Elizabeth.
―           Sí, señora – inclinó la cabeza Tamara.
―           Vaya… ¿Quién lo hubiera dicho? – sin embargo, en la mente de miss Cabble, las piezas encajaban. La chiquilla actuaba como una seguidora y no como alguien que quisiera sacar algún tipo de provecho. – Siéntate.
Tamara se sentó en el otro extremo del sofá, las manos sobre las rodillas que su falda dejaba al aire. Elizabeth la contempló meticulosamente, por primera vez, y lo que vio en la chiquilla le agradó, relajándola.
―           ¿Qué prefieres en mis actuaciones? – le preguntó, consiguiendo que Tamara parpadeara por la sorpresa.
―           Bueno… me gusta todo, creo… aunque…
―           ¿Sí?
―           … cuando hace FemDom… me identifico muchísimo – confesó Tamara.
―           ¿Te identificas conmigo?
―           No… con la sumisa – murmuró la rubita, el rostro congestionado por el pudor.
―           Eso es pura fantasía, jovencita. Las cosas no son tan simples como aparecen – agitó una mano la señora.
―           Lo sé.
―           ¿Lo sabes? ¿Has tenido experiencia de dominación? – se desconcertó Elizabeth.
―           Sí, señora.
―           ¡Dios! Eres muy joven para eso… — Tamara alzó un hombro y apartó los ojos de la mujer. — ¿Mantienes relaciones con alguien?
―           Sí.
―           ¿Hombre o mujer?
―           Mujer. Los hombres me… asustan, señora.
―           Mejor – la palabra surgió de alguna parte del interior de la mente de la actriz, allí donde moraba su alter ego: Ava Lynn.
Había conseguido reprimirla durante todos estos meses, pero la sentía cobrar fuerza, luchando por hacerse de nuevo con el control del cuerpo que compartían. Ava Lynn deseaba paladear de nuevo el sabor del morbo más sublime y revolcarse en los pecados más abyectos.
―           Es mayor que yo… la madre de una amiga – Tamara no contó la verdad, pero tampoco mintió exactamente. Le habló de una de sus citas y prefirió guardarse a Fanny. – Me ha enseñado todo.
El bajo vientre de Elizabeth latió con ritmo propio, como si quisiera decirle algo en Morse. Pasó la lengua sobre sus labios repentinamente secos. Aquella preciosa niña emitía una increíble pulsación sexual que su cuerpo recogía a la perfección. Era como una virgen ceremonial que se entregase en las expertas manos de una madura sacerdotisa.
―           Tamara, necesito una discípula – dejó caer la señora, sin más explicaciones.
―           Sería todo un honor para mí, señora. Considéreme su más fiel sirviente – Tamara se dejó caer de rodillas al suelo, ante la mujer.
―           Ya veremos. Primero hay una serie de cuestiones que repasar, pero me agrada tu franqueza.
―           Señora, si me permite…
―           Habla.
―           Si pudiera maquillarse como en… sus apariciones, sería un sueño hecho realidad – musitó Tamara, sin mirarla directamente.
―           Ve al cuarto de baño de servicio y date una ducha. Después regresa aquí, desnuda – le indicó la señora, un par de movimientos de dedos.
Tamara asintió y salió del salón. Quitó el sudor de su cuerpo e higienizó su sexo en menos de diez minutos y volvió al salón, caminando totalmente desnuda. Su pubis lucía totalmente depilado de un par de días atrás. Se quedó parada al entrar, contemplando el espectacular cambio en aquel rostro adorado. Ava Lynn había vuelto. La mujer la sonreía, con sus ojos claros sombreados de intenso zafiro y la boca tan roja como una amapola, deliciosamente delineada. La señora se había recogido el pelo en una coleta que surgía gracilmente de la parte superior de la cabeza. Su tez estaba algo oscurecida por la base de maquillaje que tapaba cualquier imperfección de su cutis y de sus lóbulos pendían largos zarcillos de refinada bisutería. Así mismo, se había despojado del pantalón vaquero que llevaba, dejando sus largas piernas al aire. Tamara tembló al ver el exiguo tanga que exhibía la señora, sentada sobre uno de los brazos del sofá.
―           Está muy bella, señora – la agasajó Tamara.
―           Gracias, pequeña. Tú también tienes un cuerpo muy bonito – le dijo Elizabeth, pasando su mirada por cada curva del pálido cuerpo de la joven. – Túmbate en el sofá. Quiero que recrees para mí lo que hiciste el otro día, a solas.
Tamara tragó saliva. No se le había pasado por la cabeza que la señora quisiera algo así. Estaba segura de que buscaría algo más directo. La sola idea de que la señora contemplase sus devaneos y escuchase sus quejidos, la atormentó placenteramente.
Se tumbó de costado sobre el mullido mueble, sus pies cerca de la señora, y la miró. Elizabeth levantó la mano y accionó el mando a distancia. Una nueva escena apareció en el televisor. Tamara ya la había visto en su casa. En ella, Ava Lynn hacía el papel de institutriz que dominaba a dos jóvenes hermanas a su cargo.
―           ¿La habías visto antes? – le preguntó la señora.
―           Es una de mis favoritas – murmuró la canguro.
―           Bien. No tengas prisa, Tamara. Quiero ver cómo te excitas…
―           Ya estoy mojada, señora – confesó la chica.
Elizabeth cerró los ojos por un instante. Era aún más perfecta de lo que creía. Una auténtica ninfa que había aparecido en su vida. Debería llevar mucho cuidado para no asustarla con todo lo que pensaba hacerle, se aconsejó a sí misma.
Tamara no tardó en llevar sus dedos al coño, embriagada por la situación y las imágenes. En cuanto Ava Lynn, en la película, sacó la regla de madera y colocó a una de las chicas sentada sobre el escritorio, con las piernas abiertas, y a la otra recostada contra ella, el trasero expuesto. Con los primeros azotes, Tamara ya se estaba masturbando lentamente, procurando no dirigir sus ojos hacia la señora. Su larga cabellera rubia enmarcaba sus hombros y caía sobre el asiento del sofá, sobre el cual ella se erguía sobre un codo, la otra mano ocupada en su entrepierna.
No tardó mucho en apoyar un pie y alzar una rodilla, para permitir un paso más franco a sus manipulaciones. Sus gemiditos aumentaron, así como el contoneo de sus caderas.
Elizabeth se mordía el labio y respiraba con fuerza, contagiada por la imponderable lujuria de la muchacha. Casi sin ser consciente de ello, la señora abrió sus piernas bronceadas y sus dedos jugaron con la tira del tanga que cubría su pubis, apartándola, estirándola, usándola para conectarla con su sexo. Sus grandes senos quedaron en evidencia marcando el escote de su blusita, al tironear de éste hacia abajo.
Sus dedos recogieron los primeros humores que surgieron de su vagina y sus ojos iban de ella al encantador rostro de su niñera, la cual ya no podía apartar los ojos de Elizabeth.
―           ¿Te gustaría ser una de ellas? – preguntó muy suavemente la señora.
―           Oh, sí – exclamó Tamara, pellizcando su clítoris.
―           ¿Con los azotes y todo?
―           Con lo que usted quiera, señora…
El dedo índice de Elizabeth ya se afanaba sobre su propio clítoris, consiguiendo esa sensación de urgencia que la enloquecía siempre. Ya no había vuelta atrás para ella.
―           Ven aquí, mi pupila – gimió, apartando sus dedos. – Pon tu lengua en mi coño… hazme arder…
Como una perrita obediente, Tamara se puso a cuatro patas sobre el asiento del sofá y correteó hasta la señora, la cual se giró colocando una pierna contra el respaldo del mueble y ofreciendo así su coño en todo su esplendor. Tamara hundió la lengua allí, con verdaderas ansias, con la necesidad de degustar la lefa de su nueva señora. Ésta hundió sus dedos en la cabellera de la canguro, recreándose con su sedosidad. Expertamente, marcó el ritmo que más le gustaba en su lamida. El pie que mantenía sobre el asiento, se remontó hasta posarse sobre las blancas nalguitas, masajeándolas con fuerza hasta dejarlas rosáceas.
―           Sí, sí… que bien lo haces, pequeña… se nota que lo has hecho más veces – suspiró la señora, cerrando los ojos.
No tardó en agitar sus caderas, tironeando aún más fuerte del cabello de la joven, al mismo tiempo que emitía un jadeo entrecortado, indicador de su orgasmo. Tamara, de bruces sobre el sofá, se había llevado una mano a su propia entrepierna que acariciaba casi frenéticamente. Miss Cabble no la dejó acabar. La incorporó en pie con un duro tirón de cabello y la condujo a su dormitorio.
―           Desnúdame– le pidió a Tamara y ésta no se hizo rogar. Estaba deseando contemplar de cerca aquellas tetas erguidas que debían haber costado lo suyo.
La joven sacó la escueta blusa por encima de la cabeza y se afanó en despojar a su señora del sujetador de media copa que levantaba sus maravillosos senos. Se lanzó de cabeza a chupar, lamer y rechupetear aquellos tiesos pezones, al mismo tiempo que estrujaba los gloriosos pechos, firmes y vibrantes por la silicona de su interior. Eran toda una gozada, a su entender. No comprendía la estúpida distinción que hacían algunos adultos sobre pechos operados y naturales. ¿De qué servía un pecho escurrido y flácido? ¿Acaso era más estético o sano?
Ambas rodaron sobre la cama, enlazadas por brazos y piernas, atareadas en tender sus lenguas y en mordisquear los labios.
―           Mi señora – inquirió entrecortadamente Tamara, pegando su pelvis a la pierna de su señora. –, necesito correrme… por favor…
―           Frotémonos juntas, pequeña guarrilla… hasta corrernos vivas…
Si Tamara estaba necesitada, ¿qué decir de la señora, aún habiendo obtenido un orgasmo minutos antes? Sus tersos muslos encajaron perfectamente en la entrepierna contraria, acoplándose como engranajes cálidos y suaves. Tamara, algo más pequeña en tamaño, quedó con su mejilla apoyada sobre una de aquellas mullidas tetas, jadeando contra el pezón, los ojos entrecerrados, y muy concentrada en el ritmo que sus cuerpos abrazados habían adoptado. Su pelvis se arrastraba continuamente contra el muslo de su señora, dejando sobre él una buena cantidad de lefa. Por el contrario, Elizabeth prefería darse golpecitos contra la pierna de Tamara, estimulando directamente su clítoris.
La canguro bufó contra el pecho de la señora, hundiendo el rostro entre los dos carnosos montículos, en el momento de su orgasmo. Notó el aire del gran suspiro de la señora sobre su coronilla, a su vez. Pasaron unos cuantos minutos así abrazadas, desnudas sobre la cama sin deshacer, recuperando el aliento. Entonces, la señora se puso en pie y se puso un batín liviano.
―           Espero que puedas quedarte a dormir alguna noche que otra, Tamara – le dijo, mirándola y anudándose el cinturón del batín.
―           Por supuesto, señora.
―           Muy bien. Haz un poco de té, yo iré a ver si Ismael ha despertado.
―           Sí, señora.
―           Ah, Tamara… no te vistas… prefiero tenerte así desnuda para cuando desee empezar de nuevo – comentó con una insana sonrisa.
Tamara se marchó a la cocina, sonriendo como una tonta. Estaba viviendo un maravilloso sueño…
                                                                     CONTINUARÁ…
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