Reflexiones sobre un pene.

Nota de la autora: Comentarios y opiniones a janis.estigma@hotmail.es Prometo contestar a todos.

Chessy se despidió de Cristo con un gesto de la mano. Era una sesión de una hora, así que el joven dijo que la esperaría mirando escaparates y paseando porla OctavaAvenida, al igual que una puta, bromeó. Chessy, con su petate al hombro, giró en la 28th, hacia el oeste, que serpenteaba entre los frondosos árboles que rodeaban los apartamentos Futman. Su cliente vivía en el primer bloque. El señor Holler era un buen cliente, uno de los habituales. Chessy ya había estado en otras ocasiones en su apartamento.

Se detuvo a la entrada del bloque y llamó al portero electrónico. Se situó mejor delante de la cámara y se retocó mecánicamente el cabello. Una voz casi metálica le dijo que subiera, que le dejaba la puerta abierta.

Al tomar el ascensor hacia la séptima planta, la joven pensó en el joven español que la esperaba. Cristo le gustaba. Era divertido, exótico, y diferente a cuantos conocía. Si, esa era la palabra, diferente, y eso le gustaba bastante. Poseía una frágil belleza que la atraía sin remedio. Era un hombre, pero no lo parecía; más bien era como un niño, menudito y delicado, con unos rasgos casi femeninos, tan suaves, que su barbilla apenas rascaba.

Por supuesto que le había contado lo de su fallo glandular y Chessy había estado tentada de preguntarle si eso le había afectado a su… masculinidad. Prefirió no hacerlo. No quería que supiera que estaba tan interesada en él. Se ponía muy contenta cuando le sorprendía comiéndosela con los ojos, pero… no era tan sencillo. ¿Se atrevería a decírselo? Cristo parecía bastante inteligente…

Chessy se sentía un tanto sola, últimamente. Hacía más de cinco meses que había terminado con su última relación, que, como las demás, había sido un total fracaso. Había llegado a un extremo en que temía que su propia naturaleza no le permitiría ser feliz; tan solo disponer de un ir y venir de amantes y clientes, con los que desahogarse, y poco más. ¿Dónde quedaba el romanticismo con el que ella soñaba? ¿Esa brutal sensación de pertenencia que trataba de encontrar?

Suspiró al llegar el ascensor a su destino. Tenía que olvidarse de todo eso, por el momento. Ahora, tenía un cliente. Se detuvo ante la puerta marcada con la letra C. Depositando el petate en el suelo, se remangó las mangas de su chaquetilla deportiva, azul y roja, y alisó, con una pasada de su mano, las ajustadas mallas grises que delineaban perfectamente sus esbeltas piernas. Empujó la puerta que, como siempre, la esperaba abierta.

El señor Holler la esperaba tomándose un aromático té, envuelto en un blanco y grueso albornoz. Era un hombre bajito, algo rollizo, que andaba sobre la cuarentena, pero poseía unos bonitos ojos azules y un cabello muy cuidado, bien cortado y sin una cana. Chessy sabía que el hombre era divorciado, sin hijos, y era uno de los técnicos urbanísticos de Manhattan.

― Hola, Frank – le dijo ella, besándole en la mejilla.

― Estás muy guapa hoy, Chessy.

― Gracias. Iré preparando la cama mientras terminas tu té.

― Por favor, querida – le indicó, con un gesto, que pasara al dormitorio.

Chessy sacó del petate una gran sábana impermeable, que extendió sobre la ropa de la gran cama. A continuación, sacó todo un surtido de botes y tarros, que contenían aceites y pomadas, necesarios para su trabajo. Se despojó de su chaquetilla, quedándose con una camiseta de tirantes, roja, que ponía de manifiesto sus erguidos senos, libres de sujeción.

― Quítate el albornoz y túmbate – le dijo a su cliente.

No le dio la menor importancia a verle desnudo. El hombre se tumbó boca abajo, dejando sus grandes nalgas, totalmente depiladas, a la vista.

― Chessy, tengo un pequeño tirón en las lumbares, desde hace un par de días – le informó.

― Le echaremos un vistazo.

Chessy embadurnó sus manos de un suave aceite neutro y empezó a frotar toda la espalda y los hombros del hombre. Después, siguió con las nalgas y descendió por las piernas, con suavidad y esmero, solo buscando untar toda la piel con el aceite. Frank apoyaba una mejilla en una pequeña almohadilla y mantenía los ojos cerrados, disfrutando del roce de aquellas suaves manos. Chessy tomó otro bote y derramó un nuevo óleo, esta vez directamente sobre la piel del cliente. Entonces si empezó a pinzar, sacudir, y pellizcar los diferentes músculos que iba encontrando a su paso. Primero los hombros, el cuello, el trapecio sobre las clavículas…

Al llegar al final de la espalda, buscó, con dedos expertos, el nudo que el hombre le había comentado y lo encontró prontamente. Se dedicó a deshacerlo con suaves pasadas y varios apretones, que hicieron gemir a Frank.

Seguidamente, se saltó las nalgas y se dedicó directamente con los músculos traseros de los muslos y las pantorrillas. Masajeó los puntos tántricos de las plantas de los pies y entre los dedos. Entonces, se dedicó a amasar largamente el trasero del hombre, derramando otro chorro de aceite sobre las nalgas.

Frank gemía de nuevo, pero ya no se trataba de la liberación de un músculo oprimido, sino de puro y simple gozo. Los largos dedos de la masajista se deslizaban entre los glúteos, acariciando el contraído esfínter y el suave perineo masculino.

― Gírate, por favor.

Frank la obedeció, sin reparo por mostrarle su pene endurecido. Más aceite para empapar el torso lampiño y el abultado vientre, que semejaba un terso tambor. Chessy repasó los músculos de los brazos, los pectorales y cosquilleó los tensores de las ingles. Continuó con las piernas, prestando gran atención a las articulaciones.

Frank alargó la mano y apretó suavemente un duro glúteo de Chessy, enfundado en las mallas.

― Siempre me pones muy cachondo, Chessy…

― ¿Eso es malo? – se rió ella.

― No, siempre que sigas…

La chica no respondió pero subió sus resbaladizas manos hasta el sexo del hombre, acariciándolo con delicadeza. No era ostentoso, ni mucho menos. Un pene normal, bien desarrollado y libre de prepucio, sin apenas vello en los testículos, y recortado sobre el pubis. Chessy lo torneó con sus manos, como si estuviera hecho de barro y buscara darle una forma definitiva. No era una masturbación clásica, pero tuvo la virtud de enloquecer al cliente, que acabó apoyando su mano en el hombro de la masajista.

― Vamos, Chessy… no aguanto más… chúpamela… — le pidió, con un jadeo.

Como si lo estuviera esperando, Chessy se sacó la camiseta, dejando sus senos al descubierto. Poseía unos pechos puntiagudos, como preciosos proyectiles balísticos, con unas aureolas pequeñitas y rosadas, que formaban una especie de divino escalón, antes de llegar a los erguidos pezones. Frank los estrujo antes de que ella se inclinara para tomar su falo en su boca.

Aleteó su lengua sobre el glande, consiguiendo que las caderas del hombre empujaran el pene contra su rostro, en un vano intento de introducirlo en la boca. Pero Chessy era una experta en este tema, y no se dejó sorprender. Siguió lamiendo y succionando todo el miembro, sin llegar a meterlo en la boca. Cuando comprobó que el hombre estaba muy excitado, apretó sus testículos con una mano, arrancándole un quejido y frenando así su orgasmo.

― Uufff… gracias… he estado casi a punto – le sonrió el hombre.

― Tomate tu tiempo, Frank. Me desnudaré…

― Si, por favor. Muéstrame tu precioso cuerpo, Chessy.

La hermosa rubia se descalzó, arrojando a un lado sus deportivas, y tras eso, se bajó las mallas de un tirón, quitándoselas completamente. Quedó tan solo con un pequeño tanga blanco que tapó con una de sus manos.

― Déjame verlo… enséñame lo preciosa que eres, cariño – musitó el hombre.

Chessy deslizó el tanga por sus piernas, mostrando su tesoro, su secreto… su pene. Frank se relamió al verlo. Era delgado y blanco, sinuoso como una pequeña serpiente. Casi parecía artificial, dado su escaso diámetro y su aspecto blando, ya que no estaba erecto. No tenía ni un ápice de vello en el pubis, y los testículos estaban totalmente contraídos, casi invisibles a primera vista.

Apoyando las rodillas en el filo de la cama, Chessy dejó que el cliente enfundara con su boca lo que aún la ataba al mundo de los hombres. Le acarició el pelo mientras sorbía felizmente. Notó como su pollita ganaba algo de consistencia con el roce de la lengua y la saliva, pero sin llegar a ponerse rígida del todo; un efecto secundario de todos los estrógenos que se había tomado durante la pubertad.

Sin embargo, la polla de Frank había alcanzado su máximo histórico, propiamente dicho.

― Es hora de cabalgar, Frank – dijo ella, sacando su miembro de la boca masculina.

― Si… si.

Chessy se subió a la cama y se acuclilló sobre la polla erecta, y, con toda pericia, la introdujo en su ano, previamente lubricado de aceite. Con un par de movimientos de su pelvis y de las caderas, la tragó toda, bajando y subiendo con suavidad.

― Aaaaahhh… que bien me lo haces, cariño – jadeaba Frank, aferrándola de la cintura. – Como me aprieta tu culito.

― Todo es… por tu… culpa… eres un toro, Frank – lo animaba ella, agitando su trasero con mucho donaire, entre descaradas mentiras que subían el ego del cliente.

“Todo por la clientela”, debería ser la máxima escrita en su currículum, porque esa era la verdad. Chessy lo entregaba todo a sus clientes, y no solo su cuerpo, sino su amistad, su compasión, y, hasta en una ocasión, su sangre. Mejor no hablar de aquello, era algo desagradable… tener que donar su sangre a aquel hombre que intentó suicidarse delante de ella…

Las cosas más absurdas pasaban por la mente de Chessy cuando llevaba a un cliente hasta el éxtasis. Pensaba en lo que tenía que comprar en el supermercado, en sus clases de Tai Chi, en cuanto tendría que gastarse en el taxi hasta casa… Mil y un detalle para no excitarse con el rabo que estaba montando. Ella era una profesional y tenía que guardar las distancias. Nada de excitarse con los clientes, que luego ya se sabía. Chessy solía perder rápidamente la cabeza tras un orgasmo. Como solía decirla Vieja, se encoñaba sin darse cuenta, y eso no era nada bueno para el negocio.

Frank le aferró fuertemente los senos, demostrando que estaba realmente al borde de la sacudida final. El rostros del hombre estaba encendido, las mejillas brillando a causa de los restos de aceite. La miraba con los ojos entrecerrados, boqueando como un pez bobo ante una concurrencia de gatos. Chessy, con una maravillosa sonrisa, metió dos dedos en la boca de Frank.

― Chúpalos bien, cariño, que te los voy a meter donde tú y yo sabemos, ¿verdad?

― S-siiii… por favor… — la voz apenas le salió del cuerpo. Su vientre oblongo temblaba con el esfuerzo de contener su orgasmo.

Chessy buscó el ano de Frank con aquellos dos dedos rechupeteados a placer, y los introdujo sin ningún miramiento. Meterlos y correrse el cliente, fue todo algo simultáneo. Con un gritito, no muy masculino, Frank descargó varios chorros en el interior del recto de Chessy, la cual tragó saliva para tranquilizarse, porque eso era algo que la calentaba mucho. Sentir la eyaculación de un hombre sobre su piel o en el interior de su cuerpo, la volvía tan loca como para cometer barbaridades, si ya estaba lanzada. En una ocasión, se quedó en una casa de crack y…

Ahora no era el momento de rememorar estupideces, se dijo, cortando el recuerdo y observando como Frank se quedaba estático, con aquella sonrisa vacía que se le aparecía a los tíos después de correrse.

Dejó que el miembro de su cliente saliera de su ano y apretó el culito para que no se escapara ni una sola gota de semen. Limpió los genitales de Frank con unas toallitas húmedas que sacó del petate, y se marchó al cuarto de baño, donde soltó la carga en el váter. Higienizó su sexo y su trasero, y pasó una esponja por sus axilas, su pecho, y su entrepierna, solo para quitarse el tufo a macho. Cuando salió, dispuesta a vestirse, Frank se había puesto de nuevo el albornoz y dejaba su tarifa sobre el petate. Doscientos cincuenta dólares. Era un buen precio por follar sin condón. Eso sí, solo con clientes de confianza, los cuales se hacían una analítica, al igual que ella, una vez al mes. Hoy en día, hacerlo sin preservativo era engorroso y costoso, pero le daba cierto aliciente como profesional.

En verdad, Chessy se ganaba bien la vida. Había días que tenía hasta cuatro clientes, diseminados durante todo el día. Sin embargo, también había temporadas más escasas, en que apenas podía pagar el alquiler, pero no era frecuente este caso. Normalmente, sus clientes sufragaban sus gastos y algunos caprichos, permitiéndole ahorrar algo.

Frank quedó para la semana siguiente, como siempre, y se despidieron con un par de besos en las mejillas. Chessy estaba deseando reunirse con Cristo, que aún estaría en la avenida, paseando arriba y abajo.

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Cristo no paseaba. Aún estaba recuperándose de la impresión de ver a su prima del alma, metiéndole la lengua a otra tía en la boca. Había observado, medio oculto tras una cabina de teléfono, como se reían, aún abrazadas a la puerta de la tienda. La rubia señaló su reloj y volvieron a darse unos piquitos, antes de despedirse. Zara se marchó en dirección a una cercana entrada de metro. Casi por inercia, Cristo cruzó la calle y la siguió hasta darse cuenta de lo que hacía. Se apoyó en el murete de piedra que rodeaba las escaleras que conducían bajo tierra, y reflexionó sobre cuanto había visto.

¿Zara era lesbiana? ¡Que pregunta más tonta!, se recriminó. Intentó recordar si había escuchado algo así de alguna de las mujeres del clan y no consiguió nada. Lo mismo que los gitanos no se divorciaban, las gitanas no eran lesbianas. Otra de las sigmas caló.

Había que reconocer que Zara era solamente medio gitana. Podría ser que su otra mitad, la negra, fuese la culpable de esta desviación, ¿no? Pero Cristo intuía que esa lógica, más propia del Saladillo, no podía aplicarse en este maremagno de gente, culturas, y, todo había que decirlo, vicios. Si a Zara le gustaban las mujeres y era feliz con eso, ¿cómo podía él prejuzgarla?

Sin embargo, una pequeña parte dentro de él se rebeló, argumentando, con la voz de pápa Diego, que las mujeres estaban para tener hijos y servir a los hombres, como manda Dios. Morrearse con otras mujeres y renegar de los hombres era antinatural y, antes, cuando el mundo era más sencillo, se las quemaba por brujas.

Cristo estaba confuso. Nunca, en su vida pasada, había tenido que preocuparse de asuntos como estos. Las tradiciones del clan le protegían de opiniones externas, como debía ser. Pero, aún así, Cristo no se consideraba un tipo cargado de prejuicios. Él pasaba e iba a su bola, con lo que consideraba su propia filosofía. De hecho, había visto a Elizabeth y Emily en plena faena y no se había sentido mal, salvo por el dolor de huevos que apañó. Entonces, ¿Por qué le importaba a quien besaba su prima?

Su privilegiada mente le llevó directamente a la respuesta. Por la sangre. Zara era de su familia, sangre directa, sangre gitana. Los valores adquiridos de la sociedad paya formaban un abrigo con el que cubrirse, con el que camuflarse en sus entrañas y vivir en forma de parásito; nada más. Ahora, al enfrentarse a una cuestión que le atañía directamente, ese abrigo se rasgaba, dejando aparecer el atavismo brutal de sus propias creencias, por muy bárbaras y machistas que pudieran ser.

La melodía de su móvil le sacó de sus abstracciones. Se trataba de Chessy.

― ¿Dónde estás? – le preguntó la dulce voz.

― Avenida abajo, en la entrada del metro.

― Vale, te veo en unos minutos.

Pensó que lo mejor de todo era olvidarse de todo ello, por el momento. Ahora, Chessy y él se iban a ir de compras al SoHo, e iba a disfrutarlo. La vio cruzar la calle, petate al hombro, con ese paso elástico y felino que la caracterizaba. Su rubia y larga melena ondeando a cada movimiento de su cuerpo. Cristo sonrió, buscando una puntuación para ella, tal y como hacían en las tardes de verano, allá en el barrio, cuando él y sus primos se resguardaban bajo las sombras de las palmeras del viejo paseo, a ver pasar a las guiris que regresaban de la playa. Uno señalaba y los demás daban la puntuación que creían más óptima, del uno al diez.

Chessy era un ocho, quizás un ocho y medio con aquellas mallas. Una chica de las tres B, como se decía en Algeciras: Buena, Bonita y Besucona.

― Mmmm… hueles a coco – dijo él cuando ella estuvo delante.

― Es el aroma del aceite que uso para el masaje – sonrió ella.

― Bueno, tú diriges.

― Venga, vamos a comprarnos algo bonito.

Chessy le dio la mano y le condujo escaleras abajo. Cristo tragó saliva y descendió, pero no muy convencido. No le gustaba nada meterse bajo tierra, y menos con todo lo que había escuchado del metro de Nueva York. Hoy iba a inaugurarlo y se prometió que juzgaría por sí mismo. Chessy utilizó su Metrocard para permitirles el paso al andén y esperaron unos minutos hasta que llegaron los vagones. Cristo contemplaba con mucha atención cuanto le rodeaba, tanto la gente como la estructura. Sabía que viajar de día era muy diferente a viajar de noche. Solo veía a matronas cargadas de bolsas, hombres y mujeres que salían de trabajar, con maletines o mochilas. Muchos adolescentes, enfrascados en sus consolas portátiles o refugiados tras los auriculares de sus Ipods. También vio muchos ancianos y algunos tipos harapientos. Lo que más llamó su atención es que nadie le devolvía la mirada. Todo el mundo miraba a un punto en la lejanía o al suelo, abstraídos en sus pensamientos. Era como ver una película de zombies, lo que le produjo un escalofrío. Ahora comprendía eso de que la gran ciudad recluía a la persona al interior de si misma. No existía relación alguna entre toda esa masa de gente. Nadie se saludaba, nadie mostraba más cortesía que la de no pisarse.

Acostumbrado a una tierra en donde el “buenos días” y el “hasta luego” era constante y repetitivo, Cristo se sintió solo en un vagón atestado de gente. Apretó con más fuerza la mano de Chessy y ella le sonrió.

El tren les dejó en Canal Street, desde la cual Chessy le señaló la entrada del túnel Holland, por el que se cruzaba a Nueva Jersey.

― Estamos en Garden City, en Long Island – le dijo Chessy. Señaló hacia unos edificios que formaban una especie de triángulo. – Esa es la prestigiosa universidad Adelphi, y allí, en frente, empieza el SoHo.

― Vale – cabeceó el gitano, grabando en su mente cuanto veía.

Chessy, sin soltarle de la mano, le condujo por Grand street, hasta adentrarse entre edificios antiguos, con fachadas recargadas de ventanas, y escaleras de hierro por todas partes. Según Chessy, antes fue un barrio de artistas que usaban los viejos y amplios talleres como estudio. Pero, después, llegaron los yuppies y los fashion victims, y se quedaron con todo, encareciendo mucho la vivienda en el lugar.

Cristo comprobó que había tiendas por todas partes. No tiendecitas en plan “todo a cien”, no… tiendas de renombre y prestigio. OMG, con ropa interior de Calvin Klein y vaqueros exclusivos, Guess Bloomingdale’s en la calle Broadway, con ropa de Diane Von Furstenbers y Marc Jacobs, o Prada, Atrium y Levi’s, más allá.

Cristo la siguió, de tienda en tienda, dejándose llevar por la explosiva energía de la rubia. Se tomaron un descanso en una pastelería, en la que tomaron té de jazmín y tarta de kiwi y lima.

― ¿Qué te parece todo esto? – le preguntó Chessy, meneando con la cucharilla el contenido de su taza.

― Enloquecedor – suspiró.

― Si, puede ser.

― De donde vengo, la gente es de otra manera, más abierta y tranquila. Aquí parece que todo el mundo cobra por horas…

― ¿Cobrar por horas?

― Es una expresión andaluza, algo así como tener siempre prisa – trató de explicarle.

― Si, aquí el ritmo es frenético. ¿Me acompañas a casa? – le preguntó Chessy, echando un vistazo a las diferentes bolsas que llevaba.

― ¿Al Village?

― Si, así verás donde vivo. ¿Te apetece?

― ¡Claro!

Tomaron de nuevo el Subway, que les dejó, quince minutos después, espera incluida, en la parada de Sheridan Square, justo al lado de la calle Christopher.

― Es la calle gay del barrio, archiconocida en el mundo entero – le señaló Chessy, sonriendo. – Ahí se encuentra la posada Sonewall, donde, en 1969, se lió la mayor refriega entre policías y homosexuales acontecida en este país.

― Tipos duros, ¿eh?

― Creo que había demasiada represión entonces.

― Ya, en España los metían en la cárcel, directamente – se encogió de hombros Cristo. — ¿Tienes amigos entre ese colectivo?

― Si, bastantes – asintió ella, mirándole. — ¿Y tú?

― No.

La respuesta fue tan seca que ella tragó saliva, molesta, pero no quiso ahondar más.

― Vivo cerca, en Waverly Place…

― ¿Waverly? ¿Cómo los magos de Waverly, de Disney? – se asombró Cristo.

― Siiii… ¿Los has visto?

― A veces, con mis primos pequeños. ¿Es que ese sitio existe?

― Bueno, la hamburguesería de la serie, por supuesto que no, pero el barrio si. Ahí es donde vivo, y se han rodado exteriores y todo, no creas. Hasta una vez, vi a Serena Gómez.

― Vaya, no tenía ni idea. El Village debe de ser la hostia, ¿no?

― Te garantizo que una no se aburre aquí – le palmeó un hombro ella, indicándole que cruzara la calle. – Es ahí.

El bloque de apartamentos se podía ver desde Brooklyn, al menos, pensó Cristo. Cuadrado, viejo, y… ¡rosa! Ocho plantas pintadas de un rosa fucsia que atraía el ojo como el trasero de Kate Moss borracha.

― ¡Anda que no te pierdes aunque vengas totalmente siega! – se le escapó en español.

― ¿Cómo?

― Nada, nada, me refería al sutil color.

― Ah, eso… fue una decisión de la comunidad – se rió ella, agitando una mano para quitarle importancia. – Vivo en el segundo… vamos.

No solo la fachada estaba pintada en rosa, sino que estaba decorada con elementos que hablaba de la particular sensibilidad de sus moradores. El vestíbulo, ya de por sí, impresionaba, con un suelo de algo parecido a la terracota endurecida y pulida hasta el brillo, y las paredes forradas de cañas huecas de bambú, sobre las que se exhibían diversos cuadros artísticos, creados, sin duda, por artistas locales. Cristo tuvo que reconocer que la sensación que generaba era gratificante.

― Hola, cariño, ¿de vuelta ya? – un hombre de cabello blanco y vestido con elegancia, les detuvo, besando a Chessy en las mejillas.

― Si, Brian. Hemos estado de compras en el SoHo.

Miró a Cristo con detenimiento. El gitano pudo comprobar que el hombre llevaba los ojos ligeramente sombreados y retocados a lápiz. Debía de rondar los sesenta años, pero se conservaba muy bien.

― Eres un chico exquisito. ¿Egipcio? – le preguntó.

― No. Español – contestó Cristo.

― Eres terrible, querida. Siempre encuentras algo exótico – le sonrió a Chessy.

― Solo somos amigos, Brian.

― Ya, ya… en fin, ya nos veremos… ciao, queridos.

― Ciao, Brian.

― ¿Vecino gay? – preguntó Cristo, mirando como el hombre salía a la calle.

― Si. Vive con su pareja encima de mi apartamento.

― No se le notaba amaneramiento alguno, salvo por los ojos pintados.

― No todos son locas con pluma, ni Drag Queens. Hay gente muy seria y normal, desde abogados y arquitectos, hasta médicos y policías. Algunos son más sarasas que otros, pero, ten por seguro, que nadie te faltará al respeto aquí – le dijo ella, subiendo las escaleras.

― ¿Todos son gays en el edificio?

― Si, todos.

Cristo no quiso preguntarle qué hacía ella allí, entonces. Muchas mujeres se sentían seguras entre maricones. Cristo, que se había hecho cargo del petate, la siguió.

El apartamento era pequeño, pero muy coqueto, decorado con mucho gusto y estilo. Cristo quedó gratamente sorprendido, sabiendo que Chessy pasaba muchas horas fuera de casa, de que estuviera tan limpio y tan ordenado. Disponía de un dormitorio, un cuatro de baño, y de una cocina living espaciosa. La habitación que quedaba estaba acondicionada con una camilla de masajes. Disponía de un lavabo y de calefacción, así como un gran espejo y varios estantes con botes de aromáticos aceites y esencias. El cuarto de trabajo de Chessy.

― Muy bonito – alabó él, fijándose en los afiches de las paredes, en su mayoría, denuncias marginales en su mayoría.

― Llevo un año aquí. Antes vivía en Queens.

― ¿Te sientes bien aquí?

― Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?

― No sé… ya sé que a ti no te van a molestar, pero… rodeada de tantos gays… en un barrio gay… — Cristo alzó las manos, dejando clara su postura.

Chessy suspiró y se tapó los ojos con una mano.

― Siéntate, Cristo – señaló un sillón de mimbre. Este se sentó con cuidado, como temiendo partir los juncos. – Spinny no te ha comentado nada, ¿verdad?

― No, que va. Por mucho que le he preguntado…

― Lógico. Debes saber algo sobre mí, Cristo…

― ¿Es que eres lesbiana? – la cortó él, temiéndose algo así, pues era lo más lógico para Cristo. Ella vivía en una comunidad gay…

― No es eso. Verás, yo me siento mujer, pienso como una mujer, y actúo como una mujer. De hecho, vengo haciéndolo desde los ocho años.

Cristo asintió, desconcertado, pero con una sonrisa cortés en los labios.

― No soy lesbiana, las mujeres no me atraen y los hombres me fascinan, como a cualquier mujer… pero… me sobra un detalle para ser una hembra al cien por cien…

― ¿A qué te refieres, Chessy?

― Que no nací como mujer y no tengo una vagina.

Cristo siguió con aquella sonrisa en los labios durante unos segundos más, pero se fue marchitando a medida que la comprensión entraba en su cerebro. ¡No tenía vagina! Aquellas tres palabras rebotaban en el interior de su cráneo, anulando cualquier otro pensamiento.

― Cristo… di algo – le pidió ella tras unos segundos realmente desanimadores.

― ¿Eres un hombre? – preguntó, aferrando fuertemente con sus manos el mimbre trenzado.

― Nací como hombre, pero ya no lo soy. Soy una mujer que tiene un pene, digamos – expuso Chessy, en pie delante de él.

― ¡No puede ser! ¡Eres guapísima!

― Gracias.

― ¿Y tienes polla?

― Si.

― No me lo creo – se empecinó el gitano. – Ya he visto travestis y tíos operados, y se notan a legua. Tú… tú eres perfecta.

Chessy no respondió. Solo había una forma de tratar aquella incredulidad. Con decisión, se bajó tanto las mallas como el tanga, dejando al aire su pene, que, en esta ocasión, más que una serpiente, parecía un gusanito.

― ¡Santa Madre de las Patas Colgando! – exclamó Cristo, clavando sus ojos en aquel anatema.

Chessy volvió a subirse la ropa, ocultando así su secreto, y se sentó frente a Cristo, sobre la mesita baja de madera barnizada.

― Soy un transexual, Cristo, pero no me atrevo a operarme. Acepté mi condición siendo muy joven, y me he medicado y entrenado para convertirme en mujer. No me considero gay… no sé si lo comprendes… soy una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre y casi he conseguido escapar de esta cárcel de carne…

Cristo no respondió. Se limitaba a mirarla y a cavilar. La verdad es que intentaba convencerse de cuanto ella le decía. Chessy le caía genial y no pretendía perder su amistad, pero existía algo dentro de él que le encabritaba el estómago y le aplastaba los huevos, cada vez que la miraba.

― Por eso Spinny no te dijo nada. Tenías que verlo con tus propios ojos. Sé que estas confuso y dolido. Ahora sería mejor que te marcharas y meditaras sobre esto con tranquilidad y objetividad. No es la primera vez que me ocurre – Chessy utilizaba un tono suave y tranquilo, perfecto para moderar su estado de ánimo y el de Cristo. – Solo debes saber que te considero un buen amigo y nunca te obligaría a nada que no quisieras. Por eso mismo, he esquivado tus besos y tus impulsos de tocarme. Tenías que saber antes la verdad, Cristo.

Él asintió y se puso en pie. Se dirigió hacia la puerta, sin decir una sola palabra.

― Antes de que te marches, debes saber que me gustaste desde la primera vez que nos vimos, en el Central. Creo que eres un tío genial y divertido y que podríamos ser… no sé… lo que quieras que sea… buenos amigos, o buena compañía – dijo ella, ahogando sus lágrimas.

Cristo cerró la puerta suavemente y se marchó. Durante unos minutos, Chessy luchó para no abandonarse a las lágrimas. No estaba nada bien que una profesional como ella, cayera rendida a las primeras de cambio. Se dijo que tenía suficiente entereza como para ducharse y preparar la cena, sin perder el control. Sin embargo, bajo el agua cálida, dejó con contenerse y sucumbió a la vergüenza y a la pena. Durante un largo momento, estuvo sentada en el mojado suelo de su ducha, llorando y llamándose tonta e idiota. ¿Cómo se le había ocurrido introducirle en su vida? Por eso mismo, para no dejar a nadie que penetrase en su núcleo más íntimo, iba al parque ha hacer ejercicio y a socializar con sus conocidos. No, pero ella había tenido que invitarle a su casa, al Village, con todo lo que representaba. Se lo merecía…

Ni siquiera preparó la cena y se acostó, totalmente desnuda, en la cama, acurrucándose en ella y acompañada únicamente de la triste música de una emisora de souls & blues.

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A algunos kilómetros al norte, Cristo estaba también tumbado sobre su cama, pero totalmente vestido. Mantenía las manos detrás de la nuca, y miraba el aislamiento que recubría el alto techo. No sabía qué pensar sobre cuanto le había ocurrido esa tarde. Por un lado, se sentía ofendido y cabreado por la insinuación de Chessy, pero, por otra parte, se reñía a sí mismo, llamándose hipócrita y retrógrado, admirado por la valentía que había mostrado la chica… ¿chico?

Una llave resonó en la cerradura, sacándole de sus negros pensamientos. Hasta el momento, había estado solo en el loft, pero alguna de sus parientes llegaba, aunque inusualmente tarde. Ni siquiera alzó la cabeza, al escuchar los pasos, pues la voz de su prima Zara se elevó.

― ¿Primo? ¿Estás? – preguntó en español.

― Zi – respondió él, también en castellano. – Aquí arriba, en la cama.

― ¿Te pasa algo? ¿Eres malo? – dijo ella, subiendo, con un taconeo encantador, las escaleras de hierro y madera.

― Estás malo, ze dice. Y no, no me paza nada. Solo descanzaba – respondió ásperamente.

― Me llamó mamá y no volver hasta tarde. Hay ensayo intensivo en Juilliard. Así que… ¿qué te gustaría cenar?

― ¿Vas a cosinar? – se asombró Cristo.

― No… ¡No! – se rió a carcajadas. – Si quieres morir… Pediremos algo…

― Me da igual. No tengo hambre. Pide lo que te apetesca… — -dijo, volviendo a mirar el techo.

― ¡Primo! ¿Qué te pasa? ¿Por qué estas triste? – le preguntó Zara, volviéndole la cara con la mano.

Cristo suspiró. Tenía que hacerlo, quitarse el nudo que sentía en su interior. Así que tomó aire y le preguntó:

― Zara… ¿Qué has hecho esta tarde?

― Pues fui a la academia, como siempre.

― ¿En Chelzea?

― Si.

― Yo también he estado en Chelzea, esta tarde. Y, mira por donde, me paresió verte, prima. Así que desidí zaludarte, zabes…

― Ah, ¿si? ¿Dónde?

― A la puerta de una tienda de antigüedades, creo – Cristo retomó el inglés, porque se estaba calentando y podría descontrolarse. Así, teniendo que pensar lo que tenía que decir, se mantenía en calma. Además, necesitaba que su prima entendiera perfectamente lo que pensaba decirle. – No estoy muy seguro, no me acerqué al ver como besabas a la guapa rubia que salió…

Zara desorbitó los ojos y retiró la mano que mantenía sobre el brazo de su primo, como si hubiera tocado una araña venenosa.

― Primo…

― Déjame terminar, Zara. No te engañaré. Me quedé pillado con la imagen y preferí volver a casa – omitió cualquier referencia a Chessy. – Debes comprender que me he educado en el seno de una familia con tradiciones centenarias, bastante machistas, y, aunque comprendo que aquí, las culturas se entremezclan, adoptando tendencias de unas y otras, yo sigo siendo un neardental.

― Cristo, yo…

― Espera, que ya acabo. Pero me he pasado un buen rato aquí, solo y pensando. Cuando me dedico a ello, con calma y en profundidad, alcanzo a reconocer que nuestro clan está demasiado anclado en el pasado y en costumbres que no han evolucionado lo más mínimo. Sin embargo, en caliente, como cuando te he visto, no tenía más que la puta voz de tu abuelo gritando en mi cabeza, y no es agradable, te lo juro. Pregúntaselo a tu madre y verás. Bastante le he escuchado ya en los veintiocho años que me he pasado a su lado. El caso es que no has salido bien parada en relación a todo lo que ha surgido, de repente, de mi alma romaní…

― Ya lo imagino.

― Mira, prima, hay cuatro cosas que son siempre iguales, en cualquier parte del mundo: la ambición, la ira, el sexo y, finalmente, el amor. No entienden de barreras, ni fronteras. Supongo que los sentimientos son los mismos, sea para un hetero como para un homo, así que si te sientes feliz amando a una mujer, no es, en absoluto, mi problema.

― Oh, primo… ¿de verdad? – exclamó ella, cogiéndole la mano.

― De verdad, Zara. Yo soy un cazurro para esas cosas. Te llevo diez años y seguramente sabrás de sentimientos mucho más que yo. Digamos que soy románticamente virgen – dejó escapar una risita.

― ¿Y eso por qué, Cristo? Eres un hombre gracioso y creo que muy inteligente…

― Quizás por eso mismo. Me ha ayudado a sobrevivir, pero no a experimentar. Pero debo preguntarte… ¿estás segura de tu tendencia?

Zara se arrellanó mejor sobre la cama, subiéndose a ella, y apoyando su espalda en el cabecero. Cristo, a su lado, la imitó.

― Siempre me han gustado las mujeres, Cristo – esta vez, Zara adoptó el inglés, necesitada de muchas más palabras. – Desde jovencita, he sabido ver la belleza en otras féminas. Los hombres nunca me han atraído. Con eso, no quiere decir que les desprecie, en absoluto. Salgo con una gran pandilla de chicos y chicas, y tengo muy buenos amigos, con los que converso y me confieso, pero…

― No te atraen.

― Exacto, ni físicamente, ni románticamente. Sin embargo, he tenido ya suficientes experiencias con chicas, como para saber reconocer lo que más me place.

― ¿Lo sabe tu madre?

― No me he sincerado aún con ella, pero creo que lo sospecha.

― ¿Cómo crees que se lo tomará cuando lo sepa?

― Mamá tiene compañeras de trabajo lesbianas. Algunas de sus alumnas también lo son. En el mundo artístico, las experiencias lésbicas son frecuentes, así que no la tomará por sorpresa, te lo garantizo. De todas formas, es mi elección.

Cristo la miró a los ojos. La joven tenía toda la razón, por mucho que dijera él. Era su vida y, por una vez, alejado de la agobiante firmeza del clan, Cristo veía mucho más humanidad en la preferencia sexual de su prima que en las leyes del patriarca.

― ¿Esa era tu novia? Es muy guapa…

― Es una amiga que conocí en la academia. También intenta ser modelo, pero la tienda es de su familia y tiene que ayudar a veces. Nos lo hemos pasado bien un par de veces, al salir de la academia, pero no hay nada serio. De hecho, tiene novio…

― ¡Vaya! ¿Y a eso, cómo se le llama?

― Que le gusta la carne y el pescado – se rió la mulata, dejando a su primo cortado.

― Anda, prima, pide lo que quieras pa senar, que me ha vuelto la jambre – le dijo, empujándola de su cama.

Al quedar a solas, Cristo se recriminó nuevamente, por hipócrita. ¿Cómo podía perdonar a su prima tan fácilmente y, sin embargo, mantenerse en sus trece con Chessy, cuando era prácticamente lo mismo? ¿Tenía un doble rasero? No, se dijo, era mucho más sencillo. Lo de Chessy le dolía doblemente, porque lo había padecido en carne propia; eso era todo.

Todo aquel que supiera la condición de Chessy le tacharía de absoluto gilipollas o de ser un mariconazo total. Aún sentía el sordo rencor royéndole las entrañas. ¡Chessy era un tío, coño! ¡Le había enseñado la polla, joder!

A pesar de no desearlo expresamente, su mente, como suele suceder al experimentar algo desconcertante y moralmente impactante, empezó a pescar, en el torrente insustancial de los recuerdos, cada una de las veces que él tocó la piel de Chessy, o viceversa. Los imprevisibles roces de las manos, los achuchones amistosos, las decenas de besos en la mejilla… Intentó amplificar y discernir un sentimiento de desprecio y desagrado que no encontró. Resultaba desconcertante.

Mantenía muy fresca la visión de Chessy, bajándose las mallas, mostrándole su… cosa. Se dispuso a aferrarse al asco que le embargó, y jadeó cuando descubrió que, en verdad, no sintió tal cosa. ¿Qué le pasaba? Cuanto más pensaba en ella/él, menos importancia le prestaba al hecho de que le había engañado. Debía mantener su enfado, ¡él era el ofendido!

Por el contrario, la parte racional de su poderosa mente, no dejaba de proyectar imágenes de Chessy, cada una más hermosa que la anterior. ¿Acaso había visto una sola reacción masculina en el tiempo en que la conocía? ¿Una palabra, un gesto, que le hiciera saber que era un hombre jugando a ser mujer? En absoluto. Si ella/él no le hubiese confesado su secreto, no se habría dado cuenta hasta el momento de meter su mano entre las preciosas piernas. Nada en su cuerpo, revelaba su naturaleza. ¡Si ni siquiera mostraba nuez de Adán! Quizás los dedos de sus manos eran demasiado largos para una mujer, pero ¿Quién coño se fija en unos dedos, teniendo aquellas nalgas meneándose ante sus ojos? Y de sus tetitas… ¿qué había que decir sobre esos pujantes pechos? ¿Eran de verdad o pura silicona?

En una palabra, ¿por qué tenía que ser siempre un cabrón? Aquí no tenía necesidad de engañar a nadie, al menos de momento. Necesitaba amigos, buenas amistades que llenasen su vida, y Chessy, fuera lo que fuese, era, ante todo, un amigo, ¿o no?

Él no era nadie para criticar. Cristo sabía que, si hubiera sido mujer, él no la habría podido satisfacer sexualmente con su micropene. Así que no le valía de nada criticar y perjurar, por algo que no obtendría de todas formas. Quizás así era mejor… así no había ningún agujerito que pudiera penetrar… solo una polla que le recordaba a la suya propia… blanquita, pequeñita, y sin vello. Tenía que reconocer que tenía su encanto… ¡Alto! Debía alejar esos pensamientos. Él era un macho, estuviera medio impotente o no. ¡Nada de tocar a otro macho! ¡Anatema! ¡Jujú! ¡Faltaría más!

Aunque… ¿qué decir de ese culo? Eso no podía quitárselo. Mucho mejor que la mayoría de las mujeres. Un culito trabajado, duro y potente, como pocas veces había visto. Un culo es un culo, ¿no?, se dijo. No entiende de sexos, ni de amistades. Es un culo, solo sirve para dos cosas… una entra y otra sale, ya está…

Quizás debía darle una oportunidad… una oportunidad para ambos. ¿Y si la llamaba? No, demasiado pronto. No creía ser capaz de soportar su voz. ¿Un mensaje mejor? Si, mucho mejor. Un mensaje de paz…

Atrapó su móvil y tecleó con pericia: “He sido un capullo. Me pillaste por sorpresa. Perdóname, porfa. ¿Desayunamos mañana?”. Pulsó enviar.

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Chessy abrió la puerta y sonrió al ver a Cristo sosteniendo una bandejita con el papel de la pastelería de la esquina. Él vestía con unos jeans y un jersey de pico azul, ella un holgado pijama de dos piezas, que se había puesto en su honor, ya que dormía desnuda.

― Hola – dijo él, buscando sus ojos. – He traído bollos.

― Hola – dijo ella, sonriendo casi con timidez. – Pasa.

Cristo depositó los pasteles sobre la mesa, donde ya se encontraba el café esperando, y se giró hacia ella, con un nudo en la garganta.

― Chessy, yo… lo siento mucho.

― No, por favor, no hace falta que te disculpes. No debí presionarte…

― No, quiero hacerlo… necesito hacerlo – dijo él, golpeándose el pecho con una mano.

― Está bien – Chessy se sentó, indicándole que la imitara.

― Verás, ayer las cosas se complicaron un tanto y me superaron. No solo fue tu confesión… sino que, cuando estabas atendiendo a tu cliente, me tropecé a mi prima Zara en la avenida. Ella no me vio. Sé que su academia estaba en la zona, así que quise saludarla, ya sabes, darle una sorpresa. Sin embargo, me la dio a mí. La ví saludar a otra chica, en una tienda, y comerle la boca con pasión.

― Vaya… no lo sabía.

― No es algo para comentar alegremente. Sé que esas cosas suceden, que la homosexualidad es algo corriente en nuestra sociedad, pero no en el círculo en que he crecido. En mi clan, el que es mariquita tiene que ocultarlo o marcharse. No hay otra manera, los gitanos somos así. No nos gustan las cosas que resulten ser diferentes; nos gusta la tradición, lo que sabemos controlar. Cuando aparece algo que es diferente, suele acabar con el cuello cortado…

― ¿En serio?

Cristo asintió y añadió leche a su café, así como tres cucharadas de azúcar. Siguió hablando mientras removía.

― Así que ya llevaba eso en el cuerpo cuando me dijiste lo tuyo. Sentí que todo lo que llevaba construido en Estados Unidos se estaba derrumbando. La familia que me quedaba, una naciente amistad que podía ir a más… Todo era falso e… indigno. Estaba muy molesto, muy cabreado con todos, y me fui a casa.

Chessy tomó uno de los bollos y le atizó un mordisco, antes de asentir.

― Tampoco tuve mucho tacto, que digamos – dijo, después de tragar.

― El caso es que tuve tiempo de reflexionar. Soy bueno haciéndolo. Cuando me pongo a ello, suelo realizar exhaustivas tablas de pros y contras, de forma lógica y desprovista de prejuicios. Al caer la noche, y tras hablar de ello con mi prima, me sentí capaz de entender su postura y darle mi bendición. Y, entonces, empecé contigo…

― Miedo me das… cómete un bollo, que me los acabo…

― Los he comprado para ti. Verás, intenté odiarte con todas mis fuerzas, Chessy. Te lo juro. Me era mucho más fácil anularte que comprenderte. Pero no fui capaz de encontrar algo de ti que me molestara suficientemente. Quise verte como un hombre disfrazado de mujer, pero mi mente no encontraba ni un solo detalle que me ayudara. ¡Si ni siquiera había sospechado cuando te tocaba! Llegué a la conclusión que eres una mujer algo diferente; una mujer con rabo. En ese momento, solo debía enfrentarme a esa palabra que no nos gusta: diferente.

Chessy alargó una mano y tomó al de Cristo, instintivamente. El joven pasó su pulgar por los nudillos de ella y sonrió.

― Entonces, fue como una revelación. Estaba siendo un total egoísta, tal y como me habían educado… Los gitanos son egoístas, todos ellos, porque es el único patrimonio que les legan sus padres. El gitano macho obtiene la supremacía al desposarse. Tiene derechos casi absolutos sobre toda su familia: esposa, hijos, y hasta su suegra, si hace falta. Yo estaba siéndolo, sin acordarme de que también soy diferente. No soy un hombre completo, Chessy, te aviso. Mi trastorno glandular me ha dejado algo mermado como hombre.

― ¿A qué te refieres?

― Al tamaño de mi pene. Es algo inferior al tuyo – confesó él, con vergüenza.

― Oh, ¿de verdad? Vaya, eso tiene que ser duro para una forma de pensar como la que me estás mostrando.

― Si, tienes razón. Es mi lacra, mi vergüenza.

― Pero no es culpa tuya.

― No, pero soy yo el que la arrastro conmigo.

― Debes cambiar el chip, Cristo. Un pene pequeño sigue siendo un pene, peor sería que no tuvieras ninguno.

― Uufff. Es verdad. De todas formas, este detalle me llevó a pensar que yo era otro hipócrita, queriendo seducir a una chica cuando no tenía apenas nada que ofrecerle, sexualmente. Te imaginé delante de mí, si yo hubiera hecho lo que tú hiciste, bajándome los pantalones y enseñándote mi sexo. ¿Qué hubieras pensado?

― Sinceramente, no lo sé. Así, en frío, tal y como yo lo hice, a lo mejor me hubiera reído de ti.

― Exacto. Yo no me reí, pero me mosqueé… y no tenía derecho a hacerlo. No intentabas seducirme, ni ofrecerte, solo me estabas informando, y eso es de agradecer.

Chessy cabeceó, al mismo tiempo que se apoderaba del último bollo.

― ¿Lo compartimos?

― Vale.

― Entonces, ¿qué piensas, Cristo?

― No sé, es algo difícil de explicar…

― Inténtalo, no tenemos prisa.

― Está bien – Cristo inspiró y la miró unos segundos. Intentaba ver, una vez más, al hombre bajo la piel, pero no le encontró, ni le encontraría, se dijo. – Chessy… me gustaste desde que Spinny nos presentó. Creo que eres preciosa y divertida. Puedo hablar contigo de cualquier cosa y congeniamos. Quiero seguir siendo tu amigo y puede que algo más, pero… tenemos que ir poco a poco. Tengo que acostumbrarme a la idea… ¿Me comprendes?

― Si, Cristo, y me parece perfecto – sonrió ella, poniéndose en pie. – ¿Puedo darte un beso?

― Habrá que probar, ¿no? – respondió él, devolviéndole la sonrisa.

Chessy rodeó la mesa y se sentó en las piernas de Cristo, rodeándole el cuello con los brazos. Se miraron a los ojos, azules contra negros, y, muy suavemente, ella se inclinó para posar sus labios sobre los de él. Fue un beso muy suave, comedido, casi casto. Al separarse, Cristo comentó:

― Esto es lo que llamo un beso con condón. Casi no he sentido nada.

Chessy soltó una carcajada e hizo una segunda prueba. Esta vez los labios de ambos se abrieron, dejando surgir sus lenguas exploradoras, ansiosas de saliva ajena. Tras un largo beso de tornillo, Cristo separó la cabeza y le dijo:

― Pues, la verdad, es que no sabes a chico, ni pizca…

― ¿A qué sabe mi boca?

― Necesito una cata más larga… veamos…

Chessy mordisqueó aquellos labios que, poco a poco, la estaban enloqueciendo. Ella tampoco tenía prisa por iniciar una relación; las cosas necesitaban su tiempo, y estaba dispuesta a concedérselo. Le había encantado la sinceridad de Cristo, la confesión sobre su órgano sexual y los prejuicios que sentía. Ella misma poseía muchos esqueletos en su armario, que, de momento, no pensaba revelar. Como tampoco, pensaba decirle nada sobre los servicios especiales que ofrecía en sus sesiones de masajes.

Había que ir poco a poco; Cristo tenía razón.

CONTINUARÁ……..

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